Me gusta pensar que al principio éramos más. No muchos, supongo. Pero sà más que ahora.
Somos la minorÃa que el mundo no acepta. No nos acepta fuera del ámbito de la fantasÃa, que está en la lista negra. Somos como los demás. A veces actuamos como los demás. En muchos aspectos, somos como otro cualquiera. Estamos por todas partes, en cualquier calle. Llevamos una vida que podrÃais considerar normal, siempre que no os fijarais demasiado.
No todos nosotros sabemos lo que somos. Algunos mueren sin llegar a saberlo. Algunos lo sabemos, y nunca nos descubren. Pero estamos aquÃ.
Creedme.
Desde los ocho años, habÃa vivido en esa parte de Londres que se llamaba Islington. Iba a un colegio privado para chicas, y a los dieciséis me puse a trabajar. Eso fue en el año 2056. AS 127, según el calendario de Scion. Se esperaba de los jóvenes que empezaran a ganarse la vida donde pudieran, y normalmente era detrás de algún tipo de mostrador. HabÃa mucha oferta de empleo en el sector servicios. Mi padre creÃa que yo llevarÃa una vida sencilla; que era inteligente pero poco ambiciosa, que me contentarÃa con cualquier trabajo que la vida me ofreciera.
Mi padre se equivocaba, como siempre.
Desde los dieciséis años habÃa trabajado en el mundo del hampa de Scion Londres (SciLo, como lo llamábamos en las calles). Trataba con implacables bandas de videntes, todas dispuestas a derribarse unas a otras para sobrevivir. Esas bandas formaban parte de un sindicato que abarcaba la ciudadela entera, dirigido por el Subseñor. Empujados hacia los bordes de la sociedad, nos veÃamos obligados a delinquir para prosperar. Y por eso nos odiaban aún más. HacÃamos reales las historias que contaban de nosotros.
Yo tenÃa mi sitio en aquel caos. Era una dama, la protegida de un mimetocapo. Mi jefe, Jaxon Hall, era el mimetocapo responsable del sector I-4. Éramos seis los que trabajábamos directamente para él. Nos llamábamos los Siete Sellos.
No podÃa contárselo a mi padre. Él creÃa que trabajaba de dependienta en un bar de oxÃgeno, un empleo mal pagado pero legal. Era una mentira fácil. Si hubiera tratado de explicarle por qué me pasaba el dÃa con delincuentes, no lo habrÃa entendido. Mi padre no sabÃa que yo me parecÃa más a ellos que a él.
TenÃa diecinueve años el dÃa que mi vida cambió. Por entonces mi nombre ya sonaba en las calles. Tras una semana especialmente dura en el mercado negro, tenÃa previsto pasar el fin de semana con mi padre. Jax no entendÃa por qué necesitaba un poco de tiempo libre (para él, no habÃa nada digno de nosotros fuera del sindicato), pero él no tenÃa una familia, y yo sÃ. O no tenÃa una familia viva. Y a pesar de que mi padre y yo nunca habÃamos estado muy unidos, sentÃa que no debÃamos perder el contacto. Una cena de vez en cuando, alguna que otra llamada de teléfono, un regalo por Novembertide. El único problema era su lista interminable de preguntas. ¿Dónde trabajaba? ¿Quiénes eran mis amigos? ¿Dónde vivÃa? Yo no podÃa contestar. La verdad era peligrosa. Si se hubiera enterado de a qué me dedicaba, es posible que él mismo me hubiera mandado a la colina de la Torre. Quizá deberÃa haberle contado la verdad. Quizá eso lo habrÃa matado. Fuera como fuese, no me arrepentÃa de haber entrado en el sindicato. Mi trabajo era deshonesto, pero estaba bien pagado. Y como siempre decÃa Jax, era mejor ser un forajido que un fiambre.
Ese dÃa llovÃa. El último dÃa que fui a trabajar.
Un equipo de soporte vital mantenÃa mis constantes. ParecÃa muerta, y en cierto modo lo estaba: mi espÃritu se habÃa separado parcialmente de mi cuerpo. Era un delito por el que habrÃan podido condenarme a la horca.
He dicho que trabajaba en el sindicato. Dejadme que lo aclare: era una especie de hacker mental. Más que leer otras mentes, era una especie de radar de mentes, en sintonÃa con lo que pasaba en el éter. PercibÃa los matices de los onirosajes, y la presencia de espÃritus solitarios. Cosas que estaban fuera de mÃ. Cosas que los videntes normales no podÃan percibir.
Jax me utilizaba como herramienta de vigilancia. Mi trabajo consistÃa en seguir la pista de cualquier actividad etérea en su sección. A menudo me hacÃa vigilar a otros videntes, para averiguar si ocultaban algo. Al principio, solo me pedÃa que observara a personas que estaban en la misma habitación (personas a las que yo podÃa ver, oÃr y tocar), pero pronto se dio cuenta de que yo podÃa ir más allá. PodÃa percibir cosas que sucedÃan en otro sitio: un vidente que pasaba por la calle, una reunión de espÃritus en Covent Garden. Mientras tuviera soporte vital, podÃa captar el éter en un radio de dos kilómetros alrededor de Seven Dials. Asà que si Jaxon necesitaba que alguien cotilleara lo que estaba pasando en el I-4, podÃas apostar cualquier cosa a que me llamarÃa a mÃ. DecÃa que yo tenÃa potencial para ir aún más lejos, pero Nick no querÃa que lo intentara. No sabÃamos qué consecuencias podrÃa acarrearme.
Toda forma de clarividencia estaba prohibida, por supuesto, pero aquella con la que se podÃa ganar dinero era directamente pecado. TenÃan un término especial para designarlo: mimetodelincuencia. Comunicación con el mundo de los espÃritus, con la intención expresa de obtener beneficios económicos. El sindicato se basaba en la mimetodelincuencia.
La clarividencia pagada en efectivo estaba muy extendida entre quienes no lograban entrar en ninguna banda. Nosotros lo llamábamos limosnear; Scion lo llamaba traición. El método oficial de ejecución de quienes cometÃan esos delitos era la asfixia por nitrógeno, comercializada bajo la marca NiteKind. TodavÃa recuerdo los titulares: «Castigo sin dolor: el último milagro de Scion». DecÃan que era como quedarse dormido, como tomarse una pastilla. TodavÃa habÃa ejecuciones públicas en la horca, y algún que otro caso de tortura por alta traición.
Yo cometÃa alta traición por el simple hecho de respirar.
Pero volvamos a ese dÃa. Jaxon me habÃa conectado al equipo de soporte vital y me habÃa enviado a hacer un reconocimiento del sector. Yo llevaba tiempo cercando una mente que rondaba por allÃ, un visitante frecuente del sector 4. HabÃa hecho todo lo posible para ver sus recuerdos, pero siempre habÃa sucedido algo que me lo habÃa impedido. Aquel onirosaje no se parecÃa a nada que yo hubiera visto hasta aquel momento. Incluso Jax estaba perplejo. Por las diferentes capas de mecanismos de defensa, habrÃa jurado que su dueño tenÃa miles de años de edad, pero no podÃa ser eso. Era algo diferente.
Jax era muy desconfiado. Lo que correspondÃa en esos casos era que si un nuevo clarividente llegaba a su sector se anunciara a él en un plazo de cuarenta y ocho horas. Jax decÃa que debÃa de haber otra banda implicada, pero ninguna de las del I-4 tenÃa experiencia suficiente para obstaculizar mis reconocimientos. Ninguna sabÃa lo que yo podÃa hacer. No era Didion Waite, que dirigÃa la segunda banda más grande de la zona. No eran los limosneros muertos de hambre que frecuentaban Dials. No eran los mimetocapos territoriales especializados en hurto etéreo. Aquello era otra cosa.
Cientos de mentes pasaban a mi lado lanzando destellos plateados en la oscuridad. Iban deprisa por las calles, como sus dueños. Yo no reconocÃa a esas personas. No podÃ