El Trono de la Luna Creciente

Saladin Ahmed

Fragmento

cap

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I

«Nueve días. ¡Dios Benevolente, te lo suplico, que sea este el día de mi muerte!»

Pese a estar con el cuello doblado y el espinazo retorcido, el guardia aún respiraba. Llevaba nueve días encerrado en la caja laqueada de rojo. A través de una rendija había visto aparecer y desaparecer el sol. «Nueve días.»

Los atesoraba como si de un puñado de dinares se tratara. Los contaba una y otra vez, sin descanso. «Nueve días. Nueve días. Nueve días.» Si lograba aferrarse a este recuerdo hasta el momento de su muerte, mantendría su alma intacta para recibir el protector abrazo de Dios.

Había desistido de intentar recordar su nombre.

Al oír el suave sonido de unos pasos que se acercaban, el guardia rompió a llorar. Todos y cada uno de los nueve días había aparecido el mismo hombre enjuto, de barba negra y sucio caftán blanco. Todos los días le practicaba algún corte al guardia, o le provocaba alguna quemadura. Pero lo peor venía cuando el guardia se veía obligado a contemplar el dolor ajeno.

El hombre enjuto había desollado a una muchacha marismeña, sujetando los párpados del guardia para que este viera cómo se rizaba la piel de la joven bajo el cuchillo. Y había quemado vivo a un muchacho badawi mientras sostenía la cabeza del guardia para que el humo asfixiante invadiera su nariz. El guardia había tenido que contemplar cómo los gules del hombre enjuto descuartizaban los cuerpos mutilados y carbonizados y devoraban la carne de su pecho. Había sido testigo de cómo la criatura esclava del hombre enjuto, aquel ser compuesto de sombras y piel de chacal, extraía algo reluciente de aquellos cadáveres y los dejaba con el corazón reducido a jirones y los ojos vacíos encendidos de rojo.

Todo esto había estado a punto de quebrar la cordura del guardia. A punto. Pero se resistía a olvidar por completo. «Nueve días. Nueve… ¡Dios Misericordioso, sácame de este mundo!»

El guardia procuró dominarse. Nunca había sido proclive a gimotear y desear estar muerto. Había soportado palizas y cuchilladas apretando los dientes. Era una persona fuerte. ¿Acaso no había protegido al califa en persona una vez? ¿Qué más daba que ya no supiera su nombre?

«Aunque camine por la espesura infestada de gules y djinns malévolos, no hay temor capaz de… capaz de…» No lograba recordar el resto de la escritura. Incluso los Capítulos Celestiales lo eludían ahora.

La caja se abrió con un doloroso estallido de luz. El hombre enjuto del caftán mugriento apareció ante él. Junto al hombre enjuto se encontraba su esbirro, esa cosa —en parte sombra, en parte chacal, en parte hombre cruel— que se hacía llamar Mouw Awa. El guardia profirió un alarido.

El hombre enjuto, como siempre, no dijo nada. Pero la voz del ser-sombra resonó en la cabeza del guardia.

Escucha a Mouw Awa, portavoz de su bendito amigo. Eres un guardia honorable. Nacido y criado en el Palacio de la Luna Creciente. Juraste defenderlo por el nombre de Dios. Todos aquellos que estén por debajo de ti te obedecerán.

El parsimonioso zumbido de sus palabras le horadaba el cráneo. Su mente zozobraba transida de pavor.

¡Sí, tu temor es sagrado! Tu dolor alimentará los conjuros de su bendito amigo. Los latidos de tu corazón alimentarán a los gules de su bendito amigo. Después, Mouw Awa, el hombre-chacal, sorberá el alma de tu cuerpo. Ya has sido testigo de los gritos, los ruegos y la sangre de los otros. Ya has visto cuál es el destino que se cierne sobre ti.

Surgido de alguna parte, el recuerdo de la voz de una abuela afloró en la memoria del guardia. Antiguas historias sobre el poder que algunos desaprensivos podían extraer de los miedos de un cautivo o de la sanguinaria ejecución de un inocente. «Conjuros de terror. Conjuros de dolor.» Se esforzó por tranquilizarse, por privar de este poder al hombre del sucio caftán.

Entonces reparó en el cuchillo. El guardia había llegado a ver el arma ritual del hombre enjuto como algo vivo, y su hoja curvada como un ojo colérico. Percibió el olor de sus propios desechos cuando lo traicionaron sus intestinos. No era la primera vez que le sucedía algo así en los últimos nueve días.

El hombre enjuto, todavía en silencio, comenzó a practicarle pequeños cortes. El cuchillo mordió el pecho y el cuello del guardia, que chilló de nuevo, rebelándose contra unas ataduras cuya existencia había olvidado.

Mientras el hombre enjuto lo torturaba, el ser-sombra continuó susurrando en la mente del guardia. Le recordó el nombre de todas las personas y lugares que amaba, restauró pergaminos completos de su memoria. A continuación, le relató historias sobre lo que pronto habría de acontecer. Gules en las calles. Toda la familia y los amigos del guardia, hasta el último de los habitantes de Dhamsawaat, bañándose en un río de sangre. El guardia sabía que estas palabras no encerraban ninguna mentira.

Notaba cómo el hombre enjuto se alimentaba de su miedo, pero no podía evitarlo. Sentía el cuchillo hundiéndose en su piel y oía el susurro de los planes por usurpar el Trono de la Luna Creciente, y olvidó cuántos días llevaba allí dentro. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Su interior tan solo albergaba temor, por él y por su ciudad.

Entonces ya no hubo nada más que tinieblas.

cap-1

1

Dhamsawaat, la Reina de las Ciudades, la Joya de Abassen.

Mil veces mil hombres podrían entrar en ella y atravesarla.

Calles, calzadas y murallas dibujan mosaicos y retablos.

Tal cantidad de librerías y burdeles, tantos colegios y establos.

Tu aire nocturno es mi esposa, casado estoy con tus avenidas.

Quien se aburre en Dhamsawaat, se ha aburrido ya de la vida.

El doctor Adoulla Makhslood, el último cazador de gules auténtico que quedaba en la insigne ciudad de Dhamsawaat, exhaló un suspiro al leer esas líneas. Se diría que en su caso ocurría más bien lo contrario. A menudo se sentía cansado de vivir, pero aún no estaba dispuesto a renunciar a Dhamsawaat. Tras más de diez sexenios sobre la faz de la magna tierra de Dios, Adoulla opinaba que su querida ciudad natal era una de las pocas cosas que no lo aburrían. La poesía de Ismi Shihab era otra.

Repasar estos versos tan familiares a una hora tan temprana, en este libro recién elaborado, había hecho sentir más joven a Adoulla; una sensación grata. El volumen, de dimensiones más bien reducidas, estaba encuadernado en piel de oveja y en la cubierta se podía leer: HOJAS DE PALMA, DE ISMI SHIHAB, en caracteres grabados con ácido dorado de la mejor calidad. Era un libro muy caro, pero Hafi, el encuadernador, se lo había regalado sin pedir nada a cambio. Ya hacía dos años desde que había salvado a su esposa de los gules de agua de un magus cruel, pero la gratitud de Hafi aún no había perdido ni un ápice de efusividad.

Adoulla cerró el libro con delicadeza y lo dejó a un lado. Estab

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