Prólogo
La suerte de la Compañía del Tridente
Gris era el Páramo. Grises eran las figuras que lo surcaban.
Las dos ruedas de la carreta reaccionaban con amargura a cada piedra, a cada hoyo. Los dos parias que tiraban sentían el traqueteo en las articulaciones, y era peor cuando les tocaba sacar de un charco aquel amasijo de tablas mal ensambladas o sortear un bache demasiado acentuado. Porque aquella línea irregular que atravesaba el Páramo de camino solo tenía el nombre.
Al suplicio de la marcha había que sumarle el temor al forajido que los vigilaba. A juzgar por su apariencia, un desheredado como ellos, un vagabundo que por algún giro del destino terminó haciéndose con un trozo de tubería afilada. Si paraban los pateaba, si consideraba que no estaban tirando con suficiente brío, cosa que ocurría a menudo, los escupía e insultaba.
Ndhasis soplaba con especial inquina, cosa frecuente cuando se marchaba en su contra. Les golpeaba los rostros sin clemencia, como si supiera que estaban huyendo y se erigiera en un juez vengativo que exigía el cumplimiento de una condena. Los seis forajidos que escoltaban la carreta se cubrían con las capas, los flecos sueltos de los ropajes coleteando por el vendaval. Nada parecía bastar para protegerse de las partículas de polvo y del inevitable frío. El viento los obligaba a adoptar posturas menos orgullosas de lo deseable. Los humillaba.
De tanto en cuanto, los forajidos lanzaban vistazos a sus espaldas, al surco mal dibujado en el terreno que iban dejando atrás. Nadie los seguía. Aunque, en realidad, el viento levantaba el polvo y la ceniza del Páramo con tanta insistencia que volvía invisible todo lo que quedaba más allá de doce varas. No podrían distinguir ni una montaña aunque se les estuviera derrumbando encima.
De cualquier forma, parecía poco probable que los siguieran.
Había sido un golpe perfecto, demasiado bueno para ser cierto. Los forajidos habían descubierto, por casualidad, un yacimiento en mitad del Páramo como tantos había: una ruina que sobresalía del terreno como un diente en la boca de un anciano. Un colmillo de reluciente metal.
Los únicos que custodiaban aquel tesoro eran una oncena de parias. Ni un solo mísero hombre de armas a la vista. Era una oportunidad única.
Los forajidos atacaron por sorpresa. Hicieron presos, pero también mataron y torturaron tanto como creyeron necesario. Pusieron a los parias a trabajar para ellos. No les valía con lo que ya habían recolectado, querían más.
Allí abajo había todo un tesoro: herramientas, tuberías, poleas, artefactos ignotos para los que ni siquiera hay nombre. Una buena parte herrumbrada e inservible, como suele ocurrir en casos así, pero también una cantidad importante de metal limpio y puro, con aquel blanco luminoso y radiante. En tan buen estado que hacía llorar a los ojos si se lo miraba con codicia. Los forajidos lo comprobaron bien.
Al poco de iniciar la excavación, la carreta que traían consigo ya se les había quedado pequeña. Se frotaron las manos y se tiraron de las barbas de pura incredulidad. Y cuando apareció la gema, la locura se apoderó de ellos. No esperaban nada similar, de hecho, ninguno de ellos había tocado antes una piedra preciosa.
Como suele ocurrir en estos casos, discutieron. Volvieron las armas contra sí y corrió la sangre de los compañeros. Y de los nueve forajidos que iniciaron aquel golpe, ya solo quedaron seis.
La Compañía del Tridente, así se llamaban.
La marcha no se detenía. La lluvia, más que caer, parecía lanzada contra ellos. Los sacudía con sadismo, jugaba con ellos a desprenderles las ropas o a hacerles trastabillar. Eran marionetas en manos de un dios muerto de aburrimiento. Los pies se enfangaban en el terreno, se hundían hasta los tobillos; las ruedas de la carreta se resistían a girar. Ahora todos tiraban del carro o lo empujaban. Cada paso era una conquista.
La violencia del chaparrón hacía imposible que pudieran comunicarse entre ellos. Pero ¿qué se iban a decir? Al menos así evitaban dar señales de rendición. Y seguían adelante.
Los truenos en mitad del Páramo se escuchaban dentro del pecho. Los rayos hacían flaquear las piernas con cada nueva descarga. Estaban indefensos ante los caprichos del cielo y su crueldad. Solo podían avanzar y esperar a que aquel castigo quisiera pasar. En eso pensaban cuando el terreno de debajo de la carreta perdió de súbito la firmeza. De repente se había formado un terraplén por donde cayó una forajida, que fue arrastrada abajo, rebujada en piedras, fango y trozos de tierra que se iban deshaciendo. En realidad, no era una caída demasiado aparatosa de por sí, pero pronto desembocó en un torrente salvaje y gritón formado por obra y gracia de la tempestad. La corriente turbia absorbió a la ladrona, que desapareció sin tener la oportunidad de pedir auxilio. Y si lo hizo nadie la escuchó.
Los forajidos cruzaron gritos que la tormenta se encargó de silenciar. Nadie entendía nada. Nadie sabía nada. Tras la cortina de agua, todos tenían la misma expresión de derrota. Si se ponían en marcha y aunaban fuerzas, salvarían a su compañera, pero tras el corrimiento de tierra, una de las ruedas de la carreta coqueteaba con el vacío. No podían permitirse la pérdida del cargamento. Apretaron los dientes y tiraron con mayor ímpetu.
La forajida tendría que arreglárselas por su cuenta.
Cuando la tormenta pasó quedaban cinco forajidos. Eran siete si se contaba a los dos parias que tiraban de la carreta, en el caso de que alguien quisiera hacer tal cosa.
Al ser menos y al haberse convertido el suelo en cieno, mover aquel armatoste desagradecido suponía más que nunca un desafío. El Páramo era un plato tan extenso como el mismo horizonte. No obstante, eso no evitaba que aparecieran desniveles; pequeñas lomas que ni en sus mejores sueños podrían considerarse colinas, pero que bastaban para dificultar el avance de la carreta.
Los forajidos resoplaban y maldecían a boca llena y pulmón vacío. Estaba claro que había llegado el momento de un descanso. No era ideal, preferían no tener aquel cargamento tan valioso en mitad de la nada, a merced de los vientos, de otros ladrones o de los soldados del Duque. Como señor de aquellas tierras, este podía reclamar una parte del botín. Tal vez todo. No, no podían detenerse más que para recobrar un soplo de aliento.
Habían vuelto a ponerse en marcha cuando, de pronto, uno de los parias resbaló. La carreta, al perder de golpe uno de sus apoyos, dio un tirón hacia atrás, y ya nadie pudo detener aquel cacharro, que comenzó a traquetear colina abajo hasta que una roca demasiado saliente lo hizo volcar, parias incluidos.
Lo peor fue que no se trataba de un accidente. El detector dio una voz que detuvo a los forajidos. Y cuando el detector del grupo los alertaba, más valía hacerle caso. Los forajidos se llevaron las manos a las armas, se consultaron entre sí con la mirada. El rostro del detector tampoco ofrecía respuestas. Estaba detenido y, a la vez, inquieto, con los ojos cerrados y las mandíbulas apretadas concentrado. Era la señal de que escrutaba tras el Velo.
—Algo se oculta en la Umbra —dijo, y fue como si una maldición cayera sobre todos ellos.
El resto de la compañía supo de inmediato lo que aquello significaba.
—¿Qué es? —preguntó uno.
El detector no respondió. Por los sutiles gestos de su cara, seguía indagando en la Umbra, al otro lado del Velo.
—¿Es un demonio?
—¿Un Profundo?
—No. —Se tomó unos instantes más mientras seguía vigilando la Umbra—. Es de carne, hueso y sombra.
—Esfinge —soltó una forajida.
Se miraron entre sí. Desenvainaron las armas. Eran pedazos de metal en su mayoría, tuberías toscamente cortadas y afiladas, herramientas modificadas para hacer daño. No se podía llamar espadas a aquello. Sin embargo, la luz blanca que desprendía el metal puro hacía que de repente en la escena se viera con mayor detalle.
—¿Es una Ténebre?
El detector desechó aquella idea con un movimiento rápido de cabeza. Si fuera así ya estarían muertos.
—Cállate, gilipollas —le contestó otro—. Los Ténebres no existen.
Intercambiaron bravatas, pero callaron cuando el detector volvió a hablar:
—Es una caminante.
—Blanca sangre de Arconte —masculló uno.
—Esfinge —murmuró otra.
La noticia cayó sobre los cinco como un monolito fulminado por los dioses. Por un instante solo escucharon el susurro de Ndhasis, que volvía a recuperar el ímpetu tras el descanso que se había tomado tras la tempestad. Ndhasis nunca dejaba de azotar el Páramo, de recordarles a los viajeros quién mandaba allí. Se estaba burlando de ellos.
—¿Dónde está? —preguntó una.
El detector negó con la cabeza mientras giraba sobre sí mismo. Seguía buscando más allá del Velo. Mientras, los forajidos formaron un círculo en torno al detector. Buscaron ellos también, en balde, pues la enemiga estaba oculta en la Umbra y todos ellos eran ciegos tras el Velo.
—Dadme un poco de espacio —pidió este, todavía con los ojos cerrados.
Los cuatro obedecieron en un movimiento menos coordinado de lo que les habría gustado.
—Vamos a la carreta —ordenó el detector, que alternaba pasos con los ojos abiertos y pasos con los ojos cerrados. Un ojo en el mundo, el otro en el inframundo, como se solía decir—. Despacio.
Mantuvieron la formación hasta alcanzar el carro, volcado y fuera del camino. Una rueda se había salido del eje y tenía pinta de que no regresaría a su sitio. El suelo estaba sembrado del botín. Tuberías, arandelas, herramientas y otras piezas de blanco metal, las más puras y en mejor estado que salvaron. Todo inmaculado, ni un poquito de herrumbre. Un tesoro resplandeciendo entre el lodo y los primeros escarabajos que habían surgido tras la lluvia. Los parias, que habían caído con el carromato, por su parte, no se movían. Uno había quedado debajo de las tablas; el otro se retorcía con una postura antinatural en torno a las ataduras que lo unían al carro.
—¿Qué buscas, caminante? —gritó uno de ellos al vacío, demasiado asustado como para aguantar la presión.
—Da la cara, cabrona —espetó otra.
La respuesta por parte de la misteriosa caminante fue la misma. Nada.
—Esto de aquí pertenece al Duque —chilló el detector fingiendo más aplomo del que tenía—. Si lo tocas, estarás desafiando al propio Duque. ¿Es eso lo que quieres?
Mentiras y más mentiras. Bravuconadas con el objetivo de espantar a su asaltante. Dio lo mismo, pues no había terminado de pronunciar aquella sarta de falsedades cuando la caminante por fin se materializó. Apareció a unos pocos codos de una forajida, por un flanco que ella no estaba cubriendo. La cuchillada fue terrible, profunda por debajo de la mandíbula. Dos movimientos, dentro y fuera. La forajida no llegó a ver a la caminante. Solo acertó a llevarse una mano al cuello para descubrir que nada podría contener aquella riada de sangre negra que brotaba de la herida abierta.
Mientras caía, un compañero, a su lado, reaccionó soltando un sablazo a dos manos contra la asaltante. Veloz, sí. Ineficaz también. La caminante parecía estar esperándolo y lo esquivó con una facilidad insultante. Aprovechó la fluidez del mismo movimiento para hundir una cuarta de su arma en el diafragma del forajido. Fue entonces cuando la Compañía del Tridente advirtió que la asaltante portaba un cuchillo en cada mano. Y que el motivo de que sus filos no brillasen era porque no estaban hechos de metal, sino de cerámica. Si sus gargantas lo hubieran permitido, habrían tragado saliva.
La caminante había clavado la hoja con tanta furia en el forajido que para liberarla necesitó apoyar la suela de la bota contra el pecho de su rival y dar un tirón. Tras conseguirlo, vista y no vista, volvió a desvanecerse. Su figura se emborronó en el aire como una gota de tinta en un cántaro de agua.
Ahora eran tres forajidos. Se reagruparon; nunca antes la muerte había sido una posibilidad tan manifiesta. Por su parte, el detector observaba al otro lado del Velo, siguiendo con desesperación la carrera de la caminante por la Umbra hasta que, de nuevo, abandonó los límites de su campo de percepción. Si en el mundo real había demostrado ser rápida, en el inframundo aquella asesina era una exhalación.
Ninguno de los tres sabría decir qué había ocurrido. Ndhasis regresó con mayor energía. Les movió las vestiduras, les cambió de posición los cabellos, silbó con parsimonia. Por un momento fue lo único que consiguieron oír.
—¡Allí! —chilló una de ellos.
Todos miraron adonde su compañera señalaba. La caminante se había materializado junto a la carreta. Quería robarles, eso estaba claro; pero ¿el qué? La respuesta se le apareció en la cabeza al detector antes de que terminase de formular la pregunta.
—¿Quién tiene la gema? —preguntó.
—La dejé en la carreta —contestó uno—. Está… estaba entre unos trapos.
Y entonces comprendió. Eso era lo que estaba buscando aquella intrusa. Los forajidos no movieron un músculo, acobardados ante aquella adversaria que era más espectro que mujer. Ahora que la podían ver bien descubrieron que no era ni alta ni robusta ni imponente en cualquiera de las acepciones de estas palabras. Se trataba de una muchacha corriente, más bien menuda, desgreñada, envuelta en ropajes oscuros que le daban algo de presencia. Una cicatriz le surcaba un lado de la cara, desde la frente hasta el mentón.
—Es la Marcada —masculló la forajida superviviente.
—¿Qué?
—La Marcada. Una asesina. Un fantasma. Creía que era un cuento de borrachos.
—Llévate lo quieras y lárgate —le gritó el detector sin conseguir que su voz dejase de sonar a súplica.
La asesina los ignoró y siguió a lo suyo. Mientras buscaba parecía negar con la cabeza y hablar para sí. ¿O acaso reía?
—¿Me has oído? Coge lo que quieras y desaparece.
Claro que lo estaba oyendo, solo que no daba respuesta.
—Hija de la gran puta, lárgate de una vez.
La caminante reaccionó. Con una velocidad inverosímil, lanzó uno de los cuchillos. El arma se convirtió en una centella que giraba sobre sí misma en su vuelo hacia la cara del forajido. Este consiguió apartarse en el último momento, pero perdió el equilibrio y cayó de culo. Fue todo lo que necesitó la asesina.
—¡Dioses! —exclamó el detector con voz ahogada.
Fueron sus últimas palabras. Los forajidos que quedaban comprendieron que la caminante había aprovechado la distracción para acercarse a toda prisa al detector y atacarle. Cuando quisieron darse cuenta, la asesina ya se esforzaba por recuperar su otro cuchillo de las profundidades de la cuenca del ojo izquierdo del detector. La única persona con capacidad de ver a la asaltante en la Umbra de toda la Compañía del Tridente caía al suelo entre espasmos.
Ese era el fin.
La forajida restante tiró el arma al suelo y echó a correr. Su compañero no tardó en imitarla. Salió en la dirección opuesta y corrió con ímpetu por aquel terreno baldío que se deshacía bajo las botas y que parecía desear que tropezase. No tardó en sentir un aguijonazo en mitad de la espalda. Sabía qué era. Se hundió en el barro sin aliento, con la duda de si tendría la oportunidad de volver a respirar una vez más y, si lo conseguía, cuánto tardaría en dar la última bocanada y si la sabría diferenciar cuando llegase.
Todavía tuvo tiempo de cavilar si había sido merecedor de la piedad de los Cinco. O, por el contrario, de la ira de los Seis. Esa posibilidad, de repente, lo aterrorizó.
Se mantuvo así un rato hasta que sintió las botas de la caminante pisando los charcos cercanos. No venía a rematarlo, sino a recuperar su puñal.
Los objetos metálicos resultaban inconfundibles entre el fango ceniciento. Incluso cubiertos de barro y bichos se podía reconocer su resplandor blanquecino. Sin embargo, la caminante buscaba algo menos obvio al ojo. No paró de husmear hasta que dio con la gema. Un cristal labrado, simple, aunque hermoso, que le cabía en la palma de la mano. La guardó en uno de los bolsillos internos que escondía su raído gabán.
Entonces descubrió que uno de los parias seguía vivo. La observaba desde el suelo con la cabeza a medio cubrir por un charco. Era todo magulladuras, con el brazo roto por varias partes, todavía atado a la carreta. Tan asustado estaba que apenas podía respirar sin armar un escándalo. La caminante le sostuvo la mirada unos momentos; luego negó con la cabeza y se marchó en la misma dirección que había tomado aquella otra forajida. La última componente de la Compañía del Tridente. Por el momento.
I
Algo se oculta en la Umbra
1
La sala de la Verdad era mucho más alta que ancha. Vista desde el suelo podría parecer una estancia ordinaria, pero observada desde la bóveda apuntada que remataba su centro, se volvía impresionante. Los ventanucos, solo dos, estirados de arriba abajo, dejaban pasar algo de la escasa luz del exterior y mucho de su frío. Las sombras campaban a sus anchas, largas y profundas, adueñándose de más de la mitad de la sala.
Recostada contra una pared, se levantaba una suerte de pirámide de cinco escalones de altura. Estos habían sido tallados directamente sobre la roca base, pulidos de forma desigual, como si el artesano se hubiera cansado del trabajo y lo hubiera dado por bueno cuando iba por la mitad. La silla de la Verdad se encontraba en la cúspide. Controlaba todo a su alrededor.
Sentado en ella, el capellán era un amasijo de mantas oscuras sobre las que destacaba el pálido brillo del metal del que estaba hecha su máscara. Máscara sin nada que marcase ojos, nariz o boca. Máscara sin más gesto que una lámina pulida y resplandeciente. Blanca.
Las manos del clérigo se aferraban como dos garras al borde de los brazos de la silla, dos embellecedores esféricos. La piel visible estaba reseca y llena de manchas causadas por la edad, de esas que no hay forma de limpiar. Unas más claras, otras más oscuras; gris sobre gris.
Una pareja accedió a la sala por el estrecho arco lateral. La primera figura, enclenque y nervuda, traía andares dubitativos. Todo le llamaba la atención, tal vez por curiosidad o admiración, pero sobre todo por temor. Tras ella venía su antítesis: un hombre tan corpulento que de veras tuvo que agacharse y ponerse de perfil para atravesar el hueco de la entrada. Una vez erguido, su postura era toda confianza y firmeza. Un par de cuernos se le enroscaban a ambos lados de la cabeza, y por las comisuras de los labios se asomaban unos colmillos que no le cabían en la boca. Sería imprudente comparar a uno y otro hombre, no obstante, se colocaron frente a la silla de la Verdad como iguales.
El capellán hizo un gesto al grandullón, que a todas luces era el líder. Este se adelantó un paso y le entregó al clérigo un cristal sucio del tamaño de una de sus afiladas uñas. Era, más bien, un trozo de roca cristalizado, frágil, ligero, a medio romper. El anciano hizo pinza con los dedos y agarró el cristal por sus puntas. Se lo colocó delante de la máscara como si pudiera distinguir algo a través del metal. Allí lo mantuvo unos instantes. Luego bajó la mano y pareció dirigir su atención al hombre pequeño, aunque era complicado asegurarlo, ya que la máscara no ofrecía ninguna pista de adónde podría estar mirando el capellán.
—Mala suerte, Diogg: el signo del Mendigo —dijo el clérigo al cabo de un rato. Su voz sonaba cansada pero profunda, con un eco metálico.
El hombretón gruñó y mostró la totalidad de sus colmillos, que eran más de los que parecían en un principio.
—Que me arrastre la Oleada —maldijo Diogg—, Sólomon, otro paria de mierda. Así no hago nada.
—Su nombre es Ñaqu —le informó el capellán alargándole de vuelta el cristal.
Diogg agarró de mala gana el mineral y, aún de peor modo, el brazo que le quedaba más cerca del tal Ñaqu, el recién nombrado paria, que seguía sin enterarse de nada. Diogg pegó un tirón de él y se lo llevó por donde habían llegado. Los ecos de sus quejas y maldiciones fueron perdiéndose por las salas, pasillos y recovecos del santuario.
El clérigo aguardó inmóvil hasta que solo quedó el murmullo del exterior y el aullar del viento.
—Esos eran los últimos —dijo al vacío.
Las sombras reaccionaron a su voz y fueron tomando la forma de una muchacha menuda que abandonaba su escondite y se acercaba al trono. La joven se cercioró una última vez de que se habían quedado a solas antes de retirarse la capucha. Mostró una melena descuidada, ni corta ni larga, que entre la penumbra de la sala de la Verdad parecía hecha de carbón. Lo mismo ocurría con el resto de su figura, oscurecida por un gabán desastrado que le llegaba hasta la caña de las botas. No era alta ni robusta, más bien al contrario, y llevar ropa de un par de tallas superior a la que le correspondía no ayudaba a verla más grande, sino más bien como a una niña que había abierto el baúl de los mayores y se había disfrazado. Aunque no sería recomendable comentarle tal cosa.
La cara, pálida pese a la suciedad que la cubría, era un óvalo bien proporcionado, del todo simétrico de no ser por la cicatriz que, desde la frente al mentón, había tenido el detalle de saltarse el ojo; aunque no había sido tan respetuosa con la ceja, que cortaba casi por la mitad. La acompañaba un gesto hosco, incómodo, como si en la bota llevase una piedra de la que no tenía forma de librarse. Había algo intrigante en ella, olía a preguntas para las que no había respuestas. Y, de alguna manera, era mejor así.
—¿Te han herido? —preguntó el capellán.
«Casi», se dijo ella.
Estiró un brazo para mostrar un trozo de paño rajado. Aquel roto no parecía suficiente motivo para que ella decidiera deshacerse de ese gabán cochambroso.
—Eso ha estado cerca —dijo Sólomon sonriendo. Nyx se encogió de hombros—. Me alegra que no te haya pasado nada. —«Ya»—. ¿Quedó alguno vivo?
«Menuda pregunta de mierda».
La mujer negó con la cabeza, despacio, mirando a su interlocutor solo de refilón, como aburrida por su presencia. De hecho, sus ojos estaban siempre inquietos, con una persistente tendencia a apuntar a la puerta, a las ventanas o a cualquier lugar de donde pudiera surgir alguna amenaza. O que pudiera servirle de huida. Él volvió a sonreír contra el metal de su máscara.
—Bien. No queremos que esos forajidos vayan contando por ahí que hay una caminante suelta por el Páramo. Empieza a haber rumores sobre ti y mi protección no es omnipotente.
«Puff, sí, ya ves. La Marcada, me llaman. Tremenda panda de gilipollas».
La mujer suspiró de impaciencia, aunque de pronto se le bajaron los humos al recordar que en realidad sí que dejó vivo a uno de los parias que empujaban el carro.
«Bueno, no durará demasiado en mitad del Páramo. Seguramente ya esté tieso».
—No te irrites, muchacha —dijo el capellán divertido—. Entrégamela.
Nyx ya estaba preparada y tenía la gema en la mano. Tuvo el impulso de lanzársela, pero dudaba de los reflejos del anciano. Y aunque habría sido divertido verlo tratando de agarrarla al vuelo, se acercó un par de pasos y se la alargó. Procuró no tocarlo, sin embargo, no pudo evitar el contacto. Con el roce de su piel tibia le sobrevino una oleada de asco.
El clérigo se quedó un rato admirando la joya. Mientras le daba vueltas, la hacía brillar a la luz de su propia máscara. Comenzó a hablar para sí, o a emitir un gorjeo que recordaba a palabras. Había entrado en una suerte de trance.
«Sombras, que solo es una puta piedra».
La joven se aclaró la garganta, lo que hizo que el hombre volviera a reparar en ella.
—Es un buen ejemplar, Nyx. Pero por desgracia no es la piedra que andamos buscando.
Ella levantó una ceja.
—Pues dámela y la lanzo de vuelta al Páramo, Sólomon —le espetó ella de súbito con voz ronca, ya que llevaba demasiado tiempo sin pronunciar palabra. No obstante, se aseguró de que el nombre del capellán se entendiese a la perfección. Con contundencia, como si fuera un insulto.
El clérigo no esperaba oír su voz, y mucho menos en aquel tono. Aunque debería estar acostumbrado ya a las formas de aquella muchacha insolente.
—Nyx, estás en la sala de la Verdad ante la silla de la Verdad —replicó muy serio.
«Me importa tres cojones».
La caminante se encogió de hombros y Sólomon estalló en una carcajada metálica que resonó por aquel ala del templo.
«Negro corazón de Ténebre, qué puto loco».
—La gema que ando buscando es distinta a todas. Es más grande, pero no solo eso, su interior es muy diferente. —«Resulta muy difícil de explicar»—. Resulta muy difícil de explicar.
La joven cruzó los brazos disgustada. Lidiar con las críticas no se encontraba entre sus virtudes. Sólomon intuyó el malestar en el semblante de la muchacha. Lo miraba con descaro. Con esa ira que vivía dentro de ella y que de cuando en cuando salía eyectada.
—Tranquila, Nyx. —«Te tranquilizas tú, gilipollas»—. No estoy enfadado contigo. Ha sido un gran trabajo. Has traído una gema, como te pedí que hicieras, y te mereces una recompensa. Al salir, dile a Mido que te cargue bien la bolsa.
«Eso está mejor».
Saber que le iba a pagar compensaba el riesgo, sobre todo cuando había tenido a su disposición el tesoro que transportaba la carreta y del que no pudo aprovecharse por pesar demasiado. Abandonar esas riquezas en mitad del Páramo escocía, sobre todo a alguien tan pobre como ella.
—Sabes que la recompensa por este trabajo se quedará en nada comparado con lo que te daré si aceptas mi proposición, ¿verdad?
«Ah, sí, la proposición, cómo no».
La joven volvió a extraviar la mirada en algún punto en el que la pared se encontraba con el techo. Seguía sin tener una respuesta para la propuesta de Sólomon. Su excusa era que no había tenido tiempo de sopesarla, aunque, a decir verdad, mientras recorría el Páramo en busca de la Compañía del Tridente, lo hizo de sobra. Y seguía sin tener una contestación. Aquello que le prometía el capellán era demasiado bueno para ser cierto; demasiado fácil.
Le aseguraba que sería libre, que podría ir y venir como quisiera sin nunca más tener que darle explicaciones a nadie.
Ella lo veía, como poco, descabellado. Todos los que conocía estaban sometidos de alguna manera. Desde los parias más bellacos hasta los capitanes de la guardia más poderosos. Todos debían obediencia a la Princesa, incluso el Duque, señor de Niño Perdido y los alrededores. El mismo Sólomon no se libraba de aquello. De hecho, su situación era incluso peor, ya que, además, debía obediencia a los postulados de la Palabra y a algún cardenal perdido en una capital lejana.
«¿Y este vejestorio pretende que me crea que me hará libre?».
No, allí había truco. Eso no era más que una trampa para aprovecharse de ella.
—Todavía no te fías de mí —dijo Sólomon serio—. Es eso, ¿verdad?
Ella miró el metal que le recubría la cara un instante, con suficiencia, con ira, con asco. Luego retiró la vista. Asintió. El anciano se acomodó en el respaldo. Si tuviera ojos, la estarían observando con altivez y condescendencia. Entretanto, la gema seguía bailando en sus dedos arrugados; daba vueltas y más vueltas reflejando la luz del metal, creando primorosos destellos en todos los tonos de grises.
—¿Hasta cuándo vas a seguir paseándote por la Umbra sin tener un control completo, Nyx? —«Ya estamos»—. ¿Qué vas a esperar, a que en tu próximo trabajo el sablazo encuentre tu carne y no tu capa? —«Que te calles, pesao»—. Te estás arriesgando demasiado, Nyx, y no siempre voy a estar ahí para mandarte un sanador. —«Y yo que creía que se le pasaría la oportunidad de recordármelo»—. Necesitas saber navegar bien por la Umbra, no como estás haciendo ahora. —«Y sin mi ayuda no vas a poder»—. Y sin mi ayuda no vas a poder.
Esa era, por supuesto, la otra gran ventaja del trato que le ofrecía el párroco, la más interesante para ella; y, claro, la que lo hacía aún más difícil de creer. Sólomon aseguraba que la adiestraría en las artes del Velo, uno de los puntos débiles de la joven. La ayudaría a controlar mejor su percepción en la Umbra, la enseñaría a ver en el inframundo, a encontrar donde los demás no hacían más que perderse. Le mostraría todos los secretos de lo que se hallaba al otro lado del Velo.
«Y nosecuántas mierdas más. Ya».
Ella era una caminante, una mujer de carne, hueso y sombras, como todos los nacidos bajo el signo del Errante. Se decía que solo venía al mundo una como ella cada muchos millares. La proporción era todavía más acentuada en villorrios dejados de la mano de los dioses como Niño Perdido. Era casi un milagro que ella estuviera allí. Sin embargo, la gran ventaja que su signo le daba conllevaba un inconveniente insalvable: los caminantes eran perseguidos, encarcelados y trasladados a la Torre para ponerlos al servicio de la Princesa. Eso o la decapitación.
Sólomon, nada más reconocer su don, había mantenido la identidad de Nyx en secreto. Le había entregado su cristal de nacimiento a una patrona local, pero ni siquiera a esta le había revelado su verdadera naturaleza. Ni el Duque ni nadie se hacía una idea de que entre los vecinos de Niño Perdido acechaba una caminante. Aunque empezaba a haber rumores.
Con todo, Nyx seguía sin tener un conocimiento profundo de sus habilidades. Ella podía ver al otro lado del Velo y, además, contaba con la habilidad de traspasarlo físicamente. Podía habitar lo que había al otro lado, la Umbra, convertirse en una sombra imposible de alcanzar. Pero sin el entrenamiento adecuado, su percepción tras el Velo no pasaba de aceptable; le daba para sumergirse en la Umbra y no estar chocándose contra cualquier obstáculo, algo que bien le servía para desvalijar a rivales en el pueblo o desbandar compañías de medio pelo en el Páramo. Pero era del todo insuficiente para luchar contra adversarios de mayor entidad.
El capellán podía poner remedio a eso; se lo había ofrecido, de hecho. La enseñaría a dominar su visión en la Umbra a cambio de trabajar a tiempo completo para él. Basta de encarguillos; se convertiría en una guerrera poderosa bajo la protección de Sólomon.
«Vamos, voy a buscar la libertad a través de más servidumbre. Un planazo».
La caminante se quedó en el sitio impertérrita. Pareciera que era ella quien llevaba la máscara de metal.
—Baja la guardia de una vez, Nyx, aquí no tienes por qué luchar. —«Eso lo decidiré yo»—. Estás en un lugar seguro. Deberías saberlo ya.
Sí, debería saberlo. Sin embargo, ¿por qué se sentía tan desnuda frente a aquel clérigo?
—En una ocasión me dijiste que lo que más deseabas en la vida era tu libertad. —«Sí, era demasiado inexperta y cometí el error de abrir la boca más de la cuenta. No volverá a ocurrir»—. ¿Acaso ha cambiado tu parecer?
Se lo dijo mientras ella ya se dirigía con largas zancadas hacia la salida, pues había decidido que aquella reunión había llegado a su fin. El anciano soltó una risotada cargada de maldad.
—¡Qué jovencita tan maleducada! —«Que te follen»—. Vuelve dentro de dos o tres giros. Seguramente tenga algún otro trabajo para ti. Si lo quieres.
La caminante ni se volvió.
2
Pocos espacios de la Academia eran tan agradables como el aula de las luminarias. Su nombre ya avanzaba por qué. El muro que daba a la calle era una sucesión de ventanales que captaban toda la luz que el cielo tenía que ofrecer. Nunca era demasiada. No obstante, resultaba más que suficiente para un edificio retorcido en mitad de una ciudad abarrotada.
Lem detestaba el aula de las luminarias más de lo normal, y esa era una cantidad excepcional de odio.
Se trataba de una estancia cuadrangular, amplia, nada que ver con los laboratorios, las salas de lectura, las celdas de meditación o la mayoría de los espacios de la Academia. Allí cabían, más o menos, cincuenta estudiantes, lo que era una buena porción de los augures que habitaban el edificio. Se dividían en dos bancadas con forma de graderío, una frente a la otra, separadas entre sí por un estrado circular. Hacia allí se dirigían todas las miradas. Justo donde se encontraba Lem.
El muchacho consideraba que le tocaba salir al estrado demasiado a menudo. Que, o bien era mucha casualidad, o bien la maestra Simila disfrutaba especialmente viéndolo sufrir. Porque eso era lo que le ocurría a Lem cuando le tocaba realizar la tarea delante de toda la clase.
En esa ocasión se trataba de un ejercicio de oleomancia, el arte de leer el porvenir a través de un aceite especial que solo los augures sabían preparar. Era un ejercicio básico, uno de esos que todos los aprendices debían dominar y, como tal, el joven sabía ejecutarlo a la perfección. Por desgracia, delante de las miradas de sus compañeros, los nervios le podían y era más proclive a cometer errores. Y eso que llevaba el agamte, el hábito blanco que cubría a todos los augures por completo de la cabeza a los pies.
Lem era de los más altos entre los estudiantes, aunque la tendencia a encorvar la espalda le hacía perder unos dedos de altura. Era delgado, raquítico, dirían muchos, de miembros nervudos e interminables, en especial los dedos, que parecían incapaces de sujetar algo con un mínimo de firmeza. Su torpeza era proverbial entre sus compañeros, por eso esperaban que, tarde o temprano, terminase tirando algo al suelo o derramándolo sobre la mesa. Eso, más que ninguna otra cosa, alimentaba su inseguridad, lo que hacía aún más probable que el fallo llegara. Una profecía autocumplida.
Lem no sabía si era feo o guapo, ya que tenía la obligación de llevar siempre la cara cubierta. Y las pocas veces que tenía un momento para lavarse, nunca había cerca una superficie reflectante. Lo que sí podía ver era el espacio que su nariz ocupaba en su campo de visión. Ignoraba si era mucho o poco, pero, a juzgar por las caras que sí conocía, las de los profesores, tutores y sirvientes de la Academia, a menudo se le antojaba excesivo. Luego estaba el tono de su piel, insano, como de piedra de castillo viejo. Esto hacía que él se alegrase de la existencia del agamte. Esa prenda blanca que lo cubría lo hacía sentirse de alguna forma protegido.
Lo que más le minaba el ánimo era el embrutecimiento, el sadismo, las energías invertidas en aprovechar las debilidades de alguien y llevarlas hasta el extremo. No lo entendía, aunque a veces pensaba que le encontraría la gracia al asunto si el objetivo de las burlas no fuera él. Porque, aparte de torpe —sin pasar por alto su tendencia a trabarse con las palabras y tartamudear—, era, tal vez, uno de los más nefastos aspirantes a augur de toda la Academia.
«A lo mejor, si me dejasen en paz, no se me daría tan mal leer el porvenir», se lamentaba.
—Costras —dijo la maestra con brusquedad.
Eso significaba que era el turno de Lem. «Costras» era su apodo oficial. Tenía muchos otros, tanto o más crueles, pero aquel se había hecho tan común que hasta los maestros y los tutores lo usaban. Se refería a las múltiples heridas que el muchacho se hacía mientras trataba de manipular objetos punzantes o candentes. No había momento en el que sus manos no estuvieran o vendadas o cubiertas de postillas.
Casualidad o no, en esos instantes Lem tenía una uña negruzca y el canto de la mano derecha algo más brillante que el resto por una costra que se le acababa de caer. No era uno de sus peores momentos, pese a todo.
El joven se encontraba a un lado de la mesa que había sobre el estrado. A su izquierda, un niño, uno de los parias que servían en la Academia; a la derecha, Simila y el ventanal; delante y detrás, un montón de estudiantes deseosos de verlo equivocarse una vez más. Un murmullo empezó a ascender de la bancada.
—¡Silencio! —bramó Simila.
Frente a él, al otro lado de la mesa, había otra estudiante, Uma, ya que ese ejercicio se realizaba por parejas. El procedimiento se basaba en que uno trabajaba hasta que se equivocaba, recibía un fustazo en una mano si la maestra lo consideraba oportuno —cosa que con Simila era frecuente— y el turno pasaba al otro.
Al joven le tocaba seguir donde Uma lo había dejado. Estaban preparando el aceite y, ante ellos, sobre la mesa, había dispuestos muchos más ingredientes de los necesarios. Polvos, insectos troceados —por partes o completos, muertos o vivos—, raíces de difícil identificación, líquidos con mayor y menor espesor, y otros elementos guardados en saquitos y frascos, cuyo origen era, como poco, incierto. Un bazar arcano en casi todos los grises.
Lem se había prometido a sí mismo que no iba a fallar, que no les daría ese gusto a aquellos que deseaban verlo arder. Había estado estudiando ese ejercicio a conciencia y conocía cada uno de los pasos. Solo debía concentrarse y olvidar aquella horrible presión sobre los hombros.
En silencio, con movimientos lentos pero más o menos seguros, el estudiante fue agregando los ingredientes de la fórmula. Entretanto, la maestra hacía crujir la fusta de lo mucho que la apretaba.
—Estropajo —dijo Simila con un gruñido.
Aquel era el apodo de Uma. El motivo de este ni lo sabía ni lo quería saber. La profesora le había pasado el turno a su compañera sin que él hubiera fallado, lo que, según Lem vio en los ojos de esta, era frustrante para Simila.
Una llamarada de orgullo le ascendió por el pecho y se materializó en una tímida sonrisa que, pese a estar tapada por el agamte, Lem prefirió borrar; le daba miedo que se le escapase el sonido de una risilla. No era sabio mostrar alegría en la Academia.
—¡Mal! —exclamó Simila al cabo de unos instantes.
A su voz le siguió un latigazo con la fusta en el dorso de la mano de Uma. La muchacha aulló de dolor. Con aquella maestra, grito y golpe eran una secuencia tan segura como relámpago y trueno. Simila reprendió aquella muestra de debilidad. Por primera vez desde que tenía memoria, Lem no resultó ser el alumno torpe, y eso que Uma era una de las más aplicadas.
—Costras —dijo, casi escupió, la maestra.
La mujer acompañó su voz con un fustazo en un brazo del joven. Era una zona cubierta por la túnica, una tela simple y basta que ya no era lo blanca que debería ser. Aun así le dolió. Le había pegado sin haber cometido ningún fallo. Porque sí, porque podía. Eso reforzó de alguna manera al muchacho, que se entregó al ejercicio con decisión pese al temblor de los dedos. Eran los últimos ingredientes. Solo quedaba remover el aceite.
Tomó el cucharón y, cuando fue a meterlo en el cubo, un fustazo en los nudillos le hizo ver chispas.
—¿Tú vas a remover el aceite, cretino? —preguntó la maestra a voz en grito, mucho más enfurecida de lo que debería—. ¡Por todos los nombres prohibidos, Costras! ¿Cómo va a tomar cuerpo el éter del porvenir entonces? ¿A quién va a corresponder el efluvio del ignoto futuro? ¿Me lo puedes explicar, pedazo de inepto?
Lem bajó la cabeza. Por miedo, por vergüenza, porque no asomaran más lágrimas. Porque no sabía si se intuiría en su postura lo que deseaba hacerle a Simila. A la maestra y al niño, que, al igual que el resto de sus compañeros, se reían de él sin reparos.
De entre la bancada, por encima del murmullo, salían insultos dirigidos a él y a Uma. Pero sobre todo a él. Lem reconocía aquella voz aguda e insufrible; ese tono pedante y malvado. Mirim, la alumna más aventajada, la líder de los estudiantes más crueles, aquella que promovía la mayor parte de los malos tratos, pero que siempre salía indemne de la vigilancia de los profesores. Siempre había otro que cargaba con la culpa. Era como si estuviera protegida por un halo especial. Curiosamente, Simila dio un fustazo a un alumno de la bancada, que, por su quejido, era un chico.
—¡Silencio, panda de vagos! —bramó la maestra—. Poned atención. ¡Estropajo!
De vuelta al turno de Uma. Esta tomó con sumo cuidado el cucharón que Lem había soltado de pronto. En lugar de tratar de hacer algo con él, la muchacha se lo tendió al niño. El sirviente devolvió el utensilio al caldero y comenzó a remover su contenido con soltura. Había asistido tantas veces a aquel ejercicio que ya se sabía de memoria la ceremonia.
—Once vueltas, cinco a la derecha, seis a la izquierda —recitó Uma.
La maestra no indicó que aquello estaba bien; tal vez fastidiada porque esperaba que fuera Lem quien pronunciase la fórmula y se equivocase de nuevo.
«Como si necesitase un motivo para arrearme», pensó él.
Justo después, Uma se dirigió al niño y Lem la imitó. Tocaba despojar al paria de ese trapo mugriento que lo cubría. Entonces, semidesnudo, el pequeño tomó el caldero y lo levantó por encima de la cabeza. Parecía tener las fuerzas justas para realizar tal movimiento. Lem fantaseó con la idea de que se le escurriera de las manos y se le cayera sobre una sien o que le abriera una brecha en una ceja. Nada de eso ocurrió, y el aceite del porvenir se vertió sobre el cuerpo del niño tal y como debía ocurrir. Empezaba el auténtico martirio.
—Costras —indicó Simila.
Lem tomó aire con la tenue esperanza de que los nervios no pudieran con él. Sabía que, ahora sí, iba a fallar. Resopló. Conocía los protocolos, los había estudiado a conciencia. Se acercó al paria. Primero, echó un vistazo general a las partes amplias. Los hombros, la espalda, el vientre. Si no encontraba ninguna condensación llamativa de hierbas o de barro, podía pasar al pecho, los brazos, las manos y las uñas. Ahí debía encontrar ya alguna información. Cuál, no tenía ni idea. En esos casos, podría ser útil consultar el charco que se formaba en el suelo, aunque Lem no quería meterse en ese terreno, pues resultaba demasiado cambiante. El último paso era mirar la cabeza, el pelo, la nuca, los oídos, la cara; lugares donde se concentraban los detalles más concretos del porvenir. Pero él nunca llegaba tan lejos en la lectura. La maestra se lo impedía; ella y su fusta. No veía por qué esa vez sería diferente.
Simila empezó a dar señales de impaciencia. Él ya debería estar diciendo algo. Mejor si tenía sentido. Mientras, los ojos del niño buscaban los suyos con descaro. Se burlaba de su incapacidad. Era la avanzadilla de las burlas, para mayor regocijo de la audiencia.
—Veo peligro de accidente —dijo por fin Lem.
El niño resopló de pura incredulidad.
—Calla tú —ordenó la maestra al paria—. ¿Dónde? —preguntó al joven.
El estudiante señaló allí donde más se acumulaban las impurezas del aceite, justo en su hombro izquierdo.
—¿Qué tipo de accidente?
—Uno en la biblioteca —tartamudeó el muchacho—, mientras limpia la parte superior de las estanterías. Parece un accidente, pero en realidad lo provoca alguien, alguien cercano, muy interesado en quitarlo de en medio sin que se sepa qué ha pasado.
La sonrisa se borró de inmediato de la cara del niño.
—Mmm —terminó por decir la maestra—. ¿Qué más?
No tenía nada más que decir. De hecho, lo que había dicho hasta el momento lo había extraído por entero de su imaginación. De sus deseos. Volvió a ojear la piel del crío y no reconoció ni una de las formas que encontró. No había círculos, ni cruces, ni estrellas. Por no hablar de nada que recordase mínimamente a los once símbolos sagrados de los dioses. Se suponía que el porvenir debía presentarse frente a él, abrirse como un ojo de metal resplandeciente que lo iluminara y le marcara el camino. Sin embargo, él estaba tan ciego como de costumbre. Su fracaso era cada vez más evidente.
Fue a por la formación de grumos que menos desconfianza le daba, pero esta se encontraba en el cuello, una zona, para él, del todo incomprensible.
—Veo mucho sufrimiento —dijo señalando la mancha.
—Sufrimiento, ¿eh? —comentó Simila.
Un murmullo comenzó a surgir entre los alumnos. Mirim volvía a azuzar a sus mesnadas.
—Sí —respondió Lem con esfuerzo—. Porque tras el accidente ya no podrá volver a andar y tendrá que pasar el resto de sus días viviendo de la caridad. Debido a ello, veo una muerte inminente. Por incapacidad. O por piedad. Un sacrificio a los dioses, tal vez.
Para cuando se calló, la maestra ya reía abiertamente. El niño había olvidado el posible futuro que Lem le vaticinaba y la acompañó, así como el resto de la clase. Uma bajó la cabeza lamentándose por lo que iba a ocurrir. Era la peor de las noticias para Lem.
3
Gris era el Páramo. No mentían quienes se lo advirtieron.
A Maia y a Wylar les bastó un par de giros para detestar hasta los huesos aquel paraje que seguía y seguía no importaba qué rumbo se llevase. Un océano de tierra, fango y polvo. El imperio de los tres vientos, que soplaban sin oposición y a su antojo. En esos momentos, el encargado de azotarles con rachas desiguales y helarles hasta los pensamientos era Kalaamis el rebelde. Al menos hacía desaparecer por un rato las moscas y los tábanos.
Wylar volvió a recogerse el pelo, que por enésima vez se le había soltado y salido de dentro de la capucha. Maia no tenía ese problema, ya que por encima de las cejas todo su pelo se compactaba en una cresta. Su batalla era, más bien, procurar que nada quedase a la intemperie para guardar el mayor calor posible. En mitad del Páramo, aquello era una misión complicada.
Wylar era arquero, algo que, por otro lado, no resultaba ningún secreto. Llevaba el arco trabado en su propio tronco, entre el hombro y la cintura y, por si eso no bastase, en la espalda cargaba un carcaj repleto de flechas. El resto de su equipaje estaba formado por un zurrón bastante simple que llevaba pegado al cuerpo, atravesado justo al contrario que el arco.
Si al equipaje se le sumaba lo grueso de la capa que lo envolvía, daba la impresión de ser alguien corpulento. Nada más lejos de la realidad. Wylar era enjuto, con las carnes justas para albergar un cuerpo fibroso y, por otro lado, bien proporcionado. La cara seguía este principio armónico. Las cejas, los pómulos, los labios, todo en él estaba en su sitio. Si había una palabra que pudiera definirlos esta era, si acaso, «fino» o, mejor todavía, «afilado». Solo por ponerle alguna pega, la barba le crecía de forma irregular y solo en un parche ridículo, a un lado de la barbilla.
Su piel era, como poco, peculiar. Tenía cada pulgada tan abarrotada de pecas que no se sabía muy bien cuál era su tono, si claro u oscuro. Podría decirse que ambas cosas al mismo tiempo; saludable, en cualquier caso.
A su lado, Maia, la guerrera, pertenecía a otra especie. Había gente grande, luego estaba ella. Por las formas que tomaba su capa, podría adivinarse que allí abajo se escondía un mueble voluminoso. Era alta, toda venas, cicatrices y tatuajes apretados por unos músculos siempre a punto de reventar. Era un espectáculo verla en movimiento, incluso allí caminando, soportando el castigo de ese viento cruel que era Kalaamis.
De la espalda le sobresalía el mango de un hacha de batalla. A su lado, un cráneo más bien cuadrado, también poderoso, con huesos prominentes. Los ojos eran pequeños; la nariz, más bien chata y escueta; la boca, grande, aunque empequeñecida por hallarse enmarcada entre unas mandíbulas tan formidables. El cutis, casi siempre brillante de sudor, tenía un tono indefinido, más bien pálido, y en él destacaban un par de brechas y los rastros del acné. Era la cara de alguien acostumbrado a meterse en problemas. Y a salir de ellos a golpes.
Ni uno ni la otra sabían cuánto llevaban caminando desde que abandonaran aquel último poblacho, cuyo nombre ya ni recordaban. Ambos soldados tenían la misma graduación en el ejército —esto es, ninguna—, pero era Maia quien tomaba las decisiones. En cierto sentido, tenía lógica, ya que era la guerrera más experimentada y, por mucho que le molestase a Wylar, la única de los dos que tenía mentalidad de guerra; una especie de sentido especial para el combate con el que se nacía o no.
«Nada más que gilipolleces», pensaba el arquero.
La insubordinación le venía a Wylar de lejos. Había salido de los barrios marginales de la Torre. Esto podría considerarse una redundancia, ya que, a simple vista, no hay barrio de la Torre que no fuera marginal. Solo que él se había criado en Matacanes, un agujero donde tenían lugar casi todas las perversiones conocidas en el mundo. Para alguien con semejante procedencia, era complicado encontrar figuras de autoridad. Y ya de respetarlas, mejor no hablar.
Allí, en Matacanes, lo encontró Maia, aunque a la guerrera siempre le quedaría la duda de si su compañero realmente pertenecía a ese lugar. Lo veía demasiado refinado y preocupado por su apariencia. Más bien parecía un vividor y un jugador ocasional, un bala perdida procedente de alguna casa rica caída en desgracia.
La casualidad había querido que Wylar tuviera los dones del dios Audaz y que, por lo tanto, pudiera canalizar los halos. Ese poder lo convertía en un tipo peligroso. De hecho, saber usar las energías que pueblan la Umbra era el requisito fundamental para ser soldado de la Torre. Entre eso y que él necesitaba desaparecer por un tiempo de las calles, Maia lo convenció para entrar en el ejército. Así tendría un trabajo de verdad por primera vez en su vida, además de que le enseñarían a explotar sus habilidades y su don. Pero era sobre todo un lugar donde ella pudiera tenerlo bien cerca.
—Parece que no va a surgir de la nada ningún pueblo —comentó Wylar con el viento pegándole de lo lindo en la mejilla.
Maia sabía lo que en realidad quería decirle: que parasen de una buena vez.
—A lo mejor nos toca dormir de nuevo en mitad del Páramo —dijo la guerrera con intención de hacerle cambiar de opinión.
Wylar gruñó algo ininteligible, pero no varió su postura. A Maia le pareció un niño enfurruñado. Uno muy guapo.
—Venga ya —insistió él al ver que ella no tenía intención de parar—. ¿Me vas a decir que no estás reventada? Dioses, ¿no tienes hambre?
—Toma un poquito de Furia, anda —masculló ella—. Y cierra el pico.
—¿Furia? Que me arrastre la Oleada, hace un montón de leguas que no veo ningún chorro.
Se refería a los yacimientos que de tanto en cuanto surgían en la Umbra.
—Toma —dijo ella lanzándole su calabaza sin volverse a mirarlo—. Sírvete a tu gusto. Y cállate de una vez.
El arquero miró de mala gana la calabaza. Era un recipiente especial, preparado para albergar halos de poder. Él tenía la suya propia, solo que estaba vacía. Chasqueó la lengua y a punto estuvo de tirarla al suelo. Sobre todo porque se le vino a la cabeza la última cama que usaron y le pareció una jugarreta cruel por parte de su memoria. Se trataba de un jergón infestado de chinches que entonces le pareció infame y que ahora sería un paraíso.
Se vio tentado de hacerle caso a su compañera y de tomar Furia. Pero no era eso lo que quería. Deseaba descansar, ya había pateado suficiente Páramo durante el último giro.
Entonces creyó diferenciar algo en el paisaje. Lo que en principio podría ser una imperfección en el terreno provocada por la pendiente de la cuneta, a poco que se fijase se mostraba como una apertura. Una grieta. Wylar le hizo un gesto a su compañera.
—¿Esto es lo mejor que se te ocurre para que paremos?
—No, bestia. Hay una grieta ahí. Mira, joder.
Ella resopló, pero terminó cediendo. Al final siempre se dejaba llevar por su compañero, al menos esa era la impresión que ella tenía. Si le preguntasen a él, la respuesta sería muy distinta.
Salieron del camino y pronto se encontraron la grieta a sus pies. Se trataba de una abertura angosta e irregular. No se veía hasta dónde podía llegar ni qué profundidad alcanzaba.
Maia era una mujer de acción, por lo que no había que decirle nada; ella lideraba. Se arremangó lo justo para que sus poderosos brazos ganasen movilidad y comenzó el descenso con destreza, seguida por la mirada de su compañero.
—Hay una plataforma —dijo ella varios pies más abajo—. No es ningún palacio, pero al menos no pega el viento. No mucho.
Eso sonaba a canción gloriosa para Wylar. La imitó, mucho más cuidadoso en sus movimientos, más torpe también. Una vez dentro de la grieta se quitó la capucha. La coleta quedó libre al fin, pero toda desmadejada. No tardó en poner remedio a eso.
—Nos puede servir para dormir —dijo él echando un vistazo.
—Ya sabía yo lo que tú andabas buscando.
—Pues entonces no protestes.
Ella dejó salir el aire por entre los dientes. No aprobaba que el arquero fuera tan indisciplinado. A sus ojos, eso no era más que un signo de debilidad y ella detestaba la debilidad.
«Entonces ¿por qué me gusta tanto?», se preguntó. Era una pregunta que solía hacerse demasiado a menudo. Chasqueó la lengua y se asomó al precipicio.
—La grieta sigue —dijo la guerrera—. Puedo llegar con facilidad al fondo.
—Aquí ya estamos bien —dijo Wylar acomodándose en la plataforma—. Vamos a tener que apretarnos un poco, pero nos servirá hasta que Kalaamis se olvide de nosotros. No hace falta bajar más.
Maia bufó.
—¿Vas a quedarte tranquilo sin saber qué puede haber ahí abajo mientras duermes? —preguntó ella con un tono que indicaba que era obvio lo que había de hacer.
Wylar prefirió no contestar con la esperanza de que Maia lo dejase pasar. No tuvo suerte, pues ella inició de nuevo el descenso. El arquero tomó aire y se asomó para verla bajar. Esa vez, a la mujer le llevó más tiempo llegar hasta el suelo. Apenas si era distinguible en la penumbra.
—No te lo vas a creer —exclamó ella—. Esto está lleno de escarabajos. Y son gordísimos.
Wylar sabía que esa era la forma que ella tenía de hacer que bajase. Azuzar sus jugos gástricos era un truco muy burdo y efectivo. Resultaba complicado mantener la mente fresca con el estómago tan vacío. Esos escarabajos al fuego podían solucionar alguno de sus problemas más inmediatos.
—¿Hay más niveles? —preguntó Wylar.
—Qué va —respondió Maia—. A partir de aquí es más o menos llano.
La guerrera hizo lo siguiente que debía hacerse en esos casos: atravesó el Velo en busca de nueva información. A su alrededor, de pronto se levantó el aura inquietante de la Umbra, que no derrochaba en bienvenidas a intrusos. La oscuridad se volvió lechosa y el ambiente se hizo denso como una sopa. El soplido de Kalaamis, que se colaba por aquella grieta, en el inframundo producía un aullido que sonaba como el lamento de un monstruo moribundo.
Maia extrajo el hacha y apretó el mango con ambas manos. Las partes de metal brillaban con luz blanca y contrastaban con el filo, que era entero de cerámica. Un arma imponente. La guerrera encontró una fuente de Furia que brotaba del suelo, precisamente donde se a