El Segador (Mundodisco 11)

Terry Pratchett

Fragmento

uno de ellos clavara el cuchillo hasta el mango en el pecho abombado de Windle.

El mago miró el instrumento.
—¡Eh! ¡Que esta era mi mejor túnica! —gritó—. ¡Quería que me enterraran con...! ¡Mirad lo que habéis hecho! ¿Sabéis lo difícil que es zurcir la seda? Mirad, mirad... y esto no hay quien lo cosa...

Se quedó escuchando. No se oía más sonido que el de las pisadas, ya lejanas, pero todavía apresuradas.

Windle Poons se arrancó el cuchillo del pecho.
—Podría haberme matado —murmuró al tiempo que lo tiraba a un lado.

En el sótano, el sargento Colon recogió uno de los objetos que se encontraban desperdigados en grandes montones por el suelo.

—Debe de haber miles —señaló Ruina, tras él—. Me gustaría saber quién los ha puesto aquí.*

El sargento Colon no dejaba de dar vueltas al objeto entre sus manos.

—Nunca había visto cosas semejantes —dijo. Lo sacudió. Su rostro se iluminó—. Es bonito, ¿no?

—La puerta estaba cerrada, como siempre —insistió Ruina—. Y estoy al día con los pagos al Gremio de Ladrones.

Colon sacudió el objeto de nuevo.

* Aunque en el Mundodisco no son muy habituales, es cierto que existen los anticrímenes, siguiendo la norma fundamental según la cual, en el Multiverso, todo tiene su opuesto. Obviamente, los anticrímenes son escasos. Por el simple hecho de dar algo a alguien, no se está cometiendo un antirrobo. Para que exista un anticrimen, hay que hacerlo de tal manera que cause ultraje y/o humillación a la víctima. Existen, por ejemplo, los asaltos-con-reparación-de-la-propiedad, las antidifamaciones (como en los discursos de las fiestas de jubilación), el antichantaje (como amenazar con revelar a los enemigos de un mafioso sus donativos secretos para obras de caridad). Los anticrímenes nunca se han puesto muy de moda.

—Muy bonito —repitió.
—¿Fred?

El sargento Colon, fascinado, miraba cómo caían los diminutos copos de nieve dentro de la pequeña esfera de cristal.

—¿Mmm?
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Ni idea. Supongo que son tuyos, Ruina. Aunque, la verdad, no entiendo por qué ha querido nadie deshacerse de ellos.

Se volvió hacia la puerta. Ruina se interpuso en su camino. —Entonces, son doce peniques —dijo con voz amable. —¿Qué?
—Doce peniques. Por el que te acabas de guardar en el bolsillo, Fred.

Colon se sacó la esfera del bolsillo.
—¡Anda ya! —protestó—. ¡Si tú te los has encontrado! ¡No te han costado nada!

—Sí, pero está la cuestión del almacenamiento... el embalaje...

—Dos peniques —replicó Colon a la desesperada. —Diez peniques.
—Tres peniques.
—Siete peniques... y voy a la ruina, para que lo sepas. —Hecho —suspiró el sargento, de mala gana.

Sacudió una vez más la esfera.
—Muy bonito, desde luego —dijo.
—Vale lo que cuesta —asintió Escurridizo. Se frotó las manos, esperanzado—. Seguro que se venden como churros, ¿no crees? —dijo al tiempo que cogía un puñado y los metía en una caja.

Cerró la puerta cuando salieron.

En la oscuridad, algo hizo plop.

Ankh-Morpork siempre ha tenido fama y tradición por la bienvenida que da a seres de todas las razas, colores y formas, siempre que traigan dinero para gastar y un billete de vuelta.

Según la popular publicación del Gremio de Comerciantes, Bienbenido a Ankh-Morporke, ciudad de las mil sorpresas: «Tú, nuestro visitante, recibirás una Calurosa Bienbenida en las numerosas tavernas y hostales de esta Antiquísima Ciudad, en la que muchos establecimientos de restauración se esfuercan en satisfacer los gustos del que yega de lejos. Ya seas hombre, troll, enano, duende o gnomo, Ankh-Morporke alzará su Copa contigo y exclamará: ¡Salud! ¡Sí, tú, el de allá! ¡Te toca pagar la próxima ronda!».

Windle Poons no sabía adónde iban los no-muertos cuando querían divertirse. Todo lo que sabía, y lo sabía a ciencia cierta, era que, si se lo podían pasar bien en algún lugar, seguramente podrían hacerlo en Ankh-Morpork.

Su andar trabajoso le llevó hacia la zona interior de las Sombras. Solo que, ahora, ya no era tan trabajoso.

Durante más de un siglo, Windle Poons había vivido entre los muros de la Universidad Invisible. Desde la perspectiva de los años acumulados, había vivido mucho tiempo. Desde la perspectiva de la experiencia, tenía unos trece años.

En aquellos momentos, estaba viendo, oyendo y oliendo cosas que no había visto, oído ni olido jamás.

Las Sombras era la zona más antigua de la ciudad. Si se pudiera hacer una especie de mapa en relieve de la pecaminosidad, la maldad y la inmoralidad generalizada, como esas representaciones del campo gravitatorio en torno a un agujero negro, entonces, incluso en Ankh-Morpork, las Sombras estarían representadas por una columna. De hecho, las Sombras se asemejaban notablemente al fenómeno astronómico antes mencionado: tenían una cierta atracción poderosa, de allí no salía ninguna luz y, desde luego, podía convertirse en un portal hacia otro mundo. Hacia el otro.

Las Sombras eran una ciudad dentro de la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de gente. Figuras encubiertas, casi ocultas bajo sus capotes, pasaban sigilosamente junto a él. Por el hueco de escaleras que se hundían en el suelo se elevaba una música extraña. Y también le llegaban olores pronunciados, excitantes.

Poons pasó junto a tiendas de comida para duendes, y vio bares de enanos de los que salían los sonidos para las canciones y las peleas, dos actividades que los enanos generalmente practicaban al mismo tiempo. Y también había trolls, que se movían entre las multitudes como... bueno, como gente enorme moviéndose entre gente pequeña. Y no caminaban tambaleándose.

Hasta entonces, Windle solo había visto trolls en las zonas más selectas de la ciudad,* donde se movían con exagerada cautela por si, accidentalmente, aporreaban a alguien hasta matarlo y luego se lo comían. En las Sombras caminaban a zancadas, con las cabezas bien altas, tanto que casi les sobresalían por encima de las paletillas.

Windle Poons se movía entre la multitud como una bola mal lanzada en una máquina de millón. Aquí, una ráfaga de humo estruendoso procedente de un bar le lanzaba de vuelta a la calle; allá, un portal discreto que prometía placeres inusuales y prohibidos le atraía como un imán. En la vida de Windle Poons no había habido demasiados placeres, ni siquiera de los usuales y permitidos. En una puerta iluminada por una luz rosada, algunos dibujos esquemáticos le dejaron todavía más desconcertado, pero con unas ganas increíbles de aprender pronto.

Dio vueltas y más vueltas por la zona, agradablemente atónito.

¡Qué lugar! ¡A tan solo diez minutos andando o quince minutos tambaleándose de la Universidad! ¡Y él ni siquiera había sabido que existía! ¡Cuánta gente! ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta vida!

Algunas personas, de diferentes formas y especies, tropezaron con él. Una o dos empezaron a decir algo, pero cerraron las bocas a toda velocidad y se alejaron precipitadamente.

* O sea, en cualquier zona que no fuera Las Sombras.

Todos iban pensando... ¡sus ojos! ¡Como taladros!

Y, entonces, una voz se dirigió a él desde la penumbra de un edificio.

—¡Hola, machote! ¿Quieres pasarlo bien?
—¡Oh, ! —respondió Windle Poons, embriagado ante tantas maravillas—. ¡Oh, sí! ¡Sí!

Se dio media vuelta.
—¡Mierda!

Se oyó el ruido de unas pisadas que se alejaban apresuradamente por un callejón.

Windle se quedó mustio.

Obviamente, la

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