Imágenes en Acción (Mundodisco 10)

Terry Pratchett

Fragmento

Observad...

Esto es el espacio. A veces lo llaman «La última frontera». (Excepto que no se puede tener una última frontera, por supuesto, ya que no sería fronteriza con nada. Pero tal y como están las fronteras, esta es bastante penúltima...)

Y, destacada contra el gran manto de estrellas, pende una nebulosa, vasta y negra, una gigante roja que brilla como la locura de los dioses...

Y entonces el brillo se percibe como el reflejo en un ojo enorme, y queda eclipsado por el parpadeo de ese ojo, y la oscuridad mueve una aleta, y Gran A’Tuin, la tortuga estelar, sigue nadando por el vacío.

Sobre su caparazón hay cuatro elefantes gigantescos. Algo reposa sobre sus lomos. Es algo bordeado de cataratas, centelleante bajo su solecillo orbital, con las majestuosas montañas que rodean su Eje helado. Es el Mundodisco, mundo y espejo de mundos.

Casi irreal.

La realidad no es algo digital, un estado de encendido o apagado, sino analógica. Algo gradual. En otras palabras, la realidad es una cualidad que poseen las cosas de la misma manera que poseen peso, por poner un ejemplo. Algunas personas son más reales que otras. Se ha llegado a calcular que, en un planeta dado, hay tan solo unas quinientas personas reales, y por eso no dejan de encontrarse accidentalmente unas con otras.

El Mundodisco es tan irreal como puede ser algo lo suficientemente real como para existir.

Y lo suficientemente real como para tener unos problemas muy reales.

A unos cincuenta kilómetros en dirección dextro de AnkhMorpork, las olas rompían contra la punta de tierra azotada por el viento y cubierta de algas, donde el Mar Circular se reunía con el Océano Periférico.

La colina se divisaba desde varios kilómetros de distancia. No era muy alta, pero se alzaba entre las dunas como un bote volcado, o como una ballena con mala suerte, y estaba cubierta de arbolillos resecos. La lluvia no caía allí si podía evitarlo. Aunque el viento esculpía las dunas a su alrededor, las bajas laderas de la colina nunca perdían su calma eterna, retumbante.

Lo único que había cambiado allí durante cientos de años era la arena.

Hasta ahora.

Una choza rudimentaria, fabricada con tablones arrastrados por la marea, se alzaba en la amplia curva de la playa, aunque la palabra «fabricada» habría sido un insulto para los constructores de chozas rudimentarias de todos los tiempos; si el mar se hubiera limitado a amontonar la madera tal cual llegaba, el resultado habría podido ser mejor.

Y, dentro de la choza, un anciano acababa de morir. —Oh —dijo.

Abrió los ojos y miró a su alrededor, contemplando el interior de la choza. No la había visto con tanta claridad desde hacía diez años.

Luego apartó las piernas... bueno, no las piernas, sino más bien el recuerdo de sus piernas, del camastro de vegetación marina, y se levantó. Salió al exterior, hacia la mañana que brillaba como una piedra preciosa. Le interesó mucho ver que aún vestía la imagen fantasmal de su túnica ceremonial (manchada y llena de remiendos, pero todavía se podía ver que había sido de un color rojo oscuro con bordados de hilo dorado), aunque estaba muerto. Una de dos, pensó, o tu ropa  moría contigo, o a lo mejor te vestías mentalmente por la fuerza de la costumbre.

La costumbre le empujó también hacia el montón de leña que se alzaba a un lado de la choza. Pero, cuando intentó recoger unos cuantos troncos, sus manos los atravesaron.

Maldijo entre dientes.

Solo entonces advirtió la presencia de una figura de pie al borde del agua, mirando en dirección al mar. Apoyaba su peso sobre una guadaña. El viento le agitaba los pliegues de la túnica negra.

Empezó a cojear hacia ella, pero recordó que estaba muerto, y caminó a zancadas. Hacía décadas que no caminaba a zancadas... debía de ser una de esas cosas que, una vez aprendidas, nunca se olvidan.

Antes de que recorriera la mitad de la distancia que le separaba de la figura, esta le habló.

Deccan Ribobe —dijo.
—Servidor. Último Guardián de la Puerta.
—Pues supongo que sí.

La Muerte titubeó. ¿Lo eres, sí o no?

Deccan se rascó la nariz. Claro, pensó, uno tiene que poder tocarse a sí mismo. Si no, se desperdigaría por todas partes.

—Técnicamente hablando, al Guardián le tiene que investir la Suma Sacerdotisa —explicó—. Y hace miles de años que no hay Sumas Sacerdotisas. Así que mira, lo aprendí todo del viejo Tento, el que vivía aquí antes de que llegara yo. Un día fue y me dijo, «Deccan, me parece que me voy a morir, así que ahora te toca a ti, porque si no queda nadie que se acuerde bien todo empezará de nuevo, y ya sabes lo que eso significa». Hasta ahí, todo claro. Pero investidura, lo que se dice investidura, en plan ceremonial y como está mandado, no hubo ninguna.

Alzó la vista hacia la colina arenosa.
—Solo estábamos él y yo —siguió—. Y luego, solo yo, solo quedé yo para recordar Holy Wood. Y ahora...

Se llevó la mano a la boca.

 —Raaayoooos —gimió.

Sí —asintió la Muerte.

No sería correcto decir que una expresión de pánico pasó por el rostro de Deccan Ribobe, porque en aquel momento su rostro se encontraba a varios metros de distancia y estaba congelado en una sonrisa eterna, como si por fin hubiera entendido el chiste. Pero su espíritu estaba de lo más preocupado.

—Es que, verás... —se apresuró a añadir—, aquí no viene nadie nunca, ¿sabes?, aparte de los pescadores de la bahía de al lado, claro, pero no hacen más que dejar el pescado y largarse a toda prisa por eso de las supersticiones, y la verdad es que no podía salir por ahí a buscar un aprendiz, había que mantener encendidos los fuegos, entonar los cánticos, todo eso...

Sí. —... es una responsabilidad terrible ser el único capaz de hacer tu trabajo...

Sí —asintió la Muerte.
—Claro, ya me imagino que no te estoy contando nada que no sepas.

No. —Es decir, tenía la esperanza de que naufragara algún barco cerca de aquí, o de que viniera alguien buscando un tesoro. Así yo le explicaría las cosas tal como me las contó el viejo Tento, le enseñaría los cánticos, dejaría todos los asuntos arreglados antes de morir...

¿Sí? —Supongo que no habrá alguna manera de...

No. —Ya me parecía a mí —suspiró Deccan.

Contempló las olas que venían a estrellarse contra la playa. —Hace miles de años, aquí había una ciudad enorme —dijo—. Ahí donde está el mar, ahí mismo. Cuando hay tormentas, aún se pueden oír las viejas campanas de los templos resonando bajo el agua.

Lo sé. —Yo solía sentarme aquí fuera, en las noches de viento,  solo a escuchar. Me imaginaba a todos los muertos de ahí abajo, haciendo sonar las campanas.

Y ahora tenemos que irnos.
—El viejo Tento dijo que había algo bajo la colina que podía obligar a la gente a hacer cosas. Algo que metía ideas raras en la cabeza a la gente —dijo Deccan, siguiendo de mala gana a la figura, que había echado a andar—. La verdad es que a mí nunca se me ocurrió ninguna idea rara.

Pero es que tú eras el que entonaba los cánticos —señaló la Muerte.

Chasqueó los dedos.

Un caballo dejó de pastar en la escasa hierba que crecía en la duna, y trotó hacia la Muerte. A Deccan le sorprendió ver que dejaba las huellas de los cascos en la arena. Había esperado más bien chispazos, o al menos roca fundida.

—Eh... —empezó—, ¿puedes decirme... eh... qué pasará ahora?

La Muerte se lo dijo.
—Es lo que pensaba —respondió Deccan, sombrío.

En la cima de la pequeña col

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