Pan de Bruja

Noela Lonxe

Fragmento

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Capítulo 1

Las tierras gallegas comienzan a dibujarse allá abajo y, con ellas, el temblor. Etna clava las uñas en el reposabrazos de su asiento. «¿A quién se le ocurre hacer un entierro en martes 13? —se pregunta mientras se aprieta el cinturón de seguridad hasta rasgarse la piel—, ¿no podían esperar hasta mañana?».

Con otro bandazo del ala, intenta coger la mano de su hija, pero Serafina la aparta de un manotazo y continúa dibujando en la dichosa libreta roja. Si pudiese, la quemaría.

—¿Todavía sigues enfadada?

Serafina responde mostrando el aparato de dientes rosa a través del labio fruncido.

Ahora va a ser culpa suya que su marido se la estuviera pegando con la niñera, ¡no te fastidia...! Pero claro, como buena madre que es, no puede decirle a una niña de doce años que su adorada Stefania es un zorrón rompefamilias, y su querido padrastro, un cerdo, mentiroso compulsivo.

«Señoras y señores, estamos atravesando una zona de turbulencias. Por favor, abróchense los cinturones y permanezcan sentados en sus asientos».

No puede ser que el avión se caiga en un martes 13, el mismo día del entierro de su abuela, ¿no? Eso solo pasa en las películas. Su estómago da un vuelco al compás del avión haciendo otra cabriola sobre las nubes, algunos pasajeros gritan. Etna se une y emite un chillido de montaña rusa.

—¡Chist! ¡Cállate, Etna! ¡Qué vergüenza! —Serafina se tapa la cara con las manos mientras se desliza hacia abajo en el asiento.

—¡Te he dicho mil veces que me llames mamá, caray! —Mantiene la mirada desafiante de su hija por unos segundos... ¡cuánto se parece a su padre!—. ¿Tú no tienes miedo?

—Son solo turbulencias, ¿por qué no te tomaste una de tus pastillas, si ya sabes que te da miedo volar?

—Para un vuelo tan corto no merecía la pena. —Etna se lleva la mano al pecho, arrepentida de haber decidido hacerse la fuerte precisamente hoy… Si se toma ahora un Trankimazin, ¿le hará efecto? El sonido del motor baja el tono y Etna da un respingo en el asiento—. Y ese ruido, ¿qué es?

—Vamos a aterrizar, eso es lo que es. —Serafina pone los ojos en blanco y Etna se pregunta: «¿Cuándo se volvió una adolescente insufrible?». Se pone a rezar por lo bajini.

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino… ¿Cómo seguía, concho? Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

«Señoras y señores, acabamos de aterrizar en el aeropuerto de A Coruña. Son las 10.22, hora local, y la temperatura es de dieciocho grados centígrados. Permanezcan sentados hasta que la luz de…».

—¡Gracias a Dios! Vamos, cariño, que no quiero ser la última en salir.

Etna y Serafina son las primeras en abandonar el avión y las primeras en coger sus pesadas maletas. Salen a la puerta de llegada, donde Funes, el chófer de la abuela, las está esperando. Etna lo saluda con efusividad, pero el hombre actúa como si no hubiesen pasado doce años desde la última vez que la llevó al aeropuerto, cuando Serafina todavía estaba en su barriga.

—Tengo orden de ir al cementerio, ya llegamos tarde —anuncia Funes con seriedad.

—Lo siento. El avión tuvo que dar varias vueltas antes de aterrizar por culpa del mal tiempo. —Las palabras de disculpa de Etna se dirigen a la rasurada nuca de Funes, que ya avanza hacia el coche con las maletas.

Una vez en el interior del vehículo, el hombre conduce en silencio a través de carreteras secundarias. Las ramas más altas de los árboles hilan encajes bajo el cielo holográfico de septiembre.

Etna sale del coche la primera, abotona su abrigo, se sube las solapas e inspira el olor rancio de las algas. La marea está baja y las plantas de las marismas muestran sus tallos más privados. Se frota los ojos, irritados por el madrugón, y delinea con la vista cada montículo hasta llegar a los cipreses del camposanto. Exhala un suspiro exagerado.

—Inglesa —suena una voz a su espalda que Etna reconoce al momento.

—¡Hortensia! —Etna se arroja a los brazos del ama de llaves como una niña pequeña.

—¡Hala, miñafilla, hala, guarda las lágrimas para el entierro! —Hortensia le da palmadas en la espalda mientras mira hacia Serafina y sonríe—. Y esta, ¿es la tuya?

Etna asiente limpiándose las mejillas de sal.

—Mira, Sera, esta es Hortensia. Es como mi…

—Sí, como tu abuela, me lo has dicho mil veces. ¡Hola! —Serafina saluda con la mano, pero Hortensia la agarra de la cabeza y le planta dos besos sonoros en las mejillas.

Igualiña al padre. —Suelta una carcajada que suena a cacareo—. No puedes decir que no es de él.

Serafina sonríe orgullosa.

—Sí, se parece mucho. —Etna mira a su hija de arriba abajo, delgada y larga como un bambú, y

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