El Pozo de la Ascensión (Trilogía Original Mistborn: edición ilustrada 2)

Brandon Sanderson

Fragmento

Capítulo 1

Escribo estas palabras en acero, pues todo lo que no esté grabado en metal es indigno de confianza.

1

El ejército se arrastraba como una mancha oscura contra el horizonte.

El rey Elend Venture contemplaba las tropas enemigas desde las murallas de la ciudad de Luthadel. A su alrededor, la ceniza caía en copos gruesos y perezosos. No era la ceniza blanca ardiente que solía verse: era una ceniza más profunda, más negra. Los Montes de Ceniza habían estado muy activos de un tiempo a esta parte.

Elend notaba el polvo ceniciento en la ropa y el rostro, pero lo ignoró. En la distancia, el sol rojo sangre empezaba a ponerse. Recortaba al ejército que había venido a quitarle su reino.

—¿Cuántos son? —preguntó Elend en voz baja.

—Creemos que cincuenta mil —dijo Ham, apoyado contra el parapeto, con los musculosos brazos cruzados sobre la piedra. Como todo lo demás en la ciudad, la muralla estaba ennegrecida por incontables años de lluvia de ceniza.

—Cincuenta mil soldados... —dijo Elend, y guardó silencio. A pesar de todos los hombres que habían reclutado, Elend apenas disponía de veinte mil soldados a sus órdenes... y eran campesinos con menos de un año de instrucción. Mantener incluso ese pequeño número estaba menguando sus recursos. De haber podido encontrar el atium del lord Legislador, tal vez las cosas hubieran sido distintas. En aquellos momentos, el reino de Elend corría un serio peligro de caer en la bancarrota.

—¿Qué te parece? —preguntó Elend.

—No lo sé, El —respondió con tranquilidad Ham—. Kelsier era siempre el que tenía la visión.

—Pero tú le ayudabas a idear los planes —dijo Elend—. Tú y los demás erais su banda. Fuisteis vosotros quienes elaborasteis la estrategia para derrocar el imperio, los que lo conseguisteis.

Ham guardó silencio y Elend creyó saber lo que estaba pensando: Kelsier era la clave de todo. Era él quien organizaba, él quien convertía cualquier idea descabellada en un plan factible. Era el líder. El genio.

Y había muerto un año antes, el mismo día en que el pueblo (como parte de su plan secreto) se había alzado enfurecido para derrocar al dios emperador. En el caos resultante, Elend se había hecho con el trono. Ahora cada vez parecía más claro que iba a perder todo lo que Kelsier y su grupo habían conseguido tras tantos duros esfuerzos. Iba a quitárselo un tirano que podía ser aún peor que el lord Legislador. Un matón sibilino y artero de la «nobleza». El hombre que dirigía su ejército hacia Luthadel.

El padre de Elend, Straff Venture.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedas... hablar con él para convencerlo de que no ataque? —preguntó Ham.

—Tal vez —respondió Elend, vacilante—. Suponiendo que la Asamblea no entregue la ciudad.

—¿Va a hacerlo?

—No lo sé, la verdad. Temo que lo haga. Ese ejército los ha asustado, Ham. —Y con razón, pensó—. De todas formas, tengo una propuesta para la reunión que se celebrará dentro de dos días. Intentaré convencerlos de que no se precipiten. Dockson ha regresado hoy, ¿no?

Ham asintió.

—Justo antes de que iniciara su avance el ejército.

—Creo que deberíamos convocar una reunión de la banda —dijo Elend—. A ver si se nos ocurre un modo de salir de esta.

—Todavía andamos escasos de gente —dijo Ham, frotándose la barbilla—. Fantasma no volverá hasta dentro de una semana y solo el lord Legislador sabe dónde ha ido Brisa. Hace meses que no recibimos ningún mensaje suyo.

Elend suspiró, sacudiendo la cabeza.

—No se me ocurre nada más, Ham.

Se dio la vuelta para contemplar de nuevo el paisaje ceniciento. El ejército estaba encendiendo hogueras y el sol se ponía. Pronto aparecerían las brumas.

Tengo que volver al palacio y trabajar en esa propuesta, pensó Elend.

—¿Adónde ha ido Vin? —preguntó Ham, volviéndose hacia Elend.

Elend se detuvo.

—¿Sabes? —dijo—. No estoy seguro.

Vin aterrizó con suavidad en el húmedo empedrado viendo cómo las brumas empezaban a formarse a su alrededor. Adquirían consistencia cuando oscurecía, creciendo como marañas de enredaderas transparentes, retorciéndose y enroscándose.

La gran ciudad de Luthadel estaba silenciosa. Incluso un año después de la muerte del lord Legislador y del alzamiento del nuevo Gobierno libre de Elend, la gente corriente se quedaba en casa de noche. Temía las brumas, una tradición mucho más arraigada que las leyes del lord Legislador.

Vin avanzó en silencio, poniendo los cinco sentidos. En su interior, como siempre, quemó estaño y peltre. El estaño agudizaba sus sentidos y le permitía ver de noche. El peltre fortalecía su cuerpo y moverse le costaba menos. Además del cobre (que tenía el poder de ocultar el uso de la alomancia a quienes quemaban bronce) eran los metales a los que casi siempre recurría.

Algunos la llamaban paranoica. Ella se consideraba preparada. Fuera como fuese, la costumbre le había salvado la vida en numerosas ocasiones.

Se acercó a una esquina silenciosa y se detuvo para asomarse. Nunca había comprendido del todo cómo quemaba metales; lo había hecho desde que tenía uso de razón, usando la alomancia por instinto antes de que Kelsier la entrenara. En realidad, le daba igual. No era como Elend; no necesitaba una explicación lógica para todo. A Vin le bastaba saber que cuando tragaba trocitos de metal podía extraerles su poder.

Poder que apreciaba, pues bien sabía lo que era carecer de él. Y eso que todavía no podía considerarse un guerrero. De constitución delgada y poco más de metro y medio de estatura, con el cabello oscuro y la piel pálida, sabía que su aspecto era casi frágil. Ya no tenía aquella pinta desnutrida de su infancia en la calle, pero desde luego ningún hombre se hubiera dejado intimidar por ella.

Eso le gustaba. Le daba cierta ventaja... y necesitaba toda la ventaja posible.

También le gustaba la noche. Durante el día, Luthadel estaba repleta de gente y, a pesar de su tamaño, se le antojaba opresiva. Pero de noche las brumas caían como una densa cortina. Humedecían, suavizaban, ocultaban. Las enormes fortalezas se convertían en montañas oscuras y las abarrotadas viviendas se fundían como la mercancía rechazada de un buhonero.

Vin se agazapó junto a su edificio, todavía observando el cruce. Con cuidado, buscó en su interior y quemó acero, uno de los metales que había ingerido. Unas líneas azules transparentes brotaron a su alrededor de inmediato. Visibles solo para sus ojos, apuntaban desde su pecho a fuentes cercanas de metal: todo tipo de metal. El grosor de las líneas era proporcional al tamaño de las piezas metálicas que encontraban, desde alda

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