El Héroe de las Eras (Trilogía Original Mistborn: edición ilustrada 3)

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

Como siempre, debo agradecer a mucha gente el haberme ayudado a hacer de este libro lo que es hoy. Ante todo, a mi editor y a mi agente, Moshe Feder y Joshua Bilmes, por su excepcional habilidad para ayudar a que un proyecto alcance su máximo potencial. También a mi maravillosa esposa, Emily, que ha sido un gran apoyo y me ha facilitado el proceso de escritura.

Como siempre, Isaac Stewart hizo un magnífico trabajo con los mapas, los símbolos de los capítulos y el círculo de metales alománticos. Sam Weber hizo un trabajo tan bueno con los libros de bolsillo de Nacidos de la Bruma que le encargamos estas nuevas portadas más simbólicas. Su trabajo sigue siendo impresionante, y agradezco su visión de la saga. Gracias a Larry Yoder por ser asombroso, y a Dot Lin por el trabajo publicitario realizado para mí en Tor. A Denis Wong y Stacy Hague-Hill por la ayuda prestada a mi editor y a los siempre maravillosos Irene Gallo y Seth Lerner por la dirección artística.

Entre los lectores alfa de este libro se encuentran Paris Elliott, Emily Sanderson, Krista Olsen, Ethan Skarstedt, Eric J. Ehlers, Eric Más estirado James Stone, Jillena O’Brien, C. Lee Player, Bryce Cundick/ Moore, Janci Patterson, Heather Kirby, Sally Taylor, Bradley Reneer, Steve Ya no soy el chico de la librería Diamond, el general Micah Demoux, Zachary Fantasma J. Kavaney, Alan Layton, Janette Layton, Kaylynn ZoBell, Nate Hatfield, Matthew Chambers, Kristina Kugler, Daniel A. Wells, el Indivisible Peter Ahlstrom, Marianne Pease, Nicole Westenskow, Nathan Wood, John David Payne, Tom Gregory, Rebecca Dorff, Michelle Crowley, Emily Nelson, Natalia Judd, Chelise Fox, Nathan Crenshaw, Madison VanDenBerghe, Rachel Dunn y Ben OleSoon. Los lectores gamma incluyen a Deana Whitney, Gary Singer, Ted Herman, Joe Deardeuff y Bao Pham.

Gracias también a Jordan Sanderson, a quien está dedicado este libro, por su incansable trabajo en la página web. Jeff Creer también hizo un trabajo magnífico con el arte para BrandonSanderson.com. ¡Pasaos a comprobarlo!

Prefacio de la Edición del X Aniversario

Prefacio de la Edición del X Aniversario

Este era el libro con el que debía demostrar que era capaz de hacer esto, tanto a mí mismo como a mis lectores.

Durante los años en los que intentaba introducirme en la literatura fantástica, me fijé en una cosa muy común en los escritores más novatos. Había muchos grandes constructores de mundos vendiendo libros. Y también había mucha gente que sabía escribir capítulos maravillosos, personajes atractivos y situaciones interesantes.

Sin embargo, una y otra vez me decepcionaban los finales de esas novelas. Y sí, reconozco que prefiero un libro con un final flojo pero buenos personajes que al revés, pero tenía la sensación de que muchísimos escritores estaban descuidando ese factor crucial en sus historias. Si leía una novela épica, o una saga épica, en la que me enfrascaba del todo y a la que dedicaba semanas enteras, lo que quería era un final igualmente épico.

En El Héroe de las Eras tenía que dejar claro que no hablaba por hablar. Había puesto todo mi empeño en escribir estos tres libros casi de principio a fin, y ya tenía este tercer volumen terminado antes de que el primero llegase a imprenta. Había trabajado durante mucho tiempo, y con mucho esfuerzo, porque quería que la última novela guardara la consonancia adecuada con las dos primeras.

Pero nunca antes había hecho algo como esto. Estaba explorando lo que para mí era territorio desconocido. En aquella época llevaba escritos unos quince o dieciséis libros, pero ningún final de serie. Y por eso esta novela me resultó estresante. Tenía tantas ganas de que saliera bien que, cuando algunas cosas se torcieron (como el arco argumental de Sazed en el primer borrador), me presioné mucho para buscar otro camino.

Al mismo tiempo, la escritura de El Héroe de las Eras ya llevaba un cierto impulso. El segundo libro fue el que más me costó en general de los tres, aunque la trama de Sazed en esta novela fuese la más difícil para mí de toda la trilogía. Me dediqué a este libro con fervor, energizado por una (breve) parada para escribir la primera novela de la serie de Alcatraz. Traté de canalizar con esta novela todas las ideas fantásticas apocalípticas que se me habían ocurrido a lo largo de los años, sin contenerme en absoluto.

Tenía que clavar el aterrizaje con este libro. En términos generales, creo que lo conseguí. Al igual que todos los libros de Nacidos de la Bruma, este tiene un foco único e individual. De algún modo, es un libro pequeño y grande a la vez. Una de las maneras en las que me vendía la trilogía a mí mismo era: «Haz en tres libros lo que a otras series les cuesta diez conseguir». La forma de lograrlo sin permitir que el texto se viese saturado de tramas secundarias era mantenerme centrado en unos pocos protagonistas: mostrar cómo su mundo se desmoronaba a su alrededor, pero no desviar la atención de ellos y de sus esfuerzos.

Estoy muy orgulloso del resultado. Me gusta lo íntimo que es, a pesar del alcance épico de la trilogía. Me gusta lo esbelto que quedó: aunque es extenso, sigue teniendo la mitad de la longitud de mis novelas de El Archivo de las Tormentas. Me gusta cómo encaja la construcción del mundo y, sobre todo, lo bien que funcionan los tres volúmenes en conjunto, en lo relativo al viaje de los personajes y como elementos en una deconstrucción del género fantástico.

Nacidos de la Bruma es mi tarjeta de visita para el mundo.

Prólogo

Marsh se esforzó por matarse.

Su mano tembló mientras trataba de hacer acopio de fuerzas para obligarse a sacar el clavo de la espalda y poner fin a su monstruosa vida. Había renunciado a intentar liberarse. Tres años. Tres años como inquisidor, tres años prisionero de sus propios pensamientos. Estos años habían demostrado que no había escapatoria. Incluso ahora, su mente se nublaba.

Y entonces Aquello tomó el control. El mundo pareció vibrar a su alrededor; de pronto, podía ver con claridad. ¿Por qué había pugnado? ¿Por qué se había preocupado? Todo era como debería ser.

Dio un paso adelante. Aunque ya no veía como lo hacían los hombres normales (después de todo, grandes clavos de acero le atravesaban los ojos), sentía la sala a su alrededor. Los clavos le salían por la nuca: si la palpaba, podía notar las afiladas puntas. No había sangre.

Los clavos le daban poder. Todo quedaba contorneado con finas líneas azules alománticas, que iluminaban el mundo. La sala era de tamaño modesto, y varios compañeros (también recortados en azul, las líneas alománticas apuntando a los metales contenidos en su misma sangre) se encontraban junto a Marsh. Cada uno de ellos tenía clavos en los ojos.

Cada uno excepto el hombre atado a la mesa ante él. Marsh sonrió, cogió un clavo de la mesa que tenía al lado y lo sopesó. Su prisionero no llevaba mordaza alguna. Eso habría impedido los gritos.

—Por favor —susurró el prisionero, temblando. Incluso un mayordomo terrisano podía desmoronarse cuando se enfrentaba a su propia muerte violenta.

El hombre se debatió sin fuerza. Se hallaba en una postura muy incómoda, ya que había sido atado a la mesa encima de otra persona. La mesa había sido diseñada así, con huecos para que cupiera el cuerpo de debajo.

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó el terrisano—. ¡No puedo deciros nada más sobre el Sínodo!

Marsh acarició el clavo de latón, palpando la punta. Había trabajo que hacer, pero vaciló, saboreando el dolor y el terror en la voz del hombre. Vaciló tanto que pudo...

Marsh se hizo con el control de su propia mente. Los olores de la sala perdieron su dulzor; apestaban a sangre y a muerte. La alegría se convirtió en horror. Su prisionero era un guardador de Terris, un hombre que había trabajado toda su vida por el bien de los demás. Matarlo sería no solo un crimen, sino una tragedia. Marsh trató de forzar el brazo hacia arriba para agarrar el clavo de su espalda: si se lo quitaba, moriría.

Sin embargo, Aquello era demasiado fuerte. La fuerza. De algún modo, tenía el control sobre Marsh... y necesitaba que los otros inquisidores y él fueran sus manos. Estaba libre (Marsh todavía podía sentir que se regocijaba con ello), pero algo le impedía afectar demasiado al mundo por sí mismo. Una oposición. Una fuerza que se extendía sobre la Tierra como un escudo.

Aquello no estaba completo. Necesitaba más. Algo más... algo oculto. Y Marsh encontraría ese algo, se lo llevaría a su amo. El amo al que Vin había liberado. La entidad prisionera dentro del Pozo de la Ascensión.

Se llamaba a sí mismo Ruina.

Marsh sonrió cuando su prisionero se puso a llorar; entonces dio un paso al frente, alzando el clavo en su mano. Lo colocó contra el pecho del hombre sollozante. El clavo tendría que perforar el cuerpo del hombre, atravesarle el corazón, para luego entrar en el cuerpo del inquisidor atado debajo. La hemalurgia era un arte sangriento.

Por eso era tan divertida. Marsh cogió una maza y empezó a golpear.

Primera Parte. El Legado Del Superviviente

PRIMERA PARTE

EL LEGADO DEL SUPERVIVIENTE

Capítulo 1

Soy, por desgracia, el Héroe de las Eras.

Fatren entornó los ojos para contemplar el sol rojo que se ocultaba bajo su perpetua pantalla de bruma oscura. Del cielo caía una fina ceniza negra, como casi todos estos últimos días. Los gruesos copos caían sin parar, el aire era hediondo y caliente, sin el menor rastro de brisa que aliviara el estado de ánimo de Fatren. El hombre suspiró, apoyándose contra el muro de tierra, y miró hacia Vetitan. Su ciudad.

—¿Cuánto falta? —preguntó.

Druffel se rascó la nariz. Tenía la cara manchada de ceniza. De un tiempo a esta parte, no pensaba mucho en la higiene. Desde luego, considerando la tensión de los últimos meses, Fatren sabía que él mismo tampoco era gran cosa.

—Una hora, tal vez —respondió Druffel, y escupió en la tierra del muro defensivo.

Fatren suspiró y contempló la ceniza que caía.

—¿Crees que es cierto lo que dice la gente, Druffel?

—¿Qué? —preguntó Druffel—. ¿Que es el fin del mundo?

Fatren asintió.

—No lo sé —dijo Druffel—. En realidad, no me importa.

—¿Cómo puedes decir eso?

Druffel se encogió de hombros y se rascó.

—En cuanto lleguen los koloss, estaré muerto. Ese será el fin del mundo para mí.

Fatren guardó silencio. No le gustaba poner voz a sus dudas: se suponía que él era el fuerte. Cuando los lores dejaron el pueblo (una comunidad agrícola, poco más urbana que una plantación del norte), Fatren fue el que convenció a los skaa para que continuaran plantando. Él fue quien mantuvo a raya las levas de reclutamiento de soldados. En una época en que la mayoría de las aldeas y plantaciones habían perdido a todos los hombres capaces para un ejército u otro, Vetitan aún tenía población activa. Había costado gran parte de las cosechas en sobornos, pero Fatren había mantenido a la gente a salvo.

Casi siempre.

—Hoy las brumas no han desaparecido hasta mediodía —dijo Fatren en voz baja—. Cada vez duran más tiempo. Ya has visto las cosechas, Druff. La siembra de otoño ha resistido mal el invierno, y está creciendo poco todo. Faltará luz solar, supongo. No tendremos comida para llegar a la cosecha de primavera.

—No pasaremos el verano —dijo Druffel—. No pasaremos de esta tarde.

Lo triste, lo que resultaba descorazonador, era que Druffel fuera en su día el optimista. Fatren no había oído reír a su hermano desde hacía meses. Aquella risa era su sonido favorito.

Ni siquiera las fábricas del lord Legislador pudieron arrancarle la sonrisa a Druff, pensó Fatren. Pero estos dos últimos años lo han conseguido.

—¡Fats! —llamó una voz—. ¡Fats!

Fatren alzó la vista para ver a un joven que corría junto al muro. La construcción estaba a medio terminar: había sido idea de Druffel, antes de rendirse del todo. Su ciudad albergaba a unas siete mil personas, lo cual quería decir que era bastante grande. Había costado mucho trabajo rodearla con un muro defensivo.

Fatren tenía alrededor de un millar de soldados (había sido muy difícil reunir tantos en una población tan pequeña), y tal vez otros mil hombres que eran demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado inexpertos para luchar bien. En realidad, no sabía qué tamaño tenía el ejército de los koloss, pero debía de superar las dos mil criaturas. Una muralla defensiva iba a ser de muy poca utilidad.

El muchacho, Sev, se detuvo por fin junto a Fatren, jadeando.

—¡Fats! ¡Viene alguien!

—¿Ya? —preguntó Fatren—. ¡Druffel dijo que los koloss aún estaban lejos!

—No son koloss, Fats —dijo el muchacho—. Es un hombre. ¡Ven a ver!

Fatren se volvió hacia Druff, quien se frotó la nariz y se encogió de hombros. Siguieron a Sev hacia el interior de la muralla, hacia la puerta delantera. La ceniza y el polvo se arremolinaban en la tierra compactada, se amontonaban en los rincones, se dispersaban. Últimamente, no habían tenido mucho tiempo para la limpieza. Las mujeres tenían que trabajar en el campo, mientras los hombres se entrenaban y hacían preparativos para la guerra.

Preparativos para la guerra. Fatren se decía a sí mismo que tenía un ejército de dos mil soldados, pero lo que en realidad tenía eran mil campesinos skaa armados con espadas. Habían recibido dos años de instrucción, cierto, pero contaban con muy poca experiencia real de combate.

Un grupo de hombres se apiñaba en torno a las puertas de entrada, en el muro o junto a él. Tal vez fue un error invertir tantos recursos en adiestrar soldados, pensó Fatren. Si esos mil hombres hubieran trabajado las minas, tendríamos oro para hacer sobornos.

Solo que los koloss no aceptaban sobornos, sino que mataban sin más. Fatren se estremeció al pensar en Garthwood. Esa ciudad era más grande que la suya, pero menos de un centenar de supervivientes habían conseguido llegar a Vetitan. Eso fue tres meses atrás. Fatren había esperado que los koloss se contentaran con la destrucción de la ciudad.

Tendría que haberlo sabido: los koloss nunca quedaban satisfechos.

Fatren se encaramó en lo alto del muro, y los soldados vestidos con ropas remendadas y trozos de cuero le abrieron paso. A través de la ceniza que caía, divisó un oscuro paisaje que parecía cubierto de profunda nieve negra.

Un jinete solitario se acercaba, ataviado con una oscura capa encapuchada.

—¿Qué te parece, Fats? —preguntó uno de los soldados—. ¿Un explorador koloss?

Fatren hizo una mueca.

—Los koloss no enviarían a un explorador, y menos aún a un explorador humano.

—Tiene un caballo —dijo Druffel con un gruñido—. Nos vendría bien otro.

En toda la ciudad solo había cinco. Todos sufrían desnutrición.

—Un mercader —dijo uno de los soldados.

—No trae mercancías —respondió Fatren—. Y tendría que ser un mercader muy valiente para viajar solo por estos territorios.

—Nunca he visto a un refugiado con un caballo —dijo otro de los hombres. Alzó un arco, mirando a Fatren.

Fatren negó con la cabeza. Nadie disparó mientras el desconocido se iba acercando, avanzando a paso despreocupado. Detuvo su montura justo ante las puertas de la población. Fatren se sentía orgulloso de ellas. Auténticas puertas de madera montadas sobre el muro de tierra. Había sacado la madera y la piedra de la mansión del señor, en el centro del pueblo.

Se veía muy poco del forastero bajo la gruesa y oscura capa que llevaba para protegerse de la ceniza. Fatren observó desde lo alto del muro, examinó al desconocido, luego miró a su hermano y se encogió de hombros. La ceniza caía en silencio.

El desconocido saltó de su caballo.

Salió disparado hacia arriba, como impulsado desde abajo, la capa sacudiéndose libre mientras volaba. Debajo llevaba un brillante uniforme blanco.

Fatren maldijo y dio un salto atrás cuando el desconocido llegó a lo alto del muro y se posó sobre la puerta de madera. Se trataba de un alomántico. Un noble. Fatren esperaba que estos se ciñeran a las peleas del norte y dejaran a su pueblo en paz.

O, al menos, que lo dejaran morir en paz.

El recién llegado se volvió. Llevaba la barba corta, y el cabello era corto y oscuro.

—Muy bien, no tenemos mucho tiempo —dijo, caminando sobre la puerta con un innatural sentido del equilibrio—. Pongámonos a trabajar.

Pasó de la puerta al muro. Druffel desenvainó su espada de inmediato y la blandió ante el recién llegado.

La espada saltó de su mano, arrancada por una fuerza invisible. El desconocido la agarró cuando pasaba sobre su cabeza. Y la volvió, inspeccionándola.

—Buen acero —dijo, asintiendo—. Estoy impresionado. ¿Cuántos de vuestros soldados van tan bien equipados?

Giró el arma en su mano, volviéndola hacia Druffel por la empuñadura.

Druffel miró a Fatren, confuso.

—¿Quién eres, forastero? —exigió Fatren con todo el valor que pudo reunir. No sabía mucho de alomancia, pero estaba bastante seguro de que aquel hombre era un nacido de la bruma. Posiblemente sería capaz de aniquilar a todos los que estaban en lo alto del muro sin apenas pensárselo.

El desconocido ignoró la pregunta y se dio la vuelta para contemplar la población.

—¿Este muro cubre todo el perímetro de la ciudad? —preguntó, volviéndose hacia uno de los soldados.

—¡Humm...! Sí, mi señor —respondió el hombre.

—¿Cuántas puertas hay?

—Solo esta, mi señor.

—Abre la puerta y deja entrar a mi caballo —dijo el recién llegado—. Supongo que tendréis establos.

—Sí, mi señor —dijo el soldado.

Vaya, pensó Fatren con insatisfacción mientras el soldado echaba a correr, este desconocido desde luego sabe dar órdenes a la gente. El soldado de Fatren ni siquiera se detuvo a pensar que estaba obedeciendo a un desconocido sin pedir permiso. Fatren vio que los otros soldados se estiraban un poco, que perdían cautela. El recién llegado hablaba como si esperara ser obedecido, y los soldados respondían. No era un noble como los que Fatren había conocido cuando servía en la mansión del señor. Este hombre era diferente.

El desconocido siguió observando la ciudad. La ceniza caía sobre su hermoso uniforme blanco, y a Fatren le pareció una lástima que el atuendo se ensuciara. El recién llegado asintió para sí, y luego empezó a bajar por el lado del muro.

—Espera —dijo Fatren, haciendo que el desconocido se detuviera—. ¿Quién eres?

El recién llegado se volvió y miró a Fatren a los ojos.

—Me llamo Elend Venture. Soy vuestro emperador.

Dicho esto, el hombre se volvió y continuó bajando por el terraplén. Los soldados le abrieron paso; muchos de ellos lo siguieron.

Fatren miró a su hermano.

—¿Emperador? —murmuró Druffel, y luego escupió.

Fatren pensaba lo mismo. ¿Qué hacer? Nunca antes había combatido contra un alomántico; ni siquiera estaba seguro de cómo empezar. Desde luego, el «emperador» había desarmado a Druffel con suma facilidad.

—Organiza a la gente de la ciudad —dijo el desconocido, Elend Venture, desde más adelante—. Los koloss vendrán por el norte. Ignorarán la puerta, rebasarán la muralla. Quiero a los niños y los ancianos concentrados en la parte sur de la ciudad. Reunidlos en el menor número de edificios posible.

—¿De qué servirá eso? —exigió Fatren. Corrió tras el «emperador»: en realidad, no veía ninguna otra opción.

—Los koloss son más peligrosos cuando tienen un deseo frenético de sangre —dijo Venture, sin dejar de caminar—. Si toman la ciudad, será mejor que pasen el mayor tiempo posible buscando a vuestra gente. Si el frenesí se consume mientras buscan, se frustrarán y se dedicarán al saqueo. Entonces puede que vuestra gente logre escapar sin ser perseguida.

Venture se detuvo, luego se volvió para mirar a Fatren a los ojos. El forastero adoptaba una sombría expresión:

—Es una esperanza tenue. Pero ya es algo.

Después continuó su camino, atravesando la calle principal de la ciudad.

Desde la retaguardia, Fatren oyó susurrar a los soldados. Todos habían oído hablar de un hombre llamado Elend Venture. Era el que se había hecho con el poder en Luthadel tras la muerte del lord Legislador hacía ya más de dos años. Las noticias del norte eran escasas y poco fiables, pero en la mayoría de ellas se mencionaba a Venture. Había eliminado a todos los aspirantes al trono, incluso había matado a su propio padre. Había ocultado su naturaleza como nacido de la bruma, y al parecer estaba casado con la mismísima mujer que había acabado con el lord Legislador. Fatren dudaba que un hombre tan importante, un hombre que debía de ser más leyenda que realidad, viniera a una ciudad tan humilde del Dominio Meridional, sobre todo sin compañía. Ni siquiera las minas valían ya mucho. El desconocido debía de estar mintiendo.

Por otra parte, estaba claro que se trataba de un alomántico...

Fatren corrió para alcanzar al desconocido. Venture (o quienquiera que fuese) se detuvo ante una gran estructura cercana al centro de la ciudad. Las antiguas oficinas del Ministerio del Acero. Fatren había ordenado tapiar con tablones las puertas y ventanas.

—¿Encontrasteis las armas ahí dentro? —preguntó Venture, volviéndose hacia Fatren.

Fatren vaciló un momento. Luego, por fin, negó con la cabeza.

—En la mansión del señor.

—¿Dejó armas? —preguntó Venture, con sorpresa.

—Creemos que pretendía volver a por ellas —respondió Fatren—. Los soldados que dejó allí acabaron desertando, y se unieron a un ejército de paso. Se llevaron lo que pudieron. Nosotros saqueamos el resto.

Venture se acarició pensativo la barbilla mientras contemplaba el antiguo edificio del Ministerio. Era alto y ominoso, a pesar de su desuso... o tal vez a causa de él.

—Vuestros hombres parecen bien adiestrados. No me lo esperaba. ¿Alguno de ellos tiene experiencia de combate?

Druffel bufó en voz baja, indicando que pensaba que el desconocido no tenía ningún derecho a ser tan fisgón.

—Nuestros hombres han luchado lo suficiente para ser peligrosos, forastero —dijo Fatren—. Algunos bandidos quisieron quitarnos la ciudad. Asumieron que éramos débiles y que nos dejaríamos intimidar con facilidad.

Si el desconocido vio las palabras como una amenaza, no lo mostró. Se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Alguno ha luchado contra los koloss?

Fatren y Druffel intercambiaron una mirada.

—Los hombres que luchan contra los koloss no sobreviven, forastero —dijo por fin.

—Si eso fuera cierto, yo habría muerto una docena de veces —contestó Venture. Se volvió hacia la creciente multitud de soldados y lugareños—: Os enseñaré lo que pueda para luchar contra los koloss, pero no disponemos de mucho tiempo. Quiero a los capitanes y jefes de pelotón organizados en la puerta de la ciudad dentro de diez minutos. Los soldados regulares tienen que formar en fila a lo largo de la muralla. Enseñaré unos cuantos trucos a los capitanes y jefes de pelotón, y luego ellos pueden transmitirlos a sus hombres.

Algunos de los soldados se movieron; pero, dicho sea en su honor, la mayoría permaneció donde estaba. El recién llegado no pareció ofendido porque no obedecieran sus órdenes. Esperó sin impacientarse, contemplando a la multitud armada. No parecía asustado, ni furioso ni decepcionado. Tan solo parecía... regio.

—Mi señor —preguntó por fin uno de los capitanes—. ¿Has... has traído un ejército para que nos ayude?

—En realidad, he traído dos —repuso Venture—. Pero no tenemos tiempo para esperarlo. —Miró a Fatren a los ojos—. Me escribiste pidiéndome ayuda. Y, como señor tuyo, he venido a proporcionártela. ¿La sigues queriendo?

Fatren frunció el ceño. Nunca había pedido ayuda a este hombre, ni a ningún señor. Abrió la boca para objetar, pero se detuvo. Me dejará fingir que lo mandé llamar, pensó Fatren. Actuar como si esto fuera parte del plan. Yo podría dejar de mandar aquí sin parecer un fracasado.

Vamos a morir. Pero al mirar a los ojos de este hombre, casi creo que tenemos una posibilidad.

—Yo... no esperaba que vinieras, mi señor —se oyó decir Fatren—. Me ha sorprendido verte.

Venture asintió.

—Es comprensible. Ven, hablemos de tácticas mientras tus soldados se reúnen.

—Muy bien —dijo Fatren. Sin embargo, cuando avanzaba, Druffel lo agarró por el brazo.

—¿Qué estás haciendo? —susurró su hermano—. ¿Mandaste llamar a este hombre? No me lo creo.

—Reúne a los soldados, Druff —dijo Fatren.

Druffel vaciló un instante, luego maldijo en voz baja y se dio media vuelta. No parecía tener la menor intención de reunir a los soldados, así que Fatren indicó a dos de los capitanes que lo hicieran. Hecho esto, se reunió con Venture, y los dos caminaron hacia las puertas. Venture ordenó a unos cuantos soldados que se adelantaran a ellos y mantuvieran a la gente apartada para que Fatren y él pudieran hablar en privado. Seguía cayendo ceniza del cielo, una ceniza que cubría las calles de negro y se acumulaba en los inclinados edificios de una sola planta de la ciudad.

—¿Quién eres? —preguntó Fatren en voz baja.

—Quien he dicho que soy —respondió Venture.

—No te creo.

—Pero confías en mí.

—No. Es que no quiero discutir con un alomántico.

—Con eso me basta, por ahora —dijo Venture—. Mira, amigo, tienes a diez mil koloss marchando contra tu ciudad. Necesitas toda la ayuda que puedas conseguir.

¿Diez mil?, pensó Fatren, anonadado.

—Estás al mando de esta ciudad, supongo —preguntó Venture.

Fatren se sacudió su estupor:

—Sí. Me llamo Fatren.

—Muy bien, lord Fatren, vamos a...

—No soy ningún lord —dijo Fatren.

—Bueno, acabas de convertirte en uno —respondió Venture—. Podrás elegir un apellido más tarde. Ahora, antes de que continuemos, tienes que saber mis condiciones para ayudarte.

—¿Qué clase de condiciones?

—De las no negociables —dijo Venture—. Si vencemos, me jurarás fidelidad.

Fatren frunció el ceño y se detuvo. La ceniza cayó a su alrededor.

—¿Eso es todo? ¿Apareces antes de una batalla y dices ser un alto señor para poder llevarte el crédito de nuestra victoria? ¿Por qué iba yo a jurar fidelidad a un hombre a quien acabo de conocer hace unos minutos?

—Porque, si no lo haces —contestó sin alterarse Venture—, tomaré el mando de todas formas.

Continuó caminando. Fatren vaciló un momento, luego se apresuró y alcanzó a Venture.

—¡Oh!, ya veo. Aunque sobrevivamos a esta batalla, acabaremos siendo gobernados por un tirano.

—Sí —repuso Venture.

Fatren frunció el ceño. No esperaba que el hombre fuera tan brusco.

Venture sacudió la cabeza y contempló la ciudad a través de la ceniza que caía.

—Antes pensaba que podría hacer las cosas de otro modo. Y sigo creyendo que podré hacerlo, algún día. Pero, por ahora, no me queda otra opción. Necesito tus soldados y necesito tu ciudad.

—¿Mi ciudad? —preguntó Fatren, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?

Venture alzó un dedo.

—Primero tenemos que sobrevivir a la batalla —dijo—. Trataremos las otras cuestiones más tarde.

Fatren se sorprendió al darse cuenta de que confiaba en el desconocido. No podría haber explicado exactamente por qué se sentía así. Se trataba de un hombre al que había que seguir, un líder como Fatren había querido ser siempre.

Venture no esperó a que Fatren aceptara sus «condiciones». No era un ofrecimiento, sino un ultimátum. Fatren corrió a alcanzarlo de nuevo, mientras Venture entraba en la plazoleta situada ante las puertas de la ciudad. Los soldados se habían congregado allí. Ninguno de ellos llevaba uniforme: su único método de distinguir a un capitán de un soldado corriente era una banda roja atada en el brazo. Venture no les había dado mucho tiempo para reunirse, pero todos sabían que la ciudad estaba a punto de ser atacada. De todas formas, se habían reunido ya.

—El tiempo es oro —repitió Venture en voz alta—. Solo puedo enseñaros unas pocas cosas, pero marcarán la diferencia.

»Los koloss oscilan en tamaño entre pequeños, de metro y medio, y enormes, de tres metros y medio. Incluso los pequeños serán más fuertes que vosotros. Contad con ello. Por fortuna, las criaturas lucharán sin coordinación entre los individuos. Si el camarada de un koloss tiene problemas, este no se molestará en ayudarlo.

»Atacan de frente, sin artimañas, y tratan de usar la fuerza bruta para abrumar. ¡No se lo permitáis! Decidles a vuestros hombres que se centren en koloss individuales: dos hombres para los pequeños, tres o cuatro para los grandes. No podremos mantener un frente muy grande, pero eso nos permitirá vivir más tiempo.

»No os preocupéis por las criaturas que rebasen nuestras líneas y entren en la ciudad: haremos que los civiles se escondan en lo más recóndito, así los koloss que atraviesen nuestra línea podrían acabar dedicándose al saqueo y dejando luchar solos a los demás. ¡Eso es lo que queremos! No los persigáis hasta la ciudad. Vuestras familias estarán a salvo.

»Si lucháis contra un koloss grande, atacad a las piernas, derribadlo antes de matarlo. Contra uno pequeño, aseguraos de que vuestra espada o vuestra lanza no se queda enganchada en su piel fofa. Tenéis que comprender que los koloss no son estúpidos: solo carecen de sofisticación. Son predecibles. Vendrán a vosotros de la forma más fácil posible, y atacarán solo de la manera más directa.

»Lo más importante es que comprendáis que pueden ser derrotados. Lo haremos hoy. ¡No os dejéis intimidar! Luchad con coordinación, mantened la cabeza fría, y os prometo que sobreviviremos.

Los capitanes de los soldados permanecían agrupados, mirando a Venture. No aplaudieron la arenga, pero parecieron algo más confiados. Se dispusieron a transmitir a sus hombres las instrucciones de Venture.

Fatren se acercó discretamente al emperador.

—Si tus cálculos son correctos, nos superan cinco a uno.

Venture asintió.

—Son más grandes, más fuertes y están mejor entrenados que nosotros —añadió Fatren.

Venture volvió a asentir.

—Entonces estamos condenados.

Venture frunció el ceño, la ceniza negra cubriéndole los hombros:

—No estáis condenados. Tenéis algo que ellos no tienen, algo muy importante.

—¿Qué?

Venture lo miró a los ojos.

—Me tenéis a mí.

—¡Milord emperador! —exclamó una voz desde lo alto del muro—. ¡Koloss a la vista!

Ya se dirigen a él primero, pensó Fatren. No estaba seguro de si sentirse insultado o impresionado.

Venture saltó de inmediato a lo alto del muro, usando su alomancia para cruzar la distancia de un rápido brinco. La mayoría de los soldados se agacharon o escondieron tras la fortificación, prefiriendo no dejarse ver a pesar de la distancia que los separaba de sus enemigos. Venture, sin embargo, se alzó orgulloso con su capa y uniforme blancos, se protegió los ojos del sol y miró al horizonte.

—Están acampando —dijo, sonriendo—. Bien. ¡Lord Fatren, prepara a los hombres para el ataque!

—¿Un ataque? —preguntó Fatren, subiendo detrás de Venture.

El emperador asintió.

—Los koloss estarán cansados tras la marcha, y preparar el campamento los mantendrá distraídos. Nunca tendremos mejor oportunidad para atacarlos.

—¡Pero estamos a la defensiva!

Venture negó con la cabeza.

—Si esperamos, acabarán sintiendo un deseo frenético de sangre, y vendrán a por nosotros. Tenemos que atacar, no esperar a ser masacrados.

—¿Y abandonar el muro defensivo?

—La fortificación es impresionante, lord Fatren, pero inútil. No disponéis de las fuerzas necesarias para defender el perímetro completo, y los koloss son en general más altos y más estables que los hombres. Se harán con el muro y luego mantendrán la altura mientras abaten la ciudad.

—Pero...

Venture lo miró. Sus ojos eran tranquilos, pero tenían una mirada firme y expectante. El mensaje era sencillo. Ahora estoy yo al mando. Y no había más que hablar.

—Sí, mi señor —dijo Fatren, llamando a los mensajeros para que transmitieran las órdenes.

Venture se quedó mirando mientras los jóvenes mensajeros partían. Pareció haber cierta confusión entre los hombres: no esperaban atacar. Más y más ojos se volvieron hacia Venture, allá en lo alto del muro.

Sí que parece un emperador, pensó Fatren a su pesar.

Las órdenes fueron transmitidas a lo largo de la línea. Pasó el tiempo. Hasta que, por fin, todo el ejército permanecía alerta. Venture desenvainó su espada y la alzó al cielo cuajado de ceniza. Entonces, saltó del muro con un brinco inhumanamente rápido y cargó hacia el campamento de koloss.

Por un momento, corrió solo. Luego, para sorpresa suya, Fatren apretó los dientes, controló el temblor de sus nervios y lo siguió.

El muro estalló de movimiento, los soldados cargaron con un grito colectivo, corriendo hacia la muerte con las espadas bien altas.

Capítulo 2

Ostentar el poder le hizo cosas extrañas a mi mente. En solo unos instantes, me familiaricé con el poder en sí, con su historia y con las formas en que podía ser utilizado.

Sin embargo, este conocimiento era diferente de la experiencia, o incluso de la habilidad de usar el poder. Por ejemplo, sabía mover un planeta en el cielo, pero no sabía dónde colocarlo para que no estuviera demasiado cerca ni demasiado lejos del sol.

Como siempre, el día de TenSoon comenzó en la oscuridad. En parte se debía al hecho de que no tenía ojos. Podría haberlos creado: pertenecía a la Tercera Generación, lo cual significaba que era viejo incluso para un kandra. Había digerido suficientes cadáveres para saber ya cómo crear órganos sensoriales de manera intuitiva, sin un modelo que copiar.

Por desgracia, los ojos le habrían servido de poco. No tenía cráneo, y había descubierto que la mayoría de los órganos no funcionaban bien sin un cuerpo completo y un esqueleto que los sostuviera. Su propia masa aplastaría los ojos si se movía de forma equivocada, y resultaría muy difícil volverlos para ver.

No es que hubiera nada que mirar. TenSoon movió ligeramente su masa, agitándose dentro de su prisión. Su cuerpo era poco más que un grupo de músculos traslúcidos, como una masa de grandes caracoles o babosas, todos conectados entre sí, algo más maleables que el cuerpo de un molusco. Con concentración, podía disolver uno de los músculos y mezclarlo con otro, o hacer algo nuevo. No obstante, sin un esqueleto que utilizar, estaba impotente.

Volvió a agitarse en su celda. Su piel tenía sentido propio, una especie de gusto. Ahora mismo, notaba el hedor de su propio excremento en los lados de la cámara, pero no se atrevía a desconectar este sentido. Era una de sus escasas conexiones con el mundo que lo rodeaba.

La «celda» no era más que un pozo cubierto con una reja, apenas lo bastante grande para contener su masa. Sus captores le arrojaban comida desde arriba, y periódicamente vertían agua para hidratarlo y hacer que sus excrementos se vaciaran por un pequeño agujero de drenaje al fondo. Tanto este agujero como los de la reja cerrada de arriba eran demasiado pequeños para que pudiera deslizarse a través de ellos: el cuerpo de un kandra era flexible, pero incluso una pila de músculos podía contraerse hasta cierto punto.

La mayoría de la gente se habría vuelto loca por la tensión de estar confinada durante... ni siquiera sabía cuánto tiempo había sido. ¿Meses? Pero TenSoon tenía la Bendición de la Presencia. Su mente no cedería fácilmente.

A veces maldecía a la Bendición por impedirle el bendito alivio de la locura.

Concéntrate, se dijo. No tenía cerebro, no como los humanos, pero podía pensar. No lo comprendía. No estaba seguro de que ningún kandra lo hiciera. Tal vez los pertenecientes a la Primera Generación supieran más, pero si así fuera, no informaban a nadie.

No pueden mantenerte aquí eternamente, se dijo. El Primer Contrato dice...

Empezaba a dudar del Primer Contrato... o más bien que la Primera Generación le prestara atención alguna. Pero ¿podía echarles la culpa? TenSoon era un quebrantador de contratos. Él mismo reconocía que había contravenido la voluntad de su amo y ayudado a otro en su lugar. Esta traición había terminado con la muerte de su amo.

Ese acto vergonzoso era el menor de sus delitos. El castigo por romper un contrato era la muerte, y si los delitos cometidos por TenSoon se hubieran quedado ahí, los otros lo habrían matado y habrían acabado con todo. Por desgracia, había mucho más en juego. El testimonio de TenSoon (dado ante la Segunda Generación a puerta cerrada) había revelado un desliz mucho más peligroso, mucho más importante.

TenSoon había traicionado el secreto de su pueblo.

No pueden ejecutarme, pensó, usando la idea para mantenerse concentrado. No mientras no descubran a quién se lo confié.

El secreto. El valiosísimo secreto.

Nos he condenado a todos. A mi pueblo entero. Volveremos a ser esclavos. No, ya somos esclavos. Nos convertiremos en otra cosa: autómatas, nuestras mentes controladas por otros. Capturados y utilizados, nuestros cuerpos dejarán de pertenecernos.

Eso era lo que él había hecho, lo que había puesto potencialmente en movimiento. El motivo por el que merecía el encarcelamiento y la muerte. Y, sin embargo, deseaba vivir. Debería despreciarse a sí mismo. Pero, por algún motivo, seguía considerando que había hecho lo adecuado.

Volvió a agitarse, las masas de resbaladizos músculos rotaron unas sobre otras. Sin embargo, a medio movimiento se detuvo. Vibraciones. Alguien venía.

Se organizó, poniendo los músculos a los lados del pozo, formando una depresión en el centro de su cuerpo. Necesitaba capturar toda la comida que pudiera: lo alimentaban con muy poca. Sin embargo, ninguna papilla cayó por la reja. Esperó, expectante, hasta que la reja se abrió. Aunque no tenía oídos, pudo sentir las roncas vibraciones de la reja al ser retirada, el áspero hierro que finalmente se golpeaba contra el suelo de arriba.

¿Qué?

Lanzaron garfios. Se engancharon alrededor de sus músculos, agarrándolo y desgarrándole la carne mientras tiraban para sacarlo del pozo. Dolió. No solo los garfios, sino la súbita libertad cuando su cuerpo se desparramaba por el suelo de la prisión. Saboreó sin querer la tierra y la papilla seca. Sus músculos se estremecieron, el movimiento desencadenado de estar fuera de la celda parecía extraño, y él se esforzó, moviendo su masa de formas que casi había olvidado.

Entonces llegó. Pudo saborearlo en el aire. Ácido, denso y punzante, presumiblemente dentro de un cubo recubierto de oro que traían los vigilantes de la prisión. Después de todo, iban a matarlo.

¡Pero no pueden!, pensó. El Primer Contrato, la ley de nuestro pueblo, es...

Algo cayó sobre él. No ácido, sino algo duro. Lo tocó ansiosamente, los músculos se movieron unos contra otros saboreándolo, probándolo, sintiéndolo. Era redondo, con agujeros y varios bordes afilados..., un cráneo.

El hedor ácido se hizo más fuerte. ¿Lo estaban agitando? TenSoon se movió con rapidez, formándose alrededor del cráneo, llenándolo. Ya tenía algo de carne disuelta almacenada dentro de una bolsa parecida a un órgano. La sacó, y se filtró alrededor del cráneo para crear rápidamente piel. Dejó los ojos, trabajó en los pulmones, formó una lengua, ignoró los labios por el momento. Trabajó con desesperación mientras el sabor del ácido se hacía más potente, y entonces...

Aquello lo golpeó. Le quemó los músculos de un lado de su cuerpo, arrasó su masa, la disolvió. Al parecer, la Segunda Generación había renunciado a arrancarle sus secretos. Sin embargo, antes de matarlo, sabían que tenían que darle una oportunidad para hablar. El Primer Contrato lo requería, de ahí el cráneo. No obstante, era obvio que los guardias tenían órdenes de matarlo antes de que pudiera decir nada en su defensa. Seguían la forma de la ley, aunque al mismo tiempo ignoraban su intención.

No advertían lo rápidamente que TenSoon podía trabajar. Pocos kandra habían pasado tanto tiempo con los contratos como él: todos los de la Segunda Generación, y la mayoría de los de la Tercera, hacía tiempo que se habían retirado del servicio. Vivían vidas fáciles aquí en la Tierra Natal.

Una vida fácil enseñaba muy poco.

La mayoría de los kandra tardaban horas en formar un cuerpo; los más jóvenes necesitaban días. TenSoon tuvo una lengua rudimentaria en cuestión de segundos. Mientras el ácido se movía por su cuerpo, produjo una tráquea, infló un pulmón y croó una sola palabra:

—¡Juicio!

El vertido cesó. Su cuerpo siguió ardiendo. Trabajó en medio del dolor, formando primitivos órganos auditivos dentro de la cavidad de su cráneo.

Una voz susurró cerca.

—Necio.

—¡Juicio! —repitió TenSoon.

—Acepta la muerte —siseó la voz quedamente—. No te pongas en situación de causar más daño a nuestro pueblo. ¡La Primera Generación te ha concedido esta oportunidad de morir por tus años de servicio extra!

TenSoon vaciló. Un juicio sería público. Hasta ahora, solo unos pocos escogidos conocían el alcance de su traición. Podía morir, maldito como quebrantador de contratos, pero conservando cierto grado de respeto por su carrera anterior. En algún lugar, probablemente en un pozo de esta misma sala, los había que sufrían un cautiverio interminable, una tortura que acabaría rompiendo incluso las mentes de quienes habían sido dotados con la Bendición de la Presencia.

¿Acaso quería convertirse en uno de ellos? Al revelar sus acciones en un foro abierto, se ganaría el dolor eterno. Forzar un juicio sería una locura, pues no había ninguna esperanza de ser vindicado. Sus confesiones ya lo habían condenado.

Si hablaba, no sería para defenderse. Sería por otras razones.

—Juicio —repitió, apenas susurrándolo esta vez.

Capítulo 3

En cierto sentido, tener semejante poder resultaba abrumador, creo. Era un poder que se tardaría milenios en comprender. Rehacer el mundo habría sido fácil, si hubiera estado familiarizado con el poder. Sin embargo, advertí el peligro inherente a mi ignorancia. Como un niño que de pronto adquiere una fuerza asombrosa, podría haber empujado demasiado y dejado el mundo convertido en un juguete roto que es imposible reparar.

Elend Venture, segundo emperador del Imperio Final, no era un guerrero nato. Pertenecía a la nobleza, algo que, en los días del lord Legislador, había convertido esencialmente a Elend en un profesional de las fiestas. Se había pasado la juventud aprendiendo a practicar los frívolos juegos de las Grandes Casas, llevando la vida consentida de la élite imperial.

No era extraño que hubiera acabado siendo un político. Siempre le había interesado la teoría política y, aunque había sido más un estudioso que un auténtico estadista, sabía que algún día gobernaría en su propia casa. Sin embargo, al principio no había sido muy buen rey. No había comprendido que, para ser un líder, hacen falta más que buenas ideas y nobles intenciones. Mucho más.

«Dudo que seas jamás el tipo de líder que puede encabezar una carga contra el enemigo, Elend Venture.» Estas palabras las había pronunciado Tindwyl, la mujer que lo había instruido en política práctica. Recordar esas palabras hizo sonreír a Elend mientras sus soldados se abalanzaban contra el campamento de koloss.

Elend avivó peltre. Una cálida sensación, ahora familiar, cobró vida en su pecho, y sus músculos se tensaron con fuerza y energía renovadas. Había tragado el metal antes, para poder recurrir a sus poderes en la batalla. Era alomántico, algo que todavía a veces le asombraba.

Como había predicho, el ataque sorprendió a los koloss.

Permanecieron inmóviles durante unos momentos, aturdidos, aunque debieron de haber visto cómo cargaba contra ellos el ejército recién reclutado de Elend. A los koloss les costaba lidiar con lo inesperado. Les resultaba difícil comprender que un grupo de humanos débiles y en inferioridad numérica atacara su campamento. Por eso tardaron tiempo en reaccionar.

El ejército de Elend hizo buen uso de ese tiempo. El propio Elend golpeó primero, avivando su peltre para darse aún más poder mientras abatía al primer koloss. Era una bestia pequeña. Como todas las de su especie, tenía forma humanoide, aunque su piel era enorme y fofa, como si estuviera separada del resto de su cuerpo. Sus brillantes ojillos rojos mostraron una sorpresa inhumana mientras moría y Elend le arrancaba la espada del pecho.

—¡Golpead con rapidez! —gritó Elend mientras más koloss se apartaban de sus hogueras—. ¡Matad a tantos como podáis antes de que se pongan frenéticos!

Los soldados (aterrorizados, pero comprometidos) cargaron contra todo lo que había a su alrededor y derrotaron a los primeros grupos de koloss. El campamento era poco más que un lugar donde los koloss habían hollado la ceniza y las plantas bajo sus pies, y cavado luego sus hogueras. Elend pudo ver a sus hombres cada vez más confiados por el éxito inicial, y los alentó tirando de sus emociones con alomancia, haciéndolos más valientes. Se sentía más cómodo con esta forma de alomancia: aún no había conseguido saltar con los metales como lo hacía Vin. Sin embargo, las emociones... esas sí que las comprendía.

Fatren, el fornido líder de la ciudad, se mantuvo cerca de Elend mientras dirigía a un grupo de soldados hacia una gran manada de koloss. Elend no perdió de vista al hombre. Fatren era el gobernador de una ciudad pequeña; su muerte supondría un duro golpe moral. Juntos, atacaron a un escaso grupo de sorprendidos koloss. La bestia más grande del grupo medía unos tres metros de altura, con la piel tensa en torno a su enorme cuerpo. Los koloss nunca dejaban de crecer, pero su piel siempre conservaba el mismo tamaño. En las criaturas más jóvenes, colgaba fofa y llena de pliegues. En las grandes, se tensaba y resquebrajaba.

Elend quemó acero, y luego arrojó un puñado de monedas al aire ante él. Empujó las monedas, lanzó su peso contra ellas y se las arrojó a los koloss. Las bestias eran demasiado duras para caer con unas simples monedas, pero los trozos de metal las herirían y debilitarían.

Mientras las monedas volaban, Elend atacó al koloss grande. La bestia sacó de su espalda una espada enorme, que pareció encantada ante la idea de una pelea.

El koloss golpeó primero y su alcance fue asombroso. Elend tuvo que dar un salto atrás: el peltre lo hizo más ágil. Las espadas de los koloss eran enormes, brutales, burdas casi como porras. La fuerza del golpe hizo estremecer el aire; Elend no habría tenido ninguna posibilidad de detener la hoja, ni siquiera con la ayuda del peltre. Además, la espada (o, más exactamente, el koloss que la empuñaba) pesaba tanto que Elend no podría usar la alomancia para arrancarla de las manos de la criatura. Empujar con el acero requería peso y fuerza. Si Elend empujaba sobre algo más pesado que él mismo, saldría despedido hacia atrás.

Por tanto, Elend tuvo que confiar en la velocidad extra y la destreza del peltre. Se lanzó hacia la derecha, esperando un revés. La criatura se volvió, silenciosa, mirando a Elend, pero no golpeó. No había alcanzado todavía el frenesí.

Elend contempló a su gigantesco enemigo. ¿Cómo he llegado aquí?, pensó, y no por primera vez. Soy un estudioso, no un guerrero. La mitad del tiempo pensaba que lo suyo no era liderar a nadie.

La otra mitad, suponía que pensaba demasiado. Se lanzó hacia delante y golpeó. El koloss previó el movimiento, y trató de descargar su arma contra la cabeza de Elend. Sin embargo, este se dio la vuelta y tiró de la espada de otro koloss: desequilibró a la criatura y permitió que dos de los hombres de Elend la mataran, y también tiró de Elend hacia un lado. Esquivó por bien poco el arma de su oponente. Entonces, mientras giraba en el aire, avivó peltre y golpeó desde el lado.

Atravesó la pierna de la bestia por la rodilla, y la derribó al suelo. Vin siempre decía que el poder alomántico de Elend era inusitadamente fuerte. Elend no estaba seguro de ello (no tenía mucha experiencia con la alomancia), pero la fuerza de su propio golpe lo hizo retroceder tambaleándose. Consiguió recuperar el equilibrio, y luego cercenó la cabeza de la criatura.

Varios de los soldados lo observaban. Su uniforme blanco estaba ahora manchado de brillante sangre roja de koloss. No era la primera vez. Elend inspiró profundamente mientras oía gritos inhumanos que resonaban en todo el campamento. Empezaba el frenesí.

—¡Formad! —gritó Elend—. ¡Formad líneas, permaneced juntos, preparaos para el ataque!

Los soldados respondieron lentamente. Eran mucho menos disciplinados que las tropas a las que Elend estaba acostumbrado, pero hicieron un trabajo admirable agrupándose abajo sus órdenes. Elend echó un vistazo al terreno: habían conseguido abatir a varios centenares de koloss, una hazaña sorprendente.

La parte sencilla había terminado.

—¡Permaneced firmes! —gritó Elend, corriendo ante la línea de soldados—. ¡Pero seguid luchando! ¡Necesitamos matar a tantos de ellos tan rápido como sea posible! ¡Todo depende de eso! ¡Dadles vuestra furia, hombres!

Quemó latón y empujó de sus emociones, aplacando su miedo. Un alomántico no podía controlar mentes (al menos, no mentes humanas), pero sí podía despertar unas emociones y hacer decaer otras. Vin también decía que Elend podía afectar a mucha más gente de lo que debería haber sido posible. Era otra señal que validaba la idea de que las capacidades de Elend provenían de la misma fuente y método que los alománticos originales habían utilizado para obtener sus poderes.

Bajo la influencia del aplacamiento, sus soldados se mantuvieron firmes. Una vez más, Elend sintió un sano respeto hacia estos simples skaa. Les estaba dando valentía y quitando parte de su miedo, pero su determinación era propia. Eran buena gente.

Con suerte, podría salvar a algunos.

Los koloss atacaron. Como Elend había esperado, un gran grupo de criaturas se apartó del campamento principal y atacó la ciudad. Algunos de los soldados gritaron, pero estaban demasiado ocupados defendiéndose para perseguirlos. Elend se lanzaba a la pelea cada vez que la línea vacilaba, para reforzar así el punto débil. Mientras hacía esto, quemó latón y trató de desplazar las emociones de un koloss cercano.

No sucedió nada. Las criaturas eran resistentes a la alomancia emocional, sobre todo cuando ya estaban siendo manipuladas por alguien más. Sin embargo, en cuanto Elend se abriera paso, podría hacerse con el control absoluto. Eso requería tiempo, suerte y la determinación de luchar sin tregua.

Y eso hizo. Luchó junto a sus hombres y los vio morir, mató a koloss mientras su línea se reducía, formó un semicírculo para impedir que fueran rodeados. La batalla fue descarnada. A medida que más y más koloss se ponían frenéticos y atacaban, las probabilidades se fueron volviendo rápidamente en contra del grupo de Elend. Los koloss se resistían a su manipulación emocional. Pero ellos se acercaban...

—¡Estamos perdidos! —gritó Fatren.

Elend se volvió, algo sorprendido al ver al fornido lord junto a él, todavía vivo. Los hombres continuaban luchando. Solo habían pasado quince minutos desde el inicio del frenesí, pero la línea ya empezaba a ceder.

Una mota apareció en el cielo.

—¡Nos has conducido a la muerte! —chilló Fatren. Estaba cubierto de sangre de koloss, aunque una mancha que llevaba en el hombro parecía propia—. ¿Por qué?

Elend simplemente señaló la mota, que se hacía cada vez más grande.

—¿Qué es eso? —preguntó Fatren por encima del caos de la batalla.

Elend sonrió.

—El primero de los ejércitos que os prometí.

Vin cayó del cielo en medio de una tempestad de herraduras, para aterrizar directamente en el centro del ejército koloss.

Sin vacilar, usó la alomancia para empujar un par de herraduras hacia un koloss que se daba la vuelta. Una alcanzó en la frente a la criatura, que salió despedida hacia atrás, y la otra pasó por encima de su cabeza, hasta alcanzar a otro koloss. Vin se volvió, lanzó otra herradura, y la hizo pasar más allá de una bestia particularmente grande para abatir a un koloss más pequeño que tenía detrás.

Avivó hierro, tirando de esa herradura para hacerla volver y golpear la muñeca del koloss más grande. El tiro la lanzó de inmediato hacia la bestia... pero también desequilibró a la criatura. Su enorme espada de hierro cayó al suelo cuando Vin golpeó a la criatura en el pecho. Entonces, ella empujó la espada caída, elevándose con una voltereta hacia atrás mientras otro koloss la atacaba.

Se alzó unos cinco metros en el aire. La espada falló y cortó la cabeza del koloss que tenía detrás. Al koloss que descargó el golpe no pareció importarle haber matado a un camarada: tan solo la miró, los ojos rojos de odio.

Vin tiró de la espada caída, que saltó hacia ella, pero a la vez la arrastró con su peso. La asió mientras caía (la espada era casi tan alta como ella, pero avivar peltre le permitió manejarla con facilidad), y se libró del brazo del koloss que la atacaba mientras se posaba en tierra.

Le cortó las piernas por las rodillas y dejó que muriera mientras saltaba hacia otros oponentes. Como siempre, los koloss parecían fascinados con Vin de manera entre enfurecida y desconcertada. Asociaban el tamaño grande con el peligro y les costaba comprender que una mujer pequeña como Vin (diecinueve años de edad, poco más de metro y medio de altura y delgada como un junco) pudiera suponer una amenaza. Sin embargo, la veían matar, y esto los atraía hacia ella.

A Vin no le importaba.

Gritó al atacar, aunque solo fuera para añadir algún sonido al campo de batalla, demasiado silencioso. Los koloss tendían a dejar de aullar cuando se ponían frenéticos, porque entonces solo se concentraban en matar. Arrojó un puñado de monedas, las empujó hacia el grupo que tenía detrás y luego saltó hacia delante tirando de una espada.

Un koloss se tambaleó ante ella. Vin aterrizó sobre su espalda y atacó a una criatura que tenía al lado. Esta cayó, y Vin clavó su espada en la espalda de la que tenía debajo. Se empujó a un lado, tirando de la espada del koloss moribundo. Cogió el arma, abatió a una tercera bestia y luego arrojó la espada, empujándola como si fuera una flecha gigantesca contra el pecho de un cuarto monstruo. Ese mismo empujón hizo que saliera despedida hacia atrás, fuera del alcance de un nuevo ataque. Tomó la espada de la espalda del koloss que había abatido antes, liberándola mientras la criatura moría. Y, con un fluido golpe, la descargó contra la clavícula y el pecho de una quinta bestia.

Aterrizó. Los koloss caían muertos a su alrededor.

Vin no sentía ninguna furia. Ningún terror. Había superado esas cosas. Había visto morir a Elend (lo había sostenido en sus brazos mientras lo hacía) y supo que ella lo había permitido. De manera intencionada.

Sin embargo, él seguía vivo. Cada aliento era inesperado, quizá inmerecido. Antes, a ella le aterrorizaba fallarle. Pero, de algún modo, había encontrado la paz al comprender que no podía impedirle arriesgar su vida. Al comprender que no quería impedirle arriesgar su vida.

Por tanto, ya no combatía temiendo por el hombre al que amaba. Ahora luchaba con comprensión. Era un cuchillo: el cuchillo de Elend, el cuchillo del Imperio Final. No luchaba por proteger a un hombre, sino por proteger el modo de vida que él había creado y la gente a la que tanto se esforzaba por defender.

La paz le daba fuerzas.

Los koloss morían a su alrededor, y la sangre escarlata, demasiado brillante para ser humana, manchaba el aire. Había diez mil criaturas en este ejército: demasiadas para que ella pudiera matarlas. Sin embargo, no tenía que matar a todos los koloss del ejército.

Tan solo tenía que atemorizarlos.

Porque, a pesar de lo que una vez había supuesto, los koloss podían sentir temor. Ella lo vio crecer en las criaturas que tenía a su alrededor, oculto bajo la furia y la frustración. Un koloss la atacó, y ella se hizo a un lado, moviéndose con velocidad amplificada por el peltre. Le clavó una espada en la espalda mientras se movía y giró, advirtiendo a una enorme criatura que se abría paso hacia ella a través del ejército.

Perfecto, pensó. Era grande, quizá la más grande que había visto jamás. Debía de tener casi cuatro metros de altura. Un paro cardíaco tendría que haberla matado hacía mucho tiempo, y su piel colgaba casi suelta, agitándose con amplios aleteos.

La criatura aulló, el sonido retumbó en el campo de batalla, extrañamente silencioso. Vin sonrió y entonces quemó duraluminio. De inmediato, el peltre que ya ardía en su interior explotó para darle un enorme e instantáneo estallido de fuerza.

Vin quemó acero y luego empujó en todas direcciones. Su empujón amplificado por el duraluminio chocó como una ola contra las espadas de las criaturas que corrían hacia ella. Las armas fueron arrancadas, los koloss cayeron de espaldas, y los enormes cuerpos se dispersaron como meros copos de ceniza bajo el sol rojo sangre. El peltre aumentado por el duraluminio impidió que fuera aplastada por su propio empujón.

El peltre y el acero desaparecieron, consumidos en un único destello de energía. Vin sacó un frasquito de líquido (una solución de alcohol con copos de metal) y lo apuró de un solo trago para restaurar sus metales. Luego quemó peltre y saltó sobre los caídos y desorientados koloss hacia la enorme criatura que había visto antes. Un koloss más pequeño trató de detenerla, pero ella lo cogió por la muñeca, se la retorció y le rompió la articulación. Se hizo con la espada de la criatura, agachándose ante el ataque de otro koloss, y giró, para derribar a tres koloss distintos de un solo golpe cortándoles las rodillas.

Cuando completaba el giro, hundió su arma en la tierra. Como esperaba, la enorme bestia de cuatro metros atacó un segundo más tarde, blandiendo un filo tan grande que casi hacía rugir el aire. Vin plantó la espada justo a tiempo, porque ni aun con peltre habría podido detener jamás el arma de aquella enorme criatura. El arma chocó con la hoja de su espada, estabilizada por la tierra. El metal tembló bajo sus manos, pero resistió el golpe.

Con los dedos aún doloridos por el impacto de un golpe tan potente, Vin soltó la espada y saltó. No empujó (no fue preciso hacerlo), sino que aterrizó en la cruz de su espada y se impulsó con ella. El koloss mostró la ya característica sorpresa al verla saltar cuatro metros en el aire, las piernas recogidas y los borlones de la capa de bruma ondeando.

Descargó una patada directa contra el lado de la cabeza del koloss. El cráneo crujió. Los koloss eran inhumanamente fuertes, pero bastó con avivar peltre. A la criatura se le hundieron los ojillos en la cabeza, y luego se desplomó. Vin empujó suavemente la espada, manteniéndose en el aire lo suficiente para, al caer, aterrizar directamente sobre el pecho del koloss abatido.

Los koloss de alrededor se detuvieron. Incluso en medio de la furia de sangre, les sorprendió verla derribar a una bestia tan enorme con solo una patada. Quizá sus mentes fueran demasiado lentas para procesar lo que acababan de ver. O quizá sintieron cierta dosis de cautela, además del miedo. Vin no sabía lo bastante sobre ellos para determinarlo. Sí comprendía que, en un ejército koloss normal, lo que acababa de hacer le habría ganado la obediencia de todas las criaturas que la habían visto.

Por desgracia, este ejército era controlado por una fuerza externa. Vin se puso derecha y divisó en la distancia el pequeño y desesperado ejército de Elend. Resistían bajo la guía de Elend. Los humanos que combatían tenían en los koloss un efecto similar a la misteriosa fuerza de Vin: las criaturas no alcanzaban a comprender cómo una fuerza tan pequeña podía hacerles frente. No veían el agotamiento, ni la apurada situación del grupo de Elend; simplemente veían un ejército más pequeño e inferior que resistía y luchaba.

Vin se volvió para reanudar el combate. Los koloss se acercaban a ella con más vacilación, pero seguían viniendo. Eso era lo raro de los koloss: nunca se batían en retirada. Sentían temor, pero no actuaban movidos por él. Sin embargo, ese temor los debilitaba. Vin lo supo por el modo en que se aproximaban, la forma en que la miraban. Estaban a punto de venirse abajo.

Y por eso quemó latón y empujó las emociones de una de las criaturas más pequeñas. Al principio, se le resistió. Luego empujó con más fuerza. Y, finalmente, algo se quebró dentro de la criatura que la hizo suya. El que la hubiera estado controlando se hallaba demasiado lejos, y estaba ahora concentrado en demasiados koloss a la vez. Esta criatura, con la mente confundida por el frenesí, las emociones atropelladas a causa de la sorpresa, el miedo y la frustración, quedó completamente bajo el control mental de Vin.

Enseguida ordenó a la criatura que atacara a sus compañeros. Fue abatida un momento más tarde, pero no sin antes matar a otros dos koloss. Mientras luchaba, Vin se apoderó de otro koloss, y luego de otro. Golpeaba al azar, luchando con su espada para mantener a los koloss distraídos mientras escogía miembros de su grupo y los volvía en su favor. Pronto reinó el caos a su alrededor, y tuvo una pequeña línea de koloss luchando por ella. Cada vez que uno caía, lo sustituía por dos más.

Durante el combate, echó de nuevo una mirada hacia el grupo de Elend, y se sintió aliviada al ver que un gran segmento de koloss luchaban junto al grupo de humanos. El propio Elend se movía entre ellos, sin combatir ahora, concentrado en apoderarse de koloss tras koloss para su bando. Había sido decisión de Elend venir a esta ciudad solo, una apuesta que ella no estaba segura de aprobar. Por el momento, se alegraba de haber conseguido alcanzarlo a tiempo.

Siguiendo el ejemplo de Elend, dejó de luchar y se concentró en dirigir a su reducido grupo de koloss, apoderándose de los nuevos miembros uno a uno. Pronto tuvo casi un centenar luchando a su favor.

Ya no tardará mucho, pensó. Y, en efecto, poco después vio una mota en el aire, lanzada hacia ella a través de la ceniza que caía. La mota se convirtió en una figura de túnica oscura que saltó por encima del ejército empujándose contra las espadas de los koloss. La alta figura era calva y llevaba un rostro tatuado. A la luz cenicienta del mediodía, Vin distinguió los dos gruesos clavos que le habían clavado de punta en los ojos. Era un Inquisidor del Acero, uno al que no reconoció. Lo había hecho salir a propósito, matando y tomando el control de sus koloss para obligarlo a revelarse. Tendría que encargarse de él.

El inquisidor golpeó con fuerza, abatiendo a uno de los koloss de Vin con un par de hachas de obsidiana. Enfocó su mirada ciega sobre Vin, y muy a su pesar ella sintió un retortijón de pánico. Una sucesión de claros recuerdos destelló en su mente. Un cielo oscuro, lluvioso y ensombrecido. Torres y agujas. Un dolor en el costado. Una larga noche cautiva en el palacio del lord Legislador.

Kelsier, el Superviviente de Hathsin, agonizando en las calles de Luthadel.

Vin quemó electro. Esto creó una nube de imágenes a su alrededor, sombras de posibles cosas que podía hacer en el futuro. Electrum, el complemento alomántico del oro. Elend había empezado a llamarlo «el atium de los pobres». No afectaría mucho a la batalla, aparte de hacerla inmune al atium, si es que el inquisidor tenía algo de eso.

Vin apretó los dientes y se abalanzó hacia delante mientras el ejército de koloss eliminaba a sus restantes criaturas robadas. Saltó, empujándose levemente contra una espada caída y dejando que su impulso la llevara hacia el inquisidor. La criatura alzó sus hachas y atacó, pero en el último momento Vin se echó a un lado con un tirón. Su tirón arrancó una espada de las manos de un sorprendido koloss, ella la capturó mientras giraba en el aire y luego la empujó contra el inquisidor.

Este empujó la enorme masa de la espada sin apenas mirarla. Kelsier había conseguido derrotar a un inquisidor, pero solo después de grandes esfuerzos. Él mismo había muerto poco después, abatido por el lord Legislador.

¡No más recuerdos!, se dijo Vin, decidida. Concéntrate en el momento.

La ceniza revoloteó a su alrededor mientras giraba en el aire, todavía volando por su empujón contra la espada. Aterrizó, resbaló en la sangre de koloss y se arrojó contra el inquisidor. Desenvainó una daga de cristal —el inquisidor podría alejar de un empujón una espada koloss— y avivó su peltre. Velocidad, fuerza y decisión inundaron su cuerpo. Por desgracia, el inquisidor también tendría peltre, lo que los convertía en iguales.

Salvo por una cosa. El inquisidor tenía una debilidad. Vin esquivó el hacha y tiró de una espada koloss para concederse la velocidad necesaria para apartarse. Entonces empujó contra la misma arma, lanzándose hacia delante mientras se dirigía al cuello del inquisidor. Él la esquivó, bloqueando su daga con un manotazo. Pero Vin se agarró a su túnica con la otra mano.

Entonces avivó hierro y tiró tras de sí para arrancar una docena de espadas koloss a la vez. El súbito tirón la desplazó hacia atrás. Empujar acero y tirar de hierro eran recursos burdos e impactantes, con más poder que sutileza. Con el peltre avivado, Vin se aferró a la túnica mientras el inquisidor a todas luces se estabilizaba tirando de las armas koloss que tenía delante.

La túnica cedió, se rasgó por un lado y dejó a Vin con una amplia sección de tela en la mano. La espalda del inquisidor quedó expuesta, y ella debería haber podido ver un clavo, similar a los de los ojos, asomando en la espalda de la criatura. Sin embargo, ese clavo quedaba oculto por un escudo de cuero endurecido que cubría la espalda del inquisidor como un liso caparazón de tortuga y le pasaba por debajo de los brazos para rodear su pecho a modo de peto ajustado.

El inquisidor se volvió, sonriendo, y Vin maldijo. Ese clavo dorsal era el punto más débil de los inquisidores. Arrancárselo lo mataría. Obviamente, esa era la razón de ser de la armadura, algo que Vin sospechaba que el lord Legislador habría prohibido. Quería que sus sirvientes tuvieran debilidades, para así poder controlarlos.

Vin no dispuso de mucho tiempo para pensar, pues los koloss seguían atacando. Mientras aterrizaba, haciendo a un lado la tela rasgada, un gran monstruo de piel azul se lanzó contra ella. Vin saltó, pasó por encima de la espada que descargaba bajo ella y luego se empujó contra el arma para ganar más altura.

El inquisidor la siguió, esta vez al ataque. La ceniza giraba con las corrientes de aire alrededor de Vin, que brincaba por el campo de batalla, tratando de pensar. La otra única manera que conocía de matar a un inquisidor era decapitándolo..., una acción mucho más fácil de imaginar que de llevar a la práctica, considerando que su enemigo estaría reforzado por el peltre.

Aterrizó sobre un promontorio desierto en las inmediaciones del campo de batalla. El inquisidor saltó a la tierra cenicienta tras ella. Vin esquivó un hacha y trató de acercarse lo bastante para atacar. Pero el inquisidor blandió su otra hacha, y Vin recibió un corte en el brazo cuando paraba el arma con su daga.

La sangre caliente le corrió por la muñeca. Sangre del color del sol rojo. Gruñó frente a su oponente inhumano. Las sonrisas de los inquisidores la perturbaban. Se lanzó hacia delante para volver a golpear.

Algo destelló en el aire.

Líneas azules que se movían rápidamente, el indicativo alomántico de trozos de metal cercanos. Vin apenas tuvo tiempo de librarse de su ataque cuando un puñado de monedas sorprendieron al inquisidor desde atrás y se incrustaron en su cuerpo por una docena de sitios diferentes.

La criatura gritó mientras giraba, expulsando gotas de sangre al tiempo que Elend aterrizaba en lo alto del promontorio. Su brillante uniforme blanco estaba manchado de ceniza y sangre; en cambio, tenía la cara limpia, los ojos brillantes. Llevaba un bastón de duelo en una mano y la otra la apoyaba en la tierra, ayudándole a equilibrarse tras su tirón de acero. Todavía tenía que pulir su alomancia física.

Sin embargo, era un nacido de la bruma, como Vin. Y ahora el inquisidor estaba herido. Los koloss se congregaban alrededor de la colina, arrastrándose hacia la cima, pero Vin y Elend aún tenían unos instantes. Ella se lanzó hacia delante, alzando el cuchillo, y Elend también atacó. El inquisidor trató de controlarlos a ambos a la vez, con la sonrisa finalmente borrada de su rostro. Saltó para apartarse.

Elend lanzó una moneda al aire. Una pieza chispeante de cobre que giró a través de los copos de ceniza. El inquisidor lo vio y volvió a sonreír, previendo claramente el empujón de Elend. Asumió que su peso se transferiría a la moneda y luego golpearía el peso de Elend, ya que Elend también estaría empujando. Dos alománticos de peso casi similar, empujando el uno contra el otro. Saldrían proyectados hacia atrás: el inquisidor para atacar a Vin, Elend contra una pila de koloss.

Pero el inquisidor no previó la fuerza alomántica de Elend. ¿Cómo iba a hacerlo? Elend se tambaleó, el inquisidor fue derribado con un súbito y violento empujón.

¡Es tan poderoso!, pensó Vin, observando con sorpresa cómo se desplomaba el inquisidor. Elend no era un alomántico corriente: puede que aún no hubiera aprendido el control perfecto, pero cuando avivaba sus metales y empujaba, lo hacía de verdad.

Vin se apresuró a atacar al inquisidor, que intentaba reorientarse. La criatura consiguió asirle el brazo mientras su cuchillo descendía, y su poderosa presa envió una oleada de dolor por la extremidad ya herida de Vin, que gritó cuando el inquisidor la arrojó a un lado.

Vin golpeó el suelo y rodó, luego se puso de nuevo en pie. El mundo giró, y de repente vio que Elend blandía su bastón de duelo contra el inquisidor. La criatura bloqueó el golpe con un brazo, quebrando la madera, y luego se lanzó hacia delante y descargó un codazo contra el pecho de Elend. El emperador gimió.

Vin empujó contra los koloss que ahora se hallaban a escasos metros de distancia, lanzándose de nuevo contra el inquisidor. Había soltado el cuchillo, pero también él había perdido sus hachas. Vio que miraba hacia un lado, hacia donde las armas habían caído, pero no le dio la oportunidad de ir a por ellas. Lo zancadilleó, tratando de volver a derribarlo. Por desgracia, la criatura era mucho más grande y mucho más fuerte que ella. La derribó allí mismo, dejándola sin aliento.

Los koloss los habían alcanzado. Pero Elend se había apoderado de una de las hachas caídas, y buscó al inquisidor.

El inquisidor se movió con súbita velocidad. Adoptó la forma de un borrón, y Elend solo golpeó el aire vacío. Luego se volvió, mostrando sorpresa en su rostro cuando el inquisidor arremetió empuñando no un hacha, sino, extrañamente, un clavo de metal, como los que llevaba en su cuerpo, pero más finos y largos. La criatura alzó el clavo, moviéndose de forma inhumanamente veloz, más rápido de lo que ningún alomántico podría haber conseguido.

Esa velocidad no la da el peltre, pensó Vin. Ni tampoco el duraluminio. Se puso en pie, observando al inquisidor. La extraña velocidad de la criatura se desvaneció, pero todavía estaba en situación de golpear directamente a Elend en la espalda con el clavo. Vin estaba demasiado lejos para ayudar.

Pero los koloss no. Remontaban la colina, a pocos pasos de Elend y su oponente. Desesperada, Vin avivó latón y se hizo con las emociones del koloss más cercano al inquisidor. Mientras este se disponía a atacar a Elend, el koloss giró, blandiendo su espada como una maza, y golpeó al inquisidor directamente en la cara.

No le separó la cabeza del cuerpo. Solo se la aplastó por completo. Al parecer, bastó con eso, pues el inquisidor se desplomó sin emitir un sonido y quedó inmóvil.

La sorpresa se apoderó del ejército de koloss.

—¡Elend! —gritó Vin—. ¡Ahora!

El emperador se volvió junto al inquisidor moribundo, y ella apreció la expresión concentrada en su rostro. En una ocasión, Vin había visto al lord Legislador influir en toda una plaza llena de gente con su alomancia emocional. Había sido más fuerte de lo que era ella, y mucho más que Kelsier.

No vio a Elend quemar duraluminio y luego latón, pero pudo sentirlo. Lo notó presionando en sus emociones cuando envió una oleada general de poder para aplacar a miles de koloss a la vez. Todos dejaron de luchar. A lo lejos, Vin distinguió los macilentos restos del ejército de campesinos de Elend, formando un exhausto círculo. La ceniza continuaba cayendo. Últimamente, rara vez cesaba.

Los koloss bajaron sus armas. Elend había vencido.

Capítulo 4

Esto es lo que en verdad le sucedió a Rashek, creo. Se esforzó demasiado. Trató de eliminar las brumas acercando el planeta al Sol, pero lo movió demasiado lejos y volvió el mundo demasiado caluroso para la gente que lo habitaba.

Las montañas de ceniza fueron su solución. Había descubierto que empujar un planeta requería demasiada precisión, así que hizo en cambio que las montañas entraran en erupción y arrojaran al aire humo y ceniza. La atmósfera más densa hizo más frío el mundo y volvió rojo el Sol.

Sazed, embajador jefe del Nuevo Imperio, estudió la hoja de papel que tenía delante. Los principios del pueblo cazzi, decía. Sobre la belleza de la mortalidad, la importancia de la muerte y la función vital del cuerpo humano como parte integrante del todo divino.

Las palabras estaban escritas de su puño y letra, copiadas de una de sus mentecobres, donde había almacenado literalmente miles de libros. Bajo el encabezado, una lista de las creencias básicas de los cazzi y su religión llenaba casi toda la hoja con letra abarrotada.

Sazed se acomodó en su asiento, sujetando el papel, y repasó sus notas una vez más. Llevaba un día entero concentrado en esta religión, y quería tomar una decisión al respecto. Sabía mucho de la fe cazzi, porque la había estudiado, junto con todas las otras religiones previas a la Ascensión, durante la mayor parte de su vida. Estas religiones habían sido su pasión, el centro de toda su investigación.

Y entonces llegó el día en que se dio cuenta de que todo su conocimiento carecía de sentido.

La religión cazzi se contradice a sí misma, decidió, haciendo una anotación con su pluma en un margen del papel. Explica que todas las criaturas son parte del «todo divino» e implica que cada cuerpo es una obra de arte creada por un espíritu que decide vivir en este mundo.

Sin embargo, uno de sus otros principios es que los malvados son castigados con cuerpos que no funcionan correctamente. Una doctrina repulsiva, en opinión de Sazed. Los que nacían con deficiencias mentales o físicas merecían compasión, quizá piedad, pero no desdén. Además, ¿qué ideal de la religión era el verdadero? ¿Que los espíritus elegían y diseñaban sus cuerpos según deseaban, o que eran castigados con los cuerpos escogidos para ellos? ¿Y qué había de la influencia del linaje sobre los rasgos de un niño y su temperamento?

Asintiendo para sus adentros, anotó al pie de la hoja de papel: Lógicamente inconsistente. Obviamente incierto.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Brisa.

Sazed alzó la mirada. Brisa estaba sentado junto a una mesita, bebiendo vino y comiendo uvas. Como de costumbre, llevaba uno de sus trajes de noble: chaqueta oscura, un brillante chaleco rojo y un bastón de duelos con el que le gustaba gesticular mientras hablaba. Había recuperado casi todo el peso perdido durante el asedio de Luthadel y sus consecuencias, y podía ser razonablemente descrito de nuevo como «grueso».

Sazed bajó la mirada. Colocó la hoja con cuidado junto a otras muchas más dentro de su cartapacio, y luego cerró la tapa forrada de tela y ató los lazos.

—Nada importante, lord Brisa.

Brisa bebió su vino en silencio.

—¿Nada importante? Pues parece que te pases el día entero con esos papeles tuyos. Cada vez que tienes un momento libre, sacas uno de ellos.

Sazed colocó el cartapacio junto a su silla. ¿Cómo explicarlo? Cada una de las hojas de aquella gruesa carpeta esbozaba una de las más de trescientas religiones distintas que los guardadores habían recopilado. Todas y cada una de esas religiones estaban muertas a todos los efectos, ya que el lord Legislador las había suprimido al principio de su reinado, unos mil años atrás.

Hacía un año que la amada de Sazed había muerto. Ahora, quería saber..., no, tenía que saber, si las religiones del mundo disponían de respuestas para él. Descubriría la verdad, o eliminaría todas y cada una de aquellas creencias.

Brisa seguía mirándolo.

—Preferiría no hablar de ello, lord Brisa —dijo Sazed.

—Como desees —respondió Brisa, alzando su copa—. Tal vez podrías usar tus poderes feruquímicos para escuchar la conversación mantenida en la habitación de al lado...

—No creo que fuera educado hacerlo.

Brisa sonrió:

—Mi querido terrisano, solo tú podrías conquistar una ciudad y preocuparte luego por no ser educado con el dictador al que amenazas.

Sazed bajó la mirada, sintiéndose levemente avergonzado. Pero no podía negar las observaciones de Brisa. Aunque ninguno de los dos había traído consigo un ejército a la ciudad de Lekal, en efecto habían venido a conquistar. Simplemente pretendían hacerlo con un papel en vez de con una espada.

Todo dependía de lo que estaba sucediendo en la habitación de al lado. ¿Firmaría el rey el tratado, o no? Todo lo que Brisa y Sazed podían hacer era esperar. Sazed ansiaba volver a sacar su cartapacio para examinar la siguiente religión del fajo. Había estado reflexionando sobre la religión cazzi durante más de un día, y ahora que había tomado una decisión, deseaba pasar a la página siguiente. En el último año, había revisado dos tercios de las religiones. Apenas quedaba un centenar, aunque la cifra se acercaba a las doscientas si tenía en cuenta las sectas secundarias y las unidades aisladas.

Andaba cerca. A lo largo de los próximos meses, podría repasar el resto de las religiones. Quería examinarlas todas con justicia. Sin duda, una de las restantes contendría la esencia de la verdad que estaba buscando. Sin duda, una de ellas le diría qué le había sucedido al espíritu de Tindwyl sin contradecirse a sí misma en media docena de puntos distintos.

Pero, por el momento, se sentía incómodo leyendo delante de Brisa. Por tanto, Sazed se obligó a permanecer sentado y esperar pacientemente.

La habitación donde se hallaban estaba decorada al estilo de la antigua nobleza imperial. Sazed no estaba acostumbrado a estas elegancias, ya no. Elend, por su parte, había vendido o quemado la mayor parte de sus lujosos muebles: su pueblo había necesitado comida y calefacción durante el invierno. Daba la impresión de que el rey Lekal no había hecho lo mismo, aunque tal vez se debiera a que aquí en el sur los inviernos eran menos duros.

Sazed miró por la ventana que había junto a su silla. La ciudad de Lekal no tenía un auténtico palacio: hasta hacía dos años, solo había sido un estado campestre. La mansión, sin embargo, sí que gozaba de una bella vista sobre la emergente ciudad, más un gran barrio de chabolas que una verdadera urbe.

Con todo, ese barrio de chabolas controlaba tierras que estaban peligrosamente dentro del perímetro defensivo de Elend. Necesitaban la seguridad de la fidelidad del rey Lekal. Por eso Elend había enviado un contingente (incluido Sazed, que era su embajador jefe) a asegurar la lealtad del rey. Ese hombre deliberaba con sus ayudantes en la habitación contigua, tratando de decidir si aceptar o no el tratado, que los convertiría en súbditos de Elend Venture.

Embajador jefe del Nuevo Imperio...

A Sazed no le hacía mucha gracia ese título, pues implicaba que en efecto era ciudadano del imperio. Su pueblo, el pueblo de Terris, había jurado no volver a llamar amo a ningún hombre. Habían pasado mil años de opresión, criados como animales y convertidos en sirvientes perfectos y dóciles. Solo con la caída del Imperio Final habían conseguido los terrisanos ser libres para gobernarse solos.

Hasta ahora, el pueblo de Terris no lo había hecho muy bien. Desde luego, no ayudaba el que los Inquisidores del Acero hubieran aniquilado a todo el consejo gobernante de Terris y dejaran al pueblo de Sazed sin dirección ni liderazgo.

En cierto modo, somos unos hipócritas, pensó. El lord Legislador era terrisano en secreto. Uno de los nuestros nos hizo esas horribles cosas. ¿Qué derecho tenemos a insistir en no llamar amo a ningún extranjero? No fue un extranjero el que destruyó nuestro pueblo, nuestra cultura y nuestra religión.

Y así, Sazed servía como embajador jefe de Elend Venture. Elend era un amigo, un hombre a quien Sazed respetaba como a pocos. En su opinión, ni siquiera el propio Superviviente poseía la fuerza de carácter de Elend Venture. El emperador no había intentado asumir la autoridad sobre el pueblo de Terris, ni siquiera después de haber aceptado a los refugiados en sus tierras. Sazed no estaba seguro de que su pueblo fuera libre, pero tenían una gran deuda con Elend Venture. Sazed serviría con gusto como embajador de ese hombre.

Aunque había otras cosas que Sazed consideraba que debería estar haciendo. Como liderar a su propio pueblo.

No, pensó Sazed, mirando su cartapacio. Un hombre sin fe no puede liderarlos. Antes debo hallar la verdad. Si es que existe tal cosa.

—Desde luego, están tardando bastante —dijo Brisa, mientras comía una uva—. Después de todo lo que hemos hablado para llegar a este punto, ya tendrían que saber si pretenden firmar el acuerdo o no.

Sazed se volvió hacia la puerta de elaborada talla que había al otro lado de la habitación. ¿Qué decidiría el rey Lekal? ¿Tenía realmente elección?

—¿Crees que hemos hecho lo adecuado, lord Brisa? —preguntó Sazed.

Brisa soltó un bufido.

—Que hayamos hecho lo adecuado o no es lo de menos. Si no hubiéramos venido a presionar al rey Lekal, otros lo habrían hecho. Todo se reduce a una necesidad estratégica básica. O así es como yo lo veo: tal vez soy más calculador que otros.

Sazed miró al hombretón. Brisa era un aplacador; en realidad, era el aplacador más descarado y atrevido que Sazed había conocido jamás. La mayoría de los aplacadores usaban sus poderes con discriminación y sutileza, empujando las emociones solo en los momentos más oportunos. Sin embargo, Brisa jugaba con las emociones de todo el mundo. De hecho, Sazed podía sentir el contacto del hombre en sus propios sentimientos ahora mismo, aunque solo porque sabía qué buscar.

—Si me disculpas la observación, lord Brisa, no me engañas tan fácilmente como crees.

Brisa alzó una ceja.

—Sé que eres un buen hombre —dijo Sazed—. Te esfuerzas mucho por ocultarlo. Haces grandes aspavientos por parecer cruel y egoísta. Sin embargo, para quienes observan lo que haces y no lo que dices, te vuelves cada vez más transparente.

Brisa frunció el ceño, y Sazed sintió un pellizco de placer por haber sorprendido al aplacador. Obviamente, no esperaba que Sazed fuera tan directo.

—Mi querido amigo —dijo Brisa, sorbiendo su vino—. Me decepcionas. ¿No hablabas de amabilidad? Pues no es nada amable revelar el oscuro e íntimo secreto de un viejo pesimista encallecido.

—¿Qué oscuro e íntimo secreto? —preguntó Sazed—. ¿Que eres buena persona?

—Es un atributo en mí que me he esforzado mucho por rechazar —confesó Brisa, restándole importancia—. Por desgracia, soy demasiado débil. Para cambiar por completo de tema, un tema que me resulta de lo más incómodo, volveré a tu anterior pregunta: ¿me preguntabas si habíamos hecho lo adecuado? ¿Lo adecuado en qué sentido? ¿Obligando al rey Lekal a convertirse en vasallo de Elend?

Sazed asintió.

—Bueno, entonces tendría que decir que sí, que hemos hecho lo adecuado. Nuestro tratado proporcionará a Lekal la protección de los ejércitos de Elend.

—A costa de su propia libertad para gobernar.

—¡Bah! —exclamó Brisa, agitando una mano—. Los dos sabemos que Elend es mucho mejor gobernante de lo que Lekal podría esperar ser jamás. ¡La mayoría de su gente vive en chabolas a medio terminar, por el amor del lord Legislador!

—Sí, pero debes admitir que lo hemos presionado.

—Así es la política. ¡Sazed, el sobrino de este hombre envió un ejército de koloss para destruir Luthadel! Tiene suerte de que Elend no viniera y arrasara toda la ciudad como desquite. Tenemos ejércitos más grandes, más recursos y mejores alománticos. Este pueblo estará mucho mejor cuando Lekal firme el tratado. ¿Qué pasa contigo, mi querido amigo? Discutiste todos estos puntos hace dos días en la mesa de negociación.

—Pido disculpas, lord Brisa —dijo Sazed—. Yo... parece que últimamente le llevo la contraria a todo el mundo.

Brisa no contestó de inmediato.

—Aún duele, ¿verdad? —preguntó después.

Este hombre es demasiado bueno comprendiendo las emociones de los demás, pensó Sazed.

—Sí —susurró.

—Se acabará —dijo Brisa—. Tarde o temprano.

¿De verdad?, pensó Sazed, apartando la mirada. Había pasado un año. Y parecía... como si nada volviera a estar bien jamás. A veces, se preguntaba si su inmersión en las religiones era simplemente una forma de ocultar su dolor.

Si así era, había elegido una mala manera de lidiar con el dolor, pues siempre estaba esperándolo ahí. Había fallado. No, su fe le había fallado. Ya no le quedaba nada.

Todo. Todo perdido.

—Mira —dijo Brisa, atrayendo su atención—, es evidente que permanecer aquí sentados esperando a que Lekal se decida nos está poniendo nerviosos. ¿Por qué no charlamos de otra cosa? ¿Y si me hablas de una de esas religiones que has memorizado? ¡Hace meses que no intentas convertirme!

—Dejé de llevar mis mentecobres hace casi un año, Brisa.

—Pero seguro que recuerdas un poquito —dijo Brisa—. ¿Por qué no intentas convertirme? Ya sabes, por los viejos tiempos y todo eso.

—No lo creo, Brisa.

Aquello parecía una traición a su legado. Como guardador, como feruquimista de Terris, podía almacenar recuerdos dentro de piezas de cobre, y recuperarlos más tarde. Durante el Imperio Final, la raza de Sazed había sufrido mucho para recopilar sus enormes almacenes de información... y no solo sobre religiones. Habían reunido todos los fragmentos de información que pudieron encontrar sobre la época anterior al lord Legislador. Lo habían memorizado todo y se lo habían transmitido a otros, confiando en que su feruquimia les ayudaría a conservar la exactitud de los hechos.

Sin embargo, nunca habían encontrado lo que buscaban con más urgencia, lo que había iniciado su misión: la religión del pueblo de Terris. Había sido erradicada por el lord Legislador durante el primer siglo de su reinado.

Aun así, muchos habían sufrido, sangrado y muerto para que Sazed pudiera disponer de los extensos depósitos que había heredado. Y él ya no los llevaba encima. Tras recuperar sus notas sobre todas las religiones y anotarlas en las páginas que ahora llevaba en su cartapacio, había cogido todas y cada una de sus mentes de metal y las había guardado.

Y es que ya no parecían importar. En ocasiones, nada importaba. Trataba de no pensar mucho en ello. Pero la idea acechaba en su mente, terrible e imposible de ignorar. Se sentía manchado, indigno. Por lo que Sazed sabía, era el último feruquimista que quedaba con vida. Ahora no tenían recursos para investigar, pero en un año ningún guardador refugiado había llegado al dominio de Elend. Sazed era el único. Y, como todos los mayordomos de Terris, había sido castrado de niño. El poder hereditario de la feruquimia bien podría morir con él. Habría pequeños indicios del mismo en el pueblo de Terris, pero dados los esfuerzos del lord Legislador por borrarlos y las muertes del Sínodo... las cosas no pintaban bien.

Las mentes de metal seguían guardadas, lo acompañaban allá adonde él iba, pero nunca eran usadas. De hecho, dudaba que algún día volviera a recurrir a ellas.

—¿Y bien? —preguntó Brisa, levantándose y acercándose para apoyarse en la ventana junto a Sazed—. ¿No vas a hablarme de ninguna religión? ¿Cuál va a ser? ¿La religión en que la gente hacía mapas, tal vez? ¿La que veneraba las plantas? Seguro que tienes una que adoraba el vino. Esa podría venirme bien.

—Por favor, lord Brisa —rogó Sazed, contemplando la ciudad. Caía ceniza. Últimamente, siempre lo hacía—. No deseo hablar de estas cosas.

—¿Qué? ¿Cómo es posible?

—Si hubiera un Dios, Brisa —dijo Sazed—, ¿crees que habría permitido que el lord Legislador matara a tanta gente? ¿Crees que habría permitido que el mundo fuera lo que es hoy? No te enseñaré, ni a ti ni a nadie, una religión que no pueda responder a mis preguntas. Nunca más.

Brisa guardó silencio.

Sazed se palpó el estómago. Los comentarios de Brisa le dolían. Le hacían recordar aquel terrible momento del año pasado, el momento en que Tindwyl murió. Cuando Sazed luchó contra Marsh en el Pozo de la Ascensión, y casi había muerto también él. A través de sus ropas, podía notar las cicatrices en el abdomen, donde Marsh le había golpeado con un puñado de anillos de metal, hasta perforarle la piel y casi acabar con su vida.

Había recurrido al poder feruquímico de aquellos mismos anillos para salvar la vida y sanar su cuerpo, absorbiéndolos. Sin embargo, poco después, cuando ya había recuperado algo de fuerza, hizo que un cirujano le extrajera los anillos del cuerpo. Pese a las protestas de Vin de que tenerlos dentro sería una ventaja, a Sazed le preocupaba que fuera malo para la salud llevarlos incrustados en su propia carne. Además, quería librarse de ellos.

Brisa se volvió para mirar por la ventana.

—Siempre fuiste el mejor de nosotros, Sazed —dijo en voz baja—. Porque creías en algo.

—Lo siento, lord Brisa. No pretendía decepcionarte.

—¡Oh!, no me decepcionas. Porque no me creo lo que acabas de decir. No has nacido para ser ateo, Sazed. Tengo la sensación de que no sirves para eso: no te cuadra. Tarde o temprano, te recuperarás.

Sazed se volvió desde la ventana. Se le consideraba descarado para ser terrisano, pero no deseaba seguir discutiendo.

—Nunca te he dado las gracias —dijo Brisa.

—¿Por qué, lord Brisa?

—Por ayudarme a recuperarme. Por obligarme a levantarme, hace ahora un año, y seguir adelante. Si no me hubieras ayudado, no sé si habría podido superar... lo que pasó.

Sazed asintió. Por dentro, sin embargo, sus pensamientos fueron más amargos. Sí, viste destrucción y muerte, amigo mío. Pero la mujer a la que amas sigue viva. Yo podría recuperarme también, si no la hubiera perdido. Podría haberme recuperado, como tú hiciste.

La puerta se abrió.

Sazed y Brisa se dieron la vuelta. Entró un asistente solitario, con una elaborada hoja de pergamino. El rey Lekal había firmado el tratado al pie. Su firma se veía pequeña, casi apretada, en el gran espacio permitido. Sabía que estaba derrotado.

El asistente depositó el tratado sobre la mesa, y luego se retiró.

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Capítulo 5

Cada vez que Rashek trataba de arreglar las cosas, las empeoraba. Tuvo que cambiar las plantas del mundo para que pudieran sobrevivir en el nuevo y endurecido entorno. Sin embargo, ese cambio hizo que las plantas fueran menos nutritivas para la humanidad. De hecho, la ceniza que caía habría hecho enfermar a los hombres, haciéndoles toser como quienes pasaban demasiado tiempo en las minas bajo tierra. Por eso Rashek cambió también a la humanidad, alterándola para que pudiera sobrevivir.

Elend se arrodilló junto al inquisidor caído, tratando de ignorar el estropicio que quedaba de la cabeza de la criatura. Vin se acercó, y él advirtió la herida en su antebrazo. Como de costumbre, ella la ignoraba.

El ejército de koloss permanecía tranquilo en el campo de batalla. Elend seguía sintiéndose incómodo con la idea de controlar a las criaturas. Se sentía... sucio por asociarse con ellas. Pero era la única forma.

—Algo va mal, Elend —dijo Vin.

Él alzó la cabeza para mirarla.

—¿Qué? ¿Piensas que hay otro cerca?

Ella negó con la cabeza.

—No es eso. Ese inquisidor se movió demasiado rápido al final. Nunca he visto a ninguna persona, alomántica o no, con ese tipo de velocidad.

—Debía de tener duraluminio —dijo Elend, bajando la cabeza. Durante un tiempo, Vin y él habían mantenido ventaja, pues tenían acceso a un metal alomántico que los inquisidores no conocían. Los informes indicaban ahora que esa ventaja había desaparecido.

Por fortuna, aún contaban con el electro. Había que dar las gracias al lord Legislador. El atium de los pobres. Por lo general, un alomántico que quemaba atium, lo que le permitía entrever el futuro, era prácticamente invencible: solo otro alomántico que quemara el metal podía combatirlo. A menos que tuviera electro. El electro no concedía la misma invencibilidad que el atium, pero la inmunidad que ofrecía contra el atium no tenía precio.

—Elend —dijo Vin, arrodillándose—, no era duraluminio. El inquisidor se movía demasiado rápido incluso para eso.

Elend frunció el ceño. Había visto al inquisidor moverse solamente con el rabillo del ojo, pero seguro que no lo hacía tan rápido. Vin tenía tendencia a ser paranoica y asumir lo peor.

Claro que también tenía la costumbre de llevar la razón.

Vin extendió una mano, agarró la parte delantera de la túnica del cadáver y la arrancó. Elend se volvió.

—¡Vin! ¡Un respeto por los muertos!

—No siento ningún respeto por estas cosas —respondió ella—, ni lo sentiré nunca. ¿Viste cómo intentó usar uno de sus clavos para matarte?

—Eso sí que me extrañó. Tal vez no estuvo a tiempo de llegar a sus hachas.

—¡Aquí, mira!

Elend se volvió para mirar. El inquisidor tenía los clavos habituales: tres entre las costillas del lado derecho del pecho y cuatro en el izquierdo. No había ni rastro de ningún clavo de atium, por lo que quizá aquel inquisidor hubiera sido antes un nacido de la bruma. Pero... había otro clavo, uno que Elend no había visto antes en ningún cadáver de inquisidor, clavado directamente en el pecho de la criatura.

¡Lord Legislador!, pensó Elend. Le atraviesa directamente el corazón. ¿Cómo sobrevivió? Desde luego, si dos clavos en el cerebro no lo mataban, otro en el corazón tampoco lo haría.

Vin extendió la mano y arrancó el clavo. Elend dio un respingo. Ella lo alzó, frunciendo el ceño.

—Peltre —dijo.

—¿En serio? —preguntó Elend.

Ella asintió.

—Con este, son once clavos. Dos en los ojos y uno en cada hombro: todos de acero. Siete en las costillas: dos de acero, cuatro de bronce, uno de otro. Ahora este, de peltre... por no mencionar el que trató de usar contigo, que parece de acero.

Elend estudió el clavo que ella tenía en la mano. En la alomancia y la feruquimia, metales distintos hacían cosas distintas: imaginaba que, para los inquisidores, el tipo de metal empleado en los diversos clavos era igual de importante.

—Tal vez no utilizan alomancia, sino un... tercer poder.

—Tal vez —asintió Vin, agarrando el clavo y poniéndose en pie—. Habrá que abrirle el estómago y comprobar si tenía atium.

—Puede que este sí.

Siempre quemaban electro como precaución: hasta ahora, ninguno de los inquisidores con los que habían topado presentaba ni rastro de atium.

Vin negó con la cabeza y contempló el campo de batalla cubierto de ceniza.

—Estamos pasando algo por alto, Elend. Somos como niños, jugando a un juego que hemos visto jugar a nuestros padres sin conocer las reglas. Y... nuestro oponente fue quien creó el juego.

Elend rodeó el cadáver y se acercó a ella.

—Vin, ni siquiera sabemos qué hay ahí fuera. Lo que vimos hace un año en el Pozo... quizá se haya ido. Quizá desapareció, al verse libre. Quizá eso fuera todo lo que quería.

Vin lo miró. Él pudo leer en sus ojos que no lo creía. Tal vez viera que, en realidad, él tampoco lo creía.

—Aquello está ahí fuera, Elend —susurró—. Dirige a los inquisidores, sabe lo que estamos haciendo. Por eso los koloss se dirigen hacia las mismas ciudades que nosotros. Tiene poder sobre el mundo: puede cambiar el texto escrito, crear malentendidos y confusión. Conoce nuestros planes.

Elend le puso una mano en el hombro.

—Pero hoy lo hemos derrotado... y nos ha enviado este oportuno ejército de koloss.

—¿Y a cuántos humanos perdimos tratando de capturar a este ejército?

Elend no tuvo que responder. Demasiados. Su número menguaba. Las brumas (la Profundidad) se hacían más poderosas, robaban la vida de gente al azar, mataban las cosechas del resto. Los Dominios Exteriores eran tierras yermas: solo los más cercanos a la capital, Luthadel, recibían suficiente luz del día para cultivar alimentos. E incluso esa zona de habitabilidad se estaba reduciendo.

Esperanza, pensó Elend. Ella necesita eso de mí, siempre lo ha necesitado.

Vin no lo contradijo, pero era evidente que no estaba convencida. De todas formas, dejó que él la abrazara, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su pecho. Se alzaban en el campo de batalla ante su enemigo caído, pero incluso Elend tuvo que admitir que eso no le parecía una victoria. No con el mundo desplomándose a su alrededor.

¡Esperanza!, pensó de nuevo. Ahora pertenezco a la Iglesia del Superviviente. Solo tiene un mandamiento.

Sobrevivir.

—Dame uno de los koloss —dijo Vin por fin, soltándose del abrazo.

Elend liberó a una de las criaturas de tamaño medio, y dejó que Vin tomara control sobre ella. No comprendía del todo cómo lo hacían. En cuanto se hacía con el control de un koloss, podía ostentarlo de manera indefinida, estuviera dormido o despierto, quemara metales o no. Había muchas cosas que no comprendía de la alomancia. Solo llevaba un año utilizando sus poderes, y había tenido que gobernar un imperio y dar de comer a su pueblo al mismo tiempo, por no mencionar las guerras. Le había quedado poco tiempo para practicar.

Naturalmente, Vin tuvo menos tiempo aún para practicar antes de matar al lord Legislador. Vin, sin embargo, era un caso especial. Usa

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