El consejo de hierro (Bas-Lag 3)

Fragmento

En años que se han ido hay hombres y mujeres que están trazando una línea por la tierra polvorienta y arrastrando la historia consigo. Están inmóviles, con gritos de guerra sedimentados en los labios. Están en riscos y trincheras de roca, en bosques, en la maleza, a la sombra de los ladrillos. Siempre están llegando.

Y en años que ya se fueron hay alguien erguido sobre un nudillo de granito, un montañoso puño cerrado. La cima está cubierta de árboles, como si una espuma boscosa se hubiese asentado en ella. Se yergue sobre un mundo verde mientras, debajo de él, una fauna de plumas y piel coriácea motea el aire sin prestarle atención.

Entre pilares de batolito discurre el camino que ha recorrido, y junto a vivaques de tela embreada. Hay hombres y fuegos, parientes castrados de las conflagraciones que fertilizan los bosques.

El hombre apartado está bajo un viento que conservará eternamente este antiguo momento en el hielo, mientras su aliento se coagula sobre su barba en forma de escarcha. Consulta el mercurio, letárgico en su cristal, un barómetro y una cuerda calibrada en centímetros. Se localiza a sí mismo y a los hombres que lo acompañan sobre el vientre del mundo y en un otoño de montaña.

Han ascendido. Columnas de hombres luchando penosamente contra la gravedad, arrimados unos a otros, suspendidos al socaire de paredes y recodos de silicato. Siervos de su equipo, han acarreado por todo el mundo sus baratijas de bronce, madera y vidrio como estúpidos nabobs.

El hombre apartado respira en este momento que ya se ha ido, y escucha el carraspeo de los animales de las montañas, el ritmo del forcejeo de los árboles. Donde había cañadas ha sondeado, para así imponerles un orden y para conocerlas, las ha marcado y ha hecho anotaciones en sus dibujos, y al aprehender los parámetros de la penillanura o de los circos de paredes abiertas, de los cañones tributarios, las barrancas, los ríos y las pampas tapizadas de helechos, los ha dotado de belleza. Donde hay pinos o fresnos confinados, y él registra el radio de una curva, la tierra le impone una lección de humildad.

El frío escoge a seis de sus hombres y los deja blancos y endurecidos en tumbas improvisadas. Los alagiths tiñen el grupo de sangre, y los osos y los tenebrae agotan a sus miembros con sus ataques, y algunos hombres, vencidos y sollozantes, se extravían en la oscuridad, y las mulas caen y las excavaciones no dan fruto y hay croquis e indígenas que asesinan sin piedad, pero todos estos son otros momentos. En este tiempo que ya se fue no hay más que un hombre sobre los árboles. Al oeste, las montañas se interponen en su camino, pero en este momento se encuentran todavía a kilómetros de distancia.

Solo el viento le habla, pero él sabe que su nombre se pronuncia con vituperio y respeto. Su estela es la disputa. En las cumbres artificiales de su ciudad, sus obras dividen familias. Algunos que se dicen portavoces de los dioses aseguran que es orgulloso. Es un insulto arrojado a la cara del mundo, y sus planes y la ruta que siguen son una abominación.

El hombre contempla cómo se coloniza la noche. (Ha pasado un largo rato desde este momento.) Observa las secreciones de la oscuridad, y antes de que empiece el tintineo de la cubertería de sus hombres o de que aparezca el aroma de las alimañas de las rocas que compartirá con ellos, solo están él mismo y la montaña y la noche y los libros con sus bosquejos de todo lo que ha visto y las mediciones de aquellas alturas apáticas y sus deseos.

Sonríe, y no con astucia, hartazgo o seguridad, sino con regocijo, porque sabe que sus planes son sagrados.

Primera parte. Adornos.

Primera parte

ADORNOS

Capítulo uno

Capítulo uno

Un hombre corre. Se abre camino entre paredes de corteza y hojas, por las estancias sin propósito del bosque Turbio. Los árboles lo acogotan.

Aquí, en lo profundo del bosque, hay sonidos aborígenes. Las copas se estremecen. El hombre transporta una carga pesada y suda copiosamente por culpa del invisible sol. Está tratando de seguir un camino.

Justo antes del anochecer encontró el lugar. Siguiendo borrosas veredas hotchis llegó hasta un valle cubierto de raíces y de suelo pedregoso. Los árboles se abrieron. La tierra estaba pisoteada y manchada de hollín y sangre. El hombre dejó en el suelo el fardo y su manta, unos cuantos libros y la ropa. Depositó entre la marga y los ciempiés algo cuidadosamente envuelto y pesado.

En el bosque Turbio hacía frío. El hombre hizo una fogata, y con ella tan cerca, la oscuridad le concedió un amplio respiro, pero él siguió mirándola como si esperara que saliera algo de ella. Algo se aproximaba. Constantemente había pequeños ruidos, como el canto bronquial de un ave nocturna o la respiración siseante de un depredador invisible. Era un hombre prudente. Tenía una pistola y un rifle, y en todo momento llevaba al menos una de ellas consigo.

A la luz del fuego vio pasar las horas. El sueño se apoderó de él y volvió a soltarlo a pequeñas bocanadas. Cada vez que se despertaba, exhalaba como si acabara de salir del agua. Estaba acongojado. En su rostro aparecieron el pesar y la rabia.

—Vendrán a buscarte —dijo.

No reparó en la llegada del alba, solo en que el tiempo reemprendía la marcha y de nuevo podía ver los límites del claro. Se movía como si estuviera hecho de ramas, como si hubiera acumulado todo el frío y la humedad de la noche. Mientras comía un poco de carne seca, escuchó los ruidos del bosque y paseó por la terrosa depresión.

Cuando, finalmente, oyó unas voces, se pegó a la pared de la cuenca y asomó entre los troncos. Tres hombres se aproximaban por un camino cubierto de moho y desechos vegetales. El hombre los observó con el rifle preparado. Al pasar por unos cilindros de luz más gruesos, pudo verlos con mayor claridad y bajó el rifle.

—Aquí —gritó.

Los otros se tiraron al suelo como idiotas y lo buscaron con la mirada. Levantó la mano sobre la pared de tierra.

Eran una mujer y dos hombres, vestidos con ropa aún menos adecuada para el bosque Turbio que la suya. Se plantaron frente a él en la arena y sonrieron.

—Cutter. —Le estrecharon las manos y le dieron palmadas en la espalda.

—Se os oye a cientos de metros de distancia. ¿Y si os han seguido? ¿Quién más viene?

No lo sabían.

—Recibimos tu mensaje —dijo el hombre de menor estatura. Hablaba deprisa y miraba constantemente a su alrededor—. Fui a ver. Estuvimos discutiendo. Los demás dijeron, ya sabes, que debíamos quedarnos. Ya sabes lo que dijeron.

—Sí, Drey. Que estoy loco.

—Tú no.

No lo miraron. La mujer se sentó hinchando la falda. Estaba tan nerviosa que respiraba entrecortadamente. Se mordía las uñas.

—Gracias. Por venir. —Ellos asintieron o desecharon su gratitud: a él mismo le sonó extraña, y seguro que también a ellos. Trató de no parecer sardónico, como le ocurría siempre—. Significa mucho.

Esperaron en la depresión, motivos dibujados sobre la tierra o figuras talladas de madera muerta. Había demasiado que decir.

—Entonces, ¿os dijeron que no vendrían?

La mujer, Elsie, respondió que no, tanto no, con esas palabras no, pero que el Caucus se había burlado del mensaje de Cutter. Lo miró un momento y rápidamente bajó los ojos mientras hablaba. Él asintió y no dijo nada.

—¿Estáis seguros de esto? —dijo, y se negó aceptar sus indiferentes gestos de asentimiento—. Maldición, ¿estáis seguros? Vais a darle la espalda al Caucus. ¿Estáis preparados? ¿Por él? Nos espera un camino muy largo.

—Ya hemos recorrido muchos kilómetros para llegar hasta aquí —dijo Pomeroy.

—Serán muchos más. Cientos. Va a ser larguísimo. Y mucho tiempo. No puedo asegurar que regresemos.

No puedo asegurar que regresemos.

Pomeroy dijo:

—Solo quiero que me digas otra vez que es verdad. Dime que se ha ido y adónde ha ido y para qué. Dime que es verdad. —El hombretón le dirigió una mirada iracunda y esperó, y al ver que Cutter asentía bruscamente y cerraba los ojos, dijo—: Muy bien.

Otros llegaron luego. Primero otra mujer, Ihona. Y, después, mientras le daban la bienvenida, escucharon el crujido de una vegetación reseca violentamente pisoteada, y un vodyanoi apareció entre la maleza. Se agazapó como un sapo, a la manera de su raza, y levantó unas manos palmeadas. Al saltar desde lo alto de la hondonada, su cuerpo —un grueso saco formado por la cabeza y el tronco— se estremeció de arriba abajo a causa del impacto. Fejhechrillen estaba sucio y fatigado, pues su forma de moverse no era la más idónea para un bosque.

Estaban nerviosos, pues no sabían cuánto debían esperar ni si vendría alguien más. Cutter les preguntó a todos cómo se habían enterado de su mensaje. Eso no les gustó. No querían sopesar la decisión de unirse a él: sabían que muchos lo considerarían una traición.

—Os estará muy agradecido —dijo Cutter—. Es un auténtico capullo, pero, aunque puede que no lo demuestre, esto significa mucho, para él y para mí.

Tras un silencio, Elsie dijo:

—Eso no lo sabes. No nos preguntó, Cutter. Solo envió un mensaje, según dices. Puede que se enfade al vernos.

Cutter no podía decirle que se equivocaba. Así que dijo:

—Pero no creo que vayas a marcharte por eso. Además de por él, también estamos aquí por nosotros mismos.

Empezó a contarles lo que podían encontrarse, subrayando los peligros. Parecía que estuviese intentando disuadirlos, aunque todos sabían que no era así. Drey rebatió sus argumentos con voz rápida y nerviosa. Aseguró a Cutter que lo comprendían. Cutter comprendió que estaba tratando de persuadirse a sí mismo y guardó silencio. Drey dijo repetidamente que la decisión estaba tomada.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Elsie al pasar el mediodía—. No podemos esperar eternamente. Si alguien más iba a venir, es obvio que se ha perdido. Tendrán que volver con el Caucus, y hacer lo que haya que hacer en la ciudad.

Alguien lanzó un gritito y todos se volvieron...

Al borde de la hondonada había un jinete hotchi montado en un gallus, observándolos. La gran ave de guerra hinchó las alas ventrales y, levantando una garra espolonada, adoptó una curiosa pose. El hotchi, un macho achaparrado y robusto, como un puercoespín, acarició la melena roja de su montura.

—Viene milicia. —Su acento era fuerte y ronco—. Dos hombres de milicia, un minuto, dos. —Se inclinó hacia delante en la vistosa silla e hizo dar la vuelta al ave. Sin hacer apenas ruido, sin siquiera el tintineo del metal sobre las cinchas y los estribos de madera y cuero, se alejó, orgulloso y beligerante, y desapareció en el bosque.

—¿Eso era...? ¿Qué...? Joder, ¿es que...?

Pero, entonces, el ruido de alguien que se acercaba acalló a Cutter y a los demás. Todos dirigieron la mirada hacia el sonido, embargados de pánico silencioso y sin tiempo ya para ocultarse.

Dos hombres aparecieron detrás de unas rocas cubiertas de líquenes. Llevaban la máscara y el uniforme gris marengo de la milicia. Cada uno de ellos llevaba un escudo reflectante y un voluminoso revólver de cazoleta al costado. Al llegar al claro vacilaron un momento y se detuvieron, mirando fijamente a los hombres y mujeres que los esperaban.

Pasó un largo segundo en el que nadie se movió, en el que se entabló una comunicación confusa y muda —¿sois, son, qué, deberíamos, deberíamos...?— hasta que alguien disparó. Entonces hubo un chaparrón de sonidos, chillidos y percusión de disparos. Cutter cayó. No sabía lo que estaba pasando y la idea de que le hubiesen dado y aún no lo hubiese sentido lo aterrorizaba. Cuando cesó la atroz síncopa de las armas, relajó las mandíbulas.

Alguien estaba gritando, «oh, dioses; oh, joder, dioses». Era uno de los milicianos, que estaba sentado junto a su compañero muerto, sangrando por una herida y tratando de mantener el arma en alto. Cutter escuchó el sonido de desgarro que hace un arco al disparar y el miliciano cayó de espaldas con una flecha clavada y dejó de moverse.

Siguió un nuevo segundo de silencio y entonces:

—Jabber... ¿Estáis...? ¿Está todo el mundo...? ¿Drey? ¿Pomeroy?

Al principio, Cutter pensó que ninguno de los suyos había sido herido. Entonces vio que Drey estaba pálido y se sujetaba el hombro con manos temblorosas y teñidas de sangre.

—Buen Jabber, tío. —Cutter ayudó a Drey a sentarse («¿pasa algo?», repetía una vez tras otra el hombrecillo). La bala le había dado en el músculo. Cutter arrancó varias tiras de tela de su camisa y las empleó para vendarle la herida. El dolor hizo que Drey se resistiera, y Pomeroy y Fejh tuvieron que sujetarlo. Le dieron una ramita tan gruesa como un pulgar para que la mordiera mientras lo vendaban.

—Deben de haberos seguido, estúpidos bastardos —masculló Cutter, furioso, mientras trabajaba—. Os dije que había que tener cuidado, joder...

—Y lo hemos tenido —gritó Pomeroy, señalándolo con el dedo.

—No siguieron a ellos. —El hotchi reapareció montado en su gallus—. Patrullan los fosos. Estáis mucho tiempo aquí, casi un día. —Desmontó y se aproximó al borde de la arena—. Demasiado tiempo.

Enseñó los dientes en una mueca ininteligible. Era más bajo que Cutter, pero rotundamente musculoso, y poseía la robustez de un hombre mucho más alto. Se detuvo junto a los milicianos y los olisqueó. Se sentó sobre el que había abatido su flecha y empezó a sacarle el proyectil por el lado contrario al orificio de entrada.

—Cuando no regresan, mandarán más —dijo—. Vienen a buscaros. Puede que ya. —Gobernada por él, la flecha sorteó los huesos del muerto pecho. Asió el astil cuando asomó por la espalda del cadáver y de un tirón sacó los penachos con un ruido húmedo. A continuación, la guardó en su cinturón sin limpiarla, le arrebató al cadáver el revólver de las manos tiesas y le disparó con él en el orificio.

Las aves remontaron de nuevo el vuelo al oír la detonación. El inesperado retroceso hizo gruñir al hotchi, que sacudió la mano. El fino agujero de la flecha se había convertido en una cavidad.

Pomeroy dijo:

—Esputos... ¿Quién demonios eres?

—Hombre hotchi. Hombre de gallo de guerra. Alectryomach. Os ayudaré.

—Tu tribu... —dijo Cutter—. ¿Están de nuestro lado? Algunos hotchis están con el Caucus —dijo a los demás—. Por eso este lugar es seguro. O teóricamente lo era. Su clan no siente ninguna simpatía por la milicia. Nos ofrece paso franco. Pero... no pueden arriesgarse a luchar en la ciudad. Por eso tiene que parecer que somos nosotros los que hemos matado a los milicianos, y no sus flechas. —Él mismo fue comprendiéndolo a medida que lo decía.

Entre Pomeroy y el hotchi registraron a los dos muertos. Pomeroy lanzó uno de los revólveres a Elsie y el otro a Cutter. Eran armas modernas, de calidad, y Cutter nunca había tenido una en las manos. La suya era muy pesada y tenía seis cañones dispuestos en un grueso tambor circular.

—No son muy fiables —dijo Pomeroy mientras recogía las balas—. Pero sí rápidas.

—Jabber... Joder, será mejor que nos vayamos. —El dolor hacía temblar la voz de Drey—. Deben de haber oído esas putas armas a varios kilómetros de aquí...

—No muchos cerca —dijo el hotchi—. Puede que nadie oiga. Pero tenéis que iros, sí. ¿Dónde vais? ¿Por qué dejáis ciudad? ¿Buscáis al hombre de arcilla?

Cutter miró a los demás y todos lo miraron a él, invitándolo a tomar la palabra.

—¿Lo has visto? —preguntó. Dio un paso hacia el atareado hotchi—. ¿Lo has visto?

—No he visto, pero conozco los que sí. Hace días, semana o más. Hombre cruza el bosque en un gigante gris. Corriendo. La milicia lo sigue.

La luz de la tarde los bañó a todos, y volvieron a oírse los ruidos de los animales del bosque. Cutter estaba rodeado por kilómetros de árboles. Abrió la boca más de una vez antes de hablar.

—¿La milicia lo seguía? —preguntó.

—En caballos rehechos. Los oí.

En caballos rehechos, con cascos de metal repujado, o con garras de tigre o con colas prensiles y cubiertas de glándulas venenosas. Con pistones de vapor para dotar a sus patas de una fuerza absurda o con una resistencia alimentada por una caldera de excrementos situada detrás de la silla. Convertidos en carnívoros y equipados con largos colmillos. Caballos-lobo o caballos-jabalí, caballos-constructo.

—No lo vi —dijo el hotchi. Montó en su gallus—. Fueron tras jinete de hombre de arcilla, hacia el sur. Ahora idos. Deprisa. —Se volvió sobre su ave de guerra y apuntó con un dedo marrón—. Tened cuidado. Esto es el bosque Turbio. Idos.

Espoleó al gallus y se perdió entre la maleza y los densos troncos.

—Idos —gritó, ya invisible.

—Maldición —dijo Cutter—. Vamos.

Levantaron su pequeño campamento. Pomeroy cogió la mochila de Drey, además de la suya, y los seis salieron del foso de los gallos de guerra para adentrarse en el bosque.

Marcharon hacia el sudoeste siguiendo la brújula de Cutter, por el mismo camino que había tomado el hotchi.

—Nos ha mostrado el camino —dijo Cutter.

Sus camaradas parecían contar con que los guiara. Avanzaron sorteando raizales y barricadas de vegetación, transformados por su paso. Al cabo de poco tiempo, el cansancio de Cutter era tan profundo que le provocaba una sensación sorprendente, desconocida.

Al llegar la oscuridad se dejaron caer donde estaban, en un pequeño claro entre los árboles. Hablaban en voz baja, modulada por los ecos del bosque. Era demasiado tarde para cazar: solo pudieron tomar el tasajo y el pan que llevaban en la mochila, haciendo chistes tontos sobre lo buena que era la comida.

A la luz de su pequeña fogata, Cutter vio que Fejh estaba secándose. No sabían dónde había agua dulce, y Fejh solo usaba un poco de la que llevaban para humedecerse el cuerpo, a pesar de que saltaba a la vista lo mucho que la necesitaba. Estaba jadeando.

—Todo irá bien, Cutter —dijo, y el hombre le dio unas palmaditas en la mejilla.

Drey estaba blanco como el papel y mascullaba para sus adentros. Al ver el cabestrillo endurecido por la sangre seca, Cutter se maravilló de que hubiera podido aguantar. Le comentó discretamente sus temores a Pomeroy, pero ya no podían dar la vuelta y Drey no podría regresar solo. Iba dejando un rastro al andar.

Mientras Drey dormía, los demás se reunieron alrededor del fuego y compartieron en voz baja historias del hombre al que estaban siguiendo. Todos ellos tenían razones para responder a la llamada de Cutter.

Para Ihona, el hombre al que buscaban era la primera persona del Caucus que le había recordado a ella misma. Su falta de mundanidad, esa cualidad que hacía desconfiar a algunos, inspiraba en ella la tranquilizadora sensación de que en el movimiento había espacio para la imperfección: que podía formar parte de él. Esbozó una sonrisa preciosa al recordarlo. Fejh, por su parte, había tenido la ocasión de darle algunas clases en el transcurso de una investigación sobre el chamanismo vodyanoi, y su capacidad de fascinación lo había conmovido. Cutter sabía que amaban al hombre al que seguían. Entre los centenares de miembros del Caucus, no era de extrañar que hubiera seis que lo amaran.

Pomeroy dijo en voz alta:

—Yo lo amo. Pero no estoy aquí por eso. —Hablaba con pequeñas y tensas ráfagas de palabras—. Los tiempos son demasiado graves para eso. Estoy aquí por el lugar al que se dirige, Cutter, por lo que busca. Y por lo que vendrá después. Por eso estoy aquí. Por lo que había en tu mensaje. No porque se haya marchado..., sino por el lugar al que se ha marchado, y por las razones de su marcha. Eso lo vale todo.

Nadie preguntó a Cutter sus motivaciones. Cuando le llegó el turno, bajaron la mirada y no dijeron nada, mientras él estudiaba el fuego.

Un ave de guerra los despertó sacudiendo la cresta y profiriendo un estruendoso cacareo de gallo. Aquel despertar incivilizado los dejó estupefactos. El hotchi que lo montaba les arrojó un faisán muerto mientras se levantaban. Señaló los árboles situados al este y desapareció bajo la verde luz.

Se encaminaron en la dirección indicada, avanzando pesadamente entre la maleza y la tupidez del bosque. La luz del sol los veteaba. Era una primavera cálida, y el bosque Turbio se había vuelto húmedo y caluroso. La ropa de Cutter estaba tan empapada de sudor que le pesaba como una losa. Observó a Fejh y Drey.

Fejh, impasible, avanzaba a impulsos de las patas traseras, a sacudidas. Drey, aunque pareciera imposible, no estaba demorándose. Su vendaje estaba empapado, y ya no se molestaba en espantarse las moscas que acudían a posarse en él. Ensangrentado y blanco, parecía una pieza de carne vieja. Cutter había esperado que demostrara temor o miedo, pero Drey se limitaba a murmurar, y eso resultaba admirable para él.

La simplicidad del bosque lo dejaba atónito.

—¿Adónde vamos? —le preguntó alguien.

No me preguntes eso.

Al atardecer siguieron un ruido maravilloso y encontraron un estanque cubierto de enredaderas. Aplaudiendo y riendo, bebieron de él como animales felices.

Fejh se metió en el agua y se zambulló allí mismo. Al nadar, sus torpes movimientos se volvieron gráciles de repente. Llenó las manos de agua y la moldeó empleando la acuartesanía de su raza: el líquido, como si fuera masilla, conservó las formas que le había dado, una serie de toscas figurillas con aire perruno. Las dejó sobre la hierba, donde al cabo de una hora se desmoronaron como si estuvieran hechas de cera y se escurrieron sobre la tierra.

A la mañana siguiente, la herida de Drey había empeorado. Esperaron cuando su fiebre los obligó a detenerse, pero tenían que seguir adelante. La flora cambió, se volvió mestiza. Empezaron a caminar entre arboscuros y robles, bajo una espesura de banianos, con lianas parecidas a cuerdas colgantes que acababan por convertirse en raíces.

El bosque Turbio era un hervidero de vida. Las aves y las criaturas simiescas de las copas de los árboles pasaban la mañana gritando. En una zona de árboles muertos y blanqueados, una criatura osuna, borrosa e hinchada, de formas y colores cambiantes, emergió de la vegetación y, como un ovillo devanado, rodó hacia ellos. Todos gritaron salvo Pomeroy, quien le descerrajó un disparo en todo el pecho. Con una suave detonación, el animal se transformó en docenas de aves y cientos de moscas cristintadas, que revolotearon un momento a su alrededor y volvieron a acoplarse recreando a la bestia a cierta distancia de ellos. La criatura se apartó pesadamente. Ahora podían ver las plumas y las alas que formaban su pelaje.

—He estado antes en estos bosques —dijo Pomeroy—. Sé qué aspecto tiene un oso-colonia.

—Seguro que ya hemos avanzado suficiente —dijo Cutter, y pusieron rumbo al oeste, mientras el crepúsculo llegaba y los dejaba atrás. Marchaban tras una lámpara cerrada, asediada por una hueste de polillas. La corteza engullía la luz.

Pasada la medianoche, atravesaron una loma baja y salieron del bosque.

Y durante tres días viajaron por las colinas Mendicantes, collados rocosos y dolinas salpicadas de árboles. Avanzaban por las rutas de glaciares de antaño. La ciudad se encontraba solo a decenas de kilómetros de distancia. Sus canales casi llegaban hasta ellos. Algunas veces, asomando entre farallones, veían auténticas montañas en la lejanía, al este y al norte, cordilleras de las que aquellas colinas no eran más que una minúscula fracción.

Bebían y se aseaban en lagunas de montaña. Avanzaban con lentitud, pues tenían que cargar con Drey. No podía mover el brazo y parecía desangrado. Pero no se quejaba. Era la primera vez que Cutter lo veía comportarse con tanta valentía.

Había sendas que se insinuaban en el paisaje y las siguieron en dirección sur, entre campos de hierba y flores. Pomeroy y Elsie cazaron unos conejos de las rocas y los asaron, sazonados con hierbas.

—¿Cómo vamos a encontrarlo? —preguntó Fejh—. Tenemos un continente entero para buscar.

—Conozco su ruta.

—Pero, Cutter, es un continente entero...

—Dejará señales. Allá donde vaya. Dejará un rastro. Es inevitable.

Nadie habló durante un rato.

—¿Cómo supo que tenía que irse?

—Recibió un mensaje. Un viejo contacto. Es lo único que sé.

Cutter vio cercas reclamadas por el tiempo, en el emplazamiento de antiguas granjas. Los cimientos de las haciendas formando ángulos de piedra. El bosque Turbio, extensión boscosa interrumpida por floraciones de dolomitas, se levantaba al este. En una ocasión, descollando entre el follaje, aparecieron los restos de una antigua factoría, chimeneas o pistones.

Al sexto día, día del pescado, el 17 de chet de 1805, llegaron a un pueblo.

En el bosque Turbio se oyó un murmullo de aire desplazado bajo el canto de la lechuza y el mono. No fue muy alto, pero los animales que se encontraban en su camino levantaron la mirada con el pánico de una presa. En los intersticios entre los árboles, junto a los saledizos de arcilla, se extendía un encaje de luna. El ramaje no se movía.

Entre las sombras de la noche apareció un hombre. Llevaba un traje negro azulado. Tenía las manos en los bolsillos. Sobre sus lustrosos zapatos, que se desplazaban a la altura de la cabeza por encima de las raíces, caían tallos de luz de luna. El hombre avanzaba, con el cuerpo en perfecto equilibrio, erguido por el aire. Y mientras avanzaba, suspendido por arcanos medios entre las copas de los árboles y el suelo del bosque, el sonido venía con él, como si el espacio gimiera por su violación.

Estaba impertérrito. Algo correteó sobre él, entrando y saliendo de las sombras, entre los pliegues de su ropa. Un mono, aferrado al hombre como si fuera su madre. El mono tenía algo en el pecho, una excrecencia que se contraía y tensaba.

Bajo la débil luz, el hombre y su pasajero entraron en el circo al que los hotchis acudían a luchar. Contemplaron a los milicianos muertos, moteados de podredumbre.

El monito se colgó de los pies del hombre y se dejó caer sobre los cadáveres. Sus hábiles deditos los examinaron. Volvió a encaramarse a las piernas de un salto y emitió unos ruidos rápidos y nerviosos.

Pasaron un rato sumidos en un silencio tan completo como el resto de la noche, el hombre mordiéndose los nudillos con aire meditabundo, como una cabriola paralizada, y el mono sobre su hombro, contemplando la negra floresta. Luego volvieron a ponerse en movimiento, avanzando entre los árboles con el sonido colmado de su paso, a través de helechales rotos días atrás. Después de que se hubieran alejado, los animales del bosque Turbio salieron de sus escondites. Pero estaban inquietos, y permanecieron así el resto de la noche.

Capítulo dos

Capítulo dos

El pueblo no tenía nombre. Los granjeros le parecieron a Cutter gente humilde. Aceptaron dinero a cambio de comida con una hosca desenvoltura. Si tenían curanderos, lo negaron. Cutter no pudo hacer más que dejar dormir a Drey.

—Tenemos que llegar a Myrshock —dijo. Los lugareños lo miraron con ignorancia y él apretó los dientes—. Ni que estuviera en la luna, joder.

—Puedo llevaros a la ciudad de los cerdos —dijo finalmente uno de los hombres—. Necesitamos cerdo y mantequilla. Está al sur, a cuatro días de aquí.

—Pero seguiremos a... no sé, unos seiscientos kilómetros de Myrshock, por Jabber —dijo Ihona.

—No tenemos elección. Y el sitio ese de los cerdos debe de ser más grande. A lo mejor pueden llevarnos más lejos. ¿Por qué no tenéis cerdos aquí?

Los aldeanos se miraron unos a otros.

—Ladrones —dijo uno de ellos.

—Así podéis ayudarnos —dijo otro—. Proteged el carromato con vuestras armas. Podéis llevarnos a la ciudad de los cerdos. Hay un mercado. Viene gente de todas partes. Tienen aeronaves, podrán ayudaros.

—¿Ladrones?

—Sí. Bandidos. Librehechos.

Sacaron un carromato tirado por dos jamelgos y conducido por uno de los aldeanos. Cutter y sus compañeros se subieron, entre raquíticas verduras y baratijas. Drey se tumbó, empapado en sudor. Su brazo apestaba. Los demás mantuvieron las armas al alcance de la mano, intranquilos y ostentosos.

El armatoste avanzó por veredas casi invisibles y las Mendicantes fueron quedando atrás, reemplazadas por unos pastizales. Durante dos días marcharon por campos de salvia y pasto, entre peñascos sobresalientes que parecían almacenes portuarios. La roca recibía la luz del sol como si fuera un tatuaje rojizo.

Montaban guardia por si aparecía algún aerocorsario. Fejh hacía breves visitas a los ríos y arroyos por los que pasaban.

—Vamos muy lento. —Cutter hablaba para sí, pero los demás lo oyeron—. Demasiado lento, demasiado lento, demasiado lento, joder.

—Que se vean vuestras armas —dijo de repente uno de los granjeros—. Alguien está mirando. —Señaló las lomas achatadas, cadáveres sobre la roca—. Si vienen, disparad. No esperéis. Si los dejáis, nos desollarán vivos.

Incluso Drey estaba despierto. Su mano sana empuñaba una pistola de repetición.

—Tu arma es la más potente, Pomeroy —dijo Cutter—. Preparado.

Y al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, los dos granjeros empezaron a gritar:

—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahí!

Cutter movió su pistola con peligrosa imprecisión mientras Pomeroy levantaba el trabuco. Un virote de ballesta pasó silbando sobre sus cabezas. Una figura salió de detrás de un bloque de asperón tapizado de líquenes y Elsie disparó contra ella.

Era un librehecho: un rehecho criminal, reconfigurado en las factorías de castigo de la ciudad y huido a las llanuras y colinas de Rohagi.

—Cabrones —gritó de dolor—. Joder, cabrones. —Todos pudieron ver en qué consistía su transformación: tenía demasiados ojos. Se retorció sobre la arena, dejando un rastro de sangre.

Una nueva voz.

—Volved a disparad y moriréis. —Estaban rodeados de figuras por todas partes, con arcos preparados y algunos viejos rifles—. ¿Quiénes sois? No sois de la región. —El que había hablado dio un paso al frente sobre una mesa de roca—. Vamos, vosotros dos. Ya conocéis las normas. El peaje. Os voy a cobrar un carromato de... ¿Qué es esto? Un carromato de míseras verduras.

Los librehechos eran una banda harapienta y variopinta, cuyas mutaciones de humeante hierro y carne de animal robada palpitaban como tumoraciones arcanas. Hombres y mujeres con colmillos de elefante o miembros de metal, con colas, con tuberías de gutapercha, negras como el aceite, en lugar de intestinos en la vacía e inutilizada cavidad estomacal.

Su jefe se movía con lentitud y torpeza. Al principio, Cutter creyó que estaba montado sobre alguna especie de animal mutante sin ojos, pero entonces se dio cuenta de que el torso del hombre estaba cosido a un cuerpo de caballo, en el lugar que tendría que haber ocupado la cabeza. Solo que, con el capricho y la crueldad de que hacían gala los biotaumaturgos del Estado, el tronco del hombre estaba orientado hacia la cola del caballo, como si estuviera montado de espaldas. Para avanzar, tenía que mover cuidadosamente hacia atrás sus cuatro patas de caballo mientras movía la cola.

—Esto es nuevo —dijo—. Tenéis armas. Nosotros, no. He visto mercenarios antes. No sois mercenarios.

—Pues esto va a ser lo último que veas como sigas así —dijo Pomeroy. Apuntó el mosquete con pasmosa calma—. Seguro que podéis acabar con nosotros, pero ¿a cuántos nos llevaremos por delante? —Todo el grupo, Drey incluido, tenía a algún librehecho en el punto de mira.

—¿Qué sois? —dijo el jefe—. ¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo?

Pomeroy se disponía a responder, alguna bravata, alguna fantasía de luchador, pero entonces algo inesperado le ocurrió a Cutter. Oyó un susurro. Totalmente íntimo, como si unos labios le hablaran al oído, con voz antinatural y apremiante. Un escalofrío acompañó a las palabras. Se estremeció. La voz dijo: «Di la verdad.»

Las palabras brotaron de su boca en un cántico involuntario y fuerte:

—Ihona trabaja en un telar. Drey es maquinista. Elsie está sin trabajo, y el gran Pomeroy es oficinista. Fejh es estibador. Yo soy tendero. Pertenecemos al Caucus. Buscamos a un amigo mío. Y buscamos al Consejo de Hierro.

Sus compañeros se lo quedaron mirando.

—¿Qué demonios haces, tío? —dijo Fejh. E Ihona:

—En el nombre de Jabber, ¿por qué...?

Cutter relajó las mandíbulas y sacudió la cabeza.

—Ha sido sin querer —trató de explicarles—. He oído algo...

—Bueno, bueno —estaba diciendo el jefe de los bandidos—. Os queda un largo camino por delante. Aunque os dejemos marchar... —Y entonces se interrumpió. Su mandíbula se movió un momento, y después siguió hablando, rítmicamente, con un tono diferente, declamatorio—. Pueden irse. Dejadlos pasar. El Caucus no es nuestro enemigo.

Sus hombres lo miraron.

—Dejadlos pasar —volvió a decir. Hizo un gesto a sus librehechos y puso cara de exasperación. Sus hombres y mujeres gritaron, enfurecidos e incrédulos, y durante unos segundos pareció que iban a desobedecer la orden, pero entonces se apartaron y, rezongando, se cargaron las armas al hombro.

El jefe de los librehechos observó a los viajeros mientras seguían su camino, y estos no le quitaron el ojo de encima hasta que se perdió de vista en la distancia. No vieron que se moviera.

Cutter les habló a sus camaradas del susurro imperativo que lo había obligado a actuar.

—Taumaturgia —dijo Elsie—. El jefe de los ladrones debe de haberte embrujado, los dioses saben por qué.

Cutter sacudió la cabeza.

—¿No has visto qué aspecto tenía cuando nos ha dejado marchar? —dijo—. Así me sentía yo. Él también estaba hechizado.

Cuando llegaron a la ciudad del mercado, encontraron buhoneros, comerciantes y cómicos ambulantes. Entre los edificios de adobe había globos de gas, maltrechos y medio desinflados.

El día del polvo, mientras volaban sobre unas estepas de hierba, rocas y flores, Drey expiró. Parecía que había estado mejorando. En la ciudad había estado consciente y hasta había regateado con el aeromercader. Pero durante la noche, el brazo lo envenenó, y aunque seguía con vida cuando habían levantado el vuelo, había muerto no mucho después.

El comerciante nómada se entretuvo revisando el ronroneante motor de la góndola, incomodado por la miseria de sus pasajeros. Elsie abrazó el cuerpo frío de Drey. Finalmente, con el sol en lo alto, celebró un servicio, y todos besaron a su amigo muerto y lo encomendaron al cuidado de los dioses con la tenue intranquilidad de los agnósticos que eran.

Elsie recordó los entierros aéreos de las tribus septentrionales, de los que había oído hablar. Hombres y mujeres de la tundra que depositaban a sus muertos en ataúdes abiertos colgados de globos y los enviaban en alas de las corrientes de aire a las alturas, atravesando la fría atmósfera y las nubes, más allá de las depredaciones de los insectos y hasta de la propia podredumbre, hasta llegar a la catacumba que era la estratosfera de sus tierras de caza, donde solo los dirigibles de los exploradores los encontraban, errabundos y momificados por el frío.

Impelidos por la necesidad, dieron a Drey un entierro diferente: lo levantaron con delicadeza sobre el borde de la góndola, lo colocaron entre las cuerdas y lo dejaron ir.

Fue como si echara a volar. Se remontó sobre ellos y pareció extender los brazos. El aire lo zarandeó de tal modo que por un momento dio la impresión de que estaba danzando o luchando y se alejó dando vueltas y vueltas. Pasó entre los pájaros. Sus amigos contemplaron su vuelo con asombro y con un deleite sorprendido y apartaron la mirada cuando todavía se encontraba a varios segundos del suelo.

Sobrevolaron extensiones de esquisto y hierba que se iban volviendo más secas conforme avanzaban hacia el sur. El bosque Turbio se alejó. El viento estaba con ellos. Cutter oyó que Elsie le susurraba algo a Pomeroy, algún lamento por Drey.

—Ahora no podemos detenernos —murmuró Pomeroy—. Lo sé, lo sé..., pero ahora no podemos.

En tres ocasiones vieron otros globos, a varios kilómetros de distancia. En cada una de ellas, el piloto miró por el telescopio y les dijo a quién pertenecía la nave. Los aeronautas no eran muy numerosos. Cada uno de ellos conocía las rutas de los demás.

El hombre había exigido una gran parte de su dinero para llevarlos a Myrshock, pero al enterarse de que la milicia había pasado por la ciudad de los cerdos poco antes, un destacamento de húsares con monturas alteradas, no pudieron negarse. Estamos en el buen camino. Y ahora que avanzaban, no rápidamente pero sí a un ritmo constante, por primera vez empezaron a albergar algo parecido a la esperanza.

—Cuesta creer —dijo Cutter— que haya una puta guerra en marcha. —Nadie respondió. Sabía que su bilis los aburría. Siguió observando aquel paisaje de retazos.

La tercera mañana en el aire, mientras frotaba con agua la piel agrietada de Fejh, Cutter gritó y señaló un punto situado a varios kilómetros de distancia, donde se veía el mar, y frente a él, en una depresión cubierta de hierba de color pardo trigo, los amarraderos de dirigibles y los minaretes de Myrshock.

Era un puerto feo. Estaban cansados. Aquel no era su territorio.

La arquitectura parecía producto de la casualidad, un conglomerado de materiales fortuitos, amontonados, sorprendidos de verse convertidos en una ciudad. Vieja pero carente de historia. Donde respondía a un diseño, su estética era vacilante: iglesias con fachadas de cemento que imitaban ringorrangos antiguos, bancos que empleaban tejas de colores insólitos y que no conseguían otra cosa que vulgaridad.

Myrshock era cosmopolita. Los hombres y las mujeres vivían junto a los cactacaes, la raza vegetal, fornida y espinosa, y a los garudas, pájaros-corsario del Cymek sobre las aguas, en el aire y en las calles. Vodyanois en un canal gueto.

Los viajeros comieron lo que compraron en un puesto, junto a un molo. Había filas de embarcaciones extranjeras y naves de Myrshock, vapores con torres fabriles, paleros, barcos mercantes tirados por grandes dracos marinos. A diferencia de los muelles de su hogar, aquel era un puerto de agua salada, así que no había estibadores vodyanois. Apoyados en las paredes, holgazaneaban los mismos charlatanes y la misma chusma de buscavidas de todos los puertos.

—Hay que tener cuidado —dijo Cutter—. Necesitamos un barco con destino a Shankell, y en general eso significa una tripulación de cactacaes. Ya sabéis lo que tenemos que hacer. Con los cactacaes no vamos a poder. Necesitamos un barco pequeño y gente pequeña.

—Habrá vapores ilegales —dijo Ihona—. Piratas en su mayor parte...

Lanzó una mirada vaga a su alrededor.

Cutter sufrió un espasmo y se quedó inmóvil. Alguien le habló. Aquella voz de nuevo, susurrando junto a su oído. Se quedó paralizado.

La voz dijo:

El Arif. Un vapor. Al sur.

La voz dijo:

Travesía de rutina, tripulación pequeña. Un cargamento muy útil: antílopes sable, preparados para montar. Las reservas están hechas. Salís a las diez de la noche.

Cutter miró fijamente a todos los transeúntes, a todos los marineros, a todos los matones de la ribera. Nadie estaba susurrando. Sus amigos lo estaban mirando, alarmados por la expresión de su rostro.

Ya sabes lo que hay que hacer. Remontar el Escamado. Es por donde ha ido la milicia. Lo he comprobado.

Cutter, sabes que podría obligarte a hacerlo. No has olvidado lo que ocurrió en las Mendicantes. Pero quiero que me escuches y decidas hacerlo porque es tu deber. Queremos lo mismo, Cutter. Te veré en la otra orilla.

El frío se disipó y la voz enmudeció.

—¿Qué demonios ocurre? —dijo Pomeroy—. ¿Qué está pasando?

Cuando Cutter se lo contó, empezaron a discutir hasta que llamaron la atención.

—Alguien está jugando con nosotros —dijo Pomeroy—. No podemos facilitarles las cosas. No vamos a subir a ese condenado barco, Cutter. —Abría y cerraba sus enormes puños. Elsie lo tocó con nerviosismo, tratando de calmarlo.

—No sé qué decirte, tío —dijo Cutter. La voz susurrante lo había dejado exhausto—. Sea quien sea, no pertenece a la milicia. ¿Alguien del Caucus? No entiendo cómo, ni por qué. ¿Un agente libre? Fue él quien nos quitó de encima a los librehechos. Le susurró algo a ese hombre-caballo, como hace conmigo. No sé qué está pasando. Si quieres coger otro barco, no voy a discutirlo. Pero hay que encontrarlo deprisa. Y para mí, este podría ser tan bueno como cualquier otro.

El Arif era un armatoste oxidado, poco más grande que una barcaza, con una sola cubierta baja y un capitán que se mostraba patéticamente obsequioso con sus pasajeros. Lanzó una mirada dubitativa a Fejh, pero cuando mencionaron sus honorarios volvió a sonreír: sí, la mitad se había pagado por adelantado, dijo, con la carta que habían dejado para él.

Era perfecto y se decidieron. Aunque Pomeroy protestó, Cutter sabía que no los abandonaría.

Alguien nos está vigilando, pensó. Alguien que susurra. Alguien que dice que es mi amigo.

El mar, luego el desierto, y luego kilómetros y kilómetros de tierra ignota. ¿Puedo hacerlo?

Solo un pequeño mar. El hombre al que buscaban dejaba rastros, dejaba a la gente impresionada. Cutter percibía el miedo de sus amigos y no podía culparlos: la magnitud de su empresa era enorme. Pero creía que lo encontrarían.

Fue con sus amigos a buscar rumores sobre un jinete de arcilla o sobre un grupo de cazadores de la milicia, antes de levar anclas. Mandaron una carta a la ciudad, a sus contactos en el Caucus, en la que decían que estaban en camino, que habían encontrado un rastro.

El hombre flotante atravesaba una geografía arcana, sorteando fulguritas y sobrevolando lechos alcalinos. Avanzaba sin moverse, doblando y desdoblando los brazos. Marchaba cada vez más veloz, inflamado de iniquidad.

Un pájaro era su compañero de viaje, pero no volaba, solo se aferraba a su cabeza. Abrió los ojos y dejó que el aire desplegara sus alas. Había algo creciendo en él, algo que desdibujaba sus contornos.

El hombre pasó por pueblos. Los animales que había allí para verlo aullaron.

Al llegar al extremo romo de las colinas, en un paraje reseco, el hombre flotante se aproximó a una interrupción. Había algo embebido en la tierra, una estrella de rojo óxido y andrajosa tela marrón y negra. Un muerto. Caído desde muy arriba y clavado en la superficie. Un poco de sangre había impregnado la tierra y la había ennegrecido. La carne, ablandada y apachurrada, adoptaba formas curvilíneas.

El hombre que flotaba sobre el suelo y el pájaro que lo montaba se detuvieron sobre el muerto. Bajaron la mirada hacia él y luego la levantaron, en perfecta y antinatural sincronización, hacia el cielo.

Capítulo tres

Capítulo tres

Al segundo día de viaje, sobre las olas grisáceas del mar Escaso, el grupo de Cutter se apoderó del Arif. Pomeroy apuntó a la cabeza del capitán con una pistola. La tripulación se quedó mirándolo con incredulidad. Elsie e Ihona levantaron las armas. Cutter vio que la mano de Elsie temblaba. Fejh asomó de su barril de agua con un arco. El capitán empezó a chillar.

—Vamos a desviarnos —dijo Cutter—. Tardarán unos pocos días más en llegar a Shankell. Primero iremos al sudoeste. Por la costa. Remontando el río Escamado. Llegarán a Shankell con unos días de retraso. Eso es todo. Y un poco más ligeros de carga.

Los seis tripulantes, aunque de mala gana, depusieron las armas. Eran temporeros a jornal: no sentían solidaridad, ni entre sí ni con su capitán. Miraban a Fejhechrillen con odio por una mera cuestión de prejuicios.

Cutter ató al capitán al timón, junto a los antílopes de cuernos limados que transportaba el Arif, y los viajeros hicieron turnos para amenazarlo mientras las monturas observaban. Sus gimoteos resultaban embarazosos. El sol era implacable. La estela de su barco se ensanchó, como si hubiesen deshebillado la mar. Cutter vio que Fejh pasaba una agonía en el aire caluroso y salino.

Avistaron la costa norte del Cymek al tercer día. Implacables colinas de arcilla blanqueada, tierra y arenales. Había jirones de vida vegetal: marraeos de color tierra, árboles de naturaleza dura y extraña, una maleza espinosa. El Arif pasó lentamente por delante de unas marismas de sal.

—Siempre decía que este era el único camino para llegar al Consejo de Hierro —dijo Cutter.

Los minerales del estuario del Escamado cubrían el agua con una película de lustre. Las turbias aguas estaban llenas de maleza y Cutter puso cara de genuino asombro ciudadano al ver que un clan de manatíes asomaba la cabeza y empezaba a pastar.

—No es seguro —dijo el piloto—. Está lleno de... —Profirió una obscenidad o un ruido que expresaba repugnancia y señaló a Fejh—. Más arriba. Está lleno de cerdos de río.

Cutter se envaró al escuchar aquella denominación.

—Vamos —dijo, y apuntó con el arma. El piloto retrocedió.

—No —dijo. Sin previo aviso, se inclinó sobre la baranda y se arrojó al agua. Todo el mundo se movió y gritó.

—Allí. —Pomeroy señaló con su revolver. El piloto había emergido y nadaba hacia una de las islas. Pomeroy lo siguió con el cañón, pero no llegó a disparar.

—Maldición —dijo Cutter cuando el hombre ganó la pequeña costa—. La única razón por la que los demás no lo han seguido es que no saben nadar. —Señaló con un gesto de la cabeza a la tripulación, que estaba jaleando a su compañero.

—Lucharán con las putas manos si los presionamos demasiado. —dijo Ihona—. Míralos. Y tú sabes que no vamos a disparar. Sabes lo que tenemos que hacer.

Así que, en una ridícula inversión de papeles, los secuestradores llevaron a la tripulación a la isla. Pomeroy sacudió su arma, como si estuviera decidido a infligirles un merecido castigo. Pero dejaron marchar a los marineros e incluso les dieron provisiones. El capitán los miró con aire lastimero. A él no iban a soltarlo.

Cutter estaba asqueado.

—Sois demasiado blandos, joder —gritó a sus amigos, encolerizado—. No deberíais haber venido. Sois demasiado blandos.

—¿Y qué sugieres tú, Cutter? —gritó Ihona—. Oblígalos a quedarse si puedes. No vas a matarlos. No, quizá no deberíamos haber venido. Ya nos ha costado mucho.

Pomeroy lo fulminó con la mirada. Elsie y Fejh apartaron los ojos. De repente le entró miedo.

—Vamos —dijo. Trató de no parecer solícito ni despectivo—. Vamos. Llegaremos. Lo encontraremos. Este maldito viaje acabará algún día.

—Para ser alguien tan acostumbrado a demostrar indiferencia —dijo Ihona—, estás arriesgando un montón con esto. Ten cuidado. La gente podría pensar que no eres quien tú mismo quieres creer.

El Escamado era muy ancho. Canales y afluentes cargados de agua sucia lo alimentaban. Se extendía en línea recta durante muchos kilómetros.

En la orilla oriental, tras los manglares, se alzaban unas colinas secas, regiones áridas y cinceladas por los vientos. Era un desierto de tierra inhóspita, detrás del cual se alzaba Shankell, la ciudad de los cactos. Al oeste, la tierra era aún más dura. Tras el margen de vegetación marina, se alzaba una cresta de dientes rocosos. Una región de cruel karst, una increíble espesura de piedra afilada. Según los imprecisos documentos de Cutter, se extendía durante más de ciento cincuenta kilómetros. Su mapa estaba repleto de exhortaciones manuscritas por otros exploradores. «Uñas de diablo», decía una, y otra, «tres muertos. Aquí dimos la vuelta».

Había pájaros, cigüeñas de hombros elevados que caminaban como villanos. Volaban con lánguidas batidas de las alas, como si estuvieran permanentemente exhaustas. Cutter nunca había soportado un sol tan brutal como aquel. La mirada se le perdía bajo su luz. Todos ellos la sufrían, pero Fejh, por supuesto, más que ninguno, y estaba constantemente sumergido en su apestoso barril. Cuando, finalmente, el agua por la que navegaban perdió toda la sal, se zambulló con alivio y rellenó su recipiente. No pasó mucho tiempo nadando: no conocía aquel río.

El hombre al que seguían debía de haber sido un vector de cambio. Cutter escudriñaba las riberas buscando señales de su paso.

El vapor avanzó toda la noche, anunciándose con hollín y trepidaciones. A la dura y rojiza luz del amanecer, las hojas y lianas que flotaban en las corrientes parecieron licuarse, como ribetes de tinte desechado, materia flotante a la deriva en las aguas del deshielo.

Mientras el sol seguía bajo, el Escamado se ensanchó hasta formar un estuario. El lago-marisma se extendía hasta topar con el linde del karst, falanges de roca de aspecto insólito. El Arif aminoró. Durante varios minutos, el de su motor fue el único ruido audible.

—¿Y ahora adónde, Cutter? —dijo alguien al fin.

Algo se movía bajo las aguas. Fejh asomó la mitad del cuerpo sobre el borde del barril.

—Maldición, es... —dijo, pero fue interrumpido.

Unas criaturas de grandes bocas estaban emergiendo por delante del Arif. Asesinos vodyanois armados con lanzas.

El capitán se puso derecho y gritó. Empujó hasta el fondo la válvula de aceleración, y los bandidos del río se dispersaron y sumergieron. Fejh derribó el barril, derramando el agua sucia. Se inclinó y empezó a gritar en lubbock a los vodyanois, pero estos no le respondieron.

Volvieron a aparecer, emergieron súbitamente del agua y, por un instante, permanecieron inmóviles sobre ella, como si pudiera sustentarlos. Antes de volver a caer, arrojaron sus lanzas. Sus brazos extendidos dibujaron arcos de espuma debajo de sí, y los proyectiles se transformaron en arpones propulsados por estos. Cutter nunca había visto acuartefactos semejantes. Disparó al agua.

El capitán seguía acelerando. Iba a embarrancar el Arif contra la orilla, comprendió Cutter. No había tiempo de atracar.

—¡Agarraos! —gritó. Con un enorme crujido, la embarcación se encabalgó sobre los bajíos de la ribera. Cutter salió despedido sobre la proa y cayó violentamente.

—¡Vamos! —gritó mientras se ponía en pie.

El Arif quedó inclinado sobre la playa, como una rampa. La jaula de los antílopes se había roto y los animales, atados unos a otros, resbalaban formando una peligrosa masa de cascos y cuernos limados. Fejh saltó la barandilla. Elsie se había golpeado la cabeza y Pomeroy estaba ayudándola a tumbarse.

Ihona estaba cortando las ataduras del capitán. Cutter disparó dos veces contra las olas que se aproximaban.

—¡Vamos! —volvió a gritar.

Una columna de agua se alzó junto a la embarcación varada. Por un instante, Cutter pensó que se trataba de una ola extraña, o de un acuartefacto asombroso, pero tenía más de siete metros de altura, y era como un pilar de agua totalmente transparente, coronado por un vodyanoi. Un chamán montado en su ondina.

Cutter veía el barco distorsionado a través del cuerpo del elemental de agua. Los miles de galones que lo formaban se precipitaron sobre la embarcación con extraños movimientos, la escoraron, y el capitán e Ihona resbalaron sobre la cubierta en dirección a ella. Trataron de ponerse en pie, pero el agua de la ondina ascendió flotando, les lamió los pies y entonces rompió como una ola y los engulló. Cutter lanzó un grito al ver que su compañera y su prisionero eran absorbidos hacia el vientre de la ondina. Trataron de salir agitando brazos y piernas, pero, ¿dónde estaba allí la salida? La ondina creaba corrientes en sus entrañas que les impedían escapar.

Pomeroy gritó. Disparó, y Cutter disparó también, y Fejh usó su arco. Y los tres proyectiles, con un chapoteo, como piedras arrojadas al agua, hicieron blanco en el elemental y fueron engullidos. Vieron cómo descendía en espiral la flecha por el cuerpo de la líquida criatura, para ser excretada como si fuera mierda. Cutter volvió a disparar, esta vez al chamán que montaba sobre el monstruo de agua, pero falló por mucho. Con estúpida valentía, Pomeroy la había emprendido a golpes con la ondina, tratando de deshacerla para llegar hasta su amiga, pero la criatura lo ignoraba y sus puñetazos solo obtenían chorros de espuma.

Ihona y el capitán estaban ahogándose. La ondina se derramó sobre el compartimiento de carga y el chamán se zambulló en sus entrañas. Cutter gritó al ver que el cuerpo de Ihona, todavía moviéndose, era arrastrado por la masa de la ondina al interior de la cubierta y se perdía de vista.

Los vodyanois se encontraban ahora sobre el Arif. Empezaron a arrojar sus lanzas de nuevo.

El barco escupió un chorro de agua, la ondina que emergía en forma de géiser de sus bodegas, llevando consigo piezas de motor, hierro sustentado en sus extrañas corrientes. Y también, girando como motas, los cuerpos de sus víctimas. Ya solo se movían siguiendo las corrientes del agua que los contenía. Ihona tenía los ojos y la boca abiertos. Cutter solo pudo verla un instante, antes de que el elemental se zambullera en el lago trazando un gran arco, agua sobre agua, arrastrando consigo botín y muertos.

Lo único que los viajeros pudieron hacer fue maldecir y llorar. Maldijeron muchas veces, aullaron, y, finalmente, partieron hacia las praderas, lejos de la embarcación, lejos del agua rapaz.

Era de noche y se habían sentado en un soto, exhaustos, junto a sus antílopes, mirando a Elsie. La luna y sus hijas, los satélites que la rodeaban como monedas arrojadas al suelo, estaban muy altas. Elsie, con las piernas cruzadas, los miraba, y Cutter descubrió con sorpresa que estaba muy tranquila. Movía los labios. Llevaba una camiseta anudada alrededor del cuello. Tenía la mirada perdida.

Cutter miró tras ella y tras el cañaveral, a la sabana. A la luz de la noche, los tambotios y los cornospinos parecían verdugos. Los achaparrados baobabs levantaban hacia el cielo sus coronas de espinas.

Cuando Elsie terminó, parecía a la defensiva. Se quitó del cuello la camisa de su presa.

—No sé —dijo—. No está claro. Puede que por ahí, creo. —Señaló una loma distante. Cutter no dijo nada. Apuntaba en dirección norte-noreste, la dirección que, como todos sabían, tenían que seguir. Para él había sido un alivio que Elsie decidiera acompañarlos, pero siempre había sabido que la suya era una brujería de poca monta, no una fuerza milagrosa. No sabía si lo que estaba sintiendo eran emanaciones genuinas, ni ella tampoco.

—Tenemos que ir hacia allí, de todos modos —dijo. Pretendía tranquilizarla, no perdemos nada aunque estés equivocada, pero ella no lo miró.

Durante días marcharon por una tierra que los castigó con calor y una vegetación que parecía alambre de espino. No estaban familiarizados con aquellas musculosas bestias de monta, pero gracias a ellas pudieron avanzar a un ritmo que habría sido imposible a pie. Estaban tan cansados que llevaban las armas apuntando al suelo. Fejh languidecía en un barril lleno de agua del lago, amarrado entre dos de los antílopes. El agua apestaba; lo ponía enfermo.

El pánico los dominó al escuchar un barbullar incoherente sobre sus cabezas. Una bandada de criaturas se les echaba encima desde el cielo, lanzando dentelladas y risas. Cutter había visto fotografías: glucliches, hienas jorobadas con coriáceas alas de murciélago.

Pomeroy derribó a una de un tiro y sus hermanas empezaron a devorarla antes incluso de que llegara al suelo. La bandada se apiñó sobre el cadáver, voraz y caníbal, y el grupo pudo continuar la marcha.

—¿Dónde están tus malditos susurros, Cutter?

—Joder, Pomeroy. Cuando lo averigüe, prometo que te lo diré.

—Van dos. Dos camaradas muertos, Cutter. ¿Qué estamos haciendo?

Cutter no respondió.

—¿Y cómo sabe él dónde tiene que ir? —dijo Elsie. Hablaba del hombre al que perseguían.

—Siempre supo dónde estaba, más o menos, según me dijo —respondió Cutter—. Daba a entender que recibía mensajes de allí. Me dijo que se enteró por un contacto en la ciudad de que estaban buscando al Consejo. Tenía que ir, llegar allí primero. —Cutter no había traído la nota, cuya seca vaguedad le había hecho mucho daño—. Una vez me enseñó un mapa que mostraba dónde estaba. Ya os lo dije. Es ahí adonde vamos. —Como si fuera tan sencillo.

Llegaron al pie de una empinada ladera al anochecer, encontraron un riachuelo y bebieron de él con inmenso alivio. Fejh se sumergió. Los humanos dejaron que durmiera en el agua y subieron por su cuenta. Al llegar a la dentada cumbre, descubrieron al otro lado kilómetros y kilómetros de tierra llana, y vieron que había luces en la dirección en la que viajaban. Tres grupos. El más lejano, un destello apenas visible, y el más cercano, a un par de horas de distancia.

—Elsie, Elsie —dijo Cutter—. Sí que... sí que sentiste algo.

Pomeroy era demasiado pesado para bajar por las empinadas veredas y Elsie no tenía fuerzas. Solo Cutter podía descender. Los otros le dijeron que esperara, que juntos buscarían un camino al día siguiente, pero aun sabiendo que era una temeridad aventurarse solo por aquellas llanuras hostiles, de noche, no pudo contenerse.

—Vamos —dijo—. Ocupaos de Fejh. Luego nos vemos.

El placer que le procuraba estar solo resultaba sorprendente. El tiempo se detuvo. Cutter caminaba por un mundo espectral, el sueño de la tierra sobre sus propias praderas.

No se oía el canto de los pájaros ni había glucliches, no había nada salvo la siniestra vista, parecida a un telón pintado. Cutter estaba solo sobre un escenario. Pensó en la muerta Ihona. Cuando finalmente las luces estuvieron lo bastante cerca, vio un redil de percherones. Entró en la aldea con tanto descaro como si fuera bienvenido.

Estaba desierta. Las ventanas no eran más que agujeros. Las grandes puertas se abrían a interiores mudos. Saqueados todos ellos.

Las luces se agrupaban en las intersecciones: globos grandes como cabezas, llenos de un magma que ardía con suavidad, fresco y poco más brillante que una lámpara cubierta. Flotaban sin moverse, como muertos. Emitían un murmullo y un crepitar: su superficie despedía arcos de pirosis fría que alcanzaban varios centímetros de longitud. Soles nocturnos domesticados. Nada se movía.

En las calles vacías le habló al hombre al que seguía:

—¿Dónde estás, entonces? —Lo dijo con voz muy cautelosa.

Al regresar a la loma, Cutter vio una luz en la cresta, una linterna, que se movía lentamente. Sabía que no eran sus compañeros.

Elsie quería ver la aldea desierta, pero Cutter insistió en que no tenían tiempo y había que ver las otras luces, descubrir si se trataba de un rastro.

—Antes captaste algo —le recordó—. Tenemos que verlo. Necesitamos un rastro, joder.

Ahora que le habían cambiado el agua, Fejh se encontraba mejor, pero seguía teniendo miedo.

—Este no es sitio para un vodyanoi —dijo—. Voy a morir aquí, Cutter.

A media mañana, Cutter se volvió y señaló hacia la luz. Había alguien, una figura diminuta montada a caballo, sobre la loma a la que habían llegado la pasada noche. Una mujer o un hombre con sombrero de ala ancha.

—Nos siguen. Tiene que ser el que susurra. —Cutter aguardó para ver si oía algo, pero no hubo nada. Durante todo el día, hasta que se hizo noche cerrada, el jinete los siguió sin aproximarse. Estaban furiosos, pero no pudieron hacer nada.

La segunda aldea era como la primera, pensó Cutter, pero se equivocaba. Resollando, los antílopes pasaron lentamente por plazas desiertas y bajo el chisporroteo de los globos de luz, hasta llegar a un muro alargado cosido a balazos, con la calcina perforada y salpicada de savia. Los viajeros desmontaron y permanecieron un instante entre los fríos restos de violencia. A las afueras de la aldea, Cutter vio un campo trillado. Y entonces sintió que el momento se alargaba y comprendió que no era un campo de cultivo, sino que había algo diferente en la tierra, estaba removida y chamuscada. Era el humus de una fosa. Una fosa común.

Asomando la cabeza, como los primeros brotes de una grotesca cosecha, había huesos. Huesos de una materia fibrosa como madera dura, ennegrecidos y con los bordes cortantes. Huesos de hombres-cacto.

Cutter se detuvo entre los muertos, sobre la carne vegetal en estado de descomposición. El tiempo reanudó su marcha. Sintió su estremecimiento.

En el medio, plantado como un espantapájaros, había un cadáver descompuesto. Un cuerpo humano. Estaba desnudo, vencido, clavado a un árbol. Un alfiletero de jabalinas. La punta de una de ellas asomaba por su esternón. Se la habían metido por el ano y lo habían atravesado con ella de un lado a otro. Le habían arrancado el escroto. Tenía una costra de sangre en la garganta. El sol lo había desecado y los insectos habían empezado a trabajar en él.

Los viajeros lo contemplaron como acólitos frente a su tótem. Cuando, transcurridos unos segundos, Pomeroy se puso en movimiento, siguió mirándolo fijamente, como si apartar la mirada del muerto fuera una falta de respeto.

—Mirad —dijo. Tragó saliva—. Todos cactos. —Metió la mano en la tierra y sacó pedacitos de los muertos—. Y luego está ese. En el nombre de Jabber, ¿qué ha pasado aquí? La guerra no ha podido llegar hasta este lugar...

Cutter miró el cadáver. Apenas le quedaba sangre. Incluso entre sus piernas no había más que algún resto.

—Ya estaba muerto —susurró. La brutal escena lo fascinaba y aterrorizaba a la vez—. Le hicieron esto a un cadáver. Después de enterrar a los demás.

Lo que había bajo la barbilla del cadáver no era una costra, sino un trozo de metal ensangrentado. Cutter tuvo que apartar la mirada mientras se lo arrancaba del cuello.

Era un minúsculo escudo de armas. Una placa de la milicia de Nueva Crobuzon.

El hombre flotante cruzó las aguas. Su pelo y su ropa ondeaban con su movimiento. El mar Escaso rompía violentamente bajo sus pies y la espuma le salpicaba los pantalones.

Un cuerpo como un relámpago atravesó de repente la superficie del agua, un pez espada, que describió un arco debajo de él y llegó tan alto que hubiese podido tocar el cenit de su salto con la mano, y luego se retorció para regresar perforando el aire con su cuerpo-lanza. Se quedó con él. Siguiendo el ritmo de su extraño movimiento.

Cuando volvió a salir, cuando hizo una nueva pirueta hacia el sol, su mirada ladeada se clavó en el ojo del hombre flotante. Algo oscuro atenazó su aleta dorsal. Algo que se transformó y se hundió bajo su piel de pez.

Capítulo cuatro

Capítulo cuatro

Abandonaron los límites del mapa en dirección al tercer grupo de luces. Más allá había un farallón de roca parecido a una espina dorsal escamosa, en el que esperaban encontrar un paso.

Cutter llevaba la placa manchada de sangre seca. Saber que la milicia marchaba por delante de ellos lo ponía enfermo. Es posible que lleguemos tarde.

Había sumideros llenos de agua, pero estaba sucia. Fejh rellenó el barril, pero su piel estaba en un estado lamentable. Cazaban conejos y pajarillos. Se cruzaron con antílopes y pasaron cautelosamente frente a manadas de verracos cornudos, grandes como caballos.

Cutter tenía la impresión de que el camino que seguían era como una infección en la tierra. Al alba del tercer día desde que encontraran al miliciano crucificado, llegaron a la última de las aldeas. Y cuando estaban aproximándose, salió el sol y los bañó con una luz rosada al mismo tiempo que se movía algo que hasta entonces habían tomado por un peñasco afilado o un árbol raquítico.

Gritaron. Los caballos se encabritaron.

Un gigante se aproximó a ellos, el cacto más grande que hubiesen visto nunca. Los cactos solían alcanzar los dos metros y medio de altura y en ocasiones llegaban a rozar los tres, pero aquel medía más del doble. Era como una elemental, como una criatura primordial hecha de tierra, la pradera en movimiento.

Se desplazaba convulsamente sobre unas caderas retorcidas y unas piernas vastas y enfermizamente dobladas. Se balanceaba como si fuera a desplomarse en cualquier momento. Su verdosa piel estaba cubierta de cortes curados muchas veces. Sus espinas eran tan largas como dedos humanos.

El colosal cacto avanzaba tambaleándose, veloz a pesar de su torpeza. Llevaba un garrote, un tocón de árbol. Lo levantó mientras se acercaba y, con aquel rostro que apenas podía moverse, empezó a gritar. Profirió palabras que no entendieron, algún dialecto del sunglari, mientras corría bamboleándose como una bestia hacia ellos.

—¡Espera, espera! —gritaban todos. Elsie estaba señalando, con los ojos inyectados en sangre, y Cutter supo que estaba tratando de alcanzar su mente con sus débiles poderes.

El cacto llegó hasta ellos en varias zancadas inestables. Fejh disparó una flecha que se clavó en su cuerpo con un sonido húmedo y resonante y permaneció allí, goteando y sin causar daño.

—¡Matar! —gimió el cacto con voz débil en un tosco ragamol—. ¡Asesinos!

Levantó su enorme arma.

—¡No fuimos nosotros! —exclamó Cutter. Arrojó la insignia de la milicia a los pies del cacto gigante y empezó a disparar con su repetidora contra ella, haciéndola bailar y tintinear hasta que los seis cañones estuvieron vacíos. El cacto se había detenido, con la porra en la mano. Cutter escupió a la insignia hasta que se le quedó la boca seca—. No fuimos nosotros.

Era algo que nunca habían visto. Cutter pensaba que era un torqueado, mutado por las energías cancerígenas de alguna zona cacotópica, pero se equivocaba. En la última de las aldeas vacías, el hombre-cacto les contó su historia. Era un ge’ áin. Entre todos, tradujeron la palabra como «tardío».

Mediante un arcano proceso de cría, los cactos de la sabana mantenían algunos de sus bulbos en un estado de letargo meses después de que hubiesen debido eclosionar. Mientras sus hermanos emergían berreando de la tierra, los ge’ áin, los tardíos, seguían durmiendo en el corion, creciendo. Sus cuerpos seguían expandiéndose mientras, por medio de técnicas ocultistas, su nacimiento era impedido. Cuando, finalmente, despertaban y salían a la superficie, eran retrasados. Crecían pródigamente.

Su aberración era causa de gran aflicción para ellos. Tenían los huesos doblados y la piel cubierta por una capa superficial de excrecencias. Sus sentidos acrecentados les provocaban un sufrimiento constante. Eran los guardianes, los guerreros y protectores de sus hogares. Eran tabú. Rehuidos y reverenciados. No tenían nombre.

Los dedos de la mano izquierda del tardío estaban fundidos. La movía lentamente, con dolor artrítico.

—Nosotros no Tesh —dijo—. No guerra nuestra, no asunto nuestro. Pero ellos vienen igual. La milicia.

Habían llegado desde el río, un pelotón de caballería, con arcos huecos y motocañones. Desde hacía mucho tiempo los cactos oían las historias del norte, donde se sucedían las escaramuzas entre la milicia y las legiones de Tesh. Los exiliados les habían relatado los monstruosos actos cometidos por la milicia, así que los habitantes de la aldea huyeron al ver el pelotón.

La milicia había llegado a una de las aldeas antes de que terminara de evacuarse. Sus habitantes habían acogido refugiados que llegaban colmados de historias de matanzas, y estaban decididos a ofrecer resistencia. Salieron al encuentro de la milicia llenos de temor, armados con sus garrotes y sus machetes de pedernal. Fue una carnicería. Un miliciano que había quedado rezagado sufrió el castigo de los ge’ áin entre los cuerpos destrozados de los cactos.

—Dos semanas ya que vinieron. Desde entonces nos cazan —dijo el tardío—. ¿Traen aquí la guerra de Tesh?

Cutter sacudió la cabeza.

—Menuda historia, joder —dijo—. La milicia seguía... No iba a por esos desgraciados, sino a por uno de los nuestros. A los cactos les entró el pánico por las historias que les habían contado, y provocaron la reacción de la milicia.

»Escúchame —dijo al coloso verde—. Los que le hicieron esto a tu aldea están buscando a alguien. Quieren detenerlo porque lleva un mensaje. —Miró directamente aquella enorme cara—. Van a venir más.

—Tesh también viene. A luchar con ellos. Los dos contra nosotros.

—Sí —dijo Cutter. Su voz carecía de entonación. Esperó un buen rato—. Pero si ese hombre se sale con la suya..., si consigue escapar, la milicia... puede que tenga otras cosas en que pensar, aparte de la guerra. Así que igual quieres ayudarnos. Tenemos que detenerlos antes de que lo detengan a él.

Con las deformadas manos en la boca, el tardío profirió un grito tan elemental como un alarido de dolor animal. Su lamento tronó sobre la hierba. En la noche calurosa, los animales se detuvieron un instante, y en la quietud se levantó la respuesta. Otro grito, desde kilómetros de distancia, que Cutter sintió en las tripas.

Una vez tras otra lanzó el tardío su grito de anuncio, y en el correr de las horas de aquella noche, un pequeño contingente de ge’ áin acudió a ellos a grandes y dolorosas zancadas. Eran cinco en total, muy diferentes entre sí: algunos superaban los siete metros de altura, y otros no llegaban ni a la mitad, con los miembros quebrados y deformemente remodelados. Una compañía de tullidos, de poderosos mutilados.

Los viajeros estaban asustados. Los tardíos expresaban su mutuo pesar en su propia lengua,

—Si nos ayudáis —les dijo Cutter humildemente— tal vez podamos detener a la milicia. Y, en cualquier caso, será un ajuste de cuentas, y puede que hasta una venganza.

Los tardíos pasaron horas en círculo, comunicándose con sonidos graves y pesarosos, cavilando. Sus movimientos eran cautelosos bajo el peso de sus miembros. Pobres soldados perdidos, pensó Cutter, todavía sobrecogido.

Finalmente, el portavoz de la asamblea le dijo:

—Se ha ido un grupo de milicia. Al norte. De cacería. Sabemos adónde.

—Son ellos —dijo Cutter—. Están buscando a nuestro hombre. Tenemos que alcanzarlos.

Los tardíos se arrancaron las espinas de las manos y levantaron a Cutter y a sus camaradas. Se los cargaron encima sin dificultad. Los abandonados antílopes sable los siguieron con la mirada mientras se alejaban. Los cactos caminaban con descomunales zancadas, devorando el terreno, saltando sobre los árboles. Cutter se sentía cerca del sol. Vio pájaros e incluso algunos garudas.

Los ge’ áin les hablaron. Las emplumadas criaturas volaban en círculos cuando ellos pasaban por debajo, con un sonido que recordaba al de un velamen hinchado por el viento. Respondieron con sus severas voces de pájaro. Los ge’ áin escucharon y replicaron con graves canturreos.

—Milicia, delante —dijo la montura de Cutter.

Avanzaban bamboleándose y se detenían a descansar en raras ocasiones, con las piernas entrelazadas a la manera de los cactos. Se detuvieron cuando la luna y sus hijas estaban muy bajas en el firmamento. En el límite mismo de la sabana, al oeste, había luz. Una antorcha, una linterna en movimiento.

—¿Quién es? —preguntó el tardío de Cutter—. Hombre a caballo. ¿Os sigue?

—¿Está aquí? Jabber... ¡A por él! ¡Rápido! Hay que averiguar a qué juega.

El ge’ áin carenó a velocidad de vértigo y empezó a avanzar devorando la distancia. La luz se apagó.

—Se ha ido —dijo el tardío.

Un susurro sonó en el oído de Cutter, sobresaltándolo.

No seas estúpido, dijo la voz. Los cactos no me encontrarán. Estás perdiendo el tiempo. Me reuniré contigo más adelante.

Cuando reemprendieron la marcha, la luz volvió a aparecer, y viajó con ellos hacia el oeste.

Al cabo de dos noches sin detenerse más que para hacer pequeños descansos o lavar a Fejh con la poca agua que encontraban, los ge’ áin se detuvieron. Señalaron un rastro de vegetación destrozada y tierra pisoteada.

Sobre una extensión de kilómetros de pasto reseco, frente a unas colinas de verdor más intenso, estaba levantándose una neblina que Cutter tomó por una nube de polvo hasta que vio que estaba mezclada con un gris más oscuro. Como si alguien hubiera pasado un dedo grasiento sobre una ventana.

—Ellos —dijo el ge’ áin de Cutter—. Milicia. Es ellos.

Los tardíos no se pararon a trazar planes. Arrancaron los nudosos árboles de las praderas, los blandieron a modo de garrotes, y luego dirigieron sus pasos hacia los asesinos de sus hermanos.

—¡Escuchad! —gritaron Cutter, Pomeroy y Elsie, tratando de convencerlos de que convenía adoptar alguna estrategia—. Esc

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