1
Pues nada, estás muerto.
El chaval me mira boquiabierto desde el otro lado de la mesa, luciendo su destellante ortodoncia.
—Qué voy a estar muerto.
—Te has enfrentado tú solo a un kraken. Estás muerto de la hostia, colega.
Stan me da una patada en la espinilla.
—Ten un poco de manga ancha, hombre. Es un novato de primero.
—Ya lleva casi un año jugando. Eh, novato…
—Gareth —murmura Gareth desde algún lugar bajo su mata de pelo esponjosa y rizada.
—¿Cuántos puntos de golpe tienes?
Gareth farfulla algo que no acabo de pillar, pero estoy bastante seguro de que rima con «babero».
—Ya me parecía. Así que voy a contarte lo que pasa ahora. —Me inclino hacia delante, con una mano a cada lado de mi pantalla de DM—. Es el último azote de los tentáculos del monstruo el que acaba contigo. Un dolor insoportable te recorre todo el cuerpo, ahogando tu fuerza de voluntad. Y tus pulmones pagan el precio.
Ronnie me tira un borrador a la cabeza.
—Joder, Eddie —me suelta, pero la oigo reírse mientras lo dice.
—Por instinto, tratas de inhalar. Pero estás sumergido cuatro metros bajo la superficie del océano Solnor y el resto de tu grupo se ha quedado en la costa. Lo que significa que no hay nadie para salvarte mientras el mar te llena la garganta.
—Qué pasada —dice Dougie, mirándome embobado, con los ojos como platos.
—No hay nadie para ver cómo tu cuerpo tiene un último espasmo y se hunde, sin vida, hacia las negras profundidades de lo desconocido. Así termina la historia de Illian el Invicto, paladín semielfo y campeón de las Tierras Perdidas.
Brota un aplauso en la mesa, una respetable aclamación de mis jugadores. Ronnie y Dougie son los más entusiastas, y el segundo hasta se pone de pie en una muy estimada muestra de aprecio. Gareth, en cambio, se hunde en su silla y le da unos golpecitos alicaídos a su d20 con el dedo.
—Menuda mierda —dice.
—Pero ¿qué leches te pasa, Gareth? —le pregunta Dougie—. Acabas de recibir un monólogo mortal Munson de primera. Eso vale así como su peso en oro.
Los hombros flacuchos de Gareth están encogidos a la altura de sus orejas, pero aun así le lanza a Dougie una impresionante mirada torva.
—¿Y se supone que tengo que alegrarme? ¡Me ha matado!
—Ja, como si fueras especial. ¡Intenta matarnos a todos!
—Vale. —Levanto las dos manos, intentando desactivar la explosión que parece estar cociéndose—. Como vuestro humilde Dungeon Master, ¿me concederíais el honor de cerrar el pico de una vez?
Cierran el pico de una vez. Lo cual me da el tiempo justo para mirar a los ojos a cada uno de mis jugadores… mientras me devano los sesos pensando en qué narices voy a hacer ahora.
La afiliación al club Fuego Infernal no está precisamente por las nubes: incluyéndome a mí, somos solo seis. Ronnie y yo somos miembros desde que cruzamos juntos la puerta la primera semana del primer curso de instituto, y aunque Dougie se había resistido a «unirse al club de los bichos raros», un mes entero oyéndonos soltar chistes internos de nuestras sesiones del Fuego Infernal bastaron para que casi suplicara un asiento en la mesa.
Stan, un alumno de tercero, se había apuntado el curso siguiente, aunque su asistencia es un poco… aleatoria. A su familia se le ha metido en la cabeza que el D&D es un invento del mismísimo Satanás y que hasta tocar un dado con más de seis caras bastaría para enviar a su precioso niñito derecho a las llamas de la condenación eterna. Stan hace lo que puede por saltarse la prohibición contándoles historias sobre clases particulares semanales de álgebra y dejándole a Ronnie todas sus movidas del club Fuego Infernal para que se las guarde y la fisgona de su madre no las encuentre. Pero, incluso con tanta intriga, Stan termina perdiéndose una partida de cada tres.
Jeff, de segundo, lleva dos años perteneciendo al Fuego Infernal, pero parece que hace más tiempo. Ya jugaba con sus hermanos mayores antes de empezar en el Instituto Hawkins, y sabe casi tanto del juego como yo. Desde luego, sabe más de tocar el bajo que yo, motivo por el que lo recibimos con los brazos abiertos en Ataúd Carcomido, donde llena el sonido de un modo que Ronnie, Dougie y yo no habíamos podido hacer solos.
Y luego está nuestro pequeño novato, Gareth. Que está mirando la lámina plastificada con los presidentes de los Estados Unidos que hay en la pared como si quisiera empezar a usarla para hacer prácticas de tiro.
Mejor que no. No podemos permitirnos terminar en la lista negra de otro profesor, cuando ya hay tantos que se niegan a compartir espacio con «la secta satánica esa». Tal y como están las cosas, cada lunes tengo que ponerme a halagar y convencer al pequeño puñado de profesores con una mínima pizca de compasión por nuestra causa, negociando con ellos el derecho a tirar cuatro dados en su aula después de que terminen las clases a las 2.50 los miércoles por la tarde. Y cada lunes, mientras sigo la rutina de preguntar a la señora Debbs por su inminente jubilación y limpiar las pizarras en el laboratorio del señor Vick, me pregunto lo mismo.
«¿Por qué lo hago?».
Nunca he sabido responderme. Pero aquí sigo, semana tras semana. ¿Acaso no es eso la definición de la locura?
—Yo sí que creo que deberías alegrarte, novato —dijo—. Hoy has aprendido una lección muy valiosa.
Siento los ojos de Ronnie observándome. Está haciendo rodar un lápiz entre los dedos, tan rápido que se emborrona. No miro hacia ella. Gareth suelta un bufido.
—Tan valiosa no será, si no voy a estar para aprovecharla.
De pronto entiendo en parte a qué viene tanta angustia por parte de Gareth. Pero no es algo que pueda resolver aquí, delante de tantas miradas.
—Muy bien, niños y niñas —digo, enderezando la espalda—. Me parece que con esto concluye nuestra sesión de hoy. —Se oye un coro de gemidos, sobre todo procedentes de Stan y Dougie—. Nos reuniremos la semana que viene, cuando nuestros aventureros supervivientes se internen hasta el fondo del laberinto de… ¡Ralishaz el Loco!
Gareth ya casi ha recogido cuando termino de hablar, metiendo sus mierdas en la mochila a toda velocidad. Echa atrás la silla con un impío chirrido de sus patas de aluminio contra el linóleo y se va pisando fuerte hasta la puerta para abrirla con un golpetazo que hace temblar la pared.
Dougie silba hacia dentro, al ver cómo se cierra la puerta después de marcharse Gareth.
—Ese chaval es lo peor.
—Cállate, Dougie —contesta Ronnie con calma.
Me mira enarcando una ceja en silenciosa pregunta, pero ya estoy de pie y rodeando la mesa.
—A la misma hora —sermoneo a los presentes con una mirada atrás mientras salgo por la puerta—. Como lleguéis tarde, os pasará lo que a Illian, capisci?
Una letanía de «Claro» y «Que sí, que sí» me acompaña al pasillo. Gareth ya está a todo un mar de taquillas de distancia y alejándose deprisa.
—¡Eh, novato!
Al principio creo que el chaval no va a pararse. Pero entonces lo hace y se vuelve para mirarme, pone los ojos en blanco y suspira.
—¿Qué pasa?
—¿Tanta prisa tienes?
—Mi madre me recoge como en dos minutos, así que sí. —Me mira furioso, recolocándose la mochila en el hombro. Al hacerlo, el dobladillo de la camiseta se le engancha en la correa y sube lo justo para dejarme ver algo púrpura y doloroso que se le extiende por el costado—. Ya me has echado de tu club. ¿Qué más quieres de mí?
—Eh, eh, eh, ¿quién ha dicho nada de echarte?
—Tú. Cuando me has matado.
—¿Y qué tiene eso que ver? —le pregunto.
—Que… —Gareth empieza a parecer más dubitativo, cambiando el peso de un pie al otro—. Que Illian ya no está. Así que yo tampoco.
—Pues te haces otro personaje.
Gareth parpadea, como si de verdad no se le hubiera ocurrido esa posibilidad.
—Ah, ¿sí?
—¿Crees que voy a permitir que alguien lo bastante loco para tirarse a lo bestia contra un kraken se vaya de este grupo? Ni de coña. —Me inclino hacia él, conspirativo—. Esos otros capullos no durarían ni un milisegundo en el laberinto de Ralishaz sin tus agallas.
—¿Va a ser chungo?
—Va a ser lo peor —respondo, y me río al ver la sonrisa de aluminio que pone Gareth—. Solo tenemos que prepararte otro personaje. ¿Puedes mañana después de clase?
—Tengo que preguntárselo a mi madre —dice Gareth, pero el ímpetu de su asentimiento me deja claro que, con aprobación materna o no, estará allí.
Se oye el lejano claxon de un coche desde la dirección del aparcamiento del instituto. A alguien se le termina la paciencia.
—Mierda —dice Gareth—. Tengo que…
—No hay problema, colega.
El chaval trota un poco pasillo abajo y entonces se detiene, como sin poder evitarlo.
—Seguro, ¿verdad? —tartamudea—. ¿Puedo volver?
—Mientras quieras ser del club Fuego Infernal, serás del club Fuego Infernal.
Asiente con la mirada perdida, dando la impresión de que está obligándose a memorizar esas palabras.
—Vale —dice, y corretea de nuevo hacia la entrada delantera del instituto.
Lo miro hasta que se pierde vista.
—Caray. Y yo voy y me dejo los kleenex en casa.
Ronnie está detrás de mí, rodeando con los brazos un cartapacio a rebosar. Finge quitarse las lágrimas de los ojos mientras voy hacia ella y profiere algo a medio camino entre un grito y una risotada cuando embisto contra ella con el hombro y la desequilibro.
—¡Cuidado! —Me devuelve el empujón—. Stan se va a poner en plan mamón como se me caiga esto.
—¿Tienes algo que decir, Ecker?
—Lo único que se me ocurriría decir es: «¿Me acercas a casa?».
Lanzo una mirada al techo.
—Pero que sea la última vez.
—La última vez —promete Ronnie, y me sigue hacia el aparcamiento.
No es la última vez y los dos lo sabemos, pero el pequeño guion que interpretamos Ronnie y yo es la base de nuestra amistad. Ella me gorronea pequeños favores y yo finjo que soy un tío responsable; los dos salimos ganando. La cosa va así desde que semiheredé la furgo de mi padre al empezar el instituto. Va así desde el día en que nos conocimos.
«¿Qué haces?», me preguntó ese día.
A los ocho años ya era más alta que yo, y se cernía por encima de mi hombro en su mono raído, como si fuera el fantasma de una diminuta granjera.
Lo que yo estaba haciendo era revolcarme en mi miseria. Una llamada de un antiguo compañero de borracheras había hecho que mi padre saliera por la puerta con un par de promesas a medias sobre volver «antes de que te des cuenta» y un «Sabes usar los fogones, ¿verdad?». Me pasé la noche en vela esperando a que llegara por el camino de entrada, esperando, esperando, esperando, hasta que me quedé dormido allí mismo, con la cabeza contra la ventana.
Fue la primera vez que desapareció del mapa, la primera en una larga ristra de siguientes veces. Pero, por aquel entonces, no lo sabía. Me tiré dos días vagando por la casa vacía, sobreviviendo a base de sándwiches de mantequilla de cacahuete rancia y refrescos desbravados hasta que mi tío se enteró de lo que pasaba y vino a llevárseme para que viviera con él en su caravana, «hasta que Al deje de hacer el imbécil y aparezca».
No me gustaba nada estar en el parque de caravanas, sobre todo porque significaba que mi padre no sabría dónde encontrarme cuando volviera. Pero Wayne se negaba a creerme cuando me empeñaba en que un chiquillo de tercero era más que capaz de cuidarse solo, así que me tocaba quedarme en aquella explanada vieja y polvorienta, sin nada que hacer aparte de cavar hoyos en el bosque cercano.
Y entonces apareció esa otra niña.
Resultó que Ronnie acababa de mudarse también al parque de caravanas. Vivía con su abuela porque su padre había muerto y su madre había enfermado y se dedicaba a hablar con las paredes. Tenía el pelo y los ojos castaños, y la gente nos tomaba por hermanos cuando nos veía juntos. Y cuando le dije que estaba cavando un agujero hasta China, se ofreció a ayudarme porque tampoco tenía nada más que hacer.
Más tarde averigüé que era mentira, y que había renunciado a ver MASH con la abuela Ecker para pasar el rato conmigo. Pero en ese momento estaba demasiado ocupado teniendo una amistad por primera vez en mil millones de años para sospechar nada. Y después de que mi padre regresara a Hawkins contando no sé qué historia sobre un gilipollas de Kentucky que le debía dinero y se me llevara a casa, Ronnie y yo seguimos siendo amigos.
Todos los demás de Fuego Infernal tienen una madre que los recoge después de clase y fotos de familia enmarcadas encima de la chimenea. Viene bien contar con alguien cuya vida no está moldeada a partir de un cortapastas suburbano de revista.
—¿A casa? —le pregunto mientras arranco la furgoneta.
Ronnie se ha hecho tan alta que la cabeza casi le roza contra el techo, y la visera de su gorra de pana llena los últimos centímetros que le faltan. Asiente, dejando el cartapacio en el suelo junto a sus piernas.
—Mi abuela quiere que vaya a cenar.
—Pero vendrás esta noche, ¿no?
El puñetazo que me atiza en el brazo es tan fuerte que dejará moratón.
—Te preocupas demasiado.
Seguimos echándonos pullas mientras la furgo circula hacia las afueras de Hawkins. Es cómodo, un pique rutinario que hemos repetido un millón de veces. Una vez, cuando teníamos trece años, se me ocurrió que tal vez significara que estábamos saliendo juntos, porque me daba la impresión de que tener una amiga que me conociese tan bien debía de ser, por fuerza, algo especial en ese sentido. Tras pasar unas sudorosas semanas dándole vueltas a la revelación, decidí que la única opción era actuar de una vez, darle un morreo a Ronnie, hacerlo oficial.
No estaba preparado para el aullido que dio mientras se apartaba a toda prisa al ver que le arrimaba la cara. «¿Se puede saber qué leches haces, Munson?», me graznó, y lo único que pude hacer fue tartamudear y sonrojarme y huir como un cobarde. Pero unos días después, cuando todo se calmó y los dos nos sentíamos un poco menos como si fuera el fin del mundo, Ronnie me explicó que no era solo yo quien no le gustaba de ese modo. Que no creía haberse encaprichado nunca de nadie, y que si me parecía bien.
Me lo pensé un momento. «Entonces ¿aún podemos ser amigos?», le pregunté.
Me dio un puñetazo en el mismo sitio del brazo que siempre. «No seas idiota».
Suelto un gemido al ver que Ronnie sube los pies al salpicadero.
—¿En serio?
—No quiero pisar el trasto ese de Stan. Y no es culpa mía que tu furgoneta sea demasiado pequeña.
—El problema no es la furgoneta. Es que tienes unas piernas monstruosas.
—Voy a contarte un secreto sobre estas piernas monstruosas —dice Ronnie. Aún no ha bajado los pies y sé reconocer una batalla perdida a simple vista, así que no insisto—. En cuatro meses… van a estar entrando en su nuevo piso de Nue. Va. York.
Casi doy un frenazo.
—Venga ya.
—Sí.
—¿Te han dado la beca?
Ronnie sonríe de oreja a oreja.
—Universidad de Nueva York, promoción del 88, nene. Gastos. Pagados.
Ahora sí que doy un frenazo y derrapo saliendo al arcén.
—Hostia puta. ¡Hostia puta! ¿Cuándo…?
—Anoche.
—¿Anoche? ¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—Te lo estoy diciendo ahora.
Sé por qué no me lo ha dicho antes.
—Eh. Sabes que me alegro por ti, ¿verdad?
Ronnie se limita a encogerse de hombros.
—Lo sé —responde, pero no cuela.
Porque Ronnie y yo nos parecemos mogollón, ¿vale? Mismo hogar desestructurado, misma ropa de segunda mano, mismo peinado. Mismo parque de caravanas. Pero hay una diferencia importantísima entre nosotros. Siempre la ha habido.
Veronica Ecker va a triunfar en la vida. Irá a la facultad, estudiará Derecho, se las pirará de Indiana.
¿Y Eddie Munson? Eddie Munson morirá en este estúpido pueblo.
No es culpa de ella. Evidentemente, no es culpa de Ronnie. Pero siempre ha tenido un don para…, para las clases, para aprender, para toda esa mierda. Yo nunca le he visto mucho sentido. Para mí, el Instituto Hawkins solo es el sitio donde desperdicio ocho horas diarias antes de, si soy lo bastante encantador preguntándole a la señora Debbs por su nieto, escapar durante un rato a un cuaderno de papel cuadriculado y unos dados de veinte caras. Ronnie saca todo sobresalientes y tiene a todos los profesores haciendo cola para escribirle unas cartas de recomendación entusiastas. Y yo tengo el apellido…
—Munson.
Llamar golpecitos al ruido que me llega desde la ventanilla del conductor sería quedarme muy corto. Son más bien martillazos, tan fuertes y sonoros que por un momento temo por el cristal. Ronnie y yo nos volvemos de golpe a la vez para mirar.
Se me cae el alma a los pies. Estaba tan distraído con la noticia de Ronnie y mi propia reacción de mierda que no me he dado cuenta del coche patrulla que ha parado detrás de mí. Y ahora hay un poli ahí fuera, dedicándome su sonrisa de comemierda mientras me indica con un gesto que baje la ventanilla.
—¿Otra vez? —murmura Ronnie.
—Siempre —respondo en voz baja, dándole a la manivela—. Agente Moore, ¿qué se le ofrece en esta preciosa tarde primaveral?
El pelo rubio rapado y la mandíbula cuadrada de Moore le dan el típico aspecto de estadounidense ideal nivel Superman, pero no hay plancha para el uniforme ni barniz para los zapatos capaz de combatir su barriga cervecera de cuarentón. Es el agente estrella de la policía de Hawkins desde antes de que yo naciera, un héroe del pueblo. O eso me han dicho. Ya ni sé las veces que me ha parado para darme la lata, y más desde que cumplí los dieciocho. Vete a saber por qué, pero cualquiera diría que me la tiene jurada.
Niega con la cabeza, rezumando fingida decepción.
—Ya me parecía que eras tú, Munson. ¿Cuántas veces nos tocará tener esta conversación?
—Tendrá que preguntárselo a sí mismo, agente. Es usted quien siempre quiere sacarme a bailar.
—Eso ha sido conducción irresponsable —dice Moore, y chasquea la lengua—. ¿Hemos empezado a beber un poquito pronto?
—Qué va.
—Venimos del instituto —interviene Ronnie tratando de ayudarme, aunque podría decirle desde ya que no va a funcionar.
—Si registro el coche, ¿encontraré alguna sustancia ilícita?
—Nunca la encuentra.
La expresión de Moore se ensombrece. Abre la boca, quizá para ordenarme que abra el maletero, y me preparo para perder una hora mientras Moore pone la furgo patas arriba como hace siempre.
Pero entonces la radio de su coche patrulla crepita.
—Agente Moore, tenemos un 10-16 en Fleming con…
Moore da un resoplido irritado. Si tuviera algún motivo real para estar hablando conmigo, respondería que está ocupado, pero como no se da el caso…
—Te tengo un ojo echado —dice.
—¿Me lo promete? —respondo pestañeándole, y ni me inmuto cuando Ronnie me da un codazo en el costado.
Moore resopla otra vez.
—Tú ríete, ríete. Pero ni tu padre hacía chistes en la celda. Y ahí es donde termináis todos los Munson, tarde o temprano.
Guardamos silencio mientras Moore vuelve con paso tranquilo a su coche. Enciende la sirena, pasa zumbando a nuestro lado y acelera carretera abajo. Mientras lo veo marcharse, intento relajar los dedos con los que estoy aferrando el volante.
—Eddie… —empieza a decir Ronnie, pero ahora no quiero oírlo. No de alguien que tiene el billete dorado, alguien en quien el mundo cree que merece la pena invertir.
—Baja los pies —la interrumpo, y ella los baja sin discutir—. No querrás llegar tarde a cenar.
Piso a fondo.
Si no voy a ninguna parte, por lo menos llegaré a toda pastilla.
2
El Escondite es el edificio con el nombre mejor puesto de toda Indiana. Está situado en un lugar conveniente para exactamente nadie de Hawkins, agazapado entre una siderúrgica abandonada y un maizal sin explotar. Y aunque ese vecindario significaría la muerte para cualquier otro negocio, es casi un requisito para un bar cutre que se ceba en lo de cutre, para la clase de antro al que va la gente cuando no soporta ver la luz del día. Las ventanas llevan tapiadas desde siempre, porque es más difícil arrojar a alguien a través de una pared sólida, la moqueta no se ha limpiado ni aspirado nunca y las superficies están tan pegajosas que casi han desarrollado su propio ecosistema.
Por tanto, ¿qué dice de mí que ese tugurio sea uno de los puntos álgidos de mi vida?
—¡Junior! ¡Cambia el barril de Pabst!
Bev es la orgullosa propietaria de ese elegante local desde que «el perro callejero» de su marido (palabras suyas) murió en circunstancias misteriosas diez años antes. Lleva el pelo teñido de granate, tiene bizquera permanente y siempre grita como si el local estuviera a rebosar de gente. Pero al Escondite no se va de fiesta. Se va a amargarse, y amargarse es una actividad silenciosa.
Así que los berridos de Bev siempre me dan un susto de muerte.
—Me cago en todo —mascullo, a punto de tirarle encima a Sam el Borracho el capazo de vasos usados.
El anciano farfulla algo incoherente y se echa al gaznate el matarratas que está bebiendo.
—¿Aún te llama Junior? —pregunta Ronnie. Jeff, Dougie y ella están amontonados alrededor de una mesa alta, turnándose para beber del único botellín de Coors que han podido pedir con las monedas que llevan. Es la mesa menos rota de todo el bar, y aun así Ronnie ha tenido que calzarla con un paquete de pañuelos—. ¿No ibas a decirle que parara?
—Y lo haré. Tengo que…
Hago un gesto vago y voy hacia la barra antes de que Ronnie me exija terminar la frase. Bev ya está mirándome mal cuando dejo el capazo con un estruendoso tintineo.
—No te pago para estar de charla con tus amigos —me dice.
—Apenas me pagas nada —respondo—. Lo que me recuerda que… son las diez.
Bev lanza la mirada al techo.
—Cualquier excusa con tal de no trabajar.
Solo intenta provocarme. Le pongo mi mejor cara de cachorrito en vez de morder el anzuelo. Al final Bev se ablanda.
—Muy bien. Adelante. Pero no lo alargues esta vez.
—Ni se me ocurriría —digo, secándome las manos con un trapo.
Busco la mirada de Ronnie al otro lado del bar y asiento con la cabeza. Es hora de tocar.
El escenario del Escondite apenas se merece el nombre. Solo es una tarima que el perro callejero del marido de Bev había improvisado con tablones, pegado a la pared. Da unos crujidos siniestros cada vez que lo pisas, y estoy absolutamente convencido de que algún día cederá y me partirá un tobillo.
Pero es un escenario. Y, lo más importante de todo, es un escenario donde Ataúd Carcomido puede tocar (a cambio de que me deje la piel como mozo de bar cuatro noches por semana). Tiene que bastar con eso.
Ronnie, Jeff y Dougie no tardan mucho en prepararse y ya casi lo tienen todo hecho cuando cojo mi guitarra de la parte de atrás. Ronnie ha venido con más tiempo para sacar su batería de mi furgoneta y Jeff y Dougie solo tienen que enchufar la guitarra y el bajo a los amplis hechos polvo que Bev no guarda nunca. Subo de un salto al lado de Jeff, sin hacer caso al crujido de los tablones, y me paso la correa de la guitarra por el cuello.
—Buen público esta noche —comenta Dougie inexpresivo.
Jeff se encoge de hombros, siempre optimista.
—Sam el Borracho aún está despierto. Algo es algo.
—A la mierda todo eso —digo—. Hemos venido a tocar.
Ronnie hace rodar una baqueta entre los dedos.
—Pues a desatar el infierno.
Me sonríe como un demonio y le devuelvo la sonrisa. Luego, con tanta floritura como me permite el minúsculo escenario, me encaro hacia el minúsculo público y…
Hay una cosa que pasa a veces cuando Ataúd Carcomido toca. Si estamos inspirados, si estamos en el punto, es como invocar un vendaval, o un tornado, o un puto huracán. Es algo gigantesco y primordial, una fuerza de la naturaleza. Pero esa energía aterradora no nos abruma. Nos eleva, se nos lleva y cabalgamos sobre ella hasta que la última nota deja paso al silencio. Barridos por ese remolino de música, volamos.
Y esa noche…, esa noche es noche de huracán. Me doy cuenta con los primeros timbalazos de Ronnie que nos marcan el paso hacia las fauces de Whiplash y, cuando entran las guitarras, me pierdo a mí mismo un rato. Ronnie está detrás de mí, aporreando un ritmo que me impulsa hacia delante, y Jeff y Dougie me mantienen centrado, rebotando de uno al otro, armonía, melodía, armonía…
Cuando vuelvo en mí, estoy jadeando y sudando y el aire todavía vibra con el acople de los amplis. Me quito unos mechones de la cara. Noto un hormigueo en los dedos.
—¡Somos Ataúd Carcomido! —proclamo a una gente a la que le da igual—. Vamos con…
Se me traba la voz con el título de la siguiente canción, tan de repente que Jeff empieza a tocar Electric Eye sin darse cuenta de que no le sigo.
—Perdón —murmuro y, cuando volvemos a arrancarnos con la intro, sale sin problemas.
Nos lanzamos a la canción, subimos a la montaña rusa…, pero en esa ocasión no hay una tormenta imparable. No me pierdo a mí mismo. Porque mi atención se ha atascado en algo y no parezco capaz de arrancarla de ahí.
Hay una persona nueva en el Escondite.
La chica está en la barra, tomando un vaso corto de algo marrón y supongo que espantoso. Tiene los tobillos enganchados en las patas del desvencijado taburete y, aunque no le distingo bien la cara con tan poca luz, veo que la rodilla le baila al ritmo de la canción.
Los demás parroquianos están apretando los dientes y esperando a que nos larguemos, pero esa chica… nos escucha. Quizá por primera vez en mi vida tengo un público que quiere oírme.
Es embriagador. Noto cómo me impregna los huesos, la piel, los dedos. Me vuelvo líquido bajo la atención de esa chica, no como el agua, sino como el mercurio, como el azogue. Electric Eye está a punto de terminar y hago una cosa que no había hecho nunca: empalmo con la siguiente canción. Sin parar, paso de un acorde a otro y volvemos a alzar el vuelo.
No puede durar. Bev está fulminándome con la mirada detrás de la barra, dándose golpecitos en el reloj. Pero no estoy preparado para que termine, aún no. Así que, mientras se pierden los últimos zarcillos de Ozzy, lanzo la mano al aire.
—¡Gracias por ser un público maravilloso! —grito, tan alto que hasta le hago la competencia a Bev. Igual se me está yendo la cabeza, pero en la profundidad de la silenciosa respuesta me parece ver que la chica me guiña un ojo—. Esta noche tenemos un regalito para vosotros.
—Junior —me espeta Bev, pero ya estoy volviéndome hacia mis compañeros.
—¿Qué coño haces, Eddie? —exige saber Dougie.
—Mortaja de fuego —digo—. Probemos.
—Solo la hemos tocado ensayando —protesta Jeff.
—¡Hay una primera vez para todo!
Dougie tiene los ojos desorbitados.
—Estás como una regadera. Esta gente casi no quiere ni oír las versiones que hacemos. Está claro que van a pasar de nuestro material.
No le hago ni caso.
—¿Ronnie?
Pero Ronnie está mirando detrás de mí, hacia la barra, hacia la chica.
—Mortaja de fuego… —dice, y su mirada pasa a mí, chispeante de humor. Sabe a la perfección hacia dónde están yendo mis pensamientos, y le parece hilarante—. ¿Sabéis qué? Me parece muy buena idea.
Y Dougie ya no puede quejarse más, porque Ronnie está aporreando la batería, empujándonos a todos a la apertura de Mortaja de fuego. No sale perfecta: me voy de la letra un par de veces y Jeff se salta un estribillo, pero al mismo tiempo sí que sale perfecta, sale de puta madre. En la barra, la rodilla de esa chica vuelve a dar saltitos al ritmo, llevando el compás de mi canción.
Apenas acabo de tocar la última nota cuando los amplis dan un chirrido ensordecedor. Me encojo, y luego vuelvo a encogerme cuando veo la cara de Bev. Está al lado del escenario, con el enchufe de los amplificadores en el puño cerrado, y parece estar que echa humo.
—No te pases —me sisea, soltando el cable como si fuera una serpiente de cascabel—. Estáis dándome dolor de cabeza.
—Qué caña —exclama Jeff mientras