La Sociedad Secreta de Brujas Rebeldes

Fragmento

Capítulo 1

1

La Sociedad Secreta de Brujas se reunía el tercer jueves cada tres meses, pero eso era prácticamente lo único que nunca cambiaba. Jamás quedaban dos veces en el mismo lugar. La última reunión, por ejemplo, había sido en el salón de Belinda Nkala y había incluido scones recién hechos, y la anterior a esa había sido bajo la gloriosa luz del sol en el jardín de Agatha Jones. En cambio, esta reunión, una tarde fría y húmeda de octubre, daba la casualidad de celebrarse en un embarcadero diminuto y abandonado en las Hébridas Exteriores.

Un embarcadero. En las Hébridas Exteriores. En octubre.

Por supuesto, no se llamaban la Sociedad Secreta de Brujas. En realidad, no se llamaban de ninguna manera y justo por eso Mika Moon había decidido buscarles un nombre. Primero le había dado vueltas a varias alternativas, como la Liga de las Brujas Extraordinarias y la Sociedad Supersecreta de Brujas Brujiles. Todavía le gustaba bastante esta última opción.

Los nombres ridículos eran más que nada para fastidiar a Primrose, la jefa en sí del grupo, un puesto que presuntamente se había otorgado ella a sí misma en algún momento de los últimos cien años. (Esto bien podría haber sido una exageración por parte de Mika, pero era imposible saber cuántos años tenía de verdad Primrose, porque nunca lo decía).

Acurrucada en las profundidades de su abrigo, Mika se balanceaba con impaciencia sobre las puntas de los pies mientras otras veinte brujas se reunían con ella en el embarcadero. Suponía que eso era otra cosa que casi nunca cambiaba: su número. Mika era una de las últimas incorporaciones a lo que definitivamente no era una sociedad y llevaba formando parte de ella desde hacía casi diez años, lo que significaba que hacía mucho tiempo que no recibían a nadie nuevo. Eso no quería decir que hubiera solo veintiuna brujas adultas en toda Gran Bretaña. Sin duda, las brujas eran poco comunes, pero Mika sabía que había otras por ahí. Primrose, que se había asignado ella misma la función de buscar e invitar a brujas nuevas a la no-sociedad, había mencionado que algunas la habían rechazado en el transcurso de los años.

A Mika le resultaba difícil creer que alguien se hubiera resistido a las persuasiones de Primrose (una persona menos generosa podría decir que se parecían más a un acoso refinado), pero aun así era bastante reconfortante saber que este pequeño grupo empapado en el embarcadero no incluía a todas las brujas que existían.

No es que la cantidad importara. Estas reuniones eran el único momento en el que se suponía que hablaban entre ellas. A Primrose Beatrice Everly jamás se le ocurriría decirle a nadie cómo vivir su vida (o eso aseguraba ella), pero tenía la firme convicción de que las normas las mantendrían a todas a salvo, y por eso debían seguirse a rajatabla. Decía que demasiada magia sin control en un sitio llamaba la atención y, por el bien de todas ellas, tenían que vivir separadas. No podía haber conexión entre ninguna, no se podían visitar, ni mandarse mensajes al móvil ni correos electrónicos. En resumen, nada que pudiera conducir a alguien de una bruja a otra.

(Primrose, claro está, era la excepción que confirmaba la regla. Mika suponía que era solo uno de los muchos privilegios de ser la más vieja, la más poderosa y la más mandona).

Por esa razón, cualquier sentido de comunidad y alianza en el grupo debía limitarse a aquellas breves horas una vez cada tres meses, lo que lo convertía en un sentimiento de comunidad bastante vago, ciertamente.

Mientras la lluvia caía constantemente del cielo frío y gris turbio, Primrose se aclaró la garganta.

—¿Cómo estáis, queridas?

—Mojadas —no pudo resistirse Mika a señalar.

—Tu aportación queda anotada, gracias, cielo —dijo Primrose, impasible.

—Nos estamos haciendo pasar por un club de lectura, Primrose —respondió Mika, exasperada—. ¡No tenemos que escondernos en mitad de la nada! ¿Por qué no hemos quedado a tomar un puñetero café en algún sitio con calefacción?

—Para empezar, creo que nuestra seguridad está por encima de nuestra comodidad —contestó Primrose, y luego fue directa a la yugular—. Pero, considerando la manera tan rebelde que tienes de pasar el tiempo, cariño, no me sorprende lo más mínimo que opines de forma diferente.

Mika suspiró. Se lo había buscado.

A sus treinta y un años, era bastante joven para un grupo de brujas donde casi todas eran mayores. Aunque no tuviera precisamente una hoja de cálculo con la edad de cada una, estaba segura de que Hilda Kim, Sophie Clarke y ella eran las únicas menores de cuarenta, así que tal vez debería haberse sentido mucho más intimidada por Primrose de lo que en realidad lo hacía. Pero la verdad era que la conocía mucho mejor que la mayoría de las brujas allí reunidas, y Primrose y ella habían tenido una relación inestable desde antes de lo que Mika podía recordar.

El problema, de hecho, era que las brujas siempre eran huérfanas. Según Primrose, se debía a un hechizo que salió mal en otra época. Mika estaba segura de que aquella historia era producto de la imaginación de Primrose, pero tampoco tenía una explicación mejor, porque la cuestión era cierta: cuando una bruja nacía, poco después se quedaba huérfana. No importaba en qué lugar del mundo naciera y la causa de la muerte podía ser cualquier cosa, desde enfermedades inocuas hasta accidentes cotidianos, pero era inevitable. De ese modo, a algunas brujas las criaban sus abuelos u otros parientes y, con el tiempo, terminaban descubriendo la existencia de su propia magia. Bien mirado, suponiendo que no fueran tremendamente imprudentes con sus conjuros, conseguían llevar una vida bastante normal.

Pero algunas brujas, como Mika, eran hijas de brujas. Y algunas de esas brujas, como Mika, eran también nietas de brujas. Desde luego, no era frecuente. La mayoría de las brujas, conscientes de sobra de la espada que pendía por encima de sus cabezas, elegían no tener hijos propios, pero a veces sí ocurría.

Y de ese modo, cuando Mika Moon, la hija huérfana de una hija huérfana de una hija huérfana, se halló en la India bajo el cuidado de una trabajadora social estresada, a principios de los noventa, Primrose la encontró, se la llevó a Inglaterra y la colocó en un hogar adecuado y agradable con niñeras perfectamente adecuadas y agradables.

Mika, por supuesto, no se acordaba de nada de eso, pero sí recordaba criarse bajo el cuidado de niñeras y tutores de todos los géneros, etnias y caracteres, a los que se les permitía quedarse hasta que vislumbraban algo mágico (lo que no tardaban mucho tiempo en ver); después los sustituían. Así que Mika recordaba tener comida suficiente, una cama caliente y todos los libros del mundo, pero muy poco amor y compañía.

Y también se acordaba de Primrose, que la visitaba de tanto en tanto, normalmente para contratar a alguien nuevo que la cuidara o para recordarle a Mika las normas. Los sentimientos de Mika hacia Primrose, por lo tanto, eran contradictorios. La había mantenido a salvo, lo que le agradecía, pero también le molestaba tener en su vida a una figura tan voluble y autoritaria. En cuanto fue adulta, las niñeras y los tutores se marcharon y Mika rechazó su oferta de quedarse en la casa. Salió de allí y durante los últimos trece años solo había visto a Primrose el tercer jueves de cada tres meses, más o menos.

Mientras a Mika le parecía que nunca había hecho nada que Primrose aprobara, tampoco había hecho nada que Primrose no aprobara especialmente. Al menos, no hasta el año anterior, cuando empezó a subir vídeos a sus cuentas de redes sociales.

Vídeos brujiles.

De ahí su conflicto actual.

Por el momento, Primrose parecía haber cambiado de tema.

—¿Alguien está teniendo algún problema? —preguntó al grupo.

—A mí me está costando mucho no contarle a mi prometida la verdad sobre mi magia —dijo Hilda Kim—. Tengo la sensación de que le estoy ocultando mucho de mí misma y no lo soporto.

—Siempre podrías intentar no casarte —respondió Primrose, que creía que era deber de todas hacer sacrificios por el bien común—. Y mientras reflexionas sobre eso, querida —prosiguió cuando Hilda abrió la boca y luego la cerró otra vez como si se hubiera pensado mejor lo que iba a decir—, ¿hay alguien que esté teniendo algún problema de verdad? ¿Tenéis vecinos curiosos haciendo demasiadas preguntas? ¿Algún estallido mágico descontrolado?

Se encogieron de hombros y negaron con la cabeza. Primrose dirigió su penetrante mirada de una bruja a otra, deteniéndose demasiado rato en Mika. Pareció bastante decepcionada al no pronunciarse nadie, como si le hiciera ilusión regañar a alguna de ellas por ser descuidada.

—Entonces —continuó y se materializó en sus manos un enorme libro de hechizos—, ¿alguien tiene algún hechizo que compartir?

Hubo unos cuantos: uno para un sueño más reparador, una poción que teñía temporalmente de rosa el pelo de un gato (solo pelo de gato y solo rosa), un conjuro para encontrar algo perdido y otro para hacer desaparecer al instante las ojeras. (Al oír este último, Primrose, que guardaba sus propios encantamientos como un dragón su tesoro, pareció molestarse mucho por no habérsele ocurrido a ella primero).

Cuando dieron por finalizada la parte de los hechizos, Primrose se aclaró la garganta.

—Por último, ¿alguien tiene alguna noticia que le gustaría compartir?

—No pasa nada si dices que ha llegado el momento de cotillear, Primrose —dijo Mika alegremente—. Todas sabemos lo que viene después de los hechizos.

—Las brujas no cotillean —replicó Primrose.

Obviamente, eso no era cierto, porque cotillear era justo lo que iban a hacer a continuación.

—La semana pasada, mi exmarido me pidió que volviésemos a intentarlo —dijo Belinda Nkala, que tenía cuarenta y tantos y nunca le dedicaba tiempo a las chorradas de nadie—. Cuando le dije que no, me dejó claro que, por lo visto, no soy nada sin él. Luego se marchó —añadió con calma—, pero me temo que va a sufrir de una inexplicable picazón en la entrepierna durante unas cuantas semanas.

Varias brujas se rieron, pero Primrose dejó los labios bien apretados.

—¿Y tú, Mika, has estado haciendo truquitos de ese tipo?

—¡Ay, por el amor de Dios, Primrose, joder! ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—No es una pregunta disparatada, preciosa. Te gusta correr riesgos.

—Por millonésima vez —dijo Mika, irritada al máximo—, publico vídeos en internet haciéndome pasar por bruja. Solo es una actuación. —Primrose levantó las cejas y ella también levantó las suyas—. Cientos de personas hacen lo mismo, ¿sabes? ¡La estética de bruja está muy de moda!

—El witchcore —dijo Hilda, asintiendo al saber de lo que hablaba—. Aunque no está tan de moda como el cottagecore o el rollo de las hadas, pero tiene sus fans.

Todas se la quedaron mirando.

—¡No sabía que las hadas fuesen reales! —gritó Agatha Jones, que era casi tan vieja como Primrose y tendía a creer que debía gritarse a toda la gente joven para que no se perdieran la importancia de sus declaraciones—. ¡Qué será lo próximo!

—¿Ves, Primrose? —dijo Mika, ignorando esa interrupción—. La gente va por ahí llamándose bruja. No estoy poniéndome en peligro ni a mí, ni a ti ni a nadie. Ninguna persona de las que ven mis vídeos cree que sea una bruja de verdad.

Pero Mika tuvo la mala suerte de que, en ese preciso instante, a más de quinientos kilómetros de distancia, en una casa grande, en un rincón tranquilo y ventoso de la campiña de Norfolk, un anciano muy delgado con una magnífica bufanda arcoíris y unas enormes pantuflas peludas estuviera diciendo justo lo contrario.

—¡De ninguna manera! —exclamó Jamie, el bibliotecario de ceño fruncido, que, de hecho, no era el anciano delgado con la bufanda y las pantuflas. Ese era Ian. Y la tercera persona en la biblioteca era Lucie, el ama de llaves, una mujer regordeta de mejillas redondas, de unos cincuenta años, que suspiró como si supiera exactamente hacia dónde iba a ir esa discusión. (Lo sabía y, sí, tenía razón).

Ian alisó el extremo de su bufanda y respondió con la voz grave que había encandilado al público en muchos teatros pequeños a lo largo de sus ochenta y pico años:

—No te me pongas difícil, querido. No te pega nada.

Jamie se mostró indiferente ante su crítica.

—No puedes estar considerando en serio traer a esa —y al decir eso golpeó con un dedo el brillante rostro en la pantalla del móvil de Ian— a esta casa.

—¿Por qué? —preguntó Ian.

—Bueno, para empezar, ni de coña es una bruja de verdad —dijo Jamie, irritado. Aunque era algo normal. La mayoría de lo que decía Jamie, lo decía con irritación—. ¿Qué clase de bruja alardearía de su magia en una plataforma con millones de espectadores?

Mika se habría puesto muy contenta al oír eso si hubiera estado allí, pero parecía que Ian no se había tragado su farol.

—Sí es una bruja de verdad —insistió.

—¿Cómo coño lo sabes?

—Tengo una capacidad de observación excelente. Tú mira un poco el vídeo. —Ian meneó el móvil como si estuviera enseñándole una piruleta a un niño pequeño—. Un minuto. Es lo único que pido.

Jamie mantuvo firme su mirada asesina, pero cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en su escritorio para ver por encima del hombro de Ian. El anciano, contento, tocó la pantalla y el vídeo empezó a reproducirse.

La mujer que apareció en el móvil rondaba los veintimuchos y tenía esos ojos brillantes y esa sonrisa alegre que hacen guapa a la mayoría de la gente. Jamie entrecerró los ojos, intentando averiguar qué le había llamado la atención a Ian. No había nada en la mujer que se saliera de lo normal. Tenía el pelo de un tono castaño muy oscuro, largo, ondulado y lo llevaba suelto, envolviéndole los hombros desnudos. Unos ojos marrones, grandes como los de una cierva, enmarcados por unas pestañas negras espesas, parpadeaban alegremente en una cara reluciente sobre la que se había echado algún tipo de polvos, seguramente para parecer más mística. Sin duda no era blanca, pero, más allá de eso, costaba precisar su etnia: tenía piel morena, amarronada con un toque dorado, pero quizá fuese por la purpurina. El nombre en la esquina superior del vídeo, @MikaMoon, tampoco ofrecía respuestas.

«El secreto —estaba diciendo, con una sonrisa llena de travesura— es cosechar la luz de luna justo dos minutos pasada la medianoche. —Tenía acento inglés, pero no podía identificar de qué parte del país. Sostenía un cuenco de líquido plateado—. Coge una cucharadita de la luz de luna cosechada —continuó, removiendo la sustancia plateada con una cucharilla de cristal que tintineó agradablemente contra los bordes del cuenco— y añádela al caldero».

Mientras echaba la cucharadita de la supuesta luz de luna en un caldero, unos minúsculos destellos brotaron del interior, y danzaron en el aire como luciérnagas antes de apagarse.

«¡Y ahí la tenéis! —dijo triunfante—. La poción perfecta para un corazón herido».

Ian pausó el vídeo y Jamie lo miró, confundido.

—¿Se supone que los efectos especiales que le ha puesto al caldero me tienen que impresionar? ¿O esa chorrada del corazón herido?

—¿El caldero? —se mofó Ian—. No, no me interesa el caldero. Ella es la que me interesa. ¿No lo ves? Prácticamente irradia magia.

Al oír eso, Lucie habló por primera vez:

—Estás usando tu voz de escenario, cielo —dijo prudentemente, dándole unas palmaditas a Ian en la mano—. Con Jamie no funciona nunca. Pero —añadió, esta vez dirigiéndose a Jamie— creo que deberíamos escuchar lo que tenga que decir Ian. Ya sabes que tiene un don para estas cosas. Si dice que es una bruja, probablemente tenga razón.

—¿Lo ves? —dijo Ian, que parecía bastante satisfecho consigo mismo—. ¡Sería perfecta!

—¡Ian! —Jamie no se lo creía—. Aunque sea una bruja, ¡su cara está por todo el puto internet! El riesgo…

Ian puso los ojos en blanco de forma tan exagerada que por poco le desaparecen dentro de la cabeza y dijo:

—Tiene catorce mil seguidores. Yo soy más famoso y no parece que te importe que esté aquí. Por supuesto —añadió enseguida, para que Jamie no aprovechara la oportunidad de rebatirle—, le dejaremos claro que, si decide quedarse, ni Nowhere House ni las niñas pueden aparecer de ninguna manera en sus vídeos.

—¿Y qué te hace pensar que el duende del bosque este va a querer tan siquiera involucrarse?

—No lo sabremos hasta preguntárselo.

Lucie se puso de pie, claramente harta.

—La única manera de resolver esto es votando —dijo.

Ian se encogió de hombros.

—Entonces necesitaremos a mi marido, ¿no?

—Ken debe de haber metido ya a las niñas en la cama —dijo Lucie—. Voy a buscarlo.

—Yo soy el que resuelve el desempate —les recordó Jamie.

—Para eso antes tiene que haber un empate —dijo Ian.

La puerta de la biblioteca se cerró con un gran estruendo cuando Lucie se marchó. Jamie, con los dientes apretados, caminaba enfadado entre las filas de estanterías de madera, devolviendo los libros a su sitio. La biblioteca en Nowhere House se había construido como una ampliación del edificio principal hacía unos cincuenta años y era preciosa, llena de libros, manuscritos y globos terráqueos, con grandes ventanales y una escalera de caracol que llevaba a la segunda planta. Por un lado, las ventanas daban al mar debajo de las dunas y, por el otro, se veían los árboles, los columpios y la lavanda del jardín delantero.

Aquel era, fácilmente, el lugar favorito de Jamie en el mundo, pero justo en ese momento no podía apreciarlo. Estaba demasiado ocupado imaginándose los secretos de todos desenterrados y su vida, deshecha.

Cuando regresó a la parte delantera de la biblioteca, Ian estaba exactamente donde lo había dejado, reproduciendo otra vez el vídeo.

—Ojalá vieras lo que veo yo —dijo Ian con cierta melancolía—. Hay muchísima magia a su alrededor, es como si estuviera ardiendo. Como las niñas.

Jamie quería a Ian con locura, pero ¡Dios!, era como si el hombre hubiera salido de un libro de poesía y nadie hubiera tenido el buen juicio de hacerlo volver adentro.

—A mí no me parece que ninguna de las niñas esté ardiendo, Ian —respondió con un tono mordaz—, y, por lo tanto, eso no me ayuda mucho. Como he dicho, da igual que sea una bruja. Es muy arriesgado meter a alguien nuevo en esto.

Ian puso la mano sobre la de Jamie y se la apretó con fuerza.

—No se nos ocurre nada más, James. Nos estamos quedando sin tiempo.

—Edward…

—No es solo Edward —lo interrumpió Ian—. Desde luego, él es nuestro mayor problema ahora mismo, pero también estoy pensando en lo que vendrá más adelante. Después. Se trata del resto de la vida de las niñas. Lillian, Dios la bendiga, la ha cagado, pero bien. ¿De verdad es esta la vida que queremos para nuestras preciosas y queridas chicas? No pueden ir al colegio. Casi nunca salen de Nowhere House. Solo se tienen las unas a las otras.

—También nos tienen a nosotros.

—También nos tienen a nosotros. —Por un momento, el constante brillo en los ojos de Ian desapareció. Señaló una fotografía apoyada en una pila de libros encima del escritorio de Jamie—. Míranos. Hasta con la mejor de las intenciones, no podemos darles todo lo que necesitan. Tengo ochenta y dos años. Sé lo que es ocultar lo que soy. Sé lo que es vivir al margen de la sociedad. Puede que las niñas siempre tengan que mantener una parte de ellas en secreto, pero quiero que, aun así, sean capaces de salir ahí fuera y vivir. Necesitan a alguien que las entienda, que sepa lo que significa ser lo que ellas son, y que les enseñe a trazar un rumbo para el resto de su vida con valentía y de forma segura.

—Ya lo sé —dijo Jamie con voz grave—. Lo sé, Ian. Pero eso puede esperar hasta después de Edward. Y confiar en que esta hipotética bruja nos ayude es una apuesta muy arriesgada. No estoy seguro de que vaya a merecer la pena.

—A menos que tengas una idea mejor, es una oportunidad que no nos podemos permitir desaprovechar.

Para cuando Lucie regresó a la biblioteca acompañada de Ken, la votación no fue necesaria. Lo único que quedaba por decidir era cómo convencer a Mika Moon de que fuera a Nowhere House. (Ian quería enviarle un mensaje que empezara con las palabras SE NECESITA BRUJA. Creía que algo así le daría el tono perfecto, pero los demás no estuvieron de acuerdo).

Y allí arriba, en Escocia, Mika continuaba temblando bajo la lluvia, en un embarcadero, totalmente ajena a la bola de demolición que se dirigía hacia ella.

Capítulo 2

2

SE NECESITA BRUJA

Dos semanas más tarde, esas fueron las palabras que le hicieron a Mika dar golpecitos con nerviosismo sobre el volante de la Escoba, su coche amarillo mantequilla, en el que tanto confiaba. Acababa de pasar el cartel que le daba la bienvenida a Norfolk, una parte del país que no visitaba desde que estuvo dos años estudiando en la Universidad de Anglia Oriental, y el GPS pegado en la esquina inferior de su parabrisas le decía que todavía le quedaba alrededor de una hora para llegar.

SE NECESITA BRUJA

Se necesita tutora interna para tres brujas jóvenes. Debe tener nervios de acero. No se requiere experiencia previa en enseñanza.

Brujería imprescindible.

En realidad, catorce mil seguidores no eran muchos, pero sí los suficientes para asegurarse de que las redes sociales de Mika siempre reunieran una serie de mensajes raros, indiscretos y sumamente ofensivos cualquier día de la semana. Con un simple vistazo a la bandeja de entrada, donde se leían las primeras líneas de cada nuevo mensaje, ya sabía cuáles merecía la pena leer enteros y cuáles no.

Uno que empezaba con las palabras SE NECESITA BRUJA, en mayúsculas, como si estuviera anunciando el nacimiento de un bebé de la realeza, debería haber ido directo a la papelera. Mika sabía, incluso mientras clicaba para abrirlo por pura curiosidad, que probablemente fuera algún tipo de invitación para participar en algún encuentro sexual brujil con el remitente.

Así que imagínate la sorpresa cuando descubrió que, en realidad, era algo incluso más raro que eso.

Se rio de mala gana. A pesar de su buen juicio, contestó:

Sobresaliente en creatividad, pero me temo que mis nervios están hechos de nubes.

Esto le respondieron, casi al segundo:

Da la casualidad de que estamos tan desesperados que aceptamos tus nervios sean de lo que sean.

Y entonces, antes de que Mika se burlase, saliera de la aplicación o hiciera cualquier otra cosa que se hubiera visto tentada a hacer, apareció un nuevo mensaje. Con dos únicas palabras.

Por favor.

Y así fue como, después de hacer muchas más preguntas y recibir muy pocas respuestas de verdad, Mika se encontró conduciendo desde su apartamento en Brighton hasta un lugar con un nombre de lo más siniestro, Nowhere House.

Todo porque alguien de internet tenía buena educación.

Por eso y porque su último trabajo había terminado en septiembre, el alquiler de seis meses de su piso estaba a punto de finalizar, y, aunque no era probable que fuese una oferta real, legítima y para nada sospechosa, necesitaba un nuevo lugar donde vivir y el trabajo pagado que incluía.

Y también quizá, solo quizá, porque la magia, esa canción que nunca la abandonaba, le había dado un empujoncito.

«A quinientos metros, gire a la izquierda», dijo el GPS.

Ya había dejado atrás las grandes carreteras concurridas e iba por un camino rural, serpenteando por ciudades pequeñas y pueblos salpicados con pubs, colegios y casas de campo viejas con nombres pintorescos y típicamente ingleses, como Catfield o Hickling. Pronto hasta eso fue disminuyendo, dejando atrás los arroyos y los estanques de los Norfolk Broads, infinitas tierras de cultivo salpicadas de ovejas, vacas y caballos, y, en el horizonte, las dunas cubiertas de brezo que bordeaban la costa. Era casi tan perfecto que parecía increíble, un mundo idílico pintado con las suaves pinceladas doradas del sol de noviembre.

Conforme la Escoba se acercaba más al punto en el mapa que marcaba la misteriosa Nowhere House, las tierras de cultivo cedieron paso con elegancia a bosques de árboles altos, la mayoría desnudos, y capas de hojas amarillas a ambos lados de la estrecha carretera.

«Ha llegado a su destino».

Mika redujo la velocidad del coche, frunciendo el ceño. No veía nada más que árboles, hojas y la carretera. ¿La habrían engañado? ¿Estaban a punto de asesinarla en el bosque, como a las damiselas de ojos muy abiertos en todas las películas de terror? Chasqueó la lengua con desaprobación.

Comprobó los últimos mensajes de texto que le había enviado su misterioso convocante.

Puede que te cueste un poco encontrar la casa.

Fíjate bien.

Pues vale.

Después de asegurarse de que no tenía ningún coche detrás, retrocedió despacio, mirando por todas las ventanillas para confirmar que no se había pasado nada por alto en el camino.

Ahí estaba. Sí se había pasado algo por alto: unas simples puertas de hierro colocadas entre unos setos, medio escondidas por los árboles. Al otro lado, vio un camino estrecho de piedrecitas que llevaba a un granero y una casa pequeña y terminaba frente a una más grande con un tejado a dos aguas que contrastaba con el cielo claro e infinito.

Mika giró a la derecha y condujo la Escoba por el camino a paso de tortuga, teniendo en cuenta la supuesta existencia de las tres niñas, que, en cualquier momento, podían aparecer corriendo por allí sin previo aviso. Pero, en cuanto cruzó las puertas, notó un inconfundible chisporroteo en el aire a su alrededor.

«Magia».

No podía ser. ¿No?

Inquieta, Mika se preguntó si era demasiado tarde para dar la vuelta con el coche y salir huyendo. Miró con cautela hacia la casa al final del camino, pero, antes de cambiar de opinión, llegó a la altura del granero y la casita, desde cuya ventana delantera alguien la saludó efusivamente con la mano.

Aparcó la Escoba lo más pegada posible a la izquierda del camino sin darle al muro de piedra bajo que rodeaba la casita, apagó el motor y salió, nerviosa, del coche. Era adorable: un edificio minúsculo y perfecto, sacado de un cuento, con una puerta de color rojo intenso, un techo de paja auténtico y un jardincito delantero, cuidado de forma exquisita, a ambos lados de un sendero de grandes adoquines. En un rincón del jardín había un huerto diminuto con un puñado de calabazas en su punto, esperando a que las recogieran, y Mika vio a un anciano arrodillado entre ellas.

Se puso de pie cuando Mika pisó el sendero, entrecerrando los ojos por el sol. Era calvo, japonés y de unos setenta años. Iba vestido con vaqueros y un jersey a rayas con un delantal de jardinero encima, con los hombros anchos ligeramente caídos por la edad y una sonrisa cálida que hacía imposible no devolvérsela.

—Tú debes de ser Mika —dijo, quitándose el delantal y limpiándose las manos en él antes de tenderle la derecha—. Bienvenida.

—Gracias —dijo ella, estrechándole la mano. Era callosa, típica de un hombre que trabajaba mucho en el jardín—. ¿Eres Ian?

Al oír eso, se rio. Antes de poder responder, la puerta de la casa se abrió de golpe y salió un torbellino con pantuflas peludas.

—Ese es Ian —dijo el hombre, dándole unas palmaditas en el hombro con lo que ella sospechaba que podría ser compasión—. Buena suerte.

El ciclón resultó ser un anciano blanco tan eufórico y enérgico que Mika se sintió agotada con solo mirarlo. Era alto y muy delgado, con un pelo cano impactante, unos ojos azules brillantes y una bufanda a rayas arcoíris alrededor de su largo cuello. Entre la bufanda y las pantuflas peludas llevaba, inesperadamente, unos pantalones oscuros muy normales y un jersey negro.

—Ian Kubo-Hawthorne, a su servicio —dijo el ciclón mientras le daba a Mika un abrazo que casi le destroza los huesos. Tenía una voz grave y musical, con el tipo de nitidez que se asociaba con los intérpretes shakespearianos y los presentadores de la BBC—. A lo mejor has oído hablar de mí.

—Ian —dijo el otro hombre.

—Tienes razón, cariño, sí —se apresuró a decir Ian, disparando palabras a la velocidad de la luz—. Ahora no es el momento. Veo que ya has conocido a Ken —continuó diciéndole a Mika, señalando con el pulgar en dirección al otro hombre—. Soy su marido. O él es mi marido. No estoy seguro de cómo va.

—De las dos maneras está bien —respondió Mika.

—Ian y yo vivimos en la casa pequeña —dijo Ken con una voz tranquila y melosa que contrastaba casi de forma graciosa con la de Ian.

—Nos da cierta privacidad —apuntó Ian, guiñando el ojo—. En la casa principal no tendríamos ninguna, te lo prometo. Pero tú —añadió enseguida, como si acabara de recordar que su misión era hacer que a ella le pareciese atractiva— tendrás mucha privacidad si decides quedarte con nosotros.

Mika los miró, intentó valientemente reprimir una sonrisa y dijo con mucha firmeza:

—Me temo que voy a necesitar respuestas antes de decidir nada. Fuiste muy misterioso en los mensajes. A propósito, supongo.

—Hay cosas que uno no quiere poner por escrito —dijo Ian sin disculparse, y se le arrugaron las comisuras de los ojos—. Pero te agradecemos mucho que hayas venido hasta aquí para tener esta conversación, querida. No te puedes imaginar lo mucho que te necesitamos.

—¿De verdad os hace falta una tutora interna?

—Sí —respondió Ken a la pregunta antes que Ian, suponiendo que posiblemente (y no se equivocaba) Mika le creería antes a él—. Acompáñanos a la casa principal y verás por qué.

Puso el delantal encima del muro de piedra y empezó a caminar por el resto del sendero.

—¿Está bien si dejo el coche ahí aparcado mientras estamos en la casa?

—Sí, claro —contestó Ian—. Por norma general dejamos los coches en el granero, y tú también podrás hacerlo si te mudas aquí, pero de momento está bien donde está.

Mika miró una vez hacia las puertas de hierro, hacia el lugar donde había sentido aquel peculiar e insólito chisporroteo de magia. ¿Estaba imaginándose el destello de polvo dorado en el aire?

—¿Mika?

Apartó la vista rápidamente, cerró con llave la Escoba y siguió a los dos hombres por la senda repleta de guijarros.

Ian señaló con el pulgar por encima de su hombro.

—¿Te ha llamado la atención algo en la entrada?

—No —respondió Mika enseguida.

—Mmm —murmuró Ian, divertido.

Ken se giró hacia ella cuando esta le alcanzó.

—¿Sabes algo sobre Lillian Nowhere? —preguntó.

Mika negó con la cabeza.

—¿Debería?

—No, probablemente no. Lillian es arqueóloga y la propietaria de Nowhere House.

—Oh, ¿me voy a reunir con ella?

—No, ahora está fuera —le dijo Ian—. Por lo general no pasa mucho tiempo aquí. Suele venir a casa unas semanas o así, luego se marcha unos meses, vuelve otro par de semanas… Esta vez se encuentra en una excavación en Sudamérica. Por eso estamos al cuidado de la casa y de las niñas.

—¿Tú… y Ken?

Mika frunció el entrecejo; le costaba creer que ellos vivieran en una casita de campo mientras había tres niñas solas en una mansión.

—Nosotros dos, Lucie y Jamie —dijo Ken—. Lucie es una gran amiga de Lillian, y hace casi treinta años ya que es el ama de llaves. Jamie trabajaba en la biblioteca cuando las niñas llegaron —dijo, señalando la gran ampliación en el lado derecho de la casa—, pero ahora podría decirse que se ha convertido en un padre para ellas. Y en cuanto a Ian y a mí…, bueno, yo llevo trabajando de jardinero para Lillian más de veinte años. Ella e Ian se conocieron en una gala benéfica cuando él todavía actuaba. Me contrató y nos vendió la casita por casi nada.

—Todo esto será importante para la historia que te contaremos después—le aseguró Ian a Mika.

Una arqueóloga ausente, una ama de llaves, un bibliotecario, un jardinero, un actor retirado y tres improbables brujas. Como antecedentes de una historia, no se parecían a nada que Mika hubiese escuchado nunca.

—¿Quiénes son exactamente esas niñas? —preguntó—. Quiero decir, ¿qué relación tienen con vosotros?

—En términos legales, Lillian las adoptó y están bajo su tutela —respondió Ian. Tras una pausa, torció el gesto y añadió con pesar—: Pero pasa tanto tiempo lejos que, realmente, ha sido Jamie y el resto de nosotros quienes las hemos criado.

Se habían detenido delante de la casa mientras Ken hablaba, y fue entonces cuando Mika levantó la vista hacia el edificio. Era una estructura antigua, de dos plantas, con tejados a dos aguas y ventanas abuhardilladas. Las paredes estaban construidas con ladrillos cálidos, de un color marrón grisáceo, cubiertos de enredaderas en flor, y una chimenea que humeaba alegremente coronaba toda la estructura. La desgastada puerta blanca, escondida bajo los aleros, estaba rodeada por unas amplias ventanas saledizas abuhardilladas, como las del segundo piso. Y frente a la casa, extendiéndose a ambos lados del camino de la entrada y hasta donde se perdía la vista, estaban los jardines, que eran tan bonitos como el jardincito de la casa de Ian y Ken. Robles, lavanda, el césped recién cortado, columpios y un huerto totalmente cercado. A decir verdad, parecía un trocito de cielo.

—Es preciosa —se limitó a decir Mika.

—¿Lo suficiente como para que te mudes hoy mismo?

—Ian. —Mika

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