Las mil naves

Natalie Haynes

Fragmento

1. Calíope

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Calíope

Canta, musa, dice, y el filo de su voz deja claro que no es un ruego. Si estuviera dispuesta a complacer su deseo diría que pule el tono al pronunciar mi nombre, como el guerrero desliza la daga sobre la piedra de afilar, preparándose para la batalla de la mañana. Pero hoy no estoy de humor para ser musa. Tal vez no se le ha ocurrido ponerse en mi piel. Seguro que no; como todos los poetas, sólo piensa en sí mismo. Aunque es sorprendente que no se haya planteado cuántos hombres más hay como él, reclamando todos los días mi atención y apoyo inquebrantables. ¿Cuánta poesía épica necesita realmente el mundo?

Cada conflicto iniciado, cada guerra librada, cada ciudad asediada, cada pueblo saqueado, cada aldea destruida. Cada travesía imposible, cada naufragio, cada regreso a casa: todas esas historias ya se han contado, y en innumerables ocasiones. ¿De verdad considera que tiene algo nuevo que decir? ¿Y cree que puede necesitar mi ayuda para seguir el desarrollo de todos sus personajes, o para llenar esos vacíos en los que la métrica no encaja con el relato?

Bajo la mirada y veo que tiene la cabeza agachada y los hombros, aunque anchos, encorvados. Empieza a curvársele la columna vertebral por la parte superior. Es un anciano. Más anciano de lo que sugiere su voz dura. Estoy intrigada. Suelen ser los jóvenes los que viven la poesía con tanto apremio. Me inclino para verle los ojos, pero los cierra en el fervor de su plegaria. No lo reconozco con los ojos cerrados.

Lleva un hermoso broche de oro, hojas diminutas que forman un nudo reluciente. Alguien lo recompensó generosamente por su poesía en el pasado. Tiene talento y ha prosperado, sin duda con mi ayuda. Pero aún quiere más, y yo desearía verle bien el rostro, a la luz.

Espero a que abra los ojos, pero ya he tomado una decisión. Si quiere que lo ayude deberá hacer una ofrenda. Eso es lo que hacen los mortales: primero piden, luego ruegan y, al final, negocian. De modo que le daré las palabras cuando me dé ese broche.

2. Creúsa

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Creúsa

La despertó un crujido ensordecedor y contuvo el aliento. Buscó con la mirada al bebé hasta que recordó que ya no era ningún bebé, sino que había visto pasar cinco veranos mientras la guerra causaba estragos fuera de las murallas de la ciudad. Él estaba en su habitación, dónde si no. Respiró más tranquila, y esperó a oír cómo la llamaba, aterrado por la tormenta. Pero el grito no llegó: era valiente su pequeño. Demasiado valiente para gritar por un relámpago, aunque lo lanzara el mismo Zeus. Se echó la colcha sobre los hombros y trató de calcular la hora. La lluvia repiqueteaba con más fuerza. Debían de ser las primeras horas de la madrugada, si se veía el fondo de la habitación. Pero era una luz peculiar, de un amarillo intenso, que se reflejaba en las paredes rojo oscuro y les daba una desagradable pátina sanguinolenta. ¿Cómo podía ser tan amarilla la luz si no estaba amaneciendo? ¿Y cómo era posible que el sol inundara las habitaciones si oía llover sobre el tejado? Desorientada por sus sueños recientes, transcurrieron unos minutos antes de que se diera cuenta de que el olor acre estaba en sus fosas nasales y no en su imaginación. El estruendo no había sido un trueno sino una destrucción más terrenal; el repiqueteo no era el ruido de la lluvia sino el crepitar de paja y madera seca, y la luz amarilla que parpadeaba no era el sol.

Al comprender el peligro que corría, se levantó de la cama de un salto para compensar la parsimonia previa. Debía salir y alejarse del fuego cuanto antes. El humo ya le había impregnado la lengua de hollín grasiento. Llamó a su esposo, Eneas, y a su hijo, Eurileón. No obtuvo respuesta. Salió del pequeño dormitorio, dejando atrás la cama estrecha con la colcha de color cobrizo que había tejido con tanto orgullo para sus primeras nupcias, pero no llegó muy lejos. Alcanzó a ver las llamas a través de la diminuta claraboya que había frente a la puerta de su dormitorio, y se quedó clavada en el suelo, incapaz de continuar. No era su casa la que estaba en llamas sino el alcázar, el punto más alto de la ciudad de Troya, que hasta entonces sólo habían iluminado las hogueras de vigilancia, las llamas de los sacrificios, o Helios, el dios del sol, quien se desplazaba en su carro de caballos por encima de sus cabezas. En esos momentos el fuego saltaba entre las columnas de piedra, frías al tacto, y ella observó en silencio cómo parte del techo de madera empezaba a arder y caía una lluvia de chispas, como si minúsculas luciérnagas se arremolinaran en la nube de humo.

Eneas debía de haber salido corriendo para ayudar a combatir las llamas, pensó. Seguro que estaba llevando agua, arena y todo lo que pudiera encontrar junto con sus hermanos y primos. No era el primer incendio que amenazaba la ciudad desde que había comenzado el asedio, y además los hombres darían su vida por salvar la ciudadela. Allí se encontraban las posesiones más preciadas de Troya: el tesoro, los templos y el palacio de Príamo, su rey. El miedo que la había sacado de la cama se desvaneció al ver que su casa no ardía y su hijo y ella no se encontraban en peligro, aunque sí su marido, como tantas veces durante esa guerra interminable. El miedo cerval por la supervivencia fue reemplazado al instante por una ansiedad punzante y conocida. Estaba tan acostumbrada a verlo salir para combatir el azote de los griegos, tras diez largos años acampados fuera de la ciudad, tan acostumbrada al horror de verlo partir y al miedo paralizante de esperar su regreso, que se sintió casi reconfortada, como si un pájaro negro se le posara en el hombro. Él siempre había vuelto a casa, se recordó. Siempre. Trató de ignorar el graznido con el que ese pájaro intentaba meterle a la fuerza una idea en la cabeza: ¿desde cuándo el pasado es garantía del futuro?

Dio un brinco al oír otro estruendo, sin duda más atronador que el que la había despertado. Miró por encima del alféizar de la ventana hacia la parte baja de la ciudad. Este incendio era diferente no sólo por la importancia de su ubicación, ya que no se limitaba al alcázar. Por toda la ciudad parpadeaban intensas luces naranja. Creúsa murmuró una plegaria a los dioses domésticos, pero ya era demasiado tarde para rezar. Mientras articulaba los sonidos con la lengua se dio cuenta de que los dioses habían abandonado Troya. En el otro extremo de la ciudad ardían los templos.

Echó a correr por el pasillo corto y oscuro que llevaba a la parte delantera de la casa a través del patio de paredes altas y ornamentadas qu

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