La voz del bosque

Laura Tejada
Laura Tejada

Fragmento

Prólogo. La bruja

Cinco años después

1

Lastville

La niña se aleja corriendo, jugando entre los árboles. «No la pierdas de vista —había dicho Bekka—. Los bosques pueden ser peligrosos». Pero Riven sabe que esto no es lo que hay que temer, sino a los que allí se esconden. Incluso el que la rodea, donde la luz cae limpia entre las ramas y el canto de los pájaros se mezcla con la risa de su hermana pequeña, podría estar lleno de horrores. Riven camina entre la hierba alta, acariciándola con las palmas de las manos al tiempo que tararea una cancioncilla que a menudo acude a su memoria. En realidad, no tiene melodía, pero a Riven sí le parece que la tenga cuando la oye dentro de su cabeza, como si las palabras, de tanto surgir a lo largo de los años, hubieran inventado un sonido propio para evitar el hastío del tiempo.

—La luz es tan peligrosa como la oscuridad —musita—. Nos engaña, eso hace su insidiosa claridad. La luz es tan peligrosa como la oscuridad. Oculta los peligros del mundo, a la vista de quien no sabe dónde mirar.

Su madre recitó aquellas mismas palabras antes de morir. Ninguna de sus hijas supo nunca dónde había podido leerlas u oírlas, pero perduraron entre las paredes de la vieja casa de las Gould durante más tiempo que el recuerdo de la enfermedad y la agonía. A Riven le gustaba repetirlas, había un halo mágico en ellas, y cuando las decía en voz alta, tenía la sensación de que algo se rompía, pequeño y frágil, pero nunca supo de qué se trataba. Bekka le acabó prohibiendo que las pronunciara delante de ella o sus hermanas. «Son recuerdos de muerte y desgracia —la regañaba—. Cuando las dices, eso es lo que traes a nuestra familia».

Pero ella siguió haciéndolo cuando no había nadie que la oyera. «Quizá por eso hemos tenido que marcharnos —piensa. La hierba le hace cosquillas en los dedos—. Quizá por eso descubrieron lo que soy y amenazaron con quemarme si no me iba, porque la canción trae desgracias consigo».

—¡Mira, Riven! —la llama Elora, que está inclinada sobre un charco—. ¡He encontrado una serpiente muerta! —La niña levanta la rama, de cuyo borde cuelga algo pálido y arrugado por el agua.

—Eso no es una serpiente, solo su piel.

La niña observa su descubrimiento.

—¿Y cómo puede vivir sin piel?

—Igual que tú vives sin caparazón mientras que para un caracol sería imposible. Así es como nacieron las serpientes, como son.

—Entonces es que tienen poderes especiales —resuelve Elora—, igual que tú.

Riven sonríe. Va a responderle cuando algo la hace tropezar y perder el equilibrio por un momento. Al bajar la vista lo primero que ve es un destello, el reflejo del sol sobre la hebilla plateada de un cinturón. No está allí tirada sin más, sino en la cinturilla de unos pantalones negros que visten el cuerpo de un hombre.

Está tendido entre la hierba, muy quieto, y Riven sabe que solo las cosas muertas logran permanecer así de inmóviles. Varias hojas secas se le han quedado pegadas a la cara, inclinada hacia un lado, lo que deja al descubierto un perfil tenso con un ojo amoratado. Los brazos caen lacios a ambos lados; la pierna izquierda está separada de la derecha en una pose torcida, como una rama que se hubiera roto al caer desde las alturas. El aire no le infla el pecho y la piel, mojada por la lluvia nocturna, es de un gris azulado.

—¿Qué ocurre? —le pregunta Elora a su hermana, dando un paso hacia ella—. ¿Tú también has encontrado algo interesante?

—No te acerques —le ordena Riven, inexpresiva y ta­jante.

Elora se detiene.

—¿Por qué no? —Su voz refleja temor, como si pudiera leer en los grandes ojos de su hermana que le está ocultando algo.

—Hay barro —miente ella—. Te mancharás el vestido y Bekka se pondrá furiosa. Y no queremos que se enfade, ¿verdad?

Elora niega con la cabeza y profiere un suspiro de decepción. Riven espera a que siga jugando en el charco antes de agacharse junto al cadáver para verlo más de cerca. En torno al cuello, tan clavada en la carne que parece un pliegue abotagado más, hay una soga cuyo extremo han cortado. Riven mira hacia arriba. El resto de la cuerda sigue atada a una de las ramas más gruesas del árbol.

—Así que has caído del cielo, después de todo.

La indumentaria del ahorcado es humilde, de costuras vencidas y algunos remiendos. Los bolsillos de sus pantalones y los de la chaqueta están vueltos del revés y no tiene zapatos, pero no lo han saqueado por completo. Sobre el pecho descansa una cruz de hierro pequeña y sencilla que Riven sostiene entre los dedos. La siente fría y mojada, reconfortante.

A lo lejos, alguien grita un nombre.

—¡Es Cecile! ¡Nos está llamando! —exclama Elora y, por cómo suena la voz de la niña, Riven adivina que se acerca corriendo. Pasa el cordón negro del que cuelga la cruz por la cabeza del cadáver y se la guarda en el bolsillo del vestido—. ¿Riven? —pregunta Elora. La aludida se pone en pie, pero la niña no la mira a ella, sino a lo que se oculta entre la hierba—. ¿Qué hay ahí? ¿Qué estabas haciendo?

Su hermana esboza una sonrisa mientras la mira con esos grandes ojos grisáceos, fijos como los de una muñeca, y Elora sabe lo que significa. A pesar de tener solo diez años la conoce bien, sus gestos y sus silencios. Por eso no necesita más que esa expresión para saber que no contestará a la pregunta.

—Cecile nos estaba llamando —repite la niña, de pronto inquieta por lo que pueda haber a los pies de su hermana.

—Sí, eso me pareció. —Le ofrece la mano—. Vamos.

Las dos regresan al camino de tierra en el que Bekka y Cecile las están esperando.

—¿Dónde os habíais metido? —Bekka, con las manos clavadas en la cintura, las mira de esa forma que la hace parecer varias décadas más vieja—. Avisé de que pararíamos a descansar unos minutos, no toda la mañana.

—El bosque está lleno de distracciones —se excusa Riven.

—He encontrado la piel de una serpiente, Bekka —le cuenta Elora—. Estaba en un charco y era larguísima.

—¿Que has encontrado qué? —se interesa Cecile. El pelo rubio y liso le cae sobre la cara en dos cortinas, enmarcando unos ojos azules y una nariz respingona.

Elora corre hacia ella y comienza a contarle la historia como si se tratara de una gran aventura. Aunque hace tiempo que Cecile cumplió los diecisiete, a Riven las dos le parecen exactas: la misma cara angelical, la misma constitución armoniosa, los mismos rasgos pequeños, incluso los mismos gestos a veces. Ella y Bekka, en cambio, no son más semejantes de lo que podrían serlo dos desconocidas.

Riven siempre ha creído que tiene exactamente el aspecto que deben tener las hermanas mayores, al menos las que son tan estrictas como la suya. Alta, de una delgadez nerviosa, curtida por el trabajo, con el pelo rubio siempre recogido y la expresión preocupada, dura como la de una institutriz, salvo cuando sonríe, que la cara se le llena de dulzura. Aunque para Riven sigue siendo joven y muy guapa, Bekka, a sus veintisiete años, ya ha asumido el papel de vieja solterona que la sociedad tuvo a bien endosarle desde que declinó todas las propuestas de matrimonio durante la edad de cortejo. Un futuro que parece idéntico para Riven, aunque en su caso no ha habido propuestas que rechazar ni pretendientes que la rondaran en veintitrés años de vida. Ningún hombre que la conozca se atrevería a eso.

—¿Estás bien, Riven? —le pregunta sin bajar las manos de la cintura.

«¿Ha pasado algo en el bosque que no estés contándome?», es lo que realmente quiere saber. «He encontrado un cadáver y le he quitado lo último que le quedaba —responde ella sin hablar—, aunque ni siquiera sé por qué lo he hecho».

—Lo estoy —contesta.

Bekka profiere un suspiro. Sabe que le oculta algo, pero Riven siempre oculta algo. Es un rasgo impreso en su naturaleza al que nunca se acostumbrará del todo.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —sugiere a sus hermanas—. Nos queda una hora antes de llegar al pueblo y luego, desde allí, seis más hasta Pitchfork. Me temo que si queremos llegar al alba, tendremos que dormir otra noche en la carreta y aplazar el viaje a mañana.

La perspectiva no es agradable para ninguna, pero tampoco se oyen quejas a pesar de los muchos y largos días que llevan viajando. Montan en el vehículo, donde todas ocupan su lugar: las más jóvenes dentro, Bekka al frente con las riendas de los caballos y Riven a su lado. Cuando se ponen en marcha, la joven se inclina para dedicar una última mirada al bosque del ahorcado. Tiene los dedos metidos en el bolsillo, enredados en el cordón que le ha robado a un triste cadáver. La cruz de hierro es liviana y, aun así, siente que pesa en la mano.

El cartel que anuncia la entrada al pueblo se levanta a duras penas a un lado del camino. En letras pintadas a mano, torcidas y de diferente tamaño, se lee: LASTVILLE. Un nombre apropiado para el último lugar en el que disfrutar de algunos de los lujos y placeres de la civilización moderna al norte de Maine.

Lastville, avanzada y decadente, es un aviso desesperado para los viajeros. «Más allá no hay nada —susurra el cartel—. Más allá de mí solo está el bosque y la vida es demasiado dura. Yo soy lo último que queda».

Cuando divisan la entrada del pueblo, Riven imagina el mundo al otro lado, al norte, siempre al norte, y reza porque sea tan recóndito y aislado como el cartel augura. Allí nadie las encontrará. Allí estarán a salvo.

—¿Qué pasa? —le gruñe Bekka. El último tramo de viaje y la incesante lluvia le han agriado el humor.

—Miraba el cartel.

—Tienes el pueblo ahí delante, Riven, no necesitas que ningún cartel te anuncie que hemos llegado. Aunque tampoco me atrevería a asegurarlo; que hemos llegado, quiero decir. Con este maldito aguacero no se ve nada. —Resopla mirando al cielo—. Por Dios, ¡está todo gris! Más tupido que si hubiera niebla, y tengo las manos frías y heladas como las de un muerto. Si llegamos a la aldea sin coger una pulmonía, deberíamos dar gracias.

La carreta que atraviesa el pueblo es poco más que una calle larga rodeada de casas de madera y comercios. Bekka tira de las riendas para frenar a los caballos a un lado y se voltea para buscar en una bolsa de cuero la carta que Harold Jones les envió hace algunos meses.

En ella aceptaba proveer a las hermanas Gould con suministros suficientes para su nuevo comienzo, aunque no de manera gratuita. En cuanto prosperaran, tendrían que devolverle el favor con intereses.

—¿Sabes dónde es? —le pregunta Riven.

—Justo ahí delante. —Se cubre la cabeza y los hombros con un chal para protegerse de la lluvia—. Tú quédate con las chicas. No me llevará mucho tiempo.

—¿Qué pasará si no quiere ayudarnos?

Bekka escruta la cara de su hermana, ese aire ausente y pensativo que la caracteriza, buscando el origen de su repen­tina preocupación.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Harold fue un gran amigo de padre. Estuvo con él en aquel antro de Newport cuando las fiebres virulentas se lo llevaron. Dijo que nos ayudaría. —Levanta la carta que sostiene en la mano—. Y eso va a hacer.

—Padre nos odiaba. Ni siquiera vino a vernos cuando madre murió.

—Sí, pero eso Harold no lo sabe y padre ya está muerto, no es que vaya a poder desmentir nada. Deja que yo me ocupe, ¿de acuerdo? —Pone la mano sobre la de Riven, que entrelaza los dedos con los de ella, pero no sonríe.

—De acuerdo.

Bekka se coloca el sombrero de tela, que ata bajo el mentón con un lazo ancho, y sale corriendo calle arriba. En el interior de la carreta, Cecile le narra un cuento inventado a su hermana, que Elora interrumpe a cada tanto para hacerle preguntas. «Podría entrar y unirme a ellas», piensa Riven, pero prefiere quedarse fuera, mirar la lluvia que encharca los agujeros del suelo y distrae a los viandantes, demasiado ocupados en no resbalar con el barro como para prestar atención a las recién llegadas.

Al cabo de un rato, comienza a ponerse nerviosa. Bekka no sale de la tienda y el agua ha dejado de tener interés; también las formas de los edificios, los charcos y el ridículo caminar de quienes evitan pisarlos a toda costa. La chica juguetea con la tela del vestido a rayas que lleva puesto, alza la vista hacia el cielo, ese manto gris que no deja de llorarles encima, pero nada calma la inquietud que le crece dentro. Cualquiera, al mirarla, habría pensado que cavila sobre algo importante y que nada en el mundo podría sacarla de su ensimismamiento, pero lo cierto es que, a pesar de su rostro inmóvil y del modo pausado que tiene de moverse, piensa y se aburre deprisa. Por eso desobedece, curiosea y descubre cosas que no debe; por eso habla con los cuervos y la gente se asusta al ver que le hacen caso.

Puede que si no se hubiese aburrido aquella tarde cuando aún vivían en su pueblo, no hubiera salido de casa, ni soplado la pluma que tenía entre los dedos solo para verla arder. El chico que casualmente presenció aquella escena se asustó. Riven recuerda bien su cara. «Bruja», escupió con asco y terror, y luego salió corriendo. A Riven le habría gustado que tropezara, se cayera y nunca volviera a levantarse, y, mientras lo observaba marcharse, eso fue justo lo que vio en su mente. Y tanto deseó que sucediera, que el chico acabó cayendo.

Otros acudieron en su ayuda, pero él no volvería a correr nunca más. Pasó el resto de sus días en una cama, el cuerpo paralizado salvo el cuello y la cabeza, hasta que la muerte se lo llevó del todo.

Esa fue la primera alarma que puso en tensión al pueblo, pero las demás no tardaron en sonar. Ya fuera por los animales que extrañamente la obedecían o por su carácter reservado, la gente hablaba de ella. Sí, quizá fuera por eso por lo que las echaron, porque Riven se aburría y hacía cosas, cosas que no se pueden hacer, que nadie sabe cómo hacer. O quizá fueran las palabras de su madre, que siempre se le venían a la cabeza como una cancioncilla, las que están llenas de desgracia y que a Bekka le dan tanto miedo.

—Nos engaña, eso hace su insidiosa claridad —musita Riven casi sin darse cuenta.

Cuando aparta la lona que tiene a su espalda, encuentra a sus hermanas tendidas en el camastro que han improvisado en el interior de la carreta para pasar las duras noches del viaje. Elora está dormida y Cecile, con las manos alzadas, se saca la suciedad de las uñas.

—Vuelvo en un momento —anuncia.

—¿A dónde vas? —Su hermana se incorpora, alarmada—. Bekka se enfadará si vuelve y no estás.

—Aquí al lado. Será un momento.

—Bekka se va a enfadar.

Riven sonríe. Le gusta esa mezcla de niña y madre protectora que hay en ella. A su edad sigue siendo tan soñadora como siempre y tan responsable como muchos adultos nunca llegan a serlo.

—Cuida de Elora. Vuelvo enseguida.

De un salto, aterriza en la calle. Sus botas y el bajo del vestido se le manchan de barro, pero no le importa, ahora tiene un escenario nuevo que explorar. Corre hacia la primera tienda que le llama la atención e irrumpe en ella dejando pisadas húmedas en el suelo de madera. Apenas ha estado fuera unos segundos, pero la lluvia le ha empapado el voluminoso pelo ondulado, largo hasta la cintura y del color de la paja sucia. No debería llevarlo suelto, o eso repite Bekka una y otra vez, pero a Riven no le gusta la tirantez de las horquillas.

Un tanto desaliñada, la joven se pasea por la tienda a sus anchas, acaricia un expositor que nadie atiende y se fija en las cajas de maderas que hay apiladas aquí y allá, en los sacos de grano y en la estantería que hay tras el mostrador, abarrotada de frascos con semillas. La campanita para avisar al dependiente está a su alcance, y ella coquetea con la idea de apretarla a pesar de que no tiene intención de comprar nada. Entonces oye algo, personas que hablan al otro lado del local. Al fondo hay una puerta entreabierta.

—Cierra esa maldita boca —dice alguien desde el interior de una habitación. La voz, grave, casi cavernosa, despide furia contenida.

—Por favor, yo ni siquiera sabía… —balbucea otra voz, anciana y temerosa.

—Claro que lo sabías. —Se oyen golpes, quejidos. Ruido de objetos cayéndose—. He visto lo que les vendes a otros, sucia rata. He visto el grano que te compran, las semillas de calidad que nunca tienes para mi gente.

Riven acerca un ojo a la franja de la puerta encajada. El pelo mojado le cae sobre la cara y no para de gotear, dibujando un charco diminuto junto a su bota. Entre unos estantes abarrotados de envases hay un hombre bocabajo sobre una mesa de madera doblado por la cintura. Tiene la cabeza ladeada y un brazo doblado tras la espalda, sujeto por la mano de otro hombre joven y alto que se encuentra de pie tras el anciano.

—No, por favor, Jerome… —suplica—. Te juro por Dios que todo ha sido una infeliz coincidencia.

—Si se repite no es una coincidencia —escupe el tal Jerome. Tiene el pelo castaño recogido en una cola baja que le cae junto al cuello—. Es la cuarta vez que le vendes semillas podridas a mi gente. —Le retuerce el brazo un poco más y el tendero suelta un grito ahogado. Su agresor se inclina sobre él para hablarle más de cerca—. ¿Creías que iba a dejar que engañaras a esas personas que con tanto esfuerzo se ganan lo que intercambian contigo? ¿Que no iba enterarme de que estabas aprovechándote de ellos?

—¡Te juro que no fue esa mi intención! ¡No quería hacerles ningún mal! ¡No quería! ¡Por favor, Jerome! ¡Mi… mi brazo! ¡Por favor!

El hombre lo suelta con una mueca de asco y deja que se caiga al suelo. Riven alcanza a verle un poco mejor, pero el único rasgo que le llama la atención es su mandíbula, ancha, con músculos que se mueven bajo la piel cuando la aprieta. El tipo suspira y alza la mirada, que va desde el anciano hasta la nada, y de ahí, como si hubiera percibido que alguien los observa, la desvía hacia la puerta tras la que Riven se esconde, aunque ya no está oculta en absoluto. Sin darse cuenta la ha abierto y ahora su cara se muestra por completo a los ojos pequeños y ligeramente rasgados del hombre, que los entrecierra al contemplarla. El anciano le hace promesas desde el suelo, pero él no le presta atención. Durante un breve lapso solo están pendientes el uno del otro, pero ninguno dice nada.

Riven oye a Bekka llamarla desde la calle. Da dos pasos atrás. Él sigue mirándola con atención, como si no estuviera seguro de lo que tiene enfrente. Al final, la joven corre al exterior y ve a su hermana delante de la tienda, calada por la lluvia y de brazos cruzados.

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro? —se exalta—. ¿No te dije que te quedaras con las chicas? ¿Por qué nunca me haces caso?

Riven la mira, pero no puede verla. Su mente sigue en la diminuta trastienda, espiando la escena de violencia entre el anciano y el hombre alto.

—¿Riven? —Bekka la coge del brazo. Ella parpadea y sonríe como si nada.

—Siento haberte desobedecido. —No sabe lo que le ha estado diciendo, pero sí que probablemente eso es lo que quiere escuchar—. Tardabas y me aburrí.

—Harold no estaba en la tienda y su hija o su sobrina, o no sé quién diablos era, ha tenido que ir a buscarle. Luego hemos estado acordando los suministros que va a prestarnos. La mayoría nos los enviará pasado mañana y para los primeros días nos ha dado harina, algo de arroz y patatas, sobre todo. Está bien, ¿no crees? Con eso podremos…

«Había algo en esa escena», piensa Riven, que vuelve la cabeza hacia la tienda por si el hombre de pelo largo hubiera salido a buscarla.

Con alivio y, tal vez, algo de decepción, comprueba que no ha sido así.

2

¿Verdad o mentira?

Las ruedas de la carreta se hunden en el camino embarrado que lleva a Pitchfork. Un muro bajo hecho con piedras lo delimita y a ambos lados se extienden sendos mares de hierba en los que pastan rebaños de ovejas. El aire se llena con sus balidos y el suave tintineo de los cencerros.

A lo lejos hay una aglomeración de casas y edificios y, más allá, dibujando un límite infranqueable, está el bosque. El sol brilla en el cielo, pero su luz apenas es capaz de abarcar la mancha oscura de ramas y hojas verde musgo. El bosque de Pitchfork parece infinito, un océano de árboles amenazantes que enturbia una estampa, por lo demás, apacible.

Bekka se esfuerza en apartar la vista de las gruesas copas para fijarla en unos hombres que trabajan en sus huertos, en mujeres que pasean por las calles de la aldea con los delantales atestados de fruta que acaban de recoger. Se ve a sí misma en todas esas personas que disfrutan de la paz que durante años les ha sido vedada. Riven, en cambio, lo que ve es la manera en la que los habitantes del pueblo las observan, como si fueran fantasmas que han llegado para atormentarlos. También se fija en que, al otro lado de la iglesia del pueblo, se levanta la inconfundible silueta de un cadalso.

Al frente de la carreta, las hermanas contemplan el que será su nuevo hogar a partir de ahora: una, cegada por la luz; la otra, recelosa de las sombras que proyecta; una, erguida, llevando las riendas con orgullo; la otra, apoyada en uno de los bordes de la carreta con la cabeza inclinada, devolviendo la mirada a los curiosos que se detienen a verlas pasar.

—¿Dónde está la casa? —Cecile se asoma tras la lona y la cara pequeña de Elora aparece a su lado—. ¿Estamos muy lejos?

Bekka tira de las riendas como respuesta, obligando a los caballos a detenerse.

—¡Disculpe! —Se dirige a un hombre que da de comer a sus gallinas. El tipo se vuelve con los ojos entornados por el sol—. ¡Buenos días, perdone que le moleste! ¡¿Podría decirnos dónde está la antigua casa de los Gould?!

Una mujer, probablemente su esposa, se adelanta a la rea

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