Para Adam Horne,
que es un campeón de los libros
y merece su propia hoja esquirlada
INTRODUCCIÓN Y AGRADECIMIENTOS
Os doy la bienvenida a Viento y verdad, la quinta novela de El Archivo de las Tormentas. Este es el punto intermedio de la serie y la conclusión de su primer arco principal. Como tal, este libro me ha costado más que la mayoría, y le he dedicado buena parte de mis pensamientos, mi pasión y mi esfuerzo estos últimos cuatro años. Es, hasta la fecha, el libro más largo que he escrito, y también está entre las mayores cantidades de tiempo que he invertido jamás en una novela. (Posiblemente, la que más, sin contar los proyectos que aparco para volver a ellos años después). ¡Espero que consideréis que el esfuerzo ha merecido la pena!
Más abajo tenéis la lista de todas las personas que han trabajado para esta novela entre bambalinas, en distintos roles. Esto se parece cada vez más a los títulos de crédito de una película, con la cantidad de gente que colabora. Soy yo quien escribe todas las palabras y el único autor de los libros, pero… caramba, Dragonsteel como empresa se ha convertido en algo espectacular. Para la mayoría de las novelas mantenemos unos turnos de trabajo bastante normales, pero los libros del Archivo suelen ser un caso de todo el mundo arrimando el hombro, con gente echando horas extras para llegar a las fechas de entrega y otras personas dedicando la mayor parte de su jornada laboral a que el libro se revise, publicite y distribuya. Así que, si alguna vez os los encontráis, dadles un apretón de manos y la enhorabuena.
Y ahora, por favor, sentaos y disfrutad del espectáculo. Se avecina una alta tormenta.
Artistas gráficos que han trabajado en este libro: Michael Whelan, Donato Giancola, Miranda Meeks, Dan dos Santos, Audrey Hotte, Kelley King, Petar Penev, Howard Lyon, Greg Call, Isaac Stewart, Ben McSweeney, Anna Earley y Hayley Lazo.
En Tor Books: Devi Pillai, Stephanie Stein, Tessa Villanueva, Sanaa AliVirani, Rafal Gibek, Peter Lutjen, Alexis Saarela, Lucille Rettino y Emily Mlynek.
En Gollancz: Gillian Redfearn, Brendan Durkin, Emad Akhtar, Cait Davies y Javerya Iqbal.
Revisión de estilo y ortotipográfica: Terry McGarry, Christina MacDonald y Hayley Jozwiak.
Narración del audiolibro: Michael Kramer y Kate Reading. En Macmillan Audio: Steve Wagner.
En la agencia literaria JABberwocky: Joshua Bilmes, Susan Velasquez, Christina Zobel, Valentina Sainato y Brady McReynolds. En la agencia literaria Zeno: John Berlyne.
En Dragonsteel, la directora ejecutiva es Emily Sanderson. Operaciones y Recursos Humanos: Matt «¿Por qué escribes mi nombre así, Brandon?» Hatch (vicepresidente), Jane Horne (directora de operaciones), Kathleen Dorsey Sanderson, Jerrod Walker, Braydonn Moore, Makena Saluone, Christian Fairbanks, Becky Wilson, Ethan Skarstedt, Emma Tan-Stoker (directora financiera) y Matt Hampton.
Departamento de Desarrollo Creativo: Isaac Stewart (vicepresidente), Shawn Boyles y Ben McSweeney (directores artísticos), Jennifer Neal, Rachael Lynn Buchanan, Anna Earley, Hayley Lazo y Priscilla Spencer.
Departamento Editorial: El invitador Peter Ahlstrom (vicepresidente), Kristy S. Gilbert (directora editorial), Karen Ahlstrom (directora de continuidad), Jennie Stevens, Betsey Ahlstrom y Emily Shaw-Higham.
Departamento de Productos, Acontecimientos y Suéteres Molones: Kara Stewart (vicepresidenta), Christi Jacobsen (directora de productos), Kellyn Neumann (directora de acontecimientos y apoyo), Lex Willhite, Richard Rubert, Dallin Holden, Ally Reep, Mem Grange, Brett Moore, Katy Ives, Joy Allen, Daniel Phipps, Michael Bateman, Alex Lyon, Jacob Chrisman, Camilla Waite, Quinton Martin, Hollie Rubert, Gwen Hickman, Isabel Chrisman, Amanda Butterfield, Logan Reep y Pablo Mooney.
Departamento de Publicidad y Márketing: Adam Horne, alias Aquel A Quien Va Dedicado El Libro (¡yuju!), es el vicepresidente. También lo componen Jeremy Palmer (director de márketing), Octavia Escamilla-Spiker, Taylor Hatch, Tayan Hatch y Donald George Mustard III.
Departamento Narrativo: Dan Wells (vicepresidente) es el único miembro del Departamento Narrativo, a excepción de su amigo imaginario Bob el Banjista.
Mi grupo de escritura, Aquí Hay Dragones: Kaylynn ZoBell, Kathleen Dorsey Sanderson, Eric James Stone, Darci Stone, Alan Layton, ¿Qué tal, Ben? (Olsen), Ethan Skarstedt, Karen Ahlstrom, Peter Ahlstrom y Emily Sanderson.
Experta en trastorno de identidad disociativo: Britt Martin. Expertos militares: Carl Fisk, John Fahey. Experto en amputaciones y prótesis: Matthew Fox.
Arcanistas: Eric Lake, Evgeni «Argent» Kirilov, Joshua «Jofwu» Harkey, David Behrens, Ian McNatt y Ben Marrow.
Lectores beta: Aaron Ford, Alexis Horizon, Alice Arneson, Alyx Hoge, Amit Shteinheart, Aubree Pham, Austin Hussey, Bao Pham, Becca Reppert, Ben Marrow, Billy Todd, Bob Kluttz, Brandon Cole, Brian T. Hill, Britton Roney, Chana Oshira Block, Chris Kluwe, Chris McGrath, Christina Goodman, Christopher «chaplainchris» Cottingham, Craig Hanks, Darci Cole, David Behrens, Deane Covel Whitney, Donita Orders, Drew McCaffrey, Eliyahu Berelowitz Levin, Eric Lake, Erika Kuta Marler, Evgeni «Argent» Kirilov, Gary Singer, Giulia Costantini, Glen Vogelaar, Ian McNatt, Jayden King, Jennifer Pugh, Jessica Ashcraft, Jessie Lake, João Menezes Morais, Joe Skeedlebop Deardeuff, Joelle Ruth Philips, Jory «Jor el Portero» Phillips, Joshua Harkey, Kadie «Ene» Nytch, Kalyani Poluri, Kathleen Barlow, Dr. Kathleen Holland, Kendra Wilson, Krystl Allred, Kyle «Dorksider» Wilson, Laura Heinis, Lauren McCaffrey, Lauren «Mamá de Biz» Strach, Liliana Klein, Linnea Lindstrom, Lyndsey Luther, Max Salzman, Marnie Peterson, Matt Weins, Megan Kanne, Mi’chelle Walker, Paige Phillips, Paige Vest, Poonam Desai, Rachel Rada, Rahkeem Ball, Rahul Pantula, Richard Fife, Rob West, Rosemary Williams, Ross Newberry, Ryan Scott, Sam Baskin, Sarah Herr, Sarah Kane, Scott «Spydr» Webb, Sean VanBlack, Shannon Nelson, Shivam Bhatt, Siena «Lotus» Buchanan, Suzanne Musin, Taylor Cole, Ted Herman, Tim Challener, TJ McGrath, Trae Cooper y Zenef Mark Lindberg.
Lectores gamma: gran parte de los lectores beta, además de Ari Kufer, Brian Magnant, Collin Abeln, Dale Wiens, Ellie Frato-Sweeney, Lingting «Botanica» Xu, Nisarg «Viva el conflicto» Shah, Philip Vorwaller, Ram Shoham, Spencer White, Valencia Kumley y William Juan.




SIETE AÑOS Y MEDIO ANTES
Gavilar Kholin estaba al borde de la inmortalidad.
Solo tenía que hallar las Palabras correctas.
Caminó en círculo bordeando las nueve hojas de Honor, clavadas por la punta en el suelo de piedra. El aire apestaba a carne quemada, y Gavilar había estado en las suficientes piras funerarias para conocer a fondo ese olor, aunque aquellos cuerpos no se habían quemado tras la batalla, sino durante.
—Lo llaman el Aharietiam —dijo, pasando junto a las hojas, dejando que su mano permaneciera un momento sobre cada una. Cuando se convirtiera en Heraldo, ¿su hoja esquirlada sería como aquellas, imbuidas de poder y conocimiento?—. El fin del mundo. ¿Era mentira?
Muchos de quienes lo llamaron así creían lo que estaban diciendo, respondió el Padre Tormenta.
—¿Y los propietarios de estas? —preguntó Gavilar, señalando las hojas—. ¿Qué creían los Heraldos?
Si hubieran sido sinceros por completo, dijo el Padre Tormenta, no estaría buscando un nuevo campeón.
Gavilar asintió.
—Juro servir a Honor y a Roshar como su Heraldo. Mejor que como lo hicieron ellos.
Esas palabras no son aceptadas, repuso el Padre Tormenta. No vas a encontrarlas haciendo intentos aleatorios, Gavilar.
Pensaba seguir probando, de todos modos. Durante el proceso de convertirse en el hombre más poderoso del mundo, Gavilar había logrado a menudo lo que otros consideraban imposible. Rodeó de nuevo el círculo de hojas, solo con ellas a la sombra de los monolitos. Después de visitar decenas de veces aquella visión, podía nombrar todas y cada una de las hojas por su Heraldo asociado. El Padre Tormenta, sin embargo, seguía siendo reacio a compartir información.
Daba igual. Gavilar obtendría su recompensa. Arrancó de la piedra la hoja esquirlada larga y curvada de Jezrien y la blandió, hendiendo el aire.
—Nohadon coincidió con los Heraldos y llegó a conocerlos bien.
Sí, reconoció el Padre Tormenta.
—Están ahí, ¿verdad? —dijo Gavilar—. ¿Las Palabras correctas están en algún lugar de El camino de los reyes?
Sí.
Gavilar tenía memorizado el libro entero; había aprendido a leer por sí mismo años antes, para ser capaz de buscar secretos sin revelárselos a las mujeres de su vida. Arrojó a un lado la hoja del Heraldo, dejando que tañera contra la piedra y provocando un siseo del Padre Tormenta.
Se regañó para sus adentros. Aquello era solo una visión, y las falsas hojas de Honor no significaban nada para él, pero necesitaba que el Padre Tormenta lo considerase devoto y digno, al menos por el momento. Empuñó la hoja de Chana. El diseño de esa le gustaba mucho, bifurcado, con una ranura abierta a lo largo del centro. Ese hueco sería muy poco práctico en una espada normal. Allí, simbolizaba que aquella hoja era algo increíble.
—Chanarach era militar —dijo—, y esta es la hoja de una soldado. Sólida y recta, pero con esa pequeña imposibilidad ausente en su centro. —Alzó la hoja esquirlada ante él y examinó su filo—. Tengo la sensación de conocerlos a todos muy bien. Son mis compañeros y, sin embargo, no podría distinguirlos en una multitud.
¿Tus compañeros? No te precipites, Gavilar. Encuentra las Palabras.
Esas tormentosas Palabras. Las más importantes que Gavilar pronunciaría en la vida. Con ellas, se convertiría en el campeón del Padre Tormenta… y, según había deducido, en algo más. Gavilar sospechaba que sería aceptado en el Juramento y ascendería más allá de la mortalidad. No había preguntado a qué Heraldo iba a reemplazar. Le parecía de mal gusto, y no quería quedar como un grosero ante el Padre Tormenta. No obstante, sospechaba que reemplazaría a Talenelat, el único que no había abandonado su hoja esquirlada.
Gavilar clavó la espada de nuevo en la piedra.
—Regresemos.
La visión terminó de inmediato y Gavilar se encontró en el estudio de la primera planta del palacio. Estantes con libros en la pared, un escritorio tranquilo donde leer, tapices y alfombras para amortiguar las voces. Llevaba sus mejores galas para el banquete de esa noche, una regia túnica, más arcaica que a la moda. Como su barba, la ropa destacaba entre los ojos claros alezi. Quería que lo considerasen como un ser antiguo, por encima de sus mezquinos jueguecitos.
En teoría aquel estudio estaba asignado a Navani, pero el palacio le pertenecía a él. La gente rara vez iba a buscarlo allí, y necesitaba un descanso de la gente pequeña y sus pequeñas preocupaciones. Tenía tiempo antes de sus reuniones, de modo que Gavilar seleccionó un libro pequeño que enumeraba las últimas exploraciones de la región que circundaba las Llanuras Quebradas. Estaba cada vez más convencido de que en ese lugar había una antigua Puerta Jurada sin bloquear. A través de ella, Gavilar podría encontrar la mítica Urithiru, y allí, los antiguos registros.
Nada le impediría encontrar las Palabras correctas. Ya estaba cerca. Tenía casi al alcance de la mano aquello que todo ser humano deseaba en secreto, pero que solo diez de ellos habían logrado jamás. La vida eterna, y un legado que abarcara milenios… porque uno mismo estaría presente para darle forma.
No es una cosa tan grandiosa como crees, dijo el spren. Y eso hizo pensar a Gavilar. El Padre Tormenta no podía leerle la mente, ¿verdad? No. No, ya había hecho experimentos al respecto. El spren no conocía sus pensamientos más íntimos, sus planes más profundos. Porque si supiera las intenciones de Gavilar, no se prestaría a colaborar con él.
—¿El qué? —preguntó Gavilar, devolviendo el libro a su sitio.
La inmortalidad, dijo el Padre Tormenta. Desgasta a hombres y mujeres, erosiona mentes y almas. Los Heraldos han perdido el juicio, por dolencias antinaturales de la psique exclusivas de entidades tan antiguas como ellos.
—¿Cuánto tiempo tardó en ocurrir? —preguntó Gavilar—. ¿Cuánto tardaron en aparecer los síntomas?
Cuesta saberlo. Mil años, tal vez dos mil.
—Entonces, tengo ese tiempo para encontrar una solución —replicó Gavilar—. Un plazo mucho más razonable que el siglo, con suerte, del que dispone un mortal, ¿no te parece?
No te he prometido ese don. Supones que es lo que te ofrezco, pero tan solo busco un campeón. De todos modos, dime, ¿aceptarías pagar el precio de convertirte en Heraldo? Todos aquellos a quienes conoces serían polvo cuando regresaras.
Y allá iba la mentira.
—El deber de un rey es para con su pueblo —dijo—. Al convertirme en Heraldo, podré salvaguardar Alezkar de un modo que jamás lo ha hecho ningún monarca anterior. Soportaré los sufrimientos personales que ello entrañe. Y si muero —añadió Gavilar, citando El camino de los reyes—, lo haré habiendo vivido bien mi vida. No es el destino lo que importa, sino cómo se llega a él.
Esas palabras no son aceptadas, dijo el spren. Intentar adivinarlas no te llevará a las Palabras, Gavilar.
Bueno, pero las Palabras estaban en algún lugar de ese volumen. Resguardadas entre la moralina mojigata como un espinablanca en los zarzales. Gavilar Kholin no era un hombre acostumbrado a perder. La gente recibía lo que esperaba. Y él no esperaba solo la victoria, sino la divinidad.
El guardia llamó a la puerta con delicadeza. ¿Ya era la hora? Gavilar le dijo a Tearim que pasara y el guardia lo hizo. Esa noche llevaba la armadura esquirlada del propio Gavilar.
—Mi señor —dijo Tearim—, vuestro hermano está aquí.
—¿Qué? ¿No traes a Restares? ¿Cómo me ha encontrado Dalinar?
—Sospecho que nos ha visto montando guardia, majestad.
Vaya, hombre.
—Que pase —dijo Gavilar.
El guardia se retiró. Un segundo después, Dalinar irrumpió desde el pasillo con la elegancia de un chull de tres patas. Dio un portazo y bramó:
—¡Gavilar! Quiero ir a hablar con los parshendi.
Gavilar inhaló una bocanada lenta y profunda.
—Hermano, la situación es muy delicada y no nos interesa ofenderlos. —No los ofenderé —masculló Dalinar.
Llevaba puesta su takama, con la túnica del anticuado atavío de guerrero abierta y dejando ver su poderoso pecho, que ya lucía algunas canas. Dalinar apartó a Gavilar y se dejó caer en la silla del escritorio.
Pobre silla.
—¿Por qué te importan siquiera, Dalinar? —preguntó Gavilar llevándose la mano derecha a la frente.
—¿Por qué te importan a ti? —replicó su hermano—. Este tratado, este repentino interés por sus tierras… ¿Qué estás planeando? Dímelo.
«Mi querido y directo Dalinar. Tan sutil como una jarra de blanco comecuernos. E igual de listo».
—Dímelo a las claras —prosiguió Dalinar—. ¿Pretendes conquistarlos?
—¿Por qué iba a firmar un tratado si fuera esa mi intención?
—No lo sé —dijo Dalinar—. Es que… no quiero que les pase nada. Me caen bien.
—Son parshmenios.
—Me caen bien los parshmenios.
—Ni siquiera te has fijado nunca en un parshmenio a menos que tardara demasiado en traerte la bebida.
—Estos tienen algo —dijo Dalinar—. Me provocan… una afinidad.
—Bobadas. —Gavilar fue a la mesa y se inclinó junto a su hermano—. Dalinar, ¿qué te está pasando? ¿Dónde está el Espina Negra?
—Quizá esté cansado —respondió Dalinar—. O cegado. Por el hollín y las cenizas de los muertos, siempre en la cara…
¿Ya estaba otra vez Dalinar lloriqueando por la Grieta? Menudo incordio. Restares llegaría en cualquier momento, y luego… luego estaba Thaidakar. Cuántos cuchillos que mantener perfectamente equilibrados sobre la punta, para evitar que resbalaran y cortaran a Gavilar. No podía ocuparse de Dalinar y sus crisis de conciencia en ese momento.
—Hermano —dijo Gavilar—, ¿qué diría Evi si te viera así?
Era una lanza afilada con esmero y clavada por su mano experta en las tripas de Dalinar. Los dedos de su hermano aferraron la mesa y se encogió al oír el nombre.
—Ella querría que te alzaras como un guerrero —dijo Gavilar suavemente—. Y que protegieras Alezkar.
—Eh… —susurró Dalinar—. Ella…
Gavilar le tendió la mano y tiró de su hermano para levantarlo antes de acompañarlo a la puerta.
—Mantente firme.
Dalinar asintió, con la mano en el pomo.
—Ah —dijo Gavilar—. Otra cosa, hermano. Sigue los Códigos esta noche. Hay algo extraño en los vientos.
Los Códigos prohibían beber cuando la batalla pudiera ser inminente. Era solo un empujoncito para recordarle a Dalinar que era un banquete, y que tendría a mano cantidades ingentes de vino. Aunque Dalinar seguía pensando que nadie sabía que había matado a Evi, Gavilar había descubierto la verdad, lo que le permitía llevar a la práctica aquellas sutiles manipulaciones.
Dalinar había salido por la puerta un momento después, su lento y maleable cerebro centrado, con toda probabilidad, solo en dos cosas. La primera, lo que había hecho a Evi. La segunda, buscar algo lo bastante fuerte como para olvidar la primera.
Cuando Dalinar se hubo alejado pasillo abajo, Gavilar le hizo un gesto a Tearim para que se acercara. El guardia era miembro de los Hijos de Honor, un grupo que constituía un cuchillo más entre los que Gavilar mantenía en equilibrio, pues era imperativo evitar que supieran que sus planes se le habían quedado pequeños.
—Sigue a mi hermano —dijo Gavilar. Que sea sutil, pero asegúrate de que tenga algo de beber. Podrías llevarlo a las reservas secretas que guarda mi esposa, por ejemplo.
—Ya me ordenasteis hacerlo hace unos meses, mi señor —respondió Tearim con un susurro—. Me temo que allí ya no queda mucho. Le gusta compartir con sus soldados.
—Bueno, búscale algo —insistió Gavilar—. Ya les abriré yo la puerta a Restares y los demás cuando lleguen. Vete.
El soldado hizo una inclinación y se marchó en la misma dirección que Dalinar, estruendoso en su armadura esquirlada. Gavilar cerró la puerta con firmeza. No se sorprendió al sentir la voz del Padre Tormenta entrando en su mente.
Ese hombre tiene un potencial que no alcanzas a ver.
—¿Dalinar? Por supuesto que lo tiene. Si me las ingenio para mantenerlo apuntado en la dirección correcta, quemará naciones enteras.
Gavilar solo tenía que hincharlo a alcohol el resto del tiempo, para que no quemara la suya.
Podría ser más de lo que crees.
—Dalinar es un instrumento grandote, romo y estúpido que aplicar a los problemas hasta romperlos —afirmó Gavilar.
Se estremeció al recordar la vez que vio acercarse a su hermano por un campo de batalla. Empapado en sangre. Con unos ojos que parecían resplandecer rojizos dentro del yelmo, anhelando la vida que tenía Gavilar… Ese fantasma lo acosaba. Por suerte, el hombre era un borrachín amable, tanto el dolor de su hermano como su adicción lo hacían bastante fácil de controlar.
Al poco tiempo Gavilar se vio interrumpido por otra llamada a la puerta. La abrió él mismo y no encontró a nadie fuera. Entonces el Padre Tormenta le siseó una advertencia en la mente que le heló la sangre.
Cuando se volvió de nuevo hacia el interior, el viejo Thaidakar estaba allí. El Señor de las Cicatrices en persona, una figura embozada en una capa con capucha, raída por la parte de abajo. Tormentas.
—Se me hicieron promesas —dijo Thaidakar, su rostro oculto por la capucha—. Te he proporcionado información, Gavilar, de la más valiosa que existe. Como pago, te solicité a un solo hombre. ¿Cuándo vas a entregarme a Restares?
—Pronto —respondió Gavilar—. Necesito ganarme su confianza antes.
—A mí me da la impresión —dijo Thaidakar— de que estás menos interesado en nuestro trato que en tus propios motivos. Me da la impresión de que te dirigí hacia algo de gran valor que has decidido quedarte para ti solo. Me da la impresión de que estás jugando a algo.
—Pues a mí me da la impresión —replicó Gavilar, dando un paso hacia la figura encapuchada— de que no estás en posición de exigir nada. Me necesitas. Así que ¿por qué no… seguimos jugando?
Thaidakar se quedó quieto un momento. Luego, con un suspiro, levantó las manos enguantadas y se quitó la capucha. Gavilar se quedó petrificado, pues, aunque habían hablado en varias ocasiones, nunca había visto el rostro de ese hombre.
Thaidakar estaba hecho por completo de una tenue luz blanquiazul. Era más joven de lo que Gavilar había supuesto, de mediana edad, no el viejo decrépito por el que lo había tomado. Tenía un gran clavo, también azul, atravesándole un ojo. La punta asomaba por la parte trasera del cráneo. ¿Sería alguna clase de spren?
—Gavilar —dijo Thaidakar—, ve con cuidado. No eres inmortal todavía, pero has empezado a jugar con fuerzas que despedazan a los mortales por sus mismos ejes.
—¿Sabes cuáles son? —preguntó Gavilar, ansioso—. ¿Las palabras más importantes que pronunciaré jamás?
—No —respondió Thaidakar—. Pero escucha: nada de esto es lo que tú crees. Entrega a Restares a mis agentes y yo te ayudaré a recuperar los antiguos poderes.
—Eso ya lo tengo superado —afirmó Gavilar.
—No se puede «superar» la marea, Gavilar —replicó Thaidakar—. O nadas a su favor o se te lleva. Nuestros planes ya están en marcha. Aunque, siendo sincero, tampoco estoy seguro de que hiciéramos gran cosa. Esa marea iba a llegar de todos modos.
Gavilar dio un gruñido.
—Bueno, pues yo pretendo…
Lo interrumpió la transformación de Thaidakar. Su cara se derritió, dejando solo una simple esfera que flotaba en el aire, con una especie de runa arcana en el centro. La capa, el cuerpo y los guantes se esfumaron por completo en volutas de humo que terminaron evaporándose.
Gavilar no podía apartar la mirada. Aquello… aquello se parecía mucho a lo que había leído sobre los poderes de los Tejedores de Luz. Caballeros Radiantes. ¿Sería Thaidakar…?
—Sé que hoy vas a reunirte con Restares —dijo la esfera, vibrando, ya que no tenía boca—. Prepáralo y entrégaselo a mis agentes para que lo interroguen. O atente a las consecuencias. Te estoy dando un ultimátum, Gavilar. No te interesa ser mi enemigo.
La esfera de luz se encogió y se volvió casi transparente mientras se desplazaba hacia la puerta, y entonces descendió y salió por el hueco entre ella y el suelo.
—¿Qué era eso? —preguntó Gavilar con brusquedad al Padre Tormenta, enervado.
Algo peligroso, respondió el spren en su mente.
—¿Radiante?
No. Similar, pero no.
Gavilar se descubrió temblando. Lo cual era estúpido. Era un tormentoso rey, que pronto se transformaría en semidiós. Tenía un destino; no iba a permitir que lo pusieran nervioso unos trucos baratos y unas amenazas vagas. Aun así, apoyó la mano en la mesa, respiró hondo y sus dedos perturbaron unas cuantas notas y diagramas de la última obsesión mecánica de su esposa. No por primera vez, se preguntó si Navani podría resolver aquel interrogante. Añoraba cómo conspiraban en el pasado. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que rieron todos juntos, Ialai, Navani, Sadeas y él?
Por desgracia, aquel secreto no era de los que se compartían. Tanto Ialai como Sadeas le arrebatarían el premio si pudieran, y Gavilar no se lo reprocharía. Navani, en cambio… ¿Trataría ella de tomar la inmortalidad para sí misma? ¿Comprendería siquiera su valor? Era muy inteligente, muy astuta para ciertas cosas. Y, sin embargo, cuando Gavilar le hablaba de su aspiración a un legado más grandioso, Navani se perdía en los detalles. Rechazaba pensar en la montaña porque se preocupaba de dónde situar las estribaciones.
Gavilar lamentaba la distancia entre ellos. Aquella frialdad que crecía como… bueno, mejor dicho, que ya había crecido como una mala hierba sobre su matrimonio. Pensarlo le provocó una punzada de dolor en el corazón. Debería…
«Todos aquellos a quienes conoces serían polvo cuando regresaras».
Tal vez fuese mejor así.
Tenía planes para mitigar la longitud de su ausencia de aquel mundo, pero quizá requirieran varios intentos para perfeccionarlos. Por tanto… tal vez cuantos menos apegos tuviera, mejor. Así el corte sería más limpio. Como hecho por una hoja esquirlada.
Se obligó a volver a sus planes, y estaba bien preparado cuando llegó Restares. El hombre, de pelo ralo, no llamó a la puerta. Se limitó a asomar la cabeza para comprobar nervioso todas las esquinas antes de pasar al interior. Entró seguido por una sombra: un makabaki alto e imperioso, con una marca de nacimiento en una mejilla. Gavilar había dado instrucciones a los sirvientes de que los trataran a ambos como a «embajadores», pero aún no había tenido ocasión de hablar con aquel segundo hombre, a quien no conocía.
Caminaba con una cierta… firmeza. Rigidez. No era un hombre de los que cedían terreno. Ni al viento, ni a la tormenta, ni muchísimo menos a otras personas.
—Gavilar Kholin —dijo el hombre.
Ni le tendió la mano ni se inclinó ante él. Trabaron la mirada. Impresionante. Gavilar había esperado… bueno, a alguien más parecido a Restares.
—¿Una copa? —ofreció Gavilar, señalando hacia el aparador.
—No —dijo el hombre, sin agradecimientos ni cumplidos. Interesante. Intrigante.
Restares correteó hacia las botellas como un niño hacia unos dulces. Incluso a aquellas alturas, después de unirse a aquella nueva encarnación de los Hijos de Honor, Gavilar encontraba a Restares… extraño. El hombre bajito y medio calvo olisqueó todos los vinos. Jamás había confiado en bebida alguna estando en presencia de Gavilar, pero las comprobaba siempre de todos modos. Como si quisiera encontrar veneno, para demostrarse a sí mismo que su paranoia estaba justificada.
—Lo siento —dijo Restares, estrujándose las manos, sin separarse de las botellas—. Lo siento. Hoy no… no tengo sed, Gavilar. Lo siento.
Gavilar ya estaba cerca de descartarlo y tomar el control de los Hijos de Honor. Solo que algunos de los demás, como Amaram, lo respetaban. Y además… ¿por qué estaba Thaidakar tan interesado en Restares? Sin duda, no podía ser alguien importante de verdad. Tal vez su amigo alto fuese el verdadero poder. ¿Era posible que hubieran logrado mantener engañado a Gavilar durante dos años sobre algo tan crucial?
—Me alegro de que aceptaras que nos reunamos —dijo Restares—. Sí, hum. Porque… hum. Bueno… anuncio. Tengo un anuncio que hacer.
Gavilar frunció el ceño.
—¿Qué sucede?
—He oído —dijo Restares— que pretendes, hum, ¿restaurar a los Portadores del Vacío?
—Tú fundaste los Hijos de Honor, Restares —repuso Gavilar—, para recuperar los antiguos juramentos y restaurar los Caballeros Radiantes. Bueno, desaparecieron a la vez que los Portadores del Vacío. Por tanto, si traemos de vuelta a los Portadores del Vacío, los poderes deberían regresar. «Y lo más importante de todo —pensó—, los Heraldos volverán desde la tierra de los muertos para capitanearnos de nuevo. Lo que me permitirá usurpar el puesto de uno de ellos».
—No, no, no —dijo Restares, con una firmeza muy poco propia de él—. ¡Yo quería que regresara el honor de la humanidad! Quería que explorásemos lo que había hecho tan grandiosos a esos Radiantes. Antes de que las cosas se torcieran. —Se pasó la mano por el ralo cabello, sin cruzar la mirada con Gavilar—. Antes de que… yo… las torciera…
»Deberíamos… dejar de intentar restaurar los poderes —prosiguió Restares, pero su voz iba languideciendo, y miró a su adusto amigo como en busca de apoyo—. No podemos… permitirnos otro Retorno…
—Restares —dijo Gavilar, avanzando hacia el hombrecillo—. ¿Qué te pasa? ¿Hablas de traicionar todo en lo que creemos? —«O al menos, en lo que fingimos creer». Gavilar se situó con sutileza para cernirse sobre Restares—. ¿Has oído hablar de un hombre llamado Thaidakar?
Restares alzó la mirada y se le ensancharon los ojos.
—Está buscándote —dijo Gavilar—. Hasta ahora te he protegido. ¿Qué es lo que quiere de ti, Restares?
—Secretos —susurró Restares—. Ese hombre… no soporta… que nadie guarde secretos.
—¿Qué secretos? —preguntó Gavilar con firmeza, haciendo que Restares se encogiera—. Ya he soportado tus mentiras bastante tiempo. ¿Qué está pasando? ¿Qué pretende Thaidakar?
—Sé dónde está escondida —susurró Restares—. Dónde está su alma. Ba-Ado-Mishram. La Otorgadora de Formas. La que podría rivalizar con él. Aquella a la que… traicionamos.
¿Ba-Ado-Mishram? ¿Qué importancia podía tener para Thaidakar una Deshecha? Como pieza del rompecabezas, tenía una forma muy rara. Gavilar abrió la boca para hablar, pero entonces una mano lo agarró por el hombro, con dedos como tenazas. Se volvió y encontró al amigo makabaki de Restares detrás de él.
—¿Qué has hecho? —preguntó el hombre, con una voz gélida—. Gavilar Kholin, ¿qué actos has emprendido para lograr ese objetivo tuyo, hacia el que mi amigo cometió el error de encaminarte?
—No te haces una idea —dijo Gavilar, mirando al desconocido a los ojos hasta que por fin le soltó el hombro. Se sacó un saquito del bolsillo y, con gesto casual, dejó caer una selección de esferas y gemas a la mesa—. Estoy cerca. ¡Restares, no te vengas abajo ahora!
El desconocido las miró mientras se le separaban los labios. Extendió la mano hacia una de las esferas que brillaban con una luz oscura, casi invertida, de color violeta. Una luz imposible, un color que no debería existir. Cuando el desconocido tuvo cerca los dedos, los retiró de sopetón y miró a Gavilar con los ojos muy abiertos.
—Eres un necio —dijo el hombre—. Un necio de remate que embiste hacia la alta tormenta con un palo, pretendiendo combatirla. ¿Qué has hecho? ¿De dónde has sacado luz del vacío?
Gavilar sonrió. Ninguno de ellos sabía nada sobre el erudito secreto que mantenía en reserva. Un maestro de todo lo científico. Un hombre que no pertenecía ni a los Sangre Espectral ni a los Hijos de Honor.
Un hombre de otro mundo.
—Ya está en marcha —dijo Gavilar, lanzando una mirada hacia Restares—. Y el proyecto ha sido un éxito.
A Restares se le iluminó el semblante.
—¿Lo… lo ha sido? ¿Esa luz es…? —Se volvió en dirección a su amigo—. ¡Podría funcionar, Nale! Podríamos traerlos de vuelta y entonces destruirlos. Podría funcionar.
«Nale». Ay, tormentas. Gavilar sabía, aunque trataba de no pensar en ello, que Restares fingía ser un Heraldo para impresionar a los demás. El hombrecillo no sabía que Gavilar había entablado relación con el Padre Tormenta, quien le había dicho la verdad: que todos los Heraldos habían muerto hacía mucho tiempo y habían ido a Braize.
¿Así que aquel desconocido se hacía pasar por Nalan, Heraldo de la Justicia? Lo cierto era que… el aspecto sí que lo tenía. En muchas representaciones, Nalan aparecía como un imperioso makabaki. Y aquella marca de nacimiento… guardaba un sorprendente parecido con la que Gavilar había visto en varios de los cuadros más antiguos.
Pero no. Era absurdo. Si creyera aquello, tendría que creer también que Restares, nada menos, era un Heraldo.
El desconocido aún le sostenía la mirada a Gavilar. Inmóvil, con la expresión gélida. Un monolito en vez de un hombre.
—Esto es demasiado peligroso —dijo.
Gavilar no dejó de mirarlo. El mundo se plegaría a sus deseos. Siempre lo había hecho hasta entonces.
—Pero tú eres —terminó diciendo el hombre con un paso atrás— el rey. Tu voluntad… es la ley… en este territorio.
—Sí —respondió Gavilar—. Correcto. Restares, tengo más buenas noticias. Podemos transportar luz del vacío procedente de la tormenta al Reino Físico. Incluso podemos trasladarla de aquí a Condenación, como tú querías.
—Es una manera —dijo Restares, mirando a Nale—. Una forma… de escapar, quizá…
Nale hizo un gesto hacia los objetos de la mesa.
—Pero poder llevarlos y traerlos desde Braize no significa nada. Está demasiado próximo para suponer una distancia relevante.
—Era impensable hace solo unos pocos años —dijo Gavilar—. Esto demuestra que es posible. La Conexión no está cercenada y la caja permite los desplazamientos. Todavía no tan lejos como querríais, pero en algún punto debemos empezar el trayecto.
No estaba seguro de por qué Restares anhelaba tanto ser capaz de trasladar la luz por Shadesmar. Thaidakar también quería esa información. Una forma de transportar luz tormentosa, y también aquella nueva luz del vacío, a largas distancias. Mientras reflexionaba sobre eso, Gavilar vio algo. La puerta estaba entreabierta. Había un ojo observando desde fuera.
Condenación. Era Navani. ¿Cuánto había oído?
—Marido mío —dijo ella, entrando de inmediato en el estudio—, hay invitados esperándote en el recibidor. Parece que has perdido la noción del tiempo.
Gavilar contuvo su furia por descubrir que Navani lo espiaba y se volvió hacia Restares y su amigo.
—Caballeros, voy a tener que ausentarme.
Restares volvió a pasarse la mano por el ralo cabello.
—Quiero saber más sobre el proyecto, Gavilar. Y deberías saber que hay otra de los nuestros aquí esta noche. Antes he distinguido su obra.
¿Otra qué? Otra Hija de Honor.
No, Restares se refería a otra Heraldo. Cada vez deliraba más.
—Tengo que reunirme en breve con Meridas y los demás —dijo Gavilar con calma, tranquilizando a Restares—. Deberían tener más información que proporcionarme. Podemos volver a hablar después de eso.
—No —gruñó el makabaki—. Dudo que lo hagamos.
—¡Aquí hay más, Nale! —exclamó Restares, aunque fue tras su amigo cuando Gavilar los llevó hacia la puerta—. ¡Esto es importante! Quiero dejarlo. Es la única forma de…
Gavilar cerró la puerta. Entonces se volvió hacia su esposa. Condenación, ya debería saber que no había que interrumpirlo. Ya debería…
Tormentas. El vestido era hermoso, su cara aún más, incluso enfadada. Incluso mirándolo con aquellos ojos chispeantes, cuando casi parecía rodeada de un halo ígneo.
De nuevo, se lo planteó.
De nuevo rechazó la idea.
Si iba a ser un dios, lo mejor era romper lazos. El sol podía amar a las estrellas. Pero jamás como sus iguales.
Un poco más tarde, tras ocuparse de Navani, Gavilar se escabulló de nuevo. A sus aposentos esa vez, donde podría afrontar lo que había descubierto.
—Cuéntame —dijo, cruzando la mullida alfombra hasta el mapa de Roshar extendido en la mesa—. ¿Por qué está Thaidakar tan interesado en Ba-Ado-Mishram?
El Padre Tormenta creó una ondulación en el aire al lado de Gavilar, con la forma aproximada de una persona, pero imprecisa. Como el aire que titilaba sobre las piedras cuando hacía mucho calor.
Ella creó a vuestros parshmenios sin pretenderlo, respondió el spren. Hace mucho tiempo, justo antes de la Traición, Mishram intentó alzarse y reemplazar a Odium, otorgando poderes a los Portadores del Vacío.
—Qué curioso —dijo Gavilar—. ¿Y luego?
Y luego… cayó. Era una entidad demasiado pequeña para sostener a un pueblo entero. Todo se derrumbó, de modo que algunos Radiantes valerosos atraparon a Mishram en una gema para impedirle destruir todo Roshar. Un efecto secundario de ello creó a los parshmenios.
Los sencillos parshmenios. Eran los Portadores del Vacío. Un delicioso secreto que le había sonsacado al Padre Tormenta unas semanas antes. Gavilar fue paseando hasta la librería, donde el fervoroso Rushur Kris le había dejado uno de aquellos nuevos fabriales calentadores. Lo sacó de su envoltorio de tela y lo sopesó.
Gavilar había encontrado un modo de traer a vacíospren a través de Shadesmar hasta ese mundo, utilizando gemas y cajas de aluminio. ¿Quién iba a pensar que el campo de estudio al que se había aficionado Navani resultaría tan útil? Y si esa conspiradora de Axindweth se le escapaba de entre los dedos, tendría que hacer la siguiente parte sin ella. Contaba con su erudito, aunque, en realidad, Gavilar estaba perplejo por esa luz que estaba creando… ¿Una luz que de algún modo podía matar a los Portadores del Vacío? ¿Cómo había logrado Vasher hacer…?
Le pareció oír un tenue crepitar procedente del Padre Tormenta. ¿Relámpago? Qué mono.
—Nunca te has opuesto a lo que estoy haciendo —dijo Gavilar—. Cualquiera habría pensado que devolver a los Portadores del Vacío chocaría de frente con tu misma naturaleza.
En ocasiones la oposición es necesaria, respondió el Padre Tormenta. Necesitarás a alguien contra quien luchar, si te conviertes en campeón.
—Dámelo —dijo Gavilar—. Ya. Hazme Heraldo. Lo necesito.
El Padre Tormenta volvió una cabeza resplandeciente en su dirección.
Casi las tenías.
—¿Cuáles, esas? —preguntó Gavilar—. ¿Una exigencia?
Qué cerca. Y qué lejos.
Gavilar sonrió, todavía sopesando el fabrial y pensando en el llamaspren atrapado dentro. El Padre Tormenta estaba cada vez más suspicaz, más hostil. Si todo salía mal… ¿podría atrapar al propio Padre Tormenta en uno de esos?
Al poco tiempo llegó Amaram con un grupo reducido de personas: dos hombres, dos mujeres. Uno era el lugarteniente de Amaram. Los otros tres serían incorporaciones recientes e importantes a los Hijos de Honor, gente invitada al banquete y a la que se había concedido una audiencia exclusiva con el rey después. Era una molestia, pero merecía la pena. Gavilar identificó a las dos mujeres por las notas que tenía, pero no al hombre más mayor, que vestía con túnica. ¿Quién sería? ¿Un predicetormentas? A Amaram le gustaba tenerlos cerca para que le enseñaran su escritura, que le permitía conservar cierta fachada de devoción vorin. Era importante para él.
Gavilar saludó a los invitados uno por uno y, al llegar al anciano, algo encajó en su mente. Era Taravangian, el rey de Kharbranth, conocido como un hombre de escasa importancia y aptitud. Gavilar le lanzó una mirada a Amaram. Sin duda, no invitarían a aquel hombre a su círculo de confianza; debían buscar al poder que gobernaba Kharbranth en secreto. Lo más probable era que fuese una de entre dos mujeres, según informaban los espías de Gavilar.
Amaram asintió. De modo que Gavilar les dio su discurso acerca de juramentos del pasado y Radiantes, de glorias pasadas y brillantes futuros. Era un buen discurso, pero empezaba a rechinarle. Antaño, sus palabras habían inspirado a las tropas; de un tiempo a esa parte, se pasaba la vida de reunión en reunión. Al terminar, dejó que la gente se sirviera algo de beber.
—Meridas —susurró Gavilar, llevándose a Amaram a un lado—, estas reuniones se me están haciendo pesadas. Mi experimento ha sido un éxito. Dispongo del arma.
Amaram se sobresaltó y luego habló en voz baja.
—Queréis decir…
—Sí. En cuanto traigamos de vuelta a los Portadores del Vacío, tendremos una nueva forma de combatirlos.
—O una nueva forma de controlarlos —susurró Amaram.
Vaya, eso sí que era una novedad. Gavilar estudió a su amigo, consideró la ambición que sugerían esas palabras. «Así me gusta, Amaram».
—Debemos restaurar las Desolaciones —dijo Gavilar—. Cueste lo que cueste. Es la única manera.
—Coincido —respondió Amaram—. Ahora más que nunca. —Titubeó un momento—. Mis esfuerzos con vuestra hija no han dado fruto antes. Creía que teníamos un acuerdo.
—Solo necesitas más tiempo, amigo mío. Para ganártela.
Amaram anhelaba el trono igual que Gavilar anhelaba la inmortalidad. Y quizá Gavilar lo recompensara con él. Elhokar, desde luego, no merecía ser rey. Era precisamente lo contrario al legado que Gavilar quería dejar.
Envió a Amaram a hablar con los demás. Cuando hubieran disfrutado de las bebidas, Gavilar les daría otro discurso breve. Y luego podría pasar a otros… Frunció el ceño, reparando en que uno de los recién reclutados no conversaba con los demás. El anciano, Taravangian, estaba contemplando el mapa de Roshar. Los otros se rieron con algo que dijo Amaram. Taravangian ni siquiera desvió la mirada hacia el sonido.
Gavilar fue hacia él con paso firme, pero, antes de poder hablar, Taravangian susurró:
—¿No dudáis nunca sobre la vida que estamos dándoles? ¿A nuestros súbditos?
Gavilar no estaba acostumbrado a que la gente, y mucho menos un desconocido, se dirigiera a él con tanta familiaridad. Pero, por otra parte, el tal Taravangian se consideraba un rey, y quizá el igual de Gavilar. Era una noción ridícula, teniendo en cuenta que Taravangian gobernaba solo una pequeña ciudad.
—Ahora mismo me preocupan menos sus vidas —repuso Gavilar— que lo que está por venir.
Taravangian asintió, con expresión pensativa.
—Ha sido un discurso inspirador —dijo—. ¿De verdad creéis en ello?
—¿Lo habría pronunciado de no ser así?
—Por supuesto que lo haríais. Un rey dice aquello que necesite decirse. ¿No sería estupendo que siempre fuese lo que de verdad cree? —Miró a Gavilar, sonriente—. ¿De veras creéis que los Radiantes pueden volver?
—Sí —respondió Gavilar—. Lo creo.
—Y no sois ningún idiota —dijo Taravangian, meditabundo—. Por tanto, tendréis un buen motivo.
Gavilar se descubrió revisando su opinión anterior. Un rey pequeño seguía siendo rey. Quizá, de entre todos los dignatarios que había en la ciudad esa noche, tenía delante a uno que, por poco que fuese, comprendía lo que se exigía de un hombre estrujado entre la corona y el trono.
—Se avecina un peligro —dijo Gavilar en voz baja, sorprendido por su propia sinceridad—. Para esta tierra. Este mundo. Un peligro de tiempos antiguos.
Taravangian entornó los ojos.
—No es solo una Desolación lo que debemos temer —prosiguió Gavilar—. Vienen ellos. La tormenta eterna. La Noche de las Penas.
Taravangian lo sorprendió al palidecer.
Ese hombre creía. Gavilar acostumbraba a sentirse un poco tonto cuando intentaba explicar los peligros verdaderos que le había revelado el Padre Tormenta, como el duelo de campeones por el destino de Roshar. Temía que la gente lo tomara por loco. Y, sin embargo, aquel hombre… ¿le creía?
—¿Dónde habéis oído esas palabras? —preguntó Taravangian.
—Me parece que no os lo creeríais si os lo dijera.
—¿Me creeréis vos a mí? —dijo Taravangian—. Hace diez años, mi madre falleció por sus tumores. Frágil, tendida en su cama, con demasiados perfumes esforzándose en ahogar el hedor de la muerte. Me miró en sus últimos momentos… —Alzó los ojos hacia Gavilar—. Y me susurró: «Me hallo ante él, sobre el mismísimo mundo, y dice la verdad. La desolación está cerca… La tormenta eterna. La Noche de las Penas». A los pocos segundos, había muerto.
—He… oído hablar de eso —reconoció Gavilar—. Las palabras proféticas de los moribundos.
—¿Dónde oísteis vos esas palabras? —preguntó Taravangian, casi suplicando—. Por favor.
—Tengo visiones —dijo Gavilar, sincero—. Me las envía el Todopoderoso. Para que nos preparemos. —Miró hacia el mapa—. Por los Heraldos, ojalá pueda convertirme en la persona que debo ser para impedir lo que se aproxima…
Que el Padre Tormenta viese la franqueza de Gavilar. Tormentas… de pronto, él mismo la sintió. Allí de pie con aquel pequeño rey, de verdad la sintió. Nunca antes, desde que empezara todo aquello, se le había pasado por la cabeza la posibilidad de no estar a la altura de la tarea.
«Quizá —pensó— debería animar a Dalinar para que retome su entrenamiento. Recordarle que es un soldado». Tenía el claro presentimiento de que, más pronto que tarde, iba a necesitar de nuevo al Espina Negra.
Se acerca alguien a tu puerta, le advirtió el Padre Tormenta. Una de los oyentes. Eshonai. Hay algo en ella que…
¿Una parshendi? Gavilar recobró la compostura. Hizo salir a Taravangian, Amaram y los demás, feliz por librarse de aquel viejo extraño y sus ojos inquisitivos. Si en teoría era un tipo mediocre, ¿por qué ponía tan nervioso a Gavilar?
Eshonai entró, invitada por Amaram en nombre del rey. La conversación con la parshmenia fue como la seda. Gavilar la manipuló, a ella y en consecuencia también a su gente. Preparándolos a todos para el papel que deberían desempeñar.
Gavilar se notó cansado en el banquete, después de que se firmara el tratado, y se retiró a sus aposentos. Se hundió en una mullida butaca junto al balcón y dio un largo suspiro. En sus primeros tiempos como caudillo, nunca se habría permitido el lujo de la blandura. Por aquel entonces cometía el error de pensar que apreciar algo blando lo ablandaría también a él.
Era un defecto común entre los hombres que deseaban mostrarse fuertes. No era una debilidad relajarse. Al temerlo tanto, estaban concediendo poder sobre ellos a cosas sencillas.
El aire titiló ante él.
—Un día ocupado —dijo Gavilar.
Sí.
—El primero de muchos. Pronto organizaré otra expedición a las Llanuras Quebradas. Sacaremos partido a este tratado para obtener guías y que nos lleven hacia el centro. Hacia Urithiru.
El Padre Tormenta no respondió. Gavilar no estaba seguro de si podría decirse que el spren tenía maneras humanas. Pero ese día… con esa postura medio vuelta para darle la espalda, insinuada en la deformación del aire… con ese silencio…
—¿Te arrepientes de haberme escogido? —preguntó Gavilar.
Me arrepiento de cómo te he tratado, dijo el Padre Tormenta. No debí ser tan complaciente. Eso te ha vuelto perezoso.
—¿Esto es ser perezoso? —replicó Gavilar, obligándose a sonar divertido para ocultar su irritación.
No reverencias el puesto que ansías, afirmó el Padre Tormenta. Siento… que no eres el campeón que necesito. Tal vez… lleve todo este tiempo equivocado.
—Decías que esa tarea de hallar un campeón te fue encomendada —dijo Gavilar—. Por Honor.
Es cierto. No hablo a la manera humana. Pero, de todos modos, si te conviertes en Heraldo, sufrirás la tortura entre Retornos. ¿Cómo es que eso no te perturba?
Gavilar se encogió de hombros.
—Me rendiré y ya está.
¿Qué?
—Me rendiré —repitió Gavilar, levantándose de la butaca—. ¿Por qué quedarme a que me torturen y quizá perder la cordura? Me rendiré cada vez y regresaré de inmediato.
Los Heraldos permanecen en Condenación para mantener retenidos a los Portadores del Vacío. Para impedir que arrasen el mundo. Para…
—En ese caso, los Heraldos son los diez locos —lo interrumpió Gavilar, mientras se servía una copa de la redoma que tenía cerca del balcón—. Si no puedo morir, seré el rey más grandioso que jamás haya conocido este mundo. ¿Por qué apresar mis conocimientos y mi liderazgo?
Para detener la guerra.
—¿Por qué querría detener una guerra? —preguntó Gavilar, divertido de verdad—. La guerra es el camino a la gloria, a que nuestros soldados entrenen para recuperar los Salones Tranquilos. Mis tropas deberían ganar experiencia, ¿no te parece? —Se volvió de nuevo hacia el resplandor, dando un sorbo de vino naranja—. No temo a esos Portadores del Vacío. Que se queden aquí y luchen. Y si renacen, nunca se nos terminarán los enemigos a los que matar.
El Padre Tormenta no respondió. Y Gavilar volvió a tratar de sacar conclusiones a partir de su postura. ¿El Padre Tormenta estaba orgulloso de él? En opinión de Gavilar, aquella era una solución elegante; no comprendía cómo no se les había ocurrido nunca a los Heraldos. Quizá fueran unos cobardes.
Ah, Gavilar, dijo el Padre Tormenta. Ahora comprendo mi error de cálculo. Toda tu educación religiosa… creada a partir de las mentiras sobre el Aharietiam y los fracasos del propio Honor… te ha llevado a esa conclusión.
Condenación. El Padre Tormenta no estaba satisfecho. De pronto, aquello le pareció horriblemente injusto. Allí estaba, bebiéndose aquel espantoso líquido que pasaba por vino con tal de cumplir los ridículos Códigos, haciendo toda muestra posible de devoción, ¿y aun así no bastaba?
—¿Qué debo hacer para servir? —preguntó Gavilar.
No lo entiendes, dijo el Padre Tormenta. Esas no son las Palabras, Gavilar.
—Entonces, ¿cuáles son las tormentosas Palabras? —exclamó, estrellando la copa contra la mesa, haciéndola añicos, salpicando de vino la pared—. ¿Quieres que salve este planeta? ¡Pues ayúdame! ¡Explícame lo que estoy diciendo mal!
No es por lo que dices.
—Pero…
De pronto, el Padre Tormenta flaqueó. El relámpago palpitó a través de su forma titilante, iluminando la habitación de Gavilar con un resplandor eléctrico. Escarcha azul en las alfombras, pura luz reflejada en el cristal de las puertas del balcón.
Entonces el Padre Tormenta gritó. Un sonido parecido a un trueno, agónico.
—¿Qué es esto? —preguntó Gavilar, retrocediendo—. ¿Qué ha pasado? Alguien de entre los Heraldos… ha muerto… No. No estoy preparado… El Juramento… ¡No! No deben verlo. No deben saberlo…
—¿Ha muerto? —repitió Gavilar—. Ha muerto. ¡Dijiste que ya estaban muertos! ¡Dijiste que estaban en Condenación!
El Padre Tormenta se onduló y entonces un rostro emergió del fulgor. Dos ojos, como agujeros en una tormenta, con nubes trazando espirales a su alrededor y hundiéndose en sus profundidades.
—Mentiste —dijo Gavilar—. ¿Mentiste?
Ay, Gavilar. Hay muchísimo que no sabes. Muchísimo que asumes. Y los dos nunca acaban de coincidir. Como caminos a ciudades opuestas.
Aquellos ojos parecían tirar de Gavilar hacia delante, abrumarlo, consumirlo. Vio… vio tormentas, tormentas inacabables, y qué frágil era el mundo. Una diminuta mota azul sobre un lienzo infinito de negro.
¿El Padre Tormenta podía mentir?
—Restares —susurró Gavilar—. ¿Es… un Heraldo de verdad?
Sí.
Gavilar se notó helado, como si estuviera en la alta tormenta, con el hielo filtrándose a través de su piel. Buscando su corazón. Aquellos ojos…
—¿Qué eres? —susurró con voz susurrante, rasposa.
El más necio de todos, dijo el Padre Tormenta. ADIÓS, GAVILAR. HE VISTO UN ATISBO DE LO QUE VIENE. NO VOY A IMPEDIRLO.
—¿Qué es? —exigió saber Gavilar—. ¿Qué viene?
TU LEGADO.
La puerta se abrió de golpe. Era Sadeas, con la cara roja del esfuerzo.
—Asesino —dijo mientras le hacía un gesto a Tearim para que entrara con la armadura esquirlada puesta—. Viene hacia aquí, matando guardias. Necesitamos que te pongas tu armadura. Tearim, quítatela. Debemos proteger al rey.
Gavilar se lo quedó mirando, aturdido.
Entonces una palabra caló en su mente.
Asesino.
«Me han traicionado», pensó, y descubrió que no estaba sorprendido. Tarde o temprano, alguno de ellos iba a terminar atentando contra su vida. Pero ¿quién estaba haciéndolo?
—¡Gavilar! —gritó Sadeas—. ¡Tienes que ponerte la armadura! El asesino viene hacia aquí.
—Tearim puede enfrentarse a él, Torol —respondió Gavilar—. ¿Qué es un asesino?
—Este ya ha matado a decenas de personas —dijo Sadeas—. Creo que deberías llevar una armadura esquirlada por si acaso. Podrías ponerte la mía, pero mis armeros aún están trayéndola.
—¿Te has traído la armadura al banquete?
—Pues claro que sí —respondió Sadeas—. No me fío de esos parshendi. Y tú harías bien en imitarme. Confiar demasiado terminará matándote algún día.
Sonaron chillidos en la lejanía. Tearim, leal como siempre, empezó a quitarse la armadura para que Gavilar se la pusiera.
—Demasiado lento —dijo Sadeas—. Necesitamos ganar tiempo. Dame tu túnica.
Gavilar vaciló un momento antes de mirar a su amigo a los ojos.
—¿Harías eso?
—Invertí demasiado esfuerzo en subirte a ese trono, Gavilar —respondió Sadeas, adusto—. No dejaré que se eche a perder.
—Gracias —dijo Gavilar.
Sadeas se encogió de hombros y se echó la túnica encima mientras Tearim ayudaba a Gavilar a ponerse la armadura. Quienquiera que fuese aquel asesino iba a verse superado por un portador de esquirlada.
Gavilar miró hacia el lugar donde había estado el Padre Tormenta, pero el resplandor se había esfumado.
Los spren no podían mentir. No podían. Eso lo sabía gracias… al Padre Tormenta.
«Sangre de mis ancestros —pensó Gavilar mientras la armadura esquirlada le ceñía las piernas—. ¿Sobre qué más me habrá mentido?».
Gavilar cayó.
Y supo, incluso antes de dar contra el suelo, que se había acabado. Era su final.
Un legado interrumpido. Un asesino que se movía con una elegancia ultraterrena, pisando sobre pared y techo, dominando una luz que sangraba de las mismas tormentas.
Gavilar impactó contra el suelo, rodeado por los escombros de su balcón, y vio un destello de blanco. El cuerpo no le dolía. Eso era muy mala señal.
«Thaidakar —pensó al ver una figura alzándose ante él, sombría en el aire nocturno—. Solo Thaidakar podría enviar a un asesino capaz de tales gestas».
Tosió mientras la figura se cernía sobre él.
—Yo… esperaba que… vinieras —se obligó a decir Gavilar.
El asesino se arrodilló a su lado, aunque Gavilar no distinguió más que sombras. Entonces… el asesino, haciendo algo que Gavilar no llegó a ver bien, empezó a brillar de nuevo como una esfera.
—Puedes decirle… a Thaidakar… que llega demasiado tarde —susurró Gavilar.
—No sé quién es ese —respondió el asesino, sus palabras apenas inteligibles.
El hombre extendió la mano a un lado. Invocaba una hoja esquirlada.
Se había acabado. Tras el asesino, un halo, una aureola de rutilante luz. El Padre Tormenta.
Esto no lo he provocado yo, dijo el Padre Tormenta en su mente. No sé si saberlo te trae paz o no en tus últimos momentos, Gavilar.
Pero…
—Entonces ¿quién…? —se obligó a preguntar Gavilar—. ¿Restares? ¿Sadeas? Nunca pensé…
—Mis amos son los parshendi —dijo el asesino.
Gavilar parpadeó, enfocó de nuevo la mirada en el hombre mientras su hoja esquirlada cobraba forma. Tormentas, era nada menos que la hoja de Honor de Jezrien, ¿verdad? ¿Qué estaba sucediendo?
—¿Los parshendi? Eso no tiene sentido.
Esto es mi fracaso tanto como el tuyo, dijo el Padre Tormenta. Si lo intento otra vez, obraré de forma distinta. Creía que… tu familia…
Su familia. En ese instante, Gavilar vio su legado desmoronarse. Estaba muriendo.
Tormentas. Estaba muriendo. ¿Qué importancia tenía nada ya? No podía. No podía…
Se suponía que iba a ser eterno…
«He invitado al enemigo a regresar —comprendió—. El fin se avecina. Y mi familia, mi reino, terminará destruido, sin forma de combatir. A menos que…».
Con una mano temblorosa, sacó una esfera del bolsillo. El arma. La necesitaban. Su hijo… No, su hijo no podía dominar tanto poder… Necesitaban un guerrero. Un verdadero guerrero. Uno a quien Gavilar había puesto todo su empeño en reprimir, por un miedo que apenas osaba reconocer, ni siquiera mientras inhalaba sus últimos y entrecortados alientos.
Dalinar. Que las tormentas los asistieran a todos, iban a depender de Dalinar.
Ofreció la esfera al Padre Tormenta, con la visión borrosa. Pensar… era… difícil.
—Debes coger esto —susurró Gavilar al Padre Tormenta—. No debe ser suyo. Dile… dile a mi hermano… que tiene que encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre…
No, dijo el Padre Tormenta, aunque una mano tomó la esfera. Él no. Lo siento, Gavilar. Ya cometí ese error una vez. No volveré a confiar jamás en tu familia.
Gavilar exhaló un gemido de dolor, no desde el cuerpo, sino desde el alma. Había fracasado. Los había llevado a todos a la ruina. Ese, comprendió lleno de horror, iba a ser su legado.
Al final, Gavilar Kholin, heredero de los Heraldos, murió. Como todo hombre debía hacerlo, al llegar su hora.
Solo.



Debería haber sabido que alguien me observaba. Durante toda mi vida, las señales estaban ahí.
De Caballeros de viento y verdad, página 1
Kaladin se sentía bien.
No de maravilla. No después de haber pasado semanas escondiéndose en una ciudad ocupada. No después de llevarse a sí mismo hasta el agotamiento físico y emocional. No después de lo que le había pasado a Teft.
Estaba de pie junto a su ventana en la primera mañana del mes. La luz del sol entraba a raudales en la estancia a su alrededor, el viento le revolvía el pelo. No debería sentirse bien. Sí, había ayudado a proteger Urithiru, pero esa victoria había tenido un coste atroz. Y, además de eso, Dalinar había llegado a un acuerdo con el enemigo: al cabo de solo diez días, el campeón de Honor y el campeón de Odium decidirían el destino de todo Roshar.
La magnitud de aquello era aterradora y, sin embargo, Kaladin había renunciado a seguir siendo el líder de los Corredores del Viento. Había pronunciado las Palabras adecuadas, pero había comprendido que las Palabras por sí mismas no eran suficientes. Aunque la luz tormentosa pudiera sanarle el cuerpo al instante, su alma necesitaba tiempo. De modo que, si había batalla, sus amigos lucharían sin él. Y cuando los campeones se enfrentasen en la cima de Urithiru al cabo de diez días —o de nueve, ya que el primero había comenzado—, Kaladin no participaría.
Eso debería estar convirtiéndolo en una ansiosa y bullente cacerola de nervios. Pero, en cambio, echó la cabeza atrás, sintiendo el cálido sol en la piel, y aceptó que, aunque no se sentía de maravilla, algún día volvería a sentirse así. Por el momento, era suficiente.
Se volvió y fue con paso firme hasta su armario, donde rebuscó entre las pilas de ropa civil recién lavada que le habían traído esa misma mañana. La ciudad solo llevaba dos días liberada de la ocupación, y el destino del mundo se decidiría en breve, pero las lavanderas de Urithiru nunca aflojaban. Ninguna prenda lo atraía mucho, y al poco tiempo su mirada se desvió hacia una alternativa: un uniforme, enviado por el departamento de intendencia para sustituir el que Kaladin había destrozado durante el combate. Leyten siempre tenía una repisa entera de su talla.
Kaladin había dejado el uniforme adherido a la pared con un enlace la noche anterior, después del funeral de Teft, a modo de experimento. Urithiru había despertado y tenía a su propia Forjadora de Vínculos, y eso lo volvía todo… diferente. Lo normal era que sus enlaces durasen como mucho unos minutos, y allí estaba aquel, diez horas más tarde, todavía bien fuerte. Syl asomó la cabeza a la habitación atravesando la tela colgada a modo de puerta, sin el menor reparo por la privacidad. Ese día su apariencia era a tamaño humano completo, y llevaba una havah en vez de su habitual vestido más de niña. Había aprendido hacía poco a colorear la ropa, en ese caso con tonos oscuros de azul y unos bordados de brillante color violeta en las mangas.
Mientras Kaladin se abrochaba los últimos botones del cuello alto de la chaqueta de uniforme, Syl llegó junto a él. Se elevó en el aire y flotó a palmo y medio del suelo para mirar sobre su hombro y examinarlo en el espejo.
—¿No podías hacerte de cualquier tamaño? —preguntó Kaladin, comprobando los puños de la chaqueta.
—Dentro de lo razonable.
—¿De lo razonable para quién?
—Ni idea —respondió ella—. Una vez probé a hacerme enorme como una montaña. Tuve que gruñir un montón y pensar como las piedras. Como unas piedras gigantescas. Lo más grande que pude volverme fue como una montaña pequeña, tanto que cabría en esta habitación, con la punta rozando el techo.
—Entonces, podrías hacerte bastante más alta que yo —dijo Kaladin—. ¿Por qué sueles ser más bajita?
—Parece lo adecuado y ya está —respondió ella.
—Esa viene a ser tu explicación para todo.
—¡Ajá! —Syl le dio un puñetazo amistoso, que Kaladin apenas sintió. Incluso con aquel tamaño, Syl era insustancial en el Reino Físico—. ¿Uniforme? Pensaba que ya no ibas a ponértelo más.
Kaladin vaciló, y luego se tiró de la chaqueta por abajo para alisarle las arrugas de los lados.
—Parece lo adecuado y ya está —reconoció, mirándola a los ojos en el espejo.
Ella sonrió. Y tormentas, Kaladin no pudo resistirse a devolverle la sonrisa.
—Alguien está teniendo un buen día —dijo Syl, dándole otro puñetazo en el hombro.
—Por raro que parezca, teniéndolo todo en cuenta, sí —admitió él.
—Al menos, la guerra ya casi ha terminado —dijo Syl—. Solo un combate más. Nueve días.
Era cierto. Si Dalinar ganaba, Odium había aceptado retirarse de Alezkar y Herdaz, aunque conservaría cualesquiera otros territorios que controlase, como Iri o Jah Keved. Si ganaba Odium, estarían obligados a ceder Alezkar al enemigo. Y habría un coste mayor que ese. Si Dalinar perdía, debería unirse a Odium, transformarse en Fusionado y ayudarlo a conquistar el Cosmere. Kaladin quería creer que, en ese caso, los Radiantes no lo seguirían, pero no estaba seguro. Había mucha gente que anhelaba la guerra, incluso sin la influencia de un Deshecho. Tormentas, él también lo había sentido.
—Syl —dijo, dejando de sonreír—, estoy seguro de que va a morir más gente. Quizá personas que me importan, pero no podré estar allí para ayudarlas. Dalinar tendrá que elegir a otro como campeón, y…
—Kaladin Bendito por la Tormenta —dijo ella, elevándose más en el aire, cruzada de brazos. Aunque llevaba una havah a la moda, se había dejado el pelo de un color blanco azulado, suelto, ondulándose y meciéndose al viento. Al… inexistente viento—. No te atrevas a convencerte a ti mismo de estar abatido.
—¿O qué?
—O me dedicaré —repuso ella con voz atronadora— a ponerte caras graciosas. Como solo yo sé hacer.
—No son graciosas —dijo él, estremeciéndose.
—Son hilarantes.
—La última vez hiciste que te saliera un tentáculo de la frente.
—Humor sesudo.
—Y entonces me dio un bofetón.
—El remate. Obviamente. Con la de humanos que hay en el mundo, y voy yo y escojo al único que no tiene gusto para la comedia refinada.
Kaladin la miró a los ojos, y la sonrisa de Syl seguía siendo tormentosamente contagiosa.
—Sí que sienta bien —dijo— haber resuelto por fin algunas cosas. Liberarme del peso y salir de la sombra. Sé que la oscuridad regresará, pero creo… creo que seré capaz de recordarlo mejor que antes.
—¿Recordar qué?
Kaladin se enlazó hacia arriba y ascendió flotando hasta poner sus ojos a la misma altura.
—Que también existen días como este.
Ella asintió con firmeza.
—Ojalá pudiera enseñárselo a Teft —dijo Kaladin—. Siento su pérdida como un agujero en mi propia carne, Syl.
—Lo sé —dijo ella suavemente.
Si fuese una amiga humana, quizá Syl le habría ofrecido un abrazo. La spren no parecía comprender lo físico igual que los seres humanos, aunque en su lugar de nacimiento, Shadesmar, el Reino Cognitivo, tenía un cuerpo material. A Kaladin le daba la impresión de que Syl no había pasado mucho tiempo al otro lado. Aquel dominio le encajaba mejor.
Se dejó caer al suelo y regresó a la ventana, buscando sentir otra vez el sol. Fuera vio la cima de las montañas, coronadas de nieve. El viento sopló a su alrededor, trayendo consigo los frescos olores del aire limpio y vigorizante y una bandada de vientospren. Entre ellos estaban los que componían la armadura de Kaladin, que entraron volando a su alrededor. Nunca se alejaban demasiado, por si hacían falta.
Tormentas, cuántas cosas le habían pasado, y qué deprisa. Sentía los ecos de una ira que había estado a punto de consumirlo por completo cuando murió Teft. Y algo peor, los sentimientos de no ser nada mientras caía…
Días oscuros.
Pero también existían días como aquel.
Y Kaladin de verdad iba a recordarlo.
Los spren de su armadura rieron y salieron danzando por la ventana, pero el viento permaneció, jugando con su pelo. Luego se calmó, todavía soplando en torno a él, pero ya no juguetón, sino más… contemplativo. Durante toda su vida, el viento había estado presente. Kaladin lo conocía casi igual que conocía su pueblo natal, o a sus parientes. Era familiar como…
Kaladin…
Se sobresaltó y miró a Syl, que estaba recorriendo la habitación a un paso que era medio baile, medio zancada, con los ojos cerrados, como siguiendo un ritmo inaudible.
—Syl, ¿me has llamado?
—¿Eh? —dijo ella, abriendo los ojos.
Kaladin…
Tormentas, ahí estaba otra vez.
Necesito tu ayuda. Siento muchísimo… pedirte más…
—Dime que oyes eso —le pidió Kaladin a Syl.
—Siento… —Syl ladeó la cabeza—. Siento algo. En el viento.
—Está hablándome —dijo él, llevándose una mano a la cabeza.
Viene una tormenta, Kaladin, susurró el viento. La peor tormenta… Lo siento…
Y ya no estaba.
—¿Qué has oído? —preguntó Syl.
—Una advertencia —dijo él, frunciendo el ceño—. Syl, ¿el viento está… vivo?
—Todo está vivo.
Kaladin miró por la ventana, esperando a que la voz regresara. No lo hizo. Solo aquel viento vigorizante… aunque ya no parecía calmado.
Parecía estar aguardando algo.
Shallan se quedó un poco más de tiempo encima de Integridad Duradera, la gran fortaleza de los honorspren, meditando sobre todas las personas que había sido. Sobre cómo cambiaba, según la perspectiva.
En efecto, la vida consistía a grandes rasgos en la perspectiva.
Como aquella extraña estructura, un bloque hueco y rectangular de decenas de metros de altura, que dominaba el paisaje de Shadesmar. La gente, los spren, vivía nada menos que en las paredes interiores, recorriéndolas arriba y abajo, sin respetar en absoluto las convenciones de la gravedad. Mirar hacia abajo a lo largo de esas paredes interiores podía revolverte el estómago, a menos que cambiases tu perspectiva. A menos que te convencieras a ti misma de que caminar por esa pared era lo normal. Que una persona fuese fuerte o no era una cuestión que no solía debatirse, pero, si la gravedad podía ser un asunto opinable…
Shallan dejó de mirar hacia el centro de Integridad Duradera y anduvo por la parte superior de la pared. Sus ojos se desviaron hacia fuera y contemplaron Shadesmar, el ondulante océano de cuentas en una dirección, la serrada cordillera de obsidiana salpicada de árboles cristalinos en la otra. Sobre la pared con ella había una visión incluso más abrumadora: dos spren cuyas cabezas estaban compuestas de líneas geométricas, ataviados con sendas túnicas de un tejido negro brillante y demasiado rígido.
Dos spren.
Shallan había vinculado a dos. Una en su infancia. Uno de adulta. Le había hecho daño a la primera, y había reprimido el recuerdo.
Se arrodilló junto a Testimonio, su spren original. La críptica estaba sentada con la espalda apoyada en el antepecho de piedra. Las líneas que componían su cabeza parecían retorcidas, como ramitas rotas. Las del centro estaban arañadas e irregulares, como si alguien las hubiera pasado a cuchillo. Y, lo más revelador de todo, su patrón estaba casi estático.
Cerca de ellas, la cabeza de Patrón palpitaba a un ritmo vibrante, siempre en movimiento, siempre componiendo alguna nueva forma geométrica. Compararlos entre ellos le partió el corazón a Shallan. Era ella quien le había hecho aquello a Testimonio, al rechazar el vínculo después de haber utilizado su hoja esquirlada para matar a su madre.
Testimonio extendió una mano de largos dedos y Shallan, afligida, la tomó. Notó que los dedos la agarraban un poco, pero intuyó que esa era toda la fuerza que tenía Testimonio. La spren reaccionaba a ser una ojomuerta de un modo distinto a Maya, que estaba allí cerca con Adolin y Kelek. Maya siempre había parecido tener el cuerpo fuerte, a pesar de ser una ojomuerta. Los spren se quebraban de maneras distintas, al parecer. Igual que las personas. Testimonio le apretó la mano a Shallan, sin más expresión que aquel letárgico movimiento de líneas.
—¿Por qué? —preguntó Shallan—. ¿Por qué no me odias?
Patrón apoyó la mano en el hombro de Shallan.
—Los dos conocíamos el peligro, el sacrificio, que entrañaba vincularnos de nuevo con los humanos.
—Le hice daño.
—Pero aquí estás —dijo Patrón—. Capaz de alzarte orgullosa. Capaz de controlar las potencias. Capaz de proteger este mundo.
—Testimonio debería odiarme —susurró Shallan—. Pero no hay veneno en su forma de cogerme la mano. No hay juicio en su forma de permanecer con nosotros.
—Porque su sacrificio mereció la pena, Shallan —dijo Patrón, con una contención muy poco propia de él—. Funcionó. Al final te recuperaste, y lo hiciste mejor. Yo aún estoy aquí. ¡Y, lo más extraordinario de todo, ni siquiera un poquito muerto! ¡No creo que vayas a matarme en absoluto, Shallan! Eso me alegra.
—¿Puedo curarla? —preguntó Shallan—. ¿Quizá si… si la vinculo otra vez?
—Después de hablar con Kelek, creo… —dijo Patrón—. Creo que aún estás vinculada a ella.
—Pero… —Shallan volvió la mirada hacia él—. Rompí el vínculo. Es lo que provocó esto.
—Algunas rupturas son complicadas —respondió Patrón—. El corte de un cuchillo afilado es limpio, el de uno romo, desigual. Tu ruptura, hecha por una niña sin plena Intención, es desigual. En cierto modo, eso lo empeora todo, pero también significa que persiste algo de Conexión entre vosotras dos.
—Así que…
—Así que no —dijo Patrón—. No creo que baste con pronunciar las Palabras otra vez para sanarla. —El patrón de su cabeza giró un poco más despacio, como si estuviera considerando algo profundo—. Estos números son… desconcertantes, Shallan. Extrañamente irracionales, en una secuencia que no comprendo. Me refiero a que… a que estamos pisando terreno desconocido. Mejor metáfora para ti. Sí. Terreno desconocido. En el pasado remoto, los ojomuertos no existían.
Era una cosa que habían averiguado, en parte gracias a los honorspren y a Maya. Los ojomuertos, todos salvo Testimonio, habían estado vinculados a antiguos Radiantes antes de la Traición. Habían rechazado sus juramentos al unísono, humanos y spren en conjunto. Habían pensado que hacerlo provocaría una brecha dolorosa, pero a la que se podía sobrevivir. En vez de eso, algo había salido terriblemente mal.
El resultado habían sido los ojomuertos. La explicación quizá residiera en Kelek, justo la persona a la que habían enviado a Shallan a que matara en Integridad Duradera. Apretó la mano de Testimonio.
—Voy a ayudarte —susurró Shallan—. Cueste lo que cueste.
Testimonio no respondió, pero Shallan se inclinó hacia ella y envolvió a la críptica con sus brazos. La túnica de Patrón siempre le parecía sólida, pero la de Testimonio se plegaba como la tela.
—Gracias —dijo Shallan—. Por venir a mí cuando era pequeña. Gracias por protegerme. Todavía no lo recuerdo todo, pero gracias.
La críptica, lenta pero deliberadamente, puso los brazos alrededor de Shallan y apretó también.
—Ahora descansa —dijo Shallan, secándose los ojos y poniéndose en pie—. Voy a resolver esto.

Al Viento la conocí por primera vez en mi infancia, durante la época anterior a los sueños. ¿Qué necesidad tienen los niños de sueños o aspiraciones? Ellos viven, y adoran, la vida que existe.
De Caballeros de viento y verdad, página 3
Al cabo de un tiempo, Syl salió de la habitación de Kaladin y fue a los aposentos de su familia. Él se quedó un poco más al sol y al viento, flotando, porque ¿por qué no? Allí la luz se reponía sin cesar, y retener en su cuerpo aquella nueva luz de la torre no parecía impulsarlo a la acción como sucedía con la luz tormentosa. En vez de eso, llevarla dentro era… tranquilizador.
Aun así, saltó al oír un ruido fuerte desde más adentro, y un grupo de sorpresaspren apareció de golpe a su alrededor, como triángulos amarillos que se rompían. Cuando llegó a la puerta, descubrió que el ruido era solo su hermano pequeño, Oroden, dando palmadas. Kaladin calmó su corazón desbocado. En los últimos tiempos se había vuelto más propenso a reaccionar en exceso a los ruidos fuertes, incluso a los que, pensándolo un poco, era evidente que no entrañaban peligro alguno.
No llegaron más palabras procedentes del viento, así que Kaladin salió flotando a la sala principal, donde Oroden jugaba con sus bloques. Syl estaba con él. Aunque la spren podía hacerse invisible, rara vez elegía hacerlo estando con la familia de Kaladin. De hecho, la noche anterior habían establecido un nuevo protocolo: cuando Syl apareciera con color en la ropa, como el violeta de sus mangas, significaba que era visible para otras personas. Si mostraba un tono azul claro uniforme, solo él podía verla.
—¡Gagadin! —exclamó el pequeño, señalando—. ¡Tú quiede boques! «Tú», en ese caso, significaba el propio Oroden, que había reparado en que todos lo llamaban «tú». Kaladin sonrió y utilizó su luz para hacer flotar los bloques. Syl se encogió y saltó de un bloque a otro en el aire mientras Oroden los movía a manotazos.
«¿Qué estoy haciendo? —pensó Kaladin—. Se avecina un combate por el destino del mundo, mi mejor amigo ha muerto, ¿y yo me dedico a jugar a los bloques con mi hermano pequeño?».
Entonces, en respuesta, una voz conocida le habló desde lo más profundo. «Aférrate a esto, Kal. Abrázalo. No morí para que pudieras ir por ahí mustio y cabizbajo, como un comecuernos mojado sin su cuchilla». Al contrario que lo del viento, aquello no parecía ser nada místico. Era solo que… bueno, que Kaladin había conocido a Teft el tiempo suficiente como para predecir lo que le habría dicho. Incluso en la muerte, un buen sargento conocía bien su trabajo: mantener a los oficiales encarados hacia donde debían.
—¡Fyl! —exclamó Oroden, señalando a Syl—. ¡Fyl, amos!
Empezó a dar vueltas sobre sí mismo y Syl se unió a la danza, girando a su alrededor. Aparecieron risaspren, como piscardos plateados, en el aire. Era otra cosa que había cambiado en la torre últimamente: había spren por todas partes y se revelaban con mucha más frecuencia.
Kaladin se sentó en el suelo entre los bloques flotantes, y no tuvo más remedio que pensar en el lugar que le correspondía. No iba a ser el campeón de Dalinar, y ya no era el líder del Puente Cuatro. Sigzil acudía a las reuniones importantes en lugar de Kaladin.
Por tanto, ¿quién era él? ¿Qué era?
Eres…, dijo con suavidad la voz del viento. Eres lo que necesito…
Se puso en alerta. No, no eran imaginaciones suyas.
Entró su madre, con el pelo recogido en un pañuelo, como lo había llevado siempre cuando trabajaba en Piedralar. Se sentó a su lado, le dio un codazo en las costillas y le pasó un cuenco con un poco de grano de lavis cocido y carne de cangrejo especiada encima. Kaladin, obediente, empezó a comer. Si había un colectivo más exigente que el de los sargentos, eran las madres. Siendo más joven, esa clase de cuidados lo habían avergonzado. Después de haber pasado años sin ellos, había descubierto que no le importaba que Hesina le hiciese un poco de madre.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bien —dijo él, con la boca llena de lavis.
Hesina lo observó.
—Lo digo de verdad —insistió Kaladin—. No de maravilla. Bien. Preocupado por lo que viene.
Un bloque pasó flotando, dejando una estela de luz de torre. Hesina le dio un golpecito con un dedo reticente, que lo envió rodando por la estancia.
—¿No deberían… caer?
—Con el tiempo, supongo. —Kaladin se encogió de hombros—. Navani le ha hecho algo raro a este lugar. Ahora hace calor, y la presión está equilibrada, y la ciudad entera está… infusa. Como una esfera.
El agua fluía a voluntad de agujeros en las paredes, y podía controlarse su temperatura con un mero gesto. De pronto, muchas de las extrañas jofainas y los estanques vacíos de la torre habían cobrado sentido. No tenían controles porque se activaban hablando o tocando la piedra.
Syl hizo que Oroden girase más rápido y lo dejó allí, mareado y con unos cuantos bloques para distraerse. Recobró el tamaño humano y se dejó caer al suelo de espaldas junto a Kaladin y Hesina, con la cara cubierta de algo parecido al sudor. Kaladin reparó en otro detalle: la havah de Syl no tenía la larga manga que debería cubrir la mano segura, y en lugar de eso llevaba un guante, o más bien había pintado su mano segura de blanco y le había dado textura de tela. Tampoco era raro: Navani siempre llevaba guante en los últimos tiempos, para tener las dos manos disponibles. Aun así, lo sorprendió que Syl llevase guante. Nunca antes se había molestado.
—¿Cómo puede ser que los humanos pequeños no paren nunca? —preguntó Syl—. ¿De dónde sacan la energía?
—Es uno de los grandes misterios del Cosmere —dijo Hesina—. Si esto te impresiona, tendrías que haber visto a Kal.
—Uuuh —dijo Syl, poniéndose bocabajo y mirando a Hesina con los ojos muy abiertos, mientras su larga melena blanquiazul le caía alrededor de la cara.
Ninguna mujer humana se habría comportado con tanta… relajación llevando puesta una havah. Los ajustados vestidos, aunque no fuesen estrictamente formales, no estaban diseñados para dar vueltas sobre una misma en el suelo, descalza. Pero Syl siempre sería Syl.
—¿Historias vergonzosas de la infancia? —dijo la spren—. ¡Corre! ¡Habla mientras tiene la boca llena, y así no podrá interrumpirte!
—No dejaba de moverse —rio Hesina, inclinándose hacia delante—. Menos cuando por fin caía redondo para dormir, dándonos unas breves horas de alivio. Todas las noches Kal me obligaba a cantarle su canción favorita, y a Lirin a perseguirlo de un lado a otro. Y se daba cuenta si Lirin no ponía todo su empeño en la persecución, y lo regañaba. De verdad que era una monada ver a Lirin abroncado por un niño de tres años.
—Debería haberme imaginado que Kaladin era un tirano de pequeño —dijo Syl.
—Los niños suelen ser así, Syl —respondió su madre—. Aceptan solo una respuesta a toda pregunta, porque los matices son difíciles y confusos.
—Sí —dijo Kaladin, raspando el último lavis del cuenco—, los niños. Porque está clarísimo que esa manera de pensar solo afecta a los niños, nunca al resto de nosotros.
Su madre le dio medio abrazo, con un brazo en torno a sus hombros. Era el tipo de gesto que parecía admitir a regañadientes que Kaladin ya no era un niño pequeño.
—¿A veces no querrías que el mundo fuese un sitio más sencillo? —le preguntó Hesina—. ¿Que las respuestas fáciles de la infancia fueran, en realidad, las respuestas verdaderas?
—Ahora ya no —dijo él—. Porque creo que las respuestas fáciles me condenarían. Nos condenarían a todos, de hecho.
Eso hizo sonreír a su madre, aunque tampoco hubiera dicho nada demasiado profundo. Entonces los ojos de Hesina adoptaron un brillo travieso. Ay, tormentas, ¿con qué iba a salirle ahora?
—Bueno, ahora tienes una amiga spren —dijo su madre—. ¿No le has hecho nunca esa pregunta tan importante que hacías siempre de pequeño?
Kaladin suspiró, preparándose para lo peor.
—¿Y qué pregunta era esa, madre?
—Cacaspren —dijo ella, dándole un golpecito en el costado—. Esa idea nunca dejaba de fascinarte.
—¡Eso era Tien, no yo! —exclamó Kaladin.
Hesina le lanzó una mirada significativa. Madres. Se acordaban demasiado bien de las cosas. Aparecieron vergüenzaspren a su alrededor, con forma de pétalos rojos y blancos. Solo unos pocos, pero aparecieron.
—Muy bien —dijo—. Puede que estuviera… intrigado. —Miró hacia Syl, que estaba observando la conversación con los ojos como platos—. ¿Alguna vez… conociste a alguno?
—Cacaspren —repuso ella, inexpresiva—. ¿Vas a hacerle a la única Hija de las Tormentas viva, a alguien que viene a ser una princesa en términos humanos, esa pregunta? ¿La de a cuánto popó conozco?
—Por favor, ¿podemos dejar el tema? —pidió Kaladin.
Por desgracia, Oroden había tenido la oreja puesta. Le dio una palmadita a Kaladin en la rodilla.
—No pasa nada, Gagadin —dijo con voz tranquilizadora—. Popó va en orinal. ¡Toma chuchería!
Lo cual le provocó a Syl un ataque de risa atronadora que la volteó de espaldas otra vez. Kaladin le lanzó a Hesina su mirada de capitán, la que podía hacer palidecer a cualquier soldado. Las madres, no obstante, se saltaban la cadena de mando. Así que lo único que salvó a Kaladin fue que su padre apareciese en el umbral, con un gran fajo de papeles bajo el brazo. Hesina fue hacia él para ayudarlo.
—Son los diagramas de las tiendas del cuerpo médico de Dalinar y los procedimientos operativos actuales —explicó Lirin.
—Conque Dalinar, ¿eh? —dijo ella—. ¿Cuatro reuniones de nada y ya te tuteas con el hombre más poderoso del mundo?
—La actitud de ese chico es contagiosa —afirmó Lirin.
—Y seguro que eso no tiene naaada que ver con su crianza —replicó Hesina—. Mejor demos por hecho que fueron sus cuatro años en el ejército los que lo condicionaron para respetar poco a los ojos claros.
—Bueno, es que…
Lirin y Hesina miraron a su hijo. Los ojos de Kaladin habían pasado a ser de un color azul claro y ya nunca regresaban a su tono castaño oscuro original. Tampoco ayudaba en nada que, pese a estar sentado, flotara un par de centímetros por encima del suelo. El aire era más cómodo que la piedra. Los dos extendieron los papeles sobre la repisa que recorría una pared de la estancia.
—Es un desastre —dijo Lirin—. Hay que reconstruir de cero su sistema médico al completo, y formar al personal sobre higienizar como es debido. Por lo visto, muchos de sus mejores médicos de campo han caído.
—Muchos de sus mejores de todo han caído —matizó Hesina, hojeando las páginas.
«No te haces una idea», pensó Kaladin. Lanzó una mirada hacia Syl, que se había enderezado para sentarse más cerca de él, todavía a tamaño humano. Oroden estaba persiguiendo bloques de nuevo, y Kaladin…
Bueno, a pesar de su tensión, Kaladin se permitió disfrutarlo. Gozar de la familia. De la paz. De Syl. Llevaba tantísimo tiempo corriendo de hecatombe en hecatombe que había olvidado por completo aquella alegría. Incluso cenar estofado con el Puente Cuatro, en sus valiosos momentos de respiro, le había dado la sensación de ser como una brusca bocanada de aire para no ahogarse. Y, sin embargo, allí estaba. Retirado. Viendo jugar a su hermano, sentado al lado de Syl, oyendo cómo charlaban sus padres. Tormentas, menudo viaje había sido. Kaladin se las había ingeniado para sobrevivir.
Y no era culpa suya haberlo hecho.
Syl le apoyó la mano en el hombro, aunque fuese insustancial, mientras miraba los bloques flotantes. Era un comportamiento raro en ella, pero también lo era que adoptase tamaño humano.
—¿Por qué te haces tan grande? —le preguntó.
—Cuando estábamos en Shadesmar —dijo ella—, todo el mundo me trataba distinto. Me sentía… más una persona. Menos una fuerza de la naturaleza. Resulta que lo echaba de menos.
—¿Yo te… trato distinto cuando eres pequeña?
—Un poco.
—¿Quieres que cambie?
—Quiero que las cosas cambien y que sigan iguales a la vez. —Syl lo miró, y debió de ver que Kaladin encontraba aquello absolutamente desconcertante. Sonrió de oreja a oreja—. Dejémoslo en que quiero que a cierta gente le resulte más difícil pasarme por alto.
—¿Para ti es más difícil tener este tamaño?
—Ajá —dijo ella—. Pero he decidido que quiero hacer el esfuerzo. —Negó con la cabeza, haciendo que el pelo se le arremolinara—. No cuestiones la voluntad de la poderosa princesa spren, Kaladin Bendito por la Tormenta. Mis caprichos son tan inescrutables como magnánimos.
—¡Pero si acabas de decir que quieres que te traten como a una persona! —exclamó él—. No como una fuerza de la naturaleza.
—No —repuso ella—. Quiero decidir cuándo se me trata como a una persona. Eso no excluye que también quiera ser venerada como es debido. —Puso una sonrisa taimada—. He estado pensando en un montón de cosas que obligar a Lunamor a que haga. Si volvemos a verlo alguna vez.
Kaladin quiso ofrecerle algún consuelo, pero lo cierto era que no tenía ni idea de si volverían a ver a Roca jamás. Aquello era otra tonalidad de dolor, distinta a la pérdida de Teft, distinta de la pérdida de Moash… o del hombre que habían creído que era Moash.
Eso le devolvió a la mente la realidad de la situación, junto con las extrañas advertencias que el viento le había susurrado. Se descubrió a sí mismo diciendo:
—Padre, ¿qué pinta tiene ahora la batalla? Hay un plazo de diez días. Supongo que todo el mundo estará descansando y dejándolos pasar, ¿verdad?
—Por desgracia, no —dijo Lirin—. Me han advertido que espere bajas considerables los próximos días, porque Dalinar prevé que el combate se prolongará hasta la misma fecha límite. De hecho, teme que el enemigo redoble sus esfuerzos por conquistar terreno en las Montañas Irreclamadas y las Tierras Heladas. Parece ser que, según el acuerdo, el territorio que tenga cada bando cuando llegue el momento… es el territorio que conservará.
Tormentas. Kaladin podía imaginárselo: batallas feroces por tierras poco importantes y deshabitadas, pero que ambos bandos querían anexionarse de todos modos. Se compadeció de los soldados que iban a morir en los nueve días que faltaban para que aquello terminase.
—¿Esto es la tormenta? —susurró.
Syl lo miró extrañada. Pero Kaladin no hablaba con ella.
No…, respondió aquella voz. Peor…
Peor. Se estremeció.
Por favor…, dijo el viento. Ayuda…
—No sé si puedo ayudar —susurró Kaladin, agachando la cabeza—. No… no sé lo que me queda para ofrecer.
Lo entiendo, dijo la voz. Si puedes, ven a mí.
—¿Dónde?
Escucha al Forjador de Vínculos…
Kaladin frunció el ceño. El día anterior Dalinar había mencionado tener una misión para Kaladin en Shinovar, relacionada con el Heraldo Ishi y en «extraña compañía». Kaladin ya había decidido ir. Así que quizá sí que pudiese ayudar.
Ven a mí…, repitió el viento. Por favor…
Había alta tormenta esa noche, y Kaladin se había propuesto utilizarla, junto con la luz tormentosa que le ofrecería, para llegar hasta Shinovar. Pero Dalinar le había prometido darle más detalles antes de marcharse. De modo que, después de respirar hondo, Kaladin se levantó y se desperezó.
Había sido maravilloso pasar tiempo con su familia. Recordar esa paz. Pero, por muy exhausto que estuviera, aún tenía trabajo pendiente.
—Lo siento —les dijo a sus padres—, pero tengo que irme. Dalinar quiere que busque a Ishi, que por lo visto se ha vuelto loco. Tampoco es de extrañar, teniendo en cuenta cómo les va a Taln y a Ash.
Su madre lo miró con una expresión rara y Kaladin tardó un momento en comprender que era por la familiaridad con que hablaba de los Heraldos, figuras del acervo popular y religioso adoradas a lo largo y ancho del mundo. Kaladin no conocía bien a ninguno de ellos, pero le resultaba natural nombrarlos de ese modo. Había dejado de venerar a gente que no conocía el día en que Amaram lo marcó a fuego.
Dios o rey, si alguien quería su respeto, que se lo ganara.
—Hijo mío —dijo Lirin alzando la mirada de sus muchos papeles.
Por el tono con que pronunció las palabras, Kaladin hizo acopio de valor para recibir algún tipo de sermón. Para lo que no estaba preparado fue para que su padre se acercara a darle un abrazo. Incómodo, porque no estaba en la naturaleza de Lirin prestar esa clase de afecto. Aun así, el gesto transmitió unas emociones que a Lirin le costaba verbalizar. Que se había equivocado. Que tal vez Kaladin necesitaba encontrar su propio camino.
Así que Kaladin lo abrazó también, dejando que los alegrespren con forma de hojas azules se arremolinaran en torno a ellos.
—Ojalá tuviera consejos paternos que darte —dijo Lirin—, pero ya hace mucho que superaste mi comprensión de la vida. Así que supongo que ve y sé tú mismo. Protege. Te… te quiero.
—Ten cuidado —añadió su madre, dándole otro abrazo lateral—. Vuelve con nosotros.
Kaladin asintió y miró a Syl. Había reemplazado la havah por un uniforme del Puente Cuatro, en blanco y azul oscuro, y llevaba el pelo recogido en una coleta como solía hacer Lyn. A Syl le quedaba extraña, la hacía parecer mayor. No era que hubiese sido infantil nunca, a pesar de su carácter a veces travieso, y su figura elegida siempre había sido la de una mujer joven, pero adulta. Aniñada a veces, pero jamás una niña. De uniforme, con el pelo recogido y la mano segura cubierta por aquel guante, parecía más madura. Era hora de irse. Con un último abrazo para su hermano, Kaladin salió a afrontar su destino, sintiendo que ostentaba el control por primera vez en años. Decidiendo dar el siguiente paso, en vez de verse arrojado a él por la inercia o por una crisis.
Y, aunque había despertado sintiéndose bien, ese conocimiento, esa noción de voluntad, le sentó de maravilla.

El Viento me dijo, antes de desaparecer, que fue el cambio en el recipiente de Odium lo que restauró su voz. Eso me provoca dudas. Quizá sea la nueva tormenta, que hace que la gente empiece a replantearse que el viento sea su enemigo.
De Caballeros de viento y verdad, página 3
Shallan y Patrón dejaron a Testimonio descansando y recorrieron la pared de Integridad Duradera para reunirse con Adolin, Maya y el Heraldo Kelek, que estaban hablando con una especie de spren a la que Kelek llamaba una «seon». Aquella seon se manifestaba como una bola de luz flotante, del tamaño aproximado de una cabeza, con un extraño símbolo en el centro. Aparte de ellos, la zona superior de la pared estaba desierta ese día.
—¿No te acuerdas? —preguntó Patrón en voz baja mientras Shallan y él caminaban—. ¿De los acontecimientos con Testimonio?
—Creía que sí. Creía que, desde que Velo desapareció…
—Velo no ha desaparecido —dijo Shallan—. Forma parte de mí, como la ha formado siempre.
—No… no lo entiendo.
—Es difícil de explicar —respondió ella—. Y… tampoco estoy segura de entenderlo yo del todo. La curación no es un acontecimiento, Patrón, sino un proceso. He incorporado a Velo en mí misma, de modo que ya no toma el control, pero no ha desaparecido. Velo es yo, pero Velo no siempre es Shallan.
—Pero… tú eres Shallan…
—Imagínatelo como que Velo se ha trasladado a la parte de atrás del carromato mientras vamos hacia el futuro. Aún está ahí, aconsejándome, y las dos somos conscientes del mundo.
Era más complejo que eso, por supuesto. Shallan había proyectado algunos aspectos incómodos de sí misma en Velo. Ahora se veía obligada a afrontarlos. Había temido que Adolin lo encontrase difícil, pero… en fin, Adolin Kholin era tormentosamente maravilloso. Tras la conversación que mantuvieron la noche anterior, parecía comprenderlo. Ambos sabían que quedaba trabajo por hacer, pero también que Shallan había dado un paso enorme hacia la curación… y, con él, había reconocido algo importante.
No merecía odio, sino comprensión. Era difícil de creer, pero Velo insistía en que lo intentaran de todos modos.
—Pero… —dijo Patrón—. ¿Radiante aún está… separada?
—Más separada —asintió Shallan.
—Mmmmm. Entonces… sigue en el pescante del carromato.
—Sí. Eso podría cambiar. O podría no ser necesario que cambie. Estoy resolviendo las cosas sobre la marcha, Patrón, pero sí que me siento mejor. Y lo más importante es que ya no necesito que Velo se interponga entre los recuerdos y yo.
—Entonces, sí que recuerdas.
—Sí y no —dijo Shallan—. Es un embrollo. Era pequeña, los acontecimientos son traumáticos y hay muchísimo dolor asociado a los recuerdos de mi madre. Necesito tiempo para asimilarlo.
—Mmmm. Los humanos sois… pringosos. No solo el cuerpo. La mente también. Los recuerdos también. Las ideas también. Mmmm… —vibró, y sonaba complacido.
De niña, Shallan había vinculado a una spren, cosa que a su madre… no le había gustado. Había venido un hombre, o bien para hacerle daño a Shallan, o bien para separarla de Testimonio. Su padre había luchado contra él y, durante el enfrentamiento, la madre de Shallan había ido hacia ella con un cuchillo. En defensa propia, Shallan había matado a su madre con una manifestación temprana de Testimonio como hoja esquirlada.
Shallan, traumatizada, había rechazado sus incipientes juramentos y enterrado esos recuerdos. Pero si su vínculo con Testimonio nunca se había roto del todo… ¿qué significaba? Y de los recuerdos del tiempo entre la muerte de su madre y la llegada de Patrón… ¿en cuáles estaba involucrada Testimonio?
«Sabía que tenía una hoja esquirlada… mucho antes de vincular a Patrón». Se había convencido a sí misma de que el arma pertenecía a su padre, de que estaba guardada en su caja fuerte. Había ido allí antes de marcharse de casa y la había sacado para descartarla, ignorando que la estaba invocando en ese mismo instante, al meter la mano, fingiendo que era una hoja esquirlada normal, fingiendo que necesitaba diez latidos para que apareciera. Sin embargo, una parte de ella había sabido, incluso entonces, que era Testimonio, una amiga a la que Shallan había hecho muchísimo daño. Eso era lo único que Shallan recordaba con claridad. Testimonio era su amiga. Una forma en relieve sobre la pared que había deleitado, y luego se había dado a conocer, y luego había protegido a una niña pequeña.
Testimonio nunca había sido tan habladora como Patrón. De hecho, Shallan solo recordaba infrecuentes fragmentos con voz suave, animándola a resistir contra la oscuridad de su familia. Shallan había querido mucho a su misteriosa spren; aunque los recuerdos eran un revoltijo, las emociones brillaban a través del dolor. La fuerza podía depender de la percepción a veces. Y ese día, Shallan descubrió que podía elegir la fuerza.
Llegaron junto a Adolin, Maya y Kelek. A Shallan todavía le parecía increíble que aquel hombre fuese un Heraldo del Todopoderoso. El tipo bajito y calvo no dejaba de frotarse las manos, como lavándoselas con agua y jabón invisibles. Adolin y Maya casi eran unos gigantes a su lado, mientras hablaban con la bola de luz.
Era evidente que Maya prestaba atención. No estaba curada del todo —sus ojos seguían raspados y su color era un marrón tenue en vez del vibrante verde de otros spren de su tipo—, pero iba mejorando. Ya no se marchaba sin más ni se limitaba a mirar inexpresiva durante las conversaciones. También empezaba a hablar cada vez más.
—Me preocupa lo que está por venir —estaba diciendo la bola de luz. Se había transformado en una aproximación de la cara de Sagaz, hecha de un suave resplandor azul claro, y hablaba con su voz. La spren era una forma de contactar con él, como habían descubierto unos días antes—. La guerra va a intensificarse sin remedio, y todo dependerá del duelo de campeones. El guerrero elegido de Odium contra quienquiera que escoja el viejo Dalinar.
—Mi padre se escogerá a sí mismo —dijo Adolin—. Cuando el Espina Negra quiere asegurarse de que algo se hace bien, lo hace en persona. —Adolin calló un momento y miró a Maya—. A la tormenta con él. Pero lo más probable es que sí que sea nuestra mejor opción.
—Sagaz —intervino Shallan—, ¿va a ocurrir de verdad?
—Ya lo creo —respondió él—. El duelo está pactado, los contratos aceptados. Shallan, lo han acordado para dentro de nueve días.
—¿Tan pronto? —preguntó Shallan. Tormentas—. ¿Dónde?
—Urithiru —le dijo Adolin, cruzado de brazos—. Ya han enviado a Corredores del Viento para recogernos. Deberían llegar hoy mismo.
Shallan meditó sobre aquello, tratando de no sentir un latigazo emocional. Les había costado semanas llegar a Integridad Duradera, pero los Corredores del Viento podían llevarlos volando de regreso a Urithiru antes de que terminase el día, dependiendo de cuánta luz tormentosa trajeran consigo.
Se descubrió ansiosa por regresar. Estaba harta de los honorspren y su elitismo. Echaba de menos el cielo azul y las plantas que no se arrugaban al tocarlas. Shadesmar tenía un sol, pero era lejano y frío. Ella nunca podría prosperar allí.
Además, como le había señalado a Testimonio, tenía trabajo por delante.
—Sagaz —dijo Shallan, acercándose más. La versión resplandeciente de la cara del hombre se concentró en ella—. ¿Mis hermanos están a salvo? ¿Estás seguro?
—Muy seguro, brillante —respondió él, con voz suave—. ¿Tú estás segura de que los Sangre Espectral actuarán contra ti?
—Sí —dijo ella. Después de año y medio flirteando con los Sangre Espectral, por fin había dado el paso de rechazarlos. Al hacerlo, a grandes rasgos les había declarado la guerra. Encontró apoyo en la mano de Adolin, que a esas alturas ya conocía la historia entera—. Sagaz, conozco sus caras, sus planes… Es muy posible que sea la mayor amenaza en el planeta para su organización, y a Jasnah intentaron asesinarla por menos. Todos mis seres queridos corren peligro.
—Yo tengo que ocuparme de Dalinar e intentar prepararlo —dijo Sagaz—, pero creo que puedo ayudarte a ti también. He estado observando al grupito de Mraize. Haré llegar a tu gente mis dibujos de sus miembros. Pero ten cuidado, Shallan. Conozco a este grupo y a su líder. Pueden ser despiadados.
—Yo también —susurró Shallan. Le lanzó una mirada a Kelek, que estaba contemplando el océano de cuentas y a los spren ojomuertos que seguían en la costa. A pesar de él, se sentía segura allí con Patrón, Adolin y Maya. Lo bastante segura para decirlo en voz alta—. Sagaz, me preocupa una cosa. ¿Estoy preparada?
—Yo mismo me hago esa pregunta de vez en cuando —dijo él—. Y Shallan… tengo diez mil años de edad.
—Durante el viaje —explicó Shallan—, empecé a crear una nueva personalidad. Sinforma. Una… versión de mí, pero… —¿Cómo puedo explicarlo?—. Una versión de mí sin rostro. Una versión capaz de hacer cosas terribles. La aparté de mí, Sagaz, pero esa capacidad sigue estando en mi interior.
—Shallan —dijo Sagaz, y ella alzó la mirada hacia sus ojos—. De no ser por esa capacidad, ¿de qué servirían las decisiones? Si no tuviésemos el poder de hacer cosas terribles, ¿qué heroísmo sería resistirnos?
—Pero…
—¿Renunciaste a ella? —preguntó Sagaz mientras Adolin le apretaba el hombro a Shallan.
—Sí.
—Pues eso es heroísmo, Shallan.
—Estoy recordando lo que le hice a mi madre —dijo ella—. Y a mi padre. En menor medida, también a Tyn. Y ahora… voy a tener que matar a Mraize, Sagaz. ¿Es ese mi destino? ¿Matar a todas las personas que me han guiado en la vida?
Y así, por fin, sus miedos cobraron voz. ¿Sonaba tonto, ingenuo, ridículo, ese patrón que había descubierto en su existencia? Pero Sagaz no se rio, y el hombre se consideraba a sí mismo un experto en lo ridículo.
—Ojalá cualquiera de nosotros —respondió— pudiera protegerse de los costes que suele requerir el heroísmo. Pero, de nuevo, si no hubiera un coste, un sacrificio, ¿sería heroísmo en absoluto? No puedo prometerte que vaya a ser fácil, Shallan, pero estoy orgulloso de ti.
Estoy orgullosa de ti, susurró Radiante.
Estoy orgullosa de ti, susurró Velo, la parte de ella que era Velo.
—Gracias —dijo Shallan.
—Tengo que irme —dijo Sagaz—, pero una última cosa antes. Los Sangre Espectral buscan algo extremadamente valioso, y tú tienes la clave para llegar a ello, ahí contigo, ahora mismo. Si quieres destruirlos, quizá no haga falta matarlos del primero al último. A lo mejor, lo único que necesitas es algo poderoso con lo que coaccionarlos para…
La resplandeciente spren dejó de representar su cara y volvió a ser una esfera.
—Se ha ido —dijo—. Lo siento.
Las últimas palabras de Sagaz permanecieron en la mente de Shallan, reforzando una cosa que ya se había planteado. Una manera de proteger Roshar de ellos… porque, de hecho, ya sabía cuál era el nuevo objetivo más probable de los Sangre Espectral. Habían enviado a Shallan a Integridad Duradera en busca del Heraldo que estaba de pie a su lado, y Kelek creía que el secreto que anhelaban era en realidad su conocimiento sobre una de los Deshechos.
—Necesito —dijo a Kelek— que me cuentes todo lo que sabes sobre Ba-Ado-Mishram.
El Heraldo se retorció las manos y luego miró de lado, como buscando una escapatoria.
—No vamos a hacerte daño —le aseguró Adolin en tono calmado—. A estas alturas, ya lo sabes.
—Lo sé —dijo Kelek—. Es solo que… se supone que no debo involucrarme. Ninguno de nosotros debería.
—No creo que los otros Heraldos estén cumpliendo esa norma —comentó Shallan, cruzándose de brazos—. ¿Qué hiciste, Kelek?
—No mucho —dijo él, poniéndose una mano en la cabeza—. No… no puedo hacer mucho, últimamente. No sé por qué. No puedo decidir. No… no… —Alzó la mirada hacia ellos y luego cerró los puños y se los llevó hasta el pecho—. Estaba en Urithiru cuando se concibió el plan para capturar a Mishram. Después… me uní a ellos en su misión. Soy… Supongo que soy el único ser vivo que de verdad sabe lo que le pasó a Mishram. Por eso los Sangre Espectral, y su condenado Señor de las Cicatrices, me buscan.
—Cuéntanoslo —dijo Shallan.
—Algunos de nosotros averiguamos que es posible capturar a spren dentro de gemas —explicó él—. Y Mishram, por mucho poder que tenga, es una spren. Los Radiantes prepararon un heliodoro perfecto, del color de la luz del sol, y la atraparon dentro, y luego ocultaron su prisión. No en el Reino Físico, ni tampoco en Shadesmar. —Se mordió el labio un momento y se obligó a seguir hablando—. Está en el Reino Espiritual. Melishi la escondió allí.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó Shallan, cruzando la mirada con Adolin. —No lo sé. —Kelek había empezado a retroceder—. Te prometo que no lo sé. Pero ahora… ahora enviarán a más gente a por mí, ¿verdad? Me atraparán a mí en una gema, o creen que serán capaces de hacerlo…
Los miró a los dos, con los ojos desorbitados, y huyó hacia abajo. Ninguno de ellos salió tras él. Por desgracia, ese comportamiento era el habitual en Kelek.
Maya dio un suave gruñido, viendo cómo se iba.
—Ha empeorado mucho —dijo.
Shallan se sorprendió.
—¿Lo conocías?
—Nos cruzamos unas cuantas veces —respondió Maya, y respiró hondo—. Nunca… nunca tuve muy buen concepto de él, ni siquiera entonces.
—Bueno —dijo Shallan—, por lo menos ahora sabemos algo más sobre Mishram. Sospecho que su prisión forma parte de lo que Mraize lleva buscando ya mucho tiempo. Es muy posible que deba encontrarla yo, antes de que él tenga ocasión.
—Ba-Ado-Mishram. —Adolin, pensativo, apoyó la espalda en las almenas de la pared—. La más poderosa de los Deshechos. ¿Qué pueden querer de ella los Sangre Espectral?
—Mmmm —dijo Patrón—. Poder. Un poder inmenso. Era casi una diosa. Vinculó a los cantores una vez. ¿Es posible que Mraize pretenda hacer algo similar de nuevo?
Shallan se estremeció al imaginarse a Mraize y a su maestra, Iyatil, de algún modo al mando del ejército enemigo al completo. ¿Sería posible?
—Sea cual sea el motivo —dijo Shallan—, tengo que impedírselo.
—Pero la prisión de Mishram está en el Reino Espiritual, ¿no? —preguntó Adolin, frunciendo el ceño—. ¿Qué significa eso siquiera?
—Mmm… —dijo Patrón—. Significa que nunca seremos capaces de encontrarla.
—Seguro que es posible —repuso Shallan—. Si los antiguos Radiantes la pusieron allí, nosotros deberíamos poder sacarla.
—No lo entiendes —dijo Patrón, separando las manos y gesticulando de aquella manera tan suya—. Crees que Shadesmar es extraño, ¿sí? Cielo negro. Sol pequeño. ¡Patrón, con brazos y piernas para ambular! —El patrón de su cabeza giró más rápido—. El Reino Espiritual es órdenes de magnitud más extraño. Es un lugar donde el futuro se mezcla con el presente, donde el pasado resuena como un reloj al dar la hora. El tiempo y la distancia se extienden, como números repitiéndose infinitamente. Es donde viven los dioses, e incluso a algunos de ellos los deja perplejos.
Shallan absorbió todo aquello y entonces miró a Testimonio, acurrucada a la sombra de la muralla más atrás en el adarve.
—Estamos suponiendo —dijo— que los ojomuertos se crearon porque Mishram fue encerrada, ¿verdad?
—Eso es —respondió Patrón—. Mishram se convirtió en una especie de diosa para los cantores, los parshmenios. ¡Estableció una Conexión con Roshar, y los ecos de eso se filtraron hasta los spren! Ah, qué maravillosamente extraño. Su reclusión es el motivo de que ahora los vínculos rotos tengan tanto efecto sobre los spren.
—Es porque… —dijo Maya—. Porque los humanos carecen de Honor. Del dios, me refiero. Oí… Oí que Mishram estaba capturada. Oí que… que los Radiantes destruirían el mundo. Por eso decidí. Decidí que no quería seguir. —Negó con la cabeza—. No lo sé todo. Me gustaría. Teniendo en cuenta lo que romper… romper el vínculo me hizo.
Ese día, el día en que capturaron a Mishram, ocurrió algo más profundo. Un acontecimiento relacionado con la humanidad, con Honor, con los spren y con los vínculos.
—Pues tenemos que averiguar de qué modo Mishram, o su reclusión, tiene poder sobre nuestros vínculos —dijo Shallan, mirando a Patrón—. Tenemos que ir al Reino Espiritual y encontrar esa prisión, por muy difícil que sea.
El patrón del spren se ralentizó, y después Patrón entrelazó los dedos.
—Muy bien. Pero… ¿recuerdas cuando he dicho que no creía que fueses a matarme?
—¿Sí?
—Me gustaría retractarme —proclamó él.

He leído que en los tiempos antiguos el Viento hablaba a menudo tanto con humanos como con cantores. Eso implicaría que el Viento no dejó de hablar por culpa de Odium, sino porque la gente empezó a temerla a ella…
O a venerar a la Tormenta en su lugar.
De Caballeros de viento y verdad, página 4
Kaladin se elevó por la columna central de Urithiru, con Syl a su lado. En al atrio aún se veían señales de la batalla que había tenido lugar dos días antes. Sangre que no habían terminado de limpiar del todo. Barandillas rotas en las galerías. Eso le recordó otra ocasión en la que había volado hacia arriba por aquel espacio… justo después del asesinato de Teft. Con una furia oscura y envenenada creciendo en su interior, un sentimiento que era mellizo de la emoción normal que provocaba contener luz tormentosa en el cuerpo.
El hombre en el que se había convertido después de matar al Perseguidor… ese hombre asustaba a Kaladin. Lo asustaba incluso en esos momentos, a la tranquilizadora luz del sol. Recordar a ese hombre era como recordar una pesadilla, e hizo que en las galerías que iba dejando atrás aparecieran dolorspren, como pequeñas manos cercenadas que saltaban hacia él.
Desterró esos sentimientos mientras aterrizaba en una planta cercana a la cima de Urithiru. Al posar los pies en la cámara central donde los elevadores dejaban a la gente, reparó en un brillo azul que salía de una sala cercana. —Navani —susurró Syl, con los ojos muy abiertos.
Se hizo de color azul claro, se encogió a tamaño de spren y salió disparada en esa dirección. Había algo casi embriagador en Navani, y en su vínculo con el Hermano, para los spren de la ciudad-torre. Syl regresaría pronto.
Kaladin se obligó a caminar, no flotar, hasta el salón de reuniones. En el momento en que saliera de Urithiru, tendría que volver a utilizar la luz tormentosa solo cuando fuese necesario. Mejor ir acostumbrándose ya. Mientras andaba, el viento sopló a su espalda, de algún modo presente por todo el interior de la estructura, llevando consigo los spren de su armadura como cintas de luz. Kaladin no oyó la voz del viento, pero sintió que lo urgía a avanzar, y sus advertencias resonaron en su mente.
Había una pequeña sala de espera fuera del salón de reuniones de Dalinar. Urithiru tenía cada vez más muebles en los últimos tiempos, entre ellos el diván que había allí. Por desgracia, ese diván lo ocupaba por completo Sagaz, tumbado bocarriba, llenando un espacio que podría haber albergado a tres personas, con los pies subidos al reposabrazos, leyendo un libro y soltando risitas mientras un gran orbe de luz flotaba a su lado. ¿Algún tipo extraño de spren?
—Ay, Wema —murmuró Sagaz, pasando la página—. Por fin te has dado cuenta de lo buen partido que es Vadam, ¿eh? A ver cómo la fastidias ahora.
—¿Sagaz? —dijo Kaladin—. No sabía que habías vuelto a la torre.
Supuso que era una bobada decir aquello. Jasnah estaba en Urithiru, así que tenía sentido que él la hubiera acompañado.
Sagaz, siendo Sagaz, terminó de leer la página antes de alzar la mirada hacia Kaladin. Luego el hombre larguirucho cerró el libro de golpe, se incorporó y permaneció apoltronado en el diván, solo que en distinta postura, con los brazos estirados sobre el respaldo y una pierna cruzada encima de la otra, sin aparentar ser menos que un rey en su trono. Un rey muy relajado en un trono más bien mullido.
—Vaya —dijo Sagaz, con los ojos iluminados de diversión—, pero si es mi ladrón de flautas favorito.
—Esa flauta me la diste tú, Sagaz —repuso Kaladin, y suspiró mientras se apoyaba en el marco de la puerta.
—Y luego la perdiste.
—La encontré de nuevo.
—Aun así, la perdiste.
—Eso no es lo mismo que robar.
—Soy un narrador —dijo Sagaz, haciendo girar los dedos en el aire—. Estoy en mi derecho de redefinir las palabras.
—Eso es una tontería.
—Eso es literatura.
—Es confuso.
—Cuanto más confuso, mejor literatura es.
—Eso podría ser lo más pretencioso que he oído en la vida.
—¡Ajá! —exclamó Sagaz, señalándolo—. Veo que lo captas.
Kaladin titubeó. A veces, durante las conversaciones con Sagaz, desearía tener a alguien que tomara notas para él.
—Entonces… —dijo Kaladin—, ¿quieres que te devuelva la flauta?
—¡Qué va! Esa flauta fue un regalo, muchacho del puente. ¡Devolvérmela sería casi tan insultante como perderla!
—¿Y qué quieres que haga con ella?
—Hum… —dijo Sagaz, metiendo la mano en una bolsa que tenía a los pies para sacar otra flauta distinta, esa pintada con un brillante barniz rojo. La hizo rodar en la mano—. Ojalá hubiera algo que pudiera hacerse con estos pedazos de madera tan curiosos, ¿no te parece? Tienen unos agujeros que parecen tener algún propósito arcano, más allá del entendimiento de los meros mortales.
Kaladin puso los ojos en blanco.
—Ojalá —continuó Sagaz— hubiera una manera de aprender a hacer algo productivo con este objeto. Tiene toda la pinta de ser una herramienta. ¡No, un instrumento! De mítico diseño. ¡Ay! Mi pobre y limitada mente es incapaz de aprehender la…
—Si no te interrumpo —dijo Kaladin—, ¿hasta cuándo vas a seguir?
—Hasta mucho, muchísimo, después de que deje de ser gracioso.
—Ah, ¿era gracioso?
—¿Las palabras, dices? —replicó Sagaz—. Claro que no. ¿Tu cara mientras las decía, en cambio? En fin, he oído decir que soy un artista. Por desgracia, los principales sujetos de mi arte jamás pueden experimentar mis creaciones, ya que son sus propios rasgos los que las exhiben. —Le dio la vuelta a la flauta y se la ofreció a Kaladin—. Ten, pruébala. Tiene la misma digitación que la que perdiste y recuperaste, aunque no la misma… capacidad.
—Sagaz, no sé tocar esta flauta más de lo que sabía tocar la otra que me diste —protestó Kaladin—. No tengo ni idea de cómo se hace.
—Entonces… —Sagaz le dio otra vuelta completa a la flauta y la acercó más hacia Kaladin—. Ahora solo te falta pedirle a…
—Bueno, supongo que de todos modos tengo que esperar a Dalinar —dijo Kaladin.
Miró anhelante hacia la puerta cerrada. Las reuniones de Dalinar solían pasarse de hora, a pesar de los muchos relojes que Navani le había dado. Kaladin sentía un apremio por llegar a Shinovar, pero, si quería volar hasta allí sin tener que agotar un saco enorme de gemas, que harían falta en la batalla venidera, le convendría aprovechar la alta tormenta, para la que aún faltaban horas. Así que tenía tiempo. Y además… bueno, Kaladin se sentía en deuda con Sagaz. Por mucho que pudiera cabrearlo ese hombre, o lo que quiera que fuese, cuando Kaladin había estado en la peor oscuridad de la tormenta, Sagaz había recorrido una pesadilla para liberarlo.
Era un amigo. Kaladin lo apreciaba, rarezas incluidas. Así que interpretó el papel que Sagaz a todas luces quería de él.
—¿Me enseñarías? —pidió, aceptando la flauta—. No tengo mucho tiempo, pero…
Sagaz ya estaba en movimiento, sacando unos papeles de la bolsa del suelo. Ahuyentó con un gesto a su extraño spren esférico y los vientospren de Kaladin lo siguieron, revoloteando fuera de la sala mientras Kaladin miraba las hojas. Tenían unos símbolos extraños, que lo pusieron nervioso, pero Sagaz le aseguró que no eran escritura propiamente dicha. Solo marcas en un papel que representaban sonidos. A Kaladin le costó unos minutos pillar el chiste.
Aun así, durante la siguiente hora —Dalinar de verdad estaba tomándoselo con calma— Kaladin siguió las instrucciones de Sagaz. Aprendió lo básico sobre digitación, leer las notas y, lo más difícil de todo, cómo sostener aquel trasto y soplar por él como era debido.
Hacia el final de aquella hora, Kaladin ya era capaz de sacar de sus pulmones una trastabillante interpretación de la primera línea de música, con notas que sonaban ásperas y débiles comparadas con las que tocaba Sagaz. Fue un logro increíblemente sencillo, y no atrajo ni un solo musispren, pero Kaladin tenía la sensación de haber escalado una montaña. Estaba sonriendo como un idiota cuando Syl, a tamaño completo y llevando una havah con bordados violetas, asomó la cabeza para investigar.
«Por los sonidos que estoy haciendo, seguro que viene a ver quién ha pisado una rata», pensó Kaladin.
—Buen trabajo —dijo Sagaz—. En tu próxima pelea, ponte a hacer eso. Seguro que el enemigo soltará las armas… aunque sea solo para taparse los oídos.
—Si alguien cuestiona mi habilidad, me aseguraré de decirle quién fue mi maestro.
Sagaz sonrió de oreja a oreja.
—Esa canción la conozco —dijo Syl, cruzándose de brazos.
—Sagaz la tocó en las Llanuras Quebradas —respondió Kaladin—. El día que lo conocimos. Con la historia del Vela Errante.
—Pero la conozco mejor que eso… —dijo ella.
—Hace mucho tiempo —explicó Sagaz en voz baja—, ese ritmo guio a los humanos a través del vacío desde un planeta al otro. Lo siguieron para llegar a vuestro mundo.
—Es uno de los ritmos de Roshar —dijo Syl, asintiendo—. Hecho canción, con los tonos de los dioses.
—De dioses más antiguos que los vuestros —añadió Sagaz, sentado junto a Kaladin en el diván.
—Cuando la tocaste para nosotros por primera vez —dijo Kaladin, recordando aquella noche solitaria en las mesetas, siendo todavía un hombre del puente—, habría jurado que el sonido… regresaba. Tocabas, y luego hablabas, y la canción seguía resonando. ¿Cómo lo hiciste?
—No lo hice —respondió Sagaz.
—Pero…
—Pregúntate quién escuchaba esa noche.
—Yo. Syl. Tú, supongo.
—¿Y?
—¿Y… algunos guardias, desde lejos?
Sagaz negó con la cabeza.
—Tormentas, ¿cómo puedes ser de esta tierra y, aun así, tan espeso? Es…
—El viento —adivinó Kaladin—. El viento escuchaba.
Sagaz sonrió.
—Igual aún tienes remedio y todo.
—¿El viento es un dios? —preguntó Kaladin.
—Cuando se creó este mundo —dijo Sagaz—, mucho antes de que llegaran Honor, Cultivación u Odium, Adonalsium dejó algo atrás en él. A veces lo llaman la Antigua Magia. Esa nomenclatura se aplica a menudo a la Vigilante Nocturna, que procede, gracias a los esfuerzos de Cultivación, de uno de esos viejos spren. Escucha al Viento cuando habla, Kaladin. Es más débil que antes, pero ha visto muchísimo.
—Me… me ha dicho que viene una tormenta —respondió Kaladin—. Y me ha pedido ayuda.
—Pues haz caso —dijo Sagaz—. Y el Viento… ella te hará caso a ti, a su vez. —Le guiñó un ojo—. Es todo lo que voy a decir al respecto. No soy de los que revelan secretos ajenos.
Maravilloso. Bueno, Kaladin ya había cumplido los deseos de Sagaz, así que le devolvió la flauta. ¿Dalinar iba a terminar su anterior reunión en algún momento de ese siglo?
—Ha sido una forma divertida de pasar el rato, Sagaz, pero tengo que preguntártelo. ¿Música? ¿Qué relevancia tiene para alguien como yo?
—Ah, ahí está la pregunta eterna —dijo Sagaz, reclinándose—. ¿Para qué sirve el arte? ¿Por qué contiene tanto significado y potencia? No puedo revelártelo, porque la respuesta corta es poco atractiva y la larga requiere meses. En lugar de eso, te diré lo siguiente: toda sociedad de toda región de todo planeta que he visitado, y he estado en una cantidad considerable, ha creado arte.
Kaladin asintió, pensativo. Sagaz no había contestado su pregunta, pero a eso estaba acostumbrado. Protestar solo le ganaría burlas.
—Quizá la cuestión no sea para qué sirve el arte —caviló Sagaz—. Quizá incluso esa pregunta tan simple carezca de sentido. Es como preguntar para qué sirve tener manos, o caminar erguido, o que te crezca pelo. El arte forma parte de nosotros, Kaladin. Para eso sirve, esa es su razón de ser. Existe porque, a cierto nivel fundamental, lo necesitamos. El arte existe para ser creado.
Cuando Kaladin no respondió, Sagaz clavó la mirada en él.
—Puedo aceptar eso —dijo Kaladin al cabo—, como explicación.
—Es una tautología.
—Cuanto más confuso, mejor, ¿no?
Sagaz sonrió, y entonces su expresión fue marchitándose. Lanzó una mirada hacia la puerta.
—Sagaz —dijo Kaladin—, el Viento me ha pedido ayuda y Dalinar está preocupado por la batalla que se avecina. Tengo la sensación de que esta siguiente parte va a ser difícil.
—Sí —contestó Sagaz en voz baja—. A mí también me lo parece.
Una respuesta directa. Esas siempre eran perturbadoras.
—¿Tienes algún… consejo sabio? —preguntó Kaladin—. ¿Una historia, a lo mejor?
—Escucha —dijo Sagaz—. Todo lo que has hecho… Kal, todo lo que has sido te ha preparado para lo que viene. Será difícil, sí. Por suerte, la vida ha sido difícil, así que operas bajo restricciones conocidas.
Kaladin miró de soslayo hacia Sagaz, que tenía la mirada perdida y daba distraídas vueltas a la flauta roja entre los dedos. Había algo en su voz… en su cara…
—Hablas —dijo Kaladin con un hilo de voz— como si uno de nosotros no fuera a sobrevivir.
—Ojalá fuese tan optimista como para creer que uno de nosotros sobrevivirá.
—Sagaz, estoy bastante seguro de haberte oído decir que eres inmortal.
—La inmortalidad no parece dar para tanto como lo hacía antes, muchacho. —Sagaz miró a Kaladin—. Escucha, si el Viento quiere tu ayuda… bueno, creo que podrás estar a la altura de lo que viene. Probablemente. Por muy difícil que vaya a ser.
—Tormentas —dijo Syl, caminando hacia ellos—. No… no sé si me hace mucha gracia cuando se pone serio, Kaladin.
—Dalinar va a enviarte a Shinovar —continuó Sagaz— porque espera que Ishar pueda ayudar con el duelo de campeones. Ishar no puede ayudar, no así, pero de todos modos tienes que ir.
—¿Por qué? —preguntó Kaladin—. ¿Para qué ir, si no puedo hacer lo que se me envía a que haga?
—Porque este es el viaje, Kaladin —repuso Sagaz con suavidad—. Su última parte. Escúchame: quiero que practiques con esa flauta hasta que hagas que el sonido vuelva a ti. Porque eso significará que Roshar está escuchando.
¿Qué significaba eso?
—Creo que has estado leyendo demasiadas historias, Sagaz. En realidad, los acertijos no ayudan en nada.
Sagaz se levantó de un salto y cruzó la sala dando zancadas con unas piernas que de pronto parecían muy largas.
—El problema es que no sé a ciencia cierta lo que supondrá esta próxima parte. Tengo indicios e ideas, pero más que nada solo preocupaciones. Lo único que puedo hacer es señalarte el que podría ser el camino correcto. Eso y mantener fuerte tu esperanza.
—Jasnah no cree en la esperanza —susurró Syl, llegando junto a Kaladin—. La oí quejarse de ella una vez.
—Jasnah sería una Sagaz excelente —dijo Sagaz, señalando a Syl—. Es la combinación adecuada de lista y estúpida a la vez.
Sonrió con cariño, y Kaladin pensó que los rumores sobre ellos debían de ser ciertos.
—Estoy confundido —dijo—. ¿Qué es lo que estás diciendo, Sagaz?
—Que algo anda mal. —Sagaz volvió sobre sus pasos y lanzó las manos al aire—. Algo va horriblemente mal, y lleva así varios días ya, ¡y no consigo averiguar qué es! He estado esperando a que la verdad me caiga encima. No sé qué hacer ni a quién rezar, porque el único Dios verdadero que he conocido es al que en su momento rechazamos y matamos. Así que voy a enviarte a ti, Kaladin. Confiando en que, si el Viento te ha hablado, es que alguna parte de esa antigua deidad está observando. Porque, cuando todo da la sensación de estar mal, lo único que puedo hacer es mantener la esperanza.
—Las Pasiones —susurró Syl.
—¿Eso no era una antigua religión thayleña? —preguntó Kaladin—. ¿No sé qué sobre la emoción?
—Derivada, en tiempos remotos, de las enseñanzas de Odium —dijo Sagaz—. Aunque es de mala educación señalárselo a los devotos de las Pasiones. A la gente no le gusta oír que su religión fue mitificada, como si los mitos no pudieran ser ciertos. En todo caso, Antigua Hija, esperaba más de ti que sacar a colación las Pasiones.
—¿Por qué? —replicó ella—. Las religiones humanas son todas un poco ridículas, ¿no?
—Sí —dijo Sagaz—, pero las Pasiones predican que, si eres lo bastante devoto, si te implicas lo suficiente, tu emoción influirá en tu éxito. Que, si deseas algo con la suficiente fuerza, el Cosmere te lo proporcionará.
Kaladin asintió despacio.
—Igual no les falta razón del todo.
—Chaval —dijo Sagaz inclinándose sobre Kaladin en el diván—, las Pasiones son una absoluta gilipollez.
—¿Cómo? ¡La esperanza es buena! Las Pasiones suenan bien.
—La gente equivocada puede sacar muchísimo provecho de las cosas que tienen buena pinta —dijo Sagaz—. Créete lo que te dice un tipo demasiado diestro con la mentira: no hay nada que sea más fácil colarle a alguien que la historia que quiere escuchar. Las Pasiones son profundamente ofensivas, si te paras a pensarlo aunque sea un momento. Una vez le di caldo a cucharadas a una niña temblorosa, en un reino que ya no existe. La encontré en un camino que salía de un campo de batalla, después de que sus padres, unos simples campesinos, cayeran masacrados. Su hermano mayor yacía muerto un kilómetro más atrás, de hambre.
»¿Crees que ese chico que murió de hambre no quería comer? ¿Crees que sus padres no ansiaban lo suficiente huir de los estragos de la guerra? ¿Crees que, si hubieran tenido más Pasión, el Cosmere los habría salvado? Qué conveniente es pensar que la gente es pobre porque no pone el suficiente empeño en ser rica. Porque no reza lo suficiente. Qué conveniente es atribuirle su propia culpa a quien sufre, en vez de señalar que la vida es injusta y que la cuna importa más que la aptitud. O que la tormentosa Pasión.
Levantó el índice al decir la última palabra y por debajo de él estallaron furiaspren, con aspecto de charcos de sangre hirviendo, como si les hubiera dado pie. Kaladin no creía haber visto nunca a Sagaz tan encendido, y menos por algo que no tenía nada que ver con la conversación que mantenían. Aunque con Sagaz nunca se sabía. Los sinsentidos que terminaban siendo relevantes eran las dagas que llevaba sujetas a las botas, para utilizarlas cuando sus objetivos estaban distraídos.
—Necesitamos la esperanza, Kaladin —dijo Sagaz, inclinándose más hacia delante—. Vamos de cabeza hacia el que bien puede ser el momento más difícil de nuestra vida. Así que recuerda: la esperanza es maravillosa. Consérvala, atesórala. La esperanza es una virtud… pero la definición de esa palabra es crucial. ¿Quieres saber lo que es de verdad una virtud? No es tan difícil.
—Si esta conversación es mi forma de aprender —repuso Kaladin—, niego la idea de que no sea difícil.
Sagaz soltó una risita, y luego dio un paso atrás y alzó los brazos mientras los furiaspren desaparecían y unos glorispren, diminutas esferas de luz dorada, estallaban a su alrededor.
—Una virtud es algo que es valioso incluso aunque no te dé nada. Una virtud persiste sin pago ni compensación. El pensamiento positivo está muy bien. Es importante. Útil. Pero debe seguir siéndolo aunque no te consiga nada. La creencia, la verdad, el honor… Si esas cosas existen únicamente para proporcionarte algo, se te está escapando su tormentoso sentido. —Lanzó una mirada hacia Syl.
»Ahí es donde Jasnah se equivoca acerca de la esperanza, con lo lista que es en tantos otros aspectos. Si la esperanza no significa nada para ti cuando pierdes, entonces ya no era una virtud en un principio. A mí me costó mucho aprenderlo, y al final lo hice gracias a los escritos de un hombre que perdió toda fe que creía tener y empezó de cero.
—Suena a persona sabia —dijo Syl.
—Ah, Sazed es de los mejores. Espero conocerlo algún día.
—Cuando lo hagas —terció Kaladin—, igual se te pega un poco de su sabiduría.
Sagaz lanzó su flauta al aire girando, la atrapó y señaló con ella a Kaladin.
—Enhorabuena. Has aprendido música, has escuchado una diatriba engreída y, para colmo, has hecho comentarios jocosos en momentos inadecuados. Quedas graduado por la Escuela Sagaz de Impracticabilidad Práctica.
Syl se sentó en el diván, aunque no dejó marca en sus cojines. Parecía absolutamente perpleja.
—Un momento —dijo Kaladin—, ¿eso me convierte en… tu aprendiz? Sagaz soltó una fuerte y sincera risotada, desde el estómago, lo bastante larga para hacerse embarazosa.
—Kal —dijo, falto de aliento—, sigues siendo un ser humano demasiado útil, con mucho, para ser aprendiz mío. ¡Acabarías sirviéndole de algo a la gente! No, ya he tenido a un muchacho del puente como aprendiz y, graduado o no, es lo bastante incompetente para conservar el puesto.
—Debes saber —replicó Kaladin— que Sig lo está haciendo muy bien como líder de los Corredores del Viento.
—Lo has corrompido —dijo Sagaz—. No, tú no eres mi aprendiz, pero eso no significa que no puedas aprender alguna cosa que otra. Una especie de… entrenamiento cruzado en inutilidad —concluyó, lanzando otra vez la flauta al aire.
—Cómo te gusta el tormentoso teatro —comentó Kaladin.
—Solo quería darte una despedida como debe ser —afirmó Sagaz—. Hemos llegado al final, Kaladin, y se te necesita. Quiero que partas hacia tu divino destino con brío en el paso.
—El caso es que no sé qué voy a hacer —dijo Kaladin—. Se avecina guerra, pero no estoy involucrado. Solo voy a ayudar a un maniaco a recobrar el buen juicio.
—Nada más, ¿eh? Solo vas a convertirte en el primer terapeuta de tu mundo.
Kaladin miró a Syl, que negó con la cabeza.
—No tenemos ni idea de lo que es eso, Sagaz.
—Porque aún no habéis terminado de inventarlo. —Sagaz se inclinó hacia él—. Ya era hora de que a alguien se le ocurriera un método para contrarrestar lo que he estado haciendo. Bueno, tú practica con esa flauta. Haz que Roshar escuche. Ayuda a Ishar. Pero debes saber que no regresarás para echarle una mano a Dalinar, opine lo que opine él.
—Practicar con la flauta —dijo Syl—. Hacer que Roshar nos escuche. Ayudar a Ishar. No volver.
—Exacto —asintió Sagaz—. Y ahora, andando. El mundo os necesita a los dos, más de lo que vosotros, o él, o cualquiera aparte de vuestro humilde Sagaz sois conscientes todavía. La pelea que os espera va a ser legendaria. Por desgracia, no podréis librarla con la fuerza del músculo. Tendréis que empuñar la lanza de otra manera. Que haya suerte.
Con un suspiro, Kaladin se levantó. Entonces sucedió algo de lo más extraordinario. Sagaz le tendió la mano, y no la retiró de golpe cuando Kaladin hizo un reticente ademán de tomarla, sino que le dio un firme apretón.
—¿Sabes qué fue lo primero que me atrajo de ti, Kaladin? —preguntó Sagaz—. Hiciste una de las cosas más difíciles que puede hacer nadie: darte una segunda oportunidad a ti mismo.
—Acepté esa segunda oportunidad… y puede que una tercera —reconoció Kaladin—. Pero ¿ahora, qué? ¿Quién soy sin la lanza?
—¿No será emocionante averiguarlo? —dijo Sagaz—. ¿Nunca te has preguntado quién serías si no hubiera nadie a quien tuvieras que salvar, nadie a quien tuvieras que matar? Llevas mucho tiempo viviendo para los demás, Kaladin. ¿Qué pasa cuando intentas vivir para ti? —Sagaz levantó un dedo—. Sé que aún no puedes contestar. Vete y averígualo. —Y, dicho eso, Sagaz le hizo una inclinación—. Gracias.
—¿Por qué? —preguntó Kaladin.
—Por la inspiración.
Sagaz se enderezó, miró a Kaladin, luego a Syl y entonces sonrió con aprecio… y también con una especie de arrepentimiento. Kaladin tuvo un escalofrío.
—No voy… a volver a verte nunca, ¿verdad, Sagaz?
—Nadie conoce el futuro, Kal —respondió él—. Ni siquiera yo. Así que, en vez de decirnos adiós, llamemos a esto… un periodo prolongado de necesaria separación, requerido para darme tiempo a pensar en el insulto más perfecto y exquisito. Si al final nunca llego a dártelo en persona… bueno, hazme el favor de imaginarte lo maravilloso que fue. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Sagaz le guiñó el ojo, fue hasta la puerta y llamó con los nudillos.
Dalinar la abrió al momento.
—¿Por fin has terminado con él, Sagaz? —preguntó—. Llevo esperando una tormentosa hora.
—Todo tuyo. —Sagaz echó a andar a zancadas—. Recuerda lo que te he dicho.
—Lo haré —dijeron Kaladin y Dalinar a la vez, y se miraron entre ellos.
—Sagaz —lo llamó Kaladin antes de que desapareciera—. ¿Qué hay de mi historia?
—¡Esta vez contarás tu propia historia, Kaladin! —exclamó Sagaz—. Y, si tienes suerte, el Viento la acompañará.
Y su último silbido fue desvaneciéndose mientras se marchaba. Kaladin miró a Dalinar.
—¿Alguna vez pensaste que terminarías bailando al ritmo que te marcaran los caprichos de ese hombre? —le preguntó.
—Sospecho —dijo Dalinar, dando un paso atrás e indicándole a Kaladin que entrara— que llevamos años bailando a ese ritmo sin saberlo. Pasa. Tengo unas cuantas cosas que deciros a los dos antes de que os vayáis.

Al dedicarme a la historia, tales matices me resultan relevantes. Al dedicarme a la filosofía, me resultan deliciosos.
De Caballeros de viento y verdad, página 4
A Shallan le resultó agradable tomarse unas horas para ella misma y pensar, por una vez. Llevaba puesta una havah de color azul claro en vez de la ropa de viaje, sentada en la fila superior del pétreo foro abierto de Integridad Duradera, dibujando. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que, sencillamente, se permitió dibujar? Había podido bosquejar un poco durante el viaje, pero le daba la impresión de que ya hacía muchísimo tiempo de eso.
Se relajó y fluyó con el boceto, que representaba el vértigo que había sentido al mirar a lo largo de una pared interior de Integridad Duradera. Una ilustración surrealista al estilo de uno de los viejos movimientos artísticos, en el que la perspectiva era intencionadamente extraña y desconcertante. A Shallan le gustaba pensar que los antiguos surrealistas habían establecido contacto con los spren y Shadesmar, y eso había retorcido sus mentes hacia nuevas formas de ver las cosas.
Aunque nunca se le habían dado tan bien los paisajes como las personas, Shallan se enorgulleció de la sensación de caída que transmitía su boceto, aunque no se veía hacia qué, porque la perspectiva antinatural atraía la mirada hacia arriba.
Al igual que le había pasado otras veces ese día, sin embargo, no dejaban de colársele unos rostros extraños en el dibujo.
En ese caso, había deformado sin darse cuenta los sombreados de una pared para que formasen una cara. Femenina, la de una cantora con el caparazón en forma de corona, con las sombras y las curvas componiendo un diseño que recordaba a los estratos. Shallan hojeó su cuaderno de bocetos. Todos los dibujos que había hecho a lo largo del día tenían ese rostro de cantora oculto en alguna parte, y ella no recordaba haberlo trazado.
Le había pasado algo parecido en Urithiru, donde la presencia de una Deshecha había deformado sus bocetos. Shallan intentó no permitir que esa vez la afectara tanto. En Urithiru había sido un mensaje. ¿Recibiría uno similar en esa ocasión?
Miró hacia Adolin, que paseaba de un lado a otro por el centro del foro, el mismo lugar donde unos días antes lo habían sometido a juicio. Lo acompañaba Godeke, un desgarbado Danzante del Filo. Shallan vio que también estaban allí sus agentes, Ishnah, Vathah y Berila, junto con sus respectivos crípticos. Esperaban a los Corredores del Viento, y también a que llegaran los frutos de sus últimos esfuerzos en Integridad Duradera. Shallan empezó otro dibujo mientras lo hacían.
Al final, llegaron doce.
Doce honorspren, de una población de centenares. Esa era la cantidad que había respondido a la llamada a las armas de Adolin. Godeke y él los recibieron a todos con una sonrisa, pero Shallan sabía que su marido había esperado que fuesen más. Sí que apareció otro honorspren, Notum. El excapitán de barco aún llevaba su singular vello facial, pero caminaba tambaleándose un poco. Seguían sin saber por qué lo atacaron aquellos tukari de los que Adolin lo había salvado.
Notum no se reunió con Godeke y Adolin, sino que bajó los peldaños hacia Shallan.
—Radiante Kholin —dijo.
A ella aún se le hacía raro oírlo, incluso habiendo transcurrido un año desde la boda. La tradición no dictaba que debiese adoptar el apellido de Adolin: entre los ojos claros alezi, era tan probable que cualquiera de las dos personas conservase su apellido como que lo cambiara. Sin embargo, en el caso de Shallan, la necesitaban en la línea sucesoria Kholin. Dudaba mucho que fuese a ocupar un trono que Adolin había rechazado, pero Dalinar quería a gente de su confianza como posibles candidatos. La adopción de Shallan en la casa Kholin reforzaría esa candidatura, si se daba el caso.
Dalinar y Navani se lo habían explicado con cierto pragmatismo, pero no era eso lo que más recordaba Shallan de aquel día. Para ella, fue el día en que unos padres, por primera vez, la habían hecho sentirse querida.
Notum se sentó a su lado.
—Vuestra misión ha sido un éxito. Doce nuevos Radiantes.
—Pero esperábamos más —dijo Radiante, emergiendo a la superficie—. Después del apoyo que obtuvo Adolin en el juicio, anticipaba un gran resultado para el reclutamiento.
—Es verdad que una buena cantidad de honorspren lo apoyan —dijo Notum—, pero eso no significa que quieran vincularse. Es posible estar encolerizado con los líderes de los honorspren y creer que los humanos merecen apoyo, pero no querer dar uno mismo ese paso.
Por debajo de ellos, los doce honorspren empezaron a desvanecerse.
—Esto no lo había visto nunca —comentó Notum—. Pensaba que desaparecerían de golpe. Pero resulta que se disipan en la nada…
—No es en la nada —dijo Radiante—. Aparecerán en el otro lado.
—He oído que es un proceso traumático. —Notum tenía una forma de hablar rígida, envarada, incluso cuando su discurso era informal. Marcaba cada palabra como si estuviera anunciando algo desde el alcázar de su barco—. Los spren se olvidan de sí mismos al llegar al otro lado.
—Solo por un tiempo —dijo Radiante—. Lo más probable es que estos permanezcan en grupo, cosa que ayuda, y partan de inmediato en dirección a Urithiru, atraídos por los escuderos que entrenan allí.
—Pero ¿aún los necesitáis, a estas alturas? —preguntó Notum—. ¿La guerra no va a terminar pronto?
—Los Corredores del Viento son nuestro método principal para recorrer largas distancias, y sospecho que seguirán siendo útiles en tiempos de paz. Además de eso… incluso si Dalinar gana el duelo, me preocupa lo que vendrá después. Cuantos más Radiantes tengamos, más estable será nuestra posición.
—Entonces, debería darme prisa —dijo Notum, levantándose—. Unirme a ellos, para no quedarme solo.
Radiante estaba de acuerdo. Pero Shallan… Shallan reparó en algo.
—Suenas reticente —dijo, retomando el control.
Notum la miró, resplandeciendo en el mismo tono azul claro que todos los honorspren. Su uniforme, su pelo, todo en él estaba hecho de la misma luz, sólida, no transparente, pero a la vez tampoco real del todo en el sentido en que Shallan comprendía la realidad.
—Aquí ya no queda nada para mí —dijo Notum—. Los míos me han rechazado, y he visto su mezquindad. Querría ser de ayuda. Pero… reconozco que no deseo vincular a un humano. Aborrezco la idea. ¿Es eso mezquino también, por mi parte?
—No lo es en absoluto —le aseguró Shallan—. Yo tengo dos vínculos, Notum, y comprendo el coste mejor que muchos. No es mezquindad, ni cobardía tampoco, dudar al respecto. Igual que no es mezquino ni cobarde rechazar ninguna relación.
—Tendrás que disculparme —dijo Notum—, pero los otros tipos de relaciones no resultan en soldados con poderes extraordinarios.
Era cierto que aquello complicaba el asunto. Pero, desde que había descubierto lo que ella misma le había hecho a Testimonio, sentada unas filas más abajo con Patrón, Shallan no podía evitar cuestionarse sus objetivos. Necesitaban Corredores del Viento, sí, pero cada vez se le hacía más incómodo exigir a un spren que se vinculase. No era un proceso íntimo en el sentido tradicional humano de la palabra, pero sí que daba la impresión de ser profundamente personal.
—Es verdad que nos vendría bien tener más Corredores del Viento —dijo—, pero no creo que debas obligarte a vincular a un humano si no te hace gracia la idea. Puedes decir que no y aun así ser buena persona, Notum. Eso lo he aprendido.
—Quizá me quede un poco aquí, entonces —respondió él—. Si me esfuerzo, tal vez logre convencer a otros de los míos para que os apoyen.
Señaló hacia un grupo de honorspren que pasaban caminando, con ropa de viaje y cargados con pertrechos. Como si se marcharan a dar una larga caminata. Saludaron a Shallan y a Adolin, pero no se unieron a los que desaparecían.
—¿Objetores? —preguntó Shallan mientras Adolin les devolvía el saludo—. ¿Son esos de los que me hablabas?
—Sí —dijo Notum—. No están de acuerdo con la forma en que se os trató, pero tampoco quieren ir a la guerra. Abandonan Integridad Duradera para seguir su propio camino.
Shallan asintió.
—Bueno, el Radiante Godeke va a quedarse aquí para seguir normalizando las relaciones con los honorspren, y es posible que también deje a uno de mis agentes. Nos convendría que también estuvieses tú, y tener aquí a un aliado sólido.
—Soy vuestro aliado —asintió él—, pero ya te advertí que los líderes de los honorspren me rechazan, aunque no hayan tenido más remedio que retractarse de mi exilio. —Su expresión se volvió distante—. Tenemos toda una flota que antaño surcó el océano de cuentas, y es una lástima ver todos esos barcos abandonados en los astilleros. Estamos concediéndole al enemigo el control pleno de los mares de Shadesmar. Quizá podría navegar de nuevo bajo autoridad honorspren…
Tormentas, si Shallan no hubiera dicho nada, quizá Notum se habría convertido en un spren Radiante, y eso significaba que acababa de contravenir directamente las órdenes con que la habían enviado allí. Quizá sería mejor no mencionarlo en su informe para Dalinar.
No llegaron más spren. Lusintia, que había sido la guía de Shallan desde su llegada a Integridad Duradera, no hizo acto de presencia. Shallan había confiado en que la spren cambiaría de opinión, a pesar de sus ocasionales encontronazos.
—Notum, gracias —dijo Shallan—. Por cómo nos apoyaste en el juicio.
—Soy una persona que no da más de sí, Radiante Kholin —repuso él, levantándose con las manos sujetas a la espalda—. Como colores en el mástil que llevan demasiado tiempo ondeando al viento. Ya no sé en qué creo, ni en qué confío, pero lo que se os hizo no estuvo bien. No podía interpretar el papel de farsante que me exigían. Te suplico perdón por planteármelo siquiera.
—Es normal que quisieras recuperar tu antigua vida, Notum.
El spren se volvió hacia ella y la miró a los ojos con los suyos azules.
—Yacía en el suelo, atacado y apaleado, y vi cómo tu marido se alzaba en mi defensa contra unas fuerzas abrumadoras. Me salvó sin esperar ninguna recompensa. En ese momento supe que Honor vivía.
Le hizo un firme asentimiento a Shallan y echó a andar escalera abajo para hablar con Adolin. Shallan devolvió poco a poco la atención a su boceto, y al rato descubrió que había dibujado otra cara más. En la sombra de Adolin. Tormentas.
«No te pongas nerviosa —pensó—. Te preocupaste mucho cuando dibujaste a Patrón por primera vez, allá en Kharbranth. Y luego, mira cómo ha salido».
No iba a asustarse de su propio arte. Apretó los dientes y se obligó a pasar a la siguiente página y ponerse a dibujar de nuevo. Lo hizo hasta que otra persona se sentó a su lado. Kelek se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas y un aspecto pequeño y frágil.
—No iré con vosotros —dijo en voz baja—. No… no puedo.
—Aquí no estás a salvo —respondió Shallan, dibujando todavía, viendo moverse sus propios dedos como por iniciativa propia—. Si yo te encontré, los otros asesinos de Mraize también pueden hacerlo.
—Me… esconderé. Mejor. Pero no puedo abandonar a la seon, y ahora mismo no está en condiciones de viajar. No sería bueno para ella.
Shallan no discutió. Hacerlo nunca servía de mucho con Kelek. En vez de ello, se perdió en un boceto de él. Un Heraldo que añadir a su colección. Podría haber dicho que era la más elusiva de las gemas, pero, en realidad, ¿un Heraldo era más infrecuente que cualquier otra persona? Podría argumentarse que, por su inmortalidad, lo eran menos.
—Estamos quebrados, Shallan —dijo Kelek al cabo de un tiempo—. No somos los héroes que desearías que fuéramos. Ahora ya no.
—Sé lo que se siente.
—No creo que lo sepas —dijo él, rodeándose a sí mismo con los brazos—. No creo que nadie lo sepa. —Miró hacia Adolin, que charlaba con Notum y Godeke—. ¿De verdad intentarás encontrar a Mishram?
—Si no lo hago —dijo Shallan—, lo harán mis enemigos.
—Y luego, ¿qué? —preguntó Kelek—. ¿La liberaréis? No… no logro decidirme. Nunca puedo decidirme. He defendido su libertad en el pasado, pero ahora me preocupa. Podría unirse a Odium, reforzarlo. Ella… odia a los humanos. —Se llevó la mano a la cabeza—. Ishar dice que todos los Deshechos deberían estar recluidos, pero lo que les hicimos a los cantores al apresarla a ella…
—Me preocuparé de eso cuando encuentre su gema —dijo Shallan—. ¿La verdad? Seguramente la llevaré con el Forjador de Vínculos y dejaré que esa decisión se tome en común.
Kelek no respondió, así que ella siguió esbozando. El familiar sonido del carboncillo o del lápiz de color sobre el papel, la atención destilada del proceso creativo, como en el más potente de los alcoholes. Shallan atrajo unos pocos creacionspren, con forma de lucecitas arremolinadas. Aquellos, sin embargo, actuaron de un modo extraño: allí nunca los había visto cambiar de forma como hacían en el Reino Físico, pero esos creacionspren empezaron adoptar la apariencia de su lápiz o de la navaja de borrar.
Siguió dibujando. Líneas que imitaban la vida. Que la congelaban. Pero que la alteraban al mismo tiempo, pues era imposible crear una copia exacta. Ni era lo que se pretendía tampoco. Todo boceto era también un dibujo que representaba al artista: su perspectiva, su énfasis, su instinto para reclamar un instante que de otro modo se perdería…
Al llegar al final… era sublime.
Ese momento en que una se deleitaba con lo que había creado, esa sensación de asombro combinada con la incredulidad de que aquello tan hermoso hubiera salido de ti. Además de una levísima preocupación, porque, dado que no comprendías cómo lo habías hecho, quizá no merecieses haber formado parte de la creación. A Shallan le encantaba sentir todo ello, incertidumbre incluida.
—Radiante —dijo Kelek, con las manos entrelazadas y la mirada fija en el suelo de piedra del anfiteatro—, ¿a qué le tienes miedo?
¿Qué clase de pregunta era esa?
—No lo sé —mintió Shallan.
—Yo temo las opciones —dijo él—. Veo cada decisión que tomo, y veo las terribles consecuencias que podrían derivarse de ella. Si me quedo aquí, te veo fracasando sin mí. Si te acompaño, veo mi presencia, la de un ser quebrado como yo, provocando tu fracaso. No puedo continuar. No… no puedo… Shallan apoyó la mano en la suya y le entregó el boceto. Kelek cogió la hoja, frunciendo el ceño, y entonces se le ensancharon los ojos al verse representado a sí mismo bien erguido, ataviado con una túnica y saliendo a zancadas de una bella ciudad que tenía una vistosa muralla y unos árboles extraños de largas frondas que Shallan se había inventado. Kelek llevaba un cayado con una extraña forma en la punta, avanzaba hacia una brillante luz que había en el horizonte y en el dibujo miraba atrás con el semblante decidido. Resuelto.
—¿Haces esto a menudo? —preguntó.
—¿Dibujar a gente? —dijo ella, y se sonrojó—. Sí, tiendo a hacerlo a todas horas. Cuando me siento yo misma, al menos.
—No solo dibujar, niña. ¿Sueles extraer Fortuna? ¿Atisbar los posibles yoes de alguien y convocar uno? ¿Rozar, en cierto pequeño modo, lo que podría haber sido? Lo que aún podría ser. —Kelek la miró, y debió de ver una confusión absoluta en sus ojos, porque dio un suspiro—. ¿Es una habilidad que suelan emplear los Tejedores de Luz en tu época?
—No que yo sepa —respondió ella—. Pero tampoco comprendo del todo lo que dices.
Kelek miró un instante hacia Patrón y Testimonio.
—Dos spren. Por supuesto… Has vinculado a dos. Suceden cosas extrañas cuando el vínculo Nahel se solapa. Antaño había reglas contra ello, creo. ¿Cuánto hace que los tienes a los dos?
—Un tiempo —respondió Shallan—, aunque no lo he sabido… no lo he recordado hasta hace poco.
Kelek levantó el papel.
—¿Y con qué frecuencia atisbas el Reino Espiritual y lo manifiestas en tu arte?
—Eh…
Shallan recordó algunos bocetos que había hecho, como el que estaba en el bolsillo de un muerto. Como los dibujos de la Deshecha acechando en Urithiru… o los rostros que aparecían en sus ilustraciones sin que ella hubiera pretendido trazarlos. Empezó a sentirse tonta por haberle puesto objeciones enseguida a alguien que evidentemente sabía mucho más que ella sobre aquellas cosas.
—Es posible que pase de vez en cuando —respondió—. Había una Deshecha en Urithiru, y apareció en mis dibujos. Y ahora, estas caras…
Volvió otro dibujo hacia él, que asintió.
—Porque has estado pensando en viajar al Reino Espiritual y encontrar a Ba-Ado-Mishram.
—¿Es ella?
—Una interpretación de ella, sí —dijo Kelek—. Si fueras otra persona, supondría que has estado viendo arte antiguo y te ha influido de manera inconsciente. Siendo tú… —Se encogió de hombros—. La Fortuna puede hacer cosas impensadas, fantódicas.
—Disculpa, ¿fantódicas?
—Significa… ¿inquietantes? Perdona, no estoy al día con los cambios del lenguaje, ni tampoco soy ningún experto en la Fortuna. Sería mejor que hablaras con Midius, tu Sagaz, sobre eso. Un hombre también fantódico, por cierto…
Kelek cogió la hoja y la dobló con cuidado para guardársela en el bolsillo. Shallan se encogió al verlo, porque no la había barnizado para evitar que se emborronara, pero entonces se distrajo por algo que ocurría más arriba, al otro lado de la muralla de Integridad Duradera. Un grupo de figuras brillantes estaban descendiendo, seguidas por varios tipos de spren capaces de volar, atraídos por el uso de la luz tormentosa que hacían. Los Corredores del Viento habían llegado.
Unos segundos después, Drehy, su spren y varios de sus escuderos aterrizaron cerca, empuñando lanzas comunes, ya que las hojas esquirladas no podían entrar en Shadesmar. Al menos, no en forma de hoja esquirlada.
—Tengo entendido —dijo Drehy— que una dama ojos claros ha encargado un palanquín que la lleve a Urithiru, ¿puede ser?
—Vaya palanquín más raro traes, Drehy —respondió Shallan, levantándose.
—Menuda grosería, brillante —dijo Drehy, señalando con el pulgar sobre el hombro a un escudero—. Puede que Shiosak se cayera mucho al suelo de niño, pero no es raro. Es especial.
Shiosak, que en realidad era un hombre veden afable y más bien guapo, puso los ojos en blanco.
Cinco Corredores del Viento. No bastarían para llevar a todo el mundo, así que los soldados de Adolin, y seguramente algunos agentes de Shallan, tendrían que hacer el viaje de vuelta en barco, más lento y aburrido. A la mayoría no iba a importarles. El principal problema sería Adolin, que tendría que dejar atrás su caballo y sus espadas. Shallan vio cómo su marido llegaba al trote por la escalera, sonriendo de oreja a oreja. Conocía a Drehy, cómo no. Adolin conocía a todo el mundo. Shallan lo observó mientras contaba a los Corredores del Viento, hacía los cálculos mentales y llegaba a la misma conclusión.
O casi.
—¿Cuántos hacéis falta para llevar volando a mi caballo? —preguntó Adolin.

En cualquier caso, los acontecimientos que rodearon la purga de Shinovar poseen una relevancia específica, y estoy haciendo todo lo posible por registrar lo que logro descubrir acerca de las palabras de la propia Viento sobre ellos. Sin embargo, ahora que el Viento y los Heraldos han desaparecido, solo dispongo de dos fuentes capaces de relatar esos acontecimientos.
Mis dos testigos.
De Caballeros de viento y verdad, página 5
Dalinar estaba mirando por una ventana los picos helados de la cordillera de Ur. Kaladin sabía que aquellas tierras debían de estar reclamadas por algún reino, pero le costaba imaginárselo. Poseer campos era una cosa, pero ¿montañas?
Pero, si alguien podía reclamarlas, sería la montaña de un hombre que se alzaba junto a la ventana. Dalinar no se apoyaba en el marco de piedra para relajarse como podría haber hecho otro. Tenía las manos entrelazadas tras los riñones, la espalda recta. Llevaba un uniforme de color azul Kholin con sus glifos bordados en la parte trasera, la torre y la corona.
Szeth estaba sentado en el suelo cerca de la esquina del fondo. Volvía a vestir de blanco y se había afeitado la cabeza. Tenía los ojos cerrados y su larga hoja esquirlada en su vaina de plata sobre el regazo. A Kaladin el arma siempre le había dado una impresión de ferocidad, con esos gavilanes en garfio y la empuñadura negra como el carbón. Szeth parecía estar meditando. Respiración calmada, rítmica. Tormentas, incluso estando relajado, ese hombre era perturbador.
Syl mantuvo el tamaño humano y los colores de su havah mientras iba hasta Szeth para ponerle la cara delante y comprobar si estaba mirando a hurtadillas.
—¿Cómo te sientes sobre tu próxima tarea? —le preguntó Dalinar a Kaladin.
—Bien, señor —dijo él—. El mundo va a ser un lugar distinto, ocurra lo que ocurra dentro de diez días. Sagaz dice que debo encontrar un sitio nuevo en él, así que probaré con esto. Me pediste que fuese cirujano, no soldado. Estoy dispuesto a ello.
Un cirujano para la mente, que no cortaría con bisturí, sino con palabras calmadas y comprensión. Tormentas, parecía muchísimo más difícil.
—Excelente —dijo Dalinar—. He recibido informes sobre los hombres a los que ayudaste con la conmoción de batalla. Es extraordinario.
—Hay que sacar a la gente de la oscuridad y mostrarle que la luz todavía existe. No lo arregla todo, pero sí que supone una diferencia.
—La luz —dijo Dalinar, contemplando los campos nevados que reflejaban la luz solar como diamantes líquidos—. Ishar mencionó algo sobre la luz, cuando me dijo que quería refundar el Juramento. Pronunciar las Palabras, ese momento en el que se alcanza un Ideal, aunque lo haga otra persona cerca, trae una claridad… y debería restaurarlo, aunque sea solo durante un tiempo breve. Lanzó una mirada hacia Szeth.
—¿Señor? —preguntó Kaladin.
—Voy a enviar a Szeth contigo.
—¿Él es el compañero que me prometiste? —casi exclamó Kaladin.
—Regreso a mi tierra natal —dijo Szeth en voz baja— para enderezar lo que está torcido. Para purgar una maldad. Si un Rompedor del Cielo quiere alcanzar el Cuarto Ideal, debe emprender una cruzada por una causa justa. Después de completarla, estaré preparado para dar el último paso, en el que una persona se convierte en la mismísima ley. Deseaba ir solo, pero Dalinar ha insistido en que me acompañes.
Kaladin asimiló todo aquello y luego avanzó un paso hacia Dalinar, dándole la espalda a Szeth, lo cual parecía una enorme imprudencia.
—Señor —susurró—, ese hombre no es estable. No habría que enviarlo a una misión. Necesita tiempo, atención y la ayuda de alguien que…
Dejó la frase en el aire al ver la expresión de Dalinar.
—Tormentas —añadió Kaladin—, ¿crees que puedo hacer algo para ayudar a Szeth mientras él intenta «purgar una maldad» en su tierra natal?
—Sí —respondió Dalinar, firme—. ¿Te ves capaz, soldado?
Kaladin volvió la mirada hacia Szeth.
—Señor, con el debido respeto, he conseguido ayudar a un grupo de hombres que sufrían una carga mental que comprendo por experiencia propia. No puedes esperar que repita esa clase de éxito con un caso extremo como Szeth. ¡Necesitaría meses enteros para concebir un tratamiento!
—Deberíamos… hablar en privado. Además, creo que necesito un poco de perspectiva. ¿Qué hay de ti, soldado?
—Siempre, señor —dijo Kaladin mientras Syl llegaba junto a ellos, con la cabeza ladeada, mirando a Dalinar.
—Excelente —dijo el Forjador de Vínculos, dándose la vuelta para caminar hacia la puerta. Cogió una cajita de madera de una mesa que había junto a la pared y se la guardó bajo el brazo—. Szeth, ¿estarás bien aquí tú solo un rato?
—Nunca estoy solo —respondió el hombre con su leve acento—. Incluso sin spren ni espada, tendría las voces.
Fijó la mirada en Kaladin con toda la expresividad de un cadáver. Tormentas. ¿Y Dalinar quería que ayudase a ese hombre? ¿Al asesino que había matado al hermano del propio Dalinar?
Kaladin siguió a Dalinar fuera de la estancia, esperando que siguieran hablando en la sala contigua, pero Dalinar abrió el paso por la escalera hacia la cima de Urithiru. Kaladin no había estado allí arriba desde…
Bueno, desde que se había arrojado al vacío.
—He descubierto que estas vistas me ayudan a pensar —dijo Dalinar, volviéndose para mirar hacia las montañas—. Qué lejos alcanza uno a ver, cuando no hay paredes de por medio.
Puso una expresión meditabunda y daba la impresión de que le vendría bien un minuto de paz, así que Kaladin se lo concedió y fue hasta el borde de la torre.
—Tormentas —le dijo a Syl mientras llegaba al antepecho—. Es surrealista estar aquí otra vez. Y qué calor hace.
—Es por la brillante Navani —respondió Syl, asomándose para mirar hacia abajo—. Y su vínculo con la torre. Esta ciudad una vez floreció llena de vida. Volverá a hacerlo.
—Me recuerda a mi hogar —dijo Kaladin—. Hay más humedad aquí que en las llanuras.
—Hogar… —susurró Syl, y lanzó una mirada hacia el cielo, donde jugaban los spren de la armadura de Kaladin. La coleta se le soltó, permitiendo que su pelo volara libre, blanquiazul, ondeando al viento real. Le sonrió—. Nunca había sentido que tuviera un hogar hasta que encontré esto.
—¿Urithiru? —preguntó él.
—Por asociación, sí.
—¿Sagaz te ha estado dando clases de hablar en plan enigmático?
—Qué va —dijo ella, apoyándose en el antepecho de piedra—. Ahora tu familia está aquí, Kaladin. ¿Eso no lo convierte en tu hogar?
—Supongo que sí, qué remedio. Mi otro hogar está en manos del enemigo.
—No solo del enemigo —dijo Syl—. De los cantores.
Era una corrección pertinente, y difícil de recordar. También era el hogar de ellos. Los parshmenios alezi habían vivido esclavizados, pero luego habían conquistado su tierra natal para sí mismos. En otras circunstancias, Kaladin habría apoyado su lucha: sabía exactamente lo que era que a uno lo despojasen de su dignidad, que lo apalearan hasta robarle su manera de ser y su albedrío, que lo convirtieran en cosa.
Miró de nuevo hacia Dalinar, cuyo duelo contra Odium en teoría les proporcionaba una salida de aquel desastre. Fue en dirección a él, sintiendo el viento en la cara, cosa que siempre lo animaba.
—No paro de desear —dijo Dalinar en voz baja— que haya respuestas en alguna parte.
—¿Señor?
—Nos he puesto a todos en una trayectoria de colisión con el destino —explicó Dalinar—. Si pierdo, es muy posible que esté arrastrándonos a todos a una guerra mucho mayor de lo que creíamos posible.
—Por tanto, tienes que ganar.
—Así es —dijo Dalinar—. Pero no logro imaginar cómo va a ser el duelo. Me da la sensación de que no será un choque de espadas, pero ¿qué, entonces? ¿Qué estoy pasando por alto? ¿Nos he condenado, Kaladin? —Respiró hondo y, con el brazo bajo el que llevaba la cajita de madera, señaló hacia la extensión de cumbres nevadas—. ¿Puedes llevarnos a ese pico? ¿El grande, el que parece la punta más alta de una corona?
—Señor —dijo Kaladin—, el calor de la torre no llega hasta tan lejos.
—Justo por eso, Kaladin. —Dalinar extendió la mano hacia él—. Si no te importa.
Kaladin inhaló para absorber fuerza, luz, de la torre. Los enlazó a ambos hacia arriba y Syl encogió y salió disparada tras ellos mientras Kaladin volaba con Dalinar hasta esa cima concreta, con los spren de su armadura dando vueltas alrededor. La transición al aire más frío fue gradual, ya que el círculo de calidez en torno a Urithiru era más un halo que una burbuja. La piedra desnuda dejó paso a pequeños arroyos de nieve derretida, que a su vez dejaron paso a gélida aguanieve y por último entraron en los dominios de la verdadera nieve densa.
A medida que se acercaban, la luz de torre que había absorbido le falló y tuvo que recurrir a la luz tormentosa que llevaba en el bolsillo. Parecía que el cuerpo humano no podía retener la luz de torre a menos que estuviera muy cerca de Urithiru. Cuando hubo absorbido luz de reemplazo y estabilizado el vuelo, Kaladin incrementó la presión del aire. Las protecciones de la torre ofrecían algo más que calor. Roca podía pasarse el día hablando de que el aire de los Picos Comecuernos era más sano, pero Kaladin había visto con sus propios ojos que a la gente le costaba respirar a tanta altura. Por suerte, sus poderes incluían una capacidad más nebulosa que los enlaces de esculpir la presión y el aire.
De modo que mantuvo una pequeña burbuja invisible de aire más denso en torno a ellos. Era algo que ya había estado haciendo por instinto, pero de lo que quería ser más consciente. Syl recobró su tamaño humano mientras Kaladin se posaba con Dalinar en la nieve, con un crujido. Qué cosa más rara. ¿Por qué crujía? Era solo agua muy helada, ¿verdad? ¿No debería agrietarse?
Les salía vaho de la boca, excepto a Syl, por supuesto. Pero ella sí que estaba imitando el acto de respirar, y su pecho ascendía y descendía con sutileza. ¿Lo había hecho siempre?
Empezaron a crecer friospren alrededor de los pies de Kaladin, como pequeñas estacas de cristal. Dalinar recogió un puñado de nieve y lo dejó deshacerse entre sus dedos.
—Navani dice que lo más probable es que la nieve más profunda de aquí sea muy antigua. Caminamos sobre estratos de hielo como los de piedra, porque aquí arriba nunca hace el calor suficiente como para que se derrita. Permanece congelada. Durante eones.
—¿Señor? —dijo Kaladin—. ¿Por qué hemos salido al frío?
—Quería mirar la torre desde fuera —dijo Dalinar, volviéndose para contemplar Urithiru—. Nunca puedo verla en todo su esplendor desde las Puertas Juradas. Es demasiado inmensa.
Kaladin se puso a su lado y observó también la torre entre el vaho que exhalaban.
—Roshar ha presenciado muchísimas versiones de esta guerra, Kaladin —dijo Dalinar en voz baja—. Llevamos combatiendo a los cantores desde nuestras primeras generaciones en este planeta, una época que se extiende mucho más atrás de nuestra historia escrita. A lo largo de múltiples calamidades, y casi de la pérdida más absoluta de la civilización. Quiero que ese ciclo termine.
—Todos lo queremos, señor —intervino Syl.
—Lo sé. Y aun así, no puedo evitar preguntarme: ¿debería tener alguien tanto poder y autoridad como ostento yo? —Dalinar negó con la cabeza—. Jasnah me mete ideas en la cabeza como cremlinos que hibernan en el corazón de una planta, devorándola desde dentro hasta que cambia el tiempo. El mundo no tomó la decisión de librar este duelo. Fui yo. ¿Había alguna manera mejor?
—No lo sé, señor —respondió Kaladin—. De verdad que no.
—Bueno —dijo Dalinar—, no eres el único que va a meterse a ciegas en una situación, soldado. Respeto tus quejas acerca de Szeth. Las comprendo. Es un caso difícil, y apenas habías empezado a aprender cómo ayudar a quienes padecen heridas mentales. —Dalinar se volvió y contempló la extensión nevada. Desde allí, la cumbre de la montaña no parecía puntiaguda en absoluto, sino la suave cima de una colina cubierta de blanco—. Y, sin embargo, tantos eones… tantas muertes, como estratos bajo nuestros pies… Debemos cambiar, Kaladin. Hacer las cosas de un modo distinto. Creo que una forma de empezar a hacerlo es no tirar a la basura a la gente cuando tememos que pueda ser defectuosa.
—Szeth ha asesinado a docenas.
—Cumpliendo órdenes de la persona que a todos los efectos era su dueña —replicó Dalinar—, y en un estado mental dañado. Ahora intenta encontrar un camino mejor. Kaladin, cuando te pedí que renunciaras a tu puesto, ¿cómo te sentiste?
—Inútil.
Al responder, Kaladin recordó lo que le había dicho Sagaz: «¿Quién serías si no hubiera nadie a quien tuvieras que salvar, nadie a quien tuvieras que matar?».
—En una ocasión me protegiste de Szeth —dijo Dalinar—. Ahora te estoy pidiendo una clase distinta de rescate. Sálvalo a él, y salva al Heraldo Ishar. Es difícil, lo sé, pero quiero que lo intentes de todos modos. Porque esto es el final, y no tengo más opciones.
Kaladin lanzó una mirada a Syl, que asintió. Y tormentas, Dalinar tenía razón. Otra vez.
—Intentaré ayudarlos —prometió Kaladin—. Haré lo que pueda. Pero, señor… deberías saberlo. Sagaz me ha dicho que no regresaré a tiempo de ayudarte a ti.
—Conque eso te ha dicho, ¿eh? Bueno, Szeth sabe escribir, así que podéis llevaros una vinculacaña e ir informando por medio de ella, por si de verdad no conseguís volver a tiempo.
—Supongo que sí —respondió Kaladin—. Pero… bueno, Sagaz también dice que Ishar no podrá ayudarte, señor. No del modo que quieres.
Dalinar gruñó.
—¿Qué más?
—Más o menos eso es todo… además de que debería escuchar al Viento, y a Roshar. —Kaladin respiró hondo—. Creo que el Viento ha estado hablándome, señor. ¿Una… versión de él que es una spren? No lo entiendo del todo. Me ha dicho que te haga caso, eso sí.
—Bueno, se lo agradezco. Los Heraldos son importantes; están muy involucrados en todo esto. No sé explicar por qué, todavía, pero tengo esa sensación visceral desde hace semanas. Puede que más. —Dalinar puso una mano firme en el hombro de Kaladin, húmedo por la nieve, y su bota crujió al moverse—. Ishar… no es como Ash o Taln. Está activo, y planea interferir con lo que estamos haciendo. Es peligroso. Excepcionalmente peligroso. —Miró a los ojos a Kaladin—. Está en Shinovar, lo que significa que tiene las hojas de Honor.
Syl dio un suave silbido.
—Cada arma —prosiguió Dalinar— es tan peligrosa como la que Szeth utilizó para sembrar el pánico por todo Roshar. Ishar cree que él es el verdadero campeón, no yo. O eso, o cree que es el mismísimo Todopoderoso. O quizá alguna enloquecida mezcla de ambas cosas. Fue capaz de reclutar un ejército en Tukar. Ahora está en Shinovar, un territorio del que no sabemos nada, y que lleva toda la guerra sospechosamente tranquilo. Estoy preocupado.
»Szeth va a viajar hasta allí de todos modos, pero no puedo confiar en él para nada que requiera sutileza ni una toma de decisiones fundada. En ti sí que puedo confiar para ambas cosas. Necesito a alguien que me vigile las espaldas, soldado. No quiero verme flanqueado por un demente en el último momento. Quizá, con un poco de suerte, conseguirás llegar a la cordura de Ishar y traerme ayuda, a pesar de lo que tema Sagaz. Pero, incluso si no, necesito ojos en esa tierra. Llevamos demasiado tiempo haciéndole caso omiso. Tormentas. Así que aquella era su verdadera tarea: ayudar a un semidiós a superar su megalomanía. Según los informes de Sigzil, Ishar había estado dedicándose a secuestrar a spren en Shadesmar y llevarlos físicamente al Reino Físico, matándolos a perpetuidad en el proceso. Creando unos retorcidos cuerpos medio hechos de carne para ellos, incapaces de sobrevivir.
Cada uno de los Heraldos padecía algún tipo de trauma mental grave. Peor que eso: Kaladin temía que sus problemas fueran, en parte, de naturaleza sobrenatural. ¿Quién era él para intentar resolver las patologías de dioses? No dijo nada de todo aquello, porque conocía la respuesta.
¿Quién era Kaladin para hacer aquello?
La única persona disponible. Que el Padre Tormenta los asistiera a todos.
—Lo haremos, señor —dijo Syl—. Bueno, Kaladin hará la parte de la curación mental. Y yo haré todo lo que pueda.
Eso provocó una mirada de extrañeza en Dalinar. No estaba acostumbrado a que los honorspren fuesen visibles para nadie a excepción de su Radiante, y mucho menos a que se pasearan por ahí a tamaño completo y comportándose como soldados. En cambio, a Kaladin le parecía apropiado. En cierto modo, todo aquello lo había puesto en marcha Syl al decidir vincularse a él. ¿Por qué no debería tener voz a la hora de aceptar la siguiente misión de ambos?
—Bien —les dijo Dalinar a los dos—. Hay… otra cosa, Kaladin. ¿Aún tienes aquella capa que te di cuando te uniste a mi ejército?
—La tengo —contestó él—. La conservo como un símbolo de orgullo, señor, aunque no me la ponga a menudo. No hace juego con el uniforme y… bueno, tiene los glifos de tu casa en la espalda. Ornamentados para simbolizar a un miembro de la familia real.
—Es comprensible —dijo Dalinar—. La casa de ojos claros Bendito por la Tormenta está recién creada, y sin duda inaugurará sus propias grandes tradiciones. En general, no sería adecuado que vistieras los glifos de otra casa.
—¿Solo que…? —preguntó Kaladin.
Dalinar recuperó la cajita de madera de debajo del brazo, la abrió, sacó de ella un papel y lo desdobló. Estaba cubierto de escritura, que Dalinar recorrió con los ojos. El instinto de Kaladin fue apartar la mirada, ya que un hombre leyendo era… bueno, vergonzoso, incluso después de todo lo que había pasado. Pero los tiempos estaban cambiando, y el propio Kaladin había reclutado a mujeres para el ejército. Así que no miró hacia otro lado.
—Solo que mis dos hijos —respondió Dalinar con voz suave— se han negado a que los proclame herederos de ningún trono que pueda ocupar.
—Lo sé, señor —dijo Kaladin—. Por eso se eligió a Jasnah como reina.
—Reina de Alezkar —matizó Dalinar—. En el exilio. Ahora tengo un segundo trono, compartido con Navani, aquí en Urithiru. Pero los dos somos mayores, y nuestros hijos o bien se niegan, o bien ya están comprometidos. Jasnah está decidida a restaurar Alezkar, y desea seguir concentrándose en ello. Gavinor debe permanecer como su heredero, en la sucesión al trono alezi. Lo ocupará si ella muere.
—¿A su edad? —preguntó Kaladin.
—Un niño puede, y debe, heredar con objeto de preservar el trono —afirmó Dalinar—. Eso resuelve el problema de Alezkar, que es independiente de Urithiru y de los Caballeros Radiantes. Este reino no tiene un heredero que tome el mando si nos pasara algo a Navani y a mí.
Dalinar se volvió, sosteniendo en alto el papel, y miró a Kaladin. Syl dio un respingo. Alrededor de Kaladin estallaron sorpresaspren de color amarillo claro, y él sintió que sus entrañas se desmoronaban.
—Señor —dijo, envarándose—. Por favor, no. Yo estoy roto.
—La vida nos rompe —repuso Dalinar—. Y entonces rellenamos las grietas con algo más fuerte.
—Renarin. Él es Radiante.
—Puede vislumbrar el futuro, y lo que ha visto lo lleva a rechazar este cargo. Lo apoyo en esa decisión. Soldado, Renarin está vinculado a un spren corrompido, y aún no sabemos los efectos que puede tener eso. Adolin se niega en redondo. Yo… espero que podamos resolver nuestros problemas, porque me temo que soy el motivo de que no quiera ocupar el trono de Alezkar. Pero, aunque lo hiciéramos, Urithiru debería tener a un Radiante al mando. —Dalinar le tendió el papel a Kaladin—. No voy a obligarte a esto, Kaladin. Pero sí que voy a pedírtelo, porque debo hacerlo. ¿Querrás ser nuestro heredero?
Fue como un cubo de agua de lluvia fría arrojado sobre él. No pudo responder. Ser un oficial ya era difícil, y ser un ojos claros incluso peor, pero ¿ser de la realeza?
—Hijo —añadió Dalinar en voz baja—, aún veo tu odio. Confío en que no sea hacia nadie concreto, sino hacia lo que se te hizo. En estos últimos años, no he tenido otro remedio que aceptar que la distinción entre ojos claros y oscuros es un mero constructo social. La nobleza no reside en la sangre, sino en el corazón. Pero eso también debe funcionar a la inversa. No te gusta lo que representamos, pero, si continúas sintiéndote como te sientes… acabará devorándote por dentro.
—Lo sé —se obligó a responder Kaladin—. Pero… ¿esto?
—No es más que un deber que cumplir —dijo Dalinar, entregándole el documento—. Navani y yo somos Forjadores de Vínculos. Si caigo en este duelo, ella ocupará el trono. Pero ella también será un objetivo, y es perfectamente posible que ninguno de los dos sobrevivamos.
»Si sucede lo peor, presenta esa carta en Urithiru. Está ratificada por varios fervorosos. Ya he hablado de esto con Jasnah, con los altos príncipes y con los otros monarcas, y todos coinciden en que un Radiante es la persona más adecuada para el cargo. Por desgracia, la mayoría de ellos son demasiado novatos. La decisión, por supuesto, te corresponde a ti. Si no aceptas el trono, lo he dispuesto todo para que Dami lo ocupe.
Dami. Era un Custodio de la Piedra rirano, con quien Kaladin no se había relacionado mucho. Gozaba de buena fama, sin embargo, y al parecer había pronunciado el cuarto juramento el día anterior, tras la campaña en Emul, convirtiéndose en el tercero en hacerlo después de Jasnah y Kaladin.
—Si él también se niega —añadió Dalinar—, el trono recaerá en los altos príncipes de Alezkar. Aladar primero y, que el Dios del Más Allá nos asista, Sebarial después de él.
—Será broma.
—Se le da bien el dinero.
—Tan bien que la mitad acaba en su bolsillo.
—Es mejor persona de lo que él mismo cree. Navani opina que el estado de sus cuentas es una pantalla para ocultar su aptitud. En todo caso, confío en que sobrevivamos todos y podamos situar en la línea sucesoria a otros Radiantes con el entrenamiento adecuado en liderazgo. O quizá algo parecido a lo que siempre ha soñado Jasnah, una forma de gobierno más… representativa. Deberías leer sus ensayos sobre la materia.
—Eh…
Kaladin miró a Syl buscando apoyo. Ella le sonrió de oreja a oreja.
—No me estás ayudando —dijo Kaladin.
—Yo ya soy más o menos de la realeza —replicó ella—. No está tan mal. Créeme.
—No es lo mismo. —Kaladin bajó la mirada al papel—. Haré lo que pueda por Ishar y Szeth, señor, y te enviaré información sobre Shinovar. Pero esta carta… es demasiado.
—Aceptaré tu decisión —dijo Dalinar—. Lo único que te pido es que, en vez de tomarla ahora a conciencia, te lo plantees un tiempo. Como favor a mí. ¿Por respeto?
¡El muy tormentoso! Pero estaba en lo cierto: aquello era algo a lo que debería concederle algo de tiempo. Kaladin se obligó a doblar la hoja y guardársela en el bolsillo. En términos lógicos, no había ninguna diferencia entre un ojos oscuros y un ojos claros, y de todas formas Kaladin era ojos claros desde hacía un tiempo ya. El gobernante de un pequeño territorio de Alezkar que, con toda probabilidad, no visitaría jamás. Aun así, aquello le parecía una traición.
—Me lo plantearé —dijo de todos modos.

No obstante, el Viento no pensaba igual que una persona. Ese hecho no debería sorprender a nadie que tenga familiaridad con un spren, aunque tales cosas sean menos comunes ahora que en otro tiempo.
De Caballeros de viento y verdad, página 5
Iban a llevar el caballo.
De verdad iban a llevar el tormentoso caballo.
Con Adolin montado en él.
Shallan estaba sobre el suelo de obsidiana fuera de Integridad Duradera, con los brazos en jarras. Los soldados de Adolin levantaban el campamento a su alrededor. El grupo de honorspren que había salido antes estaba congregado un poco más allá, decidiendo qué haría a continuación.
Galante, el ryshadio de Adolin, tenía un cierto resplandor propio además del que le otorgaban los enlaces. Cuando movía la cabeza, dejaba una extraña imagen residual. Shallan nunca había entendido por qué. Imbuido de luz tormentosa, brillaba incluso más. Shallan había esperado que el enorme caballo negro se asustara al levitar unos palmos por encima del suelo, pero, aunque Galante movía las patas como si corriera muy despacio, por lo demás parecía tranquilo.
Adolin sonrió a Shallan, a lomos del caballo.
—Podrías dejar atrás el equipo —dijo ella, cruzándose de brazos—. No te hace falta todo ese material, ¿verdad?
—Shallan, ¡pero si ya viajo ligero! —respondió él, ofendido—. Me dejé el noventa por ciento de la ropa en casa.
—Y te trajiste todas las espadas.
—Las necesito.
La mayoría de las armas estaban guardadas en unas cajas especiales que colgaban a los costados de Galante, aunque unas pocas, como el espadón favorito de Adolin, iban en sus propias vainas sujetas a la silla. Shallan fue hasta allí y le dio unos golpecitos a la gigantesca arma a dos manos.
—¿Necesitas esto? Adolin, pesa casi tanto como una persona.
—Pesa poco más de tres kilos —replicó Adolin—. ¿Alguna vez has empuñado algo que no sea una hoja esquirlada?
—Mi afilado ingenio. —Shallan titubeó—. Vale, más bien mi contundente y romo ingenio, aplicado a discreción y sin miramientos por los daños colaterales.
Le dio unas palmaditas a Galante en el costado y pasó por delante de sus patas en movimiento, que terminaban en unos anchos cascos de piedra, más planos y duros que los de un caballo normal. El ryshadio cruzó con Shallan su mirada de ojos azules y cristalinos y luego alzó la cabeza hacia el cielo. Casi como con aspiraciones. Como si hubiera estado esperando a tener una oportunidad de volar.
Bueno, Shallan supuso que, si al animal no iba a entrarle pánico… Aunque, por otra parte, no lograba decidir si Adolin, sujeto con correas, resplandeciendo también un poco por un enlace, resultaba inspirador o solo cómico. Miró hacia Maya, que se cruzó de brazos sonriente, meneando la cabeza a los lados. Tormentas, cuánto estaba progresando, y qué rápido. A Shallan le daba esperanzas para Testimonio.
Pensarlo hizo que se volviera hacia la costa rocosa que se extendía entre la tierra y el océano de cuentas de cristal. Allí había varias decenas de figuras, hundidas hasta la cintura: spren de distintos tipos, todos con los ojos raspados.
—En un momento dado, había centenares de ojomuertos en esa costa —dijo Adolin en voz baja—. ¿Crees que, de algún modo, sabían lo del juicio? ¿Y lo que iba a decir Maya?
—Tenían que saberlo —asintió Shallan.
—Pero ¿quién se lo contó?
Ella pensó en sus bocetos y en las cosas extrañas que sus dedos sabían a veces.
—Nadie.
Mientras miraban, un cultivacispren como Maya dio media vuelta y se internó caminando en el océano.
—Regresan —dijo Maya con su voz áspera—. Regresan. Al lugar… donde se perdieron.
—¿Te refieres a que vuelven con los portadores de sus hojas esquirladas? —preguntó Adolin.
Una hoja esquirlada viva como Patrón nunca regresaba del todo a Shadesmar mientras su Radiante estuviera en el Reino Físico. Cuando ella lo invocaba como hoja, el pequeño patrón desaparecía de su falda o de donde estuviera y viajaba instantáneamente a ella en forma de arma. Cuando Shallan descartaba esa hoja esquirlada, reaparecía como pequeño patrón. En esos momentos tenía forma física en Shadesmar solo porque ella había viajado hasta allí a través de una Puerta Jurada.
Los ojomuertos eran distintos. Cuando los descartaban como hojas esquirladas, regresaban a Shadesmar y vagaban de un lado a otro. Notum le había dicho una vez que tendían a quedarse cerca del lugar donde estaba el portador de su hoja esquirlada en el Reino Físico. Eran muchísimos. Cientos, presos de aquella terrible media vida.
—Los ayudaremos, Maya —dijo Shallan—. En cuanto descubramos cómo reproducir el progreso que has hecho tú.
La spren asintió. Detrás de ellos, los Corredores del Viento hicieron descender de nuevo a Galante. El caballo bufó, molesto. O quizá… ¿De verdad podía afirmar Shallan que sintiera esas emociones? Quizá estaba dejándose influir demasiado por Adolin, quien aseguraba que los ryshadios tenían niveles de inteligencia casi humanos. Seguro que no estaba molesto y solo resoplaba como lo hacían los caballos.
Maya siguió mirando mientras otro ojomuerto se metía en el estrambótico mar.
—Perdidas —susurró—. Son hojas perdidas, Adolin.
Adolin desmontó.
—¿Hojas perdidas?
—Espadas —dijo ella. A veces aún le costaba esfuerzo hablar—. En la piedra. En el agua. Perdidas. Durante muchísimos años…
—¿Qué le pasa a una hoja esquirlada si la abandonan? —preguntó Shallan—. ¿Si un barco en el que viaja un portador de esquirlada se hunde, por ejemplo?
—Se queda allí para siempre —dijo Adolin—. Maya, no estarían aquí si se hubieran perdido. Estarían manifestados como hojas esquirladas en el mundo real.
—No —insistió ella—. La gente deja de pensar en ellos. Cuando pasan siglos, se desvanecen… para estar perdidos. La espada desaparece de tu mundo y ellos vagan por siempre.
—Pobrecillos —dijo Shallan mientras los últimos que quedaban se volvían y echaban a andar entre las cuentas—. De verdad que vamos a ayudarlos, Maya. Adolin y yo sacaremos tiempo, cuando todo esto termine. Los encontraremos a todos, del primero al último.
Adolin frunció el ceño, quizá planteándose la logística de aquello.
—A lo mejor mi tía Navani puede diseñar un fabrial que ayude a localizarlos. Y también podríamos intentar hacer que estén más a gusto en este lado. Maya sonrió al oírlo.
—Creo… que eso sería maravilloso.
Adolin fue con sus soldados para ultimar los detalles de su partida. Shallan, imitándolo, fue hacia Vathah. El Tejedor de Luz estaba arrodillado junto a su spren a la orilla del océano, practicando para dominar las cuentas. Shallan vio cómo esculpía una silla a partir de ellas, vio las cuentas acoplarse entre sí como si fuesen magnéticas. A Vathah se le daba mejor que a ella, aunque todavía necesitaba una cuenta que utilizar como modelo. Tenía una aferrada en la mano, el alma de una silla en Reino Físico.
Era una habilidad inferior y más fácil que el siguiente paso: utilizar luz tormentosa para recrear el objeto entero en ese lado, lo que llamaban «manifestar». Vathah se había tomado muy a pecho practicar ambas destrezas, igual que había empezado a hacer con sus ilustraciones. Shallan todavía se sentía tentada de describirlo como el «exdesertor», pero sería una equivocación. Tenía que preocuparse de cambiar su perspectiva, porque Vathah había mejorado mucho desde el día que lo reclutó. Por muy gruñón que pudiera mostrarse, ya era un Tejedor de Luz consumado.
—Parece que solo iremos Adolin y yo con los Corredores del Viento —les dijo Shallan a él y a Mosaico, su spren—. Y el caballo.
—¿Os lleváis a vuestras spren o las dejáis? —preguntó él, levantándose y permitiendo que la silla se deshiciera de nuevo en cuentas.
Era una buena pregunta. Podían dejarlos allí e invocarlos desde el Reino Físico cuando llegaran. Pero Maya parecía preocupada al respecto, y Shallan había percibido la misma sensación en Testimonio. No quería que se sintieran abandonadas.
—Nos las llevaremos —dijo—. Y a Patrón también.
—Tiene sentido —contestó Vathah—. Si pasa algo inesperado, mejor que estéis juntos.
—¿No os aburriréis demasiado volviendo a casa por el camino largo?
—¿Aburrirnos? —preguntó Mosaico, de pie junto a Vathah—. Aburrirse es bueno.
Vathah se echó a reír.
—Tiene razón, brillante. Mientras estabas dentro de esa caja gigantesca, Mosaico y yo nos lo hemos pasado de maravilla jugando a las cartas sin nada importante que hacer.
Shallan lo miró. Se habría creído algo así de Gaz o de Rojo. Pero ¿de Vathah? Ese hombre se marchitaba si lo dejabas cinco minutos sin atención.
—Me gusta estar aquí —reconoció él, con la mirada perdida en el revuelto océano de cuentas—. Me gusta crear cosas a partir de esas cuentas, y me siento… más en contacto con mis poderes. Mis tejidos de luz funcionan cada vez mejor y, ahora que tenemos más luz tormentosa gracias a esos Corredores del Viento… bueno, no me molesta nada regresar por la ruta lenta, brillante. A Ishnah, en cambio, va a darle un ataque. Está harta del resto de nosotros.
—Sobrevivirá —dijo Shallan—. Seguro que puede entretenerse un poco más flirteando con los soldados.
—La actitud de ellos no está bien —replicó Vathah—. Ojalá no la animaran.
Apartó la mirada. Hacia Ishnah. Y entonces se sonrojó. Mosaico tarareó contenta.
«Vathah acaba de ruborizarse de verdad». Y por Ishnah. No por Berila, que era tan sensual como para que la confundieran con algún tipo de pasionspren. Por Ishnah, bajita, no muy curvilínea y proclive a usar sus tejidos de luz para pintarse tatuajes agitadores y uñas negras. Vaya. Bueno, Shallan se alegró por él. Y esperó que no la fastidiara.
Volvió con los soldados de la caravana y Felt se despidió de ella saludándola con la mano. Era un soldado de Adolin, un hombre bajo y extranjero de bigote lacio y sombrero de ala ancha. Ya había viajado antes por Shadesmar, y Shallan tenía la impresión de que ni siquiera era oriundo de Roshar. Pero, si tenía que dejar la caravana en manos de alguien, Felt, como miembro de la élite de Dalinar, sería más que capaz de cumplir el encargo.
Al poco tiempo una pequeña comitiva de líderes de los honorspren salió de Integridad Duradera. Shallan fue hacia ellos y sus botas resbalaron en la obsidiana cuando bajó saltando de una ligera elevación del terreno. Se había puesto ropa de viaje, pantalones bajo un largo chaquetón acampanado. Radiante habría preferido algo más apropiado para el combate, pero el atuendo lo había elegido Shallan. Eso sí, se había recogido el pelo en un apretado moño. Ya cometió una vez el error de dejárselo suelto para viajar con Corredores del Viento.
Kelek estaba al frente del grupito de honorspren.
—¿Sigues sin querer venir? —le preguntó Shallan—. Podríamos subirte al caballo con Adolin.
El Heraldo se limitó a retorcerse las manos y bajar la mirada al suelo, de modo que Shallan saludó con la mano a los honorspren que habían salido a despedirlos y, ya puestos, les dedicó una sonrisa animada, porque supuso que los chincharía. Luego se volvió para marcharse.
—Ten cuidado con tus dos vínculos, niña —le dijo Kelek—. Puedes ver cosas que no son buenas para una mente mortal sana.
—Por suerte, ya hace años que no tengo una de esas —repuso ella, mirando atrás—. Voy apañándome con la mía y ya está.
—Lo lamento. Sé lo que se siente.
—Ser una artista implica entrenarte para ver el mundo desde muchas perspectivas diferentes. —Shallan se encogió de hombros—. Mi camino tiene sus dificultades, pero de vez en cuando veo alguna luz que nadie más parece divisar. Luz que se refleja en las olas, que se divide al salpicar sobre el océano y hace aparecer formas durante un latido. Luz que se refleja en los ojos de alguien con quien hablo, como si destellara desde su alma. En esos momentos, sé que lo que soy me permite ver lo que otros no pueden. En esos momentos me siento… si no agradecida, por lo menos admirada.
Kelek ladeó la cabeza.
—Luz… Sí. Luz, energía, materia, Investidura. Son todas variaciones sobre un tema, la misma esencia en formas diferentes. Y eso es especialmente importante que lo entiendas tú, con tus ilusiones.
Shallan frunció el ceño.
—Pero… las ilusiones no pueden cambiar nada, Kelek. Solo son fantasías hechas de luz tormentosa.
—¿Ah, sí? —dijo Kelek, y señaló hacia los honorspren—. ¿Y qué crees que son ellos? Investidura. Una forma de luz. En otro tiempo había Tejedores de Luz capaces de conferir cierta sustancia, durante un breve periodo de tiempo, a las cosas que creaban.
—¿De verdad? —preguntó Shallan.
Pero entonces recordó que, durante la batalla de la Explanada Thayleña, habría jurado que sentía las versiones ilusorias de Radiante y Velo, como si por un instante fuesen reales. Y no había sido la única vez en que una ilusión suya daba la sensación de ser un poco demasiado sólida, ¿verdad?
Luz… materia… energía. Eran lo mismo: al manifestar un objeto en Shadesmar, se utilizaba la luz tormentosa para conjurar una recreación física. Y los spren podían ser físicos, aunque estuvieran hechos de luz.
Shallan tenía que cambiar su perspectiva.
—Si voy a despedirme con un consejo sabio —dijo el Heraldo—, que sea este: solo porque algo sea efímero, no lo consideres nimio. —Titubeó un momento antes de seguir—. Y, del mismo modo, solo porque algo sea eterno, no lo consideres… relevante. —Se rodeó el cuerpo con los brazos y apretó—. Siento no ser lo que queríais que fuese. Pero gracias. Por no hacerme daño. Por escuchar.
Otro cambio de perspectiva, entonces. Shallan asintió. Había empezado a tener la sensación de que el viaje había sido un fracaso, pero no era cierto. Adolin había hecho progresos con los honorspren. Habían dejado a un embajador Radiante. Y ella… bueno, ella había desterrado a Sinforma, incorporado a Velo y hallado el valor para explicarle muchas cosas a Adolin.
Y además, era muy posible que hubiera ayudado a Kelek. Un antiguo héroe solitario, erosionado por el tiempo y por alzarse ante el viento durante demasiados años.
Así que lo abrazó.
Los honorspren que había cerca ahogaron un grito. Shallan supuso que era la reacción adecuada a que alguien agarrase de pronto a un Heraldo, a un semidiós mitológico. Pero Kelek la rodeó también con los brazos y la retuvo allí.
—Quiero estar mejor —susurró.
—Todos lo queremos —dijo ella.
Era la única conversación que necesitaban. Shallan se apartó y Kelek asintió, con los ojos llorosos. Luego ella se volvió y fue junto a Adolin, Maya, los crípticos y los Corredores del Viento.
—¿Preparada? —preguntó Drehy, con su spren al lado, manifestada como una honorspren alta y vestida a la moda.
Shallan asintió. Como equipaje llevaba solo su cartera, en la que no había guardado más que cuatro cosas indispensables. Después de pasar meses persiguiendo a Jasnah y luego perderlo todo y apenas lograr sobrevivir hasta las Llanuras Quebradas, había aprendido a viajar ligera. Con una definición de la palabra más estricta que la de Adolin.
—Estupendo —dijo Drehy, levantando un fabrial construido en torno a un resplandeciente heliodoro amarillo. Señaló sobre el océano de cuentas—. Nos dirigiremos a la Puerta Jurada de Azimir.
—¿Esa permite ahora que la gente se traslade a Shadesmar? —preguntó Shallan.
—El despertar de la torre persuadió a la mayoría de los spren de las puertas —explicó Drehy—. Los dos de Azimir son de los más ariscos, pero deberían dejarnos pasar. —Señaló con su fabrial—. Volar hasta aquí nos ha costado poco más de cuatro horas. Mientras nos mantengamos a cuarenta y ocho grados del punto de referencia, deberíamos llegar sin problemas.
—Un momento —dijo ella, intentando no perderse—. ¿El despertar de la torre? ¿Y qué es ese fabrial?
—Lo llaman «brújula» —respondió Drehy—. Un antiguo dispositivo que indica el camino en Shadesmar. Encontramos unas cuantas en los almacenes ocultos de Urithiru, cortesía de la Forjadora de Vínculos Navani y del Hermano.
Shallan parpadeó, sorprendida. ¿La Forjadora de Vínculos Navani? ¿El Hermano? Seguro que Sagaz estaba partiéndose de risa en algún sitio por todas las cosas que había omitido en sus conversaciones, por breves que hubieran sido.
—Os pondremos al día mientras volamos —dijo Drehy con una sonrisa—. Vayamos despegando.
Los Corredores del Viento les repartieron máscaras de cristal para protegerse del viento y los elevaron al cielo con un enlace. Galante dio un relincho emocionado y encabezó ansioso el vuelo, como si galopase en el aire, con Adolin en la silla de montar.
Integridad Duradera, los honorspren y la caravana fueron menguando a su espalda. Se encogieron. Y luego se esfumaron.
Al poco tiempo, Radiante se descubrió deseando que los Corredores del Viento hubieran traído la esfera de viaje de Navani. Incluso con la máscara puesta, volar de cara al viento no era una experiencia demasiado agradable. Como mucho, levemente horrible. Yendo en la esfera, Shallan podría haber dedicado el tiempo a dibujar.
A Galante y Adolin, por supuesto, les encantaba. Volaban juntos, Adolin de pie sobre los estribos y sosteniendo las riendas, que en un ryshadio servían más para estabilizar al jinete que para dirigir a la montura, ya que las órdenes solían darse con las rodillas. En los arreos que llevaba puestos Galante, las riendas no estaban unidas a la cara, sino a un arnés que le rodeaba el cuello. Adolin sonreía como un niño jugando bajo la lluvia. Y Galante galopaba entusiasmado, con el viento echándole atrás los labios y dejando sus dientes al descubierto, lo que hacía parecer que sonreía también de oreja a oreja. Adolin Kholin, alto príncipe, hijo del hombre más poderoso del planeta, renombrado espadachín, era en secreto una de las personas más tontorronas que había conocido jamás. Shallan emergió de nuevo y parpadeó, tomando una Memoria de los dos: Adolin con las gafas protectoras puestas y el pelo revuelto de un lado a otro, y Galante cargando.
Él la vio mirar, la saludó con un gesto alegre y luego señaló a Galante como diciendo: «¡Eh, Shallan! ¿Puedes creerte que vaya a lomos de un caballo volador?».
Eso hizo que su corazón se fundiera en un charco de gelatina burbujeante. Quizá el mayor milagro de la vida fuese que Adolin se las hubiera ingeniado de algún modo para seguir soltero hasta que llegó ella. Shallan pasó la siguiente hora admirándolo a ratos.
Justo hasta el momento en que los atacaron.

Su memoria era certera, pero su interpretación y su explicación de esa memoria podía ser caprichosa. En esos días, sin embargo, creo que estaba reflexiva, preocupada y concentrada.
No veía el futuro.
Pero, de algún modo, lo conocía igualmente.
De Caballeros de viento y verdad, página 5
Kaladin encontró a Szeth de pie en la antecámara, con su extraña hoja esquirlada enfundada y sujeta a la espalda. Parecía estar observando la pared.
—Muy bien —dijo Kaladin—. La forma más fácil de que lleguemos a Shinovar es volar con la alta tormenta después de que pase por Azimir esta misma noche.
—Como desees —respondió Szeth.
—Voy a recoger mi macuto. ¿Tú necesitas algo?
—No.
¡Oh!, exclamó una voz en la mente de Kaladin. Siempre le daba la sensación de ser masculina a grandes rasgos. ¿Vamos a alguna parte?
—¿No prestabas atención, espada-nimi? —preguntó Szeth en tono calmado, todavía contemplando la pared.
¡Pues claro que sí!, respondió la extraña hoja esquirlada. Pero ¿dónde vamos?
—A Shinovar —dijo Kaladin.
¿Habrá algo de picar?, preguntó la espada. Se supone que debo enterarme de si habrá aperitivos siempre que vayamos a algún sitio.
—¿Eso quién te lo ha dicho? —preguntó Szeth.
Lift. Dice que es importante. No creo que yo pueda tomar ningún aperitivo, pero ¿cortarlos, tal vez? En todo caso, si de verdad es importante que estén, quiero saberlo.
—Ya llevaré yo algo de picar —prometió Kaladin—. Szeth, quedamos en la Puerta Jurada dentro de dos horas, ¿te parece bien?
Szeth asintió.
Kaladin recogió a Syl y los spren de su armadura, que estaban revoloteando de nuevo en la sala donde Navani recibía a la gente. Luego saltó sobre la barandilla y se dejó caer casi toda la altura de la torre antes de meterse volando en un pasillo por el que la gente estaba acostumbrada a que los Radiantes pasaran zumbando sobre sus cabezas. El Viento fue con él.
Aterrizaron delante de los barracones de los Corredores del Viento en la torre y llegaron a la oficina de intendencia. Leyten, un hombre robusto de pelo corto castaño y rizado, pasaba el rato como siempre con sus libros de cuentas. Le gustaban demasiado los números, por muy hábil que fuese como armero.
—¡Ah! —exclamó Leyten, enderezándose para hacerle el saludo del Puente Cuatro—. Tengo tus cosas aquí mismo.
Desapareció en una trastienda y regresó con un macuto de viaje que llevaba no menos de tres cantimploras enganchadas.
—Esterilla —dijo Leyten—, raciones, botiquín, equipo de cocina. Y no uno, sino dos uniformes adicionales —añadió guiñándole el ojo a Kaladin.
—Gracias, Leyten.
Kaladin le dio la vuelta al macuto sobre el mostrador y reparó en el bolsillo lateral para objetos personales. Abrió la cremallera y encontró dentro la flauta de Sagaz, tallada en madera oscura, con extraños nudos que la dividían en secciones. Kaladin la había enviado allí abajo junto con sus otras posesiones, porque nadie sabía empacar un macuto como Leyten. Kaladin nunca se quedaba tranquilo cuando lo abría por la noche, porque no sabía si luego sería capaz de volver a guardarlo todo por arte de magia de un modo tan compacto y eficiente. En ese mismo bolsillo estaban el pequeño caballo de juguete de Tien y… ¿y una piedra?
Sí, una piedra. De un apagado tono marrón. Vaya.
—¡Huy, perdona! —exclamó Leyten—. Eso no lo he puesto yo.
Extendió la mano hacia la piedra, pero Kaladin volvió a guardarla.
Mientras Leyten le enseñaba cómo separar y volver a ensamblar el nuevo diseño del equipo de cocina, Dabbid salió de la trastienda cargado con material. Le dio a Kaladin un abrazo de despedida y siguió su camino silbando. Tras él, moviéndose veloz con aire furtivo, había… ¿un pequeño vientospren?
No, era una honorspren. Kaladin se quedó de piedra.
—Sí —dijo Leyten, sonriendo—. Dabbid no se ha fijado todavía en ella.
—Pensaba que ya no iban a venir más honorspren con nosotros.
—Será por el viaje del príncipe Adolin —dijo Leyten, encogiéndose de hombros—. La spren apareció ayer, sola, y lleva desde entonces siguiendo a Dabbid. Syl frunció el ceño, aún a tamaño humano y visible para todos. A Kaladin le pareció oír que daba un bufido.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Lusintia —dijo Syl— es un tremendo peñazo. Nada divertida. No esperaba que precisamente ella se uniese a nosotros.
—A Ethenia le cae bien —comentó Leyten.
—Es que Ethenia también es un peñazo —replicó Syl—. ¡Pero si le gustan los números casi tanto como a Vienta! Y es casi una críptica. —Entonces Syl ladeó la cabeza—. Igual tengo que repensarme algunas cosas. ¿Puedo señalar lo injustísimo que es que estos spren nuevos hagan la transición tan rápido? Yo me pasé años siendo más o menos una idiota babeante.
—Los vínculos se forman más deprisa —dijo Leyten— porque allanó el camino una pionera spren brillante y muy valerosa.
Syl palpitó y su color se hizo más azul, el violeta de sus mangas más vivo.
—Siempre me has caído bien, Leyten. Hasta cuando hacías armaduras a partir de cráneos.
—Usaba más costillas que cráneos —respondió Leyten, alzando la mirada a algo que colgaba encima de la entrada a la oficina de intendencia.
Era un peto, que parecía hecho a partir de pedazos de caparazón y hueso. Por respeto hacia Rlain, para ese habían utilizado madera y lo habían pintado de rojo anaranjado. Kaladin recordaba correr con el Puente Cuatro hacia el enemigo llevando aquella protección improvisada, y que en el campamento la gente susurrara llamándolos idioteces como la Orden del Hueso.
—Rlain y ahora Dabbid —dijo Kaladin—. ¿Algún otro escudero ha conseguido un spren mientras yo no miraba?
—Eso quizá tendrías que preguntárselo a Cikatriz —dijo Leyten, sacando una bolsa de gemas para Kaladin. Hizo un gesto hacia la sala contigua—. Lleva un tiempo trabajando con los nuevos reclutas.
Kaladin debería haber seguido su camino. Sigzil estaba al mando de los Corredores del Viento y podía preocuparse de esas cuestiones. Pero Kaladin se sentía responsable, aunque ya no lo fuese. Además, había algo en el aire. Ese Viento que soplaba desde detrás de él, esa advertencia fantasmal que resonaba en su mente. Quiso comprobar, una última vez, que todo fuese bien con sus tropas.
Porque llegaba tormenta.
Shallan chilló y se retorció en el aire, todavía volando, pero indefensa mientras los Corredores del Viento chocaban contra un grupo de Celestiales. En un instante, su pacífica travesía se volvió caótica. Los uniformes azules pasaban como flechas, entremezclándose con los crudos colores blancos, negros y rojos de la ropa suelta que llevaban los Fusionados.
Lo único que podía hacer Shallan era aguantar allí. Movió los brazos, hizo aspavientos, pero no conseguía nada más que ponerse bocarriba. No tenía nada a lo que agarrarse ni contra lo que empujar. Adolin estaba un poco mejor que ella. Lo habían enlazado de modo que pudiera ir sentado en la silla, flotando, pero no ingrávido del todo. Podía dar espadazos y levantarse en los estribos para atacar a un Celestial que pasó cerca.
Shallan contó a ocho Celestiales, demasiados para cinco Corredores del Viento que además tenían que proteger a sus pasajeros. No tenía ni la menor idea de por qué los Celestiales estaban patrullando aquel océano, si allí no se veía nada más que cuentas ondulándose unos diez metros por debajo de ellos y una pequeña franja de tierra árida que representaba un río en el Reino Físico. En cualquier caso, estaban en apuros. Una Celestial que empuñaba una larga lanza empaló con ella a una escudera de Drehy, salpicando a Shallan con un chorretón de sangre. Un dolorspren aulló a lo lejos y la escudera dio un respingo, soltó su lanza y extendió los brazos a los lados mientras el arma de la Celestial empezaba a drenarle la luz tormentosa a la fuerza.
Shallan inhaló luz tormentosa, desesperada por ayudar de algún modo, e intentó crear una ilusión bien hecha. Un segundo más tarde, un cuchillo arrojado le hizo un corte a la Celestial en la cara. Luego una maza alcanzó a la criatura en toda la frente. Shallan lanzó una mirada hacia Adolin, que había abierto una de sus cajas de armas y estaba sacando una espada corta. Fue lo siguiente que arrojó. Tormentas, ¿había tenido una maza ahí dentro todo ese tiempo? Las armas no estaban diseñadas para arrojarlas, pero, después de recibir otro cuchillazo, la Celestial no tuvo más remedio que desalojar su lanza de la desafortunada escudera e ir a por él.
—¡Adolin! —chilló Shallan mientras su marido se revolvía en la silla para atacar a la enemiga que había atraído.
La Celestial dio una vuelta rápida alrededor de él y entonces embistió, haciendo que su lanza atravesara la versión ilusoria de Adolin que Shallan había creado como señuelo. No era perfecta. Shallan no tenía muchos bocetos de Galante, así que al caballo se le veían fallos, pero su doble de Adolin estaba clavadito. La Celestial le había perdido la pista a su verdadero objetivo mientras se giraba. Lanzó un vistazo hacia Shallan, identificó al Adolin correcto y voló por debajo de su montura.
Para alzarse al otro lado y embestir contra Adolin.
Este se precipitó hacia el océano, rodeado de espadas que caían de la silla torcida. Descendió despacio a consecuencia de su enlace. El siguiente tejido de luz que hizo Shallan, de un Corredor del Viento que se abalanzaba contra la Celestial, distrajo a la atacante de ir tras Adolin. Pero los ojos de Shallan siguieron a su esposo mientras caía diez metros y se hundía en las cuentas. Ahí abajo se asfixiaría.
Shallan chilló, retorciéndose mientras su propio enlace la alejaba de él. No. No. ¡No!
Shallan… Shallan estaba enlazada por Drehy.
«Sé. Drehy».
Absorbió la luz tormentosa que la tenía enlazada en su sitio. Y entonces, sin nada que la sostuviera, cayó a las cuentas tras Adolin.

Todo el mundo coincide en que el primer momento clave tuvo lugar cuando Kaladin Bendito por la Tormenta escuchó. Aunque no era un Danzante del Filo, hizo una buena representación de sus juramentos.
De Caballeros de viento y verdad, página 8
Kaladin titubeó. Escuchó. ¿Qué era esa sensación?
Un apremio. Tenía que seguir moviéndose. Syl y él fueron deprisa a la siguiente sala del cuartel de los Corredores del Viento. Allí encontraron a Cikatriz, uno de los dos capitanes de compañía de la orden de Caballeros Radiantes. Lopen y él estaban por debajo de Sigzil, que era el jefe de compañía.
Kaladin había recomendado que Cikatriz ocupara el puesto de segundo de compañía, pero él lo había rechazado porque quería concentrarse en el entrenamiento. Ese día estaba enseñándoles a los nuevos reclutas una de sus lecciones favoritas, la de montar y desmontar a toda prisa un campamento defendible.
El grupo nuevo tenía miembros de casi todas las edades, y estaba compuesto más o menos a partes iguales por hombres y mujeres. Más ojos oscuros que claros. ¿Qué podría llevar a una mujer de cincuenta y tantos años a abandonar su hogar y empuñar la lanza? Pero, pensándolo un poco, Kaladin supuso que las motivaciones de esa mujer quizá no difiriesen tanto de las suyas. Proteger a quienes no podían protegerse a sí mismos.
Aquella cámara era muy amplia, lo bastante grande para que pudieran practicar cuatro equipos distintos de ocho personas. Kaladin pasó entre ellos mientras se apresuraban a colocar esterillas y redes de camuflaje que los ocultasen de patrullas aéreas, fingiendo que aquella enorme sala de piedra estaba fuera, sobre el terreno. Cikatriz estaba recorriendo el perímetro y dedicándose a tirar lanzas por la ventana, inadvertido del todo por los equipos de reclutas que se afanaban en lo suyo.
Kaladin sonrió y llegó trotando junto al Corredor del Viento más bajito. Cikatriz siempre le recordaba a Teft, por ese aire que tenía de soldado de carrera y por su forma de vestir el uniforme como si fuese una segunda piel. Al igual que muchos miembros originales del Puente Cuatro, Cikatriz tenía ascendencia extranjera.
Mientras Kaladin lo saludaba, Cikatriz cogió otra lanza apoyada en la pared y la arrojó por la ventana. Estaban en la segunda planta de la torre, no muy altos para tratarse de Urithiru, pero aun así había una buena caída. Cabía suponer que Cikatriz habría avisado a los trabajadores de fuera: siempre les hacía gracia ver salir las lanzas por la ventana, y se asegurarían de que nadie se hiciera daño.
—Tormentas —dijo Kaladin mirando a los escuderos, que, con las prisas por montar sus campamentos, aún no eran conscientes de que Cikatriz estaba robándoles las armas—. Este grupo es de los más despistados, ¿no?
—Se lo he advertido cuatro veces —respondió Cikatriz, echando a andar hacia otro grupo de lanzas apoyadas contra la pared.
—¿Qué haces? —preguntó Syl, mirando sorprendida cómo Cikatriz se ponía a tirar las lanzas por la ventana.
—Estos reclutas tienen que aprender a pensar como soldados —dijo Cikatriz—. Estoy dándoles una pequeña lección.
—Tienes que llevar la lanza contigo a todas horas —explicó Kaladin—. Es de las primeras cosas con las que te machaca un sargento instructor. Las armas no pueden estar tiradas por ahí, haciendo que se tropiece todo el mundo. Y además, podrías recibir un ataque en cualquier momento.
—Pero, sobre todo, la lección es sobre responsabilidad —añadió Cikatriz, tirando otra lanza. Kaladin oyó un lejano traqueteo cuando cayó a la piedra del campo de fuera—. Y sobre obedecer órdenes. —Negó con la cabeza, molesto—. Bueno, ¿querías algo, Kal?
—¿Han venido más honorspren junto con esa que está siguiendo a Dabbid? —preguntó él, recorriendo con la mirada la amplia estancia. No distinguió a ninguno entre aquellos reclutas, pero a menudo permanecían invisibles. —No —dijo Cikatriz—. Lo siento.
—¿Solo una? —preguntó Syl—. Hay cientos de spren en Integridad Duradera.
—Según ella, deberían estar viniendo más —dijo Cikatriz.
Tormentas, eso esperaba Kaladin.
—Entonces, ¿has visto a Dabbid? —le preguntó Cikatriz, dándole un codazo.
—Pues sí —dijo Kaladin con una sonrisa.
—¿Alguna idea sobre lo que pasará con su… dolencia, una vez esté vinculado?
—La verdad es que no —respondió Kaladin—. Pero, pase lo que pase, o lo que no pase, sospecho que Dabbid podrá meter baza.
Miró de nuevo hacia los reclutas, sintiendo… no tristeza, pero sí una cierta añoranza. Un solemnespren, una variedad muy poco común, ascendió en espiral a su alrededor como una serpiente gris azulada, casi invisible.
—Oye —dijo, comprendiendo el verdadero motivo por el que había entrado allí—. Cuida bien de Sigzil. Va a necesitar a un buen sargento detrás, Cikatriz. Sé que tú no lo eres, pero…
—Entendido —dijo Cikatriz—. Y estoy de acuerdo. Sig hará un buen trabajo, señor. Y además, también tiene a Lopen para echarle una mano.
—Eso es en parte lo que me preocupa…
Cikatriz sonrió.
—Lopen te sorprendería, Kal. Está cambiando. Supongo que como todos, ahora que no te tenemos a ti para cuidarnos. Los niños tienen que crecer en algún momento. —Miró a Kaladin a los ojos, inquisitivo—. ¿Vas a algún sitio?
—Sí —respondió él.
—¿Peligroso?
—En teoría, no —dijo Kaladin—. Pero tengo razones para preocuparme, y Sagaz ha insinuado algo que… Tormentas, como si fuese posible que no vaya a…
—Volverás —lo interrumpió Cikatriz.
—No sé si lo haré, Cikatriz. Esta vez no.
—Yo estaba allí cuando las tormentas intentaron llevársete. Salimos a descolgar un cadáver y te encontramos vivo. Hay más que un poco del viento en ti, Kal, y el viento del este ve el mañana antes que nadie. Volverás.
—No puedes ver el futuro, Cikatriz.
El capitán se limitó a encogerse de hombros mientras se dirigía al último montón de lanzas que había junto a la pared. Empezó a arrojarlas por la ventana.
—¿Les has dicho a los demás que te marchas? Te habrás despedido, ¿verdad?
—Eh… Aún no. Puede que tenga que irme antes de…
Kaladin dejó la frase sin terminar cuando Cikatriz clavó en él una mirada dura. Casi tan buena como la que podría haberle lanzado Teft. La clase de mirada que decía: «Si quieres hacer algo tormentosamente estúpido, señor, no voy a llamarlo estúpido. No a tu cara».
—Iré a despedirme —dijo Kaladin con un suspiro—. Por si acaso.
—Me alegro, señor —respondió Cikatriz, tirando otra lanza—. Han organizado una fiesta para celebrar que Rlain tiene a su spren. Podrías pasarte. Y Drehy traerá desde Shadesmar al alto príncipe Adolin y a la radiante Shallan hoy mismo, más tarde.
—¿Cuándo llegan?
—Deberían estar en Azimir más o menos una hora antes de la medianoche.
Habría tiempo, entonces, si Kaladin estaba en Azimir esperando a que pasara la alta tormenta. Mientras echaba las cuentas, el grupo más cercano de escuderos por fin se dio cuenta de lo que estaba haciendo Cikatriz. Varios de ellos gritaron al reparar en que había logrado deshacerse de todas las lanzas del lugar excepto tres.
Cikatriz redobló la marcha y arrojó otras dos lanzas por la ventana antes de que, por fin, uno de los nuevos reclutas consiguiera agarrar su arma y retenerla. Como una madre sujetando a un recién nacido, con los ojos como platos. Los demás se limitaron a mirar boquiabiertos por la ventana.
Su entrenador sonrió. Todo aquello le gustaba un poquito demasiado. Kaladin había liderado, pero Cikatriz… Cikatriz había nacido para enseñar. Ser un buen soldado requería talento, pero crear buenos soldados requería una clase de talento distinta del todo.
—¡Nos atacan! —bramó Cikatriz—. ¡Escuderos, a las armas y formad filas!
Un silencio aturdido.
Luego un caos masivo.
Cikatriz le guiñó el ojo a Kaladin mientras Syl y él bordeaban la sala, esquivando el tropel de escuderos que, para su horror, estaban descubriendo que sus armas habían desaparecido.
—¡Señor! —exclamó una de ellos—. ¡Nuestras lanzas!
—¡Robadas por el enemigo mientras no mirabais, montón de esferas opacas! —rugió Cikatriz—. ¡Tal vez las hayan tirado por las ventanas!
—¿Y qué hacemos? —preguntó otra.
Cikatriz le dedicó su mirada más fulminante.
—¿Tú qué crees? ¡Pues ir a recogerlas!
Kaladin lanzó una mirada hacia Syl y los dos se elevaron del suelo y volaron de vuelta a la oficina de intendencia, donde Kaladin le dio un abrazo a Leyten y recogió su macuto. Luego se apartó cuando los reclutas pasaron corriendo hacia los niveles inferiores. A Kaladin casi le habrían dado lástima, de no ser porque esa lección de tener localizadas sus armas les salvaría la vida a unos cuantos casi con toda certeza.
Syl señaló con la cabeza hacia otro pasillo.
—¿Tenemos tiempo? —preguntó.
—Sí —respondió él—. Me pasaré luego a despedirme del resto en la celebración de Rlain, que es dentro de una hora o así. Para entonces, todo el mundo excepto Drehy debería haber vuelto ya de sus patrullas.
—Bueno, ya hemos recogido tus cosas —dijo ella. Su havah se emborronó y se transformó de nuevo en un uniforme del Puente Cuatro—. Ahora hay que recoger las mías.
—¿Tú tienes… cosas? —preguntó Kaladin.
Syl sonrió encantada y salió volando pasillo abajo.
Shallan cayó de golpe al océano.
Como siempre, las cuentas se vieron atraídas por su luz tormentosa. Eran pequeñas, más que las esferas, pero no diminutas. Como los abalorios de un collar. Chasquearon y traquetearon al apelotonarse contra ella, sofocándola. El movimiento creó una corriente de resaca, que daba la sensación de estar tirando de ella hacia abajo. Shallan debería haber sido capaz de hacer algo para impedirlo. Se suponía que sus poderes le conferían una afinidad particular con las cuentas.
Siempre le había tenido miedo a aquel lugar. Las primeras visiones que había tenido de él, siendo niña, la habían aterrorizado. Peor incluso: esos recuerdos estaban ligados a lo que le había hecho a su madre, y a los acontecimientos que rodearon la muerte de Testimonio.
Las emociones y los recuerdos crearon un enmarañado batiburrillo en el interior de Shallan. Como enredaderas entremezcladas y revueltas sobre sí mismas hasta formar un embrollo impenetrable.
Por suerte, tenía a Radiante.
Mientras Shallan entraba en pánico, Radiante afloró. Tanteó entre las cuentas, escuchando sus susurros, las impresiones que le ofrecían de lo que representaban en el Reino Físico. Un momento después, haciendo acopio de luz tormentosa, Radiante utilizó la impresión de un edificio para otorgarles organización a las cuentas. Se alzó de la superficie del océano en el tejado del edificio. Daba la impresión de que el verdadero era metálico, pero aquel estaba creado a partir de cuentas unidas entre sí formando una especie de malla.
Radiante escupió unas pocas cuentas y se levantó. Tenía que encontrar a Adolin, que se ahogaría sin…
Drehy llegó volando, con Adolin en brazos. Radiante dejó escapar un suspiro de alivio mientras el Corredor del Viento dejaba caer al marido de Shallan sobre el edificio. Adolin tosió y gimió, pero por lo demás parecía estar bien.
Shallan emergió mientras llegaba corriendo hasta él, lo envolvió en un abrazo y lo besó sin reparos allí mismo. ¿Qué más daba quién lo viera?
—Esto no me gusta nada, Shallan —dijo Drehy, aterrizando de golpe en el techo de cuentas y haciéndolo temblar—. Los Celestiales suelen ser cuidadosos, y entablan combate y se retiran rápido. Esto es un ataque en toda regla con intención de matarnos.
Radiante tomó el mando otra vez y escrutó el cielo, pero la batalla se había alejado.
—¿Y cuál es tu valoración de nuestro siguiente paso táctico?
—Eh… ¿Radiante? —preguntó Drehy.
Radiante hizo un asentimiento brusco.
—He dejado caer a los spren a las cuentas —informó Drehy, señalando hacia una parte del océano como cualquier otra—. No necesitan respirar y he pensado que eso los ocultará del enemigo y evitará que tomen rehenes.
—¿Y Galante? —preguntó Adolin, alzándose de rodillas.
—Lo he dejado atrás —dijo Drehy—. Su enlace aún durará un rato, y dudo mucho que el enemigo se preocupe por un caballo.
A Adolin no pareció gustarle, pero asintió.
—He ordenado a mis escuderos que se aparten y se separen —añadió Drehy—. Hay un istmo en el río a nuestra derecha que nos servirá de punto de reunión. Otras veces hemos visto que los Celestiales dejan de insistir cuando hacemos una retirada evidente.
—Bien pensado —dijo Radiante—. Actos que proclaman que no buscáis pelea ahora mismo. Sí que es posible que funcione con unos Celestiales.
En general a los Celestiales los enviaban como exploradores, y no solía gustarles comprometerse en enfrentamientos a muerte. Solo que aquellos habían emboscado al grupo de Shallan desde atrás y luego habían luchado poniendo toda la carne en el asador. O bien aquel grupo estaba liderado por un Celestial muy militarista, o bien…
O bien estaba pasando algo raro. Radiante buscó por todo alrededor y entonces señaló.
—Esas luces del horizonte. ¿Qué creéis que…?
La interrumpieron dos Celestiales que rompieron la superficie de cuentas cerca de ellos, después de haber utilizado el océano como cobertura para aproximarse. Radiante rechazó a uno a puñetazos, pero el segundo Celestial le agarró el chaquetón por detrás y la arrojó a las cuentas, una maniobra más efectiva que hacerle un corte del que sanaría. Las cuentas se arremolinaron en torno a ella y la cegaron. Oyó que Adolin gritaba entre el sonido de miles de cuentas y se esforzó en asomar la cabeza sobre la superficie, pero su edificio estaba desintegrándose al perder el contacto con ella, y Adolin caía otra vez al océano mientras un Celestial embestía contra Drehy.
Radiante sintió de nuevo que las cuentas tiraban de ella hacia abajo. Su mundo se volvió oscuro, iluminado solo por los ojos brillantes de un Fusionado que nadaba entre las cuentas cerca, su luz roja reflejada un millar de veces en el cristal. El Celestial se estrelló contra ella y Radiante aporreó el brazo de aquel ser, intentando zafarse de él mientras se hundían.
Al poco tiempo, su espalda dio contra algo duro. Las cuentas se separaron, apartándose de las dos figuras, dejando a Radiante y al Celestial solos en una especie de cueva cuyas paredes y suelo estaban hechos de cuentas. El Celestial retenía a Radiante por los hombros con las dos manos. Tenía la mayoría de la cara cubierta por una pauta que casi parecía un glifo blanco y solo dejaba asomar unas motas negras.
—Las cuentas odian nuestra luz —susurró en alezi con mucho acento—. Pero obedecen cuando la utilizamos, igual que con la luz tormentosa. —Se inclinó hacia delante y dejó su cara jaspeada de blanco a un centímetro de la de Radiante—. Tejedora de Luz, yo odio a los tuyos. Siempre mentiras. Siempre sombras. Nunca obedecéis a vuestros superiores.
Cuentas. Uniéndose para formar paredes. Radiante sabía que no era necesario un modelo para controlarlas. Shallan lo había visto, pero la opción más fácil, emplear una cuenta como diagrama, era lo único que podía confiar en hacer consistentemente.
Se supone…, pensó Shallan, oculta muy al fondo. Se supone que domino este lugar.
Radiante se retorció, intentando liberarse. Pero, a pesar de su mente militar, no tenía el cuerpo más fuerte que Shallan. Por dentro era una chica de apenas diecinueve años, complexión ligera y desarmada del todo sin su hoja esquirlada.
Mi arma… nunca ha sido una hoja, Radiante…
—¿Cuánta luz tormentosa te queda? —preguntó el Celestial, conteniéndola a pesar de sus forcejeos. Separó una mano de ella y sacó un cuchillo de una vaina que llevaba al cinto—. ¿Comprobamos cuántas veces puedes sanar antes de que se te acabe? Mis hermanos y hermanas enloquecen por haber vivido tanto, pero yo estoy cuerdo porque me baño en la sangre de Radiantes, que me renueva.
La apuñaló en el hombro, y ella gruñó de dolor.
—¿Estás asustada, Tejedora de Luz? —preguntó el Celestial con voz ronca.
Sí, dijo Shallan desde dentro. Lo estoy.
—¿Seguro que estás preparada? —susurró Radiante.
—Sí —dijo Shallan—. Estoy preparada desde que me enfrenté a Velo, y a mis recuerdos.
¿Cuáles son las Palabras?, preguntó Radiante.
—Ya las he pronunciado —respondió Shallan mientras el Celestial retorcía el cuchillo.
Pronúncialas otra vez.
—Estoy asustada —dijo Shallan.
El Celestial sonrió, iluminado por una luz oscura que emanaba de la gema que llevaba al cuello y por el rojo de sus ojos.
—Asustada por todo —prosiguió ella—. Temerosa. Del mundo. De lo que podría pasarle a mi familia. Sobre todo, de mí misma. Siempre lo he estado.
Se sorprendió al ver que algunas cuentas a su alrededor temblaron cuando lo dijo. Solo algunas. Meneándose, como si estuvieran vivas.
—Deberías temerme a mí más que a nada —dijo el Celestial—. Soy Abidi el Monarca. Gobernaré este mundo, y conservaré a los Tejedores de Luz. Para hacerlos sangrar cuando…
Frunció el ceño cuando la pequeña caverna empezó a resplandecer. La luz se reflejó en cada cuenta.
La luz que brillaba desde los ojos de Shallan.
Radiante cobró forma detrás del Celestial, hecha de luz tormentosa, con la cabeza casi rozando el techo. Tal y como Shallan la imaginaba. Más alta que ella, más fuerte, con poderosos bíceps y el cuello grueso de tanto entrenar. Pelo recogido en una trenza, y no en el revuelto y deshilachado moño de Shallan. Haciendo gala de una fuerza de un género distinto a la de Shallan con una hoja esquirlada en la mano.
Abidi el Monarca se echó a reír.
—¿Una ilusión? —dijo—. ¿Crees que me dejaré distraer por algo irreal? Siguió carcajeándose hasta que la hoja esquirlada lo atravesó desde atrás, derramando sangre anaranjada por su elegante atuendo blanco.
Sangre real. De una herida real. El Celestial dio un respingo, mirando abajo.
—La realidad —susurró Shallan— es lo que yo decida que es.