Casa negra

Peter Straub
Stephen King

Fragmento

cap-2
cap-1

Aquí y ahora, como solía decir un viejo amigo, estamos en el incierto presente, en el que la extrema lucidez nunca garantiza una visión perfecta. El aquí: a unos setenta metros, la altura a la que planea un águila, sobre el extremo occidental de Wisconsin, donde los caprichos del río Misisipí trazan una frontera natural. El ahora: un viernes por la mañana temprano a mediados de julio, en los primeros años tanto de un nuevo siglo como de un nuevo milenio, cuyos díscolos rumbos permanecen tan ocultos que un ciego tiene más posibilidades de ver lo que le depara el futuro que tú o que yo. Justo aquí y ahora, la hora es poco más de las seis de la mañana y el sol está bajo en un cielo oriental sin nubes, una bola gorda y segura de sí que avanza como siempre por primera vez hacia el futuro y deja en su estela un pasado que se ha ido acumulando sin cesar, que se oscurece a medida que se retira, convirtiéndonos a todos nosotros en ciegos.

Más abajo, el sol naciente tiñe de reflejos fundidos las amplias y suaves ondas del río. La luz del sol arranca destellos a las vías del ferrocarril de Burlington Northern Santa Fe, que discurren entre la orilla del río y los patios traseros de las destartaladas casas de dos plantas a lo largo de Country Road Oo, conocidas como las Casas de los Clavos, el punto más bajo de la pequeña población de aspecto desahogado que se extiende colina arriba y hacia el este debajo de nosotros. En este momento, en Coulee Country la vida parece estar conteniendo el aliento. El aire inmóvil en torno a nosotros es de una pureza y una dulzura tan increíbles que cabría imaginar que un hombre pudiese oler un rábano arrancado de la tierra a más de un kilómetro de allí.

Moviéndonos hacia el sol, planeamos sobre el río y las vías relucientes, sobre los patios y tejados de las Casas de los Clavos, y luego sobre una hilera de motocicletas Harley-Davidson ladeadas sobre sus pies de apoyo. Las casas, no muy atrayentes, se construyeron a principios del siglo que acaba de desvanecerse para los fundidores, fabricantes de moldes y peones de embalaje empleados por la fábrica de clavos Pederson. Alegando que era poco probable que el personal se quejase de los defectos en sus viviendas subvencionadas, su construcción fue lo más barata posible. (Clavos Pederson, que sufriera múltiples hemorragias durante la década de los cincuenta, se desangró finalmente hasta su extinción en 1963.) Las Harley que esperan sugieren que los trabajadores se han visto reemplazados por una pandilla de motociclistas. El aspecto uniformemente feroz de los propietarios de las Harley, hombres de cabellos revueltos, barbas descuidadas y tripas caídas, que lucen pendientes, chaquetas de cuero negro y menos de los dientes que les corresponden, parece confirmar semejante suposición. Como la mayoría de suposiciones, esta entraña una incómoda verdad a medias.

A los residentes actuales de las Casas de los Clavos, a quienes los desconfiados locales apodaron los Cinco del Trueno poco después de que se instalaran en las casas junto al río, no se les puede encasillar tan fácilmente en una categoría. Tienen empleos especializados en la empresa cervecera Kingsland, situada justo a las afueras de la ciudad hacia el sur y a una manzana al este del Misisipí. Si miramos hacia la derecha, veremos «el mayor pack de seis del mundo»: unos tanques de almacenamiento en que se han pintado gigantescas etiquetas de la antigua cerveza rubia Kingsland. Los hombres que viven en las Casas de los Clavos se conocieron en el campus de la Explanada Urbana de la Universidad de Illinois, donde todos menos uno eran estudiantes especializados en Literatura Inglesa o Filosofía. (La excepción era un residente en cirugía en el hospital universitario de la misma institución.) Les produce un irónico placer que les llamen los Cinco del Trueno, pues el nombre se les antoja agradablemente caricaturesco. Lo que se llaman a sí mismos es «la Escoria Hegeliana». Estos caballeros forman una interesante pandilla, y les conoceremos más adelante. Por ahora, tan solo tenemos tiempo de advertir los carteles hechos a mano sujetos con cinta adhesiva en las fachadas de varias casas, en dos farolas y en un par de edificios abandonados. Los carteles dicen: ¡PESCADOR, MÁS TE VALE ROGARLE A TU APESTOSO DIOS QUE NO TE COJAMOS PRIMERO! ¡ACUÉRDATE DE AMY!

Desde las Casas de los Clavos, la calle Chase discurre abruptamente colina abajo entre edificios protegidos con fachadas desgastadas del color de la niebla: el viejo hotel Nelson, en el que están durmiendo unos cuantos residentes empobrecidos, una taberna de frontal desnudo, una cansina zapatería que exhibe botas de trabajo Red Wing tras el empañado escaparate, unas cuantas edificaciones más que no ostentan indicativos de su función y que se ven extrañamente soñolientas y vaporosas. Estas estructuras tienen el aire de resurrecciones fallidas, o de haber sido rescatadas del oscuro territorio occidental pese a estar aún muertas. En cierto sentido, eso es precisamente lo que les ocurrió. Una franja horizontal de color ocre, a tres metros sobre la acera en la fachada del hotel Nelson y a sesenta centímetros del suelo que se va elevando en las opuestas y cenicientas caras de los dos últimos edificios, representa la marca del nivel del agua que dejaran las inundaciones de 1965, cuando el Misisipí se desbordó para ahogar las vías del ferrocarril y las Casas de los Clavos y ascender casi hasta la parte superior de la calle Chase.

Donde la calle Chase se eleva por sobre la marca del agua y se nivela, se hace más amplia y se transforma en la calle mayor de French Landing, la ciudad que tenemos debajo. El teatro Agincourt, el Taproom Bar & Grille, el First Farmer State Bank, el estudio de fotografía de Samuel Stutz (que hace buen negocio con las orlas de graduación, las fotos de boda y los retratos de niños) y tiendas, no reliquias fantasmagóricas de tiendas, flanquean sus romas aceras: el drugstore Benton’s Rexall, Reliable Hardware, el videoclub Saturday Night, Confecciones Regal, Schmitt’s Allsorts Emporium, tiendas que venden equipos electrónicos, revistas y tarjetas de felicitación, juguetes y prendas deportivas en las que figuran los logotipos de los equipos de los Brewers, los Twins, los Packers, los Vikings, y de la Universidad de Wisconsin. Unas manzanas más allá el nombre de la calle cambia para convertirse en Lyall Road, y los edificios se separan y se encogen transformándose en estructuras de una planta cuyas fachadas están cubiertas de letreros que anuncian agencias de seguros o de viajes; después, la calle se transforma en una carretera que discurre hacia el este dejando atrás un 7-Eleven, la residencia para veteranos de guerras foráneas Reinhold T. Grauerhammer, un gran concesionario de aperos de labranza al que localmente se conoce por Goltz, y para internarse en un paisaje de campos llanos e intactos. Si nos elevamos unos treinta metros más en el aire inmaculado y recorremos con la vista lo que hay debajo y más allá de nosotros, vemos morenas de glaciares y lava solidificada, colinas redondeadas alfombradas de pinos, valles de terrenos fértiles invisibles desde el nivel del suelo hasta que uno está encima de ellos, ríos serpenteantes, mosaicos de campos de kilómetros de largo, y pequeños pueblos (uno de ellos, Centralia, no es más que un puñado de edificios en torno al cruce de dos estrechas carreteras na

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