Al principio del mundo, eran cinco.
Primero fue Caelis, el dios del Éter, invisible a los ojos, el espacio vacío en el que nadie pensaba. Allá donde se formaba la materia, él era apartado sin más.
Su canción de barítono estaba repleta de sustancia y, al mismo tiempo, totalmente desprovista de ella. Era un eco distante que recorría el espacio vacío entre los soles cercanos y lejanos, de una intensidad imperceptible por muy alto que la cantara.
Desesperado por que alguien le hiciera caso, fue él quien ofreció un lienzo en blanco para que los demás lo pintasen.
Bulder, el dios de la Tierra, modeló la esfera con un grito a pleno pulmón, creando un globo recio que no giraba. Un mundo con una mitad bañada por luz solar y salpicada de una ola de arena color óxido, y otra sumida en una oscuridad tan profunda que calaba incluso en las piedras y lo pintaba todo de negro.
Con palabras contundentes y monótonas, Bulder esculpió el terreno y creó hondonadas, elevaciones y grietas en el mundo. Forjó una muralla que atravesaba La Bruma, donde la luz solar y la sombra se negaban a encontrarse, convirtiendo el cielo en un eterno trazo de color rosa, lila y dorado.
La diosa del Agua fue la siguiente.
Rayne cayó sobre la tierra en miles de millones de anhelantes lágrimas de amor no correspondido, encharcando así las hondonadas de Bulder y llenando desfiladeros con sus desbordados sentimientos. Sobre la zona sombría, descendió como un tamborileo de grandes copos de nieve y cubrió las escarpadas montañas con su gélido abrazo.
Su amor era un vociferante torrente, el profundo y estremecedor gemido de una avalancha, el casi silencioso grito de la llovizna.
Su apenada canción era muy diferente a la de su hermana Clode, la diosa del Aire, que se situaba al límite de una locura inconmensurable. Su voz era una cinta de seda, suave al tacto, a no ser que se ladease y te rebanara con su filo.
Sus susurros atravesaban ramas abarrotadas de hojas y las sacudían en un baile seductor. Sus violentos chillidos desgarraban los rincones escarpados a una velocidad vertiginosa por el simple hecho de que le gustaba ese sonido. Incapaz de soportar la sombría quietud de Rayne, los impetuosos aullidos de Clode a menudo transformaban El Loff en una masa agitada que rompía contra la orilla como al compás de un tambor.
Ignos sentía devoción por Clode. El dios del Fuego se alimentaba de ella, la consumía.
La amaba tanto que no podía respirar sin ella.
La ardiente canción de Ignos transmitía un ansia feroz y una avaricia apasionada, pero a Clode no podían domesticarla esas furibundas emociones, por más que él hiciera arder junglas y le diese humo con el que danzar. Por más que fundiera fragmentos de las piedras de Bulder hasta convertirlos en ríos rojizos, desesperado por impresionarla con explosiones volcánicas que zarandeaban el cielo.
Atado a su triste soledad, Caelis lo observó todo, celoso de la capacidad de los demás Creadores por ser vistos, tocados y oídos, pero agradecido por formar parte de algo.
De lo que fuese.
Y contempló en silencioso asombro cómo florecía la vida en el frondoso y fértil lienzo al que había regalado su vacío. Una variada cacofonía de seres que salpicaban la tierra y la nieve y la arena, algunos con un oído más afilado aún que la punta de sus orejas, que les permitían oír las otras cuatro canciones elementales. Unas cuantas de esas criaturas aprendieron los lenguajes de los dioses y empezaron a hablarlos.
Y en ellos hallaron poder.
Otros devoraron un libro plateado que, según algunos, había escrito Caelis en su desesperación por ser escuchado. Encontraron una forma distinta de poder en esas runas que nadie era capaz de leer ni pronunciar y descubrieron que esas extrañas marcas tenían multitud de usos: curaban huesos, hechizaban la sangre, encantaban objetos…
Numerosos seres poblaban todos los rincones del mundo, pero no había ninguna criatura de la que los Creadores estuvieran más orgullosos que de las enormes bestias aladas que dominaban el cielo.
Los dragones.
Volaban por encima de las cumbres en apariencia inhabitables de La Llama, donde los duros rayos del sol chamuscaban la piel de cualquiera hasta cubrírsela ronchas y ampollas. Era allí donde crecían los siegasables, unas bestias grandes y corpulentas con escamas de color negro, bronce y rojo. Tenían una personalidad fiera que resultaba inigualable.
Hicieron de Gondragh su tierra de anidación.
Algunos seres eran lo bastante valientes como para aproximarse, asaltar el nido y robar un huevo.
Valientes… o estúpidos.
Menos veleidosos que sus lejanos parientes, los fundefauces encontraron un hogar en La Bruma. En Bhoggith, concretamente, una zona pantanosa cubierta de bruma que lo engullía casi todo con sus ciénagas lodosas y sulfúricas.
Sus picos eran lo bastante afilados como para asestar cuchilladas, y sus garras, igual de letales. Cubiertos de plumas tan coloridas como el cielo siempre vibrante de la parte del mundo que habitaban, no había dos fundefauces que lucieran la misma gloriosa gama cromática.
Para robar un huevo de fundefauces, también había que ser valiente o estúpido, pero quizá un poco menos.
En Netheryn, sin embargo, era casi imposible adentrarse. Allí era donde habían elegido anidar los etéreos y astutos plumalunas.
Al estar en el punto más alejado del sol, Netheryn era la zona más oscura de La Sombra, donde hacía un frío tan intenso que volvía lenta y viscosa la sangre de la mayoría de las criaturas. Pero no la de los plumalunas, con una piel luminosa, gélida al tacto, largas colas sedosas y ojos brillantes y negros.
Rodeados de nieve, hielo y un silencio voraz que engullía todos los sonidos y, luego, los escupía en forma de rugido de advertencia, los plumalunas prosperaban y cada vez eran más numerosos, fuertes y resplandecientes.
Solamente aquellos tan impulsivos como Clode o con suficiente poder para protegerse se arriesgaban a intentar robar un huevo de plumaluna.
La mayoría de ellos fracasaban, derrotados por aquella tierra hostil o por las imponentes y agresivas bestias.
Unos cuantos lo lograron, un grupo venerado que usaba a los dragones para librar guerras a fin de que nacieran nuevos reinos.
Sin embargo, conforme los castillos se volvían más altos que las montañas y los reyes y las reinas decoraban sus coronas con joyas más grandes y centelleantes, la gente fue aprendiendo a derramar sangre de dragón.
Y así se terminó la vida eterna de muchos plumalunas, fundefauces y siegasables.
Los Creadores jamás esperaron que sus queridos dragones, al llegar su fin, ascendieran a los cielos. Tampoco que se enroscaran en forma de esfera allá donde la gravedad no podía alcanzarlos y llenaran el firmamento de tumbas… De lunas.
Y, desde luego, jamás esperaron que cayeran poco después de alcanzar su elevada posición. Ni que se estrellaran en el mundo con un azote de fatalidad que amenazaba con devastar todo lo que había llegado a surgir.
Clode, Rayne, Ignos y Bulder necesitaron siete caídas lunares para darse cuenta de que el culpable era Caelis. Que su espacio vacío, que ansiaba llenarse, era lo bastante fuerte como para sacar a un dragón de su lugar de descanso y arrancarlo del cielo.
Aún necesitaron otra caída lunar más para urdir un plan que tenía la intención de salvar el mundo que tanto amaban.
Esgrimiendo promesas vacías y desleales, atrajeron a Caelis hasta su trampa y lo capturaron.
Y lo sometieron.
Entonaron sus afiladas, ardientes y desgarradoras canciones y fragmentaron la esencia de Caelis en trozos lo bastante pequeños como para atraparlos en una jaula de cristal de ébano no más grande que una semilla, conocida a partir de entonces como Piedra Éter. Unos cuantos hilos del manto plateado de Caelis se desprendieron mientras forcejeaba y se resistía, pero los demás Creadores no se preocuparon por juntarlos y permitieron que se amarrasen a los dos polos del mundo. Surgió así una aurora luminosa que daba vueltas alrededor del globo y que permitía que la gente tuviera un punto de referencia para marcar el paso de sus daes y duermevelas.
El mismo Caelis terminó engarzado en una extraordinaria diadema, embellecida con una colección de runas de una fuerza maliciosa suficiente para mantenerlo atrapado en el interior de la piedra eternamente, siempre y cuando las runas tuvieran algo de lo que alimentarse.
Un guardián.
Así fue como un poderoso guerrero feérico conocido por su vigor y por su sabiduría, recibió un regalo de los propios Creadores: un poder inmenso que le permitiría de colocarse la Piedra Éter sobre la frente y seguir conteniendo a Caelis. Un regalo que pasó de generación en generación en su familia, como cantos rodados saltando sobre el agua.
Transcurrieron muchos ciclos aurorales y muchas más lunas poblaron el cielo…
Y permanecieron ahí.
Al final, reinó la paz, a pesar de que un buen número de tragedias y de muertes inoportunas engulleron el origen catastrófico de la Piedra Éter. El significado de su existencia pasó a ser un mito confuso que se contaba en las hogueras o que se cantaba a los bebés para acallar sus berrinches.
Hasta que hubo una nueva salida auroral y por primera vez en más de cinco millones de fases…
Cayó otra luna.
Raeve
CAPÍTULO 1
5.000.165 fases después de la Piedra
Echo los hombros hacia delante para cambiar de postura y que parezca que estoy molida.
Y asustada.
Doblo un recodo y llego al descansillo a los pies de las escaleras, perseguida por una alondra de papel que aletea tan cerca que me sorprende que no me dé un golpecito para que la coja en el aire.
Mientras le doy vueltas al fino anillo de hierro que llevo en el dedo corazón, alzo la vista hacia el guardia armado hasta los dientes que bloquea el túnel oscuro que se extiende tras él. Está cruzado de brazos y su cabeza rapada casi roza el techo abovedado. Tiene a una bandada de pájaros de papel rondando junto a la puerta que se alza a su espalda. Mide el doble que yo y luce un ceño fruncido que parece estar tallado de forma permanente en su rostro.
Su mirada reprobadora se clava en el pequeño corte de mi oreja izquierda, cerca de la estrecha punta, como si alguien de boca pequeña me hubiera pegado un mordisco.
Es mi muesca.
—Sin ficha, no entra nadie —masculla. Me está tratando al instante por una criatura menor, un nulo, alguien que no oye ninguna de las cuatro canciones elementales.
Me meto una mano en el bolsillo y saco una ficha de piedra que tiene tallada a ambos lados la insignia del prestigioso club, unas fauces de estalactitas que amenazan desde todos los ángulos. Con un ligerísimo temblor, se la tiendo y noto cómo me repasa inquisitivamente de arriba abajo al darle la vuelta a la ficha, gesto con el que su armadura azul hace un ruido metálico.
Tengo curiosidad por saber por qué deja que las alondras revoloteen junto a la puerta en lugar de permitirles entrar, pero la que siempre dice lo que piensa es Raeve, y ahora mismo yo no soy Raeve.
—Me llamo Kemori Daphidone —digo con voz suave y sumisa—. Soy una barda ambulante.
—¿De dónde vienes?
—De Orig.
Un punto de la muralla en el que nunca he estado, pero eso no impedirá que le cuente cosas sin parar si me hace alguna pregunta concreta.
La preparación es mi armadura. O me la pongo o muero.
El guardia inspecciona la ficha y me la devuelve.
—Nada de velo —me gruñe.
Levanto la vista para mirarlo tras mis pestañas con plumas en la punta.
—Mi actuación lo exige. Formo parte del espectáculo. —Saco un rollo de pergamino del bolsillo y se lo tiendo—. Me advirtieron de la norma de no llevar velo y por eso solamente me he cubierto la mitad inferior de la cara.
Con el ceño fruncido, desenrolla el pergamino y analiza con suspicacia mi carta de contrato con una lentitud tan dolorosa que empiezo a notar calambres en el cuello. La impaciencia me carcome por dentro.
Al final, abre mucho los ojos al caer en la cuenta.
—¡Ah! Eres la suplente.
Asiento tímida y recatadamente, aunque lo que de verdad me apetece hacer es estamparle la cabeza contra la pared.
Con fuerza.
El guardia enrolla el pergamino de nuevo y me lo devuelve mientras se echa a un lado para abrir la puerta.
—Tercer piso. Cuidado con el espectro. Siempre tiene un hambre feroz cuando el ciclo auroral llega a su fin.
El estremecimiento que me recorre no es para nada fingido.
Al adentrarme en el cálido y humoso abrazo de El Vacío Voraz, me asalta un intenso olor a almizcle y un ligero rastro de sulfuro. La puerta se cierra tras de mí, dispersando la bandada de pájaros de papel. A través de un túnel oscuro, llego ante la estrecha entrada de una cueva enorme y alta con forma de pulmón pétreo.
Un tramo de escaleras me lleva hasta uno de los numerosos caminos que serpentean entre un montón de manantiales luminosos, de cuyas profundidades turquesas se eleva vapor. La gente está apoyada en los escalones con la cabeza inclinada mientras languidece por el calor envolvente. Un bonito paraíso para quienes cuentan con suficiente poder o influencia política como para mantenerse en el bando privilegiado de la Corona.
Suelto una carcajada amarga.
Aquí resulta fácil fingir que nuestro colorido reino no descansa sobre un lecho de huesos.
Una escalera independiente da al segundo piso, sostenido por pilares musgosos. Me dirijo hacia allí y avanzo por el laberinto de caminos, pero entonces una nube de vapor adquiere forma de criatura pálida y larguirucha con ojos como joyas de ébano.
—Mierda —mascullo deteniéndome.
Girando la cabeza de forma antinatural, el espectro me mira fijamente, olisquea el aire y resopla con gula.
—Vaya, vaya, vaya… Menuda alma más llena y jugosa tienes, ¿no?
«Buf».
—Muy amable por tu parte. Voy a seguir mi cami…
—Hay espíritus que están desesperados por hablar contigo. ¿Qué te parece si me bebo un poco de tu alma? —me pregunta la criatura, y juraría que es como si estuviera salivando—. Así podrás oír todo lo que quieren decirte.
«Ni hablar, gracias».
—Paso.
Efusivamente.
La criatura parece ignorar mi rechazo, pues se inclina hacia delante y reúne jirones de niebla que usa para avanzar en mi dirección, extendiendo sus vaporosos dedos hacia mí.
Me doy media vuelta y me apresuro a tomar otro camino, con el vello de punta. Al mirar hacia atrás, veo al espectro encorvado sobre un hombre que holgazanea junto al borde de un manantial sorbiendo algo oscuro por entre los labios separados.
Un escalofrío me recorre la piel.
Doy gracias en silencio a los Creadores por que los espectros sean poco comunes. Solo acechan en mantos de niebla, donde mordisquean almas a cambio de mensajes de parte de espíritus serviciales.
No se me ocurre nada peor. Estoy convencida de que los muertos que están tan desesperados por hablar conmigo no me van a decir nada bonito.
Aunque no puedo culparlos.
Por suerte, es facilísimo distraer a esos espeluznantes muerdealmas.
Subo las escaleras de dos en dos para alzarme por encima de los hilos de vapor. En cuanto llego al segundo piso, repleto de mesas de escripe, los sonidos de risas y tintineos de copas llegan hasta mí.
La gente está reunida, dando caladas a palos de fumar y bebiendo licores brillantes, con las vitelas del juego bien sujetas junto al pecho. Lanzan los dados y montañas de rocadragón pasan de una mano a otra.
Echo un vistazo de reojo a su atuendo. Unos llevan túnicas coloridas con pedrería, otros visten abrigos a medida, plumas enlazadas en el cabello o abalorios elementales que hacen las veces de pendientes. Es una forma de presumir de su capacidad de oír las distintas canciones de los dioses: el rojo de Ignos, el azul de Rayne, el marrón de Bulder y el transparente de Clode.
Abalorios a un lado, a menudo se sabe desde la otra punta de una estancia quiénes son elementales de alto rango de La Bruma: aquellos que lucen más de diez colores en su vestimenta, como si así resultasen tan imponentes como los vibrantes dragones que dominan los cielos de este reino.
Los majestuosos fundefauces.
Es curioso, porque serían los primeros en derramar la sangre de las bestias si algún dae se acaba la mina de rocadragón.
Voy por la mitad de una estrecha escalera tallada en la pared del fondo cuando una silueta alta y fornida con capa baja a toda prisa.
Me detengo, incapaz de verle el rostro más allá de una fuerte mandíbula cubierta de una barba oscura bien cuidada, ya que la capucha de su capa sume todo lo demás en las sombras.
Él no ralentiza el ritmo, sigue bajando los escalones hacia mí, a pesar de que llevo un vestido de un rojo tan potente que es imposible no verlo.
Casi aprieto los dientes, pero, justo a tiempo, me acuerdo de la corona de metal que llevo en la muela del fondo y evito activar mi arma secreta sin querer.
El hombre apenas cabe en la escalera, con lo cual va a ser complicado que pasemos ambos a la vez sin tocarnos.
Pues qué bien.
«Típica actitud de mierda de los elementales: solo piensan en sí mismos».
Con un suspiro, echo los hombros más hacia delante y me hago a un lado, recordando que soy Kemori Daphidone, una barda que viene de Orig. Estoy molida. Y asustada. Y de ninguna manera estoy aquí para hacer que este hombre tropiece por accidente y caiga por las escaleras.
De ninguna manera.
Con la espalda apoyada en la pared, bajo la vista y espero a que pase por mi lado. Sus pasos se acercan. Tanto, de hecho, que me invade un olor a almizcle y humo mezclado con el de la piedra recién tallada, suavizado con matices de algo apetecible. Me quedo sin aliento, aunque lo recupero enseguida, como si no estuviera dispuesta a desprenderme de ese aroma denso y exquisito que bien podría ser uno de los mejores olores que he percibido jamás.
Se hace a un lado al cruzarse conmigo.
Y se detiene.
Me encuentro bajo su sombra, como si fuera una llama en la oscuridad, con el corazón desbocado en el pecho. Se me acelera más con cada largo segundo que transcurre.
«¿Por qué no se mueve?».
Me alejo más por las escaleras para liberarme de su atmósfera.
—Disculpa.
«Tengo sitios a los que ir y manos que cercenar».
Se oye un rumor en su pecho, como si el sonido intentara brotar de sus labios.
El aire a nuestro alrededor se mueve.
Yo me muevo con él.
Me vuelvo y le sujeto la muñeca a la velocidad del rayo. La tensión corta el aire y bajo la vista a su mano extendida, enorme y con muchas cicatrices, detenida a medio gesto, como si hubiera estado a punto de cogerme el velo y arrancármelo.
Será cabrón.
Aunque no le veo los ojos, noto su mirada penetrante e inquisitiva observándome con tal intensidad que se me llenan los pulmones de piedras. Desplaza su atención al corte redondeado de mi oreja.
Y luego a mis ojos.
Varias palabras afiladas se me agolpan en la boca como si fueran espinas que estoy tentada, muy pero que muy tentada, de escupirle. Y entonces recuerdo que la gente que se revuelve ante elementales de alto rango termina siendo comida de dragón.
Decido tragarme las palabras. Es algo que nunca me sienta bien, por más frecuentemente que deba hacerlo.
Le suelto la muñeca, agacho la cabeza y subo unos cuantos escalones. Tan solo me detengo cuando estoy lo bastante alta como para mirarlo desde arriba y lo bastante lejos como para estar menos tentada de darle un puñetazo en la garganta por haber pensado que podía quitarme el velo.
—Pido disculpas —mascullo intentando sonar sumisa. Y fracaso estrepitosamente—. El velo forma parte de mi actuación.
Se hace un silencio denso como un sirope pegajoso.
«Muévete, Raeve».
Ya fuera de su alcance, me vuelvo y subo las escaleras deprisa.
No miro hacia atrás y enseño mi pergamino y mi ficha a la segunda ronda de guardias de rostro imperturbable, uno de los cuales se separa del resto para acompañarme al escenario. Me guía por la oscura guarida, envuelta en el aroma del humo de turba y de la hidromiel, donde quedo impactada por el cambio considerable de atmósfera.
Del techo, descienden colmillos de piedra, dividiendo el espacio en segmentos abovedados, bañados por el resplandor rojizo de varios candelabros de pared. Unos reservados tenuemente iluminados forran las paredes exteriores, ocultos detrás de gruesas cortinas para ofrecer intimidad a aquellos que la deseen. Los sirvientes, nulos, se deslizan por el espacio con bandejas llenas de jarras de hidromiel y otras bebidas brumosas que entregan a alegres elementales reunidos alrededor de las mesas de piedra que se encuentran repartidas por el lugar.
Protegida por la sombra del guardia, lanzo una mirada astuta a los eclécticos clientes. La frustración me roe los nervios al no ver la cara que ando buscando.
«Que esté en uno de los reservados, por favor».
El guardia me dirige hasta una tarima central rodeada por numerosas estalagmitas que asemejan los barrotes de una jaula y casi me echo a reír, porque no me habría podido imaginar algo que fuese más perversamente apropiado.
En ella, una mujer de silueta delicada está sentada en un taburete. Sostiene un violín blanco con grabados de runas luminosas que probablemente sirvan para transportar el sonido del instrumento. Lleva un vestido sencillo parecido al mío, pero el suyo es azul y mucho más holgado, debido al leve abultamiento de su vientre de embarazada.
Con los ojos cerrados, toca una melodía melancólica mientras del techo abovedado caen copos de luz blanca, como si estuviera nevando. Estos se posan sobre la cascada de su pálido cabello, donde se extinguen.
Tras darle las gracias al guardia, subo a la tarima y me siento en un taburete junto a la artista. Su ritmo va in crescendo mientras me pongo a buscar una vara amplificadora.
—El runi está trabajando en ello —susurra. Baja el violín y me mira con unos penetrantes ojos verdes enmarcados por pestañas rematadas con plumas azules—. En el último ciclo, se entrecortaba.
«Ah».
—Pero no creo que tarde. Me llamo Levvi, por cierto.
—Yo Kemori Daphidone, soy barda ambulante y vengo de Orig.
Me dirige una sonrisa amistosa que se desvanece un poco al clavar la vista en algo que hay tras de mí.
Se me desboca el corazón cuando un hombre pelirrojo pasa por delante avanzando entre la multitud, vestido con un impoluto abrigo sanguíneo, cuyo color emula a la perfección el abalorio elemental rojo que exhibe con fanfarronería.
Siento una oleada de alivio y el ansia me lleva a apretar los puños y aflojarlos.
«Tarik Relaken».
Nos observa a ambas y contempla con lascivia mis pechos enfundados en un corsé antes de dirigirse hacia un reservado ocupado por otros tres hombres. Deja la cortina abierta y se entrega a una animada conversación, lanzando una mirada en mi dirección de vez en cuando, vistazos con los ojos entrecerrados que hacen que me sienta un trozo de carne bien presentado al que le encantaría hincar el diente.
«Te veo, gilipollas».
Me fijo en una figura que avanza por la oscura estancia. Es el hombre con capa con el que me he topado en las escaleras.
Se me cae el alma a los pies.
Deja atrás a otros clientes y se encamina hacia un reservado vacío mientras mi mente se convierte en un caos.
Antes, cuando casi me ha derribado al bajar por las escaleras, parecía tener mucha prisa. Pero ha regresado. ¿Por qué?
¿Por trabajo? ¿Por curiosidad? ¿O en las escaleras se ha formado una impresión equivocada de mí?
Por todos los Creadores, ¿por eso ha vuelto? ¿Porque le gusta rebajarse con nulas y espera encontrar fácilmente a alguien con quien echar un polvo?
Gira la cabeza en mi dirección y examina la mitad superior de mi rostro como si me acariciara con un pincel de cerdas suaves, tensando el aire entre nosotros.
Contengo un gemido.
Me he esforzado mucho para que aprobaran esta operación. Para mí lo significa todo. Si ese cabrón desbarata nuestros planes, urdidos con esmero, puede que no tengamos otra oportunidad durante quién sabe cuánto tiempo. Y eso asumiendo que se llegara a aprobar otro intento.
—¿Eres nueva, cielo? No te había visto antes por aquí.
Me obligo a suavizar la expresión y me vuelvo hacia Levvi, cuya muesca de nula está a la vista, en la oreja que asoma entre su densa cabellera.
—Estoy sustituyendo a alguien.
—Ya veo. —Barre la estancia con la mirada y apenas mueve los labios al susurrar—: ¿Ves al hombre pelirrojo que acaba de pasar por delante? Se llama lord Tarik Relaken. Mantente alejada. Muchos artistas atraen su atención y terminan desapareciendo.
—¿En serio? —Abro mucho los ojos con fingido asombro.
Ella asiente con la cabeza.
—Entre el color de tu vestido, tu actitud modesta y tu largo pelo negro… —Vuelve a mirarme de arriba abajo—. Eres su tipo.
No le respondo que de eso se trata.
Es mi esperanza.
Por lo menos, lo era hasta que me he ganado un admirador encapuchado que me contempla desde el fondo de la estancia cruzado de brazos y recostado en la mesa de un reservado vacío.
—Hay un motivo por el que en este sitio siempre necesitan reclutar a nulos, y no es solo porque el jornal sea una mierda —masculla sonriéndome con amargura.
No me molesto en preguntarle por qué sigue aquí, ya que su abultado vientre es respuesta suficiente. En Gore, aparte de trabajar en las minas, hay pocas opciones para que un nulo se gane la vida. No es lugar para una embarazada. La gente hace lo que puede para apañárselas, aunque eso signifique cruzar la estrecha línea que separa una existencia segura de una llena de peligro.
—Te agradezco la advertencia —murmuro pensando en el misterioso soplo que por lo visto ha recibido Sereme al comienzo del dae, cuando nuestros planes empezaban a ponerse en marcha. Me pregunto si ha sido Levvi, demasiado asustada como para ensuciarse las manos viéndose involucrada con los Fíur du Ath y nuestros planes, justos pero sangrientos.
No me extrañaría.
No existe una manera más fácil de enfurecer al tirano de nuestro rey que cooperar con sus enemigos.
Un runi se nos acerca, con una túnica blanca que cubre su esbelto cuerpo y con el pelo oscuro recogido en un moño bajo. Como me mira altivo, bajo la vista hasta el único botón que le mantiene sujeta la ropa. El símbolo de un punzón de grabado sobre la pieza de madera redonda significa que es capaz de grabar runas básicas.
Por la forma en la que me contempla, me hubiera esperado que tuviera dos o tres. Quizá un don especial como el de los sanguirios u otra habilidad igual de espectacular. O, por lo menos, que su botón de grabado no sería tan básico y estaría hecho de plata o de oro.
«Ojalá pudiera decirlo en voz alta».
Sin embargo, me limito a aceptar la vara amplificadora, agachando la cabeza con recato, y rodeo con las manos sudadas el hueco bastón metálico cubierto de puntitos y espirales que emiten su propio resplandor.
Echo otro vistazo a Tarik Relaken y aprieto los dientes al concentrarme de nuevo en el admirador encapuchado, al que obviamente no tenía en cuenta, sintiendo que me embarga la inquietud.
—¿Estás bien?
«No».
Una alondra de papel revolotea sobre el escenario, baja el pico, pliega las alas y cae directamente sobre mi regazo.
—Nunca he cantado delante de una multitud tan grande —murmuro guardándome el mensaje para leerlo más tarde.
—Entiendo —dice Levvi al tiempo que me dedica una sonrisa reconfortante—. La mayoría de ellos están demasiado absortos en sí mismos como para fijarse en nosotras. —Levanta el violín y se apoya la base contra la parte inferior del cuello—. ¿Conoces La balada de la luna caída?
Me quedo fría cuando un recuerdo se abre paso en los confines de mi mente, desprovisto de emoción, de belleza.
De dolor.
El fantasma de algo que a duras penas consigo comprender, cuyo cadáver yace en mi gélido interior, un lugar dentro de mí que es enorme, como las llanuras de Ergor, por las que una vez caminé sola, con manchas de la sangre congelada de otra criatura adheridas a mi cuerpo esquelético.
—Sí —contesto con voz áspera—. Conozco muy bien esa canción.
Levvi pasa el arco por encima de las cuerdas de pelo de cola de plumaluna, que resplandecen en la penumbra, para hacer sonar la primera nota, tan larga y profunda que es casi tangible. Toca las siguientes con tanta pasión que es como si ella misma hubiera escrito la melodía.
Como si las bonitas palabras de la fábula se hubieran labrado con las cenizas de su propio pasado enjaulado.
Me llevo el amplificador a los labios cubiertos y me lleno los pulmones. Me remuevo un poco para que el puñal oculto en mi corpiño no me rasguñe las costillas. Cierro los ojos y me sumerjo en la canción como tiempo atrás me sumergí en la vida, pero con las palabras que desde entonces he aprendido a decir y armada con los horrores que he presenciado.
Horrores llameantes.
Horrores que destruyen la mente.
La multitud se evapora en la nada mientras canto acerca de una siegasable oscura que vuela hacia un cielo de terciopelo negro, se hace un ovillo y muere en las tinieblas, donde nadie volverá a verla. Acerca de una plumaluna refulgente que se instala junto a la bestia apagada para iluminar su silueta.
Dándole luz.
Canto acerca de la paulatina atenuación de la plumaluna. Acerca de cómo, poco a poco y paso a paso, su resplandor alimenta a la siegasable y vuelve blancas las escamas de la criatura. Entonces, la melodía desciende hacia notas más profundas y destructoras al relatar cómo la plumaluna no consigue seguir aferrada al cielo.
Y cómo cae.
Y cómo la siegasable se despliega del lugar que ocupa entre las estrellas, llena de la luz y de la vida con la que la han obsequiado, y se eleva sobre el mundo en busca de su amiga. Y cómo rebusca entre oscuros fragmentos de roca esparcidos por la nieve con la intención de recomponerla. Sin éxito.
Al despegar los párpados, apenas si llego a ser consciente de que todos los ojos de la estancia se han vuelto hacia nosotras para contemplarnos, muy abiertos por la avaricia o anegados con sentimientos que se derraman sobre mejillas maquilladas.
Sin embargo, quien me llama la atención es el hombre de la capa, cuya mitad superior de la cara sigue oculta bajo la sombra que proyecta su capucha. A pesar de eso, su mirada cruza el espacio y me envuelve en un agarre atenazador del que no consigo liberarme.
A medida que las palabras siguen brotando de mis labios, me voy dando cuenta de que ese hombre que eclipsa a los demás en tamaño y presencia es peligroso. Se comporta con la confiada calma de quien se cree intocable.
Al caer en la cuenta, vuelvo al presente como si me hubieran asestado un golpe en la cabeza y clavo la vista en Tarik. Está en su reservado, observándome con tal ansia condenatoria que sé que no me iré de aquí sin que vaya tras de mí. El resultado perfecto.
Pero…
Miro al hombre de la capa, a las sombras de la capucha que ocultan su identidad.
He venido aquí para atraer a un monstruo y he terminado con dos.
Raeve
CAPÍTULO 2
No hay nada como pasarse siete horas cantando sin hacer descansos para tener la sensación de que te has tragado un estropajo que al final te ha vuelto a salir por la boca.
Tiro de la cadena de la letrina, me aclaro la garganta e intento relajar las cuerdas vocales. Cierro la puerta del servicio al salir y me dirijo a uno de los lavabos para enjabonarme las manos, al tiempo que observo mi reflejo en el espejo. Unos ojos azul cielo me devuelven la mirada, con la mitad inferior del rostro oculto por mi tupido velo rojizo. Contrasta con mi piel pálida y cubre en parte mis largos mechones negros en un despliegue de dramatismo.
—Cantas como si fueras un Creador.
Miro a la mujer que está a mi lado, que se seca las manos contemplando su reflejo, con la barbilla levantada mientras ladea la cabeza una y otra vez a fin de inspeccionar su rostro, perfectamente maquillado.
—Gracias. —«Creo».
Podría ser un insulto. Con esta gente, nunca se sabe.
Mira la muesca de mi oreja.
—Qué desperdicio en una nula —musita, como si yo ni siquiera estuviera allí.
«Pues sí, es un insulto».
—Si mi voz tuviera la misma variedad de registros que la tuya, tendría a Ignos comiendo de mi mano.
Me muerdo la lengua tan fuerte que me hago sangre y, al ver al abalorio rojizo que le cuelga de la oreja, agacho la cabeza con gesto servil.
—Sí, es un verdadero desperdicio para alguien a quien los Creadores no consideraron merecedor de oír sus canciones.
Tararea mirando de nuevo su reflejo y se arregla un mechón de pelo que se había salido de su sitio. Al parecer, mi asentimiento ha confirmado su decretada superioridad. En cuanto la puerta se cierra tras ella, pongo los ojos en blanco y me seco las manos.
Un ciclo auroral de estos, me veré obligada a morderme la lengua hasta el punto de rebanarme la punta. Estoy convencida. El hecho de que siga intacta es un puto milagro.
Al salir del baño, veo a un hombre apoyado en la pared del pasillo, bloqueando la única vía de escape aparte de la ventana del lavabo, que se encuentra detrás de mí.
Me detengo en el umbral, manteniendo la puerta entornada, y el corazón me da un vuelco ante este suceso… inesperado.
Pensaba que tardaría más en atraerlo. Por lo menos, pensaba que podría mear en paz antes de actuar.
Tarik Relaken observa la copa que sostiene, llena de un líquido ambarino que despide humo. La parte superior de su enmarañado pelo rojizo le cae sobre los ojos, llamas naranjas que contrastan con los lados afeitados, enmarcando el abalorio elemental que cuelga de su lóbulo como si fuera una gota de sangre.
—Tienes una voz sensacional —murmura con los ojos clavados todavía en el fondo de su copa—. Y el color de tu vestido… —Ladea la cabeza y sus ojos marrones reflejan un fuego que me quema desde donde está—. Es excepcional.
Cierro con cuidado la puerta tras de mí y me quedo atrapada en el pasillo con el hombre mientras la mente me va a toda velocidad. He llamado su atención; ahora, he de conseguir sacarlo de este local.
Agacho la cabeza para darle las gracias y echo a caminar, pero me detengo cuando se aparta de la pared y se vuelve para mirarme.
Bloqueándome así la salida.
—Quédate —murmura, llevándose la copa a los labios. Traga y me dice con zalamería—: Bebe conmigo.
Se me forma un nudo en el estómago.
Sus labios tal vez hayan dicho beber, pero sus ojos hablan de cosas espantosas que te despedazan, trozo a trozo, hasta que ya no queda nada para los carroñeros.
«Eres un auténtico pedazo de mierda».
—Con una voz como esa —prosigue bajando la vista por mi cuerpo como si fuera aceite, erizándome la piel—, seguro que tu boca es una puta delicia.
Una rabia gélida me nace en el pecho, palpitando con violencia y muriéndose por ponerle fin a esto aquí.
Y ahora.
Sería absurdo no hacerlo. Me lo está pidiendo a gritos.
Miro hacia la salida, al pestillo, que está a tan solo tres pasos de mí. Si puedo pasar junto a él y cerrarlo, me aseguraré de que nadie interrumpe este encuentro improvisado hasta que haya cumplido con mi misión.
—Perdone, señor, pero vivo muy lejos de aquí. He de ponerme en marcha ya si quiero descansar antes de la salida auroral.
Me muevo en dirección al poco espacio que hay a su derecha…
De pronto, estampa una mano contra la pared con tanta fuerza que la llama del candelabro titila y yo me quedo paralizada.
—Insisto —gruñe entornando tanto los ojos que parecen dos oscuras rendijas. Algo dentro de mí se detiene.
Y escucha.
Sopeso el valor de cerrar la puerta con el pestillo. Es arriesgado, sí, pero, a decir verdad, me he puesto el velo por esa razón, por si me veía obligada a huir a través de una ventana trasera con una extremidad cercenada en el bolsillo. Para que nadie me detuviese más tarde si se cruzaba conmigo en una escalera, me reconocía y me identificaba como la principal sospechosa de haber metido a Tarik Relaken, sin manos y sin vida, en una letrina.
«A la mierda».
Me vuelvo a concentrar, con el cuerpo preparado. Me hormiguea la punta de los dedos por lo que va a suceder mientras me llevo la mano al puñal que guardo en el compartimento oculto cosido a mi corpiño…
La puerta detrás de Tarik se abre de repente y maldigo entre dientes. Los dos miramos hacia allí y vemos al hombre alto de la capa que me estaba observando cantar con sopor desde el fondo de la estancia al tiempo que irradiaba el estoicismo de una estatua de piedra.
De pronto, el pasillo parece una vena hinchada con demasiada sangre ardiente y bombeante. Como si una lluvia abrasadora estuviese cayendo entre las paredes del estrecho corredor y absorbiera todo el oxígeno, dejándome muy poco que respirar.
La frustración y la rabia combaten en mi interior. Aparto la mano del corpiño y agarro los pliegues de la falda, que puedo estrujar con ganas sin que resulte evidente.
Ha elegido un momento muy inoportuno para decidir que tenía que ir a mear, aunque podría haber sido peor para él. De haber aparecido unos instantes más tarde, habría presenciado algo de lo que, sin duda, no habría podido librarse.
Tarik se aclara la garganta, levanta la afortunadísima mano que había apoyado en la pared y se echa a un lado para dejarme pasar. Sinceramente, debería usarla para estrechar la del hombre de la capa, porque está claro que acaba de salvarle la vida.
Por ahora.
—Señorita… —masculla Tarik esbozando una sonrisa un tanto vulgar—, que pases una buena duermevela, si los Creadores quieren.
Reprimo las ganas de enarcar las cejas casi hasta el nacimiento del pelo. Por lo visto, no soy la única que percibe la energía incendiaria que irradia el hombre misterioso.
Ojalá se hubiera ido con ella a otra parte.
—Gracias —mascullo con hormigueos en la mano homicida al pasar por delante de Tarik en dirección a la salida, lanzándole una mirada al hombre con capucha que mantiene abierta la puerta. Pero no me está mirando a mí.
Está mirando fijamente a Tarik.
«Qué raro».
Con un suspiro, avanzo entre la cada vez menos numerosa multitud y paso por delante de gente follando en rincones oscuros o tumbada sobre las mesas. Otros están despatarrados en sillas bajas, comatosos, sujetando bebidas con la mano floja. Algunos están lo bastante enteros como para verme pasar. Y como para corear que cante.
Que cante.
Que cante.
No tienen ni idea de que es justo lo que pretendo hacer.
Con el pecho lleno de una violencia a duras penas contenida, luchando por liberarse, me dirijo hacia la salida, convencida de que Tarik me pisa los talones con sus insaciables deseos. Es probable que tan solo disponga de unos segundos mientras el hombre de la capucha usa el lavabo. Solo unos cuantos segundos para sacar a Tarik de aquí sin la compañía para la que no estaba preparada y que tanto tiempo me ha hecho perder.
Mi ya apretada agenda me está asfixiando.
—¡Kemori, espera!
Tardo dos pasos en darme cuenta de que es mi nombre el que acaban de pronunciar.
«Mierda».
Me detengo y maldigo en voz baja. Después, echo la vista atrás.
Levvi está guardando su instrumento en la funda que ha abierto sobre nuestros taburetes, con el pelo detrás de la oreja, mirándome. Sus oscuras ojeras dan fe de cuánto rato hemos pasado sentadas actuando, sin descansar ni beber nada.
—Toma. —Menea una bolsita en el aire—. Nuestra comisión.
«Ah».
Baja de la tarima y salva la distancia que nos separa.
—Creo que el runi de la casa se ha quedado algo —me dice poniendo los ojos en blanco mientras me tiende la bolsita—, pero es suficiente para alimentarte en condiciones varios daes.
Paso la vista por la muesca de su oreja, su vientre hinchado y lo que queda de la menguante muchedumbre, y alargo un brazo para cogerle una mano y obligarla a apretar la bolsita.
—Quédatelo. Y gracias por haber tocado conmigo, ha sido precioso.
Se forma un surco entre sus cejas.
Doy media vuelta y estoy tres pasos más cerca de la escalera cuando oigo su voz de nuevo.
—¡Deja que te acompañe hasta casa!
Me da un vuelco el corazón.
—Mi pareja me está esperando fuera —prosigue—. Es un hombre bueno y trabajador; sería incapaz de hacerle daño a nadie. También podría acompañarte a ti.
Al volver la vista, me fijo en la profunda preocupación que tiñe sus bonitos ojos verdes.
—Gracias, pero no hace falta. Vivo tan cerca de aquí que ya estaré dormida cuando termines de cerrar las hebillas de tu funda.
«Mentira».
Vivo en la otra punta, al otro lado de El Foso. A este paso, tendré suerte de llegar antes de que salga la aurora, pues no tengo intención de ir hacia allí cuando por fin consiga salir a la calle.
He dado otros dos pasos hacia la puerta cuando me agarra del brazo, reteniéndome a pesar de que tengo los nervios de punta.
Levvi se sitúa delante de mí. Con el semblante pálido, mira hacia los tenues alrededores y se me acerca.
—He visto cómo te estaba observando Tarik, Kemori. Temo por tu seguridad. Estas horas de la duermevela no son seguras para gente como nosotras. Por favor, deja que te acompañemos hasta casa.
Su tono decidido diluye mi creciente frustración. Cada vez me cae mejor.
Odio que la gente me caiga bien.
Miro en torno a mí y meto la mano en el bolsillo izquierdo de mi vestido. Abro la costura de seguridad con la uña, introduzco un par de dedos en el compartimento oculto y saco una pequeña esfera de cristal, transparente a excepción de la imagen de una mítica ave Elding que nace de un bulbo de llamas incrustado en la profundidad de la esfera.
—No es necesario que te preocupes por mí —susurro llevando mi mano a la suya.
Levvi frunce el ceño y baja la vista. Entonces, aflojo los dedos lo suficiente para que vea un atisbo del tesoro que tenemos entre las palmas. Al caer en la cuenta, abre mucho los ojos.
—Ah… —dice, con voz trémula, como si algo dentro de ella se hubiera desmoronado—. ¿Ta-Tarik?
Asiento y me guardo la esfera, pues no me gustaría nada que la sorprendieran con ella.
Se llena los pulmones, pero no consigue convertir el aire en palabras, así que suelta una exhalación de estremecimiento con los ojos clavados en las manos, con las que ahora se sujeta el vientre abultado. Es una visión que tiene un extraño efecto en mi corazón. Me da la sensación de que va a estallar…, y no de forma agradable.
«Tengo que largarme de aquí».
—Cuídate —susurro a punto de volver a darme la vuelta cuando me coge del brazo. Con los ojos empañados de emoción, me ofrece un pergamino doblado—. ¿Qué es eso?
—Mis… Mis datos de contacto. Por si quieres que actuemos juntas otra vez —susurra con voz áspera, esbozando con los labios una sonrisa que parece más triste que alegre, como si supiera que no me voy a poner en contacto con ella.
Y que no vamos a volver a vernos nunca.
Lo acepto de todos modos, agacho la cabeza para darle las gracias y veo cómo Tarik sale del lavabo y me mira a los ojos.
«Te tengo».
Me dirijo hacia las escaleras y salgo apresuradamente de El Vacío Voraz.
En otra vida, quizá me habría hecho amiga de Levvi. Pero…
«Demasiados peros».
Recuerdo a alguien a quien conocí hace tiempo, alguien con sonrisa afable y mirada cálida. Una mujer que ahora no es más que un recuerdo difuso que ya no me golpea las costillas ni el corazón. No después de que yo atase esos recuerdos pesados y dolorosos a una roca que se encuentra anclada en el fondo de mi gélido lago interior.
La compañía es algo que intento evitar por todos los medios. Y por lo general suelo conseguirlo. Cuanto más te importa alguien, más frágil parece ser todo.
Es más sencillo…
Que no me importe nadie.
Raeve
CAPÍTULO 3
Cae la nieve, unos copos gruesos que se posan sobre mis pestañas emplumadas y cubren el pavimento de nuevo. Crujen bajo mis botas mientras recorro el deprimente Foso, casi desprovisto de vida a estas horas tan tardías.
Las dos mitades de la inmensa muralla de piedra se elevan a ambos lados de mí, corriendo paralelas del este al oeste hasta donde alcanza la vista, como dos altas estanterías, con un camino entre ellas lo bastante ancho como para que puedan pasar numerosos carruajes uno al lado del otro.
La muralla envuelve el ancho vientre del mundo como si fuera un cinturón, tan solo dividida en el centro en zonas extremadamente pobladas, como aquí, en Gore. Es una pared lo bastante gruesa como para que la gente sienta cierta seguridad en la alargada zanja, lejos de la amenaza inmediata de depredadores.
Menuda mentira.
Aquí abajo, en el protegido Foso, hay tantos monstruos como en el exterior, si no más. Lo que pasa es que están bien camuflados.
Una polinilla plateada se separa de un enjambre que revolotea por los aires y se me acerca tanto que sus alas mullidas me cubren de polvo luminoso.
Sonrío.
Me gusta esta hora de la duermevela, cuando me da la impresión de que aquí solo estamos las polinillas, las nubes de color caramelo y yo. Aunque no sea así.
Aunque tenga a un monstruo pisándome los talones.
Si bien Tarik acompasa su ritmo al mío, pisando con la suficiente suavidad como para que sus pasos se fundan con la capa de nieve, percibo su presencia como una sombra acechante que amenaza con devorarme.
Debería estar asustada, nerviosa, quizá un poco triste por lo que voy a hacer.
La supervivencia es muy curiosa. Para algunos es un susurro; para otros, un grito. La mía es un esqueleto chamuscado de rabia forjada a fuego que me mantiene en pie y que me hace seguir adelante.
Ya no me queda nada blando y húmedo en el pecho. No hay más que dureza y hostilidad; soy inmune a cosas como sentir preocupación por gente como Tarik Relaken. De hecho, aunque él fuese una montaña de mierda en el suelo, me desviaría de mi camino para pisotearlo.
«Quizá eso también me convierta a mí en un monstruo».
No analizo el pensamiento, lo expulso de mi cabeza mientras subo unas escaleras del interior de la mitad sur de la muralla, zigzagueando por los niveles, dejando atrás puertas cerradas durante la duermevela. Sigo avanzando hasta que la muralla no es más que un muro, sin ninguna vivienda excavada en sus paredes.
A la gente no le gusta vivir tan cerca de las nubes, donde parece que, al estar tan arriba, el aire es… prestado. Como si no nos perteneciera a nosotros.
Como si les perteneciera a los dragones.
Un escalofrío me recorre la espalda y giro hacia el sur por un largo túnel de viento que se abre a lo que hay al otro lado de la muralla: un paisaje tan lleno de nubes que, si extendiese la mano, podría coger puñados de sus brumosos vientres.
Cuando estoy solo a unos cuantos pasos de una caída mortal al suelo, me meto una mano en el bolsillo y me quito el anillo de hierro para exponerme a una sucesión de canciones que amenaza con machacarme el cerebro hasta hacerlo papilla.
Qué puto… caos.
Se me tensan los tendones del cuello y las venas de mis sienes palpitan por el exceso de sangre y la melodía que me recorre a toda velocidad.
Sintonizo en mi mente la frecuencia más alta, como si tirase de la cuerda de un saco para abrirlo lo justo, a fin de aislar el frenético canto de Clode, que grita a pleno pulmón. La diosa del Aire profiere un remolino de aullidos que me sacude el velo. Sonrío de medio lado.
«Quiere jugar… Y yo también».
Se me eriza el vello de los brazos al oír los pasos de Tarik acercándose más…
Y más.
«Venga, gusano asqueroso. Haz al…».
Me agarra la nuca con una mano y me estampa de bruces contra la muralla, usando su cuerpo para inmovilizarme.
Me entran escalofríos al notar su peso. Es la fuerza inhabilitante de un hombre decidido a coger lo que le viene en gana.
Finjo un gimoteo, una leve sacudida de desesperación.
—Calla, calla… —me gruñe al oído, helándome la sangre—. Pórtate bien, nula.
La furia estalla en lo más profundo de mí al pensar a cuántos más les habrá hecho eso. A cuántos más habrá devorado su codicia, como si no fueran más que un aperitivo.
«Se acabó».
Levanto una bota y muerdo la corona metálica que enfunda mi muela posterior. Con un suave chasquido, una espuela de hierro brota de mi talón.
—Glei te ah no veirie —canto entre susurros con palabras entrecortadas que me queman la boca al salir.
Persuado a Clode para que extraiga casi todo el aire de los pulmones de Tarik. La diosa se ríe.
Tarik suelta un grito ahogado que atraviesa sus órganos comprimidos y le clavo la espuela anuladora en lo alto de la bota. Me muerdo la corona por segunda vez y se la hundo tan profundo entre los huesos y tendones que la única forma de liberarla es cercenar la extremidad a la altura del tobillo. Por precaución.
Dudo que Clode vaya a soltarle los pulmones, pero no pienso dejar que él me lance a Ignos con unas cuantas palabras ardientes. Al dios del Fuego le encanta darse festines, y prefiero que me despellejen viva a que él me devore.
De nuevo.
Tarik me suelta y retrocede cojeando, arrastrando las botas por la nieve mientras yo me sacudo las manos con el vestido y me recompongo.
—Puto Tarik Relaken —mascullo sacando el puñal de escama de dragón del bolsillo secreto de mi corpiño. Está lo bastante afilado para cortar huesos como si fueran mantequilla.
Me vuelvo, ladeo la cabeza y le miro a los ojos desorbitados, inyectados en sangre, con hormigueos en la punta de los dedos por la emoción.
—¿Han querido los Creadores que pases una buena duermevela?
Abre más los ojos, pero, al advertir el puñal al que doy vueltas en una mano, los entrecierra. Tropieza y se desploma contra la muralla del otro lado, abriendo la boca por completo mientras se agarra el cuello.
«Supongo que eso es un no».
Su pecho convulsiona y un fino hilo de aliento que apenas consigue hincharle los pulmones contraídos le baja silbando por la tráquea. Es suficiente como para que siga vivo hasta que oiga el discurso que he preparado.
En una ocasión vi cómo alguien lanzaba un sedal bajo un lago helado y sacaba a un eahl largo y serpenteante hasta la superficie. El animal se contorsionó sobre la nieve con sus escamas iridiscentes resplandeciendo, abriendo la boca sin parar, hasta que se quedó congelado.
Este juego siempre me recuerda a aquel momento, con la excepción de que el eahl me dio pena.
Por Tarik no siento nada más que un deseo feroz de rebanarle el pescuezo antes de que se cargue más vidas. Pero todavía no.
Primero tiene que sufrir.
Avanzo, clavo la vista en sus manos e intento decidir cuál prefiero. Es difícil, pues las dos son muy parecidas.
—Es probable que otra espada de Elding hubiera acabado con tu vida con más piedad —musito al decantarme por la derecha. Se la cojo y le siego la muñeca con el puñal tan deprisa que seguro que no se ha dado cuenta de lo que ha pasado hasta que le enseño la extremidad mutilada—. A lo mejor otra te habría hecho esto cuando hubieras muerto.
Por desgracia para Tarik, en mi interior hay un pozo de rabia que reservo especialmente para hombres como él.
Me mira boquiabierto y trata de sujetarse el cuello como si todavía tuviera dos manos. Del muñón rojizo no deja de manar sangre y abre tanto la boca que le veo las amígdalas.
—Quizá debería explicarme —digo sacando una bolsa de cera del bolsillo. Meto su mano en el interior y ajusto el cordel—. Verás, estaba paseando por Suburbia y me tropecé con tu pequeño negocio.
Lo de pequeño no le hace justicia. Ya casi es tan grande como una ciudad y cuenta con una arena de batalla del tamaño de un anfiteatro, habitaciones para quienes no quieren perderse ningún duelo y celdas con niños prisioneros. Son nulos a los que captura en la muralla o compra a padres desesperados que no disponen de suficiente para darles de comer y que creen que les están dando a sus vástagos una oportunidad de vivir.
Una oportunidad de luchar para alcanzar la supremacía.
Ninguno de ellos parecía malnutrido, pero hay más de una forma de matar de hambre a un alma.
—Intenté liberar a tus prisioneros, algunos de los cuales, he de añadir, necesitaban urgentemente a un sanador que les recompusiera el cuerpo roto. —Agito la bolsa llena en su dirección y me encojo de hombros—. Imagina la decepción que me llevé cuando descubrí que, para abrir las celdas, necesitaba tu huella.
Por su expresión de terror, sé que no se lo está imaginando con suficientes ganas, que está demasiado absorto pensando en sí mismo.
Lanzo la bolsa al suelo, sobre una montaña de nieve acumulada. Él se remueve, se mete la mano que le queda en el bolsillo y saca un puñal. Se lo arrebato del débil agarre, chasqueo la lengua y se lo clavo en el muslo.
—Aunque en ese momento yo no sabía quién eras —murmuro mientras contemplo cómo tiembla y convulsiona.
Y lo disfruto.
El rostro se le vuelve más rojo que la ropa que lleva y se le hinchan las venas de sienes y cuello cuando le abro la túnica carmesí, le desnudo el pecho y le aparto la otra mano, con la que no deja de intentar cogerme. La levanto, la sujeto y la clavo a la pared con mi puñal para inmovilizarla y así poder concentrarme en mi tarea.
Se sacude entero de nuevo y se le empapan los pantalones.
—Y fíjate qué casualidad: al dae siguiente, tu pareja encontró una forma de contactar con nosotros. Sabes quiénes somos, claro. Los Fíur du Ath.
«De las Cenizas».
Se le demuda el gesto.
Me levanto la falda y saco otro puñal del interior de la bota.
—Tu pareja es encantadora, y guapísima. Me apostaría todo el contenido de mis cofres a que a ella también la compraste…, con la esperanza de que el abalorio marrón que lleva te garantizase una descendencia poderosa.
Sufre más espasmos, jadea y se le tiñe de rojo el pecho por la sangre que le mana del muñón cercenado. No se me escapa que ahora luce el color que tantísimo le gusta.
El color del que presume.
Con la cabeza ladeada, contemplo mi lienzo bermellón y le deslizo la punta del puñal por el pectoral. Aplico un poco de presión sobre su piel y empiezo a tallar mi firma con tosquedad en su carne.
—Tu pareja nos dijo que le haces cosas terribles. Y también a otros —digo mientras le hago un corte. Y otro más—. A cualquiera a quien le pones las manos encima.
«V: violador».
La letra rezuma más de su preciado color mientras él se retuerce con la boca bien abierta en un grito mudo. Precioso y bendito silencio. En momentos como este, podría darle un beso a Clode.
—También nos dijo que, aunque no haces que tu hijo nulo luche en tu prestigiosa arena en Suburbia, a menudo invocas a Ignos para que lo envuelva en llamas por ser una enorme decepción para tu linaje.
Digo esas palabras con los dientes apretados, ya que esa gélida y colosal presencia que hay en mi interior se remueve.
Y ruge.
Tallo una «M». Y luego una «N».
«Maltratador de niños».
Me gustaría dibujarle todo el alfabeto, pero el tiempo es oro. Al final, lo remato con unas cuantas letras más:
«C-A-B-R-Ó-N».
No hace falta explicación.
El viento se transforma en un torrente penetrante que silba por los rincones y me alza el velo, descubriéndome.
No me molesto en taparme. Me pregunto si le seguirán gustando mi voz y el color de mi vestido. Me pregunto si se arrepiente de haberme seguido y de haber intentado agredirme contra la muralla.
Su pecho se sacude al compás de la frenética melodía de las risotadas de Clode. Tarik está prácticamente colgando de la mano clavada en la muralla, mientras el poco aire que le queda le sale por la garganta en forma de gemido.
—Ignos ha empezado a hablar con tu hija, ¿lo sabías?
Se le contrae el rostro y va mostrando una mayor agonía mientras excava con las botas la nieve manchada de sangre.
—Se la han llevado de la ciudad esta misma duermevela, junto al resto de tu familia, pero no antes de que tu pareja nos contase todo lo que necesitamos para desbaratar tu mierda de negocio y liberar a todos esos niños.
«Y llevarlos a algún lugar seguro donde estén a salvo y aprendan a ser niños de nuevo».
Repito la sofocante melodía de Clode y la diosa me envuelve a una velocidad vertiginosa, revolviéndome el pelo y convirtiéndolo en una maraña oscura mientras la cara de Tarik se pone azul.
Y luego lila.
—¿Qué se siente cuando te anulan, Tarik?
Clava los ojos, que ya rebosan sangre, en el lóbulo de mi oreja. No debería estar cortado, sino lucir un abalorio transparente para anunciar mi habilidad de oír la desenfrenada y siempre cambiante canción de Clode. Aunque, en mi opinión, solamente serviría para identificarme como una amenaza a la belicosa sociedad de La Bruma.
A la mierda con su sistema.
—¿Cómo se siente al sufrir a manos de alguien que es inferior a ti?
Sin dejar de golpearse el cuello con el brazo mutilado, mueve los labios formando una sola palabra:
«Piedad».
Una rabia aniquiladora me prende fuego en la espalda, me abrasa las costillas y se alimenta de mi frío y negro corazón.
Me pregunto cuántas veces le habrán implorado piedad los niños que luchan en su arena de muerte. Cuántas veces habrá pronunciado su hijo esa palabra al ver al hombre que en teoría debería darle cuidados.
Y protección.
Me pregunto cuántas veces la esperanza se habrá extinguido en el pecho del pequeño antes de que le rogase a su mah que nos buscara, que lo liberase de las cadenas invisibles de Tarik.
«Demasiadas veces».
—Tu familia te manda recuerdos —le espeto antes de rebanarle el cuello con el puñal.
Raeve
CAPÍTULO 4
La sangre de Tarik brota a borbotones del cruento corte, salpicando la nieve.
Meto una mano en el bolsillo y me pongo el anillo.
El ruido que me golpea los oídos se apaga y quedan solamente los sonidos naturales de Clode, que aúlla por las esquinas sin su frenética risa ni su desgarradora canción.
Estiro el cuello a un lado y a otro y sacudo los hombros, agradecida como siempre a las propiedades anuladoras del hierro. Puedo sintonizarla solo a ella si me concentro, pero supone un esfuerzo, y cuando duermo bajo la guardia. Clode es estupenda, pero no tanto cuando te despierta de un sobresalto con un aullido en plena duermevela. La diosa tiene una voz tremendamente poderosa, tanto que me entran ganas de taparme los oídos con las manos, pero jamás me atrevería.
No me gustaría que me tomara manía.
Se dice que, cuanto más alto oye alguien las canciones elementales, mayor es el vínculo con el dios y más poder puede obtener aprendiendo su lenguaje y pronunciando sus palabras. Cuando se trata de la impetuosa diosa del Aire, es tanto una bendición como una maldición, ya que sus gritos son tan agudos que pueden desgarrar la piel. No hay nada peor que la sensación de que te rebanen el cerebro.
Vuelvo a colocarme el velo en su sitio para ocultar la mitad inferior de mi rostro y echo a andar hacia la entrada del túnel de viento. Una vez allí, asomo la cabeza y miro a derecha y a izquierda por el estrecho camino, tallado en la muralla como si fuera un surco. Me aseguro de que mi admirador encapuchado no ha venido a jugar a «atrapa este puñal de hierro entre tus costillas».
Como no veo a nadie, doy un paso adelante y bajo la vista hacia El Foso, que se encuentra lejos de mí. Diviso remolinos de nieve que se mezclan con enjambres de luminosas polinillas, pero no más movimiento, aunque tampoco veo gente en las escaleras que hay tras de mí, ni en las que hay justo debajo.
Miro la gigantesca brecha de la mitad paralela de la muralla y no veo ninguna figura en la parte norte ni en los puentes celestes que conectan ambos extremos.
Una agradable sorpresa.
Me alejo del precipicio y me vuelvo. Mis pasos retumban mientras regreso junto al cadáver de Tarik, que sigue colgando de la mano clavada en la pared con la cabeza caída a un lado. Extraigo mi puñal de la piedra y su cuerpo se desploma en un humeante charco rojizo.
Observo mi atuendo y chasqueo la lengua al ver las manchas de sangre que oscurecen el color en algunos puntos. Esperaba que esta vez fuera un trabajo limpio. Siempre lo espero.
Pero nunca es así.
Me quito la primera capa de tela de la falda y la del corpiño, debajo de las cuales llevo una réplica. Hago un fardo con las prendas sucias y lo lanzo por el conducto de la basura tallado en la muralla. Es uno de los muchos que hay por la ciudad, que se hunden en las profundidades del suelo, dejando atrás varios niveles de Suburbia, hasta acabar en la guarida de una trogg adulta que se alimenta de los desechos de Gore.
Ladeo la cabeza, calculando la distancia entre Tarik y el conducto. Supongo que, probablemente, esté un pelín alto para que lo suba, por lo que será mejor que lo arroje al interior de la muralla para que los numerosos depredadores nacidos en La Bruma acaben con él.
Suelto un suspiro y observo su cuerpo inerte al tiempo que pienso en un mundo sin aquellos a quienes les gusta engullir cosas brillantes y luego cagarlas rotas.
—Imagínalo —mascullo en cuclillas para limpiar mis puñales en sus pantalones antes de guardarlos.
Simplemente… imagínalo.
Niego con la cabeza, sujeto a Tarik por los tobillos y tiro de su cuerpo con toda la fuerza de mis muslos, que me arden, agradecida de que ya casi hubiésemos llegado al final antes de que se abalanzara sobre mí. A medida que lo arrastro hasta el borde, el viento empieza a sacudir el túnel con tanta intensidad que estoy convencida de que lo empuja por mí. Sonrío.
Clode es una cabrona rabiosa y rencorosa.
La adoro.
Muevo a Tarik hasta que está tan cerca del precipicio que le cuelga el brazo; a continuación, me limpio las manos con su túnica, me arrodillo a su lado y uso todo mi peso para lanzarlo al vacío. Me sujeto a la pared en cuanto lo suelto y me asomo para verlo caer hacia la base dentada de la muralla, que se encuentra muy abajo…
Termina ensartado por una afilada piedra que le atraviesa el abdomen. Una parte de mí desearía haberlo arrojado vivo para que hubiera podido sentirlo.
Mierda.
Una oportunidad perdida.
Me pongo de pie y, con la punta de la bota, formo una montañita con la nieve manchada de sangre y la lanzo al vacío también.
Después de guardarme la mano de Tarik en el bolsillo, echo a caminar tan tranquila hacia el túnel de viento. Me detengo justo delante de la entrada y clavo la vista en un trozo de pergamino pegado a la pared.
Doy un paso hacia él y entorno los ojos para leer.
¿«Secuestrando niños»?
¿«Explotando sus dones en nuestro propio beneficio político»?
—Menuda sarta de gilipolleces.
La Corona ya no se limita a amenazar a quienes se relacionan con nosotros, sino que ofrece una atractiva recompensa que resulta imposible de rechazar. Sobre todo para aquellos que no tienen hogar, trabajan en las minas o pasan una fase con apenas unos cuantos puñados de rocadragón.
«Esto lo cambia todo…».
Con un gruñido, arranco el maldito pergamino y lo arrugo hasta formar una pelota. Cuando me dirijo a la esquina, me estampo contra algo duro. Alguien me agarra con fuerza la muñeca, deteniéndome. La misma muñeca de la mano con que sostengo el pergamino arrugado que ofrece una interesante recompensa por… En fin.
Por mí.
Levanto la vista a tiempo de ver cómo una ráfaga de viento le quita la capucha al hombre misterioso de El Vacío Voraz.
Se me desboca el corazón y se me acelera la respiración. Por primera vez desde que Fallon me enseñó a hablar, me he quedado sin palabras.
El hombre tiene los rasgos muy marcados, angulosos y… de una belleza feroz. Se me llenan los pulmones con su aroma, intenso y embriagador, como a piedra fundida con una cucharada de nata.
Contengo la respiración y lo observo fijamente, contemplando su pelo negro, que le llega por debajo de los hombros. Lo lleva en parte apartado de la cara, ensombrecida en algunas zonas por unos cuantos mechones sueltos que no consiguen suavizar su semblante; sus ojos penetrantes tienen el intenso color de la madera en llamas.
Tiene unas cejas espesas y la mitad inferior de su rostro está cubierta por una barba oscura que le da un toque aún más masculino a su aspecto, ya de por sí bastante robusto. Como si formara parte de uno de los célebres clanes de guerreros que hace millones de fases se arraigaron en las llanuras Boltánicas con un hacha y con un rugido de sed de sangre.
Aparta los ojos de los míos y examina nuestros alrededores, fijándose en cada sombra. Me doy cuenta de que tiene un aro negro en la punta de la oreja derecha que le recubre parte del pabellón, pero no lleva abalorios.
Parece un nulo, aunque sin la muesca. Sin embargo, sé que no tengo por qué asumir que no oye ninguna de las canciones elementales, sobre todo por la potente energía que desprende. Eso me hace pensar que es mucho más grande que el espacio que está ocupando ahora mismo, que no es poco, ya que me saca una cabeza y media, y su ancho pecho y sus hombros me recuerdan a un siegasable. Esta clase de cuerpo musculoso y temerario se suele dar en gente con fuertes raíces en La Llama, el cálido y siempre soleado reino del norte.
Vuelve a posar sus ojos en los míos, mirándome con reprobación, y es como si me asestara una fuerte patada en las costillas. Me deja sin aire.
Me vacía los pulmones por completo.
Me está observando como si yo acabara de arrojar a un elemental muerto muralla abajo. O a lo mejor me lo estoy imaginando. Estoy segura de que no había nadie cerca…
El surco que tiene entre las cejas se vuelve más profundo.
—¿Estás bien?
Su voz grave me roza el corazón como un pedernal que rasca una piedra, dejando tras de sí un reguero de chispas que crepitan en mi gélido torrente sanguíneo de una forma rarísima.
¿Estoy bien?
—¿Estás loco? —Lo imito y frunzo el ceño también.
—Puede ser —dice con una voz que asemeja un desprendimiento de rocas cálidas y ondulantes.
Un copo de nieve aterriza en mi frente y se me corta la respiración cuando él levanta la mano libre y me la acerca a la cara, como si fuese a quitármelo. Me quedo embelesada por el gesto hasta que me doy cuenta de que se dirige hacia mi velo.
El aire que nos rodea se tensa. Incluso Clode se detiene.
—Yo que tú no lo haría —murmuro poniéndol