1
El maldito puente.
El milagro. El aullido.
1
Estoy seguro de que puedo contar esta historia. También estoy seguro de que nadie se la creerá. Eso me da igual. Me basta con contarla. Para mí —y está claro que para muchos escritores, no solo los novatos como yo—, el problema es decidir por dónde empezar.
Primero pensé que el punto de partida debía ser el cobertizo, porque es allí donde comenzaron en realidad mis aventuras, pero después caí en la cuenta de que tendría que hablar antes del señor Bowditch y de cómo nació nuestra estrecha relación. Aunque no habría ocurrido de no ser por el milagro que le aconteció a mi padre. Un milagro muy corriente, diréis, uno que ha sucedido a muchos miles de hombres y mujeres desde 1935, pero para un crío fue un milagro.
Solo que tampoco ese es el comienzo idóneo, porque dudo que mi padre hubiese necesitado un milagro de no ser por aquel maldito puente. Es por ahí, pues, por donde debo empezar, por el maldito puente de Sycamore Street. Y ahora, mientras pienso en esas cosas, veo un claro hilo que conduce a lo largo de los años hasta el señor Bowditch y el cobertizo cerrado con candado detrás de su vieja y ruinosa casa victoriana.
Aunque un hilo puede romperse fácilmente. Por tanto, no un hilo, sino una cadena. Una cadena sólida. Y yo era el crío con el grillete en torno a la muñeca.
2
El río Little Rumple discurre por el extremo norte de Sentry’s Rest (localidad conocida entre los lugareños como Sentry), y hasta 1996, el año en que yo nací, lo atravesaba un puente de madera. Ese año los inspectores del Departamento de Transporte por Carretera del estado lo examinaron y lo declararon peligroso. Los vecinos de nuestro lado de Sentry lo sabían desde 1982, dijo mi padre. Según el cartel, el puente soportaba un peso máximo de cinco mil kilos, pero la gente del pueblo que circulaba con la camioneta muy cargada las más de las veces lo evitaba, optando por el tramo de circunvalación de la autopista, que era un desvío molesto y requería mucho tiempo. Mi padre decía que incluso en coche notabas las sacudidas, el temblor y las reverberaciones de las tablas al pasar. Era un peligro, los inspectores no se equivocaban en eso, pero he aquí la ironía: si no hubiesen sustituido el viejo puente de madera por otro de acero, mi madre quizá seguiría viva.
El Little Rumple es, como su nombre indica, pequeño, y la construcción del puente nuevo no llevó mucho tiempo. Demolieron el arco de madera y abrieron el nuevo al tráfico en abril de 1997.
«El alcalde cortó una cinta, el padre Coughlin bendijo el maldito puente, y eso fue todo —dijo mi padre una noche. En ese momento estaba bastante borracho—. No puede decirse que para nosotros fuese una bendición, ¿verdad, Charlie?».
Lo bautizaron como puente de Frank Ellsworth, por un héroe del pueblo que había muerto en Vietnam, aunque los lugareños lo llamaban el puente de Sycamore Street sin más. Sycamore Street era una calle bien asfaltada en ambos tramos, pero la superficie del puente —de cuarenta y tres metros— era de rejilla de acero y producía un zumbido cuando pasaban coches y retumbaba cuando lo utilizaban camionetas, lo cual ya era posible, porque el nuevo puente admitía una carga máxima de treinta mil kilos. Insuficiente para un tráiler con toda su carga, pero en cualquier caso por Sycamore Street nunca transitaban camiones de larga distancia.
Pese a que el ayuntamiento hablaba todos los años de pavimentar la superficie del puente y añadir al menos una acera, al parecer todos los años surgían asuntos que requerían el dinero con mayor urgencia. No creo que una acera hubiese salvado a mi madre, pero el pavimento quizá sí. No hay forma de saberlo, ¿verdad?
Aquel maldito puente.
3
Vivíamos hacia la mitad de la cuesta de la colina de Sycamore Street, a menos de medio kilómetro del puente. Al otro lado había una pequeña gasolinera con un supermercado llamado Zip Mart. Vendía lo de costumbre, desde aceite de motor hasta pan de molde Wonder Bread y pastelitos Little Debbie, pero también pollo frito hecho por el dueño, el señor Eliades (conocido entre los vecinos como señor Zippy). Ese pollo cumplía exactamente lo que prometía el anuncio del escaparate: EL MEJOR DEL PAÍS. Aún recuerdo lo sabroso que era, pero no volví a comer un solo trozo después de la muerte de mi madre. Si lo hubiese intentado, se me habría atragantado.
Un sábado de noviembre de 2003 —cuando el ayuntamiento seguía deliberando sobre el pavimentado del puente y decidía una vez más que podía postergarse otro año—, mi madre nos dijo que iba a acercarse al Zippy a comprar pollo frito para cenar. Mi padre y yo estábamos viendo un partido de fútbol americano universitario por televisión.
—Será mejor que te lleves el coche —dijo mi padre—. Va a llover.
—Me conviene hacer ejercicio —dijo mi madre—, pero me pondré la gabardina de Caperucita Roja.
Y eso llevaba puesto la última vez que la vi. No se había levantado la capucha porque aún no llovía, así que le caía el cabello por los hombros. Yo tenía siete años y pensaba que mi madre tenía el pelo rojo más bonito del mundo. Me vio mirarla por la ventana y se despidió con la mano. Yo le devolví el saludo y centré de nuevo la atención en el televisor, donde en ese momento el equipo de la Universidad Estatal de Luisiana avanzaba con el balón. Ojalá la hubiese mirado más tiempo, pero no me culpo. En esta vida uno nunca sabe cuándo va a abrirse una trampilla, ¿no?
No fue culpa mía, ni fue culpa de mi padre, aunque me consta que él sí se sintió responsable. Pensó: Si hubiese movido el culo y la hubiese llevado en coche a la maldita tienda… Probablemente tampoco fue culpa del fontanero al volante de la furgoneta. Según la policía, no había bebido, y él juró que respetaba el límite de velocidad, que era de cuarenta kilómetros por hora en nuestra zona residencial. Según mi padre, incluso si decía la verdad, ese hombre debió de apartar la mirada de la calle, aunque fuera solo unos segundos. Es probable que mi padre tuviera razón en eso. Era perito de seguros, y el único accidente puro que había conocido, según me dijo en una ocasión, era el de un hombre de Arizona que resultó muerto cuando le cayó un meteorito en la cabeza.
—Siempre hay alguien que comete un error —dijo mi padre—. Lo cual no es lo mismo que ser culpable.
—¿Crees que el hombre que atropelló a mamá es culpable? —pregunté.
Él se detuvo a pensarlo. Se llevó el vaso a los labios y bebió. Habían pasado ya seis u ocho meses desde la muerte de mi madre, y ya apenas probaba la cerveza. Por entonces consumía exclusivamente ginebra Gilbey’s.
—Intento no culparlo. Y en general lo consigo, salvo cuando me despierto a las dos de la madrugada y veo que estoy solo en la cama. Entonces sí lo culpo.
4
Mi madre bajó a pie por la cuesta. Había un cartel en el punto donde terminaba la acera. Dejó atrás el cartel y cruzó el puente. Para entonces ya oscurecía y empezaba a lloviznar. Entró en la tienda, e Irina Eliades (conocida, naturalmente, como señora Zippy) le dijo que en tres minutos, cinco a lo sumo, saldría más pollo. En algún lugar de Pine Street, no lejos de nuestra casa, el fontanero acababa de terminar su último trabajo de ese sábado y guardaba la caja de herramientas en la trasera de la furgoneta.
El pollo salió, caliente, crujiente y dorado. La señora Zippy dispuso ocho trozos en una caja y dio a mi madre una alita de más para que se la comiera por el camino. Mi madre le dio las gracias, pagó y se detuvo a echar un vistazo al expositor de revistas. De no ser por eso, tal vez habría logrado cruzar todo el puente…, ¿quién sabe? La furgoneta del fontanero debía de estar doblando por Sycamore Street e iniciando el descenso de casi dos kilómetros mientras mi madre hojeaba el último número de People.
Volvió a dejarlo en el expositor, abrió la puerta y dijo a la señora Zippy por encima del hombro: «Buenas noches». Quizá gritara al ver que la furgoneta iba a embestirla, y a saber en qué estaba pensando, pero esas fueron las últimas palabras que pronunció. Salió. Para entonces caía una lluvia fría y constante, trazos plateados bajo el resplandor de la única farola en el lado del puente del Zip Mart.
Mordisqueando la alita de pollo, mi madre pasó a la plataforma de acero. Los faros la iluminaron y proyectaron una larga sombra a su espalda. El fontanero pasó por delante del cartel del otro extremo, el que previene: ¡PRECAUCIÓN! ¡HIELO EN LA SUPERFICIE DEL PUENTE ANTES DE LA CALZADA! ¿Iba mirando por el espejo retrovisor? ¿Comprobaba quizá si tenía algún mensaje en el móvil? Contestó que no a ambas preguntas, pero, cuando pienso en lo que le ocurrió a mi madre aquella noche, siempre me acuerdo de lo que decía mi padre: el único accidente puro que había conocido era el del hombre al que le cayó un meteorito en la cabeza.
Había espacio de sobra; el puente de acero era bastante más ancho que el anterior, el de madera. El problema fue la rejilla de acero. El fontanero vio a mi madre, que llegaba ya a la mitad del puente, y pisó el freno, no porque fuera demasiado deprisa (o eso dijo), sino en un acto reflejo. Había empezado a formarse hielo en la superficie de acero. La furgoneta patinó y comenzó a irse de lado. Mi madre se apretó contra la baranda del puente y se le cayó el trocito de pollo. La furgoneta siguió derrapando, la embistió y, haciéndola girar como una peonza, la arrastró a lo largo de la baranda. No quiero ni pensar en las partes del cuerpo que le arrancó aquella rotación mortal, pero a veces no puedo evitarlo. Lo único que sé es que al final la furgoneta, empujándola con el morro, la estampó contra un montante cerca del extremo del puente más próximo al Zip Mart. Parte de ella fue a caer al Little Rumple. El resto, casi todo lo demás, permaneció en el puente.
Llevo una foto de nosotros dos en la cartera. Yo tendría unos tres años cuando se tomó. Me sostiene en la cadera. Yo hundo una mano en su pelo. Tenía un pelo precioso.
5
La de ese año fue una Navidad de mierda, os lo aseguro.
Recuerdo la recepción después del funeral. Se celebró en nuestra casa. Mi padre estaba allí, saludando a la gente y aceptando las condolencias, y de pronto desapareció. Pregunté a su hermano, mi tío Bob, dónde se había metido. «Ha tenido que acostarse —dijo el tío Bob—. Estaba agotado, Charlie. ¿Por qué no sales a jugar?».
En la vida me había apetecido menos jugar, pero obedecí. Al pasar junto a un corrillo de adultos que habían salido a fumar, oí que uno decía: «El pobre, borracho como una cuba». Incluso en ese momento, sumido en el dolor por la muerte de mi madre, supe de quién hablaban.
Antes de que muriera mi madre, mi padre era lo que yo llamaría «un bebedor habitual». Por entonces yo estaba en segundo y era, pues, muy pequeño, así que supongo que debéis tomaros eso con pinzas, pero lo sostengo. Nunca lo oí arrastrar las palabras, no andaba dando traspiés por la casa, no iba de bares y jamás nos puso la mano encima ni a mi madre ni a mí. Llegaba a casa con su maletín, y mamá le preparaba una copa, normalmente un martini. Ella se tomaba otra. Por la noche, mientras veíamos la tele, se bebía quizá un par de cervezas. Eso era todo.
La situación cambió después de lo del maldito puente. Estuvo borracho tras el funeral («como una cuba»), borracho en Navidad y borracho en Nochevieja (que, como más tarde averigüé, las personas como él llamaban «noche de aficionados»). Durante las semanas y meses posteriores a la muerte de mi madre, pasó borracho la mayor parte del tiempo. Sobre todo en casa. Seguía sin ir de bares por la noche («Demasiados gilipollas como yo», dijo una vez) y seguía sin ponerme la mano encima, pero el hábito de la bebida escapaba a su control. Eso lo sé ahora; por aquel entonces solo lo aceptaba. Es lo que hacen los niños. También los perros.
Me encontré con que tenía que procurarme yo el desayuno dos mañanas por semana, luego cuatro, luego casi siempre. Comía cereales Alpha-Bits o Apple Jacks en la cocina y lo oía roncar en el dormitorio: unos fuertes ronquidos de lancha motora. En ocasiones se olvidaba de afeitarse antes de marcharse al trabajo. Después de la cena (comida para llevar cada vez más a menudo), le escondía las llaves del coche. Si necesitaba una nueva botella, podía ir a pie al Zippy y comprar una allí. A veces me preocupaba que se cruzara con un coche en el maldito puente, pero no demasiado. Estaba seguro (casi seguro, al menos) de que difícilmente mi padre y mi madre perecerían en el mismo sitio. Mi padre trabajaba en el mundo de los seguros, y yo sabía qué eran las tablas actuariales: un cálculo de probabilidades.
Mi padre era bueno en su oficio y fue trampeando durante más de tres años a pesar de la bebida. ¿Recibió advertencias en el trabajo? No lo sé, pero es muy posible. ¿Lo pararon por conducción anómala cuando empezó a beber ya al mediodía? De ser así, quizá lo dejaron ir con una simple amonestación. Digamos que no puede descartarse la posibilidad, porque conocía a todos los policías del pueblo. Tratar con policías formaba parte de su trabajo.
Durante esos tres años, se impuso cierto ritmo en nuestras vidas. Tal vez no fuera un buen ritmo, no la clase de ritmo al que a uno le gustaría bailar, pero era previsible. Yo llegaba a casa del colegio a eso de las tres. Mi padre aparecía a eso de las cinco, ya con unas cuantas copas en el cuerpo y en el aliento (no salía de bares por la noche, pero más tarde averigüé que frecuentaba la taberna Duffy’s de camino a casa al volver de la oficina). Traía pizza o tacos o comida china de Joy Fun. Algunas noches se le olvidaba y encargábamos algo por teléfono… o, mejor dicho, lo encargaba yo. Y después de la cena empezaba a beber de verdad. Sobre todo ginebra. Otras cosas si se acababa la ginebra. Algunas noches se quedaba dormido delante del televisor. Algunas noches se iba tambaleante al dormitorio, dejando atrás los zapatos y la chaqueta arrugada del traje, que luego yo recogía. De vez en cuando me despertaba y lo oía llorar. Es espantoso oír eso en plena noche.
El cataclismo se produjo en 2006. Eran las vacaciones de verano. Jugué un partido de béisbol de la liga benjamín a las diez de la mañana: anoté dos home runs y en defensa atrapé una bola en una jugada impresionante. Llegué a casa poco después de las doce y mi padre ya estaba allí, sentado en su sillón. Veía por la tele una película antigua cuyos actores se batían en duelo en la escalinata de un castillo. En calzoncillos, tomaba una bebida blanca; por el olor, me pareció que era Gilbey’s a palo seco. Le pregunté qué hacía en casa.
Sin apartar la mirada del combate de espadas y apenas arrastrando las palabras, dijo:
—Parece que he perdido el trabajo, Charlie. O, por citar a Bobcat Goldthwait, sé dónde está, pero ahora lo hace otra persona. O pronto lo hará.
No sabía qué decir, o eso pensé, pero las palabras salieron de mi boca igualmente.
—Por la bebida.
—Voy a dejarlo —contestó.
Me limité a señalar el vaso. Luego me fui a mi habitación, cerré la puerta y me eché a llorar.
Llamó a la puerta.
—¿Puedo pasar?
No respondí. No quería que me oyera lloriquear.
—Venga, Charlie. Lo he vaciado en el fregadero.
Como si yo no supiera que el resto de la botella estaría en la encimera de la cocina. Y que habría otra en el mueble bar. O dos. O tres.
—Venga, Charlie, ¿qué dices? —«Dicesh». Odiaba oírlo farfullar así.
—Que te jodan, papá.
No le había hablado así en la vida, y en cierto modo deseaba que entrase y me diese un bofetón. O un abrazo. Algo, lo que fuera. En lugar de eso, oí sus pasos vacilantes de camino a la cocina, donde estaría esperándolo la botella de Gilbey’s.
Cuando por fin salí, dormía en el sofá. La tele seguía encendida, pero sin sonido. Era otra película en blanco y negro; en esta salían coches antiguos que circulaban a gran velocidad por lo que obviamente era un decorado. Mi padre, en sus borracheras, siempre veía la Turner Classic Movies, a menos que yo estuviese en casa e insistiese en poner otra cosa. La botella estaba en la mesita de centro, casi vacía. Vertí lo que quedaba por el fregadero. Abrí el mueble bar y pensé en vaciar todo lo demás, pero solo de ver la ginebra, el whisky, los botellines de vodka, el licor de café… me invadió el cansancio. Cuesta creer que un niño de diez años pudiera estar así de cansado, pero yo lo estaba.
Metí en el microondas un plato congelado de Stouffer’s para la cena —el «pollo al horno de la abuela», nuestro favorito— y, mientras se hacía, zarandeé a mi padre para despertarlo. Se incorporó, miró alrededor como si no supiera dónde estaba y de pronto empezó a emitir unos desagradables resoplidos que yo no había oído nunca. Tambaleante, se encaminó hacia el cuarto de baño tapándose la boca con las manos, y lo oí vomitar. Tuve la impresión de que no acabaría nunca, pero al final terminó. Sonó el pitido del microondas. Saqué el pollo al horno usando unos guantes en los que se leía COCINAR BIEN en el izquierdo y COMER BIEN en el derecho; si uno se olvidaba de ponerse esos guantes al sacar algo caliente del microondas, no se olvidaba nunca más. Eché parte en nuestros platos y después entré en el salón, donde mi padre, sentado en el sofá, tenía la cabeza gacha y las manos entrelazadas tras la nuca.
—¿Puedes comer?
Alzó la vista.
—A lo mejor. Si me traes un par de aspirinas.
El baño apestaba a ginebra y alguna otra cosa, quizá salsa de frijoles, pero al menos lo había arrojado todo en el váter y había tirado de la cadena. Eché un poco de ambientador Glade; después le llevé el bote de aspirinas y un vaso de agua. Tomó tres y dejó el vaso donde antes estaba la botella de Gilbey’s. Me miró con una expresión que nunca le había visto, ni siquiera después de la muerte de mi madre. Lamento decir esto, pero voy a decirlo porque es lo que pensé en aquel momento: era la expresión de un perro que se ha cagado en el suelo.
—Podría comer si me dieras un abrazo.
Lo abracé y le pedí perdón por lo que le había dicho.
—No importa. Seguramente me lo merecía.
Entramos en la cocina y comimos todo el pollo al horno de la abuela que pudimos, que no fue mucho. Mientras mi padre vaciaba los restos de los platos en el fregadero, me dijo que iba a dejar de beber, y aquel fin de semana lo cumplió. Me dijo que el lunes empezaría a buscar trabajo, pero no lo hizo. Se quedó en casa, vio películas antiguas en la TCM y, cuando llegué del entrenamiento de béisbol y de nadar en el YMCA, él estaba borracho perdido.
Me vio observarlo y se limitó a menear la cabeza.
—Mañana. Mañana. Te doy mi palabra.
—No te lo crees ni tú —contesté, y entré en mi habitación.
6
Ese fue el peor verano de mi infancia. «¿Fue peor que el de después de la muerte de tu madre?», podríais preguntar, y yo diría que sí, porque él era el único progenitor que me quedaba y porque todo parecía ocurrir a cámara lenta.
Hizo un esfuerzo desganado por buscar empleo en el sector de los seguros, pero de ahí no salió nada, ni siquiera cuando se afeitó, se bañó y se vistió para triunfar. Debió de haber corrido la voz, supongo.
Las facturas llegaban y se amontonaban en la consola de la entrada, sin abrir. Al menos por su parte. Era yo quien las abría cuando la pila era muy alta. Se las ponía delante, y él extendía cheques para pagarlas. No supe cuándo empezaron a devolver esos cheques marcados con el rótulo SIN FONDOS, ni quise saberlo. Era como estar en un puente e imaginar que una furgoneta derrapaba sin control hacia ti. Preguntándote cuáles serían tus últimos pensamientos antes de morir aplastado.
Consiguió un trabajo a tiempo parcial en el túnel de lavado Jiffy, junto al tramo de circunvalación de la autopista. Al cabo de una semana, lo dejó o lo despidieron. No me dijo si fue lo uno o lo otro, y yo tampoco se lo pregunté.
Me convocaron para el equipo estelar de la liga benjamín, pero nos derrotaron en los primeros dos partidos de un torneo de doble eliminación. Durante la temporada había anotado dieciséis home runs y había obtenido las mejores estadísticas en bateo, pero en aquellos dos partidos me eliminaron siete veces por strikes, una de ellas al intentar golpear una bola dirigida al suelo y otra por dejarme engañar con un lanzamiento tan por encima de mi cabeza que habría necesitado un ascensor para darle. El entrenador me preguntó qué me pasaba y le dije nada, nada, déjeme en paz. Además, hacía gamberradas, algunas con un amigo, otras yo solo.
Y no dormía bien. No tenía pesadillas como después de la muerte de mi madre, sencillamente tardaba mucho en dormirme, a veces hasta pasadas las doce o la una de la mañana. Empecé a girar el despertador para no ver los números.
No era que odiase a mi padre (aunque estoy seguro de que con el tiempo habría llegado a eso), pero sí lo despreciaba. Débil, débil, pensaba, tendido en la cama escuchando sus ronquidos. Y, por supuesto, me preguntaba qué iba a ser de nosotros. El coche estaba pagado, lo cual era bueno, pero la casa no, y la suma a la que ascendían esas letras me horrorizaba. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que mi padre ya no pudiera cubrir el coste mensual? Sin duda llegaría el día, porque aún quedaban nueve años de hipoteca, y era imposible que el dinero durara tanto.
Sin techo, pensé. El banco se apropiará de la casa, como en Las uvas de la ira, y nos quedaremos sin techo.
Había visto a personas sintecho en el centro, no pocas, y cuando no podía dormir, esas personas acudían a mi mente. Pensaba mucho en esos vagabundos urbanos. Vestidos con ropa vieja que quedaba holgada a los flacos o estrecha a los corpulentos. Zapatillas remendadas con esparadrapo. Gafas torcidas. Cabello largo. Mirada de loco. Aliento a alcohol. Pensaba en nosotros durmiendo en el coche junto a los viejos apartaderos del ferrocarril o en el aparcamiento del Walmart entre las autocaravanas. Pensaba en mi padre empujando un carrito de supermercado con todas las pertenencias que nos quedaban. Siempre veía mi despertador en ese carrito. No sé por qué me horrorizaba eso, pero así era.
Con techo o sin él, muy pronto volvería al colegio. Probablemente algunos niños del equipo empezarían a llamarme Charlie Eliminado por Strikes. Que sería mejor que Charlie el Hijo del Esponja, pero eso tampoco tardaría en llegar. Los vecinos de nuestra calle ya sabían que George Reade ya no iba a trabajar y casi con toda seguridad sabían por qué. Yo no me engañaba a ese respecto.
Mi familia nunca había ido a la iglesia ni era religiosa en el sentido convencional. Una vez pregunté a mi madre por qué no íbamos a misa: ¿era porque ella no creía en Dios? Me contestó que sí creía, pero no necesitaba que un pastor (o un sacerdote o un rabino) le dijera cómo creer en Dios. Dijo que, para eso, solo necesitaba abrir los ojos y mirar alrededor. Mi padre explicó que él se había criado como baptista, pero dejó de ir a la iglesia cuando su parroquia comenzó a mostrar más interés en la política que en el Sermón de la Montaña.
Sin embargo, una noche, más o menos una semana antes de que se reanudaran las clases, se me ocurrió rezar. El impulso fue tan intenso que de hecho me asaltó como una compulsión. Me arrodillé junto a la cama, entrelacé las manos, cerré los ojos con fuerza y supliqué que mi padre dejara la bebida.
—Si haces eso por mí, seas quien seas, haré algo por ti —dije—. Te lo prometo, y que me muera si no cumplo. Tú enséñame qué quieres que haga y lo haré. Lo juro.
Después volví a la cama, y esa noche, al menos, dormí hasta la mañana.
7
Antes de que lo despidieran, mi padre trabajaba para Overland National Insurance. Es una gran empresa. Seguramente habéis visto sus anuncios, los de Bill y Jill, los camellos parlantes. Son muy graciosos. Mi padre decía: «Todas las compañías de seguros usan anuncios que hacen reír para captar la atención, pero las risas se acaban en cuanto el asegurado presenta una reclamación. Ahí es cuando intervengo yo. Soy el perito, lo que significa…, aunque nadie lo diga en voz alta…, que en principio he de rebajar la cantidad acordada en el contrato. A veces lo hago, pero he aquí el secreto: de entrada yo siempre me pongo del lado del reclamante. A menos que encuentre razones para no hacerlo, claro».
La sede de Overland en el Medio Oeste se encuentra en las afueras de Chicago, en lo que mi padre llamaba Callejón de los Seguros. Cuando trabajaba, tenía un trayecto en coche de cuarenta y cinco minutos desde Sentry, de una hora los días de tráfico denso. Desde esa oficina llevaban a cabo su actividad al menos cien peritos, y un día de septiembre de 2008 fue a verlo uno de los agentes con los que había trabajado. Su nombre era Lindsey Franklin. Mi padre lo llamaba Lindy. Era última hora de la tarde, y yo hacía los deberes a la mesa de la cocina.
Aquel día había tenido un comienzo de mierda memorable. La casa aún olía ligeramente a humo pese a que yo había echado el ambientador Glade. Mi padre había decidido preparar unas tortillas para el desayuno. Sabe Dios por qué estaba en pie a las seis de la mañana o por qué decidió que yo necesitaba una tortilla, pero el caso es que se fue al baño o a encender el televisor y se olvidó de lo que había en el fuego. Aún medio borracho de la noche anterior, sin duda. Me despertó el bramido del detector de humo, corrí a la cocina en ropa interior y encontré ya una nube de humo. El contenido de la sartén parecía un leño chamuscado.
Lo eché al triturador de basura y comí Apple Jacks. Mi padre aún llevaba puesto un delantal, que le quedaba ridículo. Intentó disculparse, y yo mascullé algo solo para que se callase. Lo que recuerdo de aquellas semanas y meses es que siempre andaba intentando disculparse, y eso me sacaba de mis casillas.
Pero también fue un día memorablemente bueno, uno de los mejores, por lo que ocurrió aquella tarde. Es posible que a este respecto os hayáis adelantado a mí, pero os lo contaré de todos modos, porque nunca dejé de querer a mi padre, ni siquiera cuando me disgustaba, y esta parte de la historia es para mí motivo de felicidad.
Lindy Franklin trabajaba para Overland. Era además un alcohólico en rehabilitación. No era un perito especialmente cercano a mi padre, quizá porque Lindy nunca entraba en la taberna Duffy’s después del trabajo con los demás. Pero sabía por qué había perdido mi padre su empleo y decidió hacer algo al respecto. O al menos intentarlo. Asumió lo que, como más tarde averigüé, se llama «la visita del Duodécimo Paso». Tenía unos cuantos peritajes en el pueblo y, cuando terminó con eso, decidió de improviso pasarse por nuestra casa. Después dijo que había estado a punto de cambiar de idea porque no tenía respaldo (los alcohólicos en rehabilitación normalmente hacen las visitas del Duodécimo Paso en compañía de otra persona, más o menos como los mormones), pero al final pensó que lo mismo daba y buscó nuestra dirección en su móvil. No quiero ni pensar qué habría sido de nosotros si hubiese decidido no venir. Yo nunca habría entrado en el cobertizo del señor Bowditch, eso por descontado.
El señor Franklin llevaba traje y corbata. Iba bien peinado. Mi padre —sin afeitar, descamisado, descalzo— nos presentó. El señor Franklin me estrechó la mano, dijo que era un placer conocerme y después me preguntó si me importaba salir para que él pudiera hablar a solas con mi padre. Salí con mucho gusto, pero las ventanas seguían abiertas tras la catástrofe del desayuno, y oí gran parte de lo que dijo el señor Franklin. Recuerdo en especial dos cosas. Mi padre admitió que bebía porque aún echaba mucho de menos a Janey. Y el señor Franklin dijo: «Si la bebida fuera a devolvértela, te diría, vale. Pero eso no va a ocurrir, ¿y cómo se sentiría ella si viera cómo vivís el niño y tú?».
Lo otro que dijo fue: «¿No estás harto y cansado de estar harto y cansado?». Fue en ese momento cuando mi padre rompió a llorar. Por lo general, a mí me horrorizaba verlo así (débil, débil), pero pensé que tal vez ese llanto fuera distinto.
8
Ya sabíais que era eso lo que vendría y probablemente conocéis también el resto de la historia. Sin duda lo sabéis si vosotros mismos habéis estado en rehabilitación o si conocéis a alguien que lo está. Lindy Franklin llevó a mi padre a una reunión de Alcohólicos Anónimos esa noche. Cuando volvieron, el señor Franklin llamó a su mujer y la avisó de que se quedaría en casa de un amigo. Durmió en nuestro sofá cama y a la mañana siguiente, a las siete, llevó a mi padre a una reunión llamada Amanecer Sobrio. Esa se convirtió en la reunión habitual de mi padre y fue donde obtuvo su medallón del primer año en Alcohólicos Anónimos. Falté a clase para poder entregárselo, y esa vez fui yo el que lloró un poco. A nadie pareció importarle; en esas reuniones hay mucho llanto. Después mi padre me dio un abrazo, y Lindy también. Para entonces yo ya lo llamaba por el nombre de pila, porque venía mucho a casa. Era el padrino de mi padre en el programa.
Ese fue el milagro. Ahora conozco bien Alcohólicos Anónimos y sé que ese proceso es algo por lo que pasan hombres y mujeres de todo el mundo, pero, aun así, a mí me pareció un milagro. Mi padre no recibió su primer medallón exactamente un año después de la visita del Duodécimo Paso de Lindy, porque tuvo un par de deslices, pero asumió la culpa y la gente de Alcohólicos Anónimos dijo lo que dice siempre, sigue viniendo, y eso hizo él, y el último desliz —una sola cerveza de un pack de seis que vertió en el fregadero— fue justo antes de Halloween de 2009. Cuando Lindy tomó la palabra en el primer aniversario de mi padre, dijo que a mucha gente se le ofrecía el programa pero no llegaba a recibir el programa. Dijo que mi padre era uno de los afortunados. Tal vez fuese verdad, tal vez mi plegaria fuese solo una coincidencia, pero preferí creer que no. En Alcohólicos Anónimos, puedes optar por creer lo que tú quieras. Así consta en lo que los alcohólicos en rehabilitación llaman el Gran Libro.
Y yo tenía una promesa que cumplir.
9
Las únicas reuniones a las que asistí fueron las de los aniversarios de mi padre, pero, como digo, Lindy venía a menudo por casa, y aprendí la mayoría de las máximas de Alcohólicos Anónimos que siempre andaban repitiendo. Me gustaban «Una vez se es pepinillo, no es posible volver a ser pepino» y «Dios no crea basura», pero la que se me quedó grabada —y sigue grabada a día de hoy— es una que le dijo Lindy a mi padre una noche cuando este hablaba de los recibos pendientes y de su miedo a perder la casa. Lindy le dijo que era un milagro que mi padre siguiera sobrio. Luego añadió: «Pero los milagros no son magia».
Seis meses después de recobrar la sobriedad, mi padre presentó una nueva solicitud en Overland y, con el respaldo de Lindy Franklin y otros —incluido su antiguo jefe, el que lo había despedido—, recuperó el empleo, pero estaba a prueba y él lo sabía. Eso lo indujo a trabajar con más ahínco. De pronto, en otoño de 2011 (tras dos años sobrio), mantuvo una conversación tan larga con Lindy que este tuvo que quedarse a dormir en el sofá cama otra vez. Mi padre insistió en que quería establecerse por cuenta propia, pero no lo haría sin la aprobación de Lindy. Después de asegurarse de que mi padre no volvería a beber si fracasaba en su nueva empresa —asegurarse en la medida de lo posible, al menos; la rehabilitación tampoco es una ciencia exacta—, Lindy le dijo que adelante, que lo intentara.
Mi padre se sentó conmigo y me explicó qué significaba eso: trabajar sin red.
—A ver, ¿tú que piensas?
—Pienso que deberías decir bye-bye, camellos parlantes —contesté, y él se rio. Luego dije lo que tenía que decir—. Pero, si vuelves a beber, la cagarás.
Al cabo de dos semanas, comunicó su decisión a Overland, y en febrero de 2012 abrió su negocio en una pequeña oficina de Main Street: George Reade, investigador y perito independiente.
No estaba mucho tiempo en aquel cubículo; se pasaba el día pateando aceras. Hablaba con policías, hablaba con fiadores («Siempre son útiles para dar pistas», decía), pero sobre todo hablaba con abogados. Muchos lo conocían por su trabajo en Overland y sabían que estaba rehabilitado. Le encargaban casos: los difíciles, aquellos en los que las grandes compañías reducían drásticamente la cantidad que estaban dispuestas a pagar o rechazaban en redondo la reclamación. Trabajaba muchísimas horas. Casi todas las noches me encontraba la casa vacía al llegar y me preparaba yo mismo la cena. No me importaba. Al principio, cuando mi padre aparecía por fin, lo abrazaba para olerle el aliento de manera furtiva en busca del inolvidable aroma de la ginebra Gilbey’s. Pero al cabo de un tiempo lo abrazaba sin más. Y él rara vez dejaba de asistir a una reunión de Amanecer Sobrio.
Algunos domingos Lindy venía a comer. Normalmente aparecía con comida para llevar, y los tres veíamos a los Bears por televisión, o a los White Sox si era la temporada de béisbol. Una de aquellas tardes mi padre nos comunicó que cada mes tenía más trabajo.
—La empresa crecería aún más deprisa si me pusiera del lado del reclamante más a menudo en los casos de resbalón y caída, pero muchos me huelen mal.
—¡Qué me vas a contar! —dijo Lindy—. A corto plazo, tendrías ganancias, pero al final te saldría el tiro por la culata.
Poco antes de que empezara en el instituto Hillview, mi padre anunció que teníamos que hablar seriamente. Me preparé para un sermón sobre los peligros de la bebida en los menores de edad o una charla sobre alguna de las cagadas en las que nos habíamos metido mi amigo Bertie Bird y yo durante (y después, un tiempo) sus años de borracheras, pero no era eso lo que tenía en mente. Quería hablar de mis estudios. Me dijo que tenía que sacar buenas notas si quería entrar en una buena universidad. Muy buenas notas.
—El negocio va a salir adelante. Al principio tenía miedo, y estuvo aquella etapa en la que me vi obligado a pedirle un préstamo a mi hermano, pero ya se lo he devuelto casi todo y creo que dentro de poco pisaré terreno firme. El teléfono suena mucho. En lo que se refiere a la universidad, sin embargo… —Meneó la cabeza—. No creo que pueda ayudarte mucho, al menos en un primer momento. Tenemos suerte de ser solventes. Lo cual es culpa mía. Hago todo lo posible por remediar la situación…
—Lo sé.
—… pero tienes que ayudarte a ti mismo. Tienes que trabajar. Tienes que sacar una puntuación alta en las pruebas de aptitud cuando las hagas.
Ya tenía previsto presentarme a las pruebas de aptitud académica en diciembre, pero no se lo dije. Mi padre estaba lanzado.
—También debes plantearte la posibilidad de un crédito, pero solo como último recurso; esos préstamos te atormentan durante mucho tiempo. Piensa en las becas. Y dedícate a algún deporte, ese es otro camino para conseguir una beca, pero lo más importante son las notas. Notas, notas, notas. No te pido matrículas de honor, pero quiero verte entre los diez primeros. ¿Entendido?
—Sí, padre —contesté, y me dio un cachete en broma.
10
Estudié de firme y saqué buenas notas. Jugué al fútbol en otoño y al béisbol en primavera. En segundo entré en los dos equipos del instituto. El entrenador Harkness quería que jugase también al baloncesto, pero me negué. Le dije que necesitaba al menos tres meses al año para dedicarme a otras cosas. El entrenador se alejó meneando la cabeza ante la lamentable situación de la juventud en esos tiempos de degeneración.
Fui a algunos bailes. Besé a algunas chicas. Hice algunos buenos amigos, la mayoría deportistas, pero no todos. Descubrí algunas bandas de heavy metal que me gustaban y las escuchaba a todo volumen. Mi padre nunca se quejó, aunque me compró unos auriculares en Navidad. Me aguardaban cosas terribles en el futuro —ya os los contaré a su debido tiempo—, pero ninguna de las cosas terribles que me habían quitado el sueño llegó a hacerse realidad. Aquella seguía siendo nuestra casa, y mi llave seguía abriendo la puerta de entrada. Eso estaba bien. Si alguna vez habéis imaginado que podríais acabar pasando las frías noches de invierno en un coche o en un refugio para sintecho, ya sabéis de qué hablo.
Y nunca olvidé mi trato con Dios. Si haces eso por mí, haré algo por ti, había dicho yo. De rodillas lo había dicho. Tú enséñame qué quieres que haga y lo haré. Lo juro. Había sido una plegaria infantil, en gran medida pensamiento mágico, pero una parte de mí (casi todo yo) no lo creía así. Ni lo cree ahora. Pensé que mi plegaria había sido atendida, igual que en una de esas películas sensibleras de Lifetime que ponían entre Acción de Gracias y Navidad. Lo que significaba que debía cumplir mi parte del trato. Tenía la sensación de que, si no lo hacía, Dios retiraría el milagro y mi padre volvería a beber. Debéis tener presente que los chavales de instituto —por altos que sean los chicos, por bonitas que sean las chicas— en esencia son niños por dentro.
Lo intenté. A pesar de que, entre actividades escolares y extraescolares, no solo tenía una agenda apretada, sino que estaba desbordado, hice lo posible por saldar la deuda.
Me uní a la iniciativa Adopta una Carretera, del Key Club. Nos asignaron tres kilómetros de la Estatal 226, que es básicamente un páramo de restaurantes de comida rápida, moteles y gasolineras. Debí de recoger tropecientas cajas de Big Mac, más de tropecientas latas de cerveza y al menos una docena de bragas desechadas. Un año, por Halloween, me puse un absurdo mono de color naranja y fui por ahí recaudando dinero en una colecta de UNICEF. En el verano de 2012, me senté a una mesa de inscripción de votantes en el centro, pese a que a mí me faltaba un año y medio para poder votar. Además, ayudaba a mi padre en la oficina los viernes después del entrenamiento, rellenando papeles e introduciendo datos en el ordenador —el típico trabajo de machaca— mientras fuera oscurecía y comíamos pizza de Giovanni’s directamente de la caja.
Según mi padre, todo eso quedaría muy bien en mis solicitudes a las universidades, y yo le daba la razón sin decirle que ese no era el motivo por el que lo hacía. No quería que Dios llegara a la conclusión de que no cumplía mi parte del trato, pero a veces me parecía oír un susurro celestial de desaprobación: No basta, Charlie. ¿De verdad crees que recoger basura de las cunetas es pago suficiente por la buena vida de que disfrutáis ahora tu padre y tú?
Lo que me lleva —por fin— a abril de 2013, el año en que cumplí los diecisiete. Y al señor Bowditch.
11
¡El entrañable instituto Hillview! Ahora me parece que ha pasado mucho tiempo. En invierno iba en autobús, sentado en la parte de atrás con Andy Chen, amigo mío desde primaria. Andy, también deportista, acabó jugando en el equipo de baloncesto de la Universidad Hofstra. Para entonces Bertie ya no estaba, se había ido a vivir a otra parte. Lo cual fue, en cierto modo, un alivio. Existe eso que puede describirse como un buen amigo que es a la vez un mal amigo. A decir verdad, Bertie y yo éramos malos el uno para el otro.
En otoño y primavera, iba en bici, porque vivíamos en un pueblo con muchas cuestas y pedalear era un buen ejercicio para fortalecer las piernas y el trasero. Además, me proporcionaba tiempo para pensar y estar solo, cosa que me gustaba. Al volver a casa del instituto, recorría Plain Street hasta Goff Avenue y luego seguía por Willow Street hasta Pine. Pine Street confluía con Sycamore en lo alto de la cuesta que descendía hacia el maldito puente. Y en la esquina de Pine con Sycamore estaba la Casa de Psicosis, así bautizada por Bertie Bird cuando teníamos diez u once años.
Era en realidad la casa de Bowditch, el nombre constaba en el buzón, desvaído pero todavía legible. Aun así, a Bertie no le faltaba. Todos habíamos visto la película (junto con otras de visión obligada para niños de once años como El exorcista y La cosa), y sí que se parecía a la casa donde vivía Norman Bates con su madre embalsamada. No era ni remotamente como las otras cuidadas casitas adosadas de una y dos plantas de Sycamore y el resto del vecindario. La Casa de Psicosis era una residencia victoriana amplia e irregular con el techo hundido, en otro tiempo quizá blanca pero por aquel entonces de un color degradado que yo describiría como «gris gato salvaje de granero». La delimitaba una cerca de madera ladeada hacia delante en algunos sitios y hacia atrás en otros. Una cancela oxidada de un metro de altura impedía el paso al pavimento roto del camino de acceso. El césped era, mayormente, malas hierbas descontroladas. Daba la impresión de que el porche estuviera desprendiéndose lentamente de la casa a la que pertenecía. Todas las persianas estaban bajadas, lo que, según Andy Chen, era absurdo, porque en cualquier caso las ventanas, de tan sucias, no dejaban ver el interior. Medio enterrado entre la hierba alta, asomaba un cartel de PROHIBIDO EL PASO. En la cancela, un letrero más grande rezaba: CUIDADO CON EL PERRO.
Andy tenía una historia acerca de ese perro, un pastor alemán que se llamaba Radar, como el personaje de la serie de televisión MASH. Todos habíamos oído los ladridos (sin saber que ese Radar era en realidad una hembra) y habíamos alcanzado a atisbarlo alguna que otra vez, pero Andy era el único que lo había visto de cerca. Según decía, un día paró en la bici porque el buzón del señor Bowditch estaba abierto y tan lleno de correo basura que parte había caído a la acera y el viento lo esparcía.
—Lo recogí y volví a embutirlo con el resto de la morralla —explicó Andy—. Solo pretendía hacerle un favor, lo estaba pidiendo a gritos. De pronto, oigo unos gruñidos y unos ladridos, algo así como GRRR-GRRR-GUAU-GUAU, y miro y veo venir a ese puto monstruo de perro, que debía de pesar por lo menos cincuenta kilos, todo dientes, con la baba volando hacia atrás y esos putos ojos rojos.
—Ya —dijo Bertie—. Un perro monstruo. Como Cujo en aquella película. Seguuuro.
—De verdad —dijo Andy—. Te lo juro por Dios. De no ser porque el viejo le dio un grito, habría atravesado esa cancela. Que está tan vieja que necesita un pediatra.
—Geriatra —dije yo.
—Lo que sea, tío. El caso es que el viejo salió al porche y gritó: «¡Radar, échate!», y el perro se echó al suelo en el acto. Solo que no dejó de mirarme ni de gruñir en ningún momento. Luego el tío dice: «¿Qué haces ahí, chico? ¿Estás robándome el correo?». Y yo le contesto: «No, señor. Se lo estaba llevando el viento, y me he parado a recogerlo. Tiene el buzón llenísimo». Y me suelta, va y me suelta: «Ya me ocuparé yo de mi buzón, lárgate de aquí». Y eso hice. —Andy meneó la cabeza—. Ese perro me habría destrozado la garganta. Lo sé.
No me cupo duda de que Andy exageraba, como tenía por costumbre, pero esa noche pregunté a mi padre por el señor Bowditch. Me dijo que apenas sabía nada de él, más allá de que era un solterón y vivía en ese caserón en ruinas desde antes de que él llegara a Sycamore Street, y de eso hacía ya veinticinco años.
—Tu amigo Andy no es el único chico al que ha gritado —añadió mi padre—. Bowditch es famoso por su mal humor y por su pastor alemán, que tiene tan mal genio como él. El ayuntamiento querría que se muriera para poder echar abajo esa casa, pero ahí sigue. Hablo con él cuando lo veo, que es casi nunca, y me parece un hombre bastante educado, pero yo soy un adulto. Algunos ancianos tienen alergia a los jóvenes. Te aconsejo que guardes las distancias con él, Charlie.
Y no me supuso el menor problema hasta aquel día de abril de 2013. Sobre el cual os hablaré ahora.
12
De regreso a casa después del entrenamiento de béisbol, paré en la esquina de Pine con Sycamore para retirar la mano izquierda del manillar de la bici y sacudirla. Aún la tenía roja y me palpitaba tras los ejercicios de esa tarde en el gimnasio (el campo seguía demasiado embarrado, era impracticable). El entrenador Harkness —que entrenaba tanto al equipo de béisbol como al de baloncesto— me tuvo en la primera base mientras varios aspirantes a pícher practicaban el lanzamiento rápido de eliminación. Algunos lanzaban muy fuerte. No diré que el entrenador estuviera desquitándose conmigo por negarme a jugar al baloncesto —los Erizos, el equipo del instituto, habían ganado cinco partidos de veinte—, pero tampoco diré que no.
La vieja y amplia residencia victoriana con el techo hundido del señor Bowditch quedaba a mi derecha, y desde ese ángulo parecía más que nunca la Casa de Psicosis. Me disponía a cerrar la mano en torno al manguito izquierdo de la bici, listo para seguir mi camino, cuando oí el aullido de un perro. Procedía de detrás de la casa. Me acordé del perro monstruo que había descrito Andy, todo dientes enormes y con unos ojos rojos por encima de las fauces babeantes, pero aquello no era el YABA-YABA-ROU-ROU de un animal agresivo a punto de atacar; era un sonido triste y asustado. Quizá incluso desconsolado. He rememorado ese momento, preguntándome si es solo mi impresión en retrospectiva, y he llegado a la conclusión de que no. Porque se repitió otra vez. Y una tercera, pero más flojo y descendente, como si el animal que lo emitía pensara: ¿De qué sirve?
Luego se oyó otro aullido, aún mucho más flojo que el anterior: «Socorro».
De no ser por esos aullidos, yo habría rodado cuesta abajo hasta mi casa y me habría tomado un vaso de leche con media caja de lenguas de gato con chocolate Milano. Más contento que unas pascuas. Lo cual no le habría convenido al señor Bowditch. Era ya tarde, las sombras se alargaban conforme se acercaba el anochecer, y aquel abril era condenadamente frío. El señor Bowditch se habría quedado allí tirado toda la noche.
Me atribuyeron el mérito de salvarlo —otra medalla para las solicitudes de ingreso a universidades si prescindía de la modestia, como sugirió mi padre, y adjuntaba el artículo que se publicó en el periódico al cabo de una semana—, pero no fue cosa mía, la verdad.
Fue Radar quien, con sus aullidos desconsolados, lo salvó.
2
El señor Bowditch. Radar.
La noche en la Casa de Psicosis.
1
Pedaleando, doblé la esquina hasta la cancela, que daba a Sycamore Street, y apoyé la bici en la cerca de madera combada. La cancela —baja, apenas me llegaba a la cintura— no se abría. Me asomé por encima para examinarla y vi un gran pasador, tan oxidado como la propia cancela. Tiré de él, pero parecía trabado. El perro volvió a aullar. Me quité la mochila, llena de libros, y la utilicé como peldaño. Al encaramarme a la cancela, me golpeé la rodilla con el cartel de CUIDADO CON EL PERRO y aterricé con la otra rodilla en el lado opuesto porque se me enganchó una zapatilla en lo alto. Me pregunté si lograría saltarla para llegar a la acera en caso de que el perro decidiera venir a por mí tal como había hecho con Andy. Recordé el viejo tópico de que el miedo daba alas y esperé no tener que comprobar si era cierto. Yo jugaba al fútbol y al béisbol. Dejaba el salto de altura para los que practicaban atletismo.
Corrí hacia la parte de atrás, oyendo el roce de la hierba alta contra el pantalón. No creo que viera el cobertizo, no en ese instante, porque estaba más atento a la posible aparición del perro. Lo encontré en el porche trasero. Según Andy, pasaba de cincuenta kilos, y quizá fuera así cuando éramos críos y el instituto quedaba aún lejos en el futuro, pero el perro que yo tenía ante mí no pesaba más de treinta o treinta y cinco. Flaco, de pelaje irregular, tenía la cola enmarañada y el hocico prácticamente blanco. Me vio, empezó a bajar por los inestables peldaños y estuvo a punto de caer al esquivar al hombre desmadejado en ellos. Vino hacia mí, pero aquello no era la carrera de un animal a punto de atacar; era solo un trote artrítico y renqueante.
—Radar, échate —ordené, aunque tampoco esperaba que me obedeciera.
No obstante, el perro se echó al suelo entre los hierbajos y empezó a gimotear. Aun así, tracé un amplio círculo a su alrededor para acceder al porche trasero.
El señor Bowditch yacía sobre el costado izquierdo. Un bulto sobresalía de la pernera de los pantalones caquis por encima de la rodilla derecha. No hacía falta ser médico para saber que tenía la pierna rota y, a juzgar por aquella protuberancia, la fractura debía de ser grave. Yo desconocía la edad del señor Bowditch, pero era bastante viejo. Aunque tenía el pelo casi totalmente blanco, debía de haber sido pelirrojo de joven, porque todavía le quedaba algún mechón rojo. Daba la impresión de que el cabello se le estaba oxidando. Las arrugas de las mejillas y las comisuras de los labios se le marcaban tanto que parecían surcos. Hacía frío, pero tenía la frente perlada de sudor.
—Necesito ayuda —dijo—. Me he caído de la puta escalera de mano. —Intentó señalar. Al hacerlo, se desplazó un poco en los peldaños y gimió.
—¿Ha llamado al 911? —pregunté.
Me miró como si fuera tonto.
—El teléfono está dentro de la casa, chico. Yo estoy aquí fuera.
Eso no lo entendí hasta más tarde. El señor Bowditch no tenía móvil. Nunca lo había considerado necesario, casi ni sabía lo que era.
Trató de moverse otra vez y enseñó los dientes.
—Dios, qué dolor.
—Será mejor que se quede quieto —dije.
Llamé al 911 y dije que necesitaba una ambulancia en la esquina de Pine con Sycamore, porque el señor Bowditch se había caído y se había roto una pierna. Añadí que debía de ser una fractura grave. Veía que el hueso asomaba de la pernera del pantalón y la rodilla también parecía hinchada. La operadora me pidió el número de la casa, así que se lo pregunté al señor Bowditch.
Volvió a mirarme como diciéndome que era tonto de nacimiento y respondió:
—El número uno.
Informé a la mujer, y ella me aseguró que enviarían una ambulancia de inmediato. Me indicó que debía quedarme con él y evitar que se enfriase.
—Está sudando —dije.
—Si la fractura es tan grave como dices, seguramente se debe al shock.
—Ah, vale.
Radar, con las orejas pegadas a la cabeza, renqueó de nuevo y gruñó.
—Quieta, chica —ordenó Bowditch—. Échate.
Radar —era perra— se echó al pie de los escalones con aparente alivio y empezó a jadear.
Me quité la cazadora con la letra del instituto e hice ademán de cubrir al señor Bowditch con ella.
—¿Qué demonios haces?
—Se supone que debo abrigarlo.
—Tengo calor.
Pero vi que en realidad no era así, porque había comenzado a tiritar. Bajó el mentón para mirar mi cazadora.
—Vas al instituto, ¿eh?
—Sí, señor Bowditch.
—Rojo y dorado. Hillview, pues.
—Sí.
—¿Haces algún deporte?
—Fútbol y béisbol.
—Los Erizos. Vaya… —Intentó moverse y lanzó un grito. Radar levantó las orejas y lo miró con inquietud—. Qué nombre más absurdo…
No pude discutírselo.
—Será mejor que no se mueva, señor Bowditch.
—Se me están clavando los peldaños por todas partes. Debería haberme quedado en el suelo, pero pensé que podría llegar hasta el porche. Y luego entrar. Tenía que intentarlo. Aquí fuera, dentro de poco, va a hacer un frío de muerte, joder.
Yo pensé que ya hacía un frío de muerte.
—Me alegro de que hayas venido. Supongo que has oído aullar a la ancianita.
—Primero a ella, luego he oído que llamaba usted —contesté. Miré hacia el porche. Veía la puerta, pero dudé que el señor Bowditch hubiera logrado llegar al picaporte sin erguirse sobre la rodilla ilesa. Cosa que difícilmente podría haber hecho.
Siguió mi mirada.
—La trampilla de la perra —aclaró—. He pensado que a lo mejor podía entrar a rastras por ahí. —Hizo una mueca—. Imagino que no llevarás encima unos analgésicos, ¿verdad? ¿Aspirina o algo más fuerte? Siendo deportista y tal…
Negué con la cabeza. Oí una sirena, lejana, muy lejana.
—¿Y usted? ¿Tiene alguno?
Vaciló y al final asintió.
—Dentro. Ve derecho por el pasillo. Hay un aseo junto a la cocina. Creo que allí, en el botiquín, hay un frasco de aspirinas. No toques nada más.
—Descuide. —Sabía que era viejo y estaba dolorido, pero, aun así, me molestó un poco la insinuación.
Alargó el brazo y me agarró de la camiseta.
—No fisgonees.
Me aparté.
—Ya le he dicho que no lo haré.
Subí los peldaños. El señor Bowditch ordenó:
—¡Radar! ¡Ve!
Radar subió renqueante los escalones y esperó a que yo abriera la puerta en lugar de utilizar la trampilla con bisagras del panel inferior. Me siguió por el pasillo, que estaba en penumbra y resultaba un tanto sorprendente. A un lado había revistas viejas apiladas en bloques atados con cordel de yute. Conocía algunas, como Life y Newsweek, pero había otras —Collier’s, Dig, Confidential y All Man— de las que nunca había oído hablar. Al otro lado se alzaban montones de libros, la mayoría viejos y con ese olor de los libros viejos. Posiblemente sea un olor que no gusta a todo el mundo, pero a mí sí. Es un olor a moho, pero a moho del bueno.
La cocina estaba llena de aparatos antiguos y había un fogón Hotpoint, un fregadero de porcelana con herrumbre debido a nuestra agua, dura, y grifos con esos mandos radiales de otra época; el suelo de linóleo estaba tan gastado que no se veía el dibujo. Pero estaba todo como una patena. En el escurridor había un plato, una taza y un juego de cubiertos: cuchillo, tenedor, cuchara. Eso me entristeció. En el suelo vi un plato limpio con RADAR impreso en el contorno y eso también me entristeció.
Entré en el baño, que no era mucho más grande que un armario: solo un inodoro con la tapa levantada y más círculos de óxido en la taza, un lavabo debajo de un espejo. Hice girar el espejo y en el botiquín vi unos cuantos fármacos polvorientos de venta sin receta que parecían de tiempos inmemoriales. En un frasco del estante central se leía «Aspirina». Cuando lo cogí, vi una bolita detrás. Pensé que era un balín.
Radar esperó en la cocina, porque de hecho en el baño no cabíamos los dos. Cogí la taza del escurridor y la llené de agua del grifo. Luego, seguido por Radar, recorrí de nuevo el Pasillo de Material de Lectura Antiguo. Fuera, la sirena se oía más fuerte y más cerca. El señor Bowditch yacía con la cabeza apoyada en el antebrazo.
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
Levantó la cabeza, y vi su rostro sudoroso y demacrado, con grandes ojeras.
—¿A ti qué te parece?
—La verdad es que me parece que no, pero no estoy seguro de que le convenga tomar estas pastillas. En el frasco dice que caducaron en agosto de 2004.
—Dame tres.
—Madre mía, quizá debería esperar a la ambulancia, señor Bowditch, ellos le darán…
—Tú dámelas. Lo que no te mata te hace más fuerte. Imagino que no sabes quién dijo eso, ¿verdad? Hoy día no os enseñan nada.
—Nietzsche —respondí—. El ocaso de los ídolos. Este trimestre tengo Historia Universal.
—Bien por ti. —Se buscó a tientas en el bolsillo del pantalón, lo que le arrancó un gemido, pero no paró hasta sacar un pesado llavero—. Hazme el favor de cerrar la puerta, chico. Es la plateada de cabeza cuadrada. La puerta de delante ya está cerrada con llave. Luego devuélvemelas.
Separé la llave plateada del llavero y se lo devolví. Se lo guardó de nuevo en el bolsillo, gimiendo otra vez. La sirena se acercaba. Confiaba en que ellos tuvieran más suerte que yo con el pasador oxidado. De lo contrario tendrían que echar la cancela abajo. Empecé a erguirme, pero de pronto miré a la perra. Tenía la cabeza en el suelo, entre las patas. No quitaba ojo al señor Bowditch.
—¿Y qué pasa con Radar?
Volvió a mirarme como diciéndome que era tonto de nacimiento.
—Puede entrar y salir de la casa por la trampilla si necesita hacer sus necesidades.
Un crío o un adulto menudo que quisiera echar un vistazo dentro o robar algo también podía utilizar ese acceso, pensé.
—Sí, pero ¿quién le dará de comer?
No hace falta que os diga, supongo, que mi primera impresión del señor Bowditch no fue buena. Me pareció que era un cascarrabias, un hombre con muy mal genio, y que no era de extrañar que viviera solo; una esposa lo habría matado o abandonado. Pero cuando miró al pastor alemán envejecido, vi algo más: amor y consternación. A veces decimos que alguien está al borde de la desesperación, ¿no? Pues el señor Bowditch, a juzgar por la expresión de su rostro, era ahí donde estaba. Debía de sentir un dolor insufrible, pero en ese momento lo único en lo que pensaba —lo único que le importaba— era su perra.
—Mierda. Mierda, mierda, mierda. No puedo dejarla. Tendré que llevármela al puñetero hospital.
La sirena llegó frente a la casa y se apagó. Se oyeron portazos.
—No se lo permitirán —advertí—. Ya debe de saberlo.
Apretó los labios.
—Entonces no voy.
Sí, sí va a ir, pensé. Y a continuación pensé otra cosa, solo que no parecía un pensamiento mío en absoluto. Estoy seguro de que lo era, pero no lo parecía. Teníamos un trato. Déjate de andar recogiendo basura en la carretera; es aquí donde debes cumplir tu parte.
—¿Hola? —gritó alguien—. Somos los sanitarios, ¿alguien puede abrir la cancela?
—Déjeme quedarme con la llave —propuse—. Yo le daré de comer. Solo tiene que decirme cuánto y…
—¿Hola? ¡Si no responden, entramos!
—… y con qué frecuencia.
El señor Bowditch había empezado a sudar a mares y las ojeras se le habían oscurecido, como hematomas.
—Déjalos pasar antes de que rompan la puñetera cancela. —Dejó escapar un suspiro ronco y entrecortado—. Vaya puto lío.
2
El hombre y la mujer que esperaban en la acera vestían chaquetas en las que se leía «Servicio de Ambulancias del Hospital del Condado de Arcadia». Llevaban una camilla y, encima de esta, un montón de equipo. Habían apartado mi mochila, y el hombre se esforzaba en descorrer el pasador. No tenía más suerte que yo.
—Está en la parte de atrás —dije—. Lo he oído pedir ayuda.
—Estupendo, pero no puedo mover esto. Agarra tú también, chico. A lo mejor entre los dos.
Agarré, y tiramos. Finalmente el pasador se deslizó, y me atrapó el pulgar. En el ardor del momento apenas me di cuenta, pero esa noche tenía negra casi toda la uña.
Rodearon la casa a través de la hierba alta, con la camilla tambaleándose y el equipo apilado encima traqueteando. Radar, renqueante, dobló la esquina, gruñó e intentó mostrarse feroz. Se esmeraba, pero después de tantas emociones, por lo que vi, no le quedaba mucha energía.
—Échate, Radar —dije, y se echó al suelo, al parecer agradecida.
Aun así, los sanitarios trazaron un amplio círculo alrededor.
Vieron al señor Bowditch desmadejado en los peldaños del porche y procedieron a descargar el material. La mujer hizo comentarios tranquilizadores sobre la fractura y dijo que le administrarían algo para que se sintiera mejor.
—Ya ha tomado algo —informé, y saqué el frasco de aspirinas del bolsillo.
El otro sanitario lo miró y dijo:
—Dios mío, eso es arcaico. Cualquier efecto que pudieran tener lo perdieron hace tiempo. CeeCee, Demerol. Con veinte bastará.
Radar volvió. Lanzó un gruñido simbólico a CeeCee y luego, gimoteando, se acercó a su dueño. Bowditch le acarició la cabeza con la mano ahuecada, y cuando la apartó, la perra se hizo un ovillo en los peldaños junto a él.
—Esa perra le ha salvado la vida —dije—. No puede ir al hospital y no puede pasar hambre.
Sostenía la llave plateada de la puerta de atrás. El señor Bowditch la miró mientras CeeCee le ponía una inyección sin que él pareciera darse cuenta siquiera. Soltó otro suspiro ronco.
—De acuerdo, joder, ¿qué remedio? Su pienso está en un cubo grande de plástico en la despensa. Detrás de la puerta. Hay que darle un vaso a la seis de la tarde y si tengo que quedarme internado por la noche, otro a la seis de la mañana. —Miró al sanitario—. ¿Tendré que quedarme?
—No lo sé. No me corresponde a mí decidirlo. —Desenvolvía el manguito de un tensiómetro.
CeeCee me dirigió una mirada con la que decía: Sí, va a quedarse esta noche, y eso de entrada.
—Un vaso a las seis de esta tarde, otro a las seis mañana. Entendido.
—No sé cuánto pienso queda en el cubo. —Empezaban a vidriársele los ojos—. Si tienes que comprar más, ve a Pet Pantry. Come Orijen Regional Red. Nada de carne ni de picar. Un chico que sabe quién es Nietzsche seguramente podrá acordarse de eso.
—Me acordaré.
El sanitario había activado el tensiómetro, y los valores que veía, fueran cuales fuesen, no le gustaron.
—Vamos a subirlo a la camilla. Yo soy Craig y ella es CeeCee.
—Y yo Charlie Reade —dije—. Él es el señor Bowditch. No sé cuál es su nombre de pila.
—Howard —dijo el señor Bowditch. Los sanitarios hicieron ademán de levantarlo, pero les pidió que esperaran. Rodeó la cara de Radar con las manos y la miró a los ojos—. Pórtate bien. Pronto nos veremos.
La perra gimoteó y lo lamió. Una lágrima rodó por la mejilla del señor Bowditch. Quizá fuera por el dolor, pero no lo creo.
—Hay dinero en el bote de harina de la cocina —dijo. Se le despejó la mirada brevemente y tensó los labios—. Un momento. El bote de harina está vacío. Me olvidaba. Si…
—De verdad, señor —dijo CeeCee—, tenemos que llevarlo a la…
El señor Bowditch la miró de soslayo y le pidió que callara un minuto. Luego volvió a mirarme a mí.
—Si tienes que comprar otro saco de pienso, págalo tú. Ya te devolveré el dinero. ¿Entendido?
—Sí. —Entendí también otra cosa. El señor Bowditch, incluso bajo los efectos de un potente calmante, sabía que no volvería esa noche ni la siguiente.
—Muy bien, pues. Cuida de ella. Es lo único que tengo. —Acarició a Radar por última vez, agitándole las orejas, y luego dirigió un gesto de asentimiento a los sanitarios.
Cuando lo levantaron, gritó con los dientes apretados, y Radar ladró.
—¿Chico?
—¿Sí?
—No fisgonees.
No me digné contestar. Craig y CeeCee llevaron la camilla más o menos a cuestas en torno a la casa para que no se sacudiera demasiado. Eché una ojeada alrededor y me fijé en la escalera de mano extensible caída en la hierba; luego alcé la vista hacia el tejado. Deduje que el señor Bowditch había estado limpiando los canalones. O intentándolo.
Regresé a los peldaños del porche y me senté. En la parte delantera empezó a sonar de nuevo la sirena, al principio estridente y luego a menor volumen a medida que bajaba por la cuesta hacia el maldito puente. Radar miró en dirección al sonido, levantando las orejas. Intenté acariciarla. Al ver que no me mordía, ni gruñía siquiera, repetí el gesto.
—Parece que estamos solos tú y yo, chica —dije.
Radar apoyó el hocico en mi zapatilla.
—Ni siquiera ha dado las gracias —añadí—. Vaya elemento.
Pero en realidad no estaba enfadado, porque daba igual. No necesitaba que me diera las gracias. Yo estaba saldando una deuda.
3
Llamé a mi padre por teléfono y lo puse al corriente mientras rodeaba la casa con la esperanza de que no me hubiesen robado la mochila. No solo seguía allí, sino que además uno de los sanitarios se había tomado la molestia de echarla por encima de la cancela. Mi padre me preguntó si podía hacer algo. Respondí que no, que me quedaría allí estudiando hasta las seis, la hora de dar de comer a Radar, y luego volvería a casa. Comentó que pasaría a buscar comida china y ya nos veríamos allí cuando yo llegase. Le dije que lo quería y él respondió que también me quería.
Extraje el candado de la bici de la mochila, me planteé cargar con la Schwinn hasta el costado de la casa, pero decidí que igual daba y me limité a sujetarla a la cancela. Di un paso atrás y casi tropecé con Radar. Lanzó un gañido y se apartó en el acto.
—Perdona, chica, perdona.
Me arrodillé y tendí la mano. Al cabo de un momento se acercó, me olfateó y me dio un pequeño lametón. Con eso quedaba todo dicho sobre el temible Cujo.
Volví a rodear la casa seguido de cerca por ella y fue entonces cuando me fijé en el cobertizo. Supuse que era para guardar herramientas; en ningún caso habría cabido un coche. Pensé en meter allí dentro la escalera de mano y decidí no tomarme la molestia, porque no parecía que fuese a llover. Como descubrí más tarde, habría cargado con ella unos cuarenta metros para nada, ya que en la puerta había un candado enorme, y el señor Bowditch se había llevado el resto de las llaves.
Entramos, encontré un interruptor anticuado, de esos que giran, y recorrí el Pasillo de Material de Lectura Antiguo hasta la cocina. Allí la luz la proporcionaba un plafón de cristal esmerilado que parecía parte del decorado de una de esas películas de la TCM que le gustaban a mi padre. Cubría la mesa de la cocina un hule a cuadros, descolorido pero limpio. Llegué a la conclusión de que toda la cocina parecía el decorado de una película antigua. Casi me imaginaba a Mr. Chips entrando con su toga y su birrete. O quizá a Barbara Stanwyck diciendo a Dick Powell que llegaba justo a tiempo para una copa. Me senté a la mesa. Radar se metió debajo y se acomodó con un leve gruñido femenino. Le dije que era buena chica y golpeteó el suelo con el rabo.
—No te preocupes, pronto volverá. —Tal vez, pensé.
Esparcí mis libros, hice unos problemas de matemáticas y después me puse los auriculares y escuché la tarea de francés del día siguiente, una canción pop titulada «Rien qu’une fois», que significa algo así como «Solo una vez». No era exactamente lo mío, a mí me va más el rock clásico, pero era una de esas canciones que van gustando cuanto más las oyes. Hasta que ya no puedes quitártela de la cabeza y entonces la detestas. La reproduje tres veces y luego la canté al mismo tiempo, como se nos exigiría en clase:
Je suis sûr que tu es celle que j’ai toujours attendue…
Tras entonar una estrofa, se me ocurrió mirar debajo de la mesa y vi que Radar me observaba con las orejas hacia atrás y una expresión sospechosamente parecida a la lástima. Me reí.
—Más me vale no dejarlo todo por la música, ¿verdad?
Un golpe de cola.
—No me lo eches en cara, son deberes. ¿Quieres oírla otra vez? ¿No? Yo tampoco.
Vi cuatro tarros idénticos dispuestos en fila sobre la encimera a la izquierda del fogón con los rótulos AZÚCAR, HARINA, CAFÉ Y GALLETAS. Me moría de hambre. En casa, habría mirado en la nevera y devorado la mitad del contenido, pero por supuesto no estaba en casa, ni lo estaría —consulté el reloj— antes de una hora. Decidí investigar el tarro de las galletas, lo que sin duda no podía considerarse fisgoneo. Estaba a rebosar de una mezcla de galletas con pecanas y malvaviscos recubiertos de chocolate. Me dije que, como le cuidaba a la perra, el señor Bowditch no echaría una en falta. O dos. Ni siquiera cuatro. Me obligué a parar ahí, pero me costó. Desde luego esas galletas estaban deliciosas.
Miré el tarro de harina y me acordé de que, según había dicho el señor Bowditch, contenía dinero. Acto seguido la expresión de su mirada había cambiado, había pasado a ser más intensa. «Un momento. El bote de harina está vacío. Me olvidaba». Estuve a punto de echar una ojeada, y en un tiempo no muy lejano lo habría hecho, pero esa etapa había quedado atrás. Volví a sentarme y abrí el libro de Historia Universal.
Batallé con una parte un tanto densa sobre el Tratado de Versalles y las reparaciones de guerra alemanas, y cuando volví a consultar mi reloj (encima del fregadero había uno, pero estaba parado), vi que eran las seis menos cuarto. Decidí que ya me había esforzado lo suficiente y que era hora de dar de comer a Radar.
Supuse que la puerta contigua a la nevera debía de ser la despensa y no me equivoqué. Emanaba ese agradable olor a despensa. Tiré de un cordón colgante para encender la luz y, por un momento, me olvidé por completo del pienso de Radar. Aquel pequeño cuarto contenía comida en lata y otros alimentos no perecederos desde el suelo hasta el techo y de lado a lado. Había carne de cerdo Spam y alubias en salsa de tomate y sardinas y galletas saladas y sopa Campbell; pasta y salsas para pasta, botellas de zumo de uva y de arándano, tarros de gelatina y de mermelada, latas de verduras a docenas, quizá a centenares. El señor Bowditch estaba preparado para el apocalipsis.
Radar emitió un gimoteo como diciendo «no te olvides del perro». Miré detrás de la puerta y allí estaba el cubo de plástico con su comida. Lleno, debía de contener quince o veinte kilos, pero en ese momento el pienso apenas cubría el fondo. Si Bowditch pasaba varios días —o incluso una semana— en el hospital, tendría que comprar más.
Encontré el vaso medidor dentro del cubo. Lo llené y eché la comida en el plato con el nombre de Radar. Ella acometió con brío, meneando la cola lentamente. Era vieja, pero conservaba el apetito. Supuse que era buena señal.
—Ahora descansa —dije mientras me ponía la cazadora—. Sé buena chica, y nos vemos mañana por la mañana.
Pero no tardamos tanto en vernos.
4
Mi padre y yo nos atracamos de comida china, y le conté la versión extensa de mi aventura de esa tarde, empezando por Bowditch en los peldaños, para pasar después al Pasillo de Material de Lectura Antiguo y acabar con la Despensa del Día del Juicio Final.
—Un acaparador compulsivo —dijo mi padre—. He visto no pocos casos, por lo general después de que muera el acaparador en cuestión. Pero ¿la casa está limpia, dices?
Asentí.
—Al menos la cocina. Un sitio para todo y todo en su sitio. Había un poco de polvo en los frascos viejos de medicamentos del aseo, pero en ninguna otra parte, que yo haya visto.
—No había coche.
—No. Y no cabría en el cobertizo de las herramientas.
—Deben de llevarle la compra a domicilio. Y siempre está Amazon, claro, que allá por 2040 será el gobierno mundial que los derechistas tanto temen. Me pregunto de dónde saca ese hombre el dinero y cuánto le queda.
También yo me lo había preguntado. Sospecho que esa clase de curiosidad es bastante normal en quienes han estado a un paso de la ruina.
Mi padre se puso en pie.
—Yo he comprado la comida y la he traído. Ahora tengo papeleo de que ocuparme. Te toca recoger a ti.
Recogí y luego practiqué unos blues a la guitarra. (Podía tocar casi cualquier cosa, siempre y cuando estuviese en clave de mi). Normalmente conseguía abstraerme en la música y seguir hasta que me dolían los dedos, pero aquella noche no. Volví a dejar la Yamaha en el rincón y le dije a mi padre que iba a acercarme a casa del señor Bowditch a ver cómo estaba Radar. Puede que a los perros esas cosas les trajeran sin cuidado, pero puede que no.
—Bien, siempre que no decidas traerlo.
—Traerla.
—Vale, pero no tengo ningún interés en escuchar los aullidos de un perro solitario a las tres de la mañana, independientemente de su género.
—No la traeré. —Él no tenía por qué saber que al menos había barajado la posibilidad.
—Y cuidado con Norman Bates.
Lo miré, sorprendido.
—¿Qué? ¿Pensabas que no lo sabía? —Tenía una sonrisa en los labios—. La llamaban «la Casa de Psicosis» mucho antes de que tú y tus amigos nacierais, pequeño héroe.
5
Sonreí ante el comentario, pero cuando llegué a la esquina de Pine con Sycamore, ya no le vi tanta gracia. La casa parecía descomunal en lo alto de la cuesta, tanto que tapaba las estrellas. Recordé a Norman Bates diciendo: «¡Madre! ¡Cuánta sangre!», y lamenté haber visto la maldita película.
Al menos esta vez fue más fácil correr el pasador de la cancela. Alumbrándome con la linterna del móvil, rodeé la casa. Recorrí la fachada lateral con el haz de luz y me arrepentí de ello. Las ventanas polvorientas tenían las persianas bajadas. Esas ventanas semejaban ojos ciegos que de algún modo aún me veían y a los que no les gustaba mi intrusión. Doblé la esquina y, cuando me encaminaba hacia el porche trasero, oí un golpe. Me sobresaltó y se me cayó el móvil. Mientras la luz de la linterna se precipitaba hacia el suelo, vi que se movía una sombra. No grité, pero sentí que los huevos se me desplazaban y cierta tensión en el escroto. Me quedé paralizado cuando la sombra avanzó, ondulante, hacia mí, y de pronto, antes de que pudiera volverme y echar a correr, Radar gimoteó, me tocó la pernera del pantalón con el hocico e intentó saltar sobre mí. Por sus problemas de espalda y caderas, no pasó de una serie de acometidas frustradas. El golpe anterior debía de haber sido la trampilla al cerrarse.
Me arrodillé y la agarré, acariciándole la cabeza con una mano mientras con la otra le rascaba el cuello bajo el collar. Me lamió la cara y se apretujó tanto contra mí que estuvo a punto de derribarme.
—No pasa nada —dije—. ¿Te daba miedo estar sola? Seguro que sí. —¿Y cuándo debió de ser la última vez que estuvo sola si el señor Bowditch no tenía coche y le llevaban a domicilio todas las compras? Quizá hacía mucho tiempo—. No pasa nada. Todo en orden. Vamos.
Recogí el móvil, dejé que transcurriera un segundo para dar tiempo a mis huevos a volver a su sitio y me dirigí a la puerta trasera, seguido por Radar tan de cerca que me golpeaba la rodilla una y otra vez. En otro tiempo, Andy Chen había encontrado un perro monstruo en el jardín delantero de esa casa, o eso dijo. Pero de aquello hacía años. Esa era solo una anciana asustada que, al oírme llegar, había salido como una flecha por la trampilla para recibirme.
Subimos por los peldaños de atrás. Abrí la puerta con la llave y utilicé el interruptor giratorio para encender la luz del Pasillo de Material de Lectura Antiguo. Examiné la trampilla y vi que tenía tres pestillos pequeños, uno a cada lado y otro en la parte de arriba. Me recordé que debía correrlos antes de marcharme para que Radar no anduviera rondando por ahí. Seguramente el jardín trasero también estaba cercado, como el delantero, pero no lo sabía con certeza y por el momento la perra era responsabilidad mía.
En la cocina me arrodillé delante de ella y le acaricié los lados de la cara. Me miró con atención, levantando las orejas.
—No puedo quedarme, pero voy a dejar una luz encendida y volveré mañana por la mañana a darte de comer, ¿vale?
La perra gimió, me lamió la mano y después fue a su plato. Estaba vacío, pero le dio unos lengüetazos y me miró. El mensaje estaba bastante claro.
—No más hasta mañana —dije.
Se tumbó y apoyó el hocico en la pata sin quitarme ojo.
—Bueno…
Fui al tarro con el rótulo GALLETAS. El señor Bowditch había dicho que nada de carne y nada de picar, y decidí que tal vez hubiese querido decir nada de picar carne. La semántica es extraordinaria, ¿no? Recordé vagamente haber oído o leído en algún sitio que los perros son alérgicos al chocolate, así que cogí una galleta con pecanas y partí un trozo. Se lo ofrecí. Lo olfateó y a continuación lo cogió con delicadeza de mis dedos.
Me senté a la mesa donde había estado estudiando y me dije que debía marcharme. Radar era una perra, por Dios, no un niño. Quizá no le gustara estar sola, pero tampoco era que fuese a meterse en el armario de debajo del fregadero y beber lejía.
Me sonó el móvil. Era mi padre.
—¿Todo en orden por ahí?
—Totalmente, pero he hecho bien en venir. Me había dejado abierta la trampilla de la perra. Ha salido al oírme.
No hacía falta decirle que, al ver aquella sombra en movimiento, por un instante me había asaltado la imagen de Janet Leigh en la ducha, gritando e intentando esquivar el cuchillo.
—No es culpa tuya. No puedes pensar en todo. ¿Vas a volver?
—Enseguida. —Miré a Radar, que me observaba—. Papá, quizá debería…
—Mala idea, Charlie. Mañana tienes clase. Es una perra adulta. Pasará bien la noche.
—Claro, ya lo sé.
Radar se levantó, proceso que resultaba un poco doloroso ver. Cuando consiguió sostenerse sobre las patas traseras, entró en la oscuridad de lo que probablemente era el salón.
—Solo me quedaré unos minutos. Es una buena perra.
—Vale.
Colgué y oí un leve pitido. Radar volvió con un juguete en la boca. Pensé que tal vez fuera un mono, pero estaba tan mordisqueado que costaba saberlo. Yo aún tenía el teléfono en la mano y le saqué una foto. Me llevó el juguete y lo dejó junto a mi silla. Con los ojos me dijo lo que yo debía hacer.
Lo lancé con suavidad hacia el otro lado de la cocina. Radar, renqueante, fue tras él, lo recogió, repitió el pitido unas cuantas veces para demostrarme quién mandaba allí y me lo llevó de nuevo. Lo echó junto a mi silla. Me la imaginé de joven, más robusta y mucho más ágil, a todo correr detrás del pobre mono (o su predecesor). Tal como, según contó Andy, había corrido aquel día. Las carreras ya se habían terminado para ella, pero ponía todo su empeño. Imaginé que pensaba: ¿Ves lo bien que se me da esto? ¡Tú quédate, puedo hacerlo toda la noche!
Solo que ella no podía, y yo no podía quedarme. Mi padre quería que volviese a casa, y en todo caso yo dudaba que pudiera dormir mucho si me quedaba allí. Demasiados crujidos y gemidos misteriosos, demasiadas habitaciones donde podía aguardar al acecho