Brujerías (Mundodisco 6)

Terry Pratchett

Fragmento

Brujerías

El viento aullaba. El relámpago apuñalaba la tierra erráticamente, como un asesino inexperto. El trueno retumbaba sobre las oscuras colinas azotadas por la lluvia.

La noche era tan negra como las entrañas de un gato. De verdad, era de esas noches en que los dioses mueven a los hombres como si fueran peones, en el tablero de ajedrez del destino. En medio de la tormenta, una hoguera brillaba entre los arbustos empapados, como la locura en los ojos de una comadreja. Iluminaba a tres figuras encorvadas. El caldero burbujeaba.

—¿Cuándo volveremos a reunirnos? —preguntó una voz seca, sobrecogedora.

Hubo una pausa.

Por fin, otra voz respondió, en tono mucho más normal:

—Bueno, a mí me va bien el martes que viene.

Por las profundidades insondables del espacio nada la tortuga estelar, Gran A’Tuin, que transporta sobre su caparazón a los cuatro elefantes gigantes que a su vez soportan sobre sus lomos la masa del Mundodisco. En torno a ellos giran un pequeño sol y una luna diminuta. Dibujan una órbita muy complicada para provocar los cambios de estación, así que debe de ser el único lugar del universo donde a veces un elefante tiene que levantar una pata para dejar pasar al sol.

Quizá nunca sepamos exactamente el porqué de esto. Es posible que el Creador del universo se aburriera de tanta inclinación axial, albedo y velocidad de rotación, y decidiera divertirse un ratito.

No hace falta ser un genio para suponer que los dioses de un mundo así no deben de jugar al ajedrez, y así es. La verdad es que ningún dios juega al ajedrez. Les falta imaginación. Los dioses prefieren juegos más sencillos y salvajes, donde uno No Expande Su Intelecto sino que se Va A La Porra Directamente Sin Pasar Por La Salida. Para comprender toda religión es imprescindible saber que a los dioses les divierte ver a las niñas saltando a la comba con alambres de púas.

La magia es lo que mantiene la consistencia del Mundodisco, es una magia generada por su mismo girar, una magia entretejida como hilos de seda a la estructura subyacente de su existencia, una magia que sutura las heridas de la realidad.

Buena parte de ella termina en las Montañas del Carnero, que se extienden desde las llanuras heladas cercanas al Eje, atraviesan los archipiélagos y llegan hasta los mares cálidos que se vierten interminablemente al espacio por el Borde.

La magia pura es invisible, pero crepita de cumbre en cumbre, y se entierra en las montañas. De las Montañas del Carnero ha surgido la mayor parte de los magos y brujas del mundo. En las Montañas del Carnero, las hojas de los árboles se mueven incluso cuando no hay brisa. Las rocas pasean antes de cenar.

Hasta la tierra, de vez en cuando, parece viva...

Y en ocasiones, también el cielo.

La tormenta estaba azotando con todo su entusiasmo. Aquélla era su gran oportunidad. Se había pasado años de gira por provincias, haciendo funciones para conseguir experiencia, consiguiendo contactos, y sólo de vez en cuando asaltando a pastores distraídos o hendiendo pequeños robles. Ahora, un hueco en el escalafón del tiempo le había dado su gran oportunidad, y la tormenta se esforzaba al máximo con la esperanza de que la viera alguno de los climas importantes.

Era una buena tormenta. Ponía auténtica pasión en su trabajo, pero sin olvidar la eficacia, y los críticos opinaban que, en cuanto aprendiera a controlar un poco mejor sus truenos, no tardaría en ser una tormenta para tener en cuenta.

Los bosques rugieron sus aplausos, y se llenaron de nieblas y hojas desprendidas.

En noches como ésta, los dioses, según se ha señalado ya, juegan a cosas que no son el ajedrez con los destinos de los mortales y los tronos de los reyes. Es importante recordar que siempre hacen trampas, del principio al final.

Un coche de caballos recorría a toda velocidad el tortuoso sendero del bosque, se tambaleaba con violencia cuando las ruedas tropezaban en las raíces de los árboles. El conductor azuzaba a los animales, el crujido desesperado de su látigo proporcionaba un interesante contrapunto al rugir de la tempestad.

Tras él (muy poco por detrás, y acercándose) había tres jinetes encapuchados.

En noches como ésta se llevan a cabo acciones malvadas. También buenas, claro. Pero las malas ganan de largo.

En noches como ésta, las brujas cruzan las fronteras.

Metafóricamente hablando, claro. Porque no les gusta la comida de fuera, el agua no es de confianza, y los chamanes son unos mandones. Pero la luna llena se divisaba entre los jirones de nubes, el aire estaba poblado de susurros, y todo apuntaba hacia la magia.

En su claro, desde donde se divisaba el bosque, así hablaron las brujas:

—El martes me toca hacer de canguro —dijo la que no llevaba sombrero, sino una masa de rizos blancos tan espesa que parecía un casco—. Para el pequeño de Jason. Me va mejor el viernes. Date prisa con el té, querida, estoy seca.

La más joven de las tres dejó escapar un suspiro, y vertió parte del agua hirviendo del caldero en una tetera.

La tercera bruja le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.

—Lo dijiste muy bien —le aseguró—. Sólo hay que trabajar un poco más los aullidos. ¿No te parece, Tata Ogg?

—Claro, claro, los aullidos son muy útiles —se apresuró a asentir Tata Ogg—. Ya veo que Abuela Whemper, quenpazdescanse, te ayudó mucho en lo de bizquear.

—Son unos bizqueos muy buenos —la apoyó Yaya Ceravieja.

La bruja más joven, que se llamaba Magrat Ajostiernos, se tranquilizó visiblemente. Admiraba mucho a Yaya Ceravieja. En las Montañas del Carnero, todo el mundo sabía que la señora Ceravieja no aprobaba nada demasiado. Si ella decía que era un buen bizqueo, es que Magrat se había mirado las fosas nasales como mínimo.

A diferencia de los magos, que son fanáticos de las jerarquías, y cuanto más complicadas mejor, a las brujas no les va mucho eso de la estructuración en la carrera profesional. De cada una depende educar a una niña de su zona para que se encargue de todo cuando ella muera. Las brujas no son gregarias por naturaleza, al menos con otras brujas. Y, desde luego, no tienen líderes.

Yaya Ceravieja era la más respetada de las líderes que no tenían.

A Magrat le temblaban un poco las manos mientras preparaba el té. Todo era muy gratificante, claro, pero también resultaba algo tenso iniciar su vida laboral como bruja de pueblo entre Yaya y Tata Ogg, que vivía al otro lado del bosque. Había sido idea suya crear los aquelarres. Le parecía más..., bueno, más oculto. Para su sorpresa, las otras dos asintieron, o al menos no disintieron demasiado.

—¿Aquel padre? —había dicho Tata Ogg—. ¿Para qué demonios queremos otro padre? Yo ya ni me acuerdo del mío.

—Un aquelarre, Gytha, un aquelarre —le había explicado Yaya Ceravieja—. Ya sabes, como en los vie

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