El Atlético Invisible (Mundodisco 37)

Terry Pratchett

Fragmento

El atlético invisible

Este libro está dedicado a Rob Wilkins, que lo mecanografió

en su mayor parte y tuvo el buen criterio de reírse de vez

en cuando. Y a Colin Smythe por sus palabras de ánimo.

El cántico de la diosa Pedestria es una parodia del maravilloso

poema «Brahma» de Ralph Waldo Emerson, pero claro,

eso ya lo sabíais.

Era medianoche en el Real Museo de Arte de Ankh-Morpork.*

Al nuevo empleado Rudolph Disperso se le ocurría más o menos una vez por minuto que, bien pensado, quizá habría sido buena idea informar al conservador de su nictofobia, de su miedo a los ruidos extraños y de su recién descubierto temor a absolutamente todo lo que pudiera ver (y, ya puestos, no ver), oír, oler y notar trepando por su espalda durante las interminables horas de vigilancia nocturna. No servía de nada decirse a sí mismo que todo cuanto había allí estaba muerto. No era ningún consuelo porque significaba, si acaso, que él destacaba.

Y entonces oyó el sollozo. Un grito tal vez habría sido mejor. Por lo menos cuando se oye un grito no quedan dudas. Un tenue sollozo obliga a quedarse esperando a que se repita para estar seguro.

Alzó la linterna con una mano temblorosa. No tendría que haber nadie en el edificio. Estaba cerrado a cal y canto y nadie podía entrar. Ni, ahora que lo pensaba, salir. Ojalá no hubiera caído en eso.

Estaba en el sótano, que no se contaba entre los puntos más temibles de su ronda. Contenía sobre todo estanterías y cajoneras viejas, llenas de trastos que estaban casi, pero sin duda no del todo, para tirar. A los museos no les gusta tirar trastos, por si más adelante resultan ser muy importantes.

Otro sollozo, y un sonido como un roce de… ¿cerámica?

¿Una rata, entonces, en algún lugar de las estanterías del fondo? Las ratas no sollozaban, ¿verdad?

—¡Mira, no quiero tener que ir a sacarte! —dijo Disperso con sentida veracidad.

Y los estantes explotaron. Le pareció que sucedía a cámara lenta; los fragmentos de cerámica y de estatua se dispersaron mientras volaban hacia él. Se tiró hacia atrás y la nube en expansión pasó por encima de él para estrellarse contra las estanterías del otro lado de la sala, que acabaron demolidas.

Disperso se quedó tumbado en el suelo, a oscuras, incapaz de moverse, esperando que en cualquier momento lo hicieran pedazos los fantasmas que brotaban de su imaginación…

El personal diurno lo encontró allí por la mañana, dormido como un tronco y cubierto de polvo. Escucharon su confusa explicación, lo trataron con amabilidad y coincidieron en que una carrera distinta quizá se aviniera más con su temperamento. Se preguntaron durante un tiempo qué habría estado haciendo allí, porque los vigilantes nocturnos son personas más bien desconcertantes en el mejor de los casos, pero se lo quitaron de la cabeza… a causa del hallazgo.

Más adelante, el señor Disperso encontró trabajo en una tienda de mascotas de la escalera del Flim, pero lo dejó al cabo de tres días porque la manera en que lo miraban los gatitos le daba pesadillas. El mundo puede ser muy cruel con algunas personas. Pero él nunca habló a nadie de la dama gloriosa y centelleante que sostenía una gran bola por encima de su cabeza y le sonrió antes de desaparecer. No quería que la gente lo tomara por raro.

Pero quizá sea hora de hablar de camas.

La lectrología, el estudio de la cama y el entorno asociado a ella, puede resultar de extrema utilidad y decir mucho del propietario, aunque solo sea que es un experto y espabilado maestro de la instalación artística.

La cama del archicanciller Ridcully de la Universidad Invisible, por ejemplo, es como mínimo una cama y media, pues tiene un dosel de ocho columnas. Incluye una pequeña biblioteca, un bar y un ingenioso retrete empotrado, en caoba y dorados, para evitarle esas largas y frías excursiones nocturnas, con su riesgo inherente de tropezar con pantuflas, botellas vacías, zapatos y demás obstáculos que afronta a oscuras un hombre mientras reza por que lo siguiente con lo que tope su dedo gordo del pie sea de porcelana, o por lo menos fácil de limpiar.

La cama de Trevor Probable es cualquier sitio: el suelo de un amigo, el pajar del primer establo que se hayan dejado abierto (que suele ser una opción mucho más fragante) o la habitación de una casa vacía (aunque de esas quedan muy pocas de un tiempo a esta parte); también duerme en el trabajo (aunque siempre con cuidado, porque se diría que el viejo Smeems no duerme jamás y podría pillarle en cualquier momento). Trev puede dormir en cualquier parte, y eso hace.

Glenda duerme en una antigua cama de hierro,* cuyos muelles y colchón se han ido moldeando con dulzura y amabilidad en torno a ella con el paso de los años hasta dejar una generosa depresión. El somier se mantiene por encima del suelo gracias a un mantillo de novelas románticas amarillentas y muy baratas, de esas que utilizan la palabra «corpiño» con naturalidad. Glenda moriría si alguien lo descubriese, o es posible que muriera ese alguien si ella se enteraba de que lo había descubierto. Por lo general hay, sobre la almohada, un oso de peluche muy anciano llamado señor Temblón.

Por tradición, las normas del pathos exigirían que un osito como ese tuviera un solo ojo pero, a resultas de un error infantil de costura de Glenda, tiene tres, por lo que está más iluminado que el común de los osos.

La cama de Juliet Stollop se la vendieron a su madre como digna de una princesa, y es más o menos como el lecho del archicanciller, aunque más menos que más, dado que la forman unas cortinas de gasa que rodean un somier muy estrecho y barato. Su madre ya ha muerto. Eso puede deducirse del hecho de que, cuando la cama se hundió bajo el peso de la chica ya crecida, alguien la elevó sobre unas cajas de cerveza. Una madre se habría asegurado de que, por lo menos, como todos los demás objetos de la habitación, las pintaran de rosa con coronitas.

El señor Huebo tenía siete años cuando descubrió que dormir, para algunas personas, conllevaba un mueble especial.

Eran las dos de la madrugada. Un silencio empalagoso reinaba en los antiguos pasillos y claustros de la Universidad Invisible. Imperaba el silencio en la Biblioteca; imperaba el silencio en los salones. Había tanto silencio que casi se oía. Allá donde fuera, rellenaba las orejas con una pelusa invisible.

¡Gloing!

El leve sonido pasó volando, un momento de oro líquido en el silencio estigio.

El silencio se impuso de nuevo sobre las escaleras, hasta que lo interrumpió el roce de las pantuflas oficiales de felpa y suela gruesa de Smeems, el paje de velas, que efectuaba su ronda de principio a fin de la larga noche, de un candelabro a otro, rellenándolos con el contenido de su cesta oficial. Esa noche le ayudaba (aunque, a juzgar por sus ocasionales rezongos

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