Los Pequeños Hombres Libres (Mundodisco 30)

Terry Pratchett

Fragmento

cap-1

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Unas cosas empiezan antes que otras.

Aunque era un chaparrón de verano, daba la impresión de que ni él se había dado cuenta, porque caía con toda la fuerza de una tormenta de invierno.

La señorita Perspicacia Lento aprovechaba el escaso cobijo que le ofrecía un áspero seto para sentarse a explorar el universo. No notaba la lluvia, porque las brujas se secan muy deprisa.

La exploración del universo la realizaba con un par de ramitas atadas con cuerda, una piedra con un agujero, un huevo, una de las medias de la señorita Lento (que también tenía un agujero), un alfiler, un trozo de papel y un lápiz diminuto de tanto usarlo. Al contrario que los magos, las brujas aprenden a apañárselas con muy poco.

Había atado y retorcido los artículos entre sí para fabricar un... aparato, que se movía de una forma muy curiosa cuando lo manipulaba. Uno de los palos parecía atravesar el huevo, por ejemplo, y salir por el otro lado sin dejar marca.

—Sí —dijo en voz baja, con la lluvia chorreándole por el borde del sombrero—. Ahí está, sin duda se trata de una ondulación en las paredes del mundo. Muy preocupante, probablemente haya otro mundo entrando en contacto. Eso nunca es bueno. Debería pasarme por allí, pero... según mi codo izquierdo, ya tienen a una bruja...

—Entonces, ella lo arreglará —repuso una vocecita, por el momento misteriosa, que provenía de algún lugar cerca de sus pies.

—No, no puede ser correcto, aquello es tierra de caliza. Las buenas brujas no crecen en la caliza, esa cosa apenas es más dura que la arcilla. Las brujas tienen que crecer en roca dura, te lo aseguro. —La señorita Lento sacudió la cabeza, haciendo volar las gotitas de lluvia—. Pero mis codos suelen ser bastante fiables.[1]

—¿Por qué seguimos hablando del tema? Vayamos a comprobarlo —sugirió la voz—. Aquí no nos va muy bien, ¿no?

Estaba en lo cierto: las tierras bajas no se portaban bien con las brujas. La señorita Lento sacaba algunos peniques practicando un poco de medicina y leyendo la mala fortuna,[2] y dormía en graneros casi todas las noches. En dos ocasiones habían acabado tirándola a un estanque.

—No puedo entrometerme sin más en el territorio de otra bruja. Eso no funciona nunca. Sin embargo... —hizo una pausa—, las brujas no salen de la nada. Vamos a echar un vistazo.

Se sacó un platito resquebrajado del bolsillo y lo metió en el agua de lluvia que se había acumulado en su sombrero. Después cogió una botella de tinta que llevaba en otro bolsillo y vertió la suficiente para que el agua se volviese negra.

Tras protegerla de la lluvia con las manos, escuchó a sus ojos.

Tiffany Dolorido estaba tumbada boca abajo junto al río, haciendo cosquillas a las truchas; le gustaba hacerlas reír y ver las burbujas que formaban en el agua.

Un poquito más allá, donde el río se convertía en una playa de guijarros, su hermano, Wentworth, estaba pegando golpes con un palo y, seguramente, pegándose toda la suciedad posible.

Cualquier cosa que se le pegaba a Wentworth lo ponía pegajoso. Incluso si lo lavabas, lo secabas y lo dejabas en un suelo limpio durante cinco minutos, el niño se ponía pegajoso. La pringue no parecía tener un origen definido, simplemente estaba allí. En cualquier caso, era fácil cuidar del crío, siempre que consiguieras que no se comiese ninguna rana.

Una pequeña parte del cerebro de Tiffany no estaba muy segura de que le gustase llamarse así. Tenía nueve años, y le daba la impresión de que iba a ser muy difícil hacer honor a su nombre. Además, la semana anterior había decidido que de mayor quería ser bruja, y estaba convencida de que Tiffany no era el nombre apropiado; la gente se reiría de ella.

Otra parte más grande del cerebro de Tiffany estaba pensando en la palabra «bisbiseo». Era una palabra en la que no se piensa mucho; la rumió una y otra vez, sin dejar de acariciar a la trucha por debajo de la barbilla.

«Bisbiseo»... Según el diccionario de su abuela, significaba: «Un sonido que se produce al hablar en voz muy baja, como cuando se susurra o murmura». A la chica le gustaba el sabor de la palabra, le hacía pensar en gente misteriosa vestida con largas capas susurrando secretos importantes detrás de una puerta: bisbiseosbisbiseosbisbiseos...

Se había leído el diccionario de cabo a rabo, porque nadie le había dicho que no hacía falta.

Mientras pensaba en aquellas cosas, se dio cuenta de que la trucha feliz se había ido y que, en su lugar, otra cosa flotaba en el agua a escasos centímetros de su cara.

Era una cesta redonda, más pequeña que media corteza de coco, cubierta de algo que tapaba los agujeros y le permitía flotar. Un hombrecillo de solo quince centímetros de altura estaba de pie en ella; tenía una melena de pelo rojo desordenado en la que había trenzado algunas plumas, cuentas y trocitos de tela; la barba también era roja y presentaba tan mal estado como el pelo; el resto de su persona estaba lleno de tatuajes azules, salvo por la zona que se cubría con un kilt diminuto. En aquel momento agitaba el puño para llamar su atención, gritando:

—¡Pardiez! ¡Ya estaste moviendo de ahí, burdeganiña! ¡Cuidadu con la testa verde! —Dicho lo cual, tiró de un trozo de cuerda que colgaba del lateral del bote y un segundo hombre de pelo rojo salió a la superficie, respirando con dificultad—. ¡Non tenemos tiempu de pescar! —Añadió el primero a voz en grito—. ¡Oju a la testa verde!

—¡Pardiez! —repuso el nadador, chorreando agua—. ¡Démonos el piriño!

Sin más, cogió un remo muy pequeño, y, con rápidos movimientos adelante y atrás, se alejaron a toda prisa en la cesta.

—¡Perdonad! —gritó Tiffany—. ¿Sois hadas?

No hubo respuesta, porque la barquita redonda había desaparecido entre los juncos.

«Seguramente no», concluyó.

Entonces oyó un bisbiseo y sintió una satisfacción algo malsana. No había viento y, sin embargo, las hojas de los alisos que estaban junto al río empezaron a sacudirse y temblar, igual que los juncos, que no se inclinaban, sino que solo se estremecían. Todo se estremecía, como si algo hubiese recogido el mundo del suelo y lo estuviese sacudiendo. El aire crepitaba, la gente susurraba tras las puertas cerradas...

El agua empezó a burbujear, justo al lado de la ribera, donde no había mucha profundidad (a Tiffany le habría llegado hasta las rodillas), pero de repente estaba más oscura y verde y, de algún modo, parecía mucho más profunda...

La niña retrocedió un par de pasos, un instante antes de que unos largos brazos delgaduchos salieran de un salto del agua y arañasen como locos el sitio que acababa de abandonar. Durante un segundo vio una cara delgada con dientes largos y afilados, unos ojos redondos realmente enormes, y un pelo verde empapado con aspecto de alga; después, la cosa se sumergió de nuevo en las profundidades.

Cuando el agua se cerró sobre su cabeza, Tiffany ya corría por la orilla hacia la playita en la que Wentworth hacía pasteles de rana. Cogió al niño en volandas mientras un reguero de burbujas doblaba el recodo de la orilla. El agua hirvió de nuevo, la criatura de pelo verde sal

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