Cuento de hadas

Stephen King

Fragmento

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1

El maldito puente.
El milagro. El aullido.

1

Estoy seguro de que puedo contar esta historia. También estoy seguro de que nadie se la creerá. Eso me da igual. Me basta con contarla. Para mí —y está claro que para muchos escritores, no solo los novatos como yo—, el problema es decidir por dónde empezar.

Primero pensé que el punto de partida debía ser el cobertizo, porque es allí donde comenzaron en realidad mis aventuras, pero después caí en la cuenta de que tendría que hablar antes del señor Bowditch y de cómo nació nuestra estrecha relación. Aunque no habría ocurrido de no ser por el milagro que le aconteció a mi padre. Un milagro muy corriente, diréis, uno que ha sucedido a muchos miles de hombres y mujeres desde 1935, pero para un crío fue un milagro.

Solo que tampoco ese es el comienzo idóneo, porque dudo que mi padre hubiese necesitado un milagro de no ser por aquel maldito puente. Es por ahí, pues, por donde debo empezar, por el maldito puente de Sycamore Street. Y ahora, mientras pienso en esas cosas, veo un claro hilo que conduce a lo largo de los años hasta el señor Bowditch y el cobertizo cerrado con candado detrás de su vieja y ruinosa casa victoriana.

Aunque un hilo puede romperse fácilmente. Por tanto, no un hilo, sino una cadena. Una cadena sólida. Y yo era el crío con el grillete en torno a la muñeca.

2

El río Little Rumple discurre por el extremo norte de Sen­try’s Rest (localidad conocida entre los lugareños como Sentry), y hasta 1996, el año en que yo nací, lo atravesaba un puente de madera. Ese año los inspectores del Departamento de Transporte por Carretera del estado lo examinaron y lo declararon peligroso. Los vecinos de nuestro lado de Sentry lo sabían desde 1982, dijo mi padre. Según el cartel, el puente soportaba un peso máximo de cinco mil kilos, pero la gente del pueblo que circulaba con la camioneta muy cargada las más de las veces lo evitaba, optando por el tramo de circunvalación de la autopista, que era un desvío molesto y requería mucho tiempo. Mi padre decía que incluso en coche notabas las sacudidas, el temblor y las reverberaciones de las tablas al pasar. Era un peligro, los inspectores no se equivocaban en eso, pero he aquí la ironía: si no hubiesen sustituido el viejo puente de madera por otro de acero, mi madre quizá seguiría viva.

El Little Rumple es, como su nombre indica, pequeño, y la construcción del puente nuevo no llevó mucho tiempo. Demolieron el arco de madera y abrieron el nuevo al tráfico en abril de 1997.

«El alcalde cortó una cinta, el padre Coughlin bendijo el maldito puente, y eso fue todo —dijo mi padre una noche. En ese momento estaba bastante borracho—. No puede decirse que para nosotros fuese una bendición, ¿verdad, Charlie?».

Lo bautizaron como puente de Frank Ellsworth, por un héroe del pueblo que había muerto en Vietnam, aunque los lugareños lo llamaban el puente de Sycamore Street sin más. Sycamore Street era una calle bien asfaltada en ambos tramos, pero la superficie del puente —de cuarenta y tres metros— era de rejilla de acero y producía un zumbido cuando pasaban coches y retumbaba cuando lo utilizaban camionetas, lo cual ya era posible, porque el nuevo puente admitía una carga máxima de treinta mil kilos. Insuficiente para un tráiler con toda su carga, pero en cualquier caso por Sycamore Street nunca transitaban camiones de larga distancia.

Pese a que el ayuntamiento hablaba todos los años de pavimentar la superficie del puente y añadir al menos una acera, al parecer todos los años surgían asuntos que requerían el dinero con mayor urgencia. No creo que una acera hubiese salvado a mi madre, pero el pavimento quizá sí. No hay forma de saberlo, ¿verdad?

Aquel maldito puente.

3

Vivíamos hacia la mitad de la cuesta de la colina de Sycamore Street, a menos de medio kilómetro del puente. Al otro lado había una pequeña gasolinera con un supermercado llamado Zip Mart. Vendía lo de costumbre, desde aceite de motor hasta pan de molde Wonder Bread y pastelitos Little Debbie, pero también pollo frito hecho por el dueño, el señor Eliades (conocido entre los vecinos como señor Zippy). Ese pollo cumplía exactamente lo que prometía el anuncio del escaparate: EL MEJOR DEL PAÍS. Aún recuerdo lo sabroso que era, pero no volví a comer un solo trozo después de la muerte de mi madre. Si lo hubiese intentado, se me habría atragantado.

Un sábado de noviembre de 2003 —cuando el ayuntamiento seguía deliberando sobre el pavimentado del puente y decidía una vez más que podía postergarse otro año—, mi madre nos dijo que iba a acercarse al Zippy a comprar pollo frito para cenar. Mi padre y yo estábamos viendo un partido de fútbol americano universitario por televisión.

—Será mejor que te lleves el coche —dijo mi padre—. Va a llover.

—Me conviene hacer ejercicio —dijo mi madre—, pero me pondré la gabardina de Caperucita Roja.

Y eso llevaba puesto la última vez que la vi. No se había levantado la capucha porque aún no llovía, así que le caía el cabello por los hombros. Yo tenía siete años y pensaba que mi madre tenía el pelo rojo más bonito del mundo. Me vio mirarla por la ventana y se despidió con la mano. Yo le devolví el saludo y centré de nuevo la atención en el televisor, donde en ese momento el equipo de la Universidad Estatal de Luisiana avanzaba con el balón. Ojalá la hubiese mirado más tiempo, pero no me culpo. En esta vida uno nunca sabe cuándo va a abrirse una trampilla, ¿no?

No fue culpa mía, ni fue culpa de mi padre, aunque me consta que él sí se sintió responsable. Pensó: Si hubiese movido el culo y la hubiese llevado en coche a la maldita tienda… Probablemente tampoco fue culpa del fontanero al volante de la furgoneta. Según la policía, no había bebido, y él juró que respetaba el límite de velocidad, que era de cuarenta kilómetros por hora en nuestra zona residencial. Según mi padre, incluso si decía la verdad, ese hombre debió de apartar la mirada de la calle, aunque fuera solo unos segundos. Es probable que mi padre tuviera razón en eso. Era perito de seguros, y el único accidente puro que había conocido, según me dijo en una ocasión, era el de un hombre de Arizona que resultó muerto cuando le cayó un meteorito en la cabeza.

—Siempre hay alguien que comete un error —dijo mi padre—. Lo cual no es lo mismo que ser culpable.

—¿Crees que el hombre que atropelló a mamá es culpable? —pregunté.

Él se detuvo a pensarlo. Se llevó el vaso a los labios y bebió. Habían pasado ya seis u ocho meses desde la muerte de mi madre, y ya apenas probaba la cerveza. Por entonces consumía exclusivamente ginebra Gilbey’s.

—Intento no culparlo. Y en general lo consigo, salvo cuando me despierto a las dos de la madrugada y veo que estoy solo en la cama. Entonces sí lo culpo.

4

Mi madre bajó a pie por la cuesta. Había un cartel en el punto donde terminaba la acera. Dejó atrás el cartel y cruzó el puente. Para entonces ya oscurecía y empezaba a lloviznar. Entró en la tienda, e Irina Eliades (conocida, naturalmente, como señora Zippy) le dijo que en tres minutos, cinco a lo sumo, saldría más pollo. En algún lugar de Pine

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