Alif el invisible

Willow Wilson

Fragmento

cap-1

0

Persia, hace mucho tiempo

El ser siempre aparecía en el intervalo entre la puesta de sol y el anochecer.

Por la tarde, cuando la luz empezaba a disminuir y proyectaba sombras grises y violetas por el patio de los establos, bajo la torre donde él trabajaba, Reza sentía estremecimientos de ansiedad y expectación. Todos los días, al acercarse la noche, la memoria hacía que retrocediera inevitablemente sesenta años, hasta los brazos de su ama de cría. Según ella, el crepúsculo es la hora en que los djinns comienzan a inquietarse. Era turca, y nunca tiraba el agua del baño por la ventana sin antes pedir perdón a los seres ocultos que vivían abajo, en el suelo. Si no los avisaba, se arriesgaba a que las indignadas criaturas maldijeran al pequeño que tenía a su cargo, causándole ceguera o el mal de las manchas.

En su época de estudiante, cuando todavía no había adquirido su sabiduría, el joven Reza había rechazado los temores del ama de cría por considerarlos meras supersticiones. Ahora era un anciano desdentado.

Cuando el sol se tiñó de rojo y empezó a acariciar la cúpula del palacio del sha, al otro lado del patio, un terror con el que ya estaba familiarizado empezó a removerle las tripas. Su aprendiz holgazaneaba al fondo del taller, picoteando los restos de la comida de su maestro. Reza, asomado a la ventana contemplando el avance del sol moribundo, notaba la mirada de desprecio que el joven con granos le clavaba en la espalda.

—Tráeme el manuscrito —dijo Reza sin volverse—. Coge mi tintero y mis plumas de junco. Prepáralo todo.

—Sí, maestro. —El joven habló con hosquedad. Era el tercer hijo de un noble menor, y no tenía inclinaciones intelectuales ni espirituales dignas de mención. En una ocasión (solo en una), Reza había permitido que el chico se quedara a presenciar una de aquellas apariciones, con la esperanza de que su aprendiz viera y entendiera que Reza no estaba loco. Pero eso no sucedió. Cuando el ser se materializó dentro del círculo invocador que Reza había trazado con tiza y ceniza en el centro del taller, el chico no pareció notar nada. Se quedó mirando a su maestro con gesto interrogante mientras, en el círculo, una sombra se desplegaba y extendía algo parecido a unas extremidades, hasta representar la caricatura de un hombre. Cuando Reza se dirigió a la aparición, el chico se rió, y la burla y la incredulidad se mezclaron en su resonante voz.

—¿Por qué? —había preguntado Reza al ser, desanimado—. ¿Por qué no dejas que él te vea?

A modo de respuesta, al ser le habían salido varias hileras de dientes apretujados que formaban una sonrisa espeluznante.

Es él quien decide no ver, dijo.

Reza temía que el chico informara de las actividades clandestinas de su maestro a su padre, quien entonces alertaría a los funcionarios ortodoxos del palacio, quienes a su vez lo encarcelarían por brujería. Pero su aprendiz no había dicho nada, y siguió volviendo todos los días para recibir sus lecciones. El letargo con que servía y el deje despectivo de su voz eran lo único que indicaba a Reza que había perdido el respeto del chico.

—La tinta ya se ha secado en las páginas que escribí ayer —dijo Reza cuando su aprendiz regresó con las plumas y la tinta—. Ya puedes guardarlas. ¿Has preparado más barniz?

El chico lo miró y palideció.

—No puedo —dijo, y su hosquedad se esfumó—. Por favor. Es espantoso. No quiero...

—Está bien —dijo Reza exhalando un suspiro—. Lo haré yo mismo. Puedes irte.

El chico echó a correr hacia la puerta.

Reza se sentó a su mesa y acercó un gran cuenco de piedra. El trabajo lo distraería hasta que llegara el anochecer. Vertió en el cuenco una porción de la valiosa resina de almáciga que desde primera hora de la mañana hervía a fuego lento sobre un brasero de carbón. Añadió unas gotas de aceite negro de semilla de nigella y removió el líquido para evitar que se endureciera. Cuando estuvo satisfecho con la consistencia de la mezcla, levantó con cuidado el velo de lino de un sencillo cazo metálico que había en un extremo de la mesa de trabajo.

Un aroma invadió la habitación: intenso, alarmante, indiscutiblemente femenino. Reza pensó en su esposa, todavía viva y radiante, con el niño que moriría con ella en el vientre. Ese aroma había impregnado las sábanas de su cama antes de que Reza ordenara a sus sirvientes que se la llevaran y la quemaran. Por un instante se sintió desorientado, pero se sobrepuso; separó una pequeña cantidad de aquella masa viscosa y, levantándola con unas tenacillas metálicas, la dejó caer sin miramientos en el cuenco de barniz todavía tibio. Contó varios minutos con los nudillos antes de volver a mirar dentro del cuenco. El barniz se había vuelto transparente y reluciente como la miel.

Con cuidado, puso encima de la mesa las páginas que había transcrito durante la última visita del ser. Escribía en árabe, no en persa, y confiaba en que esa precaución impidiera que su obra fuera mal utilizada si caía en manos de alguien sin educación, algún no iniciado. El manuscrito, por tanto, era una doble traducción: primero al persa a partir del idioma mudo en que hablaba el ser, que penetraba en los oídos de Reza como los ecos nocturnos que, cuando era niño, lo acompañaban en el viaje solitario y aterrador entre el sueño y la vigilia. Después del persa al árabe, la lengua en la que fue educado Reza, matemática y eficaz en la misma medida en que el habla de la criatura era difusa.

El resultado era desconcertante. Las historias estaban allí, escritas con toda la corrección de que Reza era capaz, pero algo se había perdido. Cuando hablaba el ser, Reza entraba en una especie de trance, y veía formas extrañas que crecían y crecían hasta parecer montañas, líneas costeras, las formas de la escarcha en un cristal. En esos momentos tenía la seguridad de haber conseguido su deseo, y de que el resumen de sus conocimientos estaba a su alcance. Pero tan pronto como las historias quedaban fijadas en el papel, cambiaban. Era como si los propios personajes —la princesa, la niñera, el rey pájaro y todos los demás— se hubieran vuelto astutos y se hubieran escabullido mientras él intentaba representarlos con proporciones humanas.

Mojó un cepillo de crin en el cuenco de piedra y empezó a cubrir las nuevas páginas con una fina capa de barniz. El aceite de nigella impedía que el grueso papel se combara. El otro ingrediente, el que su aprendiz había obtenido con tanto recelo, mantendría vivo el manuscrito hasta mucho después de que Reza hubiera desaparecido, protegiéndolo del moho. Si él no lograba desvelar el verdadero significado oculto tras las palabras del ser, quizá alguien lo lograra algún día.

Reza estaba tan concentrado en su trabajo que no se dio cuenta de que el sol descendía por detrás de la cúpula del palacio y desaparecía tras las resecas cumbres de las montañas Zagros en el lejano horizonte. El frío de la habitación lo alertó de la llega

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos