Un Dios Inclemente

Steven Erikson

Fragmento

Dramatis personae

Dramatis personae

Rant, mestizo de teblor, hijo bastardo de Karsa Orlong

Damisk, cazador y rastreador

Gower, jefe de los jheck negros

Nilghan, guerrero de los jheck negros

Sarlis, madre humana de Rant

Tres, asesina shi’gal

Decimocuarta Legión,

Segunda Compañía

Capitán Rezongón, comandante de la compañía

Eje, sargento del Tercer Pelotón

Morrut, cabo del Tercer Pelotón

Oams, del Tercer Pelotón

Paltry Skint, del Tercer Pelotón

Benger, del Tercer Pelotón

Di No, del Tercer Pelotón

Maniobras, sargento del Cuarto Pelotón

Piscolabis, cabo del Cuarto Pelotón

Aguascalmas, del Cuarto Pelotón

Folibore, del Cuarto Pelotón

Manta, del Cuarto Pelotón

Anyx Fro, del Cuarto Pelotón

Shrake, sargento del Segundo Pelotón

Bajocarro, cabo del Segundo Pelotón

Daint, del Segundo Pelotón

Vozarrón, del Segundo Pelotón

Tristón, del Segundo Pelotón

Platodebarro, del Segundo Pelotón

Teblor

Delas Fana, hija de Karsa Orlong

Tonith Agra, hija de Karsa Orlong

Karak Thord, guerrero e hijo de Delum Thord

Pake Gild, guerrera e hija de la viuda Dayliss

Viuda Dayliss, viuda de Bairoth Gild

Valoc, exesclavo sunyd

Elade Tharos, señor de la guerra

Sathal, guerrero

Bayrak, exesclavo sunyd

Galambar, rathyd liberador de los esclavos sunyd

Sivith Gyla, guerrera rathyd

Toras Vaunt, guerrera rathyd

Salan Ardal, cabecilla de los sunyd

Kadarast, guerrero rathyd

Hestalan, guerrera rathyd

Bagidde, guerrero rathyd

Sti Epiphanoz, exploradora del Nudo Resplandeciente

Otros

Felicidad Rolly, sargento del ejército regular malazano

Caballista, cabo del ejército regular malazano

Trand, del ejército regular malazano

Volada, del ejército regular malazano

Descaminada, del ejército regular malazano

Buempaso, del ejército regular malazano

Gund el Amarillo, del ejército regular malazano

Nast Forn, teniente de la guarnición de Lago de Plata

Silgar el Joven, alcalde de Lago de Plata

Storp, tabernero y veterano del ejército

Criatura, comadreja

Ratamonje, mago

Soplante, vivandera

Varbo, vivandero

Puño Sevitt, comandante de la Decimocuarta Legión

Margarita Broke, comandante de batallón de la Decimocuarta

Legión

Fiambre, comandante de batallón de la Decimocuarta Legión

Fuegodelheno, capitana de la Decimocuarta Legión

Resuello, sargento de la Decimocuarta Legión

Sulban, sargento de la Decimocuarta Legión

Bellam Nom, sargento de la Decimocuarta Legión

Pilón, infante de marina

Buenasnoches, infante de marina

Olit Fas, infante de marina

Bruja de los Enredos, espíritu tribal

Nistilash, hechicero ganrel

Perra Guerrera, diosa de los jheck

Casnock, jefe de los jheck blancos

Palidez, Mastín de Sombra

Andrison Viga, comandante de una compañía de mercenarios

Ara, teniente de la Compañía de Viga

Palo, sargento de la Compañía de Viga

Sugal, sargento de la Compañía de Viga

Rebuzno, sargento de la Compañía de Viga

Costras, hechicero de la Compañía de Viga

Cranal, hechicero de la Compañía de Viga

Vist, hechicero de la Compañía de Viga

Solapa, cuchillo nocturno

Bairdal, cuchillo nocturno

Paunt, cuchillo nocturno

Orule, cuchillo nocturno

Palat, cuchillo nocturno

Raído, cuchillo nocturno

Irik, cuchillo nocturno

Rayle, cuchillo nocturno

Dramatis personae

¿Hacia dónde seguir? El Señor de la Muerte ya murió. El Amo de la Guerra reposa silente en una cripta derrumbada. La Luz y la Oscuridad han huido a la Sombra, y la Sombra sueña con la luz del sol. Las casas quedaron abandonadas. Los heraldos pregonan sin que nadie los oiga; los alarifes amasan polvo con manos entumecidas; las mujeres de la noche aguardan en soledad. Las reinas lloran y los reyes trastabillan. El mundo entero es un torbellino; con cada aliento, con cada palabra, mueren verdades.

Una anciana camina por un pasillo encendiendo velas una a una, aunque el huero viento va apagando las llamas a su paso.

Pero ahora veo, dispuesto ante mis ojos, un nuevo campo de batalla que saluda a la aurora con un silencio escalofriante. Pronto, en el despuntar del resplandor, la oscuridad se disipa y revela dos ejércitos enfrentados. Los estandartes aletean; las huestes emplumadas humean; el sol naciente se ceba en armas y armaduras.

Entonces del enemigo surge una figura aislada, una brizna de carne y enconada voluntad, huesos de hierro en un cuerpo derrotado. No es el adalid de nadie, sino el dios de todos ellos. Es la roja bendición del guerrero y a la vez el dulce beso del amante; es el testigo de todos los cadáveres y el hacedor de niños. Es la proa dorada de la historia que se abre paso con fiereza por la espuma, pero se encuentra cómodo entre el túmulo y el menhir.

Sus pisadas retumban, pero su tacto es leve; es de mirada fría pero esquiva. No hay nada a lo que no se renuncie por él; nada que no se sacrifique por él. En su nombre caen naciones; en su nombre se arrodillan los dioses. Si arden imperios, no lo culpéis, y tampoco si el amante vuelve la espalda. Presenciar es empezar a ver. Ver es empezar a comprender. Comprender es retroceder. Pero él se mantiene incólume, desarmado, desprotegido, plantando cara al futuro, y lo conozco: es el Dios Inclemente, el Dios Indefenso, aquel que los abatió a todos y a ninguno.

«Hanascordia»

Visiones del último profeta

Tercer apócrifo karsano

(Darujhistan, año del Desafío de Feral)

Prólogo

Prólogo

Por encima del altiplano de Laederon, noroeste de Genabackis, territorio teblor

El ascenso les había llevado seis días. El séptimo, con el sol en su cénit, alcanzaron la cima del escarpe que corría parejo al muro de hielo casi vertical que habían tenido a la izquierda los dos últimos días. La superficie del muro estaba mellada por antiguos deshielos, pero a semejante altura, el invierno seguía dominando las montañas, y el viento que llegaba de más arriba, teñido de blanca escarcha, arrancaba arcoíris a la inclemente luz solar.

La vertiente culminaba en una abrupta cornisa en la que los cuatro teblor se mantenían en pie a duras penas. El viento remolineaba a su alrededor, tirando de las cinchas sueltas de las armas y agitando las pieles con que todos se cubrían, y en ocasiones, como indignado por la audacia de los guerreros, arremetía contra ellos. No tenían lugar en aquellos montes ni en aquel mundo. El cielo estaba demasiado cerca; el aire, demasiado diluido.

La viuda Dayliss de los teblor se arrebujó en su manto de piel de lobo. Ante ellos, la vertiente tachonada de rocas se precipitaba hacia una masa de hielo desprendido, mezclado con arena y nieve, que se alzaba frente a la orilla como una muralla defensiva.

Desde su posición, más allá de aquella barrera de afilados colmillos, podían ver el mismísimo lago, su lisa superficie nevada interrumpida por témpanos que se alzaban como islas, algunas altas cual fortalezas, como si un centenar de tiranos pugnaran por el dominio de aquel vasto imperio de agua congelada.

Ninguno de ellos estaba listo aún para articular palabra. La viuda Dayliss levantó la vista y entornó los ojos para mirar al norte, donde, supuestamente, terminaba el lago, pero no vio más que blancura a tan inmensa distancia. Por encima, flotando como nubes desdibujadas, se divisaban las cumbres más altas de la cordillera, con las laderas que daban al sur despojadas de nieve. Era una visión estremecedora. La viuda Dayliss se volvió hacia el joven cabecilla que tenía a la derecha.

Seguía sorprendiéndose de ver que un rathyd los acompañaba, como si un milenio de rencillas y asesinatos no significaran nada o, al menos, no lo suficiente para que este caudillo se aventurase entre los uryd en busca de guerreros que lo acompañasen a aquel lugar.

—Entonces, los tuyos se dieron cuenta —le dijo tras observarlo un momento más. Todo estaba cambiando.

Elade Tharos estaba apoyado en su mandoble de palosangre, con la punta clavada en el hielo cristalino que llenaba una grieta del suelo de piedra.

—En los campamentos estivales elevados —dijo asintiendo—. Las Caras Blancas ya no lo eran.

Habían sido pocos los uryd que, tras oír la crónica de Elade, fueron capaces de entender lo que esto significaba. La vida avanzaba a paso lento, al ritmo acompasado de las estaciones. Que si este último invierno había sido más frío, ya que el anterior había sido más cálido. Que si el deshielo iba y venía; que si de las cumbres del norte llegaban curiosas ráfagas de aire caliente; que si día tras día caía nieve suficiente para enterrar a un teblor; que si hasta los bosques iban subiendo por la ladera de la montaña mientras los árboles de mucho más abajo morían en las sequías y plagas del verano… Pues igual que cada año elegían pastos distintos, los teblor podrían ir cambiando sus hábitos para adaptarse.

Aquellas nuevas, murmuraban, no indicaban que hubiese nada que temer. Claro: tal vez los rathyd de los pocos asentamientos que quedaban, en los remotos escondrijos donde se ocultaban de los ávidos esclavistas del sur, habían mamado el miedo cerval de una perra apaleada y ahora ladraban a las sombras del cielo…

Semejantes palabras bien podrían haber ensombrecido el rostro de Elade, pero este se limitó a sonreír con sorna, enseñando la dentadura entera. Después respiró lenta y profundamente.

—Todos los niños esclavistas murieron ya, ¿o es que ni tan siquiera disteis crédito a esos rumores? ¿Acaso mi nombre no significa nada aquí? Soy Elade Tharos, señor de la guerra de los sunyd y los rathyd. Señor de la guerra de los libres y de los que fueron esclavos. Ahora, las cabezas de mil niños esclavistas, cada una clavada en una lanza sunyd o rathyd, flanquean el victorioso camino a nuestras tierras natales. —Hizo una pausa, con el desprecio ardiendo fieramente en el gris de sus ojos—. Si es necesario, iré a buscar unos cuantos guerreros phalyd para este viaje al norte…

Y aquello bastó. A fin de cuentas, ¿qué iba a decir Elade Tharos a los odiados phalyd? ¿«Los uryd corrieron a sus cabañas y se negaron a escucharme»? Pero aunque no lo supiera, ya no tenía elección, pues el orgullo es el amo de todos los guerreros.

Quizá el caudillo de los rathyd fuera joven, pero de tonto no tenía un pelo.

—Las nieves eternas se están desprendiendo —dijo Karak Thord—, lo que supone un imposible por sí mismo. —Su expresión mostraba inquietud, pero no miraba hacia las lejanas montañas, sino hacia el lago—. Así que ya tenemos respuesta a la pregunta de adónde han ido. —Se volvió hacia Elade—. ¿Y este valle inundado? ¿Antes estaba así?

—No, Karak de los uryd. Por ahí discurría un río, sí, de aguas frías y cristalinas que fluían sobre cantos rodados, guijarros y arena, en cuyos meandros se ocultaba el oro. Se podía cruzar a pie, pues no llegaba más allá de la cadera.

—¿De qué tiempos me hablas? —preguntó Karak Thord.

—De los que vivió mi padre.

—¿Pudiste escudriñar los recuerdos de tu padre —dijo con un mohín desdeñoso la otra mujer que los acompañaba— para saber en qué siglo visitó este lugar por última vez?

—No, Tonith de los uryd, pues ya murió. Debes entender que mi familia, desde tiempos ancestrales, posee el don de la recolección de oro. Recorrimos esta cordillera hasta el último rincón, de formas en que no la recorrió ningún otro teblor. Todo el oro con que comerciaban los teblor lo había encontrado mi familia. —Se detuvo un momento y se encogió de hombros—. Yo debería haber seguido sus pasos, por supuesto, por lo que mi instrucción empezó pronto. Entonces llegaron los esclavistas, y los que logramos escapar tuvimos que abandonar el sur. Y cuando al fin nos creíamos a salvo nos asaltó un grupo de saqueadores que abatieron a mi padre.

La viuda Dayliss volvió a examinar al caudillo. Se le había secado la boca de repente.

—Esos saqueadores, señor de la guerra, eran uryd —dijo.

—En efecto —respondió en tono prácticamente monocorde.

—Los míos… —dijo Karak Thord, mirando a Elade con los ojos muy abiertos.

—Así es —dijo Elade—. No resultó difícil averiguar sus nombres. A fin de cuentas, ¿no siguen todos los uryd cantando las hazañas de Karsa Orlong, Delum Thord y Bairoth Gild? —Miró a Dayliss a los ojos—. Y tú, viuda con una hija nacida de la semilla de Bairoth, ¿te cuentas ahora entre los nuevos acólitos del Dios Fragmentado?

—Sabes demasiado sobre los uryd —respondió ella con una entonación marcadamente acerada.

Elade se encogió de hombros, aparentemente desechando a sus contertulios junto con el asunto de la conversación, y de nuevo centró su atención en el lago helado.

—Mira mejor —le dijo—. Ante nosotros se extiende no un lago, sino una ensenada. Allende las montañas del Paseo Divino, donde antes se encontraba la tundra, hay ahora un mar. Las tierras altas del oeste le impiden unirse al océano, pero al este se extiende por una tercera parte del continente. —Dejó de hablar de pronto e inclinó la cabeza—. ¿Qué sé de este continente? Más que ninguno de vosotros; no me cabe duda. Os imagináis un mundo pequeño, con esas montañas y valles, con las llanuras detrás, justo al sur, y más allá, un mar. Pero lo pequeño no es el mundo, sino el conocimiento que de él tenéis los teblor.

—¿Y no el que tienes tú? —Tonith Agra habló con voz dura, enmascarando el miedo bajo el desdén.

—Los antiguos esclavos tenían mucho que decir; todos sus conocimientos arrojaban luz. Además, he visto los mapas. —Dio una vuelta completa—. El muro de hielo contiene el mar. Estos dos últimos días hemos estado ascendiendo en paralelo. Hemos visto sus grietas, su decadencia. Hemos visto las antiguas bestias antaño atrapadas en el, nudos de piel putrefacta que afloran en el acantilado. Cada primavera emergen más, que atraen a cóndores y grajos, incluso a los Grandes Cuervos; el pasado ofrece un suntuoso festín a los carroñeros. Pero lo que vemos a la vez es el futuro. Nuestro futuro.

La viuda Dayliss había entendido el significado de las cumbres desnudas. El invierno del mundo estaba muriendo. Asimismo, había entendido la finalidad de aquel viaje: ver adónde había ido a parar el agua del deshielo; ver por qué no había llegado a las tierras más bajas, aún asoladas por la sequía. Ahora tenía que decir la verdad.

—Cuando se rompa ese dique de hielo…

—Cuando se rompa ese dique de hielo, guerreros uryd —interrumpió el señor de la guerra Elade Tharos, resistiéndose a que fuera ella quien lo revelara—, el mundo de los teblor se acabará.

—Hablas de un mar —dijo Karak Thord—. Así pues, ¿hacia dónde podemos huir?

—No me he limitado a aparecer entre los uryd —respondió Elade Tharos, sonriente—. He estado en otros lugares y, antes de que termine, me acompañarán todos los clanes de los teblor.

—¿A ti? —preguntó Tonith—. ¿Qué podrías ofrecernos? ¡El gran señor de la guerra rathyd, el liberador de los esclavos sunyd y rathyd, el asesino de mil hijos del sur! ¡Elade Tharos! ¡Por supuesto! ¡Ahora va a liderarnos en la guerra contra una inundación que ni los mismísimos dioses pueden detener!

Elade Tharos ladeó la cabeza, como si viese por vez primera a Tonith Agra. Sin duda habían cruzado pocas palabras desde que abandonaron el campamento de los uryd.

—Tonith Agra, tus miedos revelan su forma bajo una piel demasiado fina, y cada palabra que pronuncias muestra su débil latido. —Levantó una mano cuando ella fue a coger la espada de palosangre—. Escúchame, Tonith Agra. El miedo nos acecha a todos, y el guerrero que lo niegue es un insensato. Pero escucha con atención: si debemos sentir el viento helado del terror, es mejor que lo sintamos a la espalda.

Se quedó esperando.

La viuda Dayliss emitió un sonido, aunque ni ella habría sabido describir su significado. Después, lentamente, sacudió la cabeza.

—Crees seguir el camino del Dios Fragmentado, ¿no es así? Avanzar a su sombra. Los rathyd cuyo padre cayó bajo la espada de Karsa. O la de Delum, o la de Bairoth. Pero ahora te apartarás de esa sombra, y la gloria de aquello que vas a encabezar relegará a la oscuridad al Dios Fragmentado.

—Aquí está la gloria que busco, viuda Dayliss —respondió Elade Tharos, encogiéndose de hombros—, y si el Dios Fragmentado tiene un papel que desempeñar, será en el extremo de mi espada. Tonith Agra está en lo cierto: no podemos declarar la guerra a una inundación. Llegarán las aguas y nuestras tierras se ahogarán. Pero el ahogamiento de las tierras de los teblor no será sino el nacimiento de la riada. ¿No lo entiendes aún?

—Oh, sí, señor de la guerra Elade Tharos —dijo asintiendo—. Esa inundación bajará desde nuestras cordilleras e inundará las tierras meridionales, donde residen los niños esclavistas, hasta acabar con todos ellos.

—No será la inundación. —Elade Tharos sacudió la cabeza—. Seremos nosotros.

De repente, el arma de Karak Thord estaba desenvainada. Se situó frente a Elade Tharos y se arrodilló con la espada de palosangre entre ellos, paralela a la tierra y apoyada en sus palmas volteadas—. Soy Karak Thord de los uryd. Guíame, señor de la guerra.

—Hecho. —Elade, sonriente, tocó la hoja.

Al cabo de un momento, Tonith Agra hizo lo mismo y, pese a su reciente enfrentamiento, el señor de la guerra la aceptó sin siquiera un atisbo de vacilación.

La viuda Dayliss apartó la mirada, aunque supo que el rathyd se volvía hacia ella y aguardaba, expectante. No podía ni quería negarlo. Un indómito fuego le recorrió las venas. Tenía el corazón desbocado. Pero contuvo la lengua el tiempo suficiente para escudriñar el lejano sur.

—Sí —murmuró Elade Tharos, que de repente estaba junto a ella—. Antes del agua llegará el fuego.

—Quizá fuera mi marido quien mató a tu padre.

—No fue él. Con mis propios ojos vi a Karsa Orlong abatirlo. De entre todos los hombres rathyd, fui el único en sobrevivir al ataque.

—Ya veo.

—¿De verdad? Dime, ¿dónde está ese Dios Fragmentado? ¿Karsa Orlong ha regresado a su tierra natal? ¿Ha aparecido para reunir a la sangre de su sangre, a sus nuevos seguidores? ¿Ha emprendido la gran guerra contra los sureños? No. No ha pasado nada de eso. Dime, viuda Dayliss, ¿por qué te aferras a tan vana esperanza?

—Bairoth Gild decidió combatir a su lado.

—Y ese privilegio conllevó su muerte —respondió Elade—. Te aseguro que yo no seré tan descuidado con quienes juren seguirme.

—¿No caerá nadie? —La viuda dejó escapar un sonido de inconfundible sarcasmo—. Así pues, ¿qué clase de guerra imaginas? Cuando viajemos al sur, señor de la guerra, ¿no nos pintaremos el rostro de negro, gris y blanco?

—¿Para ir en pos de nuestra muerte? —Elade levantó las cejas—. Pretendo que ganemos, viuda Dayliss.

—¿Contra el sur? —Los demás miraban y escuchaban—. Dices que has visto los mapas. Yo también los vi, cuando la primera hija de Karsa volvió con nosotros. No podemos derrotar al Imperio de Malaz.

—Ciertamente, no tengo una ambición tan desmedida —dijo entre risas—, pero te diré una cosa: el poder del imperio en Genabackis es más débil de lo que supones, sobre todo en las tierras de los genabarii y los nathii.

—Esa distinción no cambia nada —dijo ella, negando con la cabeza—. Si queremos llevar a los nuestros al sur, en busca de un lugar habitable que quede a salvo de la inundación venidera, tendremos que acabar con todos ellos. Con los malazanos, con los nathii, con los genabarii, con los korhivi.

—En efecto, pero tan solo los malazanos aúnan a todos esos pueblos como un único enemigo en los campos de batalla. Donde saldremos a su encuentro y los derrotaremos.

—Somos saqueadores, Elade Tharos, no soldados. Además, somos muy pocos.

Elade suspiró.

—Tus reparos no harán flaquear mi ánimo, y me gustaría oír tu voz en el consejo bélico. ¿Somos muy pocos? Sí. ¿Estaremos solos? No.

—¿Qué quieres decir?

—¿Vas a hacer el juramento, viuda Dayliss? ¿Alzarás tu espada de palosangre para que ponga la mano en ella? De lo contrario, nuestra conversación debe acabar aquí y ahora. A fin de cuentas —añadió con una leve sonrisa—, aún no estamos en un consejo bélico. Si tienes dudas, prefiero que con ellas des voz a todos aquellos que las comparten pero guardan silencio.

—Lo haré —dijo Dayliss, desenvainando la espada—. Pero debes entenderme, Elade Tharos: las hijas de Karsa Orlong han viajado innumerables veces desde nuestras tierras hasta el lugar donde se encuentra su padre, el Dios Fragmentado.

—Pero él jamás movió un dedo.

—De momento está tomando aire, Elade Tharos.

—Pues estoy deseando oír su grito de guerra, viuda Dayliss.

«No lo creo», pensó ella, pero guardó silencio. Después hincó una rodilla en el suelo y sostuvo en alto su espada de madera.

—Soy la viuda Dayliss de los uryd. Guíame, señor de la guerra.

El sol había alcanzado el cénit. De la amplia ensenada cubierta por el hielo, un brazo del brumoso mar interior, surgían unos crujidos que rompían el silencio. Estaba empezando a descongelarse. Del muro de hielo, ahora a su derecha, llegaba el rumor del agua, entre las columnas de hielo verdes y azules. Era el mismo sonido que les había llegado todas las tardes durante su ascenso, a la hora de más calor.

En las cordilleras del sur, los clanes estarían complacidos con aquella escorrentía propia de la estación. «Este verano —dirían—, la sequía llegará a su fin, ¿lo veis? No había motivos para preocuparse».

Pronto, la viuda era consciente de ello, esas minucias perderían cualquier importancia. Cuando el señor de la guerra se presentara entre ellos con la promesa de venganza contra los odiados niños sureños. Con la promesa de la guerra.

Cuando él, al final, tocó la espada y pronunció las palabras de aceptación, Dayliss se puso en pie.

—Consideremos este nuestro primer consejo bélico —dijo tendiendo una mano.

—Dayliss, no creo que sea… —empezó a decir Karak Thord.

—Claro que es el momento —interrumpió la viuda, mirando a Elade a los ojos—. Hay un secreto, señor de la guerra, que los cuatro debemos acordar; un silencio que juraremos no romper.

—¿Qué secreto? —se interesó Tonith.

—Lleva a todos los clanes teblor la promesa de una guerra contra los hijos del sur —dijo Dayliss, sin apartar la mirada de Elade—. Háblales de venganza. Háblales de represalias por todos los crímenes que esclavistas y cazarrecompensas infligieron a nuestro pueblo. Háblales de los nuevos asentamientos con que se iban apoderando de nuestros territorios. Háblales de tus victorias del pasado. Gánatelos, señor de la guerra, hablándoles de sangre y de gloria.

—¿Y la inundación? —Tonith se interpuso entre ellos—. ¡Esa revelación debería bastar!

—Puede que muchos prefieran no dar crédito a nuestras palabras —replicó Dayliss—. Sobre todo en los clanes más distantes, que quizá se sientan a salvo con sus estaciones invariables y no conozcan las tribulaciones de la escasez.

Todos pasaron un rato en silencio, pero el desplazamiento del hielo volvió a dejarse oír. Entonces, Elade Tharos asintió.

—Estoy dispuesto a hacer lo que propones, pero no puedo ganarme a los clanes por mí mismo.

—Eso es cierto, y es por eso por lo que nosotros tres estaremos a tu lado: rathyd, sunyd y uryd. Ese detalle servirá para que nos presten oído.

—Si consiguiéramos un phalyd —intervino Karak Thord con un gruñido—, las montañas se estremecerían maravilladas.

—Karak de los uryd —dijo Elade Tharos, volviéndose hacia él—, hay phalyd entre mis seguidores. Por tanto, seremos rathyd, sunyd, uryd y phalyd. —Se volvió de nuevo hacia la viuda Dayliss—. Sabiduría. Juremos silencio y guardemos este secreto, hasta el momento en que los cuatro decidamos que debe ser revelado. —Fue mirando a los demás, y uno por uno asintieron. Incluso Tonith Agra.

Fue entonces cuando emprendieron el descenso.

Mientras, el agua tronaba en cavernas invisibles, tras las relucientes paredes de hielo, y el calor creciente del sol arrancaba vapor de las rocas.

Libro primero. Nudillos

LIBRO PRIMERO

Nudillos

Se dice que, cuando huyeron los incapacitados, los heridos y los jóvenes, se trazó una línea a sus espaldas por el estrecho paso. Doce adultos teblor, blandiendo las armas que lograron encontrar, se aferraron a los últimos fragmentos de la cadena partida y clavaron el último eslabón profundamente en la roca. Después, atados por el tobillo a sus cadenas, plantaron cara a la fiereza de los esclavistas y sus lacayos, al ejército que pretendía recuperar en carne su riqueza.

No es posible comprobar, por supuesto, si esto ocurrió

en verdad. Aun así, podemos afirmar que los teblor liberados consiguieron escapar, lo que puso fin a la institución de la esclavitud en la provincia de Malyn, en la región malazana de Genabackis, lo que a su vez supuso la caída del último bastión de comercio humano.

Sin embargo, apenas tres años después, Valard de Tulips consigna una curiosa anécdota sobre el paso de Teblor en su

Geographa ’ta Mott, donde habla de un montón de huesos en la sección más estrecha del paso; más allá de una cuesta se encontraron más huesos aún. «Pareciera —escribió la autora— que mil hombres hallaron la muerte combatiendo contra una sola línea de defensores».

También cabe reseñar que es muy posible que Valard, como devota de la Mística de la Negación, no estuviera al tanto de la rebelión de los esclavos de Malyn ni de la leyenda local del Baluarte Encadenado.

Historia de Gaerlon, vol. IX
Gran Biblioteca de Nuevo Morn

Capítulo uno

CAPÍTULO UNO

No hay admonición más aciaga que un infausto comienzo.

Proverbios de los necios

THENYS BULE

Guarnición del Traspié, cruce de Culvern, este-nordeste de Puente Maly, Genabackis

Un cielo pálido, digno de un mundo sin colores. Aún no había llegado el cambio de estación. A ambos lados de la calzada adoquinada que conducía al fuerte y, después, al pueblo apelotonado a uno de sus flancos, crecían matorrales que formaban un amasijo de ocres, rojos apagados y amarillos aún más mortecinos. Al fin habían salido los brotes, y en las zanjas de drenaje y los campos que se extendían más allá, donde antes había hielo, había ahora agua amontonada en charcos grisáceos y lagunas poco profundas que reflejaban el anodino cielo.

En algún momento dijo alguien, aunque Oams no recordaba quién fue, que el mundo reflejaba el cielo como un espejo de hojalata arañada, abollada y picada que parecía hacerle burla. Algo quería transmitir, sin duda, con aquella observación. Era curioso que las frases sin sentido perdurasen en la memoria, mientras que todas las verdades acababan olvidadas, abandonadas en pos de aquello de poca relevancia.

Cualquier soldado que negase el afán de peligro era un mentiroso. Oams estaba en las filas desde los quince años. Veintiuno después, llevaba toda su vida adulta huyendo de aquella verdad. Aunque no era la única, ni mucho menos, todas las demás verdades inconsecuentes aguardaban a su sombra. El adicto siempre se sentía culpable de su placer, eso era seguro; la culpa era el acosador que siempre se cernía a su lado cuando observaba un cadáver que, si las cosas hubieran salido mal, podría haber sido el del propio Oams. La vida era más fácil, reflexionó, para aquellos que mataban a su miedo y podían quedarse mirando su rostro sin sangre, esperando a que descendieran las pulsaciones y se normalizara la respiración.

Y mañana sería otro día, otro miedo, otro rostro, y el alivio le recorrería las venas como la droga más ansiada.

Era soldado y no concebía ser nunca nada más. Moriría en un campo de batalla, mostrando a su enemigo un rostro sin sangre, y probablemente en el último momento vería al acosador del enemigo. Porque todo el mundo sabía que la muerte era una verdad que no tenía escapatoria.

A su espalda se extendía el bosque septentrional. Su montura estaba agotada y no le convenía la inacción, ya que se le agarrotarían los músculos, pero Oams se quedó inmóvil en la silla. Un rato más no supondría la muerte de ninguno de los dos, o eso esperaba. Al menos el tiempo suficiente para que le descendieran las pulsaciones y se le normalizara la respiración.

Pero a la vista de un espíritu que surgía de los adoquines para alzarse ante una persona, no había forma de saber qué maldades tendría en mente. Sería un error confundir la brujería y sus entresijos con los mundos invisibles donde los muertos estaban cualquier cosa menos solos. Y el panteón de dioses y ancestros, enjaulados en sus templos, surgiendo y feneciendo mientras una etapa daba paso a la siguiente, eran de un reino distinto del de aquellas fuerzas primigenias inarticuladas que acechaban en la naturaleza y otros lugares olvidados.

Ante él, un alto espectro prácticamente desprovisto de forma, apenas humano, de contornos vagos y elusivos; su centro, una mancha oscura recorrida por jirones que se agitaban como atrapados. Todo ello incoloro como el cielo, incoloro como los lagos y los charcos.

Oams había estado esperando a que dijera algo, sorprendido de que el caballo no le prestara la menor atención. Y a medida que se prolongaba el momento, su mente vagaba por campos de batalla anteriores, en especial el último, preguntándose si no se le habría escapado algún detalle. Algo como su propia muerte. A fin de cuentas, ¿sabrían los muertos que lo estaban? ¿Habría desechado algún recuerdo en un espasmo de terror y contrición? ¿El ardor de una lanza que le atravesaba el pecho? ¿El dolor insoportable de una herida en el abdomen, de una raja de oreja a oreja, de una hemorragia en el muslo?

—Entonces, ¿es eso? ¿Estoy muerto?

El caballo movió la oreja izquierda, alerta, a la espera de sus siguientes palabras.

La respuesta de la aparición fue inesperada. Revoloteó hacia él hasta llenarle el campo visual, una maraña caótica de algo que se arremolinaba y lo golpeaba desde todos los lados, un abrazo que lo atravesó, un estremecimiento, y después un escalofrío que lo recorrió como una ola. Lo sintió pasar por encima, a su alrededor y a través de él.

Y entonces desapareció.

Oams, parpadeando, miró en derredor. Nada más que el mundo apagado e incoloro, una fresca mañana de principios de primavera, el débil sonido del agua corriente, una brisa casi imperceptible. Bajó la vista lentamente a la calzada, al lugar donde había surgido la aparición, y sus ojos se centraron en un solo adoquín, manchado de barro pero, de algún modo, distinto de todos sus acompañantes.

—Mierda.

Desmontó, dio unos pasos inestables en la resaca del abrazo y después se agachó frente a la piedra para frotar su superficie; la despejó de cualquier rastro de agua embarrada hasta revelar un rostro tallado. Ojos redondos, vacíos, unas rayas que formaban un triángulo alargado a la altura de la nariz y una boca curvada hacia abajo.

—A la mierda Genabackis —murmuró—. A la mierda el bosque de Culvern, a la mierda los muertos y enterrados, a la mierda los espíritus, dioses y espectros olvidados, a la mierda todo lo demás. —Se puso en pie y volvió hacia su caballo, que esperaba plácidamente, pero se detuvo al recordar el éxtasis del escalofrío—. Pero sobre todo, fueras quien fueras, si querías joderme, ¡a la mierda!, jodamos todos.

En la linde norte del campamento había un cementerio abandonado, una extraña mezcla de panteones circulares y túmulos para urnas, pero sobre todo plataformas hundidas y ladeadas que guardaban testimonio de antiguos ritos, olvidados mucho tiempo atrás, practicados por pueblos igualmente olvidados. Cuando el tercer ejército de Malaz construyó la fortificación, allá por los tiempos de la conquista, la trinchera y el terraplén se habían adentrado en el cementerio, donde las lápidas variopintas rodeaban la planicie trazada por los ingenieros. Algunas de ellas, junto con los ladrillos y las plataformas, se emplearon como cimientos de lo que comenzó como una muralla de madera, pero más tarde fue de caliza con mortero. Los huesos desenterrados habían quedado dispersos por aquí y por allá, entre las altas hierbas que flanqueaban la trinchera y la zanja; algunos aún eran visibles, astillas blanqueadas que surgían de la maraña de tallos.

Había sido un trabajo descuidado, pero la necesidad es un amo implacable. Además, el maldito cementerio estaba en mitad de ninguna parte, a leguas de la localidad más cercana, con solo un puñado de aldeas y asentamientos a medio día de marcha, aunque no era que sus habitantes visitaran el osario, pues todos ellos insistían en que suyo no era.

En la linde norte del fuerte estaba el nuevo cementerio, con pequeñas criptas rectangulares de piedra, al estilo genabarii, y una fosa común que contenía los huesos enmohecidos de unos cuantos soldados malazanos, sobre los que crecía un pequeño bosque. Junto a aquel cementerio se alzaba la muralla del fuerte, atravesada por una nueva puerta, y rodeaba el resto la nueva localidad surgida del puesto avanzado del imperio.

Las tierras que se extendían allende la muralla oriental se mantenían como campos de entrenamiento y forrajeo; estaba prohibido asentarse en ellas, aunque se permitía llevar rebaños a pastar para impedir que la maleza las invadiera.

El fuerte se había construido a cien pasos del río Culvern. A lo largo de los decenios transcurridos, las riadas primaverales habían ido empeorando paulatinamente, y ahora la orilla quedaba a menos de treinta pasos de la muralla occidental. En esta estrecha franja había acampado la Segunda Compañía de la Decimocuarta Legión.

El sargento se había apartado del agua corriente, como tenía por costumbre todas las mañanas, ya que odiaba su sonido. Caminando hacia el interior y dejando el fuerte a su derecha, se adentró en la maleza del cementerio abandonado y recordó la primera vez que lo había visto.

Estaban ensangrentados tras un encontronazo inesperado con la Guardia Carmesí, y las noticias que llegaban del sur habían convertido en maldición el nombre de Perronegro. Uno de los problemas era que los abrasapuentes se habían dividido; enviaron dos compañías al sur, a prestar apoyo al segundo ejército, al nordeste, mientras que el resto descendió hacia Mott.

El sargento se sentó en una plataforma pétrea levemente inclinada y se quedó mirando, más allá del terraplén, hacia la recia muralla de sillares del fuerte. Recordó los tiempos en que no era sino madera y escombros. Recordó los lumbagos sufridos mientras compaginaba la espada y la piqueta, partiendo lápidas mientras los madereros talaban un bosque entero para levantar los primeros muros.

Por aquella época el aire era más puro, o quizá fueran imaginaciones suyas. Era un territorio más indómito, al margen de la civilización. En aquellos primeros días, los abrasapuentes vivían una pesadilla tras otra; así pues, la esperanza seguía viva, pero cada vez más débil.

Más adelante, la paz había extendido su sofocante manto, acogedor para comerciantes, taberneros, artesanos, pastores, labriegos y demás. La piedra sustituyó a la madera y en el páramo surgió un pueblo. Nada de aquello le parecía real, y tampoco lo era su aspecto.

Ni siquiera esperaba volver por allí, a un lugar donde en dos ocasiones había clavado una lanza en la tierra, primero para construir un fuerte y después para cavar una zanja en la que vio precipitarse a amigos teñidos de rojo. La lealtad de soldado había muerto de mil cortes hasta que le pareció que no tenía forma de reencontrarla ni hacia un imperio ni hacia un comandante, ni siquiera hacia una fe. Había visto escabullirse a sus compañeros; deserciones incluso entre los afamados abrasapuentes, demasiado trastornados y solitarios dentro de sus mentes para mirar a los ojos a nadie. Había estado rematadamente cerca de escabullirse también él.

Años después y lejos, al sudeste, en las lluviosas inmediaciones de Coral Negro, el puño supremo Dujek Unbrazo disolvió oficialmente a los abrasapuentes. El sargento recordaba aquel momento, de pie bajo el chaparrón, escuchando el fragor del agua que caía del cielo, del mortalmente herido Engendro de Luna, que flotaba prácticamente sobre ellos. Un sonido que había llegado a odiar.

Debería haber hecho como los demás, como los pocos que quedaban. Debería haberse marchado. Pero no era de los que se asentaban; ni siquiera las tentadoras delicias de Darujhistan podían retenerlo. Así pues, estuvo vagando, dando tumbos, preguntándose por qué lo acechaba el concepto de lealtad.

¿Resultó sorprendente que, de nuevo, acabara en las filas de Malaz? ¿Había cambiado algo? Los pelotones de infantes de marina parecían inalterados, pese a la interminable sucesión de caras, voces, historias y todo lo demás. Los comandantes iban y venían, algunos mejores y otros peores. Los años de destinos pacíficos estaban tachonados de sucios encontronazos, la incansable e inagotable oscilación. Ahora se daba cuenta: siempre era igual. El Imperio de Malaz tocaría a su fin, estaba convencido, cuando cayera el último infante en algún campo de batalla inútil de los confines de ninguna parte.

No; nada había cambiado ahí fuera. Pero dentro, dentro del último abrasapuentes que aún servía al imperio, era distinto.

Coral Negro. Después de las lluvias, después de haberse cepillado la sal blanca de los hombros del jubón de cuero y haber apartado los ojos secos de lo que había sido, sin llegar a atisbar en qué se convertiría, se dirigió a un túmulo. Un montículo resplandeciente, centelleante como si concentrara toda la riqueza del mundo, donde dejó su sello de plata y rubíes, su puente abrasado lamido por el fuego.

Era extraño que un hombre al que jamás había conocido hubiera podido cambiarlo hasta tal punto. Un hombre que, según le habían dicho, dio su vida para redimir a los t’lan imass.

«Itkovian. Tú, el del único gesto airado, el de la terrible promesa. ¿Imaginaste en qué te convertiría? Lo dudo. No creo que lo atisbaras en aquel preciso momento, el Embozado lo maldiga, en que con la mirada despejada fuiste y perdonaste lo imperdonable».

No sabía mucho de aquello por entonces, pero en su vagar sin rumbo cerró un círculo hasta acabar por volver a Coral Negro, a ver en qué había quedado el lugar en que murieron los abrasapuentes. Y se había topado con el nacimiento de un dios, de una fe, de un sueño vano.

«Seguiste sin parpadear, ¿no es cierto? Recién nacido, recibiste la inminencia de la muerte con tan solo una sonrisa irónica. Mientras tantos de nosotros nos adelantamos dispuestos a defenderte, impulsados por una extraña lealtad, no hacia ti, sino hacia una idea, hacia lo que representabas».

Ningún extremo al que llegaran el maltrato, las sensaciones, la emoción, el terror o el deseo; ningún lugar de ningún mundo, real o imaginado, podía descartar ni denegar aquel idílico apremio.

Redención.

Esa era una lealtad que ningún mortal podía sacudirse, una necesidad a la que ningún mortal podía evitar regresar más tarde o más temprano, cuando todas las distracciones se tornaran quebradizas y huecas, cuando una larga vida se acercase a su fin.

A lo largo de todos sus años, primero como soldado entre soldados, luego como vagabundo entre desconocidos, escudriñó un verdadero mar de rostros, y en todos y cada uno de ellos vio lo mismo. Muchas veces oculto, pero nunca lo suficiente; muchas veces negado, con abierto desafío o incómoda falta de confianza. Muchas veces embotado por el humo o el alcohol.

«Anhelos. Búscalos en cualquier multitud y los encontrarás. Píntalos del color que prefieras: aflicción, nostalgia, melancolía, recuerdos; no son sino sabores, reflejos poéticos.

»Y es aquel que porta la redención en sus manos quien responderá a nuestros anhelos. Pero solo si se lo pedimos».

Pero resultó que no estaba dispuesto, y aunque lo hubiera estado, ¿cómo habría sido? ¿Cómo habría salido?

«¿Qué queda cuando al fin se aplacan los deseos?». ¿Había que temer la salvación? ¿Suponía la desaparición del último motivo para vivir? El anhelo de redención, ¿sería idéntico al anhelo de muerte? ¿O se trataba de opuestos enfrentados?

A lo lejos, un movimiento llamó su atención, y vio a Oams, su espada nocturna , que se acercaba a caballo por oriente. Así pues, ese trabajo estaba hecho, pero aun así valdría la pena oír la crónica de primera mano, antes de que los congregaran.

El sargento se puso en pie, con las manos en las caderas, mientras arqueaba la espalda. Dos días atrás, no lejos de allí, había estado cavando otro hoyo. Rostros familiares cubiertos por la tierra. «Buenas noches, a todos y a cada uno».

Cuando Oams divisó a su sargento entre las viejas tumbas, sacó a su montura del camino y cabalgó hacia él. En honor a la verdad, seguía pensando en aquella aparición, de la que costaba apartar la mente. Jamás le había ocurrido nada semejante. Debería estar aterrorizado, pero no era así. Debería estar sobrecogido por su abrazo, pero no lo estaba. Y era posible que aquella cara de piedra, caída al suelo y ahora parte de una calzada adoquinada del imperio, no hubiera tenido nada que ver con el espectro.

Había estado pensando en el ansia del soldado, en aquella luz fría en los ojos; en los problemas que tenían los soldados cuando al fin enterraban la espada. Y había sido el hombre que lo esperaba en los límites del cementerio quien había despertado tales pensamientos. El hombre que había pasado demasiado tiempo en el ejército y no tenía otro lugar adonde ir.

Oams refrenó al caballo y desmontó. Con él de las riendas, caminó al encuentro de su sargento.

—Era lo que suponías, Eje.

—¿Y bien?

—Resuelto —respondió Oams, y se encogió de hombros—. La verdad es que yo no he hecho gran cosa. Ya estaba exhalando sus últimos alientos. La furia era lo único que lo mantenía con vida. De hecho, es posible que haya intentado darme las gracias por matarlo, pero la sangre de la boca le impedía articular palabra.

Eje, con un rictus, apartó la mirada.

—Es una idea reconfortante.

—Eso he pensado —dijo Oams con naturalidad, y volvió a encogerse de hombros—. Bueno, será mejor que lleve el caballo al establo. Y después me voy a la tienda, a dormir como un…

—Aún no —interrumpió el sargento—. El capitán nos ha convocado.

—¿Más putas órdenes? Acaban de darnos una buena paliza. Aún estamos lamiéndonos las heridas e intentando no mirar los asientos vacíos. Solo quedan tres putos pelotones en la compañía, ¿y quieren que volvamos al combate?

Eje se encogió de hombros.

Oams guardó silencio un momento, observándolo, y luego miró a su alrededor.

—Este lugar me pone los pelos de punta. Quiero decir, una cosa es ver cadáveres en el campo de batalla; todos han caído en poco tiempo, el trabajo de media jornada. Es el papel que nos toca desempeñar, y más nos vale sentirnos cómodos en él, ¿no es así? Pero los cementerios… Generaciones de muertos, unos encima de otros, encima de otros, y así durante siglos. Es deprimente.

—¿Tú crees? —preguntó Eje, mirando a Oams con una expresión inescrutable.

—Huele a… No sé, ¿futilidad?

—¿Y por qué no a continuidad?

—Sí, a la continuidad de la muerte. —Oams se estremeció, y vaciló antes de preguntar—: ¿Alguna vez piensas en los dioses, sargento?

—No. ¿Debería?

—Bueno, ¿fueron ellos quienes nos crearon? Y si fue así, ¿para qué coño? Y por si no fuera bastante con eso, ¿después se dedican a inmiscuirse en nuestros asuntos? ¿No pueden largarse y dejarnos a nuestro aire? Como una puta carabina que se niega a irse de la fiesta, y ahí estás ardiendo de deseo mutuo con una belleza, los dos buscando unos arbustos tras los que ocultaros, y… —Al ver la mirada de incredulidad de su sargento, Oams desechó el pensamiento; se pasó la mano por la cara y sonrió con timidez—. Por Iskar, sí que estoy cansado.

—Estabula al caballo, Oams —dijo Eje—. Igual tienes tiempo de tomar un bocado antes de la reunión.

—Sí, eso haré.

—Y has cumplido bien tu… misión.

Oams asintió y volvió a su montura.

El sol era de un blanco más intenso en el blanco cielo; aún no había llegado el mediodía. El agua del deshielo que corría por la estrecha trinchera paralela a la muralla resonaba de fondo. El gallo que había estado cantando desde el amanecer emitió un sonido ahogado y cayó en un silencio sobrecogedor.

Aguascalmas observaba al corpulento soldado que se embutía en la cota de malla. Una vez más, los eslabones de hierro se engancharon a varias mechas de su pelo largo y sucio, arrancándoselas de la cabellera, de modo que, en su torso, flotaban guedejas rubias sobre el metal azulado. Aunque jamás emitía un quejido en el proceso, los tirones eran suficientemente fuertes para enrojecerle el rostro marcado de viruelas y anegarle los ojos.

Con la cota ya puesta, colgando de sus hombros caídos, recogió el cinto de la espada. Por algún motivo, también había mechas de pelo rubio rojizo enganchadas a los remaches de bronce de la vaina. Se anudó el cinto por encima de las caderas y se detuvo a rascarse la nariz, aplanada y torcida, aprovechando para enjugarse una lágrima del ojo izquierdo con disimulo. Dedicó otro momento a pasarse las manos por las desgastadas calzas de cuero y luego se volvió hacia ella.

—Por la cojera de Iskar, Folibore; solo tenemos que ir a pie a la tienda de la comandancia. —Aguascalmas señaló la zona de reunión, al otro lado del complejo—. Ahí la tienes, no se ha movido.

—Siempre he opinado que la preparación es la salvación del soldado. —Folibore escudriñó el lugar que señalaba Aguascalmas—. Además, los caminos más traicioneros son los que más fáciles se nos antojan. ¿Debería ir a buscar a Manta? Está en la letrina.

Aguascalmas torció el gesto. Manta la ponía nerviosa.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí?

—Y quién sabe cuánto pasará —respondió Folibore encogiéndose de hombros.

—¿Por qué? ¿Qué mosca le ha picado?

—Nada. Ya te lo he dicho: está en la letrina. —Hizo una pausa—. Dentro de la letrina. Se le ha caído el amuleto que le dio su abuela.

—¿El de la inscripción? ¿Ese en el que pone «Maten a este chico antes de que crezca»? ¿Quién querría conservar algo así? Manta no está bien de la cabeza, te lo digo yo.

Folibore, incómodo, volvió a encogerse de hombros.

—Da igual —dijo Aguascalmas—. Vámonos. No creo que al capitán le haga gracia que Manta se presente cubierto de mierda.

—No prestes oído a los demás —dijo Folibore—. Yo, por mi parte, aprecio tu ingenio natural.

—Mi ¿qué?

—Tu ingenio natural.

Aguascalmas lo miró con extrañeza. Los pesados eran raros como ellos solos. ¿Qué tenían esas bestias con cota de malla de todos los pelotones, que los hacía tan extraños? A fin de cuentas, solo tenían una tarea: meterse de cabeza en cualquier escaramuza que se les acercara, capear el temporal y devolver los puñetazos. Muy sencillo.

—Ni siquiera tendrías por qué saber leer.

—¿Ya estás otra vez con eso, Aguascalmas? Escucha: leer es fácil; lo difícil es saber qué hacer con esas palabras en la cabeza. Piénsalo. Diez personas podrían leer las mismas malditas palabras y extraer de ellas diez interpretaciones diferentes.

—Uh.

—De lo que se deriva la norma de no impartir órdenes por escrito a los pesados.

—Porque os desconciertan.

—Eso mismo. Nos quedamos atrapados en todas esas permutaciones, matices, inferencias y suposiciones. Todo eso es muy problemático; a fin de cuentas, ¿qué quiere decir el capitán realmente? Cuando escribe, digamos, «Avancen hacia el frente», ¿a qué frente se refiere? ¿Y si me topo con un prestamista y acaba poniendo precio a mi cabeza? Sería más exacto «Retírense al frente», ¿no te parece? Si recibiera esa orden en persona, claro.

Aguascalmas volvió a mirarlo. Demasiado grande para servir de solaz; unas cejas huesudas y una cabeza tirando a cuadrada con parches de pelo largo; un rostro aplanado, cubierto casi por completo por la barba que enmarcaba la narizota aplastada; unos pequeños ojos azules de pestañas delicadas.

—¿Quieres decir que eso fue lo que le pasó al Primer Pelotón? ¿Que los infantes de marina pesados recibieron órdenes por escrito y eso los llevó a la muerte?

—No digo que fuera ese el destino del Primero —replicó—. Solo es una de tantas posibilidades, y es probable que tú tengas más información que yo.

—Y tú, Folibore, ¿qué piensas que le pasó a ese pelotón?

—¿Me lo preguntas a mí? ¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo podría saberlo nadie?

—Alguien lo sabrá —contestó Aguascalmas con un mohín.

—Eso dices siempre. Escucha: olvídate del Primer Pelotón. Desapareció. Todos encontraron la muerte. Fue una verdadera escabechina.

—¿Qué clase de escabechina?

—Verdadera, obviamente.

Se acercaban a la tienda de comandancia cuando, por un lateral, apareció el cabo Piscolabis y los interceptó.

—Precisamente a vosotros os estaba buscando.

Aguascalmas encogió el gesto ante la mirada que le lanzó Folibore. Él y sus advertencias sobre los caminos fáciles.

Piscolabis se esforzaba por abrocharse el cinto, manoseándose maravillado la prominente barriga como si se hubiera sorprendido de encontrársela.

—¿Y Manta? —preguntó—. Necesitamos a todo el pelotón. El capitán espera.

—Está en la letrina —dijo Aguascalmas—. Nadando en mierda y meados, en busca de su amuleto.

—¿El que lleva metido en el culo?

—Pues no me extrañaría —respondió Aguascalmas.

—¿El que una vez disparó por el culo, envuelto en llamas?

—El mejor pedo flamígero que he visto en mi vida —dijo Folibore, asintiendo con solemnidad—. Seguro que sigues sintiendo habértelo perdido.

—No exactamente —dijo Piscolabis—. Bueno, pues id a buscarlo. Los dos; así no habrá peleas.

—Entonces llegaremos tarde los tres —señaló Folibore—. Quizá deberías replantearte esa orden, ya que aumentaría el retraso general. Entre que un soldado no esté aquí ahora mismo y que no estén tres… Faltaría la mitad del Cuarto Pelotón.

—Más de la mitad —dijo Aguascalmas—. Hace días que nadie ve a Anyx Fro.

—¿Anyx sigue en nuestro pelotón? —preguntó Piscolabis, levantando las gruesas cejas—. Yo creía que la habían transferido.

—¿La transfirieron? —preguntó Aguascalmas.

—¿No la transfirieron? —Las cejas de Piscolabis se juntaron.

—¿No llegó una orden de arriba?

—Yo no vi ninguna orden. —Piscolabis extendió las manos—. ¡Y ahora han transferido a Anyx Fro!

—No me extraña que no ande por aquí —dijo Folibore.

—Un momento, Piscolabis —dijo Aguascalmas—. Si eres nuestro cabo, ¿cómo es que no tienes noticia de ninguna orden de transferencia? No es como si nuestro sargento nunca nos dijera nada.

—¡Eso mismo! —Piscolabis la miró con incredulidad, mientras su rostro carnoso se enrojecía—. ¡Eso es exactamente lo que pasa, bruja sin sesera! ¡Nunca nos dice nada!

—En cualquier caso, faltaríamos más de la mitad —insistió Aguascalmas—. No le falta razón al pesado. ¿Qué miembros del Cuarto asistirían? El cabo y el sargento, mientras los demás nos bañamos en la puta letrina. ¿No quedará mal el sargento cuando deba encogerse de hombros ante la ausencia de su pelotón?

—Oh, Aguascalmas —dijo Folibore—. Deberías saber que estoy desternillándome por dentro.

—¿Qué?

—Tienes una expresión tan inocente en ese rostro tan dulce… ¡Oh, mira! —añadió, mirando por detrás de su compañera—. Aquí la tenemos.

Aguascalmas y Piscolabis se volvieron y vieron a Anyx Fro, que caminaba en zigzag hacia ellos. El cabo dio un paso al frente.

—¡Anyx! ¡Ven aquí, maldita sea!

No avanzó precisamente en línea recta, pero fue un buen intento. Estaba pálida; claro que siempre lo estaba. No obstante, tenía los ojos un poco más caídos que de costumbre. Y es que Anyx Fro tenía la desgracia de ser enfermiza.

—Pobre Anyx —dijo Aguascalmas cuando la mujer se les unió.

—¿Cómo que pobre yo? —preguntó Anyx—. Y además, ¿por qué me miráis todos?

—Según el cabo Piscolabis, te habían transferido —le dijo Folibore.

—¿En serio? Oh, gracias a los dioses.

—¡No! —dijo Piscolabis—. No te han transferido, maldita sea. Pero llevas varios días desaparecida.

—De eso nada. He sabido dónde estaba en todo momento. Escuchad, ¿no había órdenes de que se reuniera toda la Compañía Miserable?

—No nos gusta ese nombre —dijo Piscolabis.

—¿A quiénes? —preguntó Anyx—. No será a los que nos llamamos Compañía Miserable, desde luego. Que somos prácticamente todos, mi cabo.

La charla se interrumpió cuando el sargento Maniobras salió de la tienda de comandancia.

—Ya estamos todos, mi sargento —dijo Piscolabis, repentinamente acalorado—, excepto Manta, que está en la letrina cagando amuletos. Quiero decir…

—Quiere decir que Manta está en el cagadero —intervino Aguascalmas, apiadándose de él.

—Oh —dijo Folibore—. Te adoro, Aguascalmas.

—¿Qué? ¿Qué he dicho ahora? —Devolvió la atención a Maniobras—. El caso, mi sargento, es que podemos prescindir de Manta en esta reunión, ya que, de todas formas, sin su amuleto no puede silbar por el culo.

—El capitán no se impresionó… —empezó a decir Anyx.

El gruñido del sargento la detuvo en seco, como a todos los demás. Todos los ojos se clavaron en Maniobras, que fijó la vista en el cielo eminentemente blanco. Al cabo de un momento cerró con fuerza los blandos ojos, de color avellana, y se pinzó con el índice y el pulgar el puente de la narizota antes de dar media vuelta y emprender el regreso a la tienda de comandancia. Les indicó con un leve gesto que lo siguieran.

Aguascalmas dio un empujón rápido a Piscolabis, en un hombro.

—Síguelo, idiota. Todo va bien.

La tienda de comandancia estaba atestada. Claro que, dado que se encontraban presentes todos los soldados de la Segunda Compañía de la Decimocuarta Legión, excepto uno, debería haber estado mucho más atestada. De hecho, no habrían cabido. Aguascalmas intentó imaginar doce pelotones apretujados en la tienda, y tuvo que contener una sonrisa mientras se movía en busca de una pared de lona contra la que poner la espalda, como era su costumbre. No sería buena idea sonreír, después de todo, a la luz de lo esquilmada que estaba la Segunda y teniendo en cuenta todos los rostros que no volvería a ver.

Durante un breve momento se preguntó si no le pasaría algo. El humor reinante era aciago, como no podía ser de otra forma. Bajo el mando del capitán quedaban tan solo tres lastimosos pelotones, al menos hasta que llegaran los refuerzos, y ¿cuándo sería eso? Nunca, probablemente. Por no mencionar a todos sus amigos muertos, y ahí estaba el problema: que nunca los tomaba en consideración, puesto que habían muerto.

Cruzada de brazos, observó al capitán, que examinaba el círculo de infantes de marina. Pronto se pondría en pie y empezaría hablar, y cualquiera que no lo hubiera visto nunca, que solo hubiera oído hablar de él, se quedaría pasmado.

El capitán era conocido por su nombre de nacimiento. Cómo no. Ni siquiera Diente Bravo, fallecido largo tiempo atrás, habría dado con un apodo más certero para aquella época y aquel hombre; intentar superarlo era inútil. Se quedó mirándolo, observando su numerito de bajar la vista para comprobar el estado de su blusa de seda color lavanda, detenerse para ajustarse los puños y después examinar los guantes de gamuza con que se cubría unos dedos largos y estrechos. Fue entonces cuando se levantó del taburete con un movimiento repentino, la mano derecha elevada cerca de la oreja, los dedos agitándose; su cara, pintada de un blanco cadavérico, esbozó una sonrisa que a punto estuvo de separar sus rojos labios.

—¡Bienvenidos, mis queridísimos soldados!

«Sí, señoras y señores: este es Rezongón, nuestro bienamado capitán».

Paltry Skint se había situado tan lejos como podía de su sargento, separada de él por Oams, Benger y el cabo Morrut, y habría interpuesto asimismo a Di No si no fuera porque Di No, al ser zurda, luchaba siempre a la izquierda de Paltry, y la fuerza de tal hábito imponía su lugar.

No era que a Paltry le cayera mal el sargento, ni que desconfiara de él, ni nada parecido. El problema era el hedor que desprendía, no tanto su persona como su camisa de pelo.

Le había llegado el rumor de que Eje era el último miembro de los abrasapuentes, pero no podía creer, ni siquiera de él, que hubiera pertenecido a tan infausta compañía. Siempre circulaban rumores semejantes alrededor de ciertos soldados que llamaban la atención. La gente lo necesitaba. Los ejércitos malazanos lo necesitaban.

Estremecedoras insinuaciones, curiosos misterios, crónicas susurradas de una figura solitaria a la que se había visto vagar lejos del campamento, en la negrura de la noche, confraternizando con los espíritus equinos de la Compañía de la Muerte. Con el mismísimo Iskar Jarak, el cojo guardián de las Puertas de la Muerte.

Solo el último superviviente de los abrasapuentes podría frecuentar tales compañías, o eso era lo que se aducía. Viejos amigos, muertos mucho tiempo atrás, de cuerpos intangibles como la bruma y caballos cubiertos de escarcha. Y su camisa de pelo apestaba a muerte porque la habían elaborado con la cabellera de su madre, o tal vez la de su abuela. ¿Quién se pondría algo así? Aunque Eje podía tener alguna rareza esporádica, tampoco era un demente. Sin embargo, de alguna parte habría salido aquella camisa, y bien podría haber sido del pelo de una anciana, blanco y negro y con trozos despeluchados.

Pero ¿de qué servirían las explicaciones? Ni el conocimiento ni el desconocimiento podrían alterar el hedor. En cualquier caso, se decía que los abrasapuentes llevaban la frente tatuada con un puente en llamas, cómo no, y lo único que lucía Eje en su despejadísima testuz eran unas marcas que podían deberse a cualquier cosa; una enfermedad infantil resultaba mucho más probable que la metralla de la munición moranthiana. Además, ninguno de ellos había sido divisado en diez años o más.

Abrasapuentes. Cazahuesos. Cuervos de Coltaine. En la historia del Imperio de Malaz abundaban los ejércitos perdidos; todos muertos, aunque jamás olvidados. Pero ahí precisamente radicaba el problema. Los muertos necesitaban ser olvidados, pero, tal como siempre decía Di No, una cosa es el recuerdo y otra el motivo por el que se recuerda.

Miró a la otra pesada, siempre a su izquierda. Di No le devolvió la mirada y se encogió de hombros.

Di No siempre decía aquello, sin duda alguna, pero por todas las plumas negras del mundo, ¿qué significaría?

El capitán Rezongón dejó de acicalarse y se puso en pie.

Daint y Vozarrón, del Segundo Pelotón, habían encontrado un banco que compartir, si es que así podía denominarse tal apiñamiento, ya que los dos eran hombres corpulentos y ninguno de ellos parecía inclinado a ceder; así pues, aunque sentados, libraban una batalla titánica con hombros, caderas y muslos, intentando cada uno empujar al otro fuera del asiento.

Cada vez respiraban con más fuerza, silbando por las narinas, y el banco crujía bajo la presión. Ninguno de los dos hombres miraba al otro; de nada habría servido. Incluso sus rasgos físicos corrían parejos: inexpresivos, brutescos, cuajados de cicatrices, barbudos, con ojos pequeños que flanqueaban narices aplanadas y bocas aparentemente incapaces de sonreír.

Tan cerca de Vozarrón que casi podía tocarlo, Tristón los estudiaba desde su posición, erguido y algo más retrasado que el resto del pelotón de Shrake. Lo habían trasladado de la Primera Compañía cuando se reasignaron los pocos soldados que quedaban. Anteriormente había pertenecido a la Decimoséptima, hasta que estalló el Motín de Gris y fue sofocado a costa de la mitad de la malhadada legión. Aunque Tristón se las había arreglado para sobrevivir, aquello había dejado de ser positivo. Ahora era un hombre conocido por dejar desolación a su paso; no era de extrañar, por tanto, que aún no hubiera recibido una cálida bienvenida por parte de su pelotón.

Pero su rendimiento había sido adecuado en la escaramuza contra Viga; al menos tenía eso, pues de valor jamás anduvo escaso. Incluso consiguió interponer su escudo entre la punta de una lanza y el pecho del cabo Bajocarro, lo que le valió un reticente gesto de agradecimiento. A no ser que el cabo no estuviera dirigiéndole tal gesto, sino bajando la cabeza para comprobar que su caja torácica seguía intacta.

De todas formas, eran los dos pesados quienes habían hecho la mayor parte del trabajo, pues Daint y Vozarrón resultaron ser algo competitivos, en especial en el combate. De hecho, Tristón empezaba a darse cuenta de que habían llevado su rivalidad a extremos patológicos, tanto que a aquellas alturas ya se profesaban un odio enconado. Jamás cruzaban una palabra, ni siquiera una mirada. Jamás compartían cantimplora. Y, sin embargo, jamás se separaban, no fuera que el uno superase en algo al otro.

Un hombre menos desdichado lo encontraría divertido, se dijo Tristón; en su caso, la pugna perenne entre los dos pesados provocaba cierta fascinación morbosa, y en aquellos momentos esperaba que hicieran estallar el banco.

—Lamentablemente —dijo Rezongón tras el afable saludo—, no hay región que no tenga sus bandidos. —Alzó ambas manos para sofocar una protesta que, por lo que pudo ver Aguascalmas, nadie parecía inclinado a expresar—. ¡Lo sé, mis bienamados, lo sé! ¿Cuántos bandidos podrían arrebatar mercadería, y en qué cantidades, a una compañía completa de tropas bien equipadas, excepcionalmente bien entrenadas y que hacen gala de una disciplina impresionante? La puño me ha asegurado repetidamente, por última vez anoche, que los exploradores no llegaron a formarse una idea, siquiera aproximada, de la temible naturaleza de las huestes de Viga. —Se detuvo para examinar los rostros que lo rodeaban—. Así pues, nuestra compañía pagó un alto precio por su derrota.

—Pero no fue así —dijo la sargento Shrake, de la Segunda, retorciéndose el extremo de un rizo solitario de largo pelo negro. Su mirada lánguida recayó en Eje—. De no ser porque logró capturar a Viga en persona, y de no ser por la sorprendente lealtad que mostraron sus tropas al deponer las armas cuando Eje puso un cuchillo en la garganta del rufián, ninguno de nosotros estaría aquí en estos momentos.

—Te aseguro, Shrake —dijo Rezongón con una sonrisa—, que me disponía a deshacerme en alabanzas hacia el magnífico rendimiento del Tercer Pelotón, que logró capturar al cabecilla de los bandidos.

—Ese era el plan de nuestro capitán desde el principio —dijo el cabo Morrut desde su posición habitual, contigua a Eje—. Eje dice siempre que se debe reconocer el mérito de quien lo tiene.

—El plan, para ser exactos, era cortar la cabeza de la serpiente —señaló Rezongón, pues pese a todas sus afectaciones, no era propenso a dorar su propia píldora. «Quizá no haya sido la mejor forma de expresarlo», enmendó mentalmente Aguascalmas—. Puesto que no saltaba a la vista que todos y cada uno de los subcomandantes de Viga estaban en disposición de seguir diezmando nuestras fuerzas. Así pues, de poco habría servido la muerte de Viga para poner remedio a nuestra situación. Dicho esto —añadió, haciendo revolotear de nuevo la mano izquierda—, al amenazar con dar muerte al cabecilla, sin llegar a matarlo, Eje obtuvo el resultado más propicio imaginable. En resumen, mis bienamados, tuvimos una suerte de cojones.

En aquella ocasión asintió todo el mundo.

Aguascalmas tenía por costumbre ponerse una bufanda raída, una tira de lino sin blanquear que había cubierto los ojos de un cadáver. No era como si el cadáver la necesitara, ya que la oscuridad reinaba en la cripta, e incluso en el caso de que entre los sillares hubiera grietas que dejaran entrar algún que otro haz de luz diurna, los muertos no necesitaban ojos para ver, por lo que un trapo que cubriera esos ojos no cumplía ninguna función. El pensamiento lógico era uno de sus talentos.

Su viejo amigo Brenoch, recordaba, había entrado con ella en la tumba de aquella bruja. El problema de saquear criptas y esas cosas era que, indefectiblemente, algún otro saqueador se había adelantado. En algunos lugares, robar a los muertos era un delito castigado con la muerte, cosa que ella encontraba adecuadísima, sobre todo si significaba que así podía encontrar aunque fuera una sola tumba que no hubieran saqueado anteriormente.

Brenoch estaba revolviendo con el pie la basura del extremo más lejano, donde el techo abovedado empezaba a descender, y dijo haber atisbado algo. Aguascalmas lo dejó a lo suyo, satisfecha de estar junto al sarcófago abierto y observar las marcas de palanqueta en la piedra, donde el bastardo que había estado allí antes que ellos había elevado la tapa hasta que cayó y se desmenuzó al otro lado; tan solo le resultó interesante el detalle porque le dio la idea de hacerse con un par de palanquetas la próxima vez que saquearan una tumba. El motivo de su satisfacción era el cadáver encogido de la bruja y el precioso lino con que lo habían cubierto.

La mayoría de los saqueadores eran hombres y no sabían apreciar las sutilezas, y aunque los sudarios de lino estuvieran moteados y tuvieran pegados trozos de piel seca, además de mostrar aquí y allá manchas de aquel misterioso líquido que rezumaban las personas muertas, aquello que su madre llamaba «miel de mortaja», seguían siendo de lino, y el lino era bonito.

Así pues, Aguascalmas retiró el jirón de tela de los ojos del cadáver y fue así como encontró las dos monedas de oro que ocultaba, pulcramente incrustadas en las cuencas oculares. Se apresuró a esconderlas, pero Brenoch vislumbró algo, lo suficiente para despertar sus sospechas. Al final ella le reveló lo de las monedas, aunque solo fuera para acallar las protestas. Se puso furioso, después envidioso y después avaricioso, hasta que Aguascalmas tuvo que acabar por matarlo, por mucho que se resistiera, cuando le robó las malditas monedas. Pobre Brenoch; había pasado a engrosar su larga lista de amigos perdidos.

Por aquel entonces, Aguascalmas llevaba la bufanda para ocultar la Cuerda que llevaba tatuada alrededor del cuello. Algunos podrían confundir su tatuaje con el de una soga de horca, lo que era ridículo, ya que tatuarse la soga era buscar problemas. Pero una cuerda dorada del grosor de un dedo enroscada al cuello, sin principio ni final, que representaba su vocación e inclinación a matar a tantas personas como fuera necesario, sí que era elegante.

Ser asesina tenía sus riesgos. Era una profesión que habría evitado de entrada de no ser por su noche de revelación. ¿Qué viejo amigo había sido? Ah, sí, Filbin, que estaba versado en las artes mágicas; de la senda de Rashan, de hecho: la atractiva magia de las sombras. Y estaba aprendiendo unos cuantos trucos de él cuando de repente se dio cuenta:

«Cotillion, mi dios patrono, señor de los asesinos. La Cuerda. Pero ¡un momento!, solo dominaba la mitad, ¿no era así? Fueron Tronosombrío y él quienes forjaron el imperio. El puñal y la magia, aunados. La Cuerda y la Sombra. Pero ¿por qué hacen falta dos personas para eso? ¡Un mago asesino! ¿Por qué no se le ocurrió antes a nadie?».

Sería la primera, y la mejor. Aprendió cuanto pudo de Filbin antes de verse obligada a… Bueno, pobre Filbin.

La clave consistía en guardar la magia en secreto, y ahí residía la utilidad del tatuaje, aunque a primera vista pudiera parecer una idiotez. ¿A quién se le ocurriría anunciar públicamente su devoción hacia el dios de los asesinos? A ella, sobre todo porque le servía para desviar la atención.

«Una cosa es saber que alguien es un asesino y va a por ti, así que te concentras en todas las formas de bloquearlo y dejas abierto el camino sombrío de la magia. Y antes de que te des cuenta, aquí estoy, saliendo de tu mismísima sombra para apuñalarte».

Maniobras estaba al tanto de los talentos de Aguascalmas y hacía buen uso de ellos. Ni una vez le preguntó por qué se había alistado en el cuerpo de infantería de marina malazano cuando podía haber elegido una vida de relativa opulencia en alguna gran ciudad del imperio, aceptando contratos de las casas nobiliarias, siempre enfrentadas entre sí. Cuando podía haber vestido con sedas y haber llevado los negros cabellos largos, brillantes y limpios; además, sabía hacer Fogoso, o al menos estaba razonablemente seguro de que sabía, aunque no había necesidad de Fogoso en el cuerpo de infantería de marina. No, ni una sola vez la había interrogado sobre su vida.

No era la primera asesina del cuerpo de infantería. Había estado Lanzajarra, y Lurvin Aguasuelta, y Kalam Mekhar. Antes o después había que realizar ciertos trabajos, y era ella quien se encargaba.

Llevaba la bufanda por pudor, por no asustar a sus compañeros del ejército. Todos conocían la existencia de su tatuaje, pero había algo en él que los inquietaba. A no ser que no fuera el tatuaje lo que hacía que todos se pusieran nerviosos al mirarle el cuello. Quizá fueran las manchas gemelas de miel de mortaja de la bufanda, que parecían ojos. Cosa que, por supuesto, era imposible. Ni siquiera los muertos podían ver a través de monedas de oro, ¿no era así?

Siempre se preguntó dónde habría escondido Brenoch las monedas. Probablemente se las habría tragado. Había sido descuidada al no pensarlo en su momento; podría haberle rajado las tripas para recuperarlas.

—Eso no me ha resultado muy divertido —dijo Piscolabis mientras volvían al parco círculo de tiendas del pelotón. En los barracones había mucho sitio, pero ninguno de los supervivientes parecía inclinado a alojarse en ellos, sin más compañía nocturna que los ecos vacíos.

—Nunca lo resulta —dijo Anyx Fro—. Lago de Plata. ¿No fue ahí donde se rebelaron los teblor? Tengo entendido que aquella noche ardió la mitad del pueblo y, ya que se acabó el tráfico de esclavos, ha dejado de entrar moneda. ¿Qué sentido tiene ir allí?

—Las órdenes son complicadas —dijo Folibore; Aguascalmas lo miró y vio que tenía el ceño fruncido.

—De eso nada —respondió—. Tenemos que ir como refuerzos de la guarnición que hay allí estacionada indefinidamente.

—Pues ahí está el quid de la cuestión —dijo Folibore—. ¿Cuánto tiempo es «indefinidamente»? Podríamos derrochar allí los años que nos quedan, hasta morir de viejos y acabar enterrados en un lúgubre túmulo. Los inviernos son fríos junto a ese lago glacial, ¿sabes?, como si la muerte no fuese ya bastante fría. No; no me gusta, y además, creo que el capitán no ha sido suficientemente exacto. Se dice que los esclavos machacaron la guarnición. ¿Cuántos quedarán?, ¿siete de ellos? Así que, si hablamos con precisión, ellos serán nuestros refuerzos, no nosotros los suyos.

Maniobras, su sargento, caminaba unos pasos por delante, pero, como era habitual en él, no hizo ningún esfuerzo por aclarar las cosas.

—Cabalgaremos hacia el norte —dijo Piscolabis, dispuesto a intentarlo—, hasta llegar a Lago de Plata. Es todo lo que necesitas saber, Folibore.

—Entonces, ¿por qué ha invitado Rezongón a Eje a continuar en la tienda? Estarán hablando entre ellos, ¿no es así? Eso debe de tener algún significado; incluso podríamos aventurar conjeturas.

—Eje es Eje —dijo Anyx Fro, como si así quedara todo explicado.

Folibore la miró con los ojos entornados, pero no dijo nada.

Al llegar al campamento, justo al otro lado de la muralla occidental del fuerte, se encontraron a Manta frente a la hoguera, preparando un té. Mientras Anyx se retiraba a su tienda, oyeron que se le escapaba una arcada. Maniobras hizo lo propio, aunque sin sonidos que evocaran el vómito: entró en su tienda sin articular palabra. Piscolabis fue a buscar su taza de hojalata, pero, al pasar cerca de Manta, cambió de opinión y, cubriéndose boca y nariz con una mano, siguió avanzando por el camino con rumbo a la Posada de los Comerciantes.

Folibore se sentó en un tronco, junto al otro pesado.

—Hueles que apestas, Manta.

—Pero es el hedor del triunfo.

—Entonces, ¿lo has encontrado?

—Te sorprendería saber todo lo que se puede encontrar con la mierda por las rodillas y un cedazo entre las manos.

—¿Un cedazo? —preguntó Aguascalmas, aunque sin acercarse—. ¿De dónde has sacado un cedazo?

—Me lo ha prestado Platodebarro.

—¿Y lo sabe?

—No hace falta. Ya se lo he devuelto.

En aquel momento les llegó un alarido de indignación, procedente del campamento del Segundo Pelotón. Los tres soldados miraron hacia allá, pero muy brevemente.

—Supongo que no lo habrás limpiado —dijo Aguascalmas.

—¿Te parece que estoy limpio?

—En el fuerte hay un pozo.

—No me han dejado ni acercarme. Los guardias de la guarnición nos tienen manía.

El té ya estaba preparado. Folibore sacó una taza y Manta hizo alarde de modales al llenársela antes de servirse. Eran detalles como aquel los que lo hacían llamativo. Aguascalmas desconfiaba de los buenos modales. Algo raro tenía que tener la gente considerada, amable o dispuesta a ayudar. No sabía de qué se trataba, pero tampoco albergaba duda alguna.

—Nos han asignado un nuevo destino. —Folibore sopló su taza y sorbió sonoramente antes de añadir—: Lago de Plata.

—Pues menuda zarabanda —dijo Manta.

—Desde luego —respondió Folibore—. Eso he dicho yo, pero nadie me ha hecho caso. Y el capitán está hablando en privado con Eje.

—Eso es peor aún.

—Eso he dicho.

—Lago de Plata. —Manta hinchó unas mejillas manchadas de mierda—. Donde el Dios del Rostro Fragmentado tuvo su primer encontronazo con el imperio.

—¿Qué? —preguntó Aguascalmas con sobresalto.

—Eso iba a añadir yo —dijo Folibore—, pero nadie me hacía caso, de todas formas.

—Manta… —Aguascalmas se atrevió a dar un paso al frente, aunque retrocedió de inmediato—. ¿Qué acabas de decir?

—Que el Dios del Rost…

—El toblakai, querrás decir. Pero emergió victorioso de las cenizas de la Rebelión de Sha’ik. En Siete Ciudades, en Raraku, no en la puta Lago de Plata.

—Antes de Raraku estuvo Lago de Plata —insistió Manta—. Tampoco era un verdadero toblakai; era un teblor. De aquella malhadada tribu de salvajes, ya olvidados, que habitaban las montañas que tenemos al norte. ¿Recordáis lo del Ataque Idiota? ¿Lo de los tres teblor que cargaron contra una ciudad amurallada? Pues era Lago de Plata.

—¿En serio? Yo creía que era Pie del Portador.

—Ni siquiera existía por aquel entonces —explicó Manta—. Los colonos no habían llegado más allá de Lago de Plata. No, Aguascalmas; el Ataque Idiota se produjo en Lago de Plata. Y lo encabezó aquel que acabaríamos por conocer como el Dios Fragmentado.

—Portentos —murmuró Folibore entre sorbos—. Permutaciones…, consecuencias… Cosas que se agitan bajo una superficie aparentemente serena.

—Y uno de los tres lo tomó por un perro.

—¿Qué quiere decir eso? —Aguascalmas, confundida, se quedó mirando a Manta.

—Es difícil de explicar. —Manta se encogió de hombros.

—Pero tiene su importancia —añadió Folibore.

Los dos hombres asintieron y siguieron bebiendo té. Aguascalmas agitó la cabeza.

—Yo creía que el Ataque Idiota había tenido lugar, no se, hace unos cien años. Evidentemente, no pudo ser en Pie del Portador, ya que, como acabas de decir, es un asentamiento nuevo y esas cosas. ¿Qué tendrá?, ¿diez años? No sé por qué pensaba que había sido en Pie del Portador, si también pensaba que hacía cien años. Tampoco es que sea experta en asentamientos septentrionales, ¿no?

—Desde luego que no —convino Manta.

—Vale —replicó Aguascalmas con cara de malos amigos—, tampoco es para ponerse así. El caso es que nunca había relacionado a los toblakai con el Ataque Idiota. Nunca los había relacionado con nada que hubiera pasado en Genabackis. ¿Me estás diciendo que eran teblor? ¿De qué clan?, ¿sunyd o rathyd?

—Ni del uno ni del otro —respondió Folibore mientras tendía la taza para que Manta, solícito, se la rellenara—. Hay otros clanes más al norte, más arriba en las montañas. Los sunyd y los rathyd fueron los clanes que aniquilaron a los esclavistas, aunque resultó que hubo supervivientes. El Levantamiento, de hecho, fue una liberación orquestada por clanes hermanos. Si me preguntaran, respondería que nos encaminamos a Lago de Plata porque algo ha revolucionado a los teblor. Y vuelta a empezar.

—Esta vez su agitación se debe al Dios del Rostro Fragmentado.

—¡¿Cómo?! ¡¿Acaso está aquí?!

—No, Aguascalmas, no está. —Manta frunció el ceño—. Al menos, que yo sepa. Por otra parte, ¿quién puede saber adónde van los dioses ni qué hacen?

—El Dios del Rostro Fragmentado vive en una choza, en las inmediaciones de Darujhistan.

—¿De verdad? —Aguascalmas lo miró de hito en hito—. ¿Por qué? ¿Qué cojones pinta ahí?

—Nadie lo sabe —respondió Folibore—, pero lleva años en el mismo sitio. Dice que reniega de su ascensión. Dicen que siempre que se le presenta un seguidor, le da una paliza, pero ¿sabes para qué sirve eso? Para que lleguen más seguidores. Ya sé que no hay quien entienda a la gente, y nunca habrá manera. Es como cuando se redactan mal las órdenes. Puedes decirle a alguien que se largue y, al día siguiente, puede que ese alguien vuelva con un amigo o con unos cuantos. —Se encogió de hombros.

—Pero estoy seguro —intervino Manta— de que su culto ya se ha extendido entre los teblor.

—Oh —dijo Folibore—. Das en el clavo.

—¿Queréis callaros? —Anyx Fro sacó la cabeza por el frontal de su tienda, acompañada del ruido de la lona—. Estoy intentando dormir.

—Pero si estamos a pleno día —dijo Aguascalmas—. Esa tienda debe de estar como un horno.

—Por eso quería que acampáramos al este del fuerte.

—Pero ya te lo dijimos: entonces nos daría el sol a primera hora de la mañana y nos despertaríamos bañados en sudor.

—Y ya os dije yo que soy madrugadora.

—Pues vete a plantar tu tienda al otro lado del fuerte.

—Pues igual lo hago. —Su cabeza desapareció.

Reinó el silencio durante un momento.

—¿Ya has encontrado un lugar seguro para guardar tu amuleto? —le preguntó Aguascalmas a Manta.

—¿Quieres ver un pedo flamígero?

El capitán Rezongón caminaba de un lado a otro.

—Aun así, me gustaría verte intentarlo. —Se detuvo para examinar al sargento Eje. Era extraño, sin duda. Un verdadero abrasapuentes. Pero parecía perfectamente normal; salvo por la camisa de pelo, claro está. Rezongón siempre había sentido una secreta fascinación por la vestimenta estrafalaria, pero todo tenía sus límites.

Con todo, aquel hombre que tenía delante, repantingado en el taburete, era una leyenda viva. No de las de mejor fama, cierto era, pero, ya que no quedaba nadie más, su calidad de último superviviente debía de conferirle cierto prestigio. O algo parecido; era el último, pero eso no lo convertía en el más sobresaliente. Eje era el hombre más lacónico que había conocido Rezongón, y lo atribuía sin dudarlo a una extraña forma de ver la vida.

—Lo intentarás, ¿no es así? —continuó.

—La lealtad puede ser un problema.

Rezongón giró ágilmente sobre un tacón y reanudó la caminata.

—Quizá te sorprenda saber, mi querido camarada, que pocas preocupaciones tengo a ese respecto. —Hizo una pausa para mirarlo—. ¿Te pre

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