Me vestiré de Medianoche (Mundodisco 38)

Terry Pratchett

Fragmento

cap-1

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CAPÍTULO 1

Un buen rapaciño grandullón

¿Por qué será que a la gente le gusta tanto el ruido? ¿Por qué el ruido es tan importante?, se preguntó Tiffany Dolorido.

Algo situado bastante cerca de ella sonaba como una vaca dando a luz. Resultó ser un viejo organillo, accionado por un hombre harapiento que llevaba un sombrero de copa maltrecho. Tiffany se alejó con toda la educación posible, pero el sonido era pegadizo: daba la sensación de que, si se lo permitía, intentaría seguirla hasta casa.

Pero el sonido del organillo era solo uno entre el gran caldero de ruidos que Tiffany tenía alrededor, todos emitidos por gente8 y todos emitidos por gente que intentaba hacer más ruido que la otra gente que hacía ruido. Discusiones en los tenderetes improvisados, personas hundiendo la cabeza en barreños para sacar manzanas o sapos,* vítores dirigidos a los boxeadores y a una funámbula con lentejuelas, vendedores anunciando su algodón de azúcar a grito pelado y, por decirlo sin finuras, gente cogiendo una borrachera de mucho cuidado.

El aire de las verdes lomas estaba cargado de ruido. Era como si todos los habitantes de dos o tres pueblos hubieran subido en masa hasta la cima de las colinas. Por eso ahora, donde lo único que solía oírse era el esporádico graznido de un gavilán, se oía el permanente graznido de… bueno, de todo el mundo. Lo llamaban «diversión». Los únicos que no hacían ruido eran los ladrones y carteristas, que se dedicaban a su negocio en un silencio encomiable y, además, nunca se acercaban a Tiffany: ¿quién iba a meter la mano en el bolsillo de una bruja? Tendría suerte si la sacaba con todos los dedos. Al menos eso era lo que ellos temían, y toda bruja sensata hacía lo posible por alentar ese miedo.

Cuando se es bruja, se es todas las brujas, pensó Tiffany Dolorido mientras caminaba entre la multitud tirando de su escoba atada con un cordel. El palo flotaba casi un metro por encima del suelo, lo que empezaba a molestar un poco a Tiffany. Parecía dar bastante buen resultado pero, dado que por toda la feria había niños que llevaban globos atados también con un cordel, no podía evitar la sensación de estar haciendo un poco el ridículo, y lo que hiciera quedar ridícula a una bruja hacía quedar ridículas a todas las brujas.

Por otra parte, si la dejara atada a algún seto, seguro que algún niño acabaría retado por los demás a desatar el cordel y subirse a la escoba, en cuyo caso probablemente saldría disparado en vertical hasta el final de la atmósfera, donde el aire se congelaba. Y aunque en teoría Tiffany podía hacer volver la escoba, las madres solían irritarse mucho si tenían que descongelar a sus hijos en un día soleado de finales de verano. Quedaría feo. La gente hablaría. La gente siempre hablaba de las brujas.

Tiffany se resignó a seguir tirando de la escoba. Con un poco de suerte daría la impresión de que estaba amoldándose al ambiente festivo, con propósito humorístico.

Había que guardar las apariencias, incluso en acontecimientos de tan engañosa jovialidad como las ferias. Ella era la bruja: ¿quién sabía qué desastres podría provocar si no recordaba el nombre de alguien o, peor aún, si se equivocaba? ¿Qué pasaría si olvidaba todas las pequeñas afrentas y enemistades, qué gente no se hablaba con sus vecinos, etcétera, etcétera, y mucho más et y más cétera todavía? Tiffany no tenía la menor noción de la palabra «polvorín», pero si la conociera, le habría venido a la mente.

Ella era la bruja. A lo largo y ancho de la Caliza, ella era la bruja. Ya no solo la bruja de su propio pueblo, sino también la de todos hasta llegar a Senda-del-Perdedor, que estaba a todo un día de camino a pie. El territorio que una bruja consideraba propio y por cuyos habitantes hacía lo que era necesario se llamaba encomienda, y la de Tiffany era de las buenas. A pocas brujas les tocaba un promontorio geológico para ellas solas, aunque la Caliza estuviera cubierta sobre todo de hierba y la hierba estuviera cubierta sobre todo de ovejas. Y aquel día, las ovejas de las lomas se habían quedado solas para hacer lo que fuera que hiciesen cuando estaban solas, que casi a ciencia cierta sería más o menos lo mismo que hacían si se las vigilaba. Y las ovejas, que en general siempre estaban mimadas, pastoreadas y observadas, aquel día no despertaban el menor interés en nadie porque estaba celebrándose el acontecimiento más maravilloso y atractivo del mundo.

Por supuesto, la feria del desbrozo solo era el acontecimiento más maravilloso y atractivo del mundo para quienes no solieran alejarse más de unos siete kilómetros de casa. Quienes vivían cerca de la Caliza siempre coincidían con todos sus conocidos* en la feria. Muy a menudo encontraban allí a la persona con quien posiblemente acabarían casados. Las chicas lucían sus mejores vestidos, y los chicos lucían la esperanza en el rostro y un pelo alisado con pomada barata o, en la mayoría de los casos, con saliva. En general salían mejor parados quienes habían optado por la saliva, ya que la pomada barata era barata de verdad y les caía derretida por la cara cuando hacía calor, provocando que los jóvenes no resultaran interesantes a las chicas, como deseaban con tanto fervor, sino a las moscas, que se agolpaban para comer en sus cueros cabelludos.

Aun así, como tampoco iban a llamar al acontecimiento «la feria a la que se va con la esperanza de llevarse un beso y, con suerte, la promesa de otro», la llamaban feria del desbrozo.

El desbrozo se celebraba durante tres días al final del verano. Para casi todos los habitantes de la comarca, equivalía a sus vacaciones. Era ya el tercer día, y solía decirse que si para entonces no te habían dado un beso, ya podías irte a casa. A Tiffany no le habían dado un beso pero, al fin y al cabo, era la bruja. A saber en qué podías acabar transformado.

Si a finales de verano hacía buen tiempo, no era raro que la gente se quedara a dormir bajo las estrellas, y también bajo los arbustos. Por eso había que ir con cuidado si se daba un paseo nocturno, para no tropezar con los pies de los demás. Dicho sin rodeos, había cierta cantidad de lo que Tata Ogg (una bruja que había tenido tres maridos) llamaba «fabricarte tu propia diversión». Era una pena que Tata viviera en las montañas porque la feria le habría encantado, y a Tiffany le habría encantado mirarle la cara cuando viese el gigante.*

Era un hombre —definitivamente un hombre, sin la menor duda posible— tallado en los pastos miles de años atrás. Una silueta blanca en contraste con el verde, herencia de los tiempos en que los habitantes de un mundo peligroso debían pensar en la supervivencia y la fertilidad.

Ah, y además lo habían tallado, o esa impresión daba, antes de que se inventaran los pantalones. De hecho, afirmar que no llevaba pantalones era quedarse corto. Su ausencia de pantalones llenaba el mundo. Era imposible pasear por el caminito que recorría el pie de las colinas sin fijarse en que había una e

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