El viento por la cerradura

Stephen King

Fragmento

Ahora: Sandy

UNO

Durante los días posteriores a dejar el Palacio Verde que a la postre resultó no ser Oz —pero que ahora era la tumba del indeseable individuo que el ka-tet de Roland había conocido con el nombre de señor Tic-Tac—, el chico, Jake, empezó a distanciarse, abriendo cada vez más hueco por delante de Roland, Eddie y Susannah.

—¿No te preocupa que ande por ahí solo? —preguntó Susannah a Roland.

—Acho va con él —dijo Eddie, aludiendo al bilibrambo que había adoptado a Jake como su amigo especial—. El señor Acho hace buenas migas con la gente simpática, pero tiene una boca llena de dientes afilados reservada para los que se portan mal, como pudo descubrir ese tal Chirlas para su desgracia.

—Jake también lleva la pistola de su padre —les recordó Roland—. Y sabe usarla. Eso lo sabe muy bien. Además, no abandonará el Camino del Haz. —Apuntó hacia arriba con la mano mutilada. El cielo, a baja altura, permanecía esencialmente en calma, pero un solitario corredor de nubes se movía a un ritmo constante hacia el sudeste. Hacia la tierra de Tronido, si no mentía la nota que les había dejado el hombre que firmaba como RF.

Hacia la Torre Oscura.

—Pero ¿por qué…? —empezó a inquirir Susannah, y entonces su silla de ruedas chocó contra un montículo. Se giró hacia Eddie—. Fíjate bien por dónde me llevas, encanto.

—Perdón —se disculpó Eddie—. El Departamento de Obras Públicas ha descuidado últimamente las tareas de mantenimiento en este tramo de autopista. Debe de ser por los recortes presupuestarios.

No se trataba de una autopista, pero era una carretera… o lo fue otrora: dos surcos fantasmales con alguna esporádica cabaña ruinosa que jalonaba el camino. Esa misma mañana habían pasado por delante de un almacén abandonado con un letrero apenas legible: COMPAÑÍA MERCANTIL DE LAS TIERRAS EXTERIORES TOOK. Habían registrado el interior en busca de provisiones —Jake y Acho aún los acompañaban en ese momento— sin encontrar nada salvo polvo, viejas telarañas y el esqueleto de lo que podría haber sido un mapache de gran tamaño, un perro pequeño o un bilibrambo. Acho lo olfateó de forma somera y orinó sobre los huesos antes de salir del almacén y sentarse en el montículo en el centro de la vieja carretera, con el garabato de su cola enroscada a su alrededor. Miraba en la dirección por la que habían venido, olfateando el aire.

Roland había observado al brambo hacer esto varias veces en los últimos días, y aunque nada dijo, ponderaba sobre ello. ¿Acaso alguien les seguía la pista? No lo creía realmente, pero la postura del brambo —la nariz levantada, las orejas aguzadas, la cola enroscada— le traía a la memoria algún viejo recuerdo o asociación que no era capaz de definir del todo.

—¿Por qué querrá Jake estar solo? —preguntó Susannah.

—¿Lo encuentras molesto, Susannah de Nueva York? —preguntó a su vez Roland.

—Sí, Roland de Gilead. Lo encuentro molesto. —Sonrió con afabilidad, pero en sus ojos centelleó aquella antigua malevolencia. Era la parte de su interior perteneciente a Detta Walker, imaginaba Roland. Nunca se iría completamente, pero él no lo lamentaba. Si la extraña mujer que había sido en otro tiempo no continuara enterrada en su mente como una esquirla de hielo, ella tan solo sería una bonita mujer negra sin piernas por debajo de las rodillas. Con Detta a bordo, se convertía en una persona a tomar muy en consideración. Una persona peligrosa. Una pistolera.

—Tiene un montón de cosas en las que pensar —comentó Eddie en voz baja—. Ha pasado por mucho. No todos los niños vuelven de la muerte. Y es como dice Roland: si alguien intenta hacerle frente, ese alguien tiene todas las papeletas para salir escaldado. —Eddie dejó de empujar la silla de ruedas, se enjugó el sudor de la frente con el brazo, y miró al pistolero—. ¿Queda algún alguien en este particular suburbio de ninguna parte, Roland? ¿O se han ido todos?

—Oh, pondero yo que quedan unos cuantos.

De hecho, podía atestiguarlo; habían sido acechados en varias ocasiones mientras seguían el curso del Camino del Haz. Una vez por una mujer asustada que rodeaba con los brazos a dos niños y que transportaba un bebé en un cabestrillo alrededor del cuello. En otra ocasión por un granjero, un viejo medio mutaye con un tentáculo tembloroso que le pendía de un ángulo de la boca. Eddie y Susannah no habían advertido a ninguna de estas personas ni presentido a las otras que a Roland le constaba que, desde la seguridad de los bosques y la hierba alta, vigilaban su avance. Eddie y Susannah tenían mucho que aprender. 

No obstante, al parecer habían aprendido al menos algunas de las lecciones que necesitarían, porque Eddie preguntó ahora:

—¿Son los que Acho no deja de olisquear detrás de nosotros?

—No lo sé. —Roland pensó en añadir que intuía que a Acho le rondaba algo más por su extraña cabecita de brambo, pero decidió callar. El pistolero había pasado largos años sin un ka-tet, y reservarse para sí su propio consejo se había convertido en un hábito. Uno que debería romper si quería que el tet se mantuviera fuerte. Sin embargo, no era el momento, no esa mañana—. Sigamos adelante —sugirió—. Estoy seguro de que encontraremos a Jake esperándonos. 

DOS

Dos horas más tarde, al rayar el mediodía, coronaron una elevación y se detuvieron a contemplar un río ancho que discurría lentamente, gris como peltre bajo el cielo nublado. En la ribera noroeste —donde estaban ellos— se alzaba un edificio similar a un granero pintado de un verde tan brillante que daba la impresión de estar chillando al día mudo. Su boca sobresalía por encima del agua apoyada en pilares teñidos de un color similar. Amarrada a dos de estos pilares con gruesos calabrotes había una balsa enorme que fácilmente mediría más de veinticinco por veinticinco metros. Estaba pintada con rayas alternas de color rojo y amarillo. Un poste alto de madera que recordaba un mástil se elevaba en el centro, pero no se veía rastro alguno de velas. Había varias sillas de mimbre colocadas delante, de cara a la orilla en su lado del río. Jake estaba sentado en una de ellas. A su lado se encontraba un anciano con un gigantesco sombrero de paja, pantalones verdes anchos y botas altas. De cintura para arriba vestía una fina prenda de color blanco, la clase de camisola que Roland identificaba como una slinkum. Jake y el anciano parecían estar comiendo popkins bien rellenos. A Roland se le hizo la boca agua solo con verlos.

Detrás de ellos, en el borde de la balsa de los colores circenses, Acho contemplaba embelesado su propio reflejo en el agua. O tal vez le intrigara el reflejo del cable de acero que corría por encima de un lado a otro del río.

—¿Es el río Whye? —preguntó Susannah a Roland.

—Ajá.

Eddie sonrió burlonamente.

—Tú dices Whye; yo digo «Guay, ¿no?». —Levantó una mano y la agitó por encima de la cabeza—. ¡Jake! ¡Eh, Jake! ¡Acho!

Jake le devolvió el saludo, y aunque el río y la balsa amarrada aún distaban casi un kilómetro, los ojos de todos ellos poseían una agudeza uniforme

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos