Nueve días en el jardín de Kiev

Susana Vallejo

Fragmento

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Nota de la autora

La noche del 28 de septiembre de 2011 tuve un sueño. Fue especialmente vívido. En él encontraba un libro titulado Nueve noches en el jardín de Kiev, lo abría y lo leía. Era un libro con algunas ilustraciones; recuerdo la de un viejo militar que llevaba en su bicicleta a una niña pequeña y la de una mujer rica, burguesa, envuelta en un lujoso abrigo de piel… El trazo era vivo, largo y sinuoso, como el de Toulouse-Lautrec.

La historia, como todas las historias de los sueños, resultaba algo confusa, pero había unos cuantos elementos clave: una niña, un guarda y, sobre todo, el jardín, un jardín enorme que era el protagonista de aquel libro y de aquel sueño.

Cuando me desperté, la fuerza del jardín, del título, de las imágenes y de aquellos personajes era tal que tuve que levantarme para apuntar todo lo que recordaba.

Cuando eres escritor, sabes cuándo una historia te atrapa y te obsesiona, de manera que tienes que sacarla fuera y escribirla como sea. Y eso ocurrió con Nueve noches en el jardín de Kiev. En aquel momento estaba ocupada con otros proyectos, pero el jardín de Kiev seguía aferrado a mi cabeza y a mi corazón. Descubrí que en Kiev existía un jardín botánico, parecido al de mi sueño, y busqué imágenes de la época y de la ciudad. Empecé a escribir, pero la historia no acababa de tomar forma, no encontraba el narrador adecuado, no sabía si el protagonista era el guarda o la niña… El título no tenía sentido, porque todo ocurría de día y no de noche. Total, que el manuscrito quedó en un cajón, acumulando polvo. Pero el jardín seguía aferrado a mi cabeza y de vez en cuando se me ocurría una historia que incorporar, un nuevo personaje, una nueva forma de contar las cosas.

Y así llegué a 2019, cuando me di cuenta de que, por fin, tenía la estructura, los protagonistas y el narrador adecuados. Y entonces ¡empecé de nuevo!

Después de tantos años, volví al jardín; porque los libros, como los jardines, necesitan su tiempo. Llegó la pandemia y acabé la novela, que ahora se había convertido en Nueve días en el jardín de Kiev. Y luego me puse a buscar una editorial que se enamorara del proyecto como yo me había enamorado del jardín, y, en fin, cuando Penguin Random House dio su sí, ya estábamos a finales de enero de 2022.

Y entonces estalló la guerra entre Rusia y Ucrania, y Kiev cobró una especial relevancia y, de pronto, la ciudad estaba en boca de todos. La realidad se echó encima de nuestro jardín.

Cuando escribí este libro, Kiev no tenía las connotaciones que posee ahora. Esta novela no ha nacido con esta guerra. Sí, habla de guerras, pero estos Nueve días en el jardín de Kiev nacieron mucho antes, en 2011, cuando un sueño me inspiró la historia que hoy tienes entre las manos.

SUSANA VALLEJO CHAVARINO

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Te quiero advertir de algo: estás a punto de entrar en el jardín de Kiev, y cuando lo hagas, sus semillas arraigarán en tu corazón y lo cubrirán de hojas verdes y de hojas secas, y las flores frescas crecerán en tus entrañas y el musgo húmedo adornará tu piel. El jardín permanecerá en tu interior para siempre, y formará parte de ti y tú formarás parte de él.

Nunca podrás desprenderte del jardín.

No digas que no te avisé, amigo. Ahora depende de ti seguir leyendo o cerrar el libro. Tú eliges. Pero no hay marcha atrás. Porque las palabras se desbordan de las páginas y se arrastran como la hiedra en busca del último rincón de tu alma.

El jardín de Kiev te está esperando.

Aunque no lo sepas.

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El bosque sin nombre

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Cuando los bosques cubrían el mundo y los pueblos eran verdes, el jardín de Kiev se encontraba lejos de la ciudad. Ahora ya no es así. Las calles de grises adoquines recogen las sombras de sus árboles, y las hojas amarillas, ocres y marrones bailan sobre las aceras negras.

Antiguamente, un muro de piedra mantenía encerrado el jardín. Sus restos aún se pueden encontrar en algunos sitios, como un vestigio de lo que fue y ya no es. Ahora una verja separa el jardín de la ciudad.

En la puerta principal, el metal se curva formando hojas, flores y mariposas. No se sabe bien dónde acaba una hoja de parra o empieza un pétalo, porque la una y el otro comparten volutas y adornos, y se retuercen como las conciencias; por eso es mejor no pararse a observar los detalles sino disfrutar de la obra en su conjunto. El artista que la creó diseñó cada uno de sus elementos para que el visitante no se fijase en ellos sino en el todo; para que, más que ver, sintiera.

Al cruzar las puertas, hay que abrir los sentidos. Huele a tierra y a humus, a sombra y humedad. Aunque brille el sol, la entrada se mantiene en la oscuridad, porque unos árboles altísimos de denso follaje flanquean la avenida y se abrazan entre sí formando un túnel vegetal que ni la luz ni el calor del sol pueden atravesar. Y cuando el visitante se interna en el camino bajo sus sombras eternas, se escuchan los trinos de los pájaros que, escondidos entre el follaje, cantan en su propio idioma.

El pequeño Sergei sintió y observó todo aquello cuando llegó al jardín. Era un día de sol y, al pisar una arena tan amarilla que desprendía destellos dorados, escuchó sus propios pasos crepitar sobre el suelo y se quedó quieto, bajo los inmensos árboles, mientras decidía si se dirigía hacia la mansión a la que conducía la larga avenida o se internaba en alguno de los múltiples jardincillos que se abrían a los lados.

Le llamó la atención un sendero que nacía a la derecha y se perdía tras unos altos setos. El camino serpenteaba alrededor de una sencilla fuente y desembocaba en un parterre en el que había tres bancos de piedra. El sol de la temprana primavera iluminaba la gravilla y hacía d

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