Tal vez especialmente
La ciudad, apodada «la Más Bella» por poetas y procuradores municipales en honor a su río, el caudaloso Bello, sobresalía del territorio como un padrastro de su pulgar.
El folclore afirmaba que la había fundado un cantero que construyó un castillo en aquel lugar y lo dejó vacío como tributo a Dios, quien le concedió la eterna juventud a modo de recompensa… hasta que, al cabo de unos pocos siglos, una familia de mendigos se coló dentro y su repentina presencia conmocionó tanto al cantero que cayó fulminado. Era más probable que el asentamiento inicial lo establecieran marineros de origen nórdico.
En tiempos más recientes, la ciudad se distinguía por la estirpe de apuestos y ceñudos monarcas que la tenían como sede; por su congreso y sus cortes; por la eficacia, fortaleza, alcance, rentabilidad y diversidad de su ejército mercenario, de cuyos soldados se decía que hablaban más de veinte idiomas; por su río, el Bello, que descendía desde las regiones montañosas para dividir en dos la metrópolis, la parte oriental y la occidental, y ahogar sus aguas frescas en el océano; por los altísimos peñascos de la península, que iban decreciendo hacia el mar en paralelo al Bello; por el ajetreo y el comercio de su puerto; por sus dos puentes voladizos; por la moderna conveniencia de su red de tranvías eléctricos; por su extenso parque urbano, los Campos Reales, y el Estanque Real en su interior, donde los barqueros remaban en embarcaciones de proas talladas con los bustos de los ceñudos monarcas de la nación, desde Macon I hasta Zak XXI; por la competencia entre sus suntuosos hoteles por saber qué establecimiento tenía al gato más suntuoso como mascota; por sus atracciones culturales, como los teatros, los museos y el Barco Morgue; por los tres imponentes monolitos que dominaban la meseta sobre la Gran Carretera unos kilómetros más allá del límite municipal y a los que, por tradición, viajaban los recién casados desde todo el mundo con martillos y picos para tallar de ellos una esquirla que simbolizase su compromiso compartido; por lo irónico del nombre que tenía su apestoso río gris; por los incendios de sus fábricas; por los incendios de sus barrios; por su atestado distrito inferior, los Posos; por los fértiles pobres que poblaban los Posos y entregaban sus nuevas generaciones para nutrir sus plagas y sus ejércitos; por sus vestigios de paganismo; por sus sociedades secretas; por la acidez del escabeche empleado para encurtir sus ostras; por las bandas de laboriosos delincuentes que se agolpaban en sus calles; por la valentía y la fuerza de sus hombres; por la sabiduría y la perseverancia de sus mujeres; y, como todas las ciudades, pero tal vez especialmente, por su fundamental imposibilidad de cartografiar.
Gente nueva
Antes de la revuelta, D había trabajado como limpiadora en la Universidad Nacional, pero en esos momentos se proponía obtener un puesto en la Sociedad para la Investigación Psíkica. Por toda la ciudad iban a necesitar a gente nueva, ¿verdad?, que sustituyera a los miembros del régimen derrocado y sus simpatizantes. Y no solo en lo relativo al gobierno y al ejército, sino también en los más diversos ámbitos de la vida cotidiana, desde los colegios hasta las tiendas pasando por las fábricas de gas, todo ello controlado por las élites desde tiempos inmemoriales.
Aunque D solo había estado entre las paredes de la Sociedad en una ocasión, de niña, conservaba una imagen de ella en su mente, la del «Gran Salón» donde una mañana había esperado a que un sirviente llamara a su hermano mayor, que había sido miembro afiliado. Recordaba la alfombra dorada y roja, que a sus ojos de niña parecía lo bastante mullida para enterrar en ella una canica; las altas estanterías que recubrían las paredes, llenas de libros; una mujer de enorme sombrero azul sentada a un escritorio, encorvada sobre un libro mayor abierto, trazando líneas con regla y compás; una pulcra y pequeña tarima en la que se exhibían trucos de ilusionista; el móvil de la galaxia que pendía del techo, su sol del tamaño de una bola de cróquet y sus once planetas como bolas de billar; y delante de la chimenea, un caballero con pantalón de tweed, dormido en un sillón de cuero con una sonrisa en el rostro y las manos metidas en las axilas.
En los complicados años que siguieron a aquella única visita, D se había refugiado a menudo en la idea de calma y posibilidades que parecía sugerir aquella estancia espaciosa y civilizada. Si un espacio tan perfecto podía existir sin llamar la atención en una ciudad como aquella, entonces quizá hubiera algo diferente, algo más: otra faceta de la vida, oculta a la vista.
Su visita a la Sociedad y su Gran Salón había tenido lugar unos quince años antes, durante una época en que una insurrección contra los ricos y poderosos era inimaginable. No fue mucho después cuando su hermano, Ambrose, falleció tras un breve episodio de cólera. Los dos acontecimientos, su visita y la muerte de Ambrose, estaban relacionados en su mente.
D pensaba con frecuencia en las últimas palabras de su hermano. Habían sonado fascinadas y rasposas, pero claras: «Sí, te veo. Tu… rostro».
¿La cara de quién? Si algo había sido Ambrose, era reservado, siempre saliendo a escondidas, y a veces decía unas cosas que D no había sabido si creerse, o si tomarse en serio siquiera. Una vez afirmó que existían otros mundos. Quizá fuese cierto. D estaba casi segura de que su hermano había visto algo en aquellos últimos momentos: no una alucinación, sino algo real y asombroso. Había convicción en su voz.
Si existía una vida después de la muerte, o una otra-vida, o lo que fuera, cualquier cosa en absoluto, la persona con quien D quería reunirse allí era su hermano.
Ya de adulta, sin embargo, esa esperanza la asaltaba solo como distraída ensoñación, cuando sus recados la enviaban por la avenida Legado y, al pasar por la esquina de Pequeño Acervo, se paraba un momento para atisbar el elegante edificio de ladrillo que albergaba la Sociedad para la Investigación Psíkica, apartado a la sombra de dos álamos.
Hasta que se le presentó una oportunidad. La revolución prácticamente había abierto de par en par la radiante puerta roja de la Sociedad y la había invitado a pasar.
Δ
D le pidió ayuda a su amante, un teniente de la Defensa Civil Voluntaria llamado Robert Barnes, y él le dijo que haría lo que ella quisiera, pero… «¿Investigación psíkica, Dora?». ¿Era la clase de club al que iban las mujeres frívolas y ricas para que les leyesen las líneas de la mano y entablar conversación con eminencias fallecidas? Porque era a lo que sonaba.
—Teniente —replicó D—, ¿se puede saber quién da las órdenes aquí?
Δ
Fueron a la sede del Gobierno Provisional, situada en el Tribunal de la Magistratura, por el centro de la ribera oriental.
En la plaza encontraron a un asistente de Crossley. Aunque la revuelta la habían fomentado los estudiantes, el sindicato de estibadores y otros radicales, fue el alineamiento del general Crossley con los líderes opositores lo que aceleró y solidificó la revolución. Sin el poderío de la Guarnición Auxiliar de Crossley, no habría sido posible forzar al régimen a exiliarse de la ciudad.
El asistente, un sargento apellidado Van Goor, estaba sentado a una pequeña mesa. Llevaba unos grandes gemelos de esmeralda y, cuando apoyó la barbilla en el puño, una de las gemas reflejó una acuosa luz verde en el ojo de la estatua de un tigre rampante que dominaba el centro de la plaza enlosada. D sospechó que los gemelos eran una adquisición reciente del sargento Van Goor.
El teniente Robert le explicó a Van Goor lo que querían y le aseguró que D era toda una patriota.
—¿Ah, sí? —dijo Van Goor con una sonrisa. Ella bajó la mirada y asintió—. Estupendo. Me han convencido. Pueden seguir adelante con ello.
Pero Robert prefería que D tuviera algo más oficial; no quería problemas ni enredos. Se sacó un papel del bolsillo y redactó en él una proclamación. El texto concedía a D autoridad sobre el edificio de la Sociedad y sus terrenos «con objeto de preservar la legítima propiedad pública hasta que se establezca un gobierno elegido libremente y se lleve a cabo una evaluación que decida su futuro uso». Se lo leyó en voz alta al asistente.
Van Goor soltó una risita, dijo que era espléndido y, con mano meticulosa, rubricó el papel con sus iniciales.
La pareja se marchó en dirección noreste con los brazos enlazados.
Δ
Un piano de pared, un mantel hecho jirones, botellas de vino rotas, un arbolito de caucho con la bola que tenía por raíz visible entre las esquirlas de su maceta, libros esparcidos y un millar de otros objetos, los restos del gobierno derrocado y sus partidarios, tirados al suelo desde carros y carruajes, ensuciaban el bulevar Nacional. D pensó que, como estaban ascendiendo a los sirvientes domésticos, todo el mundo tendría que aprender a recoger lo que desordenase. La gente apenas empezaba a salir de casa después de la lucha que había expulsado de la ciudad a la Milicia de la Corona.
Las personas con las que se cruzaban lucían expresiones alarmadas, mirando a un lado y a otro como para situarse entre tanto resto disperso.
—Ahora todo va bien —aseguró el teniente a varios transeúntes desorientados, sin que ellos le hubieran dicho nada.
Los desconocidos parpadearon, aventuraron una sonrisa, saludaron levantándose el sombrero y parecieron volver en sí.
—¿Está usted seguro? —espetó una mujer, escrutando a Robert a través de las lentes rayadas de unos minúsculos anteojos. Llevaba una falda negra y llena de polvo; sería enfermera, supuso D, o maestra.
—Sí —dijo él.
—¿Se han rendido?
—Se han marchado —respondió el teniente—, y ya no van a volver.
D observó que la mujer de la falda polvorienta fruncía el ceño, pero las palabras de Robert parecían haber satisfecho a los demás, varios de los cuales aplaudieron y vitorearon.
—¡Venga, a trabajar! —exclamó inspirado uno de ellos, y un grupito se congregó en torno al esqueleto de un carruaje volcado para apartarlo a pulso del recorrido del tranvía.
D vio que su teniente sonreía para sus adentros. De perfil, daba el pego como oficial: un cabello negro rizado que le rodeaba las orejas y le acariciaba la nuca, una excelente nariz recta que sobresalía un pelín por delante de su recia barbilla. A D le venía a la mente de vez en cuando lo mucho que le gustaba. Cuando ese hombre decía que todo iba bien y seguiría así, una podía creer que era cierto.
Había otros jóvenes con el brazalete verde que los distinguía como miembros de la Defensa Civil Voluntaria apostados en las calles para mantener el orden. Robert, como muchos otros voluntarios, había sido alumno de la universidad, y lanzó breves, informales e irónicos saludos militares a sus compañeros, que se los devolvieron.
Un niño pequeño, que tenía los pies embutidos en unas pantuflas amarillo canario que debían de haber pertenecido a alguna ricachona, se les acercó a la carrera y se llevó la mano a la frente. Robert se detuvo, petrificó al chico con una mirada adusta y le dedicó un repentino y brusco saludo. El niño se fue corriendo entre grititos.
Un hombre llamó al teniente desde debajo del toldo de una ventana en una primera planta.
—¿En qué puede ayudar un hombre hambriento, oficial?
El teniente de D le respondió a viva voz que fuese al campamento levantado en los jardines de la Corte de la Magistratura. Le explicó dónde encontrar al ayudante que había firmado la proclamación de D.
—Dile que te envía el teniente Barnes.
Allí le darían de comer y le buscarían alguna ocupación, pues no escaseaba el trabajo por hacer.
—¡Gracias por su ayuda! ¡No se arrepentirá! ¡Me esforzaré en la tarea que me asignen! —le gritó el hombre mientras ya se iban—. Cuando me pongo, no hay quien me supere. ¡Que un gato le sonría, señor! ¡A usted y a su dama!
Tuvieron varios encuentros más como aquel. Robert siempre se paraba a hablar con quien fuese, a ofrecerle consejo para encontrar comida o trabajo o la ayuda que necesitara. D se quedó impresionada al ver que no rehuía a aquellas personas, buena parte de las cuales a todas luces estaban necesitadas, vestidas con harapos y desaseadas. Por la manera en que Robert cuadraba los hombros después de cada consulta, le pareció que su teniente también se impresionaba a sí mismo.
Llegaron al borde del Distrito Gubernamental, donde las embajadas de la avenida Legado topaban con el centro de la ciudad, y enfilaron por allí. En esa zona se distinguían menos indicios del conflicto. A lo largo de la hilera de embajadas aún pendían las banderas de otras naciones, en colores que resplandecían al despejado sol de la mañana, aunque los embajadores y diplomáticos habían partido en tropel. En su desocupación sin precedentes, la avenida parecía extenderse solo para ellos… hasta que llegaron al poste de hierro que sostenía el letrero que rezaba Calle Pequeño Acervo.
Acontecimientos que llevaron al derrocamiento del Gobierno de la Corona, primera parte
Un hombre llamado Juven, propietario de una empresa que manufacturaba cerámica fina, acusó al ministro de la Moneda, Westhover, de craso fraude.
La empresa de Juven había sido contratada para producir más de doscientos platos, cuencos, jarrones y ceniceros que colocar en los aparadores y las mesas de comedor de la mansión del ministro Westhover en la ciudad, su casa de campo y su hacienda en el Continente. En cada pieza debía figurar la efigie de Westhover, una imagen del ministro de la Moneda en toga romana, sosteniendo una balanza cargada con monedas en un platillo y trigo en el otro. El conjunto destinado a cada residencia se fabricó con tinta de un color distinto: rojo para la ciudad, verde para el campo, negro para el Continente.
Tales detalles pasaron al dominio público cuando Juven, el agraviado vendedor, imprimió un venenoso panfleto sobre el asunto, titulado:
UN HOMBRE QUE ES TODO PALABRA NO PUEDE PESARSE
El panfleto relataba que Westhover había aceptado la entrega del pedido para después cambiar el precio de manera unilateral, ofreciendo solo una pequeña parte de la suma acordada. Juven, afirmaba el panfleto, se había negado a aceptar las condiciones modificadas y había exigido la devolución del producto. El ministro había hecho caso omiso a su exigencia, había conservado las piezas y se había valido de su influencia en los tribunales para frustrar los intentos de Juven por obtener una compensación legal:
El Ministro es amigo del Magistrado que dictaminó en el caso,
son Vecinos, lo cual es Intolerable y Nada Apropiado en un Proceso Legal.
También se insinuaba en el cri de cœur del fabricante que la imagen del ministro de la Moneda estaba exageradamente idealizada.
Hasta lo representé según su Imaginación de sí mismo porque era lo que le gustaba y Deseaba a pesar de que No es un hombre delgado.
En represalia, el ministro puso en circulación su propio panfleto. En él se declaraba que la fábrica de Juven empleaba materiales de escasa calidad, lo cual resultó en platos frágiles y deficientes, y que todo el mundo sabía que Westhover era meramente robusto. «Es lamentable que a individuos de tamaña vileza y baja cuna se les permita insultar a sus superiores». El ministro interpuso una demanda por difamación cuya rápida sentencia obligaba a Juven a indemnizarlo.
Hasta ese momento, todo el asunto se interpretó en clave de comedia, como un bienvenido alivio al creciente descontento que se extendía por toda la ciudad.
El cólera corría incluso más desbocado de lo habitual por los barrios pobres del distrito de los Posos, en la punta inferior de la ciudad; para advertir a los visitantes que no bebieran agua ni comieran nada de la zona, habían clavado guantes bajo las aldabas de las casas donde estaba presente la enfermedad, hasta el punto de que calles enteras de edificios «llevaban la mano». Una huelga de estibadores acababa de desbandarse, con sus cabecillas expulsados del oficio. A principios de verano, una sequía en la campiña de las Provincias Norteñas había abrasado la cosecha, y el efecto dominó había disparado el precio del pan, las legumbres, la carne y demás. El ejército, contratado por los francos en el Continente y comandado por el gran Mangilsworth, se había quedado atascado en las montañas tras una sucesión de derrotas y había sufrido numerosas bajas. El antaño estimado general se había convertido en símbolo de senil debilidad; se rumoreaba que, en los barrios más sórdidos de la ciudad, las bandas de matones arrancaban las mangas de las chaquetas a los viandantes y los obligaban a quemarlas allí mismo, en la calle, so pena de recibir una paliza.
Los detalles que se conocieron acerca de la ostentosa vajilla del ministro fueron una exquisita confirmación de los derroches cometidos por una Corona y un gobierno que se permitían dar lecciones al público sobre la relación entre sus exagerados gastos en licor, apuestas e idolatría y las condiciones de su pobreza. El simultáneo castigo del arrogante hombre de negocios que sostenía aquellas demenciales ideas sobre la justicia fue incluso más amargamente satisfactorio, como una obra antigua interpretada con renovado aderezo. Todo el mundo sabía que el error de Juven no había sido emplear materiales inferiores. Su error había sido olvidar cómo funcionaban las cosas. Sí, Juven había obtenido éxito y dinero. Pero los hombres como Westhover, cuyo apellido no encabezaba por primera vez, ni por segunda siquiera, el Ministerio de la Moneda…, los hombres como él personificaban el dinero.
Las viñetas de los periódicos se cebaron con la escasa estatura y la cabeza casi calva de Juven. Los ilustradores sugirieron su locura dibujándolo con ojos desorbitados y cuatro o cinco pelos erizados de furia. En una viñeta aparecía blandiendo un plato del que goteaba cola por una docena de grietas, mientras exclamaba: «¿Lo veis? ¡Artesanía de primera!». En otra se lo veía sentado sobre un gigantesco montón de platos rotos, hecho una fuente de lágrimas, gimoteando: «Creo que ya no quiero que me los devuelvan», mientras brotaban lágrimas también de cada uno de sus cuatro indignados pelos.
Quizá Juven de verdad estuviera loco, o lo que pasaba por loco en aquellos últimos y decadentes días del anterior gobierno, pues, obstinado, incluso después de que el tribunal dictaminara en su contra, se negó a dejar estar el asunto.
Juven se había criado en los barrios empobrecidos de los Posos, cerca de la bahía. Jamás había ido a la escuela, sino que había aprendido su oficio de un barrero, y había empezado utilizando improvisados hornos de piedra para cocer bastos platos hechos de fango del río Bello. Más adelante desarrolló una técnica particular en la que mezclaba lodo del Bello con hueso triturado para crear unas piezas moldeadas a mano que eran lo bastante lisas para confundirlas con las de fábrica y, poco a poco, encargo a encargo, amasó su capital.
De niño, Juven había evitado el cólera y las demás enfermedades. De joven no lo reclutó el ejército. Nunca se casó. Lo único que hacía era trabajar, expandir su negocio sin contactos ni influencias, hasta ser el dueño de una fábrica, un almacén y una ornamentada mansión en las colinas que dominaban el Distrito Gubernamental. Una mansión, de hecho, que se alzaba no muy lejos de los ancestrales terrenos del ministro Westhover.
Juven tenía las yemas de los dedos insensibles por haberse quemado los nervios en sus años mozos, trabajando muy cerca del fuego con instrumentos caseros. Tenía unos andares amenazadores, con la cabeza gacha, que hacían apartarse de un salto al verlo llegar a la gente que ni siquiera estaba en su camino. Nadie que lo conociera le había oído decir jamás que le gustaba alguna cosa. Cuando algo —un diseño, una taza de café, un asiento de su carruaje— se ajustaba a sus expectativas, a veces ladraba un «¡Sí!», pero eso era lo más parecido a una alabanza que pronunciaba nunca. Sí que parecía disfrutar destruyendo piezas defectuosas, arrojándolas para que se hicieran añicos a los pies de sus capataces, tan fuerte que a veces las esquirlas rebotaban y le hacían cortes en las manos. En la empresa de Juven, los empleados habían apodado a su jefe «el Encantador», abreviado a «el Encanto», por su absoluta falta de modales.
Ni siquiera de niño, cuando vendía tazas y cazos sueltos, Juven le había fiado un penique a nadie ni había hecho descuento alguno. Había docenas de taberneros y cocineros en los Posos que conservaban invisibles monumentos a la insolencia del Encanto. Esa era la esquina, ese era el portal, ese era el sitio de la barra donde el pequeño Juven había plantado sus pies descalzos y embarrados para mirarlos proyectando el labio, y señalar con su dedo entumecido, y decirles que un trato era un trato, lo tomabas o lo dejabas.
En otras palabras, no les caía bien ni siquiera a los suyos. No importaba que hubiera alcanzado una prosperidad inaudita para una rata de río iletrada. Se le admiraba por su ingenio, y se le envidiaba por su suerte, pero el Encantador nunca había sido muy dado a hacer amigos.
Δ
La verja de la mansión del ministro Westhover se abrió una fría mañana de primavera. Los cascos de cuatro caballos alazanes resonaron en la niebla, que llegaba a la altura del tobillo, y sacaron a la calle el brillante carruaje blanco del ministro. Juven, que había estado esperando junto a la puerta, se asomó y lanzó un plato de lado por el aire. Era una réplica creada por él mismo de uno perteneciente a la vajilla de Westhover.
Juven conservaba el buen estado físico que había perfeccionado saltando de roca en roca por las riberas del Bello, y el plato giró raudo y atinado. Dio contra la puerta del carruaje e hizo un tajo astillado en la lustrosa madera blanca.
—¡Ahí tienes tus materiales de escasa calidad, cabrón estafador!
Corrió hacia allí y recogió el plato de donde había rebotado a los adoquines. Juven levantó el plato intacto por encima de la cabeza y lo meneó para enseñárselo a la gente que pasaba, los criados, los barrenderos, los repartidores, los carpinteros que iban de camino a la obra.
—¡Está perfecto! ¡No tiene ni una muesca en su fea jeta!
El cochero detuvo los caballos. El ministro de la Moneda abrió la puerta resquebrajada y miró fuera. El lacayo soltó las riendas y bajó del pescante, seguido por el palafrenero.
Juven embistió hacia ellos con el plato en una mano y la otra cerrada en puño, pero lo detuvo un disparo de la pistola que el palafrenero había sacado de su chaqueta. El proyectil lo alcanzó en la cadera y lo derribó.
El plato cayó al suelo, y en esa ocasión dio mal contra los adoquines. Se partió y quedó llano en dos pulcros semicírculos.
—Sujetadlo —ordenó Westhover desde el carruaje, y el lacayo y el palafrenero fueron donde había caído Juven y le agarraron los brazos y los hombros contra el empedrado.
El carruaje tenía incorporado un pequeño brasero para que el economista en jefe del gobierno estuviera calentito en las mañanas frías como aquella. Usando un mitón de ingeniero, Westhover extrajo de él un ascua ardiente, descendió y se acercó al grupo.
Juven forcejeó, pero lo tenían bien agarrado. El ministro se acuclilló en la calle e intentó meterle el carbón al rojo vivo en la boca. Juven cerró los labios a cal y canto y balanceó la cabeza de un lado a otro, llevándose quemaduras en las mejillas y la nariz, pero impidiendo que el ministro de la Moneda le metiera el ascua. Gruñó sin dejar de sacudir la cabeza. El forcejeo removió el vapor del suelo mientras la neblina les lamía la espalda y las extremidades.
Al cabo de un par de minutos, el ministro Westhover refunfuñó, tiró el ascua a un lado y se arrancó de la mano el humeante mitón. Se levantó con esfuerzo, dejando a Juven postrado en el suelo.
El ministro era una década más joven que el empresario, pero rechoncho y en baja forma, por lo que resollaba. Parecía acalorado. Le colgaba moco del bigote rubio. Su corbata azul de seda se le había amontonado arrugada en la garganta. Se palpó los bolsillos, parpadeando, tragando saliva, con la respiración entrecortada.
Sus hombres liberaron los brazos de Juven y se pusieron en pie. La niebla empezó a calar de nuevo en el pequeño claro que habían despejado los hombres con su altercado.
Juven apoyó un codo en el suelo y escupió a los zapatos de Westhover. Tenía las mejillas y la nariz peladas y en carne viva donde le habían apretado el ascua.
Estaba triunfante.
—¡No harás que me coma tu mierda! ¡Así me quemes la nariz, no lo haré jamás!
Quienes miraban a cierta distancia, las doncellas y los hombres con carretillas, murmuraron incómodos. El grito de Juven puso voz a sus pensamientos:
—¡Lo habéis visto! ¡Lo habéis visto todos! ¡Ha intentado matarme!
Juven gateó hacia el ministro, moviéndose como un cangrejo sobre las palmas de las manos, al parecer con intención de aproximarse lo suficiente para hacer más que escupir. La sangre de su cadera manchó las piedras, atenuada por la niebla a mera pintura negra. Rio mientras reptaba hacia Westhover; la risa del Encantador era un sonido que nadie había oído nunca.
—¡Se cree que todo le pertenece, el muy cabrón estafador! ¡Que puede apropiarse de lo que quiera! ¡Romper cualquier trato! ¡Se cree que puede matar a un honrado artesano en plena calle!
El ministro de la Moneda inhaló e hizo un mohín. Se frotó el pulgar con las puntas de los dedos, como para confirmar que llevaba las uñas bien cortadas.
De pronto, Westhover metió la mano en el bolsillo de su palafrenero, que estaba a su lado, sacó la pistola de golpe y disparó a Juven dos veces en el pecho.
El tosco e iletrado alfarero de dedos chamuscados, el hombre que tanto había trascendido de su posición social, cayó cuan largo era, muerto, allí mismo a plena vista de más de treinta testigos. Un respingo de niebla se alzó y, muy poco a poco, volvió a asentarse sobre el cadáver.
Δ
Alguien de la muchedumbre sollozó. «Asesino», dijo otra persona, y varias voces concurrieron. El ministro de la Moneda le puso la pistola en la mano a su palafrenero, que la cogió.
—¡Lo hemos visto! —gritó una mujer.
Alguien la secundó, y otro alguien la terció. Un hombre preguntó:
—¿Por qué ha tenido que hacerlo?
Westhover no contestó. Volvió deprisa al carruaje, subió y cerró de golpe la puerta resquebrajada. Sus hombres regresaron al pescante e hicieron dar media vuelta al vehículo para avanzar por la verja abierta de la mansión, que se cerró a su paso.
Los alguaciles llegaron unos minutos más tarde y ordenaron a la multitud que se dispersara. Entretanto, la niebla había reducido a Juven a un sombrío montículo.
Δ
Al día siguiente se celebró una vista en la que se desestimó el caso sin hacer acusación alguna. El ministro de la Moneda, según determinaron los investigadores del magistrado, había actuado dentro de los límites de la defensa propia.
¿Y ese sitio tan grande de ahí?
Sin embargo, cuando doblaron la esquina de Pequeño Acervo, vieron que el edificio de la Sociedad para la Investigación Psíkica había ardido.
Era imposible saber si el incendio había sido accidental o provocado. En su retirada, la Milicia de la Corona y la parte de las fuerzas policiales que había permanecido leal a la monarquía se había dedicado a incendiar la ciudad de forma indiscriminada. El Gobierno Provisional apenas estaba comenzando a evaluar los daños. Aun con ello, la calle Pequeño Acervo no era ni por asomo una avenida principal. La causa podría haber sido perfectamente una vela caída o una chispa de la chimenea. El teniente le explicó a D esas cosas tan evidentes mientras contemplaban las ruinas desde la acera.
Los edificios colindantes estaban ilesos. El efecto era como el de un diente podrido en una sonrisa por lo demás resplandeciente.
D se aventuró por el camino de acceso hasta llegar a los álamos. La puerta roja había saltado disparada de sus goznes hacia fuera y se había clavado formando ángulo en la hierba del jardín. El techo se había derrumbado. Por el umbral vacío se veían montículos de madera, ladrillo y tejas chamuscadas. Entre el tufo a ceniza se distinguía un penetrante olor fangoso, como si el calor hubiera sido tan intenso que pusiera a hervir la tierra circundante. Aún irradiaba una calidez desde los restos, y una neblina de partículas negruzcas flotaba sobre las ruinas de la estructura.
Los principios del plan en el que D nunca se había permitido creer del todo, el de descubrir algún registro de su hermano en la Sociedad, alguna prueba de que sus últimas palabras habían sido significativas, se desintegraron. El modelo del sol y sus planetas estaban reducidos a cenizas, el escritorio donde la mujer del sombrero había trabajado en su libro mayor ya era solo astillas, el lugar del hombre adormilado junto al hogar estaba enterrado bajo capas y capas de escombros. El Gran Salón había desaparecido junto con el resto del edificio, junto con Ambrose.
Pero D no podía permitirse pasar demasiado tiempo decepcionada, no en su situación. Una podía retener en la mente imágenes de salas perfectas y recuerdos de hermanos muertos, pero, cuando estaba sola, debía tener los pies en el suelo. Debía seguir adelante, siempre, si quería seguir en absoluto.
—¿Dora? —Su teniente había llegado junto a ella—. ¿Estás bien?
D entrelazó su brazo con el de él y se volvió para iniciar el regreso por el camino.
—Estoy bien. Espero que no hubiera nadie dentro.
—No salió herido ningún espíritu —dijo Robert—. Creo que eso es una certeza.
D no se había llevado la impresión de que la Sociedad para la Investigación Psíkica tuviera mucho que ver con los fantasmas, pero no puso objeciones. En realidad, nunca había terminado de comprender exactamente a qué se dedicaba aquella Sociedad: solo sabía que era un lugar donde los miembros emprendían ciertas investigaciones y estudios… y que Ambrose, durante un breve intervalo de tiempo, había pertenecido a ella.
—Eso me tranquiliza, teniente. No se me había ocurrido. Ser un fantasma parece melancólico, pero al menos no se te puede incinerar.
Desde que se estableció el cuerpo de voluntarios, D se había aficionado a llamarlo por su graduación. Para el resto del círculo de amistades de Robert, los otros jóvenes revolucionarios universitarios, ella era la modosa y joven sirvienta que Bobby había tenido la astucia de tomar como amante, poco más que un sencillo vestido gris y un tocado que nunca se apartaban mucho de las paredes. Ninguno de ellos tenía forma de saber cómo eran las cosas realmente entre ellos. D sabía que, para él, eso formaba parte de la diversión.
—Y aunque fuesen vulnerables al fuego —dijo Robert—, podrían haber huido al ver las primeras volutas de humo. Los espíritus pueden atravesar paredes y ventanas, o colarse por debajo de las puertas. O también marcharse por la rendija para el correo, como cartas a la inversa. Depende de cada espíritu individual.
—¿Dónde te enteraste de todo eso?
—Por mi niñera.
—¿Era una borracha?
—Sí. Me caía de maravilla.
D le dijo que en realidad no tenía mucha importancia, que era solo que había admirado aquel edificio, nada más. No quería hablarle de Ambrose, ni de su familia, y de todos modos así su relación era más fácil. A Robert le gustaba la idea que tenía de ella.
—Sé que querías contribuir, Dora, pero hay una cantidad inmensa de otros lugares que necesitan atenciones. Ni siquiera estamos en la calle de los museos buenos.
Habían vuelto sobre sus pasos hasta la bocacalle de Pequeño Acervo, donde el primer edificio, una altísima construcción cimentada en bloques de piedra picados, dominaba la esquina. Robert señaló a la derecha, al norte por Legado, más allá de la embajada del principal aliado del anterior gobierno.
—Vayamos hacia Gran Acervo y te prometo que te encontrare… —Se interrumpió, desviando la mirada hacia la inmensa pila de bloques de piedra que tenían al lado—. No, espera. ¿Y ese sitio tan grande de ahí?
Está a punto de pasar algo
Un día muchos años antes, unos chicos se habían burlado de ella. D iba por la calle con su hermano. Tenía ocho años. Los chicos estaban holgazaneando fuera de una botica, vestidos con elegante uniforme escolar y gorra azul, y parecían un par de años más jóvenes que Ambrose, que a sus quince ya no era un niño en absoluto. D tenía una mano sudada cogida a la de Ambrose y su adorada muñeca acunada en el otro codo.
—¡Querida, no puedo evitar fijarme en ese bebé tan bonito que llevas! —aulló un chico.
Tenía el pelo rubio platino y del bolsillo de su chaleco pendía la cadena dorada de un reloj, como si fuese adulto. Detrás de él, en el escaparate de la botica, se veían tablones con dibujos pintados —un hombre con la cabeza vendada, una mujer con un ojo desorbitado, un dedo del pie rojo e hinchado del que emanaban negras líneas de dolor— para informar al público de la variedad de dolencias que trataban los tónicos y las píldoras del boticario.
—¡Oh, querida! —cacareó otro chico, tomando el relevo—. ¡Pero si es un bebé!
Resultaba que la muñeca se llamaba Bebé, y a D le parecía que estaba preciosa en su camisón blanco con cuello de encaje. Las burlas de los chicos, más mayores y bien vestidos, confundían y avergonzaban a D, que se sorbió la nariz mientras su hermano se la llevaba de allí.
Los abusones hicieron ruidos de gato, siseos y roncos chillidos. El líder siguió con sus pullas.
—¡Y esa debe de ser su pequeña esposa! ¡Felicidades, señor mío, felicidades!
D se preguntó por qué su hermano no les decía que parasen. Era más corpulento que ellos. Pero Ambrose ni siquiera miró hacia los chicos.
Lo que hizo, sin detenerse ni inclinarse hacia ella, fue susurrar:
—Cálmate, D. Les gusta ver que lloras. Yo nunca dejaría que te hicieran daño. Me crees, ¿verdad?
Ella dijo que sí, pero en realidad no estaba segura de nada. Hasta entonces no había sabido que existían chicos en el mundo dispuestos a gritarte porque eras pequeña y tenías un juguete que te encantaba. D lloró más fuerte y las lágrimas gotearon sobre Bebé.
—Bien. Y ahora, no te alejes de mí y presta atención —añadió Ambrose—. Está a punto de pasar algo.
Los chicos no los siguieron y sus voces fueron desvaneciéndose mientras los hermanos doblaban la esquina hacia la siguiente calle. El hermano de D le dijo que se detuviera y mirara alrededor.
—Fíjate todo lo que puedas. Cáptalo todo.
D vio:
Casas bonitas parecidas a la suya, de tres alturas excepto las que tenían cuatro, con peldaños de piedra que llegaban a la acera. Las finas barras metálicas paralelas por las que circulaba el tranvía, dividiendo en dos el empedrado, y, dentro del recinto vallado de la parada, un hombre que se había quitado la bota y mantenía el equilibrio sobre el otro pie mientras raspaba algo de la suela con una varilla. Al otro lado de la avenida, una mujer con sombrero plano y delantal de doncella caminaba llevando una cesta de lechugas sobre la cabeza. Más abajo, el barrendero del barrio recogía excrementos de caballo en su carretilla, haciendo tintinear la hoja de la pala contra la piedra. Había estorninos posados en el cable del tranvía que colgaba sobre los rieles. Estaba el cielo despejado y gris.
D cruzó la mirada con su hermano. Igual que aquellos chicos tan malos, Ambrose llevaba gorra de colegial, pero la suya era de un tono gris no mucho más oscuro que el cielo, y se la calaba casi hasta las cejas. En los años venideros, esa sería la imagen más vívida que D conservaría de él, con su nariz afilada y su sonrisa astuta, sobresaliente, dentuda bajo una visera de sombras.
—¿Has visto lo que ha pasado?
—No, me parece que no.
—Los hemos hecho desaparecer. Es nuestra magia especial, D.
Ella sabía que no era cierto. No se podía hacer que nadie se esfumase, por mucho que una lo odiara. No obstante, agradeció la fantasía como el regalo que era, como una idea tranquilizadora que les pertenecía solo a ellos dos. El chico rubio tendría un caro reloj con cadena, pero no tenía un hermano como el de D, y nunca vería esa sonrisa de conejo que Ambrose le reservaba a ella; ni tampoco tenía una hermana como D, en la que confiar bajo cualquier circunstancia.
Quizá, en cierto modo, por comparación con lo que Ambrose y D compartían, aquellos chicos fuesen tan pequeños que era como si desapareciesen.
A su madre no le hacía ninguna gracia que Ambrose la llamara D en vez de Dora, pero eso formaba parte de su cercanía. De más niños, la lengua de Ambrose tendía a enredarse con el final de su nombre, así que se había acostumbrado a dejarlo en «D».
A la Nana le encantaba contar esa historia. «El joven señor proclamó: “¡No pienso agotarme intentando decirlo entero! ¿Por qué iba a hacerlo? ¡Tampoco es tan grande para necesitar más de una letra, a fin de cuentas!”».
D no recordaba pensar en sí misma de ningún otro modo. La abreviatura hacía que se sintiera especial, vista y tenida en cuenta por él. Tal vez una letra fuese poca cosa, pero solo había veintisiete, y su hermano le había dado la cuarta a ella.
—Te quiero —dijo D, y su hermano le dio una palmadita en el hombro y le respondió que también la quería.
Allí quietos en la calle, la doncella de la cesta de lechugas pasó junto a ellos dando un cuidadoso rodeo.
Δ
Cuando llegaron a casa, encontraron a la Nana en el suelo, entre la salita de atrás y la cocina. Papá estaba en el trabajo y mamá en algún otro sitio. La Nana se rio y le quitó importancia moviendo una mano hacia ellos. Tenía la cara regordeta, arrugada, alegre, como una nube feliz. D nunca la había oído decir una palabra brusca y, cuando no se reía, siempre parecía a punto de hacerlo.
—Pero qué cosas pasan: ¿pues no van mis piernas y deciden sentarme? ¿Tú te crees? —La Nana se rio un poco más—. Habré pillado alguna cosa, supongo. Me pondré bien.
Ambrose la ayudó a levantarse.
—Claro que te pondrás bien.
La llevó a que se sentara en una silla de la cocina. A D le llegó su olor, extraño y dulce, como el de las manzanas que caían alrededor de las raíces de un manzano, esas demasiado maduras que rezumaban un poco y ya no quería nadie.
D se sentó enfrente de la Nana y estiró el brazo para acariciarle la mano suave y húmeda. Le dijo lo mismo que la Nana le decía siempre cuando no se encontraba bien:
—No te preocupes, querida, hoy no es tu Día de Botadura.
Eso hizo que la Nana soltara una gozosa carcajada antes de dejar caer la cabeza en el hueco del codo y gemir con alegría. D le acarició la mano un poco más.
Su hermano volvió a abotonarse el chaquetón. Había ido a traerle a la Nana un tónico para calmarle los nervios.
—Cuida de la paciente hasta que vuelva, D.
La botica estaba a la vuelta de la esquina. Ambrose cogió la pala de ceniza de su gancho junto al fogón y prometió regresar pronto.
Δ
Un mes o dos después, la Nana volvió a caer enferma.
Ambrose ya le había advertido a D que era muy probable que sucediera, y le había pedido aceptar la responsabilidad, extraordinariamente importante, de ir a buscarlo al instante si se daba el caso. Era crucial que sus padres no descubrieran la frágil condición de la Nana. El motivo era que, en vez de volver a casa después de clase como sus padres creían, el hermano de D solía llegar apenas unos minutos antes de que su madre entrara por la puerta tras hacer la compra y los recados del día. Si despedían a la Nana, su sustituta podría no ser tan tolerante con los retrasos de Ambrose.
—No soy la persona que papá y mamá querrían, D. No quiero trabajar en un banco, ni ser el marido de alguien que desee casarse con un bancario. No soy como ellos.
Ambrose le había guiñado el ojo desde la sombra que proyectaba la visera de su gorra.
—¿Y cómo eres? —le preguntó D.
—Soy interesante —dijo él.
—¿Yo soy interesante?
D no se veía a sí misma tan interesante como su hermano, pero quizá hubiera una graduación.
—¿Conoces a gente interesante?
—A ti.
—Bueno —dijo su hermano—, pues ahí lo tienes. Eres interesante. O lo serás, porque se pega. Yo me hice amigo de una persona interesante, una cosa llevó a la otra y ahora formo parte de todo un grupo de gente interesante, y vamos a salvar el mundo. Espero que algún día quieras unirte tú también. Y ahora, ¿qué me dices? ¿Serás mi centinela y correrás deprisa si la Nana se pone enferma?
D le prometió que lo haría. Y al mismo tiempo se preguntó: «¿Salvar el mundo de qué?».
Antes de salir de casa, D puso un cojín bajo la cabeza de la Nana, que se había quedado dormida en el suelo del cuarto de baño. Tal y como le había dicho Ambrose, cogió el tranvía hasta la segunda parada, bajó y anduvo hasta la esquina donde el letrero señalaba la calle Gran Acervo en una dirección y la avenida Legado en otra. De ahí, siguió por Legado una manzana más hasta la señal que rezaba Calle Pequeño Acervo. Ya en Pequeño Acervo, como le había descrito su hermano, el segundo edificio desde la esquina estaba hecho de vistoso ladrillo y tenía dos árboles altos y flacuchos delante.
Cruzó la calle a toda prisa, recorrió el sendero hasta la puerta roja con un triángulo de plata incrustado y llamó.
Δ
Un portero apuntó el nombre de su hermano, le dio la bienvenida a la Sociedad para la Investigación Psíkica y la hizo pasar. Llevó a D por un recibidor alicatado hasta una arcada cubierta por una cortina, que llevaba a lo que el portero anunció como «el Gran Salón, señorita». El hombre le indicó que permaneciera allí mientras iba a sacar al joven caballero de sus estudios y se marchó por un segundo acceso encortinado al fondo de la larga estancia.
D permaneció de mil amores allí donde estaba. Sus circunstancias familiares eran más que holgadas y nunca le había faltado comida, ropa ni techo, pero la majestuosidad inequívocamente adulta de la sala donde la habían depositado era abrumadora. Le parecía que su compromiso con su hermano la había llevado ya tan lejos como cabía esperar. También lamentaba con amargura haberse olvidado de traer a Bebé para darle apoyo.
Las estanterías de libros se extendían por toda la inmensa longitud del salón y alcanzaban su alto techo, donde una constelación de bolas de colores —planetas, comprendió D— colgaba de un arácnido dispositivo compuesto de curvos alambres plateados. En el centro de aquel aparato estaba la bola más grande de todas, el sol pintado de amarillo. La construcción entera rotaba despacio en el sentido de las agujas del reloj y, al hacerlo, la luz trazaba leves franjas en la curvatura de los planetas.
Por toda la sala tenían lugar actividades calladas y meticulosas. En el centro de lo que parecían hectáreas de alfombra roja con estampados de oro había una mujer sentada a un escritorio ante un libro mayor abierto. Llevaba un fastuoso sombrero de fieltro con perlas y flores inclinado en la cabeza, tapándole la cara, y trazaba líneas en el libro valiéndose de un instrumento de medida. Una escalera sujeta a la pared sostenía en su cima a un hombre que examinaba los títulos del estante más alto. Lejos, en una esquina, se veía a un grupito bebiendo de tazas y cuencos y charlando. Dos mujeres idénticas —¡gemelas!— con vestido de cuello alto consultaban un globo terráqueo en un soporte de bronce.
Más cerca de D, en una butaca de cuero junto a la chimenea de mármol, estaba arrellanado un hombre mayor con pantalón de tweed. Incluso él, medio dormido, parecía felizmente atareado: tenía las manos encajadas en las axilas y la boca somnolienta curvada en pensativa sonrisa, además de unas mejillas sonrojadas por el calor.
El Gran Salón olía de maravilla, a cedro y humo de madera y cuero y abrillantador y cera.
D estaba equilibrada al borde de la vasta alfombra, con la punta de los zapatos hundida en el mullido pelo color borgoña con diseños de triángulo como el de la puerta de entrada, pero dorados en vez de plateados, y los talones en el umbral. La tela de la cortina le rozaba la espalda. ¿De dónde había sacado su hermano el valor para avanzar más allá de ese punto?
Contempló los planetas, poniendo en práctica la estrategia de que, si concentraba toda su atención en algo, se integraría en el entorno y nadie se incomodaría con ella. Al vientecillo de las conversaciones susurradas, el suave giro del dispositivo de alambre daba un agudo y leve zumbido.
—¡Bienvenida, bienvenida! ¡La sangre de miembros nuevos es lo que mantiene fresco y vivo nuestro cometido!
El hombre de la butaca junto al fuego acababa de aparecer delante de ella. Aún sonreía estando despierto, y mantenía las manos bajo las axilas como si tuviera fríos los dedos. Su cabello era blanco grisáceo como el humo de las fábricas, y le pendía alrededor de la cara en rizos sueltos. El chaleco que se veía bajo la chaqueta de tweed era de brillante oro. D no sabía que pudiera llevarse un chaleco de ese color. Pensó que ese hombre debía de gozar de alta estima.
—No soy miembro, señor. Solo estoy esperando a mi hermano Ambrose —dijo D.
Retrocedió desde el borde de la alfombra a la cortina. Si se había metido en un lío, podría cruzarla y echar a correr por el vestíbulo.
—Ambrose, estupendo. Ah, conque eres una invitada. Y una chica encantadora encantadora. Bueno, confío en que decidas unirte. Ya ves que tenemos a varias mujeres como miembros.
Sus maneras amables y la forma en que retenía las manos la tranquilizaron. D consideró que era seguro salir de la cortina.
—He tenido que dejar a mi nana en el suelo del cuarto de baño. Ha tomado demasiada medicina.
—Un problema habitual. Conoces la solución, ¿verdad?
D negó con la cabeza.
—La solución es más medicina. Recuérdalo.
—Lo haré, señor.
—Bien. ¿Qué te parece este sitio?
—Me gusta —respondió D.
—¿Te has fijado en los planetas?
—Sí, señor.
—¿Te preocupa que alguno pueda soltarse del gancho, caerte en la cabeza y matarte ahí mismo?
—No, señor.
—Excelente. No ha ocurrido jamás. Los alambres están bien apretados. ¿Te lo han enseñado todo ya?
—No, señor. Me han dicho que permanezca aquí.
—Esa no es forma de tratar a un posible miembro. Vayamos a ver algo. ¿Querrías acompañarme a dar un breve paseo?
Con las manos aún guardadas bajo los brazos, el amistoso anciano le indicó la dirección en la que quería ir con un movimiento de cabeza.
—Sí, señor.
El caballero la llevó entre los escritorios y las zonas con asientos. D mantuvo la mirada fija en los talones de sus pantuflas mientras lo seguía. Contuvo un poderoso impulso de pisar solo en los triángulos de oro bordados. Nadie la miró ni una vez.
—Échale un vistazo a esto, querida, un buen buen vistazo, y dime qué crees que es.
Habían llegado a una plataforma elevada que se extendía entre dos inmensas estanterías. Sobre el estrado había una mesita y una caja rectangular alta y profunda, con los costados de terciopelo rojo y una puerta también roja: un armario. La puerta estaba cubierta por versiones más pequeñas del triángulo de plata incrustado en la puerta principal del edificio. En la mesa había un bombín y un bastón negros, una baraja de cartas extendida en abanico y un huevo de plata.
—¿Y bien?
El anciano la miraba divertido, con un ojo tan abierto como podía y el otro casi cerrado. Lo amable que era le dio a D la confianza suficiente para responder con sinceridad, en lugar de limitarse a decir que no lo sabía.
—¿Es para un juego de contar historias? Podrías llevarte todas las cosas de la mesa a ese armario, ponerte el sombrero, salir con otras cosas y usarlas para contar una historia, ¿no?
Era precisamente como ella utilizaría los objetos del escenario. En casa utilizaba su propio armario a modo de camerino para las representaciones de cuentos de hadas que le hacía a la Nana.
—Casi, casi —dijo el anciano alegre—. ¡Pero qué chica más lista! —Bufó una risita y se frotó la nariz contra el hombro—. Esto es el escenario de un conjurador, y estos son los instrumentos de un conjurador muy particular, un apreciado miembro de nuestro pequeño club, de hecho. No sé cuánto sabes sobre conjuración. Pero es como contar historias. Es contar historias, en realidad. El conjurador te narra un relato inverosímil y luego te demuestra que es verídico. Un oficio sagaz sagaz, ya lo creo que sí. Parecido al hurto, pero lo que roba un conjurador es la fe, y el hombre que hacía trucos en este escenario era el delincuente más maravilloso que puedas imaginarte.
El Museo Nacional del Obrero
No había jardines ni setos ornamentales alrededor de los pétreos cimientos que tenía la enorme estructura de la esquina de Legado con Pequeño Acervo. No había sitio para ellos. La fachada del gran edificio gris estaba en la misma calle. Sus paredes se alzaban rectas y amplias, interrumpidas solo por las cinco franjas de descascarillados postigos verdes que señalaban cada planta. D tenía la impresión de que ya estaba ahí cuando era niña, pero su inmensidad era impersonal y, en su recuerdo, contrastando con el vivaracho edificio de la Sociedad y sus brillantes paredes de ladrillos, la presencia de aquella mole era tenue e indefinida. No parecía que lo hubieran construido, sino más bien que se hubiera asentado allí, como un peñasco en un campo.
Unas letras de latón atornilladas encima de las altas puertas anunciaban el nombre del edificio y su propósito:
MUSEO NACIONAL DEL OBRERO:
«PARA HONRAR A LOS CONSTRUCTORES ANÓNIMOS»
Las puertas metálicas tenían la altura de un caballo encabritado. Una placa más pequeña clavada en la pared junto a ellas informaba a los visitantes de que estaban moldeadas a partir de herramientas fundidas. Algunos fragmentos identificables de cabezas de maza, martillos de bola y cuernos de yunque sobresalían de la superficie de las puertas como si estuvieran bajo una sábana.
Robert apretó el pasador de la hoja derecha y un chasquido les reveló que el museo no estaba cerrado con llave. D se dio cuenta de que su teniente no estaba nada complacido. No tenían forma de saber si serían los primeros en entrar allí desde la caída del gobierno de la Corona.
—Ya me buscaré otra cosa que hacer —dijo D—. No importa.
Era verdad. Había más lugares, más tareas.
—Pero es que ahora todo importa —repuso él, rechazando la excusa que D le ofrecía—. Esto es una propiedad pública.
Robert sostuvo la puerta mientras D localizaba dentro un tope de hierro y lo insertaba en el hueco.
La luz del día entraba por la abertura de la puerta y caía sobre la amplia escalinata que llevaba a la galería de la planta baja. Robert dijo que debería adelantarse, «por si quedase alguna resistencia atrincherada aquí dentro», y subió al trote el corto tramo de peldaños desde el recibidor. Pero D fue tras él sin esperar.
Al llegar al final de la escalera, vieron la taquilla de las entradas a un lado. Por delante, la galería de la planta baja estaba sumida en una penumbra nebulosa y marrón, a la escasa luz que se filtraba entre los listones de los postigos cerrados en las paredes. D olió a polvo, a hierro y la peste del humo que llegaba desde las cercanas ruinas de la Sociedad.
—¡Hola! ¿Hay alguien? Soy teniente de la Defensa Civil Voluntaria y tengo documentación del Gobierno Provisional que me otorga derecho de entrada y mando sobre este inmueble. —El teniente había sacado su arma de la pistolera—. No habrá problemas. Solo tenéis que dejar lo que hayáis cogido, salir con las manos vacías y os dejaré marchar.
Sus palabras resonaron, persiguiéndose unas a otras antes de desvanecerse. Robert la miró con una cierta tensión en la comisura de la boca. D notó que estaba ansioso, que con su expresión le preguntaba si debería estar preparado para dispararle a alguien y, más que eso, si ella creía que iba a poder.
Seis meses antes, cuando se conocieron, Robert era alumno de la universidad. Durante las cuarenta y ocho horas de escaramuzas, que habían tenido lugar sobre todo en torno al Distrito Gubernamental, Robert no había entrado en combate. Lo habían destinado al extremo occidental del Puente Sur del Bello con una sierra, a aguardar la orden de cortar los cables telegráficos. Había pasado el rato leyendo las frases raspadas en las farolas y repartiéndose el pan que llevaba con una niña mendiga de los Posos. «No quiero decir que la batalla me resultó relajante —le había contado Robert a D—, pero sí que hice unas lecturas muy educativas. ¿Sabías que la cerveza del Paso Franco es sobre todo agua del río, pero mezclada con un poco de pis y vinagre para potabilizarla?».
D no sabía si Robert era un cobarde o no. ¿Cómo iba a saberlo? Aún no lo sabía ni él. Preferiría que su teniente nunca se viera obligado a averiguarlo. Le ajustó el brazalete verde sobre el bíceps.
—Si había saqueadores aquí dentro, teniente, creo que se han ido.
—Estoy de acuerdo —dijo él.
Robert respiró hondo y, con cuidado, enfundó el arma y cerró el botón de la pistolera.
Ella le dio un beso en la mejilla.
Él hizo un sonido gutural mientras su mano se deslizaba por el costado del vestido de D, apretándole las costillas.
D se apartó girando sobre sí misma. Fue al par de contraventanas más próximo, lo desplegó y siguió galería abajo abriendo una tras otra con brío.
Los postigos repiquetearon y el suelo de madera de la galería se fue desplegando en franjas de polvorienta luz solar. La primera pieza de exhibición que cobró forma era un modelo de varios engranajes enormes trabados entre sí en el centro del suelo. Un letrero que pendía del techo rezaba: Máquinas y sus operarios. En aquella planta baja todo estaba dedicado a alguna invención mecánica: la imprenta, la serrería, la máquina de vapor, el reloj, la bicicleta… y también a los ingenieros y operadores que trabajaban con esos inventos. Las piezas más grandes estaban intercaladas con vitrinas de cristal más pequeñas dispuestas en soportes de madera.
Ya dejando pasar la luz, las ventanas de la parte izquierda del edificio daban a la avenida Legado, y las del lado derecho, sedimentadas con ceniza del incendio, se encaraban hacia los restos del edificio de la Sociedad para la Investigación Psíkica. Las ventanas de la pared del fondo tenían vistas a la embajada de los imperialistas y su patio trasero.
El museo no tenía cableado eléctrico. Había unas deslustradas lámparas de gas en apliques de las paredes. D abrió la tapa de una y la oyó sisear. Volvió a cerrarla.
Robert la llamó desde los engranajes. Era una pieza interactiva. Había tres engranajes, todos ellos tan altos como el teniente. D vio como empujaba el primero, que hizo rodar a su hermano del centro y lo trabó del todo con el tercero, lo que provocó que la plataforma baja en la que se exhibía la pieza girase muy despacio. Los engranajes traqueteaban unos contra otros y la tarima al rotar emitía un áspero murmullo.
—Habría que engrasarlo —dijo Robert.
Varias piezas de la galería estaban pobladas por trabajadores de cera. Un operario en mangas de camisa sujetas por bandas elásticas examinaba un largo papel que se desenrollaba desde la imprenta. En la serrería había un leñador de pie, con los brazos en jarras y una pipa en la boca, haciendo una mueca mientras observaba su funcionamiento. Dos hombres de cera con largos guantes y mandiles de cuero se afanaban en su locomotora a vapor, con las mejillas pintadas de rosa y moteadas de gotas blanquecinas, sudadas por el calor de la combustión. Un joven mecánico atornillaba una rueda en la bicicleta mientras su propietaria, vestida con falda acampanada, la sostenía derecha por el manillar. Todas las figuras eran diferentes; al igual que la población de la propia ciudad, tenían tonos de piel variados y distintas formas corporales.
Una escalera al fondo de la galería los llevó al primer piso, que estaba dedicado al Trabajo manual. D también abrió los postigos, revelando exposiciones de oficios como la albañilería, la caza y desolladura, la fabricación de alfombras, la cordelería, la costura, la alfarería, el comercio al por menor o la repostería.
Desde su horno, la panadera levantaba una bandeja con varias hogazas de pan de madera, ya casi blancas de tanto manipularlas. Robert cogió una de la bandeja, la sopesó y volvió a dejarla caer con un golpe seco.
—Está pasada —le dijo a la mujer de cera, que tenía el rostro crispado y ojeroso.
D pensó que la panadera tenía buen motivo para estar agotada, después de sostener aquella bandeja desde hacía vete a saber cuántos años, y de oír a la gente burlarse de su pan de madera. Una capa de polvo le cubría los ojos.
La cordelera, que por algún motivo a D le resultó familiar de inmediato, estaba dentro de un enmarañado nido de hilos de cáñamo, con los carrillos inflados en una arrugada expresión alegre. Los albañiles tenían cordeles blancos pasados por las trabillas para impedir que se les cayeran los pantalones de mahón. D supuso que alguien debía de haberse llevado los cinturones. Los ojos de esas figuras también estaban cubiertos de polvo. Era evidente que varios cuencos y jarrones de los alfareros se habían roto y los habían pegado con cola.
El segundo piso se titulaba Ferrocarriles, carreteras y océanos. En esa galería, los maquinistas de cera manejaban partes de trenes y tranvías, los lacayos conducían carruajes y una tripulación de marinos faenaba en media cubierta de ballenero sostenida sobre el suelo por un andamiaje.
A lo largo de todo el museo muchas figuras de cera, por muy detalladas y realistas que fuesen, mostraban calvas en el cuero cabelludo donde el pelo se les había caído o se lo habían arrancado. Unas cuantas habían sufrido daños más graves: dedos perdidos, agujeros en la piel, ojos quebrados o ausentes por completo. Al igual que a los albañiles, a otras figuras parecían haberles sustraído los accesorios que les correspondían; por ejemplo, la mariscadora llevaba un balde para carbón en vez del cubo de su oficio. La mayoría de las máquinas de exhibición estaban averiadas. De la media docena de bocinas de tren dispuestas en una mesa para que las probasen los niños, solo la más pequeña funcionó al pulsar su botón, emitiendo un gimoteo lastimero, y no salía agua de la bomba que debía alimentar la noria de la serrería. Los improvisados intentos de mantenimiento —el cordel de los albañiles, el balde para carbón— parecían hechos de cualquier manera, por alguien sin demasiado interés.
Había placas que indicaban los donativos realizados por los benefactores del museo en los bancos y las paredes junto a algunas de las piezas exhibidas. Fue revelador constatar que la más reciente databa de veinte años antes. D dudaba mucho que el Museo Nacional del Obrero corriera serio peligro de saqueos, o, en el caso de los cinturones y el cubo, de más saqueos. Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que despertara el menor interés a posibles visitantes, y en la actualidad había destinos mucho más atractivos.
La tercera planta albergaba a los Comunicadores y custodios del conocimiento, y la última se titulaba De piedra y tierra: minas, granjas y bosques.
Δ
Cerca de la esquina posterior derecha de la galería del cuarto piso, una imitación de la cabaña de un buscador de oro se alzaba, aunque no mucho, junto a un arroyo hecho de grueso cristal. Bajo la transparente superficie cerámica flotaban