El temor de un hombre sabio (edición especial limitada en tapa dura con cantos pintados) (Crónica del asesino de reyes 2

Patrick Rothfuss

Fragmento

Índice

Índice


Prólogo. Un silencio triple

1. Manzana y saúco

2. Acebo

3. Suerte

4. Por el mosaico de tejados

5. El Eolio

6. Amor

7. Admisiones

8. Preguntas

9. Lenguaje respetuoso

10. Como un tesoro guardado

11. Refugio

12. La mente dormida

13. La cacería

14. La ciudad escondida

15. Hechos interesantes

16. Temor acallado

17. Interludio: papeles

18. Vino y sangre

19. Caballeros y ladrones

20. Un viento veleidoso

21. Piezas sueltas

22. Resbalón

23. Principios

24. Tintineos

25. Adquisición indebida

26. Confianza

27. Presión

28. Prendiendo

29. Robo

30. Más que la sal

31. El crisol

32. Sangre y ceniza

33. Fuego

34. Cosillas

35. Secretos

36. Pese a saber todo eso

37. Un poco de fuego

38. Pizcas de verdad

39. Contradicciones

40. Títere

41. El bien mayor

42. Penitencia

43. Sin aviso ni advertencia

44. El atrapador

45. Confraternización

46. Interludio: un poco de música

47. Interludio: la estrofa de la soga

48. Una ausencia elocuente

49. El Edena ignorante

50. A perseguir el viento

51. Todo hombre sabio teme

52. Un viaje corto

53. El Tajo

54. El mensajero

55. Gentileza

56. Poder

57. Un puñado de hierro

58. Cortejo

59. Propósito

60. La herramienta de la sabiduría

61. Ortiga Muerta

62. Crisis

63. La jaula dorada

64. La huida

65. Una hermosa partida

66. Al alcance de la mano

67. El lenguaje de las caras

68. El precio de una hogaza

69. Semejante locura

70. Aferrado

71. Interludio: el arcón tricerrado

72. Caballos

73. Sangre y tinta

74. Rumores

75. Los actores

76. Yesca

77. Pennysworth

78. Otro camino, otro bosque

79. Señales

80. Cadencia

81. La celosa luna

82. Bárbaros

83. Falta de visión

84. El borde del mapa

85. Interludio: vallas

86. El camino roto

87. El Lethani

88. Escucha

89. Desperdiciando la luz

90. Digno de una canción

91. Llama, trueno, árbol partido

92. Táborlin el Grande

93. Mercenarios a todos

94. Sobre rocas y raíces

95. Persecución

96. El fuego mismo

97. Sangre y ruda amarga

98. La balada de Felurian

99. Otra magia diferente

100. Shaed

101. Lo bastante cerca para tocarlo

102. La luna siempre cambiante

103. Lo bastante cerca para tocarlo

104. El Cthaeh

105. Interludio: cierta dulzura

106. Regreso

107. Fuego

108. Rápido

109. Bárbaros y locos

110. Belleza y ramas

111. Un mentiroso y un ladrón

112. El Martillo

113. Lengua bárbara

114. Una sola y afilada flecha

115. Tormenta y piedra

116. Estatura

117. La astucia de un bárbaro

118. Propósito

119. Manos

120. Favores

121. Cuando fallan las palabras

122. Despedida

123. Hoja que cae en espiral

124. De nombres

125. Cesura

126. La primera piedra

127. Ira

128. Nombres

129. Interludio: barullo de susurros

130. Vino y agua

131. Oscuro a la luz de la luna

132. El círculo abierto

133. Sueños

134. El camino de Levinshir

135. Regreso a casa

136. Interludio: a punto de olvidar

137. Preguntas

138. Notas

139. Sin candado

140. Justas recompensas

141. El viaje de regreso

142. A casa

143. Sin Sangre

144. Espada y shaed

145. Historias

146. Fracasos

147. Deudas

148. Historias de piedras

149. Enredos

150. Delirio

151. Cerraduras

152. Baya de saúco

Epílogo. Un silencio triple

Créditos


Portada
cover

El temor de un hombre sabio

Patrick Rothfuss

Traducción de

Gemma Rovira Ortega

001

www.megustaleer.com

A mis pacientes lectores, por consultar mi blog y asegurarme

que preferían un libro excelente, aunque me llevase

algo más de tiempo.

A mis brillantes lectores beta, por su inestimable ayuda

y por tolerar mi obsesión por la confidencialidad,

rayana en la paranoia.

A mi fabuloso agente, por alejar a los lobos de la puerta

en varios sentidos.

A mi sabia editora, por concederme el tiempo y el espacio

para escribir un libro del que me enorgullezco.

A mi querida familia, por apoyarme y recordarme que es bueno

salir de casa de cuando en cuando.

A mi comprensiva compañera, por no abandonarme cuando

la tensión de unas revisiones interminables me convertía

en un monstruo insufrible.

A mi adorado hijito, por quererme aunque siempre tenga

que marcharme a escribir. Incluso cuando nos lo estamos pasando

en grande. Incluso cuando estamos hablando de patos.

Prólogo. Un silencio triple

PRÓLOGO

Un silencio triple

Amanecía. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.

El silencio más obvio era una calma inmensa y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera habido una tormenta, las gotas de lluvia habrían golpeado y tamborileado en la enredadera de selas de la fachada trasera de la posada. Los truenos habrían murmurado y retumbado y habrían perseguido el silencio calle abajo como hacían con las hojas secas del otoño. Si hubiera habido viajeros agitándose dormidos en sus habitaciones, se habrían removido inquietos y habrían ahuyentado el silencio con sus quejidos, como hacían con los sueños deshilachados y medio olvidados. Si hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

En la posada Roca de Guía, un individuo moreno cerró con cuidado la puerta trasera. Moviéndose en la oscuridad más absoluta, cruzó la cocina y la taberna con sigilo y bajó por la escalera del sótano. Con la facilidad que confiere una larga experiencia, evitó los tablones sueltos que pudieran crujir o suspirar bajo su peso. Cada paso lento que daba solo producía un levísimo tap en el suelo. Su presencia añadía un silencio, pequeño y furtivo, al otro silencio, resonante y mayor. Era una especie de amalgama, un contrapunto.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas largo rato escuchando, quizá empezaras a notarlo en el frío del cristal de la ventana y en las lisas paredes de yeso de la habitación del posadero. Estaba en el arcón oscuro que había a los pies de una cama dura y estrecha. Y estaba en las manos del hombre allí tumbado, inmóvil, atento a la pálida insinuación de la primera luz del amanecer.

El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y yacía con el aire de resignación de quien ha perdido hace ya mucho toda esperanza de conciliar el sueño.

La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.

1. Manzana y saúco

1

Manzana y saúco

Bast estaba apoyado en la barra de caoba, aburrido. Paseó la mirada por la estancia vacía, suspiró y rebuscó hasta que encontró un trapo de hilo limpio. Entonces, con gesto de resignación, empezó a limpiar una parte de la barra.

Pasados unos momentos, se inclinó hacia delante y, entornando los ojos, examinó una mota apenas visible. La rascó y frunció el entrecejo al ver la mancha de grasa que había dejado con el dedo. Se encorvó un poco más, echó el aliento sobre la barra y la frotó con ímpetu. Luego se detuvo, volvió a exhalar con fuerza sobre la madera y escribió una palabra obscena en la película que había formado el vaho.

Dejó el trapo y avanzó entre las mesas y las sillas vacías hacia las amplias ventanas de la taberna. Se quedó allí de pie largo rato, contemplando la calle polvorienta que atravesaba el centro del pueblo.

Bast dio otro suspiro y empezó a pasearse por la estancia. Se movía con la elegancia desenfadada de un bailarín y con la perfecta indolencia de un gato. Pero cuando se pasó las manos por el cabello oscuro, su gesto reveló inquietud. Sus ojos azules recorrían incesantemente la habitación, como si buscaran una salida. Como si buscaran algo que él no hubiera visto ya un centenar de veces.

Pero no había nada nuevo. Mesas y sillas vacías. Taburetes vacíos junto a la barra. Detrás de esta, sobre un aparador, se erguían dos barriles inmensos: uno de whisky y el otro de cerveza. Entre los dos barriles había una amplia colección de botellas de diversas formas y colores. Sobre las botellas colgaba una espada.

Bast posó la mirada en las botellas. Se concentró en ellas y las examinó largo rato; fue detrás de la barra y cogió una pesada jarra de arcilla.

Inspiró hondo, apuntó con un dedo a la primera botella de la hilera inferior y empezó a recitar para sí mientras iba contando:

Arce. Mayo.

Canta y baila.

Ceniza y brasa.

Del saúco la baya.

En el momento de pronunciar la última palabra, Bast señalaba una botella rechoncha de color verde. Le quitó el corcho, dio un sorbo tentativo, arrugó la cara y se estremeció. Dejó rápidamente la botella y cogió otra, roja y curvilínea. De esa también dio un sorbo; se restregó los labios con aire pensativo, asintió con la cabeza y vertió un chorro generoso en la jarra.

Señaló la siguiente botella y empezó a contar de nuevo:

Lana. Dama.

Noche lunera.

Sauce. Ventana.

Luz de candela.

Esa vez le tocó a una botella transparente que contenía un líquido de color amarillo pálido. Bast le quitó el corcho y, sin molestarse en probar antes, vertió un buen chorro en la jarra. Dejó la botella, cogió la jarra y la agitó con gesto teatral antes de beber un trago. Compuso una sonrisa de satisfacción y le dio a la última botella con un dedo, haciéndola sonar brevemente antes de empezar de nuevo a entonar su cancioncilla:

Barril. Hordio.

Piedra y duela.

Agua y viento...

Se oyó crujir una tabla del suelo. Bast alzó la mirada y esbozó una sonrisa.

—Buenos días, Reshi.

El posadero pelirrojo estaba al pie de la escalera. Se pasó las manos, de dedos largos, por el delantal limpio y por las mangas de la camisa.

—¿Se ha despertado ya nuestro invitado?

Bast negó con la cabeza.

—No ha dicho ni mu ni pío.

—Ha pasado dos días muy agitados —repuso Kote—. Seguramente le estarán pasando factura. —Vaciló un momento; luego levantó la barbilla y olfateó el aire—. ¿Estabas bebiendo? —El tono de la pregunta era más de curiosidad que acusador.

—No —contestó Bast.

El posadero arqueó una ceja.

—Estaba «catando» —puntualizó Bast—. Catar va antes que beber.

—Ah —replicó el posadero—. Entonces, ¿estabas preparándote para beber?

—¡Dioses minúsculos, sí! Y en exceso. ¿Qué más se puede hacer aquí? —Bast sacó su jarra de debajo de la barra y miró en ella—. Confiaba en encontrar licor de saúco, pero solo había un brebaje de melón. —Hizo girar el contenido de la jarra mientras lo examinaba—. Y algo con especias. —Dio otro sorbo y entornó los ojos con aire pensativo—. ¿Canela? —preguntó mirando las hileras de botellas—. ¿No tenemos licor de saúco?

—Debe de estar por ahí —contestó el posadero sin molestarse en mirar las botellas—. Deja eso un momento y escúchame, Bast. Tenemos que hablar de lo que hiciste anoche.

Bast se quedó muy quieto.

—¿Qué hice, Reshi?

—Detuviste a esa criatura del Mael —dijo Kote.

—Ah. —Bast se relajó e hizo un ademán quitándole importancia—. Solo lo paré un poco, Reshi. Nada más.

—Te diste cuenta de que no era simplemente un loco —dijo Kote meneando la cabeza—. Trataste de prevenirnos. Si no llegas a ser tan rápido...

—No fui muy rápido, Reshi. —Bast frunció el entrecejo—. Mató a Shep. —Bajó la mirada hacia las tablas del suelo, bien fregadas, cerca de la barra—. Shep me caía bien.

—Todos pensarán que nos salvó el aprendiz del herrero —dijo Kote—. Y seguramente sea mejor así. Pero yo sé la verdad. Si no llega a ser por ti, ese monstruo se los habría cargado a todos.

—Eso no es cierto, Reshi —lo contradijo Bast—. Tú lo habrías matado sin ninguna dificultad. Lo que pasa es que yo me adelanté.

El posadero descartó ese comentario encogiéndose de hombros.

—Lo que sucedió anoche me ha hecho pensar —prosiguió—. No sé qué podríamos hacer para protegernos. ¿Has oído alguna vez «La cacería de los jinetes blancos»?

—Esa canción era nuestra antes de que os la apropiarais, Reshi —respondió Bast con una sonrisa. Inspiró y cantó con una dulce voz de tenor:

En caballos níveos cabalgaban.

Arcos de asta y cuchillos de plata.

Y a sus frentes ceñían, verdes y rojas ,

frescas y flexibles, unas ramas.

El posadero asintió.

—Esa es precisamente la estrofa en que estaba pensando —dijo—. ¿Crees que podrías ocuparte mientras yo lo preparo todo aquí?

Bast asintió con entusiasmo y salió disparado; sin embargo, antes de entrar en la cocina se detuvo y preguntó con ansiedad:

—No empezaréis sin mí, ¿verdad?

—Empezaremos tan pronto como nuestro invitado haya comido y esté preparado —respondió Kote. Y, al ver la expresión de su joven alumno, se ablandó un poco—. De modo que calculo que tienes un par de horas.

Bast echó un vistazo al otro lado del umbral y, vacilante, volvió a mirar al posadero. Este, divertido, esbozó una sonrisa.

—Si no has vuelto para entonces, te llamaré antes de empezar. —Y ahuyentándolo con un gesto de la mano, añadió—: Vete ya.

El hombre que se hacía llamar Kote realizó su rutina habitual en la posada Roca de Guía. Se movía como un mecanismo de relojería, como un carromato que avanza por las profundas roderas de un camino.

Primero hizo el pan. Mezcló con las manos harina, azúcar y sal, sin molestarse en pesar las cantidades. Añadió un trozo de levadura del tarro de arcilla que guardaba en la despensa, trabajó la masa, dio forma redonda a las hogazas y las puso a fermentar. Con un badil retiró la ceniza acumulada en el horno de la cocina y encendió el fuego.

A continuación fue a la taberna y prendió la leña en la chimenea de piedra negra que ocupaba la pared norte, después de barrer la ceniza del inmenso hogar . Bombeó agua, se lavó las manos y subió una pieza de cordero del sótano. Recogió encendajas, entró más leña; golpeó el pan, que empezaba a subir, y lo acercó al horno, ya caliente.

Y de pronto ya no había nada más que hacer. Todo estaba preparado. Todo estaba limpio y ordenado. El posadero pelirrojo se quedó de pie detrás de la barra; su mirada fue regresando poco a poco de la distancia para concentrarse en la posada, en aquel momento y en aquel lugar, y acabó deteniéndose en la espada que colgaba en la pared, por encima de las botellas. No era una espada especialmente bonita, ornamentada ni llamativa. Era amenazadora, en cierto modo. Como lo es un alto acantilado. Era gris, sin melladuras y fría al tacto. Estaba tan afilada como un cristal roto. Tallada en la madera negra del tablero había una única palabra: «Delirio».

El posadero oyó unos pasos pesados en el porche de madera. El pasador traqueteó ruidosamente sin que llegara a abrirse la puerta, y a continuación se escucharon un retumbante «¡Hola!» y unos golpes.

—¡Un momento! —gritó Kote. Se apresuró hacia la puerta principal y giró la enorme llave metida en la resplandeciente cerradura de latón.

Al otro lado estaba Graham, con la gruesa mano en alto, a punto de llamar de nuevo. Al ver al posadero, en su rostro curtido se dibujó una sonrisa.

—¿Ha tenido que abrir hoy Bast por ti otra vez? —preguntó.

Kote sonrió, tolerante.

—Es buen chico —continuó Graham—. Un poco nervioso, quizá. Pensaba que hoy no abrirías la posada. —Carraspeó y se miró los pies un momento—. No me habría sorprendido, dadas las circunstancias.

Kote se guardó la llave en el bolsillo.

—La posada está abierta, como siempre. ¿En qué puedo ayudarte?

Graham se apartó del umbral y apuntó con la barbilla hacia fuera, donde había tres barriles junto a una carreta. Eran nuevos, de madera clara y lustrada, y con aros de metal reluciente.

—Ya sabía que anoche no podría dormir, y aproveché para terminar el último. Además, he oído decir que los Benton vendrán hoy con las primeras manzanas tardanas.

—Te lo agradezco.

—Los he apretado bien, para que aguanten todo el invierno. —Graham se acercó a los barriles y, orgulloso, golpeó uno de ellos con los nudillos—. No hay nada como una manzana de invierno para que el hambre no duela. —Miró a Kote con un destello en los ojos y volvió a golpear el barril—. Duela. ¿Lo has captado? ¿Las duelas del barril?

Kote gruñó un poco y se frotó la cara.

Graham rió para sí y pasó una mano por los brillantes aros de uno de los barriles.

—Nunca había hecho un barril con cercos de latón, pero me han quedado bien. Si ceden un poco, me avisas y los ajustaré.

—Me alegro de que hayas podido hacerlos —dijo el posadero—. En el sótano hay mucha humedad. El hierro solo aguantaría un par de años sin oxidarse.

—Tienes razón —coincidió Graham asintiendo—. La gente no suele pensar a largo plazo. —Se frotó las manos—. ¿Me echas una mano? No quiero que se me caiga uno y te deje marcas en el suelo.

Se pusieron a ello. Bajaron dos barriles al sótano, y el tercero lo pasaron por detrás de la barra; cruzaron la cocina y lo dejaron en la despensa.

Después los dos hombres volvieron a la taberna y se quedaron cada uno a un lado de la barra. Hubo un momento de silencio mientras Graham recorría con la mirada la estancia vacía. En la barra faltaban dos taburetes, y donde debería haber habido una mesa quedaba un espacio desocupado. En la ordenada taberna, esas ausencias llamaban tanto la atención como los huecos en una dentadura.

Graham desvió la mirada de una parte del suelo muy bien fregada, cerca de la barra. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de ardites de hierro sin brillo; casi no le temblaba la mano.

—Sírveme una jarra pequeña de cerveza, ¿quieres, Kote? —dijo con voz áspera—. Ya sé que es temprano, pero me espera un día largo. Tengo que ayudar a los Murrion a recoger el trigo.

El posadero sirvió la cerveza y se la puso delante sin decir nada. Graham se bebió la mitad de un largo trago. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos.

—Mal asunto, lo de anoche —dijo sin mirar al posadero, y dio otro sorbo.

Kote asintió con la cabeza. «Mal asunto, lo de anoche.» Lo más probable era que Graham no hiciera ningún otro comentario sobre la muerte de un hombre al que había conocido toda la vida. Aquella gente lo sabía todo de la muerte. Sacrificaban ellos mismos sus animales. Morían de fiebres, de caídas o de fracturas que se complicaban. La muerte era como un vecino desagradable: no hablabas de él por temor a que te oyera y decidiera pasar a hacerte una visita.

Excepto en las historias, por supuesto. Los relatos de reyes envenenados, de duelos y guerras antiguas no causaban ningún problema; vestían a la muerte con ropajes exóticos y la alejaban de tu puerta. El crup o una chimenea que se incendiaba podían resultar aterradores; el juicio de Gibea o el asedio de Enfast, en cambio, eran diferentes. Las historias eran como oraciones, como conjuros musitados a altas horas de la noche cuando caminabas solo en la oscuridad. Eran como amuletos de medio penique que le comprabas a un mercachifle por lo que pudiera pasar.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse por aquí ese escribano? —preguntó Graham al poco rato, y su voz resonó dentro de su jarra—. Quizá debería pedirle que me pusiera por escrito algunas cosas, por si acaso. —Frunció un poco la frente—. Mi padre siempre los llamaba «papelorios». No recuerdo cuál es su verdadero nombre.

—Si se trata de bienes tuyos de los que tiene que ocuparse otra persona, se llama transmisión de bienes —dijo el posadero con naturalidad—. Si se refiere a otras cosas, se llama mandamus de voluntad declarada.

Graham miró a su interlocutor y arqueó una ceja.

—Al menos eso es lo que yo tengo oído —dijo el posadero bajando la mirada y frotando la barra con un trapo blanco limpio—. El escribano mencionó algo de eso.

—Mandamus... —murmuró Graham con la jarra muy cerca de la cara—. Creo que le pediré que me escriba unos papelorios y que los legalice como mejor le parezca. —Miró de nuevo al posadero—. Supongo que seguramente habrá otros interesados en hacer algo parecido, en los tiempos que corren.

El posadero frunció el ceño, y al principio pareció un gesto de irritación. Pero no, no era eso. De pie detrás de la barra, ofrecía el aspecto de siempre, y su expresión era plácida y cordial. Asintió ligeramente.

—Comentó que se levantaría hacia mediodía —señaló Kote—. Estaba un poco alterado por lo que pasó anoche. Si aparece alguien antes de esa hora, me temo que no lo encontrará.

—No importa —dijo Graham encogiéndose de hombros—. De todas formas, hasta la hora de comer no habrá ni diez personas en todo el pueblo. —Dio otro sorbo de cerveza y miró por la ventana—. Hoy es un día de mucha faena en el campo, y eso no tiene vuelta de hoja.

El posadero se relajó un tanto.

—Mañana todavía andará por aquí, así que no hay necesidad de que vengan todos hoy. Le robaron el caballo cerca del vado de Abbott, y está buscando otro.

Graham aspiró entre dientes expresando compasión.

—Pobre desgraciado. En plena época de cosecha no encontrará un caballo por mucho que busque. Ni siquiera Carter ha podido sustituir a Nelly después de que aquella especie de araña lo atacara junto al Puente Viejo. —Sacudió la cabeza—. Parece mentira que pueda ocurrir algo así a solo tres kilómetros de tu propia casa. Antes...

Graham hizo una pausa.

—¡Divina pareja, parezco mi padre! —Metió la barbilla e imprimió aspereza a su voz—: «Cuando yo era niño, las estaciones guardaban un orden. El molinero no metía el pulgar en el platillo de la balanza y cada uno se ocupaba de sus asuntos.»

En el rostro del posadero se insinuó una sonrisa nostálgica.

—Mi padre afirmaba que la cerveza sabía mejor y que los caminos tenían menos roderas —dijo.

Graham sonrió, pero su sonrisa enseguida se descompuso. Miró hacia abajo, como si le incomodara lo que se disponía a decir:

—Ya sé que no eres de por aquí, Kote. Y eso no es fácil. Hay quien piensa que los forasteros no saben ni la hora que es.

Inspiró hondo; seguía sin mirar al posadero.

—Pero creo que tú sabes cosas que otros ignoran. Tú tienes una visión más... amplia, por así decirlo. —Levantó la mirada y, con seriedad y cautela, la clavó en el posadero; tenía ojeras por la falta de sueño—. ¿Están las cosas tan mal como parece últimamente? Los caminos se han vuelto peligrosos. Hay muchos robos y...

Graham hizo un esfuerzo evidente para no dirigir la vista a la parte de suelo vacía.

—Todos esos impuestos nuevos nos hacen pasar muchos apuros. Los Grayden están a punto de perder su granja. Esa especie de araña... —Dio otro trago de cerveza—. ¿Están las cosas tan mal como parece? ¿O me he vuelto viejo, como mi padre, y a todo le encuentro un sabor amargo comparado con cuando era niño?

Kote se entretuvo frotando la barra, como si se resistiera a hablar.

—Creo que las cosas siempre van mal de un modo u otro —declaró—. Quizá sea que solo nosotros, los mayores, nos damos cuenta.

Graham fue a asentir, pero frunció el entrecejo.

—Pero tú no eres mayor, ¿no? Siempre se me olvida. —Miró de arriba abajo al pelirrojo—. Es decir, te mueves como un viejo y hablas como un viejo, pero no lo eres, ¿verdad? Calculo que tendrás la mitad de mis años. —Lo miró entornando los ojos—. ¿Qué edad tienes, por cierto?

—La suficiente para sentirme viejo —contestó el posadero con una sonrisa que denotaba cansancio.

Graham soltó una risotada.

—Pero no la suficiente para hacer ruidos de viejo. Deberías andar por ahí persiguiendo mujeres y metiéndote en líos. Y dejar que los viejos nos quejemos de que el mundo se está volviendo loco.

El anciano carpintero se separó de la barra empujando con ambos brazos y se dirigió hacia la puerta.

—Volveré para hablar con tu escribano cuando paremos para comer. Y no seré el único. Hay muchos que querrán poner por escrito algunas cosas de modo oficial si tienen ocasión.

El posadero inspiró y expulsó el aire despacio.

—Graham...

El carpintero, que ya tenía una mano en la puerta, se volvió.

—No eres solo tú —dijo Kote—. Las cosas van mal, y me dice el instinto que van a empeorar. A nadie le haría daño prepararse para un crudo invierno. Y quizá asegurarse de que podría defenderse, en caso de que fuera necesario. —Se encogió de hombros—. Al menos eso es lo que me dice el instinto.

Graham apretó los labios formando una línea fina. Luego inclinó una vez la cabeza con gesto serio.

—Bueno, me alegro de no ser el único que lo intuye. —Entonces forzó una sonrisa y empezó a arremangarse la camisa al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta y decía—: ¡Pero hay que aprovechar mientras se pueda!

Poco después de eso, pasaron los Benton con un carro lleno de manzanas tardanas. El posadero les compró la mitad de las que llevaban y pasó una hora escogiéndolas y almacenándolas.

Metió las más verdes y más firmes en los barriles del sótano; las colocó con cuidado y las cubrió con serrín antes de clavar la tapa. Las que madurarían pronto las llevó a la despensa, mientras que las que tenían algún golpe o algún punto marrón las cortó en cuartos y las metió en una gran tina de peltre para hacer sidra con ellas.

Mientras seleccionaba y guardaba, el hombre pelirrojo parecía contento. Pero si alguien se hubiera fijado, quizá habría visto que, si bien tenía las manos ocupadas, su mirada estaba lejos de allí. Y si bien tenía una expresión serena, casi agradable, no había alegría en ella. El posadero no tarareaba ni silbaba mientras trabajaba. No cantaba.

Cuando hubo seleccionado la última manzana, cruzó la cocina con la tina de peltre y salió por la puerta trasera. Era una fría mañana de otoño, y detrás de la posada había un pequeño jardín privado, resguardado por unos árboles. Kote echó un montón de manzanas cuarteadas en la prensa de madera y enroscó la tapa hasta que esta empezó a ofrecer resistencia.

A continuación se arremangó la camisa hasta más arriba de los codos, asió el mango de la prensa con sus largas y elegantes manos y lo hizo girar. La tapa descendió, juntando primero las manzanas y luego triturándolas. Girar y asir. Girar y asir.

Si hubiera habido allí alguien mirando, se habría fijado en que aquel hombre no tenía brazos blancuchos de posadero. Cuando hacía girar el mango de madera, se le marcaban los músculos de los antebrazos, duros como cuerdas retorcidas. En la piel se le dibujaba un entramado de cicatrices viejas. La mayoría eran pálidas y finas como las grietas del hielo invernal. Otras eran rojas y terribles, y destacaban en su piel clara.

Las manos del posadero asían y giraban, asían y giraban. Solo se oían el crujido rítmico de la madera y el chorrito lento de la sidra al caer en el cubo que había debajo. Aquella operación tenía ritmo, pero le faltaba música; y la mirada del posadero era ausente y cargada de tristeza, los ojos de un verde tan pálido que casi parecían grises.

2. Acebo

2

Acebo

Cronista llegó al pie de la escalera y entró en la taberna de la Roca de Guía con su cartera de cuero colgada del hombro. Se paró en el umbral y vio al posadero pelirrojo encorvado sobre la barra, examinando algo minuciosamente.

Cronista carraspeó y entró en la estancia.

—Discúlpame por haber dormido hasta tan tarde —dijo—. No suelo... —Se interrumpió al ver lo que había encima de la barra—. ¿Estás preparando una tarta?

Kote, que estaba haciendo el reborde de la tarta con dos dedos, levantó la cabeza y, poniendo énfasis en el plural, dijo:

—Tartas. Sí, ¿por qué?

Cronista abrió la boca y la cerró. Desvió la mirada hacia la espada que colgaba, gris y silenciosa, en la pared, detrás de la barra, y luego volvió a dirigirla al posadero, que plisaba meticulosamente el borde de la tapa de masa alrededor del molde.

—Y ¿de qué son? —preguntó.

—De manzana. —Kote se enderezó y, con cuidado, hizo tres cortes en la tapa de masa de la tarta—. ¿Sabes lo difícil que es preparar una buena tarta?

—Pues no —admitió Cronista, y miró alrededor con nerviosismo—. ¿Dónde está tu ayudante?

—Esas cosas solo Dios puede saberlas —respondió el posadero—. Es muy difícil. Me refiero a hacer tartas. Nunca lo dirías, pero el proceso conlleva mucho trabajo. El pan es fácil. La sopa es fácil. El pudin es fácil. Pero la tarta es complicada. Es algo que no descubres hasta que intentas hacer una tú mismo.

Cronista asintió distraídamente, sin saber si se esperaba alguna otra cosa de él. Se descolgó la cartera del hombro y la dejó en una mesa cercana.

Kote se limpió las manos en el delantal.

—¿Sabes esa pulpa que queda cuando prensas manzanas para hacer sidra? —preguntó.

—¿El bagazo?

—¡Bagazo! —exclamó Kote con profundo alivio—. Eso es, el bagazo. ¿Qué hace la gente con él, después de extraer el zumo?

—Con el bagazo de uva se puede hacer un vino flojo —contestó Cronista—. O aceite, pero para eso necesitas mucha cantidad. Pero el bagazo de manzana no sirve para gran cosa. Puedes usarlo como fertilizante o mantillo, pero no es muy bueno. La gente se lo echa como alimento al ganado.

Kote asintió con aire pensativo.

—No pensaba que lo tiraran sin más. Por aquí lo aprovechan todo de una forma u otra. Bagazo. —Hablaba como si saboreara la palabra—. Es algo que me tenía preocupado desde hace dos años.

—En el pueblo cualquiera habría podido decírtelo —replicó Cronista, desconcertado.

—Si es algo que sabe todo el mundo, no puedo permitirme el lujo de preguntarlo —dijo el posadero frunciendo el entrecejo.

Se oyó una puerta que se cerraba y, a continuación, unos alegres y distraídos silbidos. Bast salió de la cocina cargado de pinchudas ramas de acebo envueltas en una sábana blanca.

Kote asintió con gravedad y se frotó las manos.

—Estupendo. Y ahora, ¿cómo...? —Entrecerró los ojos—. ¿Son esas mis sábanas buenas?

Bast miró el bulto que llevaba en las manos.

—Bueno, Reshi —dijo despacio—, eso depende. ¿Tienes sábanas malas?

Los ojos del posadero llamearon airados durante un segundo; luego Kote suspiró.

—Supongo que no importa. —Estiró un brazo y separó una larga rama del montón—. Muy bien, y ¿qué hacemos con esto?

Bast se encogió de hombros.

—Yo tampoco sé qué hacer, Reshi. Sé que los Sithe salían a caballo con coronas de acebo cuando perseguían a los bailarines de piel...

—No podemos pasearnos por ahí con coronas de acebo en la cabeza —dijo Kote con desdén—. La gente hablaría de nosotros.

—Me da igual lo que piensen y digan estos pueblerinos —murmuró Bast, y empezó a trenzar varias ramas largas y flexibles—. Cuando un bailarín se mete en tu cuerpo, eres como un títere movido por hilos. Si quieren, pueden hacer que te muerdas la lengua. —Levantó la corona, inacabada, y se la puso sobre la cabeza para comprobar la medida. Arrugó la nariz—. Pincha.

—Según las historias que he oído —dijo Kote—, con el acebo también se los puede atrapar en un cuerpo.

—¿No bastaría con que lleváramos hierro? —preguntó Cronista. Los otros dos lo miraron con curiosidad desde detrás de la barra, como si casi se hubieran olvidado de su presencia—. No sé, si es una criatura feérica...

—No digas «criatura feérica» —le espetó Bast—. Pareces un niño pequeño. Es un ser Fata. Un Faen, si quieres.

Cronista vaciló un momento antes de continuar.

—Si esa cosa se metiera en el cuerpo de alguien que llevara encima algo de hierro, ¿no le haría daño? ¿No saldría inmediatamente?

—Pueden hacer. Que te muerdas. La lengua —repitió Bast, separando las palabras como si hablara con un niño particularmente estúpido—. Una vez dentro de ti, pueden utilizar tu mano para sacarte los ojos con la misma facilidad con que arrancarías una margarita. ¿Qué te hace pensar que no podrían quitarte una pulsera o un anillo? —Meneó la cabeza y se miró los dedos mientras entrelazaba hábilmente otra rama de acebo, de un verde brillante, en la corona que sostenía—. Además, yo no pienso llevar hierro.

—Si pueden salir de los cuerpos —dijo Cronista—, ¿por qué el de anoche no salió del cuerpo de aquel hombre? ¿Por qué no se metió en alguno de nosotros?

Hubo un largo silencio, y entonces Bast se dio cuenta de que los otros dos lo estaban mirando.

—¿Me lo preguntas a mí? —Soltó una risita incrédula—. No tengo ni idea. Anpauen. A los últimos bailarines de piel los cazaron hace cientos de años. Mucho antes de mi época. Yo solo he oído historias.

—Entonces, ¿cómo sabemos que no saltó? —preguntó Cronista despacio, como si hasta preguntarlo le diera apuro—. ¿Cómo sabemos que no sigue aquí? —Estaba muy tieso en la silla—. ¿Cómo sabemos que ahora no está en alguno de nosotros?

—Pareció que muriese cuando murió el cuerpo del mercenario —dijo Kote—. Lo habríamos visto marchar. —Le lanzó una mirada a Bast—. Se supone que cuando abandonan el cuerpo toman la forma de una sombra oscura o de humo, ¿no es así?

Bast asintió.

—Además —señaló—, si hubiera salido del cuerpo, habría empezado a matar gente con el nuevo cuerpo. Eso es lo que suelen hacer. Van saltando de un cuerpo a otro hasta que no queda nadie con vida.

El posadero miró a Cronista y compuso una sonrisa tranquilizadora.

—¿Lo ves? Quizá ni siquiera fuera un bailarín de piel. Quizá solo fuera algo parecido.

La mirada de Cronista delataba espanto.

—Pero ¿cómo podemos estar seguros? Ahora mismo podría estar dentro del cuerpo de cualquiera de los vecinos...

—Podría estar dentro de mí —dijo Bast con desenvoltura—. A lo mejor solo estoy esperando a que bajes la guardia y entonces te morderé en el pecho, justo a la altura del corazón, y me beberé toda su sangre. Como si succionara el jugo de una ciruela.

Los labios de Cronista dibujaban una delgada línea.

—No tiene gracia —dijo.

Bast levantó la cabeza y miró a Cronista con una sonrisa maliciosa, mostrando los dientes. Pero había algo inquietante en su expresión. La sonrisa duraba demasiado. Era demasiado radiante. Y Bast no miraba directamente al escribano, sino ligeramente hacia un lado.

Se quedó quieto un momento; sus dedos ya no trabajaban, ágiles, entre las verdes hojas. Se miró las manos con curiosidad y dejó caer la corona de acebo sin terminar sobre la barra. Su sonrisa se apagó poco a poco y dejó paso a un semblante inexpresivo; echó un vistazo a la taberna, como embobado.

—¿Te veyan? —dijo con una voz extraña. Sus ojos, vidriosos, reflejaban confusión—. ¿Te-tanten ventelanet?

Entonces, moviéndose a una velocidad asombrosa, Bast se lanzó hacia Cronista desde detrás de la barra. El escribano saltó de la silla, apartándose de un brinco. Derribó dos mesas y media docena de sillas antes de tropezar y caer al suelo, moviendo los brazos y las piernas desesperadamente en un intento de llegar hasta la puerta.

Mientras se arrastraba, muerto de miedo, pálido y horrorizado, Cronista lanzó una rápida mirada por encima del hombro, y vio que Bast no había dado más de tres pasos. El joven moreno estaba de pie junto a la barra, doblado por la cintura y temblando muerto de risa. Con una mano se tapaba la cara, y con la otra apuntaba a Cronista. Sus carcajadas eran tan violentas que apenas podía respirar. Al cabo de un momento tuvo que sujetarse con ambos brazos a la barra.

Cronista estaba furioso.

—¡Imbécil! —gritó mientras se ponía de pie con dificultad—. ¡Eres... eres un imbécil!

Bast, todavía falto de aire por la risa, levantó los brazos y, casi sin fuerzas, hizo ver que arañaba el aire, como un niño que imita a un oso.

—Bast —lo reprendió el posadero—. Venga. Por favor. —Pero si bien el tono de Kote era severo, la risa se reflejaba en sus ojos. Le temblaban los labios, tratando de no dejar escapar una sonrisa.

Ofendido, Cronista puso las sillas y las mesas en su sitio, golpeándolas contra el suelo con más fuerza de la necesaria. Cuando por fin llegó a la mesa a la que antes estaba sentado, tomó de nuevo asiento, con la espalda muy tiesa. Para entonces Bast volvía a estar detrás de la barra, con la respiración agitada y muy concentrado en el acebo que tenía en las manos.

Cronista lo fulminó con la mirada y se frotó la espinilla. Bast sofocó algo que, teóricamente, habría podido ser una tos.

Kote rió para sus adentros y sacó otra rama de acebo del fardo, añadiéndola al largo cordón que estaba trenzando. Levantó la cabeza y miró a Cronista.

—Antes de que me olvide, creo que hoy vendrá gente a solicitar tus servicios de escribano.

—Ah, ¿sí? —Cronista parecía sorprendido.

Kote asintió y dio un suspiro de irritación.

—Sí. La noticia ya ha empezado a correr, no podemos hacer nada. Tendremos que ocuparnos de ellos como podamos. Por suerte, todo aquel que tenga dos buenas manos estará trabajando en el campo hasta mediodía, de modo que no tendremos que preocuparnos por eso hasta...

Los dedos del posadero, que manejaban las ramas de acebo con torpeza, partieron una rama, y una espina se le clavó en la yema del pulgar. El pelirrojo no se inmutó ni maldijo en voz alta; se limitó a fruncir el ceño y mirarse las manos mientras se formaba una gota de sangre, roja como una baya.

El posadero, arrugando la frente, se llevó el pulgar a la boca. Su expresión ya no era risueña, y tenía la mirada dura e inescrutable. Dejó a un lado el cordón de acebo sin terminar, con un gesto tan deliberadamente desenfadado que casi daba miedo.

Volvió a mirar a Cronista y, con una voz absolutamente calmada, agregó:

—Lo que quiero decir es que deberíamos aprovechar el tiempo antes de que nos interrumpan. Pero antes, supongo que querrás desayunar algo.

—Si no es mucha molestia —contestó Cronista.

—En absoluto —dijo Kote; se dio la vuelta y entró en la cocina.

Bast lo vio marchar con gesto de preocupación.

—Tendrías que apartar la sidra del fuego y ponerla fuera a enfriar —le gritó—. La última tanda parecía mermelada y no jugo. Ah, y he encontrado unas hierbas ahí fuera. Están encima del barril del agua de lluvia. Míratelas, a ver si sirven para la cena.

Una vez solos en la taberna, Bast y Cronista se miraron largamente por encima de la barra. El único sonido que se oyó fue el golpe de la puerta trasera al cerrarse.

Bast le hizo un último arreglo a la corona que tenía en las manos y la examinó desde todos los ángulos. Se la acercó a la cara como si fuera a olerla; pero en lugar de eso, inspiró hondo llenando los pulmones, cerró los ojos y sopló sobre las hojas de acebo, tan suavemente que estas apenas se movieron. Abrió los ojos, compuso una sonrisa adorable de disculpa y fue hacia Cronista.

—Toma. —Ofreció la corona de acebo al escribano, que seguía sentado.

Cronista no hizo ademán de cogerla, pero Bast no borró la sonrisa de sus labios.

—No lo has visto porque estabas muy entretenido cayéndote —dijo con voz queda—, pero cuando has salido corriendo, se ha reído. Ha soltado tres buenas carcajadas desde lo más hondo del vientre. Tiene una risa maravillosa. Es como la fruta. Como la música. Llevaba meses sin oírla.

Bast volvió a tenderle la corona de acebo sonriendo con timidez.

—Esto es para ti. Le he puesto toda la grammaría que tengo. Se mantendrá viva y verde más tiempo del que imaginas. Cogí el acebo de la manera adecuada y le he dado forma con mis propias manos. Está cogido, tejido y movido con una intención. —Alargó un poco más el brazo, como un niño tímido entregando un ramo de flores—. Tómala. Es un regalo que te hago de buen grado. Te lo ofrezco sin compromiso, impedimento ni obligación.

Cronista, vacilante, estiró el brazo y cogió la corona. La examinó dándole vueltas con las manos. Entre las hojas verde oscuro había unas bayas rojas que parecían gemas, y estaba hábilmente trenzada, de manera que las espinas apuntaban hacia fuera. Se la colocó con cuidado sobre la cabeza y comprobó que se ajustaba muy bien al contorno de su frente.

—¡Aclamemos todos al Señor del Desgobierno! —gritó Bast, sonriendo y levantando las manos. Luego soltó una risa jubilosa.

Una sonrisa se asomó a los labios de Cronista mientras se quitaba la corona.

—Bueno —dijo en voz baja al mismo tiempo que bajaba las manos hasta el regazo—, ¿significa esto que estamos en paces?

Bast ladeó la cabeza, confuso.

—¿Cómo dices?

—Me refiero a lo que me dijiste... anoche... —Cronista parecía incómodo.

Bast parecía sorprendido.

—Ah, no —dijo con seriedad, negando con la cabeza—. No. En absoluto. Me perteneces, hasta la médula de los huesos. Eres un instrumento de mis deseos. —Echó un vistazo hacia la cocina, y su expresión se tornó amarga—. Y ya sabes qué es lo que deseo. Hacerle recordar que es algo más que un posadero que prepara tartas. —La última palabra fue casi un escupitajo.

—Sigo sin saber qué puedo hacer yo —repuso Cronista, removiéndose en la silla y desviando la mirada.

—Harás todo lo que puedas —replicó Bast en voz baja—. Lo harás salir de dentro de sí mismo. Lo despertarás. —Esto último lo dijo con fiereza.

Puso una mano en el hombro de Cronista y entrecerró ligeramente los ojos azules.

—Le harás recordar. Lo harás.

Cronista vaciló un momento; luego agachó la cabeza, miró la corona de acebo que tenía en el regazo y asintió con una leve inclinación.

—Haré lo que pueda.

—Eso es lo único que todos nosotros podemos hacer —dijo Bast, y le dio una palmadita amistosa en la espalda—. Por cierto, ¿qué tal el hombro?

El escribano lo hizo girar, y el movimiento pareció fuera de lugar, porque el resto de su cuerpo se mantuvo rígido y quieto.

—Dormido. Frío. Pero no me duele.

—Era de esperar. Yo en tu lugar no me preocuparía. —Bast le sonrió alentadoramente—. La vida es demasiado corta para que os preocupéis por cosas sin importancia.

Desayunaron: patatas, tostadas, tomates y huevos. Cronista se sirvió una ración respetable, y Bast comió por tres. Kote iba haciendo sus tareas: fue a buscar más leña, echó carbón al horno para prepararlo para cocer las tartas y vertió en jarras la sidra que había puesto a enfriar.

Estaba llevando un par de jarras de sidra a la barra cuando se oyeron unas pisadas de botas en el porche de madera de la posada, más fuertes que unos golpes dados en la puerta con los nudillos. Al cabo de un momento, el aprendiz del herrero irrumpió en la taberna. Pese a tener solo dieciséis años, era uno de los hombres más altos del pueblo, y tenía unos hombros anchos y unos brazos gruesos.

—Hola, Aaron —dijo el posadero con serenidad—. Cierra la puerta, ¿quieres? Entra mucho polvo.

Cuando el aprendiz del herrero se dio la vuelta para cerrar la puerta, el posadero y Bast, sin decirse nada y actuando perfectamente coordinados, escondieron con rapidez casi todo el acebo debajo de la barra. El aprendiz del herrero se dio la vuelta de nuevo y vio a Bast jugueteando distraídamente con algo que habría podido ser una pequeña guirnalda inacabada. Algo con que mantener los dedos ocupados para combatir el aburrimiento.

Aaron no dio muestras de haber notado nada raro cuando se apresuró hacia la barra.

—Señor Kote —dijo, emocionado—, ¿podría prepararme unas provisiones de viaje? —Agitó un saco de arpillera vacío—. Carter me ha dicho que usted sabría a qué me refiero.

El posadero asintió.

—Tengo pan y queso, salchichas y manzanas. —Le hizo una seña a Bast, que agarró el saco y se dirigió a la cocina—. ¿Adónde va Carter?

—Nos vamos los dos —dijo el chico—. Hoy los Orrison van a vender unos añojos en Treya, y nos han contratado a Carter y a mí para que los acompañemos, ya que los caminos están muy mal y todo eso.

—Treya —musitó el posadero—. Entonces no volveréis hasta mañana.

El aprendiz del herrero depositó despacio un delgado sueldo de plata sobre la brillante barra de caoba.

—Carter confía en encontrar también un sustituto para Nelly. Pero dice que si no encuentra ningún caballo, quizá acepte la paga del rey.

—¿Carter piensa alistarse? —preguntó Kote arqueando las cejas.

El chico sonrió con una extraña mezcla de regocijo y tristeza.

—Dice que no tiene alternativa si no encuentra un caballo para su carro. Dice que en el ejército se ocupan de ti, que te dan de comer y que ves mundo. —La emoción se reflejaba en la mirada del joven, cuya expresión se debatía entre el entusiasmo de un niño y la seria preocupación de un hombre—. Y ahora ya no te dan un noble de plata por alistarte. Ahora te dan un soberano. Un soberano de oro.

El rostro del posadero se ensombreció.

—Carter es el único que se está planteando alistarse, ¿verdad? —Miró al chico a los ojos.

—Un soberano es mucho dinero —admitió el aprendiz del herrero, con sonrisa furtiva—. Y la vida es dura desde que murió padre y madre vino a vivir aquí desde Rannish.

—Y ¿qué opina tu madre de que te alistes en el ejército?

El chico se puso serio.

—Espero que no se me ponga usted de su lado —protestó—. Creí que lo entendería. Usted es un hombre, sabe que un hombre debe cuidar de su madre.

—Lo que sé es que tu madre preferiría tenerte en casa, sano y salvo, que nadar en una bañera de oro, muchacho.

—Estoy harto de que la gente me llame «muchacho» —le espetó el aprendiz del herrero, ruborizándose—. Puedo ser útil en el ejército. Cuando los rebeldes juren lealtad al Rey Penitente, las cosas empezarán a mejorar otra vez. No tendremos que pagar tantos impuestos. Los Bentley no perderán sus tierras. Los caminos volverán a ser seguros. —Entonces su expresión se entristeció, y por un instante su rostro dejó de parecer joven—. Y entonces madre no tendrá que esperarme, angustiada, cada vez que yo salga de casa —añadió con voz lúgubre—. Dejará de despertarse tres veces por la noche para comprobar los postigos de las ventanas y la tranca de la puerta.

Aaron miró al posadero a los ojos y enderezó la espalda; al dejar de encorvarse, le sacaba casi una cabeza al pelirrojo.

—Hay veces en que un hombre tiene que defender a su rey y su país.

—¿Y Rose? —preguntó el posadero con voz suave.

El aprendiz se sonrojó y bajó la mirada, avergonzado. Volvió a dejar caer los hombros y se desinfló como una vela cuando el viento deja de soplar.

—Señor, ¿lo saben todos?

El posadero asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa amable.

—En un pueblo como este no hay secretos.

—Bueno —dijo Aaron con decisión—, esto también lo hago por ella. Por nosotros. Con mi paga de soldado y con lo que tengo ahorrado, podré comprar una casa para nosotros, o montar mi propio taller sin tener que recurrir a ningún prestamista miserable.

Kote abrió la boca y volvió a cerrarla. Se quedó pensativo el tiempo que tardó en inspirar y expirar lentamente, y luego, como si escogiera sus palabras con mucho cuidado, preguntó:

—¿Sabes quién es Kvothe, Aaron?

El aprendiz del herrero puso los ojos en blanco.

—No soy idiota. Anoche mismo hablábamos de él, ¿no se acuerda? —Miró más allá del hombro del posadero, hacia la cocina—. Mire, tengo que marcharme. Carter se pondrá furioso si no...

Kote hizo un gesto tranquilizador.

—Te propongo un trato, Aaron. Escucha lo que quiero decirte, y entonces podrás llevarte la comida gratis. —Deslizó el sueldo de plata sobre la barra hacia el muchacho—. Así podrás utilizar esto para comprarle algo bonito a Rose en Treya.

—De acuerdo —dijo Aaron asintiendo con cautela.

—¿Qué sabes de Kvothe por las historias que has oído contar? ¿Qué aspecto crees que tiene?

—¿Aparte de aspecto de muerto? —dijo Aaron riendo.

Kote compuso un amago de sonrisa.

—Aparte de aspecto de muerto.

—Dominaba todo tipo de magias secretas —respondió Aaron—. Sabía seis palabras que, susurradas al oído de un caballo, le hacían correr ciento cincuenta kilómetros sin parar. Podía convertir el hierro en oro y atrapar un rayo en una jarra de litro para utilizarlo más tarde. Sabía una canción que abría cualquier cerrojo, y podía romper una puerta de roble macizo con una sola mano...

Aaron se interrumpió.

—En realidad depende de la historia. A veces es un buen tipo, una especie de Príncipe Azul. Una vez rescató a unas muchachas de una cuadrilla de ogros...

Otra sonrisa apagada.

—Ya.

—... pero en otras historias es un cabronazo —continuó Aaron—. Robó magias secretas de la Universidad. Por eso lo echaron de allí, ¿sabe? Y no le pusieron el apodo de Kvothe el Asesino de Reyes por lo bien que tocaba el laúd.

La sonrisa desapareció de los labios del posadero, que asintió con la cabeza.

—Cierto. Pero ¿cómo era?

—Era pelirrojo, si se refiere a eso —dijo Aaron frunciendo un poco el ceño—. En eso coinciden todas las historias. Un diablo con la espada. Era sumamente listo. Y además tenía mucha labia, y la empleaba para salir de todo tipo de aprietos.

El posadero asintió.

—Muy bien —dijo—. Y si tú fueras Kvothe, y sumamente listo, como tú dices, y de pronto pagaran por tu cabeza mil soberanos de oro y un ducado, ¿qué harías?

El aprendiz del herrero sacudió la cabeza y se encogió de hombros; no sabía qué responder.

—Pues si yo fuera Kvothe —dijo el posadero—, fingiría mi muerte, me cambiaría el nombre y buscaría un pueblecito perdido. Entonces abriría una posada y haría todo lo posible por desaparecer del mapa. —Miró al joven—. Eso sería lo que yo haría.

Aaron desvió la mirada hacia el cabello del posadero, hacia la espada colgada sobre la barra y, por último, de nuevo a los ojos del hombre pelirrojo.

Kote asintió lentamente, y entonces señaló a Cronista.

—Ese hombre no es un escribano como otro cualquiera. Es una especie de historiador, y ha venido a escribir la verdadera historia de mi vida. Te has perdido el principio, pero si quieres, puedes quedarte a oír el resto. —Esbozó una sonrisa relajada—. Yo puedo contarte historias que nadie ha oído nunca. Historias que nadie volverá a oír. Historias sobre Felurian, sobre cómo aprendí a luchar con los Adem. La verdad sobre la princesa Ariel.

El posadero tendió un brazo por encima de la barra y tocó el del chico.

—La verdad es que te tengo aprecio, Aaron. Creo que eres muy espabilado, y no me gustaría nada ver cómo echas a perder tu vida. —Respiró hondo y miró al aprendiz del herrero con intensidad. Sus ojos eran de un verde asombroso—. Sé cómo empezó esta guerra. Sé la verdad sobre ella. Cuando la hayas oído, ya no estarás tan impaciente por marcharte corriendo a pelear y morir en ella.

El posadero señaló una de las sillas vacías de la mesa, junto a Cronista, y compuso una sonrisa tan fácil y tan adorable que parecía la de un príncipe de cuento.

—¿Qué me dices?

Aaron miró muy serio al posadero por un momento; su mirada subió hacia la espada, y luego volvió a descender.

—Si de verdad es usted... —No terminó la frase, pero su expresión la convirtió en una pregunta.

—Sí, lo soy de verdad —afirmó Kote con amabilidad.

—En ese caso, ¿puedo ver su capa de ningún color? —preguntó el aprendiz con una tímida sonrisa.

La sonrisa adorable del posadero se quedó rígida y crispada como un vidrio roto.

—Confundes a Kvothe con Táborlin el Grande —dijo Cronista desde el otro extremo de la habitación, con toda naturalidad—. El de la capa de ningún color era Táborlin.

Aaron se volvió y miró al escribano con gesto de desconcierto.

—Entonces, ¿qué era lo que tenía Kvothe?

—Una capa de sombra —respondió Cronista—. Si no recuerdo mal.

El chico se volvió de nuevo hacia la barra.

—Pues ¿puede enseñarme su capa de sombra? —preguntó—. ¿O hacer algún truco de magia? Siempre he querido ver alguno. Me contentaría con un poco de fuego, o con un relámpago. No quiero que se canse por mi culpa.

Antes de que el posadero pudiera dar una respuesta, Aaron soltó una carcajada.

—Solo estaba tomándole un poco el pelo, señor Kote. —Volvió a sonreír, más abiertamente que antes—. ¡Divina pareja!, jamás en la vida había hablado con un mentiroso de su talla. Ni siquiera mi tío Alvan podía soltarla tan gorda con esa cara tan seria.

El posadero miró hacia abajo y murmuró algo incomprensible.

Aaron tendió un brazo por encima de la barra y puso su ancha mano sobre el hombro de Kote.

—Ya sé que solo intenta ayudar, señor Kote —dijo con ternura—. Es usted un buen hombre, y pensaré en lo que me ha dicho. No iré corriendo a alistarme. Solo quiero estudiar bien mis opciones.

El aprendiz del herrero sacudió la cabeza, contrito.

—De verdad. Esta mañana todos me sueltan alguna. Mi madre me ha venido con que tiene tisis. Rose me ha dicho que está embarazada. —Se pasó una mano por el cabello y chascó la lengua—. Pero lo suyo se lleva la palma, he de reconocerlo.

—Bueno, es que... —Kote consiguió forzar una sonrisa—. No habría podido mirar a tu madre a la cara si no lo hubiera intentado.

—Si hubiera escogido cualquier otro detalle, quizá me lo habría tragado —repuso el chico—. Pero todo el mundo sabe que la espada de Kvothe era de plata. —Desvió la mirada hacia la espada colgada en la pared—. Y tampoco se llamaba Delirio. Se llamaba Kaysera, la asesina de poetas.

El posadero se estremeció un poco al oír eso.

—¿La asesina de poetas?

—Sí, señor —confirmó Aaron asintiendo con obstinación—. Y su escribano tiene razón. Llevaba una capa hecha de telarañas y sombras, y anillos en todos los dedos. ¿Cómo era?

De piedra, hierro, ámbar, madera y hueso

eran los anillos que lucía en una mano.

E...

El aprendiz arrugó la frente.

—No me acuerdo del resto. Decía algo del fuego...

El hombre pelirrojo adoptó una expresión insondable. Miró hacia abajo, hacia sus manos, extendidas y posadas sobre la barra, y al cabo recitó:

E invisibles eran los que llevaba en la otra:

una sortija de sangre, el primero;

de aire, tenue como un susurro, el segundo;

el de hielo encerraba una grieta,

con un fulgor débil brillaba el de fuego,

y el último anillo no tenía nombre.

—Eso es —dijo Aaron sonriendo—. No tendrá ninguno de esos anillos escondido detrás de la barra, ¿verdad? —Se puso de puntillas e hizo como si se asomara.

Kote esbozó una sonrisa avergonzada.

—No. No tengo ninguno.

Ambos se sobresaltaron cuando Bast dejó caer un saco de arpillera sobre la barra con un golpazo.

—Creo que con esto habrá comida suficiente para dos días para Carter y para ti, y quizá hasta sobre —dijo Bast con brusquedad.

Aaron se cargó el saco a la espalda y se dirigió hacia la puerta, pero titubeó y miró a los dos hombres que estaban detrás de la barra.

—No me gusta pedir favores. El viejo Cob me ha prometido que cuidará de mi madre, pero...

Bast salió de detrás de la barra y fue a acompañar al chico hasta la puerta.

—Seguro que estará bien. Si quieres, yo puedo pasar a ver a Rose. —Miró al aprendiz con una sonrisa lasciva en los labios—. Solo para asegurarme de que no se siente sola, ya sabes.

—Se lo agradecería mucho —repuso Aaron, aliviado—. Cuando me he ido la he dejado un poco compungida. Le iría bien que alguien la reconfortara un poco.

Bast, que ya había empezado a abrir la puerta de la posada, se quedó quieto y miró, incrédulo, al corpulento Aaron. Entonces meneó la cabeza y terminó de abrir.

—Bueno, buen viaje. Pásalo bien en la gran ciudad. Y no bebas agua.

Bast cerró la puerta y apoyó la frente en la madera, como si de pronto se sintiera muy cansado.

—¿«Le iría bien que alguien la reconfortara un poco»? —repitió con incredulidad—. Retiro todo lo dicho alguna vez de que ese chico sea listo. —Se volvió hacia la barra mientras apuntaba con un dedo a la puerta cerrada—. Eso —dijo con firmeza, sin dirigirse a nadie en particular—, eso es lo que pasa por trabajar con hierro todos los días.

El posadero chascó la lengua y se apoyó en la barra.

—Ya ves lo que queda de mi labia legendaria.

Bast dio un resoplido de desprecio.

—Ese muchacho es un idiota, Reshi.

—¿Y debería sentirme mejor porque no he sabido persuadir a un idiota, Bast?

Cronista carraspeó débilmente.

—Parece, más bien, un testimonio del gran papel que has hecho aquí —dijo—. Has interpretado tan bien al posadero que ya no pueden concebir que seas alguna otra cosa. —Abrió un brazo abarcando la taberna vacía—. Francamente, me sorprende que estés dispuesto a arriesgar la vida que te has construido aquí solo para impedir que el muchacho no se aliste en el ejército.

—No es un gran riesgo —dijo el posadero—. No es una gran vida. —Se enderezó, salió de detrás de la barra y fue hasta la mesa a la que estaba sentado Cronista—. Soy responsable de todas las muertes de esta estúpida guerra. Solo pretendía salvar una vida. Por lo visto, ni siquiera de eso soy capaz.

Se sentó enfrente de Cronista y continuó:

—¿Dónde lo dejamos ayer? Si puedo evitarlo, prefiero no repetirme.

—Acababas de llamar al viento y de darle a Ambrose una muestra de lo que le esperaba —dijo Bast desde la puerta—. Y lloriqueabas como un bobo por tu amada.

—Yo no lloriqueo como un bobo, Bast —protestó Kote levantando la cabeza.

Cronista abrió su cartera de cuero y sacó una hoja de papel que tenía tres cuartas partes escritas con letra pequeña y precisa.

—Si quieres, puedo leerte lo último.

Kote tendió una mano.

—Recuerdo tu clave lo suficientemente bien para leerlo por mí mismo —dijo cansinamente—. Dámelo. Quizá me ayude a refrescar la memoria. —Miró a Bast—. Si vas a escuchar, ven aquí y siéntate. No quiero verte rondando.

Bast fue correteando hasta la silla mientras Kote inspiraba hondo y leía la última página de la historia que había relatado el día anterior. El posadero guardó un largo silencio. Sus labios temblaron un instante, como si fueran a fruncirse, y luego dibujaron algo parecido a la débil sombra de una sonrisa.

Asintió con aire pensativo; todavía seguía mirando la hoja.

—Había dedicado gran parte de mi corta vida a intentar entrar en la Universidad —dijo—. Quería estudiar allí antes incluso de que mataran a mi troupe. Antes de saber que los Chandrian eran más que una historia para contar alrededor de una fogata. Antes de empezar a buscar a los Amyr.

El posadero se reclinó en el respaldo de la silla; su expresión de cansancio desapareció y se tornó pensativa.

—Creía que cuando llegara allí, todo sería fácil. Aprendería magia y encontraría respuestas para todas mis preguntas. Creía que todo sería sencillo como en los cuentos.

Kvothe sonrió, un poco abochornado, y su expresión hizo que su rostro pareciera asombrosamente joven.

—Y tal vez lo habría sido, si no tuviera tanto talento para crearme enemigos y buscarme problemas. Lo único que yo quería era tocar mi música, asistir a las clases y buscar mis respuestas. Todo lo que quería estaba en la Universidad. Lo único que quería era quedarme allí. —Asintió para sí—. Por ahí es por donde deberíamos empezar.

El posadero le devolvió la hoja de papel a Cronista, que, distraído, la alisó con una mano. A continuación, Cronista destapó el tintero y mojó la pluma. Bast se inclinó hacia delante, expectante, sonriendo como un niño impaciente.

Kvothe paseó la mirada por la estancia observándolo todo. Inspiró hondo y de pronto sonrió. Y por un instante no pareció en absoluto un posadero. Tenía los ojos intensos y brillantes, verdes como una brizna de hierba.

—¿Preparados?

3. Suerte

3

Suerte

Los bimestres de la Universidad siempre empezaban igual: con el sorteo de Admisiones, seguido de todo un ciclo dedicado a exámenes. Eran una especie de mal necesario.

No pongo en duda que, al principio, ese proceso fuera razonable. Cuando la Universidad era más pequeña, imagino que los exámenes debían de ser auténticas entrevistas. Una oportunidad para que el alumno mantuviera una conversación con los maestros sobre lo que había aprendido. Un diálogo. Una discusión.

Pero la Universidad ya tenía más de mil alumnos. No había tiempo para discusiones. En lugar de eso, los alumnos se sometían a una batería de preguntas que solo duraba unos pocos minutos. Dado que las entrevistas eran muy breves, una sola respuesta incorrecta o un titubeo demasiado largo podían tener un grave efecto en tu matrícula.

Antes de las entrevistas, los alumnos estudiaban obsesivamente. Y después bebían para celebrarlo o para consolarse. Como consecuencia de ello, durante los once días de Admisiones la mayoría de los alumnos andaban nerviosos y exhaustos, en el mejor de los casos. En el peor, se paseaban por la Universidad como engendros, pálidos y ojerosos por haber dormido poco, por haber bebido demasiado o por ambas cosas.

A mí, personalmente, me parecía extraño que todo el mundo se tomara aquel proceso tan en serio. La mayoría de los estudiantes eran nobles o miembros de familias adineradas de comerciantes. Para ellos, una matrícula cara no era más que un inconveniente, pues los dejaba con menos dinero de bolsillo para gastar en caballos y prostitutas.

Yo me jugaba mucho más. Una vez que los maestros habían determinado una matrícula, no había forma de cambiarla. De modo que si me ponían una matrícula demasiado alta, no podría entrar en la Universidad hasta haber reunido suficiente dinero para pagarla.

La primera jornada de Admisiones siempre tenía un aire festivo. No había clases, y el sorteo ocupaba la primera mitad del día. Los desafortunados alumnos que obtenían las horas más tempranas se veían obligados a pasar por el examen de admisión pocas horas después.

Cuando llegué, ya se habían formado largas colas que serpenteaban por el patio, mientras que los alumnos que ya habían sacado sus fichas iban de un lado para otro, quejándose de las horas que les habían tocado y tratando de venderla, intercambiarla o de comprar otra.

Como no veía a Wilem ni a Simmon por ninguna parte, me puse en la primera cola que encontré e intenté no pensar en el poco dinero que llevaba en mi bolsa: un talento y tres iotas. En otra época de mi vida, eso me habría parecido una fortuna. Pero no era suficiente, ni mucho menos, para pagar mi matrícula.

Repartidas por el patio había carretas donde se vendían salchichas y castañas, sidra caliente y cerveza. Me llegó el olor a pan caliente y a grasa de una cercana. Tenía montones de pasteles de carne de cerdo para quienes pudieran permitirse ese lujo.

El sorteo siempre se celebraba en el patio más grande de la Universidad. La mayoría lo llamaban la plaza del poste, aunque unos pocos cuyos recuerdos se remontaban más allá se referían a ella como el Patio de las Interrogaciones. Yo la conocía por un nombre aún más antiguo: la Casa del Viento.

Me había quedado contemplando unas hojas que se arrastraban por los adoquines, y cuando levanté la cabeza vi a Fela mirándome. Estaba en la misma fila que yo, unos treinta o cuarenta puestos por delante de mí. Me sonrió con calidez y me saludó con la mano. Le devolví el saludo; ella dejó su sitio y vino hacia mí.

Fela era hermosa. La clase de mujer que no te sorprendería ver en un cuadro. No tenía la belleza elaborada y artificial que tanto abunda entre la nobleza; Fela era natural y sin afectación, de ojos grandes y labios carnosos que sonreían constantemente. Aquí, en la Universidad, donde había diez veces más hombres que mujeres, ella destacaba como un caballo en un redil de ovejas.

—¿Te importa que espere contigo? —me preguntó colocándose a mi lado—. No soporto no tener a nadie con quien hablar. —Sonrió, adorable, a los dos jóvenes que iban detrás de mí—. No me estoy colando —aclaró—. Solo he retrocedido unos puestos.

Ellos no pusieron ninguna objeción, aunque no dejaban de mirarnos. Casi podía oírles preguntándose por qué una de las mujeres más encantadoras de la Universidad iba a dejar su puesto en la cola para ponerse a mi lado.

Era una pregunta lógica. Yo también sentía curiosidad.

Me hice a un lado para dejarle sitio y nos quedamos un momento codo con codo, sin decir nada.

—¿Qué vas a estudiar este año? —pregunté.

Fela se apartó el cabello del hombro.

—Supongo que seguiré trabajando en el Archivo. Química, también. Y Brandeur me ha invitado a apuntarme a Matemáticas Múltiples.

—Demasiados números —dije estremeciéndome un poco—. A mí no se me dan nada bien.

Fela se encogió de hombros, y los largos y oscuros rizos de cabello que acababa de apartar aprovecharon la oportunidad para volver a enmarcar su rostro.

—Cuando le coges el truco, no es tan difícil como parece. Más que nada, es un juego. —Me miró ladeando la cabeza—. Y tú, ¿qué harás?

—Observación en la Clínica —dije—. Estudiar y trabajar en la Factoría. Simpatía también, si Dal me acepta. Seguramente también le daré un repaso a mi siaru.

—¿Sabes siaru? —me preguntó, sorprendida.

—Un poco —respondí—. Pero según Wil, mi gramática da pena.

Fela asintió; luego me miró de reojo mordiéndose el labio inferior.

—Elodin también me ha pedido que coja su asignatura —dijo con una voz cargada de aprensión.

—¿Elodin tiene una asignatura? —pregunté—. Creía que no le dejaban dar clases.

—Empieza este bimestre —me explicó Fela mirándome con curiosidad—. Creía que te apuntarías. ¿No fue él quien propuso que te ascendieran a Re’lar?

—Sí, fue él —confirmé.

—Ah. —Se turbó un poco y, rápidamente, añadió—: Seguramente es que todavía no te lo ha pedido. O quizá prefiera darte clases individuales.

Le quité importancia con un ademán, aunque me dolía pensar que Elodin me hubiera descartado.

—Con Elodin nunca se sabe —dije—. Si no está loco, es el mejor actor que he conocido jamás.

Fela fue a decir algo; miró alrededor, inquieta, y se acercó más a mí. Nuestros hombros se rozaron, y su rizado cabello me hizo cosquillas en la oreja cuando, en voz baja, me preguntó:

—¿Es verdad que te tiró desde el tejado de las Gavias?

Chasqué la lengua, un poco abochornado.

—Es una historia complicada —dije, y cambié de tema con bastante torpeza—. ¿Cómo se llama su asignatura?

Fela se frotó la frente y soltó una risita de frustración.

—No tengo ni la menor idea. Dijo que el nombre de la asignatura era el nombre de la asignatura. —Me miró—. ¿Qué significa eso? Cuando vaya a Registros y Horarios, ¿figurará como «El nombre de la asignatura»?

Admití que no lo sabía, y a partir de ahí era fácil que empezáramos a compartir historias sobre Elodin. Fela me contó que un secretario lo había encontrado desnudo en el Archivo. Yo había oído que una vez se había pasado un ciclo entero paseándose por la Universidad con los ojos vendados. Fela había oído que se había inventado todo un idioma. Yo había oído que había empezado una pelea en una de las tabernas más sórdidas de los alrededores porque alguien se había empeñado en decir la palabra «utilizar» en lugar de «usar».

—Esa también la había oído yo —dijo Fela riendo—. Pero en mi versión, era en la Calesa y se trataba de un baronet que no dejaba de repetir la palabra «además».

Ni nos habíamos dado cuenta y ya estábamos en los primeros puestos de la cola.

—Kvothe, hijo de Arliden —dije.

La mujer, con aburrimiento, tachó mi nombre, y extraje una ficha lisa de marfil de la bolsa de terciopelo negro. «ABATIDA, MEDIODÍA», rezaba. Octavo día de Admisiones, tiempo de sobra para prepararme.

Fela sacó también su ficha y nos apartamos de la mesa.

—¿Qué te ha tocado? —pregunté.

Me mostró su pequeña ficha de marfil. Prendido, cuarta campanada. Fela había tenido mucha suerte: era una de las últimas horas que podían tocarte.

—Caramba, enhorabuena.

Fela se encogió de hombros y se guardó la ficha en el bolsillo.

—A mí no me importa. No estudio mucho. Cuanto más me preparo, peor lo hago. Solo consigo ponerme nerviosa.

—Entonces deberías cambiarla. —Señalé a la masa de alumnos que pululaban por el patio—. Seguro que hay alguien dispuesto a pagar un talento entero por esa hora. Tal vez más.

—Es que tampoco se me da muy bien regatear —dijo ella—. Cualquier ficha que saque me parece buena, y me la quedo.

Como ya habíamos salido de la cola, no teníamos más excusa para seguir juntos. Pero a mí me agradaba su compañía, y ella no parecía estar deseando marcharse, así que nos pusimos a pasear por el patio sin rumbo fijo, mientras la multitud hormigueaba alrededor de nosotros.

—Tengo hambre —dijo Fela de pronto—. ¿Te apetece que vayamos a comer algo?

Yo era dolorosamente consciente de lo vacía que estaba mi bolsa de dinero. Si me empobrecía un poco más, tendría que meter una piedra dentro para que el viento no la agitara. En Anker’s comía gratis, porque tocaba el laúd. Por eso, gastarme el dinero en comida en otro sitio era un disparate, sobre todo estando tan próximos los exámenes de admisión.

—Me encantaría —dije sinceramente. Y luego mentí—: Pero tendría que echar un vistazo por aquí para ver si hay alguien que quiera cambiarme la hora. Soy un regateador empedernido.

Fela se metió la mano en el bolsillo.

—Si necesitas más tiempo, puedes quedarte mi hora.

Miré la ficha que Fela sostenía entre el índice y el pulgar, y sentí una fuerte tentación. Dos días más de preparación habrían sido un regalo del cielo. Y si no, podía sacar un talento vendiendo la ficha de Fela. Quizá dos.

—No quiero que me regales tu suerte —dije con una sonrisa—. Y te aseguro que tú tampoco quieres la mía. Además, ya has sido muy generosa conmigo. —Me ajusté la capa con gesto harto elocuente.

Fela sonrió y estiró un brazo para acariciar mi capa con el dorso de la mano.

—Me alegro de que te guste. Pero por lo que a mí respecta, todavía estoy en deuda contigo. —Se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego bajó la mano—. Prométeme que si cambias de idea me lo dirás.

—Te lo prometo.

Volvió a sonreír, hizo un gesto de despedida y echó a andar por el patio. Verla caminar entre la multitud era como ver moverse el viento sobre la superficie de un estanque. Solo que en lugar de provocar ondas en el agua, los jóvenes giraban la cabeza para verla pasar.

Todavía la estaba mirando cuando Wilem llegó a mi lado.

—Bueno, ¿ya has acabado de flirtear? —me preguntó.

—No estaba flirteando —desmentí.

—Pues deberías —dijo él—. ¿Qué sentido tiene que espere educadamente, sin interrumpir, si desaprovechas las oportunidades como esta?

—No es lo que te imaginas —dije—. Solo es simpática conmigo.

—Evidentemente —dijo él, y su marcado acento ceáldico enfatizó aún más el sarcasmo de su voz—. ¿Qué te ha tocado?

Le mostré mi ficha.

—Un día más tarde que yo. —Me enseñó la suya—. Te la cambio por una iota.

Titubeé.

—Venga —insistió—. Tú no puedes estudiar en el Archivo como el resto de nosotros.

Lo miré, un poco ofendido.

—Tu empatía es apabullante.

—Reservo mi empatía para los que son lo bastante listos para no enfurecer al maestro archivero —replicó—. A la gente como tú solo les ofrezco una iota. ¿La quieres o no?

—Tendrían que ser dos —dije escudriñando el gentío, buscando a alumnos con cara de desesperados—. Si puede ser.

Wilem entrecerró sus oscuros ojos.

—Una iota y tres drabines —ofreció.

Me volví hacia él y lo miré atentamente.

—Una iota con tres —dije—. Y la próxima vez que juguemos a esquinas, vas de pareja con Simmon.

Wilem soltó un bufido y asintió. Intercambiamos nuestras fichas y metí el dinero en la bolsa. «Un talento con cuatro.» Ya estaba un poco más cerca. Pensé un momento y me guardé la ficha en el bolsillo.

—¿No vas a seguir negociando? —me preguntó Wil.

Negué con la cabeza.

—Creo que me quedaré con esta hora.

—¿Por qué? —me preguntó frunciendo el entrecejo—. ¿Qué vas a hacer con cinco días, salvo ponerte nervioso y jugar con los pulgares?

—Lo mismo que todos —dije—. Prepararme para el examen de admisión.

—¿Cómo? Todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿no?

—Existen otras formas de preparación —dije con aire misterioso.

Wilem soltó una risa burlona.

—Eso no suena nada sospechoso —dijo—. ¡Y luego te preguntas por qué la gente habla de ti!

—No me pregunto por qué hablan —dije—. Me pregunto qué dicen.

4. Por el mosaico de tejados

4

Por el mosaico de tejados

La ciudad que había ido creciendo alrededor de la Universidad con el paso de los siglos no era muy extensa. En realidad era poco más que un pueblo grande.

Sin embargo, el comercio prosperaba en nuestro extremo del Gran Camino de Piedra. Los comerciantes llegaban con carretas llenas de materias primas: brea y arcilla, gibatita, potasa y sal marina. Traían artículos de lujo como café de Lenatt y vino víntico. Traían tinta negra y brillante de Arueh, arena pura y blanca para nuestras fábricas de vidrio, y muelles y tornillos ceáldicos de delicada elaboración.

Cuando esos comerciantes se marchaban, sus carretas iban cargadas de artículos que solo podías encontrar en la Universidad. En la Clínica hacían medicinas. Medicinas auténticas, no aguachirle coloreada ni panaceas de pacotilla. El laboratorio de alquimia producía sus propias maravillas, de las que yo solo tenía un vago conocimiento, así como materias primas como nafta, esencia de azufre y doblecal.

Quizá mi opinión sea tendenciosa, pero creo que es justo decir que la mayoría de las maravillas tangibles de la Universidad salían de la Artefactoría. Lentes de vidrio esmerilado. Lingotes de tungsteno y acero de Glantz. Láminas de pan de oro tan finas que se rasgaban como el papel de seda.

Pero hacíamos muchas más cosas. Lámparas simpáticas y telescopios. Devoracalores y termógiros. Bombas de sal. Brújulas de trifolio. Una docena de versiones del torno de Teccam y del eje de Delevari.

Quienes fabricábamos esos objetos éramos los artífices como yo, y cuando los comerciantes los compraban, nosotros nos llevábamos una comisión del sesenta por ciento de la venta. Esa era la única razón por la que yo tenía algo de dinero. Y como durante el proceso de Admisiones no había clases, tenía por delante todo un ciclo para trabajar en la Factoría.

Me dirigí a Existencias, el almacén donde los artífices nos proveíamos de herramientas y materiales. Me sorprendió ver a un alumno alto y pálido de pie junto a la ventana; parecía profundamente aburrido.

—¡Jaxim! ¿Qué haces aquí? Este no es trabajo para ti.

Jaxim asintió con aire taciturno.

—Kilvin todavía está un poco... enfadado conmigo —dijo—. Ya sabes, por lo del incendio y eso.

—Lo siento —dije. Jaxim era Re’lar, como yo. Habría podido estar realizando un montón de proyectos propios. Verse obligado a ocuparse de una tarea de tan baja categoría como aquella no solo era aburrido, sino que humillaba a Jaxim públicamente al mismo tiempo que le costaba dinero y le impedía dedicarse a estudiar. Como castigo, era considerablemente riguroso.

—¿De qué andamos escasos? —pregunté.

Escoger los proyectos que realizarías en la Factoría era todo un arte. No se trataba de fabricar la lámpara simpática más luminosa ni el embudo de calor más eficaz de la historia de la Artificería. Si nadie los compraba, no te llevarías ni un solo penique de comisión.

Había muchos trabajadores que ni siquiera se planteaban esa cuestión. Podían permitirse el lujo de esperar. Yo, en cambio, necesitaba algo que se vendiera rápidamente.

Jaxim se apoyó en el mostrador que nos separaba.

—Caravan acaba de comprar todas tus lámparas marineras —dijo—. Solo queda esa tan fea de Veston.

Asentí. Las lámparas simpáticas eran perfectas para los barcos. No se rompían fácilmente; salían más baratas, a la larga, que las de aceite, y no tenías que preocuparte por si le prendían fuego al barco.

Hice unos cálculos mentalmente. Podía fabricar dos lámparas a la vez, ahorrando algo de tiempo al duplicar el esfuerzo, y estaba casi convencido de que se venderían antes de que terminara el plazo para pagar mi matrícula.

Por desgracia, las lámparas marineras eran un trabajo tremendamente monótono. Me esperaban cuarenta horas de labor concienzuda, y si hacía alguna chapuza, no funcionarían. Entonces mi esfuerzo no habría servido de nada, y solo habría conseguido endeudarme con Existencias por los materiales que habría desperdiciado.

Sin embargo, no tenía muchas opciones.

—En ese caso, creo que haré lámparas —dije.

Jaxim asintió y abrió el libro de contabilidad. Empecé a recitar de memoria lo que necesitaba:

—Necesitaré veinte emisores medianos. Dos juegos de moldes altos. Una aguja de diamante. Un matraz. Dos crisoles medianos. Cuatro onzas de zinc. Seis onzas de acero fino. Dos onzas de níquel...

Jaxim asentía con la cabeza mientras iba anotándolo todo en el libro.

Ocho horas más tarde, entré por la puerta principal de Anker’s oliendo a bronce caliente, brea y humo de carbón. Era casi medianoche, y la taberna estaba casi vacía, con la excepción de un puñado de bebedores concienzudos.

—Pareces cansado —observó Anker cuando me acerqué a la barra.

—Estoy cansado —confirmé—. Supongo que ya no queda nada en la olla, ¿verdad?

Anker negó con la cabeza.

—Hoy estaban todos muy hambrientos. Me quedan unas patatas frías que pensaba echar en la sopa de mañana. Y media calabaza cocida, creo.

—Hecho —dije—. ¿No tendrás también un poco de mantequilla salada?

Anker asintió y se apartó de la barra.

—No hace falta que me lo calientes —dije—. Me lo llevaré a mi habitación.

Regresó con un cuenco con tres patatas de buen tamaño y media calabaza dorada con forma de campana. En el centro de la calabaza, de donde había retirado las semillas, había una generosa porción de mantequilla.

—También me llevaré una botella de cerveza de Bredon —dije mientras cogía el cuenco—. Tapada, porque no quiero derramarla por la escalera.

Mi habitacioncita estaba en el tercer piso. Después de cerrar la puerta, le di con cuidado la vuelta a la calabaza, puse la botella encima y lo envolví todo con un trozo de tela de saco, formando un hatillo que podría llevar bajo el brazo.

A continuación abrí la ventana y salí al tejado de la posada. Desde allí solo tenía que dar un salto para llegar a la panadería del otro lado del callejón.

El creciente de luna que brillaba en el cielo me proporcionaba suficiente luz para ver sin ser visto. Y no es que me preocupara mucho que alguien pudiera verme. Era cerca de medianoche, y las calles estaban tranquilas. Además, es asombroso lo poco que la gente mira hacia arriba.

Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un halo que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.

Pisé con cuidado al centro de una plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies, como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la mano.

Bajó de un salto de la chimenea y vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.

—Hola, Kvothe. —Dio un pasito hacia atrás—. Hueles mal.

Compuse mi mejor sonrisa del día.

—Hola, Auri —dije—. Tú hueles como una muchacha hermosa.

—Sí —coincidió ella, jovial.

Dio unos pasitos hacia un lado, y luego otra vez hacia delante, de puntillas.

—¿Qué me has traído? —me preguntó.

—Y tú, ¿qué me has traído? —repliqué.

Ella sonrió.

—Tengo una manzana que piensa que es una pera —dijo sosteniéndola en alto—. Y un bollo que piensa que es un gato. Y una lechuga que piensa que es una lechuga.

—Entonces es una lechuga inteligente.

—No mucho —dijo ella con una risita delicada—. Si fuera inteligente, ¿por qué iba a pensar que era una lechuga?

—¿Ni siquiera si fuera una lechuga? —pregunté.

—Sobre todo si fuera una lechuga —dijo ella—. Ya es mala pata ser una lechuga. Pero peor aún pensar que se es una lechuga. —Sacudió la cabeza con tristeza, y su cabello siguió su movimiento, como si flotara bajo el agua.

Abrí mi hatillo.

—Te he traído patatas, media calabaza y una botella de cerveza que piensa que es una hogaza de pan.

—¿Qué piensa que es la calabaza? —me preguntó con curiosidad, contemplándola. Tenía las manos cogidas detrás de la espalda.

—Sabe que es una calabaza —dije—. Pero hace ver que es la puesta de sol.

—¿Y las patatas?

—Las patatas duermen —dije—. Y me temo que están frías.

Auri me miró con unos ojos llenos de dulzura.

—No tengas miedo —me dijo; alargó una mano y posó brevemente los dedos sobre mi mejilla, y su caricia fue más ligera que la caricia de una pluma—. Estoy aquí. Estás a salvo.

Hacía frío, así que en lugar de comer en los tejados como solíamos hacer, Auri me guió hasta la rejilla de drenaje de hierro y entramos en el laberinto de túneles que se extendía por debajo de la Universidad.

Auri llevaba la botella en una mano y sostenía en alto un objeto del tamaño de una moneda que desprendía una suave luz verdosa. Yo llevaba el cuenco y la lámpara simpática que había fabricado yo mismo, esa que Kilvin había llamado «lámpara para ladrones». Su luz rojiza era un extraño complemento a la azul verdosa, más intensa, de Auri.

Auri se metió por un túnel con tuberías de diversas formas y tamaños que discurrían junto a las paredes. Algunas de esas tuberías de hierro, las más grandes, transportaban vapor, y pese a estar forradas de tela aislante proporcionaban un calor constante. Auri, con cuidado, puso las patatas en el codo de una tubería a la que habían arrancado la tela convirtiéndola en una especie de horno.

Utilizando mi tela de saco como mesa, nos sentamos en el suelo y compartimos la cena. El bollo estaba un poco duro, pero era de frutos secos y canela. El cogollo de lechuga estaba sorprendentemente fresco, y me pregunté dónde lo habría encontrado. Auri tenía una taza de té de porcelana para mí, y un diminuto cuenco de limosnas de plata para ella. Sirvió la cerveza con tanta solemnidad que parecía que estuviera tomando el té con el rey.

Guardamos silencio mientras cenábamos. Esa era una de las normas que yo había ido aprendiendo por ensayo y error. No podía tocarla. No podía hacer movimientos bruscos. No podía hacerle ninguna pregunta que fuera ni remotamente personal. No podía hacer preguntas sobre la lechuga ni sobre la moneda verde. Si lo hacía, Auri se escondería en los túneles, y después pasaría días sin verla.

La verdad es que ni siquiera sabía su nombre. Auri era el que yo le había puesto, pero en mi corazón pensaba en ella como mi pequeña Fata lunar.

Auri comía delicadamente, como siempre. Sentada con la espalda recta, daba pequeños bocados. Tenía una cuchara, y la utilizamos por turnos para comernos la calabaza.

—No has traído tu laúd —me dijo cuando hubimos terminado de comer.

—Esta noche tengo que irme a leer —dije—. Pero pronto lo traeré.

—¿Cuándo?

—Dentro de cinco noches —dije. Para entonces ya habría hecho el examen de admisión, y no haría falta que siguiera estudiando.

Auri arrugó su carita.

—Cinco días no es pronto —dijo—. Pronto es mañana.

—Cinco días es pronto para una piedra —argumenté.

—Pues entonces toca para una piedra dentro de cinco días —replicó ella—. Y toca para mí mañana.

—Creo que tú puedes ser una piedra durante cinco días —razoné—. Es mejor que ser una lechuga.

—Sí —admitió ella sonriendo.

Después de terminarnos la manzana, Auri me guió por la Subrealidad. Recorrimos el Viasí en silencio, avanzamos saltando por Brincos y entramos en Trapo, un laberinto de túneles donde soplaba un viento lento y constante. Seguramente yo habría podido encontrar el camino, pero prefería que Auri me guiara. Ella conocía la Subrealidad como un calderero sus fardos.

Wilem tenía razón: me habían prohibido entrar en el Archivo. Pero siempre he tenido un don para meterme en sitios donde no debería meterme. Qué se le va a hacer.

El Archivo era un edificio inmenso, un bloque de piedra sin ventanas. Pero los estudiantes que había dentro necesitaban aire para respirar, y los libros necesitaban algo más que eso. Si el aire fuera demasiado húmedo, los libros se pudrirían y les saldría moho. Si el aire fuera demasiado seco, el pergamino se resecaría y se haría pedazos.

Me había llevado mucho tiempo descubrir cómo entraba el aire en el Archivo. Pero no me era fácil entrar, ni siquiera después de encontrar el modo adecuado. Tenía que arrastrarme por un túnel muy largo y angustiosamente estrecho, con el suelo de piedra sucia, durante un cuarto de hora. Guardaba una muda de ropa en la Subrealidad, y después de solo una docena de viajes, las prendas ya estaban destrozadas y tenían las rodillas y los codos casi completamente desmenuzados.

Aun así, era un precio que valía la pena pagar por acceder al Archivo.

Si me descubrían, lo pagaría mucho más caro. Como mínimo me enfrentaría a la expulsión. Pero si no hacía bien el examen de Admisiones, y si me imponían una matrícula de veinte talentos, sería lo mismo que me hubieran expulsado. Tenía mucho que perder, pero también mucho que ganar.

De todas formas, no me preocupaba que me descubrieran. La única luz que había en Estanterías era la que llevaban los alumnos y los secretarios. Eso significaba que en el Archivo siempre era de noche, y yo siempre me he manejado bien en la oscuridad.

5. El Eolio

5

El Eolio

Los días avanzaban lentamente. Trabajaba en la Factoría hasta que se me quedaban los dedos entumecidos, y después leía en el Archivo hasta que mi visión se volvía borrosa.

El quinto día de Admisiones terminé por fin mis lámparas marineras y las lleve a Existencias con la esperanza de que se vendieran deprisa. Me planteé empezar otro par, pero sabía que no tendría tiempo de terminarlas antes de que se cumpliera el plazo para pagar la matrícula.

Así pues, me dispuse a ganar dinero por otros medios. Acordé tocar un día más en Anker’s, y eso me procuró bebidas gratis y un puñado de monedas que me dieron algunos clientes agradecidos. Fabriqué piezas sueltas en la Factoría, artículos sencillos pero útiles como engranajes de latón y planchas de vidrio reforzado que podía vender de nuevo al taller obteniendo un pequeño beneficio.

Después, como esas pequeñas ganancias no iban a ser suficiente, hice dos lotes de emisores amarillos. Acostumbrado a fabricar lámparas simpáticas, su luz tenía un agradable color amarillo, muy parecido al de la luz solar. Costaban bastante dinero, porque para barnizarlas se requería el empleo de materiales peligrosos.

Los metales pesados y los ácidos volátiles no eran los únicos ni los más peligrosos: los peores eran los extraños compuestos alquímicos. Había agentes conductores que te traspasaban la piel sin dejar ninguna marca y que luego te comían el calcio de los huesos sin que te dieras cuenta. Otros sencillamente se quedaban escondidos en tu cuerpo durante meses, latentes, hasta que empezaban a sangrarte las encías y se te empezaba a caer el cabello. Comparado con las cosas que fabricaban en el laboratorio de alquimia, el arsénico parecía tan inofensivo como el azúcar del té.

Yo ponía muchísimo cuidado, pero mientras trabajaba en la segunda tanda de emisores, se me rompió el matraz, y unas gotitas de agente conductor salpicaron el vidrio de la campana de gases donde estaba trabajando. Ni una sola gota llegó a tocarme la piel, pero una aterrizó en mi camisa, más arriba de los largos puños de los guantes de cuero que llevaba puestos.

Moviéndome despacio, utilicé un calibrador que tenía cerca para levantar la camisa y apartarla de mi cuerpo. A continuación, con dificultad, recorté aquel trozo de tela para eliminar toda posibilidad de que me tocara la piel. Ese incidente me dejó tembloroso y empapado de sudor, y decidí que había mejores maneras de ganar dinero.

Sustituí a un compañero en su turno en la Clínica a cambio de una iota; ayudé a un comerciante a descargar tres carretas de cal, a medio penique la carreta. Más tarde, esa misma noche, encontré a un puñado de feroces jugadores dispuestos a dejarme entrar en su partida de aliento. En el transcurso de dos horas me las ingenié para perder dieciocho peniques y algunas monedas pequeñas de hierro más. Me dio mucha rabia, pero me obligué a levantarme de la mesa antes de que las cosas empeoraran.

Después de tanto esfuerzo, aún tenía menos dinero en mi bolsa que cuando había empezado.

Por suerte, todavía me quedaba un as en la manga.

Me fui a pie a Imre por el ancho camino de piedra.

Me acompañaban Simmon y Wilem. Wil había acabado vendiéndole a buen precio su hora a un secretario desesperado, de modo que tanto él como Sim habían hecho el examen de admisión y eran libres como pájaros. A Wil le impusieron una matrícula de seis talentos con ocho, mientras que Sim no paraba de regodearse con sus cinco talentos con dos, una cifra increíblemente baja.

Yo llevaba un talento con tres en la bolsa. Era un número desfavorable.

Manet completaba nuestro cuarteto. La despeinada melena entrecana y las ropas arrugadas, que componían su atuendo habitual, le daban cierto aire de perplejidad, como si acabara de despertar y no recordara dónde estaba. Le habíamos pedido que nos acompañara en parte porque necesitábamos a un cuarto para jugar a esquinas, pero también porque considerábamos que era nuestro deber sacar al pobre hombre de la Universidad de vez en cuando.

Juntos, atravesamos el río Omethi por el alto arco del Puente de Piedra, y llegamos a Imre. Eran los últimos días del otoño, y yo llevaba mi capa para protegerme del frío. También llevaba el laúd cómodamente colgado a la espalda.

Llegamos al centro de Imre, cruzamos un gran patio adoquinado y pasamos al lado de la fuente central, llena de estatuas de sátiros que perseguían ninfas. Nos pusimos en la cola de entrada del Eolio, donde nos salpicaba la rociada que el viento arrastraba de la fuente.

Cuando llegamos a la puerta, me sorprendió ver que Deoch no estaba allí. En su lugar había un hombre serio y de escasa estatura con el cuello grueso. El hombre levantó una mano.

—Será una iota, joven —dijo.

—Perdón. —Aparté de mi hombro la correa del estuche del laúd y le mostré el caramillo de plata que llevaba prendido en la capa. Señalé a Wil, Sim y Manet—. Vienen conmigo.

El hombre examinó mi caramillo con desconfianza.

—Pareces muy joven —dijo desviando la mirada hacia mi cara y escudriñándola.

—Es que soy muy joven —dije con toda naturalidad—. Eso forma parte de mi encanto.

—Muy joven para tener ya tu caramillo —aclaró él, convirtiendo su afirmación en una acusación razonablemente educada.

Vacilé. Era cierto que parecía mayor de lo que era, pero solo aparentaba algo más que los quince años que tenía. Que yo supiera, era el músico más joven del Eolio. Normalmente eso jugaba a mi favor, pues me confería el valor de lo novedoso. Pero en ese momento...

Antes de que se me ocurriera nada que decir, oí una voz que venía de la cola.

—No miente, Kett. —Una joven alta que llevaba un estuche de violín me saludó con la cabeza—. Se ganó el caramillo cuando tú estabas fuera. Puedes fiarte de él.

—Gracias, Marie —dije mientras el portero nos indicaba que podíamos entrar.

Encontramos una mesa cerca de la pared del fondo con buenas vistas del escenario. Paseé la mirada para ver quién había por allí, y disimulé la familiar punzada de desencanto al comprobar que Denna no estaba.

—¿Qué ha pasado en la puerta? —preguntó Manet mientras miraba alrededor, observando el escenario y el alto techo abovedado—. ¿Paga la gente para entrar aquí?

Lo miré.

—¿Llevas treinta años estudiando en la Universidad y nunca habías estado en el Eolio?

—Ya, bueno. —Hizo un ademán impreciso—. He estado ocupado. No suelo venir a este lado del río.

Sim rió y se sentó a la mesa.

—¿Cómo te lo explicaría, Manet? Si la música tuviera una universidad, sería esto, y Kvothe sería un arcanista con todas las de la ley.

—Mala analogía —dijo Wil—. Esto es una corte musical, y Kvothe es un miembro de la nobleza. Nosotros vamos montados en su carro. Por eso hemos tolerado tanto tiempo su fastidiosa compañía.

—¿Pagan una iota solo para entrar? —Manet no salía de su asombro.

Asentí. Manet dio un gruñido que expresaba su incomprensión y miró alrededor, fijándose en los nobles elegantemente vestidos que pululaban por el balcón superior.

—Mira por dónde —dijo—. Hoy ya he aprendido algo.

El Eolio todavía no se había llenado, así que matamos el tiempo jugando a esquinas. No era más que una partida amistosa, a un drabín la mano, doble por un farol; pero con lo arruinado que estaba, cualquier apuesta era arriesgada. Por suerte, Manet jugaba con la precisión de un reloj de engranajes: nada de trampas fuera de lugar, nada de intentos alocados, nada de corazonadas.

Simmon pagó la primera ronda de bebidas y Manet, la segunda. Cuando empezaron a atenuarse las luces del Eolio, Manet y yo ya llevábamos diez manos ganadas, sobre todo gracias a la tendencia de Simmon a apostar por encima de sus posibilidades. Me guardé la iota de cobre con sombría satisfacción. «Un talento con cuatro.»

Subió al escenario un músico mayor que yo. Tras una breve introducción por parte de Stanchion, tocó una conmovedora versión de «El último día de Taetn» con la mandolina. Sus dedos, ágiles, rápidos y seguros, se desplazaban con autoridad por las cuerdas. Pero su voz...

Con la edad se deterioran muchas cosas. Las manos y la espalda cobran rigidez. La visión empeora. La piel se vuelve áspera y la belleza se apaga. La única excepción es la voz. Si se cuida bien, con la edad y con el uso continuado la voz no hace otra cosa que ganar suavidad. La de aquel hombre era dulce como un vino de miel. Al terminar su canción, recibió un aplauso caluroso, y al cabo de un momento volvieron a encenderse las luces y se reanudaron las conversaciones.

—Entre una actuación y otra hay un descanso —expliqué a Manet—. Para que la gente pueda hablar y pasearse y pedir sus bebidas. Ni Tehlu con todos sus ángeles podría protegerte si hablaras durante una actuación.

—No temas, no te haré quedar mal —dijo Manet, enfurruñado—. No soy tan bárbaro.

—Solo era una advertencia bienintencionada —dije—. Tú me adviertes de los peligros en la Artefactoría. Yo te advierto de los peligros de este local.

—Su laúd era diferente —observó Wilem—. No sonaba como el tuyo. Y era más pequeño.

Reprimí una sonrisa y decidí no darle importancia.

—Esa clase de laúd se llama mandolina —expliqué.

—Vas a tocar, ¿verdad? —me preguntó Simmon, removiéndose en la silla como un cachorro impaciente—. Deberías tocar aquella canción que compusiste sobre Ambrose. —Tarareó un poco, y luego cantó—:

La mula aprende magia, la mula tiene clase

porque no es como el joven Rosey, solo es medio salvaje.

Manet rió sin apartar la jarra de su boca. Wilem sonrió, cosa poco habitual en él.

—No —dije con firmeza—, he terminado con Ambrose. Por mi parte, pienso dejarlo en paz.

—Claro —dijo Wil con gesto inexpresivo.

—Lo digo en serio —dije—. No saco nada con eso. Con este tira y afloja solo conseguimos enojar a los maestros.

—Enojar es una palabra muy suave —dijo Manet con aspereza—. No es exactamente la que yo habría elegido.

—Se la debes —dijo Sim con un destello de rabia en los ojos—. Además, no te van a acusar de Conducta Impropia de un Miembro del Arcano solo por cantar una canción.

—No —intervino Manet—. Solo elevarán el precio de su matrícula.

—¿Qué? —dijo Simmon—. No pueden hacerle eso. La matrícula se basa en el resultado del examen de admisión.

La risa de Manet resonó dentro de la jarra de la que estaba echando un trago.

—La entrevista solo es una parte del juego. Si puedes permitírtelo, te estrujan un poco. Otro tanto si les causas problemas. —Me miró con seriedad—. Esta vez te van a caer por todas partes. ¿Cuántas veces tuviste que presentarte ante las astas del toro el bimestre pasado?

—Dos —admití—. Pero la segunda vez no fue por culpa mía.

—Claro. —Manet me miró con franqueza—. Y por eso te ataron y te dieron latigazos hasta hacerte sangrar, ¿verdad? Porque no fue culpa tuya.

Me removí en la silla, incómodo, y noté los tirones de las cicatrices que tenía en la espalda.

—No fue solo culpa mía —puntualicé.

—No se trata de ser o no culpable —razonó Manet—. Un árbol no provoca una tormenta, pero cualquier idiota sabe dónde va a caer el rayo.

Wilem asintió con gesto grave.

—En mi tierra decimos: el clavo más alto es el que primero recibe el martillazo. —Arrugó el entrecejo—. En siaru suena mejor.

—Pero la entrevista de Admisiones determina la mayor parte de tu matrícula, ¿no es así? —preguntó Sim con aire preocupado. Por el tono de su voz imaginé que Sim ni siquiera se había planteado la posibilidad de que las rencillas personales o la política formaran parte de la ecuación.

—Sí, la mayor parte —confirmó Manet—. Pero cada maestro escoge sus preguntas, y todos dan su opinión. —Empezó a enumerar, ayudándose con los dedos—: A Hemme no le caes nada bien, y es especialista en acumular rencillas. A Lorren te lo pusiste en contra desde buen principio, y te las has ingeniado para seguir teniéndolo en contra. Eres un alborotador. A finales del bimestre pasado te saltaste casi un ciclo entero de clases. Sin avisar antes y sin dar ninguna explicación después. —Me miró de forma elocuente.

Bajé la vista hacia la mesa, consciente de que varias de las clases que me había saltado formaban parte de mi aprendizaje con Manet en la Artefactoría.

Al cabo de un momento, Manet encogió los hombros y continuó:

—Por si fuera poco, esta vez te examinan como Re’lar. La matrícula aumenta cuando se sube de grado. Por algo llevo tanto tiempo siendo E’lir. —Me miró con fijeza—. ¿Quieres saber qué pienso yo? Que tendrás suerte si te libras por menos de diez talentos.

—Diez talentos. —Sim aspiró entre los dientes y sacudió la cabeza, solidarizándose conmigo—. Menos mal que andas bien de dinero.

—No tanto —dije.

—¿Cómo que no? —dijo Sim—. Los maestros le impusieron una multa de casi veinte talentos a Ambrose cuando te rompió el laúd. ¿Qué hiciste con todo ese dinero?

Miré hacia abajo y le di un golpecito al estuche del laúd con el pie.

—¿Te lo gastaste en un laúd nuevo? —preguntó Simmon, horrorizado—. ¿Veinte talentos? ¿Sabes qué podrías comprar con esa cantidad de dinero?

—¿Un laúd? —preguntó Wilem.

—Ni siquiera sabía que pudieras gastarte tanto dinero en un instrumento —añadió Simmon.

—Puedes gastarte mucho más —dijo Manet—. Los instrumentos musicales son como los caballos.

Ese comentario frenó un poco la conversación. Wil y Sim miraron a Manet, desconcertados.

—Pues mira, es una buena comparación —dije riendo.

Manet miró a los otros dos con aire de entendido.

—Los caballos ofrecen un amplio abanico. Puedes comprarte un caballo de tiro viejo y hecho polvo por menos de un talento. Y puedes comprarte un elegante vaulder por cuarenta.

—Lo dudo —masculló Wil—. Por un vaulder auténtico, no.

—Exactamente —dijo Manet con una sonrisa—. Por mucho dinero que te parezca que alguien pueda gastarse en un caballo, puedes gastaste fácilmente eso comprándote un arpa o un violín.

Simmon estaba anonadado.

—Pero si una vez mi padre se gastó doscientos cincuenta en un kaepcaen —dijo.

Me incliné hacia un lado y señalé.

—¿Ves a ese hombre rubio de allí? Su mandolina vale el doble.

—Pero —dijo Simmon—, pero los caballos tienen pedigrí. Un caballo puedes criarlo y venderlo.

—Esa mandolina también tiene pedigrí —dije—. La hizo el propio Antressor. Hace ciento cincuenta años que circula.

Sim asimilaba esa información mirando alrededor y fijándose en todos los instrumentos que había en el local.

—Aun así... —dijo—. ¡Veinte talentos! —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué no esperaste hasta después de Admisiones? Habrías podido gastarte el dinero que te hubiera sobrado en el laúd.

—Lo necesitaba para tocar en Anker’s —expliqué—. Me dan comida y alojamiento gratis porque soy su músico fijo. Si no toco, no puedo quedarme allí.

Era verdad, pero no era toda la verdad. Anker habría sido tolerante conmigo si le hubiera explicado mi situación. Pero si hubiera esperado, habría tenido que pasar casi dos ciclos sin un laúd. Habría sido como si me faltara un diente, o una extremidad. Habría sido como pasar dos ciclos con los labios cosidos. Era impensable.

—Además, no me lo gasté todo en el laúd —aclaré—. También me surgieron otros gastos. —Concretamente, había pagado a la renovera que me había prestado dinero. Eso me había costado seis talentos, pero saldar mi deuda con Devi había sido como quitarme un gran peso que me oprimía el pecho.

Sin embargo, notaba cómo aquel mismo peso empezaba a instalarse en mí de nuevo. Si los cálculos de Manet eran medianamente acertados, mi situación era mucho peor de lo que yo había imaginado.

Por suerte, las luces se atenuaron y la sala quedó en silencio, librándome de tener que seguir dando explicaciones. Todos miramos hacia el escenario, adonde Stanchion había acompañado a Marie. Stanchion se puso a charlar con los clientes que estaban más cerca mientras ella afinaba el violín y el público se preparaba para su actuación.

Marie me caía bien. Era más alta que la mayoría de los hombres, orgullosa como un gato, y dominaba como mínimo cuatro idiomas. Muchos músicos de Imre se esforzaban para vestir a la última moda, con la esperanza de mezclarse así con la nobleza; pero Marie llevaba ropa de viaje: unos pantalones con los que podrías trabajar todo un día, y botas con las que podrías recorrer treinta kilómetros.

No estoy diciendo que llevara prendas burdas, cuidado. Lo que quiero decir es que no le interesaban ni la moda ni las fruslerías. Llevaba ropa hecha a medida, ceñida y favorecedora. Esa noche iba vestida de granate y marrón, los colores de su mecenas, lady Jhale.

Los cuatro mirábamos hacia el escenario.

—Tengo que admitir —dijo Wilem en voz baja— que he considerado detenidamente a Marie.

Manet rió por lo bajo.

—Esa mujer es una mujer y media —aseveró—. Demasiada mujer para cualquiera de vosotros. No sabríais ni por dónde empezar con ella. —En cualquier otro momento, una afirmación así habría sido para los tres un acicate para empezar a protestar y a fanfarronear. Pero Manet la hizo sin intención de insultar, así que se la dejamos pasar. Sobre todo, porque seguramente tenía razón.

—No es mi tipo —dijo Simmon—. Parece siempre preparada para hacerle una llave a alguien. O para montar un caballo salvaje y domarlo.

—Sí. —Manet volvió a reír por lo bajo—. Si viviéramos en una época mejor, construirían un templo alrededor de una mujer así.

Guardamos silencio mientras Marie terminaba de afinar su violín y empezaba a tocar un rondó dulce y tierno como una suave brisa primaveral.

No tuve tiempo para decírselo, pero Simmon estaba cargado de razón. En una ocasión, en el Sílex y Cardo, había visto a Marie darle un puñetazo en el cuello a un hombre por referirse a ella como «la bocazas de esa zorra violinista». Y cuando el hombre cayó al suelo, Marie le propinó una patada. Pero fue solo una, y no en un sitio donde pudiera herirlo permanentemente.

Marie continuó su rondó; el ritmo lento y suave fue aumentando gradualmente hasta volverse mucho más animado. Era la clase de melodía que solo te atrevías a bailar si tenías unos pies excepcionalmente ágiles o si estabas excepcionalmente borracho.

Marie siguió aumentando el ritmo hasta alcanzar una cadencia que nadie habría soñado poder bailar. Ya no era un trote. Iba a toda velocidad, como un par de niños haciendo carreras. Me admiraron la claridad y la limpieza de su digitación, pese al ritmo frenético de la canción.

Más deprisa. Rápido como un ciervo perseguido por un perro salvaje. Empecé a ponerme nervioso, porque sabía que solo era cuestión de tiempo que Marie se equivocase, que le resbalara un dedo o se saltara una nota. Pero ella seguía adelante, y todas las notas eran perfectas: claras, limpias y dulces. Sus incansables dedos se arqueaban al presionar sobre las cuerdas. La muñeca de la mano con que sujetaba el arco mantenía una posición suelta y relajada pese a aquella vertiginosa velocidad.

Más deprisa todavía. La concentración se reflejaba en el rostro de Marie. El brazo con que manejaba el arco era una mancha borrosa. Más deprisa aún. Marie tenía las largas piernas firmemente plantadas sobre el escenario, y el violín apretado con fuerza contra la mandíbula. Cada nota poseía la nitidez del canto matutino de un pájaro. Más deprisa todavía.

Terminó con una última descarga musical e hizo una bonita reverencia sin haber cometido ni un solo error. Yo sudaba como un caballo sometido a una carrera, y el corazón me latía muy deprisa.

Y no era el único. Wil y Sim tenían la frente cubierta de sudor. Manet estaba agarrado al borde de la mesa, con los nudillos blancos.

—Tehlu misericordioso —dijo, casi sin aliento—. Y ¿todas las noches tocan músicos de esta categoría?

—Todavía es temprano —dije sonriéndole—. Y no me has oído tocar a mí.

Wilem pagó la siguiente ronda de bebidas e iniciamos nuestra charla frívola sobre la Universidad. Manet llevaba allí más tiempo que la mitad de los maestros y sabía más historias escandalosas que nosotros tres juntos.

Un músico con una poblada barba gris tocó con su laúd una conmovedora versión de «En Faeant Morie». Después, dos mujeres adorables —una de cuarenta y tantos años y la otra lo bastante joven para ser su hija— cantaron un dueto sobre Laniel la Rejuvenecida que yo no había oído nunca.

Pidieron a Marie que volviera a subir al escenario, y la joven interpretó una sencilla giga con tanto entusiasmo que la gente se puso a bailar en el espacio que había entre las mesas. Hasta Manet se levantó en el estribillo final y nos sorprendió exhibiendo la notable agilidad de sus pies. Nosotros le aplaudimos, y cuando volvió a sentarse, Manet tenía las mejillas coloradas y la respiración entrecortada.

Wil lo invitó a una copa, y Simmon me miró con ojos chispeantes.

—No —dije—. No voy a tocar. Ya te lo he dicho.

Sim se quedó tan profundamente decepcionado que no pude contener la risa.

—Mira, voy a dar una vuelta. Si veo a Threpe, le pediré que toque.

Fui avanzando despacio por la abarrotada sala, y aunque tenía un ojo puesto en encontrar a Threpe, la verdad es que buscaba a Denna. No la había visto entrar por la puerta principal, pero con la música, las cartas y el alboroto general, cabía la posibilidad de que se me hubiera escapado.

Tardé un cuarto de hora en recorrer metódicamente toda la planta principal, mirando todas las caras y deteniéndome a charlar con algunos de los músicos por el camino.

Subí al primer piso, y justo entonces las luces volvieron a atenuarse. Me situé junto a la barandilla para escuchar a un camarillero de Yll que interpretó una canción triste y cadenciosa.

Cuando la sala volvió a iluminarse, recorrí el primer piso del Eolio, un balcón ancho con forma de creciente de luna. Más que otra cosa, mi búsqueda era un ritual. Buscar a Denna era un ejercicio de futilidad, como rezar para que hiciera buen tiempo.

Pero esa noche fue la excepción que confirmaba la regla. Todavía iba paseándome por el primer piso cuando la vi caminando con un caballero alto y moreno. Rectifiqué mi rumbo entre las mesas para fingir que los interceptaba por casualidad.

Denna me vio medio minuto más tarde. Me sonrió con gesto emocionado, se soltó del brazo del caballero y me hizo señas para que me acercara.

El hombre que la acompañaba era atractivo y orgulloso como un halcón, con una mandíbula que parecía de cemento. Llevaba una camisa de seda de un blanco cegador, y una chaqueta de ante de color sangre con pespuntes de plata. También eran de plata la hebilla y los gemelos. Era el prototipo del caballero modegano. Con lo que valía su ropa, sin contar los anillos, habría podido pagar mi matrícula de todo un año.

Denna interpretaba el papel de acompañante hermosa y encantadora. En el pasado, la había visto vestida más o menos como yo, con ropa sencilla y resistente, apropiada para trabajar y para viajar. Pero esa noche llevaba un vestido largo de seda verde. Su oscuro cabello formaba rizos sutiles alrededor de su cara y caía en cascada por sus hombros. En el cuello llevaba un collar con una lágrima de esmeralda cuyo color hacía juego con el del vestido. Una combinación tan perfecta no podía ser una coincidencia.

Me sentí un poco andrajoso a su lado. Más que un poco. Mi vestuario se reducía a cuatro camisas, dos pantalones y algunas piezas sueltas. Todo de segunda mano y más o menos raído. Esa noche llevaba mis mejores prendas, pero comprenderéis que cuando digo «mejores» no quiero decir que fueran muy lujosas.

La única excepción era mi capa, regalo de Fela. Era caliente y maravillosa, hecha a medida, de color verde y negro con numerosos bolsillos en el forro. No era en absoluto ostentosa, pero era la prenda más bonita que tenía.

Al acercarme a ella, Denna dio un paso adelante y, con gesto comedido, casi altanero, me tendió una mano para que se la besara. Mostraba una expresión sosegada y una sonrisa cortés. Cualquiera que la hubiera visto habría podido pensar que era la típica dama refinada que se mostraba amable con un joven músico empobrecido.

Pero si se hubiera fijado en sus ojos, habría visto algo más. Eran oscuros y profundos, del color del café y el chocolate. Destellaban divertidos y risueños. El caballero que estaba de pie a su lado frunció levemente el entrecejo cuando Denna me ofreció la mano. Yo ignoraba a qué estaba jugando Denna, pero imaginaba cuál era mi papel.

Así que me incliné sobre su mano y la besé suavemente al mismo tiempo que hacía una pronunciada reverencia. Me habían enseñado los modales de la corte desde muy pequeño, de modo que sabía muy bien lo que hacía. Cualquiera puede doblarse por la cintura, pero para hacer una buena reverencia hay que tener estilo.

La mía fue elegante y halagadora, y cuando posé los labios en el dorso de la mano de Denna, me aparté la capa hacia un lado con una delicada sacudida de la muñeca. Ese último detalle era el más difícil, y, de niño, me había pasado horas practicando con tesón ante el espejo de la casa de baños hasta lograr que el movimiento pareciera natural.

Denna me devolvió una reverencia grácil como una hoja que cae y se retiró un poco hasta colocarse junto a su caballero.

—Kvothe, te presento a lord Kellin Vantenier. Kellin, te presento a Kvothe.

Kellin me miró de arriba abajo, formándose una opinión de mí en lo que tardas en coger aire. Adoptó una expresión desdeñosa y me saludó con un gesto de la cabeza. Estoy acostumbrado al desdén, pero me sorprendió lo mucho que me dolió el de aquel hombre.

—A su servicio, mi señor. —Hice una educada reverencia y desplacé el peso del cuerpo para apartar la capa de mi hombro, exhibiendo mi caramillo de plata.

El caballero se disponía a desviar la mirada con ensayado desinterés cuando sus ojos se fijaron en mi reluciente broche de plata. Como joya no era nada especial, pero allí tenía mucho valor. Wilem tenía razón: en el Eolio, yo formaba parte de la nobleza.

Y Kellin lo sabía. Tras considerarlo un instante, me devolvió el saludo. En realidad no fue más que una brevísima inclinación de cabeza, lo indispensablemente pronunciada para que pudiera considerarse educada.

—Al suyo y al de su familia —dijo en un atur perfecto.

Tenía una voz más grave que la mía, de bajo, dulce y con suficiente acento modegano para conferirle un deje levemente musical.

Denna inclinó la cabeza hacia él.

—Kellin me está enseñando a tocar el arpa.

—He venido a ganar mi caramillo —declaró él con una voz cargada de confianza.

Al oírlo, las mujeres de las mesas de alrededor giraron la cabeza y lo miraron con avidez, entornando los ojos. Su voz tuvo el efecto contrario sobre mí. Que fuera rico y atractivo era bastante insoportable, pero que además tuviera una voz como la miel sobre una rebanada de pan caliente era sencillamente inexcusable. Al oír el sonido de su voz me sentí como un gato al que agarran por la cola y al que frotan el lomo a contrapelo con la mano mojada.

—¿Es usted arpero? —pregunté mirándole las manos.

—Arpista —me corrigió él con aspereza—. Toco el arpa de Pendenhale. El rey de los instrumentos.

Inspiré y apreté los labios. La gran arpa modegana había sido el rey de los instrumentos quinientos años atrás. Hoy en día solo era una curiosidad, una antigualla. Lo dejé pasar y evite la discusión pensando en Denna.

—Y ¿piensa probar suerte esta noche? —pregunté.

Kellin entornó ligeramente los ojos.

—Cuando toque, la suerte no entrará en juego. Pero no. Esta noche quiero disfrutar de la compañía de milady Dinael. —Le levantó la mano a Denna, se la acercó a los labios y la besó distraídamente. Con aire de amo y señor, paseó la mirada por la muchedumbre que murmuraba, como si toda aquella gente le perteneciera—. Me parece que aquí estaré en respetable compañía.

Miré a Denna, pero ella esquivó mi mirada. Con la cabeza ladeada, jugaba con un pendiente que hasta ese momento ocultaba su cabello: una diminuta esmeralda, también con forma de lágrima, a juego con el collar.

Kellin volvió a mirarme de arriba abajo, examinándome. Mi ropa, poco elegante. Mi cabello, demasiado corto según la moda, y demasiado largo para que no pareciera descuidado.

—Y usted es... ¿camarillero?

El instrumento más barato.

—Camarillista —dije con soltura—. Pero no, no. Yo me inclino más por el laúd.

Kellin arqueó las cejas.

—¿Toca el laúd de corte?

Mi sonrisa se endureció un poco pese a todos mis esfuerzos.

—El laúd de troupe.

—¡Ah! —dijo él, riendo como si de pronto lo entendiera todo—. ¡Música folclórica!

Le dejé pasar también eso, aunque me costó más que la vez anterior.

—¿Ya tienen asientos? —pregunté con desenvoltura—. Mis amigos y yo tenemos una mesa abajo, con buenas vistas del escenario. Si lo desean, pueden unirse a nosotros.

—Lady Dinael y yo ya tenemos una mesa en el tercer círculo. —Kellin apuntó con la barbilla a Denna—. Prefiero la compañía que hay arriba.

Denna, que estaba fuera de su campo de visión, me miró y puso los ojos en blanco.

Sin mudar la expresión, volví a inclinar educadamente la cabeza: la mínima expresión del saludo.

—En ese caso, no quisiera retenerlos más.

Luego me volví hacia Denna.

—¿Me permites que vaya a visitarte un día de estos?

Ella suspiró, la viva imagen de la víctima de una agitada vida social; pero sus ojos seguían riéndose de la ridícula formalidad de aquel diálogo.

—Estoy segura de que lo entenderás, Kvothe. Tengo la agenda muy llena para los próximos días. Pero si quieres, puedes pasar a visitarme hacia finales del ciclo. Me hospedo en el Hombre de Gris.

—Eres muy amable —dije, y la saludé con una inclinación de cabeza mucho más esmerada que la que le había hecho a Kellin. Ella puso los ojos en blanco, esta vez riéndose de mí.

Kellin le ofreció el brazo y, de paso, me ofreció a mí el hombro, y se perdieron los dos entre la multitud. Viéndolos juntos, avanzando con elegancia entre el gentío, habría sido fácil creer que eran los propietarios del local, o que quizá se estaban planteando comprarlo para utilizarlo como residencia de verano. Solo los auténticos nobles se mueven con esa arrogancia natural, conscientes, en el fondo, de que en el mundo todo existe únicamente para hacerlos felices a ellos. Denna fingía maravillosamente, pero para lord Kellin Mandíbula de Cemento, aquello era tan espontáneo como respirar.

Me quedé observándolos hasta que llegaron a la mitad de la escalera del tercer círculo. Entonces Denna se paró y se llevó una mano a la cabeza. Miró por el suelo con expresión angustiada. Hablaron un momento, y ella señaló la escalera. Kellin asintió y siguió subiendo hasta perderse de vista.

Tuve una corazonada. Miré al suelo y vi un destello plateado cerca de donde había estado Denna, junto a la barandilla. Me acerqué y me quedé allí de pie, obligando a apartarse a un par de comerciantes ceáldicos.

Hice como si mirara a la gente que había abajo hasta que Denna se me acercó y me dio unos golpecitos en el hombro.

—Kvothe —me dijo, aturullada—, perdona que te moleste, pero he perdido un pendiente. Sé bueno y ayúdame a buscarlo, ¿quieres? Estoy segura de que hace un momento lo llevaba puesto.

Me ofrecí a ayudarla, por supuesto, y así pudimos disfrutar de un momento de intimidad; agachados, y sin perder el decoro, nos pusimos a buscar por el suelo con las cabezas muy juntas. Por suerte, Denna llevaba un vestido de estilo modegano, con la falda holgada, larga y suelta alrededor de las piernas. Si hubiera llevado un vestido con un corte a un lado, según la moda de la Mancomunidad, no habría podido agacharse sin llamar la atención.

—Cuerpo de Dios —murmuré—. ¿De dónde lo has sacado?

Denna rió por lo bajo.

—Cállate. Tú mismo me sugeriste que aprendiera a tocar el arpa. Kellin es buen maestro.

—El arpa de pedal modegana pesa cinco veces más que tú —dije—. Es un instrumento de salón. Nunca podrías llevártela de viaje.

Denna dejó de fingir que buscaba el pendiente y me miró a los ojos.

—Y ¿quién ha dicho que nunca vaya a tener un salón donde tocar el arpa?

Seguí buscando por el suelo y encogí los hombros.

—Supongo que para aprender servirá. ¿Te gusta, de momento?

—Es mejor que la lira —respondió ella—. De eso ya me he dado cuenta. Pero todavía no puedo tocar ni «La ardilla en el tejado».

—Y él ¿qué tal? ¿Es bueno? —La miré con picardía—. Me refiero a si es bueno con las manos.

Denna se sonrojó un poco y por un momento pensé que iba a darme un manotazo. Pero recordó a tiempo que debía comportarse con decoro y optó por entrecerrar los ojos.

—Eres horrible —dijo—. Kellin ha sido un perfecto caballero.

—Que Tehlu nos salve de los perfectos caballeros —repuse.

—Lo he dicho en sentido literal —dijo ella meneando la cabeza—. Nunca había salido de Modeg. Es como un gatito en un gallinero.

—Y así que ahora te llamas Dinael —dije.

—De momento. Y para él —dijo ella mirándome de reojo y esbozando una sonrisa—. Para ti sigo prefiriendo Denna.

—Me alegro. —Levanté una mano del suelo y le mostré la suave lágrima de esmeralda de un pendiente. Denna fingió alegrarse muchísimo de haberlo encontrado, y lo alzó para que le diera la luz.

—¡Ah, ya está!

Me levanté y la ayudé a ponerse en pie. Denna se apartó el cabello del hombro y se inclinó hacia mí.

—Soy muy torpe para estas cosas —dijo—. ¿Te importa?

Me arrimé a ella, y ella me dio el pendiente. Denna olía a flores silvestres. Pero por debajo de ese olor olía a hojas de otoño. Al misterioso olor de su cabello, a polvo del camino y al aire antes de una tormenta de verano.

—Y ¿qué es? —pregunté en voz baja—. ¿Un segundón?

Denna negó sin apenas mover la cabeza, y un mechón de su cabello se soltó y me rozó la mano.

—Es un lord con todas las de la ley.

Skethe te retaa van —maldije—. Encierra a tus hijos y a tus hijas bajo llave.

Denna volvió a reír por lo bajo. Le temblaban los hombros al intentar contener la risa.

—Quédate quieta —dije, y le sujeté la oreja con suavidad.

Denna inspiró hondo y soltó el aire despacio para serenarse. Le coloqué el pendiente en el lóbulo de la oreja y me aparté. Ella levantó una mano y comprobó si estaba bien puesto; luego dio un paso hacia atrás e hizo una reverencia.

—Muchísimas gracias por tu ayuda.

Yo también la saludé con una reverencia. No fue tan esmerada como la que le había hecho antes, pero era más sincera.

—Estoy a su servicio, milady.

Denna sonrió con ternura y se dio la vuelta. Sus ojos volvían a reír.

Terminé de explorar el primer piso por respetar las formas, pero no parecía que Threpe estuviera por allí. Como no quería arriesgarme a tener otro encuentro con Denna y su caballero, decidí no subir al segundo piso.

Sim ofrecía un aspecto muy animado, como solía pasarle cuando iba por la quinta copa. Manet estaba repantigado en la silla, con los ojos entornados y con la jarra cómodamente apoyada en la barriga. Wil estaba como siempre, y sus oscuros ojos eran insondables.

—No he visto a Threpe por ninguna parte —dije, y me senté en mi sitio—. Lo siento.

—Qué pena —se lamentó Sim—. ¿Todavía no te ha encontrado un mecenas?

—Ambrose ha amenazado o sobornado a todos los nobles en más de cien kilómetros a la redonda —expliqué con gesto sombrío—. No quieren tener nada que ver conmigo.

—Y ¿por qué no te acoge el propio Threpe? —preguntó Wilem—. Le caes muy bien.

Negué con la cabeza.

—Threpe ya patrocina a tres músicos —dije—. Bueno, en realidad son cuatro, pero dos de ellos son un matrimonio.

—¿Cuatro? —dijo Sim, horrorizado—. Es un milagro que todavía le quede algo para comer.

Wil ladeó la cabeza con curiosidad, y Sim se inclinó hacia delante para explicar:

—Threpe es conde. Pero sus tierras no son muy extensas. Patrocinar a cuatro músicos con sus ingresos es, en cierto modo, un despilfarro.

—En copas y cuerdas no se puede gastar tanto —dijo Wil frunciendo el entrecejo.

—Un mecenas no solo se responsabiliza de eso. —Sim empezó a contar ayudándose con los dedos—. En primer lugar está el mandato del mecenazgo. Luego tiene que proporcionar a sus músicos comida y alojamiento, un salario anual, un traje con los colores de su familia...

—Tradicionalmente son dos trajes —intervine—. Todos los años. —Cuando vivía con la troupe, nunca valoré la ropa que nos proporcionaba lord Greyfallow. Pero ahora no podía evitar imaginar cómo habría mejorado mi vestuario con dos trajes nuevos.

Simmon sonrió al ver llegar a un camarero, despejando toda duda sobre quién era el responsable de los vasos de aguardiente de moras que nos sirvió a cada uno. Sim alzó su vaso en un brindis silencioso y dio un gran trago. Yo alcé mi vaso también, y lo mismo hizo Wilem, aunque era evidente que le dolía. Manet permaneció inmóvil, y empecé a sospechar que se había quedado dormido.

—Sigue sin cuadrarme —dijo Wilem, dejando el vaso de aguardiente en la mesa—. Lo único que consigue el mecenas son unos bolsillos vacíos.

—El mecenas gana buena reputación —expliqué—. Por eso los músicos llevan su librea. Además, tiene personas que lo entretienen cuando a él se le antoja: en fiestas, bailes y celebraciones. A veces le componen canciones u obras por encargo.

—Aun así, da la impresión de que el mecenas se lleva la peor parte —comentó Wil con escepticismo.

—Eso lo dices porque no tienes todo el contexto —dijo Manet enderezándose—. Eres un chico de ciudad. No sabes qué significa crecer en un pueblecito levantado en la propiedad de un terrateniente.

»Aquí están las tierras de lord Poncington, por ejemplo. —Utilizó un poco de cerveza derramada para dibujar un círculo en el centro de la mesa—. Donde tú vives como un buen plebeyo.

Manet cogió el vaso vacío de Simmon y lo puso dentro del círculo.

—Un buen día, llega al pueblo un individuo que lleva los colores de lord Poncington. —Manet cogió su vaso lleno de aguardiente y lo arrastró por la mesa hasta colocarlo junto al vaso vacío de Sim, que seguía dentro del círculo—. Y ese tipo se pone a cantar canciones para todos en la taberna del pueblo. —Manet vertió un poco de aguardiente en el vaso de Sim.

Sin esperar a que nadie se lo indicara, Sim sonrió y bebió un sorbo.

Manet arrastró su vaso alrededor de la mesa y volvió a meterlo en el círculo.

—Al mes siguiente, llegan un par de tipos más con sus colores y montan un espectáculo de marionetas. —Vertió más aguardiente y Simmon bebió—. Al mes siguiente se representa una obra de teatro. —Otra vez.

Entonces Manet cogió su jarra de madera y la hizo avanzar por la mesa hasta meterla dentro del círculo.

—Entonces aparece el recaudador de impuestos, que lleva los mismos colores. —Manet golpeó impacientemente la mesa con la taza vacía.

Sim se quedó confuso un momento; luego cogió su jarra y vertió un poco de cerveza en la de Manet.

Manet lo miró y volvió a golpear la mesa con la jarra, con gesto de enojo.

Sim vertió el resto de su cerveza en la jarra de Manet, riendo.

—De todas formas, me gusta más el aguardiente de moras.

—Y a lord Poncington le gustan más sus impuestos —repuso Manet—. Y a la gente le gusta que la distraigan. Y al recaudador de impuestos no le gusta que lo envenenen y lo entierren de cualquier manera detrás del viejo molino. —Dio un sorbo de cerveza—. Así que todos se quedan contentos.

Wil observaba aquel diálogo con sus oscuros y serios ojos.

—Ya lo entiendo mejor.

—No siempre es una relación tan interesada —intervine—. Threpe se preocupa de que sus músicos mejoren su arte. Algunos nobles los tratan igual que a los caballos de sus establos. —Suspiré—. Hasta eso sería mejor que lo que tengo ahora, que es nada.

—No te vendas barato —dijo Sim con jovialidad—. Espera a que te salga un buen mecenas. Te lo mereces. Eres tan bueno como cualquiera de los músicos que hay aquí.

Me quedé callado, demasiado orgulloso para contarles la verdad. La mía era una pobreza que ellos ni siquiera podían entender. Sim pertenecía a la nobleza atur, y la familia de Wil eran comerciantes de lana de Ralien. Ellos creían que ser pobre significaba no tener suficiente dinero para ir a beber tan a menudo como les habría gustado.

Con la matrícula tan cerca, yo no me atrevería a gastar ni un solo penique. No podía comprar velas, ni tinta, ni papel. No tenía joyas que empeñar, ni asignación, ni padres a los que escribir. Ningún prestamista respetable me habría dado ni un solo ardite. Y no era extraño, pues era un Edena Ruh huérfano y desarraigado cuyas posesiones habrían cabido en un saco de arpillera. Y en un saco no muy grande.

Me levanté antes de que la conversación pudiera entrar en terreno peligroso.

—Ya va siendo hora de que toque algo.

Cogí el estuche del laúd y me dirigí hacia Stanchion, que estaba sentado al final de la barra.

—¿Qué nos has preparado para esta noche? —me preguntó acariciándose la barba.

—Una sorpresa.

Stanchion, que iba a levantarse del taburete, se detuvo y me preguntó:

—¿Es una de esas sorpresas que provocan disturbios o que hacen que la gente le prenda fuego a mi local?

Sonreí y negué con la cabeza.

—Estupendo. —Sonrió también y echó a andar hacia el escenario—. En ese caso, me gustan las sorpresas.

6. Amor

6

Amor

Stanchion me acompañó al escenario y me trajo una silla sin brazos. Luego fue hasta el borde de la tarima y se puso a hablar con el público. Mientras extendía mi capa por encima del respaldo de la silla, las luces empezaron a atenuarse.

Dejé el maltrecho estuche de mi laúd en el suelo. En su día había sido un estuche precioso, pero ya tenía muchos años y muchos kilómetros, y su aspecto era aún más lamentable que el mío. Las charnelas de cuero ya estaban agrietadas y rígidas, y en algunos sitios las paredes de la caja estaban tan gastadas que parecían de pergamino. Solo conservaba uno de los cierres originales, de plata labrada; los otros los había ido sustituyendo con piezas que había encontrado por ahí, y había unos de latón brillante y otros de hierro mate.

Pero lo que había dentro del estuche era completamente diferente. Dentro estaba la razón por la que al día siguiente iba a pelear por mi matrícula. Había empleado todo mi ingenio para regatear por él, y aun así me había costado más dinero del que jamás me había gastado en nada. Me había costado tanto dinero que no pude comprarme un estuche apropiado, y tuve que contentarme con ponerle parches al viejo.

La madera era de color café oscuro, o de tierra recién removida. La curva de la caja era perfecta, como las caderas de una mujer. Era eco sordo y rasgueo cantarín. Mi laúd. Mi alma tangible.

He oído lo que los poetas escriben sobre las mujeres. Componen rimas y rapsodias, y mienten. He visto a marineros en la orilla contemplando en silencio la lenta ondulación del mar. He visto a viejos soldados con el corazón de cuero que derramaban lágrimas al ver los colores de su rey ondeando al viento.

Creedme: esos hombres no saben nada del amor.

No lo encontraréis en las palabras de los poetas ni en la mirada anhelante de los marineros. Si queréis saber algo del amor, miradle las manos a un músico de troupe cuando toca un instrumento. Los músicos de troupe sí saben.

Miré a mi público, que poco a poco iba quedándose callado. Simmon me saludó con la mano, entusiasta, y yo le sonreí. Distinguí el cabello blanco del conde Threpe cerca de la barandilla del segundo balcón. Hablaba con seriedad con una pareja bien vestida y me señalaba. Seguía haciendo campaña a mi favor, aunque ambos supiéramos que era una causa perdida.

Saqué el laúd de su viejo y gastado estuche y empecé a afinarlo. No era el mejor laúd que había en el Eolio, ni mucho menos. El mástil estaba ligeramente torcido, pero no doblado. Una de las clavijas estaba suelta y tendía a alterar el sonido de la cuerda.

Rasgueé suavemente un acorde y acerqué la oreja a las cuerdas. Levanté la cabeza y vi la cara de Denna, clara como la luna. Ella me sonrió, emocionada, y me saludó agitando los dedos por debajo de la mesa para que no lo viera su caballero.

Toqué suavemente la clavija suelta y pasé las manos por la tibia madera del laúd. Había sitios donde el barniz tenía arañazos y rozaduras. En el pasado lo habían tratado mal, pero eso no lo hacía menos maravilloso.

Sí, mi laúd tenía defectos, pero ¿qué importa eso cuando se trata de asuntos del corazón? Amamos lo que amamos. La razón no entra en juego. En muchos aspectos, el amor más insensato es el amor más verdadero. Cualquiera puede amar algo por algún motivo. Eso es tan fácil como meterse un penique en el bolsillo. Pero amar algo a pesar de algo es otra cosa. Conocer los defectos y amarlos también. Eso es inusual, puro y perfecto.

Stanchion me señaló trazando un arco con el brazo. Hubo un breve aplauso seguido de un silencio atento.

Le arranqué dos notas punteadas al laúd y observé que el público se inclinaba hacia mí. Acaricié una cuerda, la afiné ligeramente y empecé a tocar. Cuando solo habían sonado unas pocas notas, todos sabían ya qué canción iban a escuchar.

Era «El manso». Una canción que los pastores llevan diez mil años silbando. La más sencilla de las melodías sencillas. Una canción que cualquiera podría entonar. Un crío. Un majadero. Un analfabeto.

Era, para decirlo sin rodeos, música folclórica.

Se han escrito un centenar de canciones basadas en la melodía de «El manso». Canciones de amor y de guerra. Canciones de humor, tragedia y lujuria. Pero no toqué ninguna de esas versiones. No me interesaba la letra, sino la música. Solo la melodía.

Miré hacia arriba y vi a lord Mandíbula de Cemento junto a Denna, haciendo un ademán desdeñoso. Sonreí mientras iba sonsacándole la canción a las cuerdas de mi laúd.

Pero al poco rato, mi sonrisa fue volviéndose forzada. El sudor empezó a brotar en mi frente. Me encorvé sobre el laúd, concentrado en lo que hacían mis manos. Mis dedos corrían, danzaban, volaban.

Toqué con la dureza de una granizada, como un martillo golpeando una pieza de latón. Toqué con la suavidad del sol sobre el trigo en otoño, como el tenue temblor de una hoja. Al poco rato, empecé a jadear a causa del esfuerzo. Mis labios dibujaban una línea fina y descolorida.

Cuando iba por el estribillo intermedio, sacudí la cabeza para apartarme el cabello de los ojos. Unas gotas de sudor salieron despedidas describiendo un arco y salpicaron la madera del suelo del escenario. Respiraba hondo, y mi pecho subía y bajaba como un fuelle, esforzándose como un caballo que corre hasta el agotamiento.

La canción inundaba la sala de notas limpias y diáfanas. Estuve a punto de equivocarme una vez: el ritmo vaciló apenas un instante... pero me recuperé, seguí adelante y conseguí terminar la última frase, pulsando las cuerdas con suavidad y dulzura pese a lo cansados que tenía los dedos.

Entonces, cuando ya era evidente que no podía continuar ni un momento más, resonó el último acorde y me derrumbé en la silla, agotado.

El público me dedicó un aplauso atronador.

Pero no todo el público. Dispersas por el local, una docena de personas se echó a reír; algunos golpeaban las mesas y daban pisotones en el suelo mientras lanzaban gritos de júbilo.

La ovación cesó rápidamente. Hombres y mujeres se quedaron parados con las manos en alto, contemplando a aquellos miembros del público que reían en lugar de aplaudir. Algunos parecían enojados, y otros, confundidos. Era evidente que muchos se sentían ofendidos, y un murmullo de desaprobación empezó a recorrer la sala.

Antes de que pudiera iniciarse una discusión seria, toqué una sola nota aguda y levanté una mano, reclamando de nuevo la atención del público. Todavía no había terminado, ni mucho menos.

Me puse cómodo e hice rodar los hombros. Rasgueé las cuerdas, ajusté la clavija suelta y, sin ningún esfuerzo, me puse a tocar mi segunda canción.

Era un tema de Illien, «Tintatatornin». Dudo que lo hayáis oído. Comparado con las otras obras de Illien, es una rareza. En primer lugar, no tiene letra. En segundo lugar, pese a ser una canción de amor, no es tan pegadiza ni tan enternecedora como muchas de sus melodías más conocidas.

Pero sobre todo, es condenadamente difícil de tocar. Mi padre la llamaba «la canción más bonita jamás escrita para quince dedos». Me hacía tocarla cuando me veía demasiado orgulloso de mí mismo y consideraba que necesitaba una dosis de humildad. Baste decir que la practicaba con bastante regularidad, a veces más de una vez al día.

Así que me puse a tocar «Tintatatornin». Me apoyé en el respaldo de la silla, crucé los tobillos y me relajé un poco. Mis manos se movían despreocupadamente por las cuerdas. Después del primer estribillo, inspiré hondo y di un breve suspiro, como un muchacho encerrado en su casa en un día soleado. Mi mirada empezó a pasearse por la estancia, aburrida.

Sin dejar de tocar, me removí en el asiento, buscando una postura cómoda y sin encontrarla. Fruncí el ceño, me levanté y miré la silla como si ella tuviera la culpa. Volví a sentarme y me sacudí con expresión de fastidio.

Mientras hacía todo eso, las diez mil notas de «Tintatatornin» corrían y brincaban. Entre un acorde y el siguiente aproveché para rascarme detrás de una oreja.

Estaba tan metido en mi papel que me dieron ganas de bostezar. Di el bostezo sin contenerme, y abrí tanto la boca que estoy seguro de que los que estaban en las primeras filas pudieron contarme los dientes. Sacudí la cabeza como si quisiera despejarme, y me enjugué los ojos, llorosos, con la manga.

Entretanto, seguía sonando «Tintatatornin». La enloquecedora armonía y el contrapunto se entrelazaban y a ratos se separaban. Y todo ello impecable, dulce y fácil como respirar. Cuando llegué al final, juntando una docena de enredados hilos musicales, no hice ningún floreo. Dejé de tocar, sencillamente, y me froté un poco los ojos. Sin crescendo. Sin saludo. Nada. Hice crujir los nudillos distraídamente y me incliné hacia delante para guardar el laúd en el estuche.

Esa vez se oyeron primero las risas. Eran los mismos que se habían reído antes, y silbaban y golpeaban las mesas con más estrépito que la vez anterior. Mi gente. Los músicos. Abandoné la expresión de aburrimiento y les sonreí con complicidad.

Momentos después llegaron los aplausos, pero fueron dispersos y titubeantes. Antes de que se hubieran encendido las luces, ya se habían disuelto y el murmullo de las discusiones los habían absorbido por completo.

Cuando bajé los escalones, Marie corrió a mi encuentro, con la risa pintada en el rostro. Me estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda. Ella fue la primera, pero muchos la siguieron, todos ellos músicos. Antes de que me quedara atrapado, Marie entrelazó su brazo con el mío y me guió hasta mi mesa.

—Caramba, muchacho —dijo Manet—. Aquí eres como un pequeño rey.

—Pues esto no es nada comparado con la atención que suele recibir —comentó Wilem—. Normalmente todavía lo están vitoreando cuando vuelve a la mesa. Las mujeres le hacen caídas de ojos y cubren su camino de flores.

Sim miró alrededor con curiosidad.

—La reacción de la gente me ha parecido... —buscó una palabra— heterogénea. ¿A qué se debe eso?

—A que nuestro joven Seis Cuerdas es tan afilado que casi se corta —respondió Stanchion, que había venido hasta nuestra mesa.

—¡Vaya! ¿Usted también lo ha notado? —preguntó Manet con aspereza.

—Calla —dijo Marie—. Ha sido genial.

Stanchion suspiró y meneó la cabeza.

—A mí no me importaría saber de qué estáis hablando —dijo Wilem un tanto molesto.

—Kvothe ha tocado la canción más sencilla del mundo y ha hecho que pareciera que hilaba oro con un copo de lino —explicó Marie—. Luego ha cogido un tema musical de verdad, una pieza que solo unos pocos de los que están hoy en este local podrían tocar, y ha hecho que pareciera tan fácil que se diría que un niño podría tocarla con un silbato.

—No voy a negar que lo ha hecho con gran habilidad —admitió Stanchion—. El problema es cómo lo ha hecho. Los que se han puesto a aplaudir después de la primera canción se sienten imbéciles. Piensan que se ha jugado con ellos.

—Es que eso es lo que ha pasado —dijo Marie—. Un intérprete manipula a su público. Esa es la gracia de la broma.

—A la gente no le gusta que jueguen con ella y hagan chistes a su costa —replicó Stanchion—. Es más, le molesta. A nadie le gusta que le hagan bailar al son que otro toca.

—En realidad —intervino Simmon sonriente—, los hizo bailar con el laúd.

Todos se volvieron hacia él, y a Simmon se le apagó un poco la sonrisa.

—¿No lo pilláis? Los hizo bailar. Al son del laúd. —Bajó la vista hacia la mesa; se le borró del todo la sonrisa y se puso colorado—. Lo siento.

Marie soltó una carcajada.

—Es como si hubiera dos públicos, ¿no? —dijo Manet hablando despacio—. Están los que saben suficiente de música para entender el chiste y los que necesitan que les expliquen el chiste.

Marie miró a Manet e hizo un gesto triunfante.

—Eso es exactamente —le dijo a Stanchion—. Si vienes aquí y no sabes suficiente para entender el chiste por ti mismo, te mereces que te regañen un poco.

—Solo que la mayoría de esa gente son nobles —puntualizó Stanchion—. Y nuestro listillo todavía no tiene mecenas.

—¿Qué? —dijo Marie—. Pero si ya hace meses que Threpe hizo correr la voz sobre ti. ¿Por qué nadie te ha fichado todavía?

—Ambrose Anso —dije a modo de explicación.

Por la expresión de Marie, ignoraba de quién le hablaba.

—¿Es un músico? —preguntó.

—Es el hijo de un barón —aclaró Wilem.

Marie arrugó el ceño sin comprender.

—¿Y cómo va a impedir él que consigas un mecenas?

—Gracias a que tiene mucho tiempo libre y el doble de dinero que Dios —dije con aspereza.

—Su padre es uno de los hombres más poderosos de Vintas —añadió Manet, y se volvió hacia Simmon—. ¿Qué es, el decimosexto en la línea del trono?

—Decimotercero —le corrigió Simmon hoscamente—. La familia Surthen, entera, murió en el mar hace dos meses. Ambrose no para de recordar a todos que su padre está a solo doce pasos de convertirse en rey.

—Lo que ocurre —dijo Manet dirigiéndose a Marie— es que el hijo de ese barón tienen mucha influencia, y no duda en ejercerla.

—Para ser completamente sinceros —intervino Stanchion—, deberíamos mencionar que el joven Kvothe no es la persona con mayores habilidades sociales de la Mancomunidad. —Carraspeó antes de añadir—: Como queda demostrado por su actuación de esta noche.

—No soporto que me llamen «el joven Kvothe» —le dije en un aparte a Sim. Mi amigo me miró con compasión.

—Yo sigo pensando que ha sido genial —dijo Marie mirando a Stanchion y plantando los pies firmemente en el suelo—. Es lo más ingenioso que ha hecho nadie aquí en el último mes, y tú lo sabes.

Le puse una mano en el brazo a Marie.

—Stanchion tiene razón —dije—. Ha sido una estupidez. —Encogí los hombros con cierta vacilación—. O al menos lo sería si todavía conservara algún resquicio de esperanza de conseguir un mecenas. —Miré a Stanchion a los ojos—. Pero no la tengo. Los dos sabemos que Ambrose me ha envenenado ese pozo.

—Los pozos no se quedan envenenados para siempre —objetó Stanchion.

Volví a encogerme de hombros.

—Entonces, ¿qué te parece esta excusa? Prefiero tocar canciones que divierten a mis amigos que complacer a quienes me juzgan basándose solo en habladurías.

Stanchion inspiró hondo y soltó el aire de golpe.

—Está bien —dijo esbozando una sonrisa.

A continuación se produjo un breve silencio, y Manet carraspeó de forma significativa y miró alrededor.

Capté su indirecta e hice las presentaciones.

—Stanchion, ya conoces a mis compañeros Wil y Sim. Este es Manet, alumno y, ocasionalmente, mi mentor en la Universidad. Este es Stanchion: anfitrión, propietario, y dueño del escenario del Eolio.

—Encantado de conocerte —dijo Stanchion; inclinó educadamente la cabeza y luego miró alrededor con nerviosismo—. Y hablando de anfitriones, debo ocuparme de mi negocio. —Antes de marcharse, me dio una palmada en la espalda—. Aprovecharé para ver si puedo apagar un par de fuegos.

Le di las gracias con una sonrisa; luego hice un ademán elegante y dije:

—Os presento a Marie. Como habéis podido comprobar con vuestros propios oídos, es la mejor violinista del Eolio. Como podéis ver con vuestros propios ojos, es la mujer más hermosa en miles de kilómetros a la redonda. Como habrá percibido vuestra inteligencia, es la más sabia de...

Sonriente, Marie me interrumpió con un manotazo.

—Si mi sabiduría fuera la mitad de mi estatura, no saldría a defenderte —dijo—. ¿Es verdad que el pobre Threpe te ha estado haciendo publicidad todo este tiempo?

—Sí —contesté—. Ya le advertí que era una causa perdida.

—Lo es si te empeñas en burlarte de la gente —dijo ella—. Te juro que nunca he conocido a un hombre con un don como el tuyo para caer mal a los demás. Si no tuvieras ese encanto personal, a estas alturas ya te habrían apuñalado.

—No lo sabes bien —murmuré.

Marie miró a mis amigos.

—Encantada de conoceros.

Wil asintió con la cabeza, y Sim sonrió. Manet, en cambio, se puso en pie con un movimiento fluido y le tendió una mano a Marie. Ella le ofreció la suya, y Manet se la tomó con ambas manos, con ternura.

—Marie —dijo—, me has dejado intrigado. ¿Tendré alguna posibilidad de invitarte a una copa y de disfrutar del placer de tu conversación en algún momento de la noche?

Me quedé demasiado perplejo para hacer otra cosa que mirarlos. Allí de pie, los dos parecían unos sujetalibros desparejados. Marie le sacaba quince centímetros a Manet, y sus botas conseguían que sus piernas parecieran aún más largas.

Manet, por su parte, tenía el aspecto de siempre, entrecano y desaliñado, y aparentaba como mínimo diez años más que Marie.

Marie parpadeó y ladeó un poco la cabeza, como si considerara la proposición.

—Ahora estoy con unos amigos —dijo—. Cuando haya terminado con ellos, quizá se haya hecho un poco tarde.

—No me importa cuándo —repuso Manet con tranquilidad—. Si es necesario, estoy dispuesto a perder unas horas de sueño. Ya no recuerdo la última vez que compartí la compañía de una mujer que expresa sus ideas con tanta firmeza y sin vacilación. Hoy en día no abundan las personas como tú.

Marie volvió a inspeccionarlo.

Manet la miró a los ojos y compuso una sonrisa tan segura y adorable que parecía aprendida en los escenarios.

—No quisiera que tuvieras que abandonar a tus amigos por mí —dijo—. Pero hacía diez años que ningún violinista me hacía bailar. Creo que lo mínimo que puedo hacer es invitarte a una copa.

Marie le sonrió entre sorprendida e irónica.

—Ahora estaré en el segundo piso. —Señaló hacia la escalera—. Pero quedaré libre dentro de, no sé, un par de horas...

—Te agradezco tu amabilidad —dijo él—. ¿Quieres que vaya a buscarte?

—Sí, por favor. —Lo miró una vez más y se dio la vuelta.

Manet se sentó y cogió su jarra.

Simmon estaba tan estupefacto como todos nosotros.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó.

Manet rió por debajo de la barba y se reclinó en el respaldo de la silla sujetando la jarra contra el pecho.

—Pues eso ha sido —empezó con suficiencia— otra cosa más de la que yo entiendo y vosotros, que solo sois unos cachorros, no. Tomad nota. Prestad atención.

Cuando los miembros de la nobleza quieren mostrar su agradecimiento a un músico, le ofrecen dinero. Cuando empecé a tocar en el Eolio, recibí algunos regalos de esa clase, y durante un tiempo ese dinero me había bastado para ayudar a pagar mi matrícula y mantenerme a flote aunque solo fuera por los pelos. Pero Ambrose no había cejado en su campaña contra mí, y hacía meses que yo no recibía ninguna propina.

Los músicos son más pobres que los nobles, pero saben disfrutar de una actuación. Y cuando les gusta cómo tocas, te invitan a copas. Esa era la verdadera razón por la que yo había ido al Eolio esa noche.

Manet fue a la barra a buscar un trapo húmedo con que limpiar la mesa para que pudiéramos echar otra partida de esquinas. Todavía no había vuelto cuando un joven caramillero ceáldico se acercó y nos preguntó si podía invitarnos a una ronda.

Sí podía, por supuesto. El caramillero llamó a una camarera que pasaba cerca y cada uno pidió lo que más le apetecía, además de una cerveza para Manet.

Bebimos, jugamos a cartas y escuchamos música. A Manet y a mí nos tocaron cartas malas y perdimos tres manos seguidas. Eso me deprimió un poco, pero no tanto como la inquietante sospecha de que Stanchion podía tener razón con lo que había dicho.

Un mecenas rico me habría solucionado muchos problemas. Hasta un mecenas pobre me habría proporcionado un poco de espacio para respirar, económicamente hablando. Al menos, tendría alguien a quien podría pedir prestado dinero en caso de apuro, en lugar de verme obligado a tratar con personajes peligrosos.

Mientras pensaba esas cosas, jugué mal y perdimos otra mano; ya llevábamos cuatro seguidas, y además con una prenda.

Manet me lanzó una mirada asesina mientras recogía las cartas.

—A ver si te aprendes esto antes de presentarte al examen de Admisiones. —Levantó una mano apuntando con tres dedos hacia arriba—. Imagínate que tienes tres picas en la mano, y que ya han salido cinco picas. —Levantó la otra mano, extendiendo los cinco dedos—. ¿Cuántas picas hay en total? —Se recostó en la silla y se cruzó de brazos—. Tómate tu tiempo.

—Todavía no se ha recuperado del impacto de saber que Marie ha aceptado tomarse una copa contigo —dijo William con aspereza—. A nosotros nos pasa lo mismo.

—A mí no —dijo Simmon—. Yo ya sabía que tenías encanto.

Nos interrumpió Lily, una de las camareras habituales del Eolio.

—¿Qué pasa aquí? —nos preguntó, jovial—. ¿Habéis montado una fiesta?

—Lily —dijo Simmon—, si te invitara a tomar una copa, ¿te lo pensarías?

—Sí —dijo ella sin dudarlo—. Pero no mucho rato. —Le puso una mano en el hombro—. Estáis de suerte, chicos. Un admirador anónimo de la música os ha invitado a una ronda.

—Para mí, scutten —dijo Wilem.

—Aguamiel —dijo Simmon con una sonrisa.

—Yo me tomaré un sounten —dije yo. Manet arqueó una ceja.

—¿Un sounten? —preguntó lanzándome una mirada—. Yo también. —Miró a la camarera con aire de complicidad y me apuntó con la barbilla—. A su cuenta, claro.

—¿Seguro? —dijo Lily, y encogió los hombros—. Vuelvo enseguida.

—Ahora que nos has dejado a todos impresionados, ya puedes divertirte un poco, ¿no? —me dijo Simmon—. ¿No nos cantarías algo sobre un burro...?

—Por última vez: no —dije—. No quiero saber nada de Ambrose. No gano nada con seguir fastidiándolo.

—Le rompiste un brazo —dijo Wil—. Creo que ya lo has fastidiado bastante.

—Él me rompió el laúd —repliqué—. Estamos en paces. Estoy dispuesto a olvidar el pasado.

—Y un cuerno —terció Sim—. Tiraste una libra de mantequilla rancia por su chimenea. Le aflojaste la cincha de la silla...

—¡Manos negras! ¡Cállate ya! —dije mirando alrededor—. De eso ya hace casi un mes, y nadie sabe que fui yo excepto vosotros dos. Y ahora Manet. Y todos los que están cerca.

Sim se puso muy colorado, y la conversación se detuvo hasta que Lily regresó con nuestras bebidas. El scutten de Wil venía en la tradicional taza de piedra. El dorado aguamiel de Sim brillaba en una copa alta. A Manet y a mí nos dio jarras de madera.

Manet sonrió.

—No recuerdo la última vez que pedí un sounten —caviló—. Y creo que nunca había pedido uno para mí.

—Yo nunca se lo había visto tomar a nadie —aportó Sim—. Kvothe se los pule como si nada. Tres o cuatro en una noche.

—¿No lo saben? —me preguntó Manet arqueando una de sus pobladas cejas.

Negué con la cabeza y di un sorbo de mi jarra, sin saber si debía reírme o morirme de vergüenza.

Manet empujó su jarra hacia Simmon, que la cogió y bebió un sorbo. Frunció el entrecejo y dio otro.

—¿Agua?

Manet asintió.

—Es un viejo truco de prostitutas. Estás charlando con una en la taberna del burdel, y quieres demostrarle que no eres como los demás. Tú eres un hombre refinado. Así que la invitas a una copa.

Estiró el brazo y recuperó su jarra.

—Pero ellas están trabajando. Ellas no quieren beber. Prefieren el dinero. Piden un sounten, un peveret o algo por el estilo. Tú pagas, el camarero le da a ella agua, y al final de la noche, la chica se reparte el dinero con la casa. Si sabe escuchar, una chica puede ganar tanto en la barra como en la cama.

—Aquí hacemos tres partes —intervine yo—. Un tercio para la casa, un tercio para el camarero y un tercio para mí.

—Pues te están timando —dijo Manet con franqueza—. El camarero debería obtener su parte de la casa.

—En Anker’s nunca te he visto pedir un sounten —observó Sim.

—Debe de ser el aguamiel de Greysdale —apuntó Wil—. Allí lo pides mucho.

—Pero si yo he pedido Greysdale —objetó Sim—. Sabía a encurtidos y a meados. Además...

Manet terminó la frase por él:

—¿Era más caro de lo que pensabas? No tendría mucho sentido montar tanto lío por lo que cuesta una cerveza pequeña, ¿no crees?

—Cuando pido Greysdale en Anker’s, saben perfectamente lo que quiero decir —expliqué—. Si pidiera algo que no existiera, alguien podría descubrir el juego.

—Y tú ¿cómo lo sabes? —le pregunto Sim a Manet.

—Más sabe el diablo por viejo que por diablo —contestó.

Las luces empezaron a atenuarse y nos volvimos hacia el escenario.

Avanzaba la noche. Manet nos abandonó por pastos más verdes, y Wil, Sim y yo hicimos todo lo posible para mantener nuestra mesa limpia de vasos mientras los músicos que se habían divertido nos invitaban a una ronda tras otra. De hecho, nos invitaron a una cantidad escandalosa de copas. Muchas más de las que yo me habría atrevido a soñar.

Yo casi siempre pedía sounten, porque recoger dinero para pagar mi matrícula era el motivo principal por el que había ido al Eolio esa noche. Wil y Sim también pidieron varias rondas de sounten, ahora que ya conocían el truco. Y yo se lo agradecí por partida doble, pues de otro modo me habría visto obligado a llevarlos a casa en una carretilla.

Al final nos hartamos los tres de música, chismorreos, y, en el caso de Sim, de perseguir sin éxito a las camareras.

Antes de irnos, pasé a hablar un momento por la barra y le expliqué al camarero la diferencia entre una mitad y una tercera parte. Al final de la negociación, me embolsé un talento y seis iotas. La mayor parte de ese dinero provenía de las consumiciones a que los otros músicos me habían invitado esa noche.

Me guardé las monedas de la bolsa del dinero: «Tres talentos».

De mis negociaciones también saqué dos botellas de color marrón oscuro.

—¿Qué es eso? —me preguntó Sim mientras yo me disponía a guardar las botellas en el estuche del laúd.

—Cerveza de Bredon —respondí, mientras colocaba los trapos con los que envolvía mi laúd para que las botellas no lo rozaran.

—Las Bredon —dijo Wil con desdén—. Parecen más gachas que cerveza.

—A mí no me gusta tener que masticar el licor —dijo Sim con una mueca.

—No está tan mala —dije poniéndome a la defensiva—. En los pequeños reinos las mujeres la beben cuando están embarazadas. Arwyl lo mencionó en una de sus conferencias. La fabrican con polen de flores, aceite de pescado y huesos de cereza. Tiene un montón de micronutrientes.

—No te juzgamos, Kvothe. —Wilem me puso una mano en el hombro y me miró consternado—. A Sim y a mí no nos importa que seas una preñada de Yll.

Simmon dejó escapar un resoplido, y el sonido le hizo soltar una carcajada.

Los tres juntos volvimos sin prisa a la Universidad, cruzando el alto arco del Puente de Piedra. Y como no había por allí nadie que pudiera oírnos, le canté «El asno erudito» a Sim.

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