Mago y cristal (La Torre Oscura 4)

Stephen King

Fragmento

Índice

Índice

La Torre Oscura IV: Mago y cristal

Ilustraciones

Introducción

Resumen de los volúmenes anteriores

Prólogo: Blaine

Primera parte. Adivinanzas

I. Bajo la Luna del Demonio (I)

II. Las Cataratas de los Perros

III. El ganso del Día de Feria

IV. Topeka

V. Autopisteando

Segunda parte. Susan

I. Bajo la Luna Besadora

II. La demostración de la honra

III. Encuentro en la carretera

IV. Mucho después de la puesta de la Luna

V. Bienvenidos a la ciudad

VI. Sheemie

VII. En la Pendiente

VIII. Bajo la Luna del Buhonero

IX. Citgo

X. Pájaro y oso y liebre y pez

Entreacto. Kansas, en algún lugar, en algún momento

Tercera parte. ¡Ven, siega!

I. Bajo la Luna Cazadora

II. La chica de la ventana

III. El juego de los Castillos

IV. Roland y Cuthbert

IV. Roland y Cuthbert

VI. El cierre del año

VII. La captura de la bola de cristal

VIII. Las cenizas

IX. La Siega

X. Bajo la Luna del Demonio (II)

Cuarta parte. Todos los hijos de Dios tienen zapatos

I. Kansas por la mañana

II. Zapatos en la carretera

III. El Mago

IV. El Cristal

V. El Camino del Haz

Epílogo

Imágenes

Notas

Biografía

Créditos

Este libro está dedicado a Julie Eugley

y Marsha DeFilippo, que se encargan de contestar

la correspondencia, la mayor parte de ella

destinada, durante los dos últimos años, a Roland

de Gilead, el pistolero. Julie y Marsha fueron

sobre todo quienes con su insistencia me arrastraron

de nuevo ante el procesador de textos.

Julie, tú insististe con mayor efectividad, y por

ello tu nombre figura en primer lugar.

Ilustraciones

1

ROSA

2

TODOS ACLAMAN AL REY CARMESÍ

3

LA PIEL DE SUS BRAZOS, DE LA BARRIGA Y DE SUS

PECHOS EN CARNE DE GALLINA

4

ENTRETANTO, CUTHBERT YA HABÍA REINICIADO

5

PERO ÉL Y SU AMANTE YA NO ERAN NIÑOS

6

SU SONRISA MOSTRABA UNOS DIENTECITOS

7

ALLÍ MURIERON JUNTOS-O

8

DE LOS TRES, ÚNICAMENTE ROLAND LA VIO

9

CORTÓ EL CUELLO AL ANCIANO

CON BASTANTE PERICIA

10

UN DESTELLO CUANDO EL BIG BANG EXPLOTÓ

11

LA TORRE OSCURA SE ALZA AL CIELO

12

LA BRUJA MALVADA DEL ESTE

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Sobre tener diecinueve

(y algunas cosas más)

UNO

Los hobbits eran grandiosos cuando yo tenía diecinueve años (número de cierta importancia en los relatos que estás a punto de leer).

Es probable que durante el Gran Festival Musical de Woodstock haya habido media docena de Merrys y Pippins revolcándose en el lodo de la granja Max Yasgur, además de varios Frodos e incontables Gandalfs hippies. El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien era tremendamente popular en aquellos días, y si bien nunca fui a Woodstock (pido perdón), creo que al menos fui un hippie a medias. En cualquier caso lo fui lo suficiente para haber leído los libros y haberme enamorado de ellos. Las novelas de La Torre Oscura, como tantas otras largas historias escritas por hombres y mujeres de mi generación (The Chronicles of Thomas Covenant de Stephen Donaldson y The Sword of Shannara de Terry Brooks son apenas dos de muchas), derivan de la novela de Tolkien.

Pero pese a haberla leído durante 1966 y 1967, me abstuve de escribir la mía. Si bien me conmovió (con un completo y evidente entusiasmo) la eficacia imaginativa de Tolkien —por la ambición de su historia—, lo que yo quería era escribir mi propia clase de historia, y de haber comenzado entonces habría escrito la suya. Aquello, como le gustaba decir al tramposo de Dick Nixon, habría sido un error. Gracias al señor Tolkien, el siglo XX ya tenía todos los elfos y magos que necesitaba.

En 1967 yo ignoraba cómo podría ser mi historia, pero eso no importaba; me sentía seguro de que lo sabría en cuanto pasara por la calle, a mi lado. Tenía diecinueve años y era arrogante. Lo bastante arrogante para sentir que podía seguir esperando a mi musa y a mi obra maestra (que sabía llegarían). Creo que a los diecinueve uno tiene derecho a ser arrogante; por lo general el tiempo no ha comenzado con sus furtivos y sucios escamoteos. Como dice una popular canción country, se lleva tu pelo y tu destreza, pero en realidad se lleva mucho más que eso. Yo no lo sabía durante 1966 y 1967, y de haberlo sabido no me habría importado. Podía imaginarme —escasamente— con cuarenta años, pero ¿con cincuenta? No. ¿Sesenta? ¡Jamás! Los sesenta estaban fuera de discusión. Y a los diecinueve, es tan solo la mane

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