Aleación de ley (Wax & Wayne: edición ilustrada 1)

Brandon Sanderson

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

Sería imposible hacer una lista de todas las personas que me han ayudado a lo largo de los años; en cambio, lo mejor que puedo hacer es mencionar a las maravillosas personas que me han ayudado con este libro en concreto.

Los lectores alfa incluyeron, como siempre, claro, a mi agente, Joshua Bilmes, y a mi editor, Moshe Feder. Este libro está dedicado a Joshua. Profesionalmente, ha creído en mi trabajo más tiempo que nadie aparte de mi grupo de escritura. Ha sido un recurso maravilloso y un buen amigo.

Otros lectores alfa fueron mi grupo de escritura: Ethan Skarstedt, Dan Wells, Alan y Jeanette Layton, Kaylynn ZoBell, Karen Ahlstrom, Ben y Danielle Olsen, Jordan Sanderson (más o menos) y Kathleen Dorsey. Finalmente está el inseparable Peter Ahlstrom, mi asistente y amigo, que hace todo tipo de cosas importantes para mis escritos y nunca recibe suficiente agradecimiento.

En Tor Books, mi agradecimiento a Irene Gallo, Justin Golenbock, Terry McGarry, y muchos otros a quienes no podría mencionar: todos desde Tom Doherty hasta el departamento de ventas. Gracias a todos por vuestro excelente trabajo. Una vez más, siento la necesidad de mostrar un agradecimiento especial a Paul Stevens, que hace mucho más de lo que podría esperarse razonablemente en cuestión de ayuda y explicaciones.

Los lectores beta incluyeron a Jeff Creer y Dominique Nolan. Mi agradecimiento especial a Dom por su información referida a las armas y pistolas. Si alguna vez necesitáis que se dispare a algo como debe ser, ya sabéis a quién llamar.

La primera edición original de este libro tenía una preciosa cubierta de Chris McGrath, a quien pedí como ilustrador por su trabajo en la serie en rústica de Mistborn. Tanto Ben McSweeney como Isaac Stewart volvieron a proporcionar ilustraciones interiores para este libro, ya que su trabajo para El camino de los reyes fue simplemente asombroso. Y su asombrosidad no ha menguado ni un ápice.

En último lugar me gustaría dar una vez más las gracias a Emily, mi maravillosa esposa, por su apoyo, sus comentarios y su amor.

La edición X aniversario de este libro, publicada por Dragonsteel, no habría sido posible sin el tiempo y el talento que les han dedicado mi director editorial, Peter Ahlstrom, nuestra gurú de InDesign, Kristy S. Gilbert, y mi director artístico, Isaac Stewart. También quiero dar las gracias a todos los artistas que crearon ilustraciones nuevas para el nuevo volumen, cuyos nombres y contribuciones figuran en la página de créditos de la edición en cuestión. Os agradezco mucho vuestras detalladas y hermosas representaciones de mis mundos y personajes.

Estos libros llevan detrás el trabajo de mucha gente en Dragonsteel Entertainment. Karen Ahlstrom ajustó la continuidad haciendo algunos cambios a la línea temporal de Scadrial. Kara Stewart y su equipo del almacén siguen haciendo su magia con el envío de libros, la atención al cliente y la gestión de nuestra librería en línea. Adam Horne, nuestro entusiasta de la encuadernación en cuero, os informa con creatividad de todo lo que se cuece. Emily Sanderson y Kathy Sanderson se ocupan de que todo el mundo esté bien cuidado y de que todos tengamos las herramientas y las instalaciones necesarias para hacer nuestro trabajo.

También quiero dar las gracias a nuestro representante de impresión, Bill Wearne, y a toda la gente que tantas horas pasa imprimiendo, fabricando y encuadernando estos volúmenes.

Un agradecimiento especial a nuestros lectores gamma, que revisan el trabajo que hemos hecho, nos hacen sugerencias útiles y atinadas y dan a nuestros libros un pulido adicional.

Por último, me dirijo a quienes habéis leído, disfrutado y regalado estos libros a lo largo de los años: vuestro apoyo es lo que posibilita que existan nuevas ediciones. Tenéis mi más sincero agradecimiento.

Prefacio de la edición X aniversario

Aleación de ley sucedió por (una especie de) casualidad. No estaba planificado dentro de la secuencia original de la subserie Mistborn, pero al mismo tiempo es un excelente ejemplo de por qué no conviene demasiado ceñirse a un plan establecido.

Los libros de Wax y Wayne, de los que Aleación es el primero, pretenden ser divertidos, vertiginosos e interesantes, como contrapunto a El Archivo de las Tormentas, una serie larga, épica y que exige mucha energía mental para seguirle la pista a su extenso reparto. No por ello las novelas de Wax y Wayne son menos profundas, pero sí que están centradas solo en unos pocos personajes y tienen unas tramas que son más personales para ellos, en lugar de tratar extensos conflictos que afectan a continentes enteros.

Cuando estaba esbozando el Cosmere, sabía que iba a necesitar unos cuantos hilos que recorriesen la megasecuencia entera, que se prolongaría a lo largo de miles de años. Fue el motivo de que incluyera en el plan unas pocas series principales.

Una de ellas es El Archivo de las Tormentas. En esa serie aparecen los Heraldos, unos seres cuya vida abarca milenios. Más adelante decidí partir esa serie en dos arcos diferenciados. También habrá otras series basadas en la idea de personajes duraderos. Dragonsteel (Acero de dragón), por ejemplo, actuará como una especie de tope de libros. Tendremos novelas sobre el origen de Hoid y luego daremos un gran salto en el tiempo hacia el final y habrá otras novelas narradas desde su punto de vista en las postrimerías de la secuencia completa del Cosmere.

Pero con Mistborn quería hacer algo distinto. Por motivos estéticos, quería un mundo de fantasía que fuera cambiando, que se actualizara y se modernizara. Uno de mis votos personales como gran aficionado a la fantasía épica es tratar de tomar lo que ya se ha hecho y llevar las historias en direcciones que, en mi opinión, el género no ha tratado lo bastante a menudo.

Por eso, cuando le propuse la serie de Mistborn a mi editor, no se la planteé como una sola trilogía, sino como un continuo: una trilogía de trilogías. Cada serie cubriría una era distinta en la historia de Scadrial, y cada una tendría personajes diferentes. La idea era empezar con una trilogía de fantasía épica y terminar llegando a una serie de ciencia ficción al estilo space opera, de forma que el nexo común entre ellas fuese la magia y no unos personajes concretos.

El objetivo de plantearlo así iba más allá de que me interesara la idea de un mundo de fantasía modernizándose. La idea era mostrar de verdad el paso del tiempo en el universo y que el lector sintiera el peso de ese transcurrir.

Algunos personajes del Cosmere, como Hoid, vienen a ser inmortales, en el sentido de que no envejecen y son bastante difíciles de matar. Me daba la impresión de que, si el lector recibía una historia épica grandiosa en la que no cambiaba ningún personaje, a la experiencia le faltaría algo. Podría decirle que las cosas estaban evolucionando, pero, si estaban siempre los mismos personajes, no iba a parecerle que el universo envejeciera.

En este caso, quería que el Cosmere evocara la sensación de avanzar a lo largo de épocas distintas y, para que funcionara, decidí que necesitaba hacer algo atrevido: tenía que reiniciar el mundo de Mistborn cada cierto tiempo, con ambientaciones y personajes nuevos.

Si os dedicáis a escribir, una advertencia: esto suele considerarse una metedura de pata en términos editoriales. A la gente le gusta que se mantengan los mismos personajes, por lo que introducir divisiones como he hecho yo (y como seguiré haciendo) a menudo es perjudicial para las ventas. Los lectores sienten el impulso natural de terminar una serie, de modo que, si les das un punto de corte en el que todo queda cerrado, se pierde el ímpetu de salir por la puerta a hacerse con el siguiente libro.

No obstante, aunque esa sea la norma en el mundo editorial, me preocupa que haya llevado a malas decisiones artísticas en algunas series. Cuando una saga se prolonga demasiado, parece suceder algo extraño en el cerebro de los lectores. Aunque quieren leer más sobre sus personajes conocidos, a veces pueden empezar a irritarse con ellos, y llega un momento en que solo siguen leyendo para averiguar lo que les pasa al final.

Nos encanta seguir con los mismos personajes, pero también parece que nos cansan, a menos que el autor haga cosas inteligentes con ellos, como Jim Butcher con Dresden.

Los reinicios de Mistborn son un método que utilizo para combatir esa fatiga, y estoy convencido de que es lo mejor para la salud de la serie a largo plazo.

Volviendo a la trilogía de trilogías, después de las novelas de fantasía épica de Mistborn, quería saltar adelante varios siglos en el tiempo, mantener el mismo sistema de magia y escribir otra serie ambientada en lo que para nosotros serían los años ochenta del siglo XX. Más adelante planeaba hacer evolucionar el mundo a un entorno de ciencia ficción, en el que la magia se hubiera transformado por completo en una ciencia y fuese lo que posibilitaba los viajes en el espacio. A lo largo de esas series, la trilogía épica original pasaría a ser la mitología de las eras posteriores.

Mientras escribía El camino de los reyes, caí en la cuenta de que iba a pasar mucho tiempo entre la publicación de El Héroe de las Eras y el momento en que regresara al mundo de Mistborn para empezar esa segunda trilogía que tenía planeada.

Así que me senté a escribir un relato corto con el que ofrecer al lector algo ambientado en el mundo de Mistborn, a modo de puente improvisado entre trilogías, pero no terminó de gustarme cómo quedaba. Ese intento, que podéis leer al final de este prefacio si tenéis curiosidad, me hizo comprender que entre las trilogías proyectadas había algunas otras historias que quería contar.

Fue entonces cuando me paré a pensar, a preguntarme cómo iba a afrontar la situación. Decidí que quería una nueva serie de Mistborn que sirviera de contrapunto a El Archivo de las Tormentas. Decidí escribir algo para los aficionados a Mistborn que tomara los principales conceptos de la serie (acción alomántica, historias de robos) y los mezclara con otro género distinto a la fantasía épica, para ofrecerles algo más vertiginoso y centrado que El Archivo de las Tormentas.

De ese modo, podría alternar las grandes novelas de fantasía épica con historias más concisas y enfocadas en la acción y los personajes, a la vez que mantenía viva la serie Mistborn en la mente de los lectores.

El resultado fue Aleación de ley, un experimento ambientado en una segunda era de Mistborn situada entre las dos primeras trilogías que planeaba al principio. En consecuencia, este primer libro no fue del todo una casualidad, ni tampoco llegó a partir de un relato que ya tuviera escrito. (He visto que se dicen ambas cosas, y en realidad he permitido que se perpetúe la idea con mi silencio, ya que era más fácil que explicar el proceso completo). Elegí como ambientación los primeros años del siglo XX porque es una época que me fascina y porque me intrigaba la idea de un alguacil de pueblo viéndose arrastrado a la política de la gran ciudad.

Aleación no fue una casualidad, pero sí fue un experimento. No estaba seguro de cómo iban a reaccionar los lectores, no solo a un reinicio blando como el que hice, sino también al cambio de tono, de épico a centrado. Al principio temía haberme pasado, pero la reacción de los aficionados fue entusiasta y ahora, junto a la edición X aniversario en inglés de Aleación de ley, se publica también por primera vez el último libro de la secuencia, El metal perdido. Diez años más tarde, la era que comenzó por «casualidad» llega a su fin, y con él os invito a experimentar de nuevo cómo empezó la historia de Wax, Wayne, Steris y Marasi.

Pero antes de eso, aquí tenéis el principio de ese intento de relato (no canónico) que os había prometido.

Easel se bajó el ala de su enorme sombrero de paja para protegerse los ojos del sol occidental. Sonrió satisfecho. El sombrero era perfecto, hecho para darle buena sombra en la frente y el cuello, ceñirse con facilidad en la posición de máxima cobertura y, al mismo tiempo, tejido de modo que dejaba pasar el aire y le refrescaba la cabeza.

—Nunca hay que subestimar la importancia de un buen sombrero —dijo—, ¿no te parece?

La yegua que tenía debajo siguió caminando a paso indolente. —Un hombre se define por su sombrero —prosiguió Easel—. ¿Lleva un tocado práctico o a la moda? ¿Fue el último grito en su momento pero ya no se lleva, y él se lo sigue poniendo por costumbre desde hace décadas? ¿El sombrero está raído o impoluto, bien cuidado o lleno de arrugas? ¿Señala el oficio de su propietario o es quizá un recuerdo de su antiguo trabajo? ¿El portador es la clase de hombre que cambia de sombrero según su humor, tarea o situación? ¡Cuántas cuestiones! Seguro que no eras consciente de lo mucho que puede preguntarse sobre sombreros.

La montura guardó silencio.

Easel cabalgaba por un terreno polvoriento. El sol reposaba como un pegote de cera sobre el horizonte y las nubes parecían emanar de él, alzándose como un halo vaporoso. Los cascos de la yegua marcaban un ritmo apagado y levantaban polvo del suelo. Apenas había ningún árbol, solo matorrales con unas hirsutas flores de color violeta rojizo. Easel giró la cintura y empezó a hurgar en la alforja en busca del fieltro y las agujas. Necesitaría un sombrero nuevo para esa noche. Pero el movimiento de la yegua le dificultaba encontrar los materiales.

—No te ofendas —dijo—, pero el camino está siendo horrible. Esperaba que, con tanto avance ferroviario, pudiéramos evitar recorrer largas distancias a caballo.

—¿Y crees que llevarte encima es un chollo? —refunfuñó la yegua.

—No, si eso te lo agradezco mucho —dijo Easel en tono jovial—. No me quejaba por ti, sino por las necesidades de esta misión. Y te compadezco, por cierto. Pero seamos sinceros: yo no podría cargar contigo y tú estás más o menos hecha para esto.

La yegua gruñó.

—Puedo hacerte un sombrero, si quieres —propuso Easel.

—Hablas un montón.

—Sí. Es una bendición. Todo el mundo tiene sus talentos. Yo soy tan afortunado como para tener tres.

—Ojalá uno de ellos fuese viajar ligero —dijo la yegua con voz femenina, farfullando un poco por la boca inhumana reconvertida para el habla.

—Sí que viajo ligero. Para ser yo, al menos. —Easel se volvió en la silla y palpó el enorme morral que tenía detrás, lleno de duras protuberancias—. Lo que te pesa es todo eso de ahí dentro.

—No lo toques.

Easel palpó un poco más, curioso.

—Algunas están cargadas —le advirtió ToraLin.

El jinete se quedó muy quieto.

—¿Qué?

—Una vez me pillaron sin las pistolas cargadas —explicó ToraLin—. Una y no más.

—¿Llevo todo este tiempo cabalgando con pistolas cargadas justo detrás de mí?

—Están apuntadas hacia atrás. —La yegua titubeó—. La mayoría.

—Maravilloso. Sabes que ahora mismo no tienes manos, ¿verdad? Diría que, a la hora de disparar, que las pistolas estén descargadas es el menor problema de todos.

—Al construir la yegua, le puse una lengua prensil —dijo ella.

—¿Eso... puede hacerse?

—Es un truco que aprendí de un tipo hace unas pocas décadas. Si nos atacan, tendrás que meterme una pistola en la boca.

Sonaba seria por completo. Típico de los kandra ser solemnes hasta la médula, fuese cual fuese el tipo de médula que llevaban puesta en ese momento.

—Procuraré meterte la pistola ahí dentro como es debido, entonces, si surge la necesidad.

Easel miró de nuevo el morral, que había cobrado un aspecto siniestro.

Por suerte, siguieron cabalgando un tiempo sin ningún tiroteo inesperado. El sol se hundió tras el horizonte al derretirse los últimos pegotes de rojo. Easel observó con atención, esperando que esa noche salieran las brumas. Quizá pareciera incongruente en aquel terreno árido, pero las brumas no se ajustaban a los patrones climatológicos habituales. Era igual de probable que aparecieran en un desierto que en la húmeda costa.

Esa noche no hubo bruma, por desgracia. Easel suspiró y se acomodó en la silla de montar. Al poco tiempo empezaron a ver luces más adelante. Polvazal.

—Ya era hora —dijo ToraLin—. Venga, baja.

Easel escrutó las luces de la ciudad, todavía lejanas.

—¿No podrías acercarme un pelín más?

—Claro —respondió ToraLin—, suponiendo que no te importe viajar en mi estómago.

Easel soltó una risita, que decayó al percatarse del tono inexpresivo que había usado la kandra. No lo diría en serio, ¿verdad? Se apresuró a desmontar.

—¿Sabes? —dijo, descargando sacos y morrales mientras la kandra volvía unos grandes ojos equinos hacia él—. Hace unas semanas oí una cosa muy curiosa. Alguien afirmaba que en otro tiempo los kandra teníais prohibido matar. Interesante, ¿eh?

ToraLin apartó la mirada.

—Esa prohibición se retiró hace mucho tiempo.

Easel vaciló y un petate resbaló hasta el suelo con un tintineo. —¿Era cierto, entonces?

—Fue en los tiempos del ocaso.

—Ah.

Había muchas historias sobre aquella época. Sobre los tiempos en los que la tierra estaba ennegrecida y oscura, en los que el cielo ardía y los guerreros legendarios habían combatido al Señor del Ocaso. El abuelo de Easel había afirmado recordar los tiempos del Gran Florecimiento, cuando se creó la vida y el mundo renació, pero Easel siempre había pensado que era otra exageración suya.

Descargó los demás fardos entre gruñidos de esfuerzo. La kandra podía transportar mucho más peso que un caballo normal y corriente. Cuando iba por la mitad, se cambió el sombrero de paja por uno de fieltro al que había cosido un forro de algodón para absorber el sudor de la frente. Era una de sus mejores creaciones. Se enorgullecía bastante de él.

Al terminar desenganchó la silla de montar y la dejó caer al suelo polvoriento.

—Gracias —dijo ToraLin—. Ahora abre el tercer saco por la izquierda.

Easel se agachó hacia los fardos que había descargado, notando que se le erizaban los pelillos de los brazos.

—¿Este? —preguntó, levantando un saco pequeño y haciendo traquetear los huesos que había dentro.

—Perfecto.

—¿Qué quieres que...?

—Vacíalo en el suelo.

Los huesos repiquetearon al caer. Easel dio un paso atrás, enarcó una ceja y tiró el saquito a un lado. Siempre se había preguntado cómo funcionaba aquello.

La yegua lo miró.

—Agradecería un poco de intimidad.

«Vaya», pensó Easel.

—Cómo no. ¿Cuánto es un poco?

—Quince minutos o así.

Easel miró su reloj de bolsillo a la luz de las estrellas, sacó su sombrero de caminar por la noche, de ala ancha y oscuro fieltro almidonado, e hizo un asentimiento a la kandra antes de perderse hacia el anochecer.

ALEACIÓN

DE LEY

Prólogo

Wax se arrastró agazapado junto a la irregular verja, rozando con sus botas el seco suelo. Llevaba su Sterrion 36 alzado junto a la cabeza, el largo y plateado cañón manchado de barro rojo. El revólver no era bonito a la vista, aunque el tambor de seis tiros estaba engarzado con tanto cuidado en el armazón de acero que no bailaba nada al moverlo. No había ningún brillo en el metal ni ningún material exótico en la empuñadura. Pero encajaba en su mano como si estuviera hecho para estar allí.

La verja de apenas un metro de altura era endeble, la madera gastada por el tiempo, sujeta por ajados trozos de cuerda. Olía a edad. Incluso los gusanos habían renunciado a esa madera hacía tiempo.

Wax se asomó por encima de las tablas atadas, escrutando el pueblo vacío. Flotaban unas líneas azules en su campo de visión, extendiéndose desde su pecho para apuntar a fuentes cercanas de metal, un resultado de su alomancia. Quemar acero producía ese efecto: le permitía ver la localización de fuentes de metal y luego empujar contra ellas si quería. Su peso contra el peso del objeto. Si el objeto era más pesado, Wax salía empujado hacia atrás. Si el más pesado era él, el objeto era impulsado hacia delante.

En esa ocasión no empujó. Solo observó las líneas para ver si algún elemento de metal se movía. No lo hacía ninguno. Los clavos sujetaban los edificios, los casquillos de bala gastados yacían dispersos por el polvo, las herraduras se apilaban en la silenciosa herrería... Todo estaba tan inmóvil como la vieja bomba manual plantada en el suelo a su derecha. Cauteloso, también él permaneció quieto. El acero continuaba ardiendo confortablemente en su estómago, de modo que, como precaución, empujó suavemente hacia fuera en todas direcciones. Era un truco que había aprendido a dominar hacía unos años: no empujaba ningún objeto de metal concreto, sino que creaba una especie de burbuja defensiva a su alrededor. Todo metal que llegara en su dirección sería desviado levemente de su rumbo.

Distaba de ser perfecto: todavía podían alcanzarlo. Pero los disparos se desviarían, sin dar en el sitio donde apuntaban. El truco le había salvado la vida en un par de ocasiones. Ni siquiera estaba seguro de cómo lo hacía: la alomancia a menudo era para él una cosa instintiva. De algún modo incluso conseguía eximir el metal que llevaba, y no empujaba su propia pistola para arrebatarla de sus manos.

Continuó avanzando por la verja, observando las líneas de metal para asegurarse de que nadie lo seguía. Feltrel había sido en tiempos una población próspera. Eso fue veinte años atrás. Entonces un clan de koloss se asentó cerca. Las cosas no habían ido bien.

Ese día, la ciudad muerta parecía completamente desierta, aunque Wax sabía que no lo estaba. Había venido persiguiendo a un psicópata. Y había traído ayuda.

Agarró la verja, la saltó y sus pies rasparon contra la arcilla rojiza. Corrió agazapado hasta el lado de la vieja fragua. Sus ropas estaban terriblemente cubiertas de polvo, pero eran de buen paño: un bonito traje, un pañuelo plateado al cuello, chispeantes gemelos en las mangas de su elegante camisa blanca. Había cultivado un aspecto físico que parecía fuera de lugar, como si planeara asistir a un baile de gala en Elendel en vez de recorrer una población muerta en los Áridos a la caza de un asesino. Completando el conjunto, llevaba un sombrero hongo en la cabeza para protegerse del sol.

Un sonido: alguien había pisado una tabla al otro lado de la calle, haciéndola crujir. Fue tan débil que casi lo pasó por alto. Wax reaccionó de inmediato, avivando el acero que ardía dentro de su estómago. Empujó un grupo de clavos en la pared que tenía al lado justo cuando la detonación de un disparo hendía el aire.

Su súbito empujón hizo que la pared se sacudiera cuando los viejos clavos oxidados se tensaron. Wax salió despedido de lado y rodó por el suelo. Una línea azul apareció durante un parpadeo: la bala, que golpeó el suelo donde él se encontraba un momento antes. Mientras se incorporaba, se produjo un segundo disparo. Este llegó cerca, pero giró un ápice mientras se aproximaba a él. Desviada por la burbuja de acero, la bala zumbó junto a su oído. Otro centímetro a la derecha y la habría recibido en la frente, con burbuja de acero o no. Respirando con calma, alzó su Sterrion y apuntó al balcón del viejo hotel al otro lado de la calle, de donde había surgido el disparo. El balcón tenía delante el cartel del hotel, capaz de ocultar a un pistolero.

Wax disparó y empujó la bala, lanzándola con más fuerza para hacerla más rápida y más penetrante. No usaba las típicas balas de plomo, ni siquiera con chaqueta de cobre: necesitaba algo más fuerte.

La bala de gran calibre recubierta de acero alcanzó el balcón y su impulso adicional hizo que atravesara la madera e hiriera al hombre que había detrás. La línea azul que conducía al arma se movió al caer el hombre. Wax se levantó despacio, sacudiéndose el polvo de la ropa. En ese momento otro estampido quebró el aire.

Maldijo y empujó de nuevo por reflejo contra los clavos, aunque sus instintos le decían que sería demasiado tarde. Cuando se oía un disparo, ya había pasado el momento en que empujar servía de algo.

Cayó al suelo. Aquella fuerza tenía que ir a alguna parte y, si los clavos no podían moverse, tenía que hacerlo él. Gruñó por el impacto y alzó su revólver, con polvo pegado al sudor de su mano. Buscó frenéticamente a quien le había disparado. Había fallado. Quizá la burbuja de acero había...

Un cuerpo salió rodando desde lo alto de la herrería y cayó al suelo, levantando una vaharada de polvo rojo. Wax parpadeó, se llevó la pistola al pecho y se situó de nuevo detrás de la verja, agachándose para ponerse a cubierto. No dejó de observar las líneas azules alománticas. Podían advertirle si alguien se acercaba, pero solo si la persona que lo hacía llevaba o vestía metal.

El cuerpo que había caído junto al edificio no tenía ni una sola línea apuntándolo. Sin embargo, otro grupo de líneas temblorosas señalaban hacia algo que se movía a lo largo de la parte trasera de la fragua. Wax alzó su arma y apuntó mientras una figura corría hacia él siguiendo el lado del edificio.

La mujer lucía un sobretodo blanco, enrojecido por la parte inferior. Tenía el pelo oscuro recogido en una cola, y llevaba pantalones y un cinturón ancho, con gruesas botas en los pies. Tenía el rostro cuadrado. Un rostro fuerte, con labios que a menudo se alzaban levemente por la parte derecha en una media sonrisa.

Wax dejó escapar un suspiro de alivio y bajó el arma.

—Lessie.

—¿Ya has vuelto a derribarte a ti mismo? —preguntó su esposa mientras llegaba a la cobertura de la verja junto a él—. Llevas más polvo en la cara que Miles tiene muecas. Tal vez es hora de que te retires, viejo.

—Lessie, soy solo tres meses mayor que tú.

—Son tres meses muy largos. —Lessie se asomó a la verja—. ¿Has visto a alguien más?

—He abatido a un hombre en el balcón —dijo Wax—. No sé si era Sangriento Tan o no.

—No lo era —respondió ella—. No habría intentado dispararte desde tan lejos.

Wax asintió. A Tan le gustaban las cosas personales. De cerca. El psicópata lo lamentaba cuando tenía que usar un arma, y rara vez le disparaba a alguien sin poder ver el miedo en sus ojos.

Lessie escrutó el silencioso pueblo y luego lo miró, dispuesta a moverse. Bajó la mirada un momento, centrándose en el bolsillo de su camisa.

Wax siguió su mirada. Del bolsillo sobresalía una carta, entregada antes ese mismo día. Era de la gran ciudad de Elendel, dirigida a lord Waxillium Ladrian. Un nombre que Wax no empleaba desde hacía años. Un nombre que ahora le parecía extraño.

Guardó la carta en las profundidades del bolsillo. Lessie pareció creer que el gesto implicaba algo más. La ciudad no albergaba nada para él ahora, y la Casa Ladrian podía sobrevivir en su ausencia. Tendría que haber quemado esa carta.

Wax asintió, señalando al hombre caído junto a la pared para distraerla de la carta.

—¿Cosa tuya?

—Tenía un arco —dijo ella—. Puntas de piedra. Casi te pilla desde arriba.

—Gracias.

Ella se encogió de hombros, los ojos brillando de satisfacción. Esos ojos tenían ahora arrugas en las comisuras, curtidas por la fuerte luz de los Áridos. Hubo una época en que Wax y ella calculaban quién salvaba más a menudo a quién. Los dos habían perdido la cuenta hacía años.

—Cúbreme —dijo Wax en voz baja.

—¿Con qué? —preguntó ella—. ¿Con pintura? ¿Besos? Ya estás cubierto de polvo.

Wax alzó una ceja.

—Lo siento —dijo ella, haciendo una mueca—. He jugado demasiado a las cartas con Wayne últimamente.

Él bufó, corrió agazapado hasta el cadáver y le dio la vuelta. El hombre era un tipo de rostro cruel con barba de varios días en las mejillas; la herida de bala sangraba en su costado derecho. «Creo que lo reconozco», pensó Wax para sí mientras registraba los bolsillos del hombro y encontraba un vial de cristal rojo como la sangre.

Corrió de regreso a la verja.

—¿Y bien? —preguntó Lessie.

—Del grupo de Donal —dijo Wax, mostrando el vial.

—Cabronazos —dijo Lessie—. No podían dejarnos hacerlo a nosotros,

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