Embassytown

Fragmento

Todos los niños de la Embajada vieron aterrizar la nave. Sus maestros y ciclopadres llevaban días haciéndosela dibujar. Les habían cedido una pared de la sala para que exhibieran sus ideas. Hace siglos que las embarcaciones de vacío ya no echan fuego, como ellos imaginaban a esa haciendo, pero es tradicional representarlas con esas estelas. Cuando yo era pequeña también dibujaba las naves así.

Me puse a mirar los dibujos, y el hombre que estaba a mi lado se inclinó también.

—Mira —le dije—. ¿Lo ves? Ese eres tú. —Una cara en la ventana de la nave. El hombre sonrió. Hizo como si asiera un timón, como la figura representada con sencillos trazos.

»Tendrás que perdonarnos —añadí señalando los dibujos—. Somos un poco pueblerinos.

—No, no —dijo el timonel. Yo era mayor que él, me había puesto elegante y salpicaba de argot mis relatos. A él le divertía que intentara aturullarlo—. En fin —dijo—, no tiene... Pero es increíble. Venir aquí. Al borde. Donde quién sabe qué habrá más allá. —Giró la cabeza hacia el Baile de Bienvenida.

Había otras fiestas: estacionales, presentaciones en sociedad, graduaciones, fines de año, las tres Navidades de diciembre; pero el Baile de Bienvenida era la más importante. Dictada por los caprichos de los vientos alisios, era variable y excepcional. Habían transcurrido varios años desde la última.

El Salón Diplomacia estaba abarrotado. Mezclados con el personal de la Embajada había vigilantes de seguridad, maestros, médicos, artistas locales. Había representantes de aisladas comunidades exteriores, granjeros eremitas. Había unos pocos recién llegados del exterior, cuyos atuendos los lugareños no tardarían en copiar. La tripulación tenía previsto partir al día siguiente, o al posterior a lo sumo; los Bailes de Bienvenida siempre se organizaban al final de una visita, como si celebraran a la vez una llegada y una partida.

Un septeto de cuerda amenizaba la fiesta. Uno de sus miembros era mi amiga Gharda, quien al verme arrugó la frente para disculparse por la poco sutil giga que estaba interpretando. Había jóvenes de ambos sexos bailando. Se les perdonaba que hicieran pasar vergüenza a sus jefes y a sus mayores, quienes a veces, para gran regocijo de sus colegas más jóvenes, se balanceaban o daban un giro cómicamente forzado.

Junto a la exposición temporal de las ilustraciones de los niños había otras obras permanentemente expuestas en el Salón Diplomacia: óleos y gouaches, retratos tridimensionales y bidimensionales de empleados, embajadores y agregados; incluso de Anfitriones. Esas imágenes ilustraban la historia de la ciudad. Las enredaderas alcanzaban la altura de los paneles de una cornisa decorativa y se extendían formando un dosel vegetal. La función de la madera era sostenerlas. Se veía moverse las hojas, entre las que las pterocámaras del tamaño de un pulgar cazaban y transmitían imágenes.

Un vigilante de seguridad que había sido amigo mío años atrás me hizo un somero saludo con su prótesis. Su silueta se destacaba contra una ventana de varios metros de alto y de ancho con vistas a la urbe y al monte Lilypad. Detrás de esa pendiente estaba la nave con su cargamento. Más allá de kilómetros de tejados y balizas giratorias se erigían las centrales de energía. El aterrizaje las había alterado, y pasados unos días todavía temblaban. Vi cómo piafaban.

—Mira lo que habéis hecho —dije señalándoselas al timonel—. Por culpa vuestra.

Rió, pero solo las miró de reojo. Casi todo distraía su atención. Aquel era su primer descenso.

Me pareció reconocer a un teniente de una fiesta anterior. En su última llegada, años atrás, en la Embajada disfrutábamos de un otoño templado. Había pasado conmigo a través del follaje de los jardines del piso superior y había contemplado la urbe, donde no era otoño, ni ninguna otra estación que él pudiera conocer.

Atravesé las nubes de humo que desprendían las bandejas de resina estimulante y me despedí. Unos pocos extranjeros que habían terminado su cometido se marchaban, junto con un reducido número de lugareños que habían solicitado y a quienes se les había concedido una egresión.

—¿Vas a ponerte a llorar, querida? —me preguntó Kayliegh. No, no iba a llorar—. Mañana nos veremos, y quizá también pasado mañana. Y podrás... —Pero ella sabía que la comunicación sería difícil, casi inviable. Nos abrazamos hasta que al final se le saltaron las lágrimas y, llorando y riendo a la vez, dijo—: Tú sabes mejor que nadie por qué me voy.

—Ya lo sé, boba. ¡Me muero de envidia!

«Tú lo has querido», debía de estar pensando Kayliegh, y tenía razón. Hasta hacía solo medio año yo tenía previsto marcharme, cuando descendió el último miab y nos trajo la asombrosa noticia de qué, o quién, estaba en camino. Incluso entonces me dije que seguiría con mi plan, que me iría al exterior cuando llegara el siguiente relevo. Pero en realidad no tuve sensación de revelación cuando el aullido surcó por fin el cielo y lo dejó rugiendo, y comprendí que iba a quedarme. Seguramente Scile, mi marido, sospechó antes que yo que me quedaría.

—¿Cuándo llegarán? —preguntó el timonel. Se refería a los Anfitriones.

—No tardarán —respondí, aunque no tenía ni idea. No era a los Anfitriones a quienes yo quería ver.

Llegaron los Embajadores. La gente se les acercaba, pero sin que hubiera empujones. Siempre había espacio alrededor de ellos, un foso de respeto. Fuera, la lluvia golpeaba las ventanas. No había conseguido determinar nada de lo que había estado pasando tras las puertas a través de ninguno de mis amigos, de ninguna de mis fuentes habituales. Solo los más altos burócratas y sus consejeros habían conocido a nuestros recién llegados más importantes y polémicos, y yo no estaba entre ellos.

Todos miraban hacia la entrada. Sonreí al timonel. Estaban entrando más Embajadores. Les sonreí también a ellos, hasta que me reconocieron.

Los Anfitriones de la urbe no tardarían en llegar, igual que los últimos recién llegados. El capitán y el resto de la tripulación de la nave; los agregados; los cónsules y los investigadores; quizá algunos inmigrantes rezagados; y el centro de todo eso, el increíble nuevo Embajador.

PROEMA

LA INMERSORA

0.1

En la Ciudad Embajada, cuando éramos pequeños, jugábamos a un juego con monedas y piezas con forma de media luna, del tamaño de monedas, que conseguíamos en un taller. Jugábamos siempre en el mismo sitio, junto a determinada casa, más allá del mercado de una calle empinada de viviendas, donde los anuncios de colores giraban bajo la hiedra. Jugábamos bajo la luz tenue de aquellas viejas pantallas, junto a una tapia que llamábamos la tapia de las monedas. Recuerdo cómo hacía girar una pesada moneda de dos céntimos sobre su borde mientras recitaba: «Giro, inclinación, morro de cerdo, sol», hasta que se tambaleaba y caía. La cara que mostraba la moneda y la palabra a la que yo había llegado en el momento de cesar el movimiento, combinadas, especificaban una recompensa o una prenda.

Me veo claramente en las húmedas primaveras, y en verano, con un dos en la mano, discutiendo sobre interpretaciones con otros niños y niñas. Jamás habríamos jugado en otro sitio, a pesar de que circulaban historias sobre aquella casa y sobre su habitante que nos producían nerviosismo.

Como todos los críos, trazábamos con esmero el mapa de nuestra ciudad, con urgencia e idiosincrásicamente. En el mercado, nos interesaban menos los puestos que un alto casillero que habían dejado en la pared unos ladrillos faltantes, y al que nunca conseguíamos llegar. Detestaba la roca enorme que señalaba el límite de la ciudad, la que se había partido y habían vuelto a juntar con argamasa (por motivos que todavía ignoro), y la biblioteca, cuyas almenas y cuya armazón me parecían inseguras. A todos nos encantaba la escuela por el liso plastone de su patio, donde los tapones y los levitadores rodaban varios metros.

Componíamos una ajetreada pequeña tribu y los policías nos regañaban a menudo, pero bastaba con que dijéramos: «No pasa nada, señor, señora, solo queríamos...» y siguiéramos nuestro camino. Bajábamos a toda velocidad por la empinada y concurrida cuadrícula de calles, pasamos al lado de los automas sin hogar de la Ciudad Embajada, y los animales corrían entre nosotros o a nuestro lado por los tejados bajos, y si bien a veces nos deteníamos para trepar a los árboles y las enredaderas, al final siempre llegábamos al intersticio.

Allí, en el borde de la ciudad, los ángulos y las plazas de nuestros callejones se veían interrumpidos, de pronto, por la asombrosa geometría de unos pocos edificios de Anfitriones; luego cada vez había más, hasta que ya no quedaban de los nuestros. Intentábamos entrar en la urbe de los Anfitriones, por supuesto, donde las calles cambiaban de aspecto, y las paredes de ladrillo, cemento o plasma se rendían ante otros materiales más vivos. Yo abordaba esos intentos con sinceridad, pero me reconfortaba saber de antemano que fracasaría.

Competíamos, nos retábamos unos a otros a llegar tan lejos como pudiéramos y marcar nuestros límites. «Nos persiguen los lobos y tenemos que correr», o «El que llegue más lejos es el visir», decíamos. De mi pandilla, yo era la tercera que había llegado más al sur. En nuestro sitio de siempre había un nido de bonitos colores alienígenas atado mediante chirriantes sogas de músculo a una empalizada a la que los Anfitriones, con cierta afectación, habían dado una forma parecida a la de nuestras vallas de mimbre. Yo solía acercarme sigilosamente a él mientras mis amigos me silbaban desde el cruce.

Quien vea imágenes mías de cuando era niña no se llevará ninguna sorpresa: mi cara de entonces era igual que mi cara de ahora, aunque inacabada: la misma mueca suspicaz de la boca, o sonrisa; la misma bizquera de esfuerzo que, más adelante, a veces hizo que se rieran de mí; y entonces, igual que ahora, era larguirucha y nerviosa. Cogía aire, aguantaba la respiración y me lanzaba a través de donde se mezclaban las atmósferas —más allá de aquello que, sin ser exactamente una frontera sólida, constituía una transición gaseosa considerablemente brusca: brisas esculpidas con máquinas de partículas de nanotecnología y gran virtuosismo en el arte de las atmósferas— para escribir «Avice» en la madera blanca. Una vez, por una bravuconada, le di unas palmaditas al sostén de carne del nido, entretejido en los listones. Lo noté tenso al tacto, como tallos de calabaza. Volví corriendo, jadeando, a donde estaban mis amigos.

«Lo has tocado», dijeron, admirados. Me miré la mano. Regresamos hacia el norte, donde soplaba el aeoli, y comparamos nuestras hazañas.

En la casa donde jugábamos con monedas vivía un hombre tranquilo y bien vestido que era un motivo de malestar para los vecinos. A veces salía cuando estábamos allí jugando. Nos miraba y fruncía los labios, componiendo lo que podría haber sido una mueca de saludo o de desaprobación; luego se daba la vuelta y se iba.

Creíamos saber qué era aquel hombre. Nos equivocábamos, por supuesto, pero solo sabíamos lo que habíamos oído y lo considerábamos mermado, y su presencia, inapropiada. «Eh», les dije más de una vez a mis amigos, al verlo salir, y lo señalé: «Eh». Cuando nos sentíamos valientes lo seguíamos por callejones de setos hacia el río o algún mercado, o hacia las ruinas del archivo o la Embajada. Creo que en un par de ocasiones uno de nosotros lo abucheó. Un transeúnte nos hizo callar al instante.

«Sed más respetuosos», nos reprendió con severidad un vendedor de ostras modificadas. Dejó en el suelo su cesto de marisco y le dio un bofetón a Yohn, que era quien había gritado. El vendedor ambulante se quedó mirando al anciano, que estaba de espaldas. Recuerdo que de pronto pensé, aunque no tenía palabras para expresarlo, que nosotros no éramos los únicos destinatarios de su rabia, y que aquellos chasquidos de lengua expresaban también, al menos en parte, desaprobación hacia aquel hombre.

«No les gusta dónde vive», dijo el ciclopadre de aquella noche, Papá Berdan, cuando le hablé de ello. Conté la historia más de una vez, describiendo con cautela y reparo al hombre al que habíamos seguido, e interrogué al padre sobre aquel individuo. Le pregunté por qué a los vecinos no les gustaba, y él sonrió, turbado, y me dio un beso de buenas noches. Me quedé mirando por la ventana y no me dormí. Contemplaba las estrellas y las lunas, la débil luz del Naufragio.

Puedo fechar con exactitud los sucesos posteriores, pues ocurrieron el día después de mi cumpleaños. Estaba de un humor melancólico que ahora me resulta gracioso. Era por la tarde, a última hora, del tercer 16 de septiembre, un Domindía. Estaba sentada, sola, cavilando sobre mi edad (¡un absurdo Buda en miniatura!) mientras hacía girar mi propina de cumpleaños junto a la tapia de las monedas. Oí que se abría una puerta, pero no levanté la cabeza, de modo que tal vez el hombre de la casa se quedara mirándome unos segundos mientras yo jugaba. Cuando me percaté de que estaba allí, lo miré desconcertada y asustada.

—Niña —me dijo, y me hizo una seña—. Ven conmigo, por favor.

No recuerdo haberme planteado echar a correr. ¿Qué otra cosa podía hacer sino obedecer?

Su casa era asombrosa. Había una habitación alargada de colores oscuros, atestada de muebles, biombos y estatuillas. Las cosas se movían, había automas realizando sus tareas. En las paredes de nuestra guardería también teníamos enredaderas, pero no podían compararse con aquellos tendones de hojas negras y brillantes que formaban florituras y espirales tan perfectas que parecían grabados. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y plasmas cuyos movimientos se alteraron al entrar yo. La información cambiaba en unas pantallas con marcos antiguos. Imágenes fantasma del tamaño de una mano se movían entre tiestos de plantas sobre un trid que parecía un tablero de juego de nácar.

—Tu amigo. —El hombre señaló el sofá, sobre el que estaba tendido Yohn.

Dije su nombre. Llevaba las botas puestas y tenía los ojos cerrados. Estaba colorado y respiraba con dificultad.

Miré al hombre; temía que me hiciera a mí lo mismo que le había hecho a Yohn, pues algo le había hecho. Él no me miró, y se puso a toquetear una botella.

—Me lo han traído —dijo. Miró alrededor, como si buscara inspiración sobre cómo debía hablarme—. He llamado a la policía.

Me sentó en un taburete junto a mi amigo, que apenas respiraba, y me tendió un vaso de cordial. Lo miré con recelo, hasta que él le dio un sorbo, tragó y me demostró que había bebido abriendo la boca y echándome el aliento. Me puso el vaso en la mano. Le miré el cuello, no vi ningún conector.

Di un sorbo de aquello que me había dado.

—Va a venir la policía —dijo—. Os he oído jugar. He pensado que quizá le ayudaría que hubiera una amiga con él. Podrías darle la mano. —Dejé el vaso e hice lo que me había sugerido—. Podrías decirle que estás aquí, que se pondrá bien.

—Yohn, soy yo, Avice. —Tras una pausa, le di unas palmadas en el hombro—. Estoy aquí, te pondrás bien, Yohn.

Estaba francamente preocupada. Levanté la cabeza y miré al hombre por si quería darme más instrucciones; él sacudió la cabeza y rió.

—Muy bien, dale la mano —dijo.

—¿Qué ha pasado, señor? —pregunté.

—Lo han encontrado. Fue demasiado lejos.

El pobre Yohn parecía muy enfermo. Yo sabía qué había hecho.

Yohn era el segundo de la pandilla que había llegado más al sur. No podía competir con Simmon, que era el mejor de todos, pero Yohn podía escribir su nombre en la valla varios listones más lejos que yo. Desde hacía unas semanas, yo cada vez aguantaba más la respiración, y mis marcas se acercaban poco a poco a las suyas. Yohn debía de haber estado practicando en secreto. Debía de haberse alejado demasiado del soplo aeólico. Me lo imaginé jadeando, abriendo la boca y aspirando un aire con el amargor de la interzona, tratando de volver pero tambaleándose debido a las toxinas, a la falta de oxígeno limpio. Debió de quedarse tumbado, inconsciente, respirando aquel guiso repugnante durante minutos.

—Me lo han traído —volvió a hablar el hombre.

Hice un débil ruido al notar, de pronto, que, semioculto por un ficus enorme, algo se movía. No sé cómo no lo había visto antes.

Era un Anfitrión. Se colocó en medio de la alfombra. Me levanté al instante, en señal de respeto, como me habían enseñado a hacer, y también por mi temor infantil. El Anfitrión avanzó con su grácil balanceo, mediante complicadas articulaciones. Me miró, creo: la constelación de piel ramificada de sus ojos sin lustre me contempló. Extendió una extremidad y volvió a plegarla. Pensé que quería cogerme.

—Está esperando. Quiere ver si el chico se recupera —dijo el hombre—. Si mejora, será gracias a este Anfitrión. Deberías darle las gracias.

Así lo hice, y el hombre sonrió. Se agachó a mi lado y me puso una mano en el hombro. Miramos los dos a aquella presencia extrañamente conmovedora.

—Huevito —dijo el hombre con ternura—. ¿Sabes que no puede oírte? O... bueno, que te oye pero solo percibe ruido. Pero tú eres una buena chica, bien educada.

Me dio una pasta de adultos, inadecuadamente dulce, de un cuenco que había en una repisa. Me puse a cantarle a Yohn en voz baja, y no solo porque el hombre me hubiera pedido que lo hiciera. Estaba asustada. La piel de mi pobre amigo no parecía piel, y sus movimientos eran perturbadores. El Anfitrión cabeceaba impulsándose con las piernas. A sus pies se movía una presencia del tamaño de un perro, su compañero. El hombre levantó la cabeza y miró lo que debía de ser la cara del Anfitrión. Creo que me pareció apenado, o quizá lo diga por cosas que supe más tarde.

El Anfitrión habló.

Yo había visto aquello muchas veces, por supuesto. Algunos vivían en el intersticio donde nosotros nos atrevíamos a jugar. A veces los veíamos caminar con precisión de cangrejo realizando sus tareas, fueran cuales fuesen, o incluso correr de forma que parecía que fueran a caerse, pero sin caerse. Los veíamos cuidar las paredes de carne de sus nidos, o a lo que nosotros considerábamos sus mascotas, esas susurrantes compañías animales. En su presencia, nos callábamos de golpe y nos apartábamos. Imitábamos la esmerada cortesía con que los trataban nuestros ciclopadres. Nuestro desasosiego, como el de los adultos de quienes lo aprendíamos, superaba nuestra curiosidad ante las extrañas acciones que pudiéramos ver realizar a los Anfitriones.

Los oíamos hablar entre ellos con esas voces precisas, tan parecidas a las nuestras. De mayores, unos pocos de nosotros quizá llegáramos a entender parte de lo que decían, pero entonces todavía no, y yo, en realidad, nunca llegué a entenderlo.

Era la primera vez que estaba tan cerca de un Anfitrión. Mi preocupación por Yohn me distraía de todo lo que, en otras circunstancias, habría sentido por aquella proximidad a la cosa, pero no la perdía de vista, para que no pudiera sorprenderme, y cuando se meció un poco más hacia mí, la rehuí bruscamente y me puse a susurrarle a mi amigo.

No eran los únicos exoterres que había visto. Había habitantes exot en la Ciudad Embajada —unos pocos Kedis, un puñado de Shur’asi y otros—, pero con ellos, si bien había rareza, por supuesto, nunca había esa abstracción, esa brutal distancia que uno sentía con los Anfitriones. Había un tendero Shur’asi que hasta bromeaba con nosotros, con un acento raro pero con un humor muy claro.

Más tarde comprendí que aquellos inmigrantes eran exclusivamente de especies con las que compartíamos modelos conceptuales, conforme a diversas medidas. Los Anfitriones, los indígenas, en cuya urbe se nos había permitido gentilmente construir la Ciudad Embajada, eran presencias impasibles, incomprensibles. Fuerzas como dioses subalternos, que a veces nos observaban como si fuéramos un polvo curioso e interesante; y que nos proporcionaban nuestros biodispositivos, y con quienes solo hablaban los Embajadores. A los niños nos recordaban a menudo que les debíamos cortesía. Cuando nos los cruzábamos por la calle, les mostrábamos el debido respeto, y luego echábamos a correr, riendo. Sin embargo, sin mis amigos yo no podía camuflar mi miedo con tonterías.

—Pregunta si el chico se pondrá bien —dijo el hombre. Se frotó los labios—. Coloquialmente, algo así como «¿Después correrá o se enfriará?». Quiere ayudar. Ya ha ayudado. Seguramente me considera maleducado. —Suspiró—. O enfermo mental. Porque no le contesto. No ve que estoy disminuido. Si tu amigo no muere, será gracias a que él lo ha traído aquí.

»Lo han encontrado los Anfitriones. —Me daba cuenta de que el hombre trataba de hablarme con cordialidad. Parecía inexperto—. Ellos pueden venir aquí, pero saben que nosotros no podemos salir. Saben, más o menos, qué es lo que necesitamos. —Señaló la mascota del Anfitrión—. Han hecho que sus motores le introduzcan oxígeno. Es posible que Yohn se recupere. La policía no tardará. Tú te llamas Avice. ¿Dónde vives, Avice? —Se lo dije—. ¿Sabes cómo me llamo?

Había oído su nombre, por supuesto. No estaba segura de la manera correcta de nombrarlo.

—Bren —respondí.

—Bren. Pero no es correcto. ¿Lo entiendes? Tú no puedes decir mi nombre. Podrías deletrearlo, pero no puedes pronunciarlo. Pero yo tampoco puedo decir mi nombre. «Bren» es lo máximo que podemos acercarnos. Él... —Miró al Anfitrión, que asintió con la cabeza, con gravedad—. Él sí puede decir mi nombre. Pero eso no sirve de nada: él y yo ya no podemos hablar.

—¿Por qué se lo han traído a usted, señor? —Su casa estaba cerca del intersticio, de donde Yohn había caído, pero no tan cerca.

—Me conocen. Me han traído a tu amigo porque, aunque, como digo, saben que estoy disminuido, de alguna forma también me reconocen. Hablan, y deben de confiar en que yo les conteste. Soy... debo de ser... muy confuso para ellos. —Sonrió—. Es una estupidez, ya lo sé. Créeme que lo sé. ¿Sabes tú qué soy, Avice?

Asentí con la cabeza. Ahora, por supuesto, sé que entonces no tenía ni idea de qué era el hombre, y dudo que él mismo lo supiera.

Por fin llegó la policía con un equipo médico, y la habitación de Bren se convirtió en un quirófano improvisado. Intubaron, drogaron y monitorizaron a Yohn. Bren me apartó con suavidad de los expertos. Nos quedamos de pie a un lado, Bren, el Anfitrión y yo; el animal del Anfitrión me lamía los pies con una lengua como una pluma. Un policía saludó con una inclinación de cabeza al Anfitrión, que a modo de respuesta movió la cara.

—Gracias por ayudar a tu amigo, Avice. Es posible que se recupere. Y tú y yo volveremos a vernos pronto, estoy seguro. ¿«Giro, inclinación, morro de cerdo, sol»? —Bren sonrió.

Mientras un policía me acompañaba por fin afuera, Bren se quedó junto al Anfitrión, que lo abrazó amistosamente con una extremidad. Bren no se apartó de él. Se quedaron mirándome en silencio.

En la guardería todos se interesaron por mí. Aunque el policía les había asegurado que yo no había hecho nada malo, los ciclopadres parecían recelar un poco sobre el lío en que me había metido. Pero se portaron bien conmigo, porque nos querían. Se dieron cuenta de que estaba conmocionada. ¿Cómo iba a olvidarme de los temblores de Yohn? Y más aún, ¿cómo iba a olvidarme de que había estado tan cerca del Anfitrión, del sonido de su voz? Me obsesionaba que, sin ninguna duda, me hubiera dedicado toda su atención.

—Así que hoy alguien ha estado tomando algo con gente del Cuerpo, ¿no? —bromeó mi ciclopadre cuando me llevó a la cama. Era Papá Shemmi, mi favorito.

Más tarde, en el exterior, me interesé un poco por todas las variedades de familia. No recuerdo que ni yo ni la mayoría de los niños de la Ciudad Embajada sintiéramos celos de nuestros ciclohermanos cuyos padres biológicos los visitaban en ocasiones: allí eso no era la norma. Nunca le di muchas vueltas, pero más adelante sí me pregunté si nuestro sistema de paternidad por turnos sería la continuación de prácticas sociales de los fundadores de la Ciudad Embajada (desde hace mucho tiempo, Bremen incluye con relajamiento diversas costumbres en su esfera de gobierno), o si se habría implantado un poco más tarde. Quizá en vaga consonancia socioevolutiva con la formación institucional de nuestros Embajadores.

No importa. De vez en cuando oías historias terribles en las guarderías, sí, pero en el exterior también oí historias aterradoras, sobre personas criadas por quienes les habían dado la vida. En la Ciudad Embajada todos teníamos nuestros favoritos y otros a los que temíamos; unos cuyas semanas de servicio celebrábamos más que otras; unos a los que acudíamos en busca de consuelo o consejo, otros a los que evitábamos, etcétera; pero nuestros ciclopadres, en general, eran buena gente. Shemmi era el que más me gustaba.

—¿Por qué a la gente no le gusta que el señor Bren viva allí?

—Señor Bren no, Bren a secas. Hay quien piensa que no está bien que viva así, en la ciudad.

—Y tú, ¿qué piensas?

—Creo que tienen razón —dijo tras una pausa—. Creo que es... impropio. Existen lugares para los hendidos. —Había oído esa palabra otras veces; se la había oído a Papá Berdan—. Refugios específicamente para ellos, de modo que... No es agradable de ver, Avvy. Es un tipo raro. Un poco gruñón. Pobre hombre. Pero no es bueno ver esa clase de heridas.

Más tarde, algunos de mis amigos dijeron que era asqueroso. Habían aprendido esa actitud de otros ciclopadres menos liberales.

Dijeron que aquel lisiado repugnante debería irse al sanatorio. «Dejadlo en paz —les dije yo—. Salvó a Yohn.»

Yohn se recuperó. Su experiencia no interrumpió nuestro juego. Yo llegué un poco más lejos, un poco más lejos cada semana, pero nunca alcancé las marcas de Yohn. Los frutos de su peligroso experimento, una última marca, estaba unos metros más allá de todas sus otras marcas, la inicial de su nombre muy mal escrita. «Allí fue donde me desmayé —nos decía—. Casi me muero.» Después del accidente, nunca volvió a llegar tan lejos. Seguía siendo el segundo mejor a causa de su historia, pero yo ya podía vencerlo.

—¿Cómo se deletrea el nombre de Bren? —le pregunté a Papá Shemmi, y él me lo enseñó.

—Bren —dijo pasando el dedo por la palabra: siete letras; cuatro las pronunció; tres no pudo.

0.2

Cuando tenía siete años me marché de la Ciudad Embajada. Me despedí de mis padres y de mis ciclohermanos. Regresé a los once años: casada; no exactamente rica, pero con algunos ahorros y algunas propiedades; con ciertos conocimientos de lucha, de cómo obedecer órdenes, de cómo y cuándo desobedecerlas; y de cómo inmersar.

Se me daban medianamente bien varias cosas, pero solo destacaba en una. No era la violencia. Eso es un riesgo cotidiano de la vida portuaria, y en el tiempo que había pasado lejos solo había perdido algunas peleas más de las que había ganado. Parezco más fuerte de lo que soy en realidad, siempre he sido bastante rápida, y, como a muchos luchadores regulares, se me daba bien fingir más destreza de la que tenía. Podía evitar confrontaciones sin parecer cobarde.

Se me daba mal el dinero, pero había acumulado cierta cantidad. No podía afirmar que mi verdadera habilidad fuera el matrimonio, pero se me daba mejor que a muchos. Anteriormente había tenido dos maridos y una esposa. Los había perdido con motivo de cambios de predilección, sin rencor (como digo, no se me daba mal el matrimonio). Scile era mi cuarto cónyuge.

Como inmersora ascendí hasta los rangos a los que aspiraba: los que me aseguraban cierto caché y ciertos ingresos y, al mismo tiempo, me ahorraban responsabilidades fundamentales. En lo que descollaba era en la técnica vital que combina suerte, pereza y cara dura y que llamamos orgulencia.

Creo que fueron los inmersores quienes acuñaron ese término. Todos somos un poco orgulantes. Todos llevamos un demonio sentado en el hombro. No todos los que tripulan aspiran a dominar la técnica —hay quienes quieren capitanear o explorar—, pero, para la mayoría, la orgulencia es indispensable. Hay gente que lo considera mera indolencia, pero en realidad es una técnica más activa y con más matices. Los orgulantes no le temen al esfuerzo: muchos tripulantes se esfuerzan mucho para embarcar antes que nadie. Yo, por ejemplo.

Cuando pienso en mi edad todavía pienso en años, incluso después de tanto tiempo y tanto viajar. Es de mala educación, y la vida a bordo debería haberme curado de eso. «¿Años? —me gritó uno de mis primeros oficiales—. Me la traen floja los chanchullos siderales de tu pueblo de mierda, sea cual sea. Lo que quiero saber es qué edad tienes.»

Contesta en horas. Contesta en horas subjetivas: a ningún oficial le importa si las has ralentizado en comparación con tu pueblo de mierda. A nadie le importa con cuál de las innumerables divisiones del año creciste. Así pues, cuando tenía unas ciento setenta kilohoras me marché de la Ciudad Embajada. Regresé cuando tenía doscientas sesenta y seis kilohoras, casada, con ahorros y habiendo aprendido unas cuantas cosas.

Descubrí que podía inmersar cuando tenía ciento cincuenta y ocho kilohoras. Entonces supe qué haría, y lo hice.

Contesto en horas subjetivas; he de tener vagamente presentes las horas objetivas; pienso en los años de mi lugar natal, que a su vez se regía por los horarios de otro lugar. Nada de todo eso tiene que ver con Terre. Una vez conocí a un joven inmersor de no sé qué lugar atrasado y abandonado que calculaba en lo que él llamaba «años terrestres», el muy idiota. Le pregunté si había estado en el sitio según cuyo calendario vivía. Lógicamente, él no tenía más idea que yo de dónde quedaba eso.

Al hacerme mayor he ido tomando conciencia de lo poco sorprendente que soy. Lo que me sucedió a mí no les ha pasado a muchos moradores de la Ciudad Embajada —de eso se trata, sin duda—, pero la historia del suceso es clásica. Nací en un sitio que, durante miles de horas, creí que era todo un universo. Luego, de pronto, supe que no lo era, pero que no podría marcharme de allí; y luego pude marcharme. Por todas partes oyes lo mismo, y no solo entre los humanos.

Ahí va otro recuerdo: jugábamos a inmersar, corríamos a escondernos unos detrás de otros, agachados como si quisiéramos volvernos invisibles, y entonces gritábamos «¡Emerger!» y nos agarrábamos. Sabíamos muy poco sobre inmersiones, y con el tiempo me di cuenta de que aquella representación no era mucho más errónea que la mayoría de las descripciones que los adultos hacían del ínmer.

A lo largo de toda mi juventud, de manera irregular, programados entre una y otra entrada de naves, vi llegar muchos miabs. Cajas sin tripulación, llenas de restos de serie, dirigidas por ordenador. Algunos se perdían por el camino: más tarde supe que se convertían en un peligro, corroídos, de diferentes y extrañas formas, extraviados en el ínmer por el que habían sido construidos para viajar. Pero la mayoría nos llegaban. Al hacerme mayor, la emoción que me producían aquellas llegadas se tiñó de frustración, de envidia, hasta que comprendí que yo saldría al exterior. Entonces se convirtieron en pistas: débiles susurros.

Cuando tenía cuatro años y medio vi un convoy que transportaba por la Ciudad Embajada un miab recién llegado. Como casi todos los niños y muchos adultos, siempre había querido presenciar su llegada. Éramos un grupito de niños de la guardería; creo que era Mamá Quiller la encargada de vigilarnos discretamente y mantenernos agrupados. Nosotros vigilábamos toscamente a nuestros cicloamigos más pequeños. Nos dejaron subirnos a la reja y, desde allí, contemplar la llegada.

Como siempre, colocaron el miab sobre un camión de plataforma gigantesco. La locomotora biotrucada que lo arrastraba por el ancho trazado de las vías industriales de la Ciudad Embajada tiraba de él con gran esfuerzo, y sacó unas patas musculares provisionales para ayudar al motor. El miab, tumbado boca arriba, era más grande que el vestíbulo de mi guardería. Un contenedor perfectamente real, con forma de bala respingona, que avanzaba bajo una fina lluvia. La superficie brillaba por la espuma que se desprendía del revestimiento de cristal formando hilos que se degradaban hasta desaparecer. Ahora sé que las autoridades actuaron de forma irresponsable al no esperar a que se sosegara aquella superficie manchada de ínmer. Aquel no era el primer miab que traían todavía húmedo después del viaje.

Era como ver cómo movían un edificio: un tren enorme resoplando por el esfuerzo, guiado por prácticos que lo hacían avanzar con grandes trabajos por el tajo. Arrastraron aquella habitación enorme colina arriba hacia el castillo de los Embajadores, rodeada de moradores de la Ciudad Embajada que la vitoreaban y agitaban cintas. Llevaba una escolta de centauros, hombres y mujeres encaramados en la parte delantera de unos vehículos cuadrúpedos biotrucados. Había algunos exots de la ciudad junto a sus amigos Terres: los volantes de los Kedis se alzaban y destellaban colores, los Shur'asi y los Pannegetch emitían sus característicos sonidos. También había automas entre el público: algunos no eran más que cajas que se tambaleaban, y otros tenían un software Turing lo bastante persuasivo para que se confundieran con los entusiasmados espectadores.

Dentro de la nave no tripulada estaba el cargamento: regalos para nosotros procedentes de Dagostin y quizá de más lejos, artículos importados que codiciábamos, libros y otros soportes de lectura, aplicaciones de noticias, alimentos exóticos, tecnología, cartas. La propia nave sería canibalizada. Yo también enviaba artículos fuera, una vez al año, cuando partían nuestros mi

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