Libro del cielo y del infierno

Jorge Luis Borges
Adolfo Bioy Casares

Fragmento

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MEJOR QUE EL CIELO

No bastan las metáforas para endulzar el amargo trago de la muerte. Me niego a ser llevado por la marea que suavemente conduce la vida humana a la inmortalidad y me desagrada el inevitable curso del destino. Estoy enamorado de esta verde tierra; del rostro de la ciudad y del rostro de los campos; de las inefables soledades rurales y de la dulce protección de las calles. Levantaría aquí mi tabernáculo. Me gustaría detenerme en la edad que tengo; perpetuarnos, yo y mis amigos; no ser más jóvenes, ni más ricos, ni más apuestos. No quiero caer en la tumba como un fruto maduro. Toda alteración en este mundo mío me desconcierta y me confunde. Mis dioses lares están terriblemente fijos y no se los desarraiga sin sangre. Toda situación nueva me asusta. El sol y el cielo y la brisa y las caminatas solitarias y las vacaciones veraniegas y el verdor de los campos y los deliciosos jugos de las carnes y de los pescados y los amigos y la copa cordial y la luz de las velas y las conversaciones junto al fuego y las inocentes vanidades y las bromas y la ironía misma, ¿todo esto se va con la vida? ¡Y vosotros, mis placeres de medianoche, mis infolios! ¿Habré de renunciar al intenso deleite de abrazaros? ¿Me llegará el conocimiento, si es que me llega, por un incómodo ejercicio de intuición y no ya por esta querida costumbre de la lectura?

CHARLES LAMB,

Elia (1823)

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MI CIELO

Días de ayer que en procesión de olvido

Lleváis a las estrellas mi tesoro,

¿no formaréis en el celeste coro

que ha de cantar sobre mi eterno nido?

Oh Señor de la vida, no te pido

sino que ese pasado porque lloro

al cabo en rolde a mí vuelto sonoro

me dé el consuelo de mi bien perdido.

Es revivir lo que viví mi anhelo,

y no vivir de nuevo nueva vida,

hacia un eterno ayer haz que mi vuelo

emprenda sin llegar a la partida,

porque, Señor, no tienes otro cielo

que de mi dicha llene la medida.

MIGUEL DE UNAMUNO,

Rosario de sonetos líricos (1911)

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UN PALADÍN ENTRA EN EL PARAÍSO

Rolando siente que lo apresa la muerte, y que de la cabeza le baja al corazón. Se ha tendido debajo de un pino, el rostro sobre la verde hierba; debajo de él ha puesto el clarín y la espada y miró de frente al ejército pagano. Lo hizo porque realmente quiere que Carlomagno y todos los suyos digan que el noble conde ha muerto como un vencedor. Largamente se golpea el pecho, y por sus culpas tiende a Dios el guante.

Rolando siente que se le acaba el tiempo. Está en un alto cerro que mira a España, y se golpea el pecho con la mano: “Dios, con tus virtudes borra mis culpas, las grandes y las chicas, todas las cometidas desde mi nacimiento hasta ahora que yazgo aquí”. Ha tendido al Señor su guante derecho. Los Ángeles del Cielo bajan a él.

El conde Rolando yace bajo un pino, el rostro vuelto hacia España. De muchas cosas la memoria le llega, de tantos países que ha conquistado su valor, de la dulce Francia, de los hombres de su linaje, de Carlomagno, su señor, que lo alimentaba. No contiene los suspiros y el llanto. Pero no quiere olvidar su alma, confiesa las culpas y pide a Dios perdón: “Padre verídico, que no has mentido nunca, que resucitaste de la muerte a San Lázaro y salvaste a Daniel de los dientes de los leones, defiende mi alma del peligro de los pecados cometidos en mi vida”. Ha tendido al Señor su guante derecho, y San Gabriel con su propia mano lo acepta. Inclinó la cabeza sobre el brazo, y partió a su fin con las manos juntas. Dios le mandó a su Ángel Querubín y a San Miguel del Peligro; con ellos bajó también San Gabriel y se llevan el alma del conde al Paraíso.

La Chanson de Roland (c. 1100)

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EL CIELO BELICOSO

En los cantares de la Edda Mayor hay repetidas referencias a la Valhala (Valhöll) o paraíso de Odín. Snorri Sturluson, a principios del siglo XIII, la describe como una casa de oro; espadas y no lámparas la iluminan; tiene quinientas puertas y por cada puerta saldrán, el último día, ochocientos hombres; van a dar ahí los guerreros que murieron en la batalla; cada mañana se arman, combaten, se dan muerte y renacen; luego se embriagan de aguamiel y comen la carne de un jabalí inmortal. Hay paraísos contemplativos, paraísos voluptuosos, paraísos que tienen la forma del cuerpo humano (Swedenborg), pero no hay otro paraíso guerrero, no hay otro paraíso cuya delicia esté en el combate. Muchas veces lo han invocado para probar el temple viril de las viejas tribus germánicas.

Hilda Roderick Ellis, en la obra The Road to Hel (Cambridge, 1945), mantiene que Snorri simplificó, en gracia del rigor y de la coherencia, la doctrina de las fuentes originales, que datan del siglo VIII o del siglo IX, y que la noción de una batalla eterna es antigua, pero no de carácter paradisíaco. Así la Historia Danica de Saxo Gramático habla de un hombre a quien una mujer misteriosa conduce bajo tierra; ven ahí una batalla; la mujer dice que los combatientes son hombres que perecieron en las guerras del mundo y que su conflicto es eterno. En la Saga de Thorstein Uxafótr, el héroe penetra en un túmulo; dentro hay bancos laterales; a la derecha hay doce hombres bizarros, de traje rojo; a la izquierda, doce hombres abominables, de traje negro; se miran con hostilidad; luego pelean y se infieren crueles heridas, pero no logran darse muerte… El examen de los textos tiende a probar que la noción de una batalla sin fin no fue jamás una esperanza de los hombres. Fue una cambiante y nebulosa leyenda, quizá más infernal que paradisíaca. Friedrich Panzer la juzga de origen celta; la séptima narración de los Mabinogion, serie de leyendas galesas, habla de dos guerreros que, años tras años, se batirán por una princesa, el primer día de mayo, hasta que los separe el Juicio Final.

J. L. BORGES Y DELIA INGENIEROS,

Antiguas literaturas germánicas (1951)

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LO PEOR DE TODO

No aumentéis el Infierno con horrores imaginarios: la Escritura nos habla de nostalgias por la dicha perdida, de los dolores de un suplicio sin fin, del olvido de Dios. ¡Qué débiles son los monstruos de la fantasía ante esa terrible veracidad!

EL PADRE BANDEVILLE

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JUSTO CASTIGO

Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes. Ahí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas. Los condenados lo recorren como si buscaran algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste en no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de donde nadie los sacará nunca.

ADOLFO BIOY CASARES,

Guirnalda con amores (1959)

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LA DOCTRINA DE LA IGLESIA

Exceptuando la tierra, cielo significa todo el mundo creado, es decir, el firmamento y el mundo de los astros, y también la morada de Dios y de los elegidos, de los ángeles y de los santos. Ninguna revelación tenemos sobre la naturaleza de la morada de Dios y de los bienaventurados y lo que sobre ella se nos ha revelado, se confunde con el mismo estado de los santos.

El cielo es, de toda eternidad, la morada de la Santísima Trinidad y la de todos los ángeles; desde la creación fue también, hasta el momento de su caída, la de los ángeles caídos. Los hombres perfectos, desde su perfección por medio de la Redención, los justos de los tiempos antiguos, los Patriarcas, los Profetas, etc., etc., esperaban, en el limbo la venida del Salvador, es decir, en un lugar inferior porque sus pecados no se habían destruido todavía y porque nada impuro puede penetrar en el Cielo. Esperaban con ardor el día del Salvador, le vieron y se llenaron de alegría.[1] “Después de su muerte, el Salvador bajó a los infiernos a predicar a los espíritus que se hallaban aprisionados[2] y a anunciarles su próxima libertad”.

Después de la Ascensión del Salvador, empezó la de los justos de la Antigua Alianza y la de los hijos del Nuevo Reino del Cielo sobre la Tierra. Estos últimos, que procediesen del paganismo o del judaísmo, qué hubieren o no nacido de padres cristianos fueron al Cielo, si habían salido del mundo después del bautismo y sin haber cometido ningún pecado.

Los santos de Dios sobre la tierra entran sin demora en el Cielo al dejar la vida del cuerpo. Otros que han muerto en estado de gracia, pero que tienen todavía que expiar la pena de ciertos pecados, o que borrar ciertas manchas, pasan primero por el fuego durante un tiempo marcado. Este fuego del Purgatorio,[3] siendo intermediario y temporal, dejará de existir el día del juicio. A la cuestión sobre el lugar de purificación de los justos que puedan vivir todavía cuando se acabe el mundo, y que para entonces no estuvieren perfectamente purificados, los teólogos contestan diciendo que esta purificación debe efectuarse por medio del fuego que ha de consumir el mundo.[4]

Que hayan adquirido su perfección sobre la tierra o por el fuego del purgatorio, los espíritus de los justos perfectos, entran desde luego en el pleno goce de la beatitud. Este goce no empieza, por consiguiente, después de la resurrección de los cuerpos o del juicio final en que el reino de Dios será perfecto “y en que el Hijo será sometido a aquel que le habrá sometido todas las cosas con el fin de que Dios esté en todos”.[5]

Tienen el pleno goce de la beatitud,[6] poseen también por consiguiente la certeza de su eterna salvación.[7] Sin embargo, hay grados o diferencias en los goces de los espíritus bienaventurados, grados que están determinados por el mérito moral que cada uno ha adquirido y según la medida de las gracias que le fueron concedidas. Pero estas diferencias son de tal naturaleza que cada santo recibe en su grado la plenitud de la beatitud de que es capaz y que por lo tanto no aspira a un grado superior de felicidad, pues si pudiese esperar algo más, se puede decir que no habría alcanzado el Cielo.

Entre otros Concilios, así se pronuncia el decreto de Unión del Concilio de Florencia:[8] “Declaramos que las almas de los que después del bautismo no se han manchado ya con ningún pecado y que las que después de haberse manchado se han purificado, sea en esta vida, sea después de haber abandonado su cuerpo, entrarán inmediatamente en el Cielo y verán sin velo a la Santísima Trinidad, tal como es, empero, los unos más perfectamente que los otros, según la diversidad de sus méritos; meritorum tamen diversitate, alius alio perfectius”.

El estado de los bienaventurados en el cielo consiste negativamente en verse libre de todos los males imaginables y positivamente en la contemplación de Dios; esta libertad y goce son eternos. Respecto de este particular, el Catecismo romano se expresa en los siguientes términos: “Se necesita, sobre todo, detenerse en esta diferencia (del estado de los bienaventurados) que nos ha sido enseñada por los teólogos más expertos y que admite dos clases de bienes, una perteneciente a la beatitud, y siendo la otra el resultado de ésta. Por este motivo la primera fue llamada de bienes esenciales, y la segunda de bienes accesorios (accesoria)”.[9] Según esto, el Cielo, llamado también vida eterna, es el reino de Dios, el reino eterno, el reino o la casa del Padre, la corona de justicia, la alegría del Señor, la gloria, el eterno patrimonio, el nuevo Cielo, el Cielo de los cielos, la nueva Jerusalén, etc., la herencia en la cual nada puede destruirse, corromperse ni marchitarse.[10] Los bienaventurados no pueden pecar porque no lo quieren, y no lo quieren porque ya no lo pueden, puesto que la posibilidad del pecado reconoce por origen un estado imperfecto y ellos son perfectos. Se hallan en la completa posesión de todos los dones divinos, del don de la perseverancia. Están libres de todos los sufrimientos; como se hallan libres del pecado, están también exentos de todos sus resultados. La muerte y todo lo corruptible quedará lejos de ellos.[11] No habrá ya ni muerte, ni gemidos, ni dolor.[12] Para ellos no existirá ni el hambre ni la sed, no estarán ya incomodados por el hambre ni la sed, ni por ningún aire abrasador; y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.[13]

Desde el punto de vista positivo, el Cielo es la contemplación directa de Dios.[14] Pero si los bienaventurados ven a Dios tal como es, es necesario que su ser haya cambiado hasta el punto de que sean capaces de esta contemplación. Sólo el espíritu de Dios puede penetrar las profundidades de la divinidad, y es por lo tanto necesario que los espíritus perfectos sean en cierta manera elevados a la altura de Dios, y que estén transformados en su imagen. Cuando contemplemos la gloria del Señor, estaremos transformados en la misma imagen, adelantándonos de claridad en claridad, como por la iluminación del espíritu del Señor.[15]

Esta transformación en su imagen es la unión más íntima con Dios; es en cierto modo, la divinización del alma humana como decimos en la Misa: “Dignaos hacernos participantes de la divinidad de Aquel que se ha dignado participar de nuestra humanidad”. Esta participación de los bienaventurados, de los ángeles como de los hombres, en la naturaleza de Dios, de ninguna manera consiste en la absorción de la naturaleza humana en Dios; la naturaleza humana o angelical queda inmutable aunque se transforme en Dios.[16]

Así es como se confunden el conocimiento perfecto e intuitivo de Dios, intuitiva, la contemplación de Dios frente a frente, la transformación en Dios o la divinización, la posesión y el goce entero de Dios. Este estado constituye las delicias, la felicidad y la beatitud del Cielo; el conocimiento y el amor de Dios forman la vida eterna, la alegría del señor.[17] Pero los bienaventurados no ven al Señor con los ojos del cuerpo; pues como Dios es espíritu[18] lo ven en espíritu. Su contemplación es infinita, puesto que Dios es incomprensible al pensamiento, es decir, al espíritu finito.[19]

Dice San Agustín que es ya una gran beatitud el poder bajo ciertos conceptos, alcanzar a Dios con nuestro espíritu; abarcarle y concebirle es absolutamente imposible, pues si concibiera ya no sería Dios. El espíritu creado ve al Ser divino pero a su manera, es decir, de un modo finito.[20]

A la beatitud de la contemplación divina vienen a juntarse la honra o glorificación del Señor, la gloria de los santos, la comunión con el innumerable ejército compuesto de todas las naciones, todas las tribus, todos los pueblos, todas las lenguas que están en pie ante el trono y ante el Cordero.[21]

Esta beatitud del Cielo, negativa y positiva, es inmutable y por este motivo se llama también la vida eterna, la imperecedera corona de la gloria en que se ve a Dios sin fin, se le ama sin pensar y se le alaba sin cansancio;[22] “donde descansaremos contemplando, donde contemplaremos amando y donde amaremos alabando. Y esto es lo que se verificará en el término que no tiene término”.

Lo que precede hace comprender el error de Orígenes y sus partidarios sobre el estado de los bienaventurados, cuando dice que en el Cielo progresarán como los hombres en la tierra, progresos que podrían hasta causar una nueva caída. Orígenes cree que la mayor parte de los santos serán primero destinados a un lugar de la tierra a donde serán purificados e instruidos de todo lo que ignoren, luego que serán transportados a los espacios etéreos y a esferas aun más sublimes y que, en fin, serán elevados por cima del Cielo hasta Cristo en quien podrán

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