Agradecimientos
Este libro se publica el año que señala el décimo aniversario de la serie Mistborn. Teniendo en cuenta todos los demás proyectos en los que he estado implicado, ¡yo diría que seis libros en diez años son un auténtico logro! Todavía recuerdo los primeros meses en los que me dedicaba a escribir la trilogía con todo mi empeño, esforzándome por crear algo que de verdad atestiguara lo que soy capaz de conseguir como autor. Mistborn se ha convertido en una de mis sagas insignia, y espero que este volumen os parezca digno de ingresar en el canon.
Como siempre, este libro ha contado con el esfuerzo de numerosas personas. Tenemos las extraordinarias ilustraciones de Ben McSweeney e Isaac Stewar: este último se ocupó de los mapas y los iconos, mientras que todas las ilustraciones del pasquín son obra de Ben. Además, ambos contribuyeron en gran medida a los textos de El Nuevo Ascendiente, y el propio Isaac escribió la parte de Nicki Savage; puesto que la idea consistía en presentar a Jak alquilando sus servicios, quisimos darle una voz distinta a ese relato. ¡Creo que salió de maravilla!
La ilustración de cubierta es obra de Chris McGrath en Estados Unidos, y de Sam Green para la edición británica. Ambos artistas llevan mucho tiempo implicados en esta serie, y nunca dejan de superarse a sí mismos. Mi editor ha sido Moshe Feder, en Tor, y Simon Spanton se encargó de coordinar el proyecto en el Reino Unido para Gollancz. Entre los agentes implicados en el proyecto se cuentan Eddie Schneider, Sam Morgan, Krystyna Lopez, Christa Atkinson y Tae Keller, de Jabberwocky en Estados Unidos, todos ellos supervisados por el la asombroso Joshua Bilmes. En el Reino Unido podéis darle las gracias a John Berlyne, de Zeno Agency, un tipo increíble donde los haya que se dejó la piel durante años para conseguir que mis libros penetraran por fin en el mercado británico.
En Tor Books, querría darles también las gracias a Tom Doherty, Linda Quinton, Marco Palmieri, Karl Gold, Diana Pho, Nathan Weaver y Rafal Gibek. Las labores de corrección recayeron sobre Terry McGarry. El narrador del audiolibro es Michael Kramer, mi favorito profesional… que debe de estar ruborizándose ahora mismo, puesto que no le queda más remedio que leer estas líneas en voz alta para quienes las estéis escuchando. En Macmillan Audio, gracias también a Robert Allen, Samantha Edelson y Mitali Dave.
Controlar la continuidad, realizar observaciones sobre la revisión en general e innumerables labores más recayeron sobre el Inmaculado Peter Ahlstrom. Otros miembros de mi equipo son Kara Stewart, Karen Ahlstrom y Adam Horne. Y, por supuesto, mi encantadora esposa, Emily.
En esta ocasión nos hemos apoyado más de lo normal en los lectores beta, puesto que el libro no tuvo ocasión de pasar por nuestro grupo de escritura. Ese equipo lo conformaron: Peter Ahlstrom, Alice Arneson, Gary Singer, Eric James Stone, Brian T. Hill, Kristina Kugler, Kim Garrett, Bob Kluttz, Jakob Remick, Karen Ahlstrom, Kalyani Poluri, Ben «¡Yuju, este libro va dedicado a mí, mirad lo importante que soy!» Olsen, Lyndsey Luther, Samuel Lund, Bao Pham, Aubree Pham, Megan Kanne, Jory Phillips, Trae Cooper, Christi Jacobsen, Eric Lake e Isaac Stewar. (Por si alguien siente curiosidad, Ben fue uno de los miembros fundadores de mi grupo de escritura original, junto con Dan Wells y Peter Ahlstrom. Informático de profesión y el único de nosotros que no aspiraba a trabajar en el mundo editorial, durante muchos años ha sido mi amigo y un valioso lector. También fue quien me introdujo en la serie de videojuegos Fallout, cosa que también es de agradecer). En la comunidad de correctores de pruebas se incluyeron la mayoría de los nombres anteriores, además de Kerry Wilcox, David Behrens, Ian McNatt, Sarah Fletcher, Matt Wiens y Joe Dowswell.
¡Caray, vaya lista! Estas personas son estupendas, y si comparáis mis primeros libros con los últimos, creo que os daréis cuenta de que la contribución de toda esta gente ha sido crucial no solo para exterminar las erratas, sino también para ayudarme a ajustar la narrativa. Por último, sin embargo, querría daros las gracias a vosotros, los lectores, por acompañarme durante estos diez años y por aceptar tan de buen grado las extrañas ideas que os lanzo. Todavía no hemos cruzado el ecuador de la evolución que tengo planeada para Mistborn. No veo el momento de que descubráis lo que os espera, y en este libro es donde algunos de los misterios comienzan a desvelarse por fin.
¡Que lo disfrutéis!
Prólogo
Telsin! —siseó Waxillium mientras salía a hurtadillas de la cabaña de entrenamiento.
Telsin miró atrás de reojo, hizo una mueca y se agazapó un poco más. A sus dieciséis años, la hermana de Waxillium contaba uno más que él. Sus largos cabellos oscuros enmarcaban una nariz chata y unos labios refinados, y un colorido patrón de uves engalanaba la pechera de su tradicional túnica terrisana. La túnica siempre parecía quedarle mejor que a él. En Telsin, resultaba elegante. Waxillium se sentía como si le hubieran echado un saco por encima.
—Lárgate, Asinthew —replicó la muchacha, avanzando muy poco a poco por el costado de la cabaña.
—Te vas a perder la recitación vespertina.
—No se darán cuenta de que me he ido. Nunca lo comprueban.
Dentro de la cabaña, el maestro Tellingdwar enumeraba con voz monótona las virtudes terrisanas. Sumisión, docilidad y lo que llamaban «respetuosa dignidad». Se dirigía a los alumnos más jóvenes; los mayores, como Waxillium y su hermana, en teoría deberían estar meditando.
Telsin apretó el paso y continuó alejándose por la zona boscosa de Elendel que se conocía sencillamente como la Aldea. Inquieto, Waxillium se apresuró a seguir a su hermana.
—Vas a meterte en un lío —le dijo al llegar a su altura. Rodearon el tronco de un roble inmenso—. Vas a meterme a mí en un lío.
—¿Qué más da? Además, ¿a qué viene esa obsesión con las reglas?
—A nada —respondió él—. Es solo que…
Telsin se adentró en el bosque. Waxillium suspiró y fue tras ella, hasta que se reunieron con otros tres jóvenes terrisanos, dos muchachas y un chico muy alto. Una de ellas, Kwashim, miró a Waxillium de arriba abajo. Era delgada y de piel morena.
—¿Te has traído a este?
—Me ha seguido —dijo Telsin.
Waxillium sonrió esperanzado a Kwashim, y después a Idashwy, la otra chica. Tenía los ojos grandes y la misma edad que Waxillium. Y Armonía… era preciosa. Idashwy se fijó en cómo la observaba, pestañeó varias veces y apartó la mirada con una sonrisa recatada en los labios.
—Se chivará de nosotros —dijo Kwashim, desviando su atención de la otra chica—. Lo sabes.
—No voy a chivarme —le espetó Waxillium.
Kwashim lo fulminó con la mirada.
—Te perderás la clase vespertina. ¿Quién va a responder a todas las preguntas? El aula estará herrumbrosamente silenciosa sin nadie que le haga la pelota al maestro.
Forch, el chico alto, se había quedado entre las sombras. Era el mayor de todos, pero rara vez abría la boca. Waxillium no desvió los ojos hacia él, no lo miró. «No lo sabe, ¿verdad? No puede saberlo».
Era nacidoble, igual que Waxillium, aunque ninguno de los dos utilizaba mucho la alomancia en los últimos tiempos. En la Aldea, lo que se elogiaba era su legado terrisano: su feruquimia. A los de Terris les traía sin cuidado que tanto Forch como él fuesen lanzamonedas.
—Venga —dijo Telsin—. Se acabó la discusión. No creo que tengamos mucho tiempo. Si mi hermano quiere apuntarse, que lo haga.
La siguieron bajo el ramaje, con las hojas secas crujiendo bajo sus pies. Con tanta vegetación, era fácil olvidar que estaban en el centro de una ciudad gigantesca. El humo no se podía ver ni oler desde allí, y la algarabía de voces y el repicar de los cascos herrados en los adoquines sonaban distantes. Los terrisanos ponían todo el empeño en mantener su sección de la ciudad plácida, serena, tranquila.
Waxillium debería estar encantado de vivir allí.
El quinteto de jóvenes no tardó en llegar a la Cabaña del Sínodo, donde tenían su despacho los ancianos más influyentes de Terris. Telsin indicó por señas al grupo que la esperase mientras se acercaba corriendo a una ventana en concreto para escuchar. Waxillium miró alrededor, nervioso. Anochecía, el bosque comenzaba a poblarse de sombras, pero cualquiera podría aparecer de un momento a otro y descubrirlos.
«No te preocupes tanto», se dijo. Necesitaba unirse a las travesuras del grupo, como hacía su hermana. Así lo considerarían uno de ellos. ¿Verdad?
Le caía sudor por las mejillas. Kwashim se había apoyado en un árbol, la viva imagen de la despreocupación, con una sonrisita creciendo en los labios al percatarse de lo nervioso que estaba. Forch se mantenía en la sombra, sin agazaparse, pero ¡herrumbres!, podría haber sido otro árbol, por la emoción que mostraba. Waxillium lanzó una mirada a Idashwy, la de ojos inmensos, y la muchacha apartó la mirada, ruborizándose.
Telsin regresó junto a ellos, furtiva.
—Está ahí dentro.
—Ese es el despacho de nuestra abuela —dijo Waxillium.
—Claro que sí —replicó Telsin—. Y la han llamado al despacho por una emergencia, ¿verdad, Idashwy?
La chica, tan reservada como siempre, asintió.
—He visto a la venerable Vwafendal pasar corriendo por delante de mi sala de meditación.
Kwashim sonrió de oreja a oreja.
—Así que no estará vigilando.
—¿Vigilando el qué? —preguntó Waxillium.
—La Puerta de Estaño —respondió Kwashim—. Podemos salir a la ciudad. ¡Esto va a ser todavía más fácil que de costumbre!
—¿Que de costumbre? —repitió Waxillium, volviéndose horrorizado primero hacia Kwashim y luego hacia su hermana—. ¿Ya habéis hecho esto antes?
—Pues claro —dijo Telsin—. En la Aldea es imposible encontrar un trago decente. Pero dos calles más adelante hay dos tabernas buenísimas.
—Eres un forastero —afirmó Forch mientras se le acercaba. Pronunció las palabras despacio, pausadamente, como si cada una requiriera una atención especial—. ¿A ti qué más te da que salgamos? Mírate, pero si estás temblando. ¿De qué tienes miedo? Has pasado la mayor parte de tu vida ahí fuera.
«Eres un forastero», decían todos. ¿Cómo se las apañaba su hermana para que la aceptasen en todos los grupos? ¿Por qué tenía que ser siempre él a quien excluían?
—No estoy temblando —dijo Waxillium a Forch—. Lo que pasa es que no quiero meterme en líos.
—Sí que se va a chivar de nosotros —insistió Kwashim.
—Que no.
«Por esto no, al menos», pensó Waxillium.
—En marcha —ordenó Telsin.
Encabezó la comitiva por el bosque en dirección a la Puerta de Estaño, un nombre rimbombante para lo que en realidad no era más que otra calle, aunque, eso sí, con un arco de piedra que tenía tallados los antiguos símbolos terrisanos que representaban los dieciséis metales.
Al otro lado se extendía un mundo distinto. Refulgentes farolas de gas jalonando las calles, jóvenes repartidores de periódicos volviendo a casa con paso pesado y los pasquines sin vender bajo el brazo. Trabajadores yendo a bulliciosas tabernas a echar un trago. Waxillium en realidad nunca había conocido ese mundo: se había criado en una lujosa mansión repleta de elegantes ropajes, vino y caviar.
Había algo en aquella vida tan sencilla que lo atraía. Quizá lo encontraría allí. Quizá encontraría eso que aún no había encontrado. Algo que todos parecían poseer, aunque él ni siquiera fuese capaz de ponerle nombre.
Los otros cuatro jóvenes cruzaron a toda prisa, pasando junto al edificio de ventanas en sombra donde la abuela de Waxillium y Telsin solía estar sentada leyendo a esas horas de la noche. Los terrisanos no apostaban guardias en los accesos a su dominio, sin embargo, eso no significaba que no los vigilasen.
Waxillium no salió, todavía no. Bajó la mirada mientras se subía las mangas de la túnica para exponer los brazaletes de mente de metal que llevaba puestos.
—¿Vienes? —lo llamó Telsin.
No respondió.
—Claro que no. Nunca te arriesgas a meterte en problemas.
Telsin reanudó la marcha, seguida por Forch y Kwashim. Idashwy, sorprendentemente, se demoró. La tímida muchacha se quedó observándolo, interrogándolo con la mirada.
«Puedo hacerlo —se dijo Waxillium—. No es para tanto». Con la pulla de su hermana resonando todavía en los oídos, se obligó a caminar y se reunió con Idashwy. Notaba el estómago revuelto, pero le mantuvo el paso a la chica, disfrutando de su tímida sonrisa.
—Bueno, ¿y qué emergencia era? —le preguntó.
—¿Eh?
—La emergencia por la que han llamado a mi abuela.
Idashwy se encogió de hombros mientras se quitaba la túnica terrisana, escandalizándolo por un instante, hasta que Waxillium vio que debajo llevaba una falda y una blusa convencionales. La muchacha dejó la túnica tirada entre los arbustos.
—No sé gran cosa. He visto que tu abuela llegaba corriendo a la Cabaña del Sínodo y he oído que Tathed le preguntaba algo al respecto. No sé qué de una crisis. Ya planeábamos salir esta noche, así que he pensado, ya sabes, que podríamos aprovechar la ocasión.
—Pero la emergencia… —dijo Waxillium, mirando atrás por encima del hombro.
—Algo sobre un capitán de los alguaciles que venía a interrogarla.
¿Un alguacil?
—Vamos, Asinthew. —La muchacha lo cogió de la mano—. Seguro que tu abuela despacha al forastero enseguida. ¡A lo mejor ya está volviendo hacia aquí!
Waxillium se había quedado petrificado en el sitio. Idashwy lo miró. Aquellos ojos castaños, tan expresivos, le impedían pensar con claridad.
—Vamos —insistió la joven—. Escaquearse un rato no es casi ni una infracción. ¿Tú no viviste catorce años ahí fuera?
Herrumbres.
—Me tengo que ir —dijo Waxillium, y se volvió para correr hacia el bosque.
Idashwy se quedó observándolo mientras la abandonaba. Waxillium sorteó los árboles a toda velocidad, en dirección a la Cabaña del Sínodo. «Sabes que ahora va a pensar que eres un cobarde —observó una parte de él—. Como todos los demás».
Frenó en seco frente a la ventana del despacho de su abuela, con el corazón martilleando en el pecho. Se pegó a la pared y, en efecto, podía oírse algo a través de la ventana abierta.
—Mantenemos el orden nosotros mismos, alguacil —estaba diciendo la abuela Vwafendal dentro del edificio—. Eso usted ya lo sabe.
Waxillium se atrevió a escrutar por la ventana y vio a la abuela sentada a su escritorio, la viva imagen de la rectitud terrisana, con el cabello recogido en una trenza y la túnica inmaculada.
El hombre que estaba de pie al otro lado de la mesa sujetaba su sombrero de alguacil bajo el brazo en señal de respeto. Era un hombre mayor de bigote lacio, y la insignia que lucía en el pecho lo señalaba como capitán y detective. Alta graduación. Importante.
«¡Sí!», pensó Waxillium mientras hurgaba en el bolsillo en busca de sus apuntes.
—Los terrisanos mantienen el orden ustedes mismos —replicó el alguacil— porque rara vez necesitan que se imponga.
—No lo necesitamos ahora.
—Según mi informador…
—Ah, ¿ahora tiene usted un informador? —lo interrumpió la abuela—. Pensaba que habían recibido un soplo anónimo.
—Anónimo, sí —dijo el aguacil mientras dejaba un papel encima de la mesa—. Pero lo considero más que un «soplo».
La abuela levantó la hoja. Waxillium sabía lo que ponía en ella, pues era él quien se la había enviado a los alguaciles, acompañada de una misiva.
Una camisa que huele a humo, colgada detrás de su puerta.
Botas manchadas de barro cuya talla encaja con las huellas encontradas alrededor del edificio incendiado.
Redomas de aceite escondidas en el baúl que hay debajo de su cama.
La lista desgranaba una docena de pistas que apuntaban a Forch como el responsable de haber arrasado la cabaña comedor hasta los cimientos a principios de mes. Waxillium se emocionó al ver que los alguaciles se habían tomado en serio sus descubrimientos.
—Perturbador —dijo la abuela—, pero no veo nada en esta lista que lo autorice a entrometerse en nuestro dominio, capitán…
El alguacil se agachó hasta apoyar las manos en el canto de la mesa, desafiándola con la mirada.
—No tuvo tanta prisa en rechazar nuestra ayuda cuando enviamos una brigada de bomberos para apagar ese incendio.
—Siempre aceptaré ayuda destinada a salvar vidas —replicó la abuela—, pero no la necesito para encerrarlas. Gracias.
—¿Es porque ese Forch es nacidoble? ¿La asustan sus poderes?
La abuela le lanzó una mirada desdeñosa.
—Venerable —dijo el hombre, y respiró hondo—. Tienen un delincuente entre sus…
—Si lo tuviéramos —lo interrumpió ella—, nos encargaríamos nosotros mismos de él. He visitado las casas de destrucción y pesar que ustedes, los forasteros, llaman cárceles, capitán. Me niego a ver a uno de los míos encerrado allí sin más fundamento que habladurías y fabulaciones anónimas remitidas por correo.
El alguacil suspiró y enderezó la espalda. Con un sonoro golpetazo, depositó algo más en la mesa. Waxillium forzó la mirada, pero el objeto quedaba oculto bajo la mano del hombre.
—¿Sabe usted mucho sobre incendios provocados, venerable? —preguntó el alguacil—. A menudo son lo que llamamos delitos accesorios. Se utilizan para encubrir un robo, perpetrar un fraude o como acto de agresión inicial. En situaciones como esta, el incendio suele ser solo un presagio. En el mejor de los casos, se enfrentan a un pirómano que volverá a actuar. En el peor… en fin, se avecina algo más grave, venerable. Algo que lamentarán todos ustedes.
La abuela apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. El alguacil levantó la mano, desvelando lo que había puesto en la mesa. Una bala.
—¿Qué es esto? —preguntó la abuela.
—Un recordatorio.
La abuela le dio un manotazo y la bala salió despedida de la mesa contra la pared, cerca de donde se escondía Waxillium, que se sobresaltó y se agachó más, con el corazón desbocado.
—No se atreva a traer sus instrumentos de muerte a este sitio —siseó la abuela.
Waxillium regresó a la ventana a tiempo de ver cómo el alguacil volvía a ponerse el sombrero.
—Avíseme cuando ese chico queme algo más —murmuró—. Con suerte, no será demasiado tarde. Buenas noches.
Se fue sin pronunciar otra palabra. Waxillium se acurrucó contra la pared, temeroso de que el alguacil volviera la vista y lo descubriera. No fue así. El hombre se alejó por el sendero con paso firme hasta desvanecerse entre las sombras del anochecer.
Pero la abuela… no se lo había creído. ¿Acaso no lo veía? Forch había cometido un delito. ¿Iban a dejarlo tranquilo? ¿Por qué…?
—Asinthew —dijo la abuela, llamándolo por su nombre terrisano, como hacía siempre—. ¿Me harías el favor de entrar?
Waxillium sintió un súbito aguijonazo de alarma, seguido de una punzada de vergüenza. Se levantó.
—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó a través de la ventana.
—Te he visto reflejado en el espejo, muchacho —respondió ella, con una taza de té en las manos, sin mirarlo—. Obedece. Si eres tan amable.
A regañadientes, Waxillium rodeó el edificio arrastrando los pies y cruzó la puerta principal de la cabaña de madera. Todo el interior olía al barniz que él mismo había ayudado a aplicar recientemente. Todavía le quedaban restos bajo las uñas.
Entró en la habitación y cerró la puerta.
—¿Por qué has…?
—Por favor, Asinthew, siéntate —lo interrumpió ella.
Waxillium fue a la mesa, pero permaneció de pie, justo donde había estado el alguacil.
—Tu letra —dijo la abuela, rozando con los dedos el papel que le había entregado el alguacil—. ¿No te dije que el asunto de Forch estaba controlado?
—Dices muchas cosas, abuela. Yo creo solo cuando veo pruebas.
Vwafendal se inclinó hacia delante. La taza humeaba aún en sus manos.
—Ay, Asinthew —murmuró—. Creía que estabas decidido a encajar aquí.
—Y lo estoy.
—Entonces ¿qué haces espiando junto a mi ventana en vez de asistir a las meditaciones nocturnas?
Él apartó la mirada, ruborizándose.
—Las costumbres terrisanas se basan en el orden, muchacho —dijo la abuela—. Tenemos normas por una razón.
—¿E incendiar edificios no va contra las normas?
—Por supuesto que sí —repuso ella—. Pero Forch no es responsabilidad tuya. Hemos hablado con él. Se arrepiente de lo que hizo. Su delito fue el de un joven desorientado que pasa demasiado tiempo solo. Ya les he pedido a algunos otros que entablen amistad con él. Y créeme que cumplirá una pena por su crimen, a nuestra manera. ¿O preferirías que se pudriera en la cárcel?
Waxillium titubeó un momento y luego suspiró y se dejó caer en la silla frente a la mesa de su abuela.
—Quiero descubrir qué es lo correcto —susurró— y hacerlo. ¿Por qué es tan difícil?
La abuela arrugó el entrecejo.
—Es fácil averiguar lo que está bien y lo que está mal, muchacho. Reconozco que elegir actuar siempre como sabes que deberías sí que es…
—No. —Waxillium hizo una mueca. No era recomendable interrumpir a la abuela. Vwafendal nunca levantaba la voz, pero su desaprobación se dejaba sentir con tanta claridad como una tormenta inminente. Suavizando el tono, añadió—: No, abuela. Saber qué está bien y qué está mal no tiene nada de fácil.
—Está escrito en nuestras costumbres. Lo aprendéis a diario en vuestras lecciones.
—Eso es una voz —dijo Waxillium—, una filosofía. Pero hay tantas…
La abuela estiró el brazo sobre la mesa y puso la mano sobre la de Waxillium. Su piel aún conservaba el calor de la taza.
—Ay, Asinthew —dijo—. Comprendo lo difícil que debe de ser para ti, como hijo de dos mundos.
«Dos mundos —pensó él de inmediato— pero ningún hogar».
—Sin embargo —continuó la abuela—, tienes que hacer lo que se te enseña. Me prometiste que obedecerías nuestras normas mientras estuvieras aquí.
—Lo intento.
—Lo sé. Tellingdwar y los demás instructores me han hablado bien de ti. Dicen que aprendes las materias mejor que nadie, ¡que es como si llevaras aquí toda la vida! Me enorgullece que te esfuerces tanto.
—Los demás chicos no me aceptan. He intentado hacerte caso y ser más terrisano que nadie, demostrarles la sangre que corre por mis venas. Pero los otros… Nunca seré uno de ellos, abuela.
—«Nunca» es una palabra que los jóvenes utilizáis a menudo. —La abuela dio un sorbo de té—. Pero rara vez la comprendéis. Deja que las normas te guíen. En ellas encontrarás la paz. Si algunos se resienten por tu fervor, que se resientan. Tarde o temprano, a través de la meditación, aprenderán a reconciliarse con tales emociones.
—¿No podrías… ordenarles a algunos que se hagan amigos míos? —se descubrió preguntando Waxillium, avergonzado por lo débil que sonaba al decirlo—. ¿Como hiciste con Forch?
—Me lo pensaré —dijo la abuela—. Y ahora, largo de aquí. No voy a dar parte de esta indiscreción, Asinthew, pero prométeme, por favor, que te olvidarás de esa obsesión que tienes con Forch y dejarás los castigos en manos del sínodo.
Waxillium fue a levantarse y el pie le resbaló con algo. Se agachó. «La bala».
—¿Asinthew? —dijo la abuela.
Waxillium se guardó el proyectil en el puño mientras se enderezaba y se apresuró a salir de la habitación.
—El metal es vuestra vida —recitó Tellingdwar delante de la cabaña, abordando los últimos compases de la recitación vespertina.
Waxillium meditaba arrodillado, atento a cada palabra. Lo rodeaban varias hileras de plácidos terrisanos también agachados en señal de veneración, rindiendo tributo a Conservación, la antigua deidad de su fe.
—El metal es vuestra alma —declaró Tellingdwar.
Había mucho de perfecto en aquel mundo tranquilo. ¿Por qué se sentía a veces Waxillium como si estuviese mancillándolo con su mera presencia? ¿Como si todos formaran parte de un gran lienzo blanco y él fuese una mancha en la esquina?
—Tú nos conservas —respondió Tellingdwar—, y así seremos tuyos.
«Una bala —pensó Waxillium, con el trocito de metal aún apretado en la palma de su mano—. ¿Por qué ha dejado una bala como recordatorio? ¿Qué significa?». Parecía un símbolo raro.
Completada la recitación, jóvenes, niños y adultos por igual se levantaron y se desperezaron. Hubo algunas conversaciones distendidas, pero faltaba poco para el toque de queda, lo que significaba que los más jóvenes deberían estar dirigiéndose ya a sus hogares… o, en el caso de Waxillium, a los dormitorios. Se quedó arrodillado de todos modos.
Tellingdwar empezó a recoger las esterillas que había utilizado la gente. El oficiante llevaba siempre la cabeza afeitada y un manto de resplandecientes tonos amarillos y naranjas. Cargado con una brazada de esterillas, reparó en que Waxillium no se había marchado con los demás.
—¿Asinthew? ¿Estás bien?
Waxillium asintió cansado y se puso de pie, con las piernas entumecidas por llevar tanto tiempo de rodillas. Fue con paso pesado hasta la salida, donde se detuvo.
—¿Tellingdwar?
—¿Sí, Asinthew?
—¿Alguna vez ha habido un crimen violento en la Aldea?
El bajito oficiante se quedó paralizado, y sus brazos se crisparon sobre el cargamento de esterillas.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad.
—No te preocupes. Fue hace mucho tiempo.
—¿Qué fue hace mucho tiempo?
Tellingdwar terminó de recoger las esterillas que faltaban, más deprisa que antes. Otra persona podría haber esquivado la pregunta, pero Tellingdwar era la franqueza encarnada. Una clásica virtud terrisana: a sus ojos, evitar una pregunta era tan grave como mentir.
—No me extraña que todavía circulen rumores al respecto —dijo—. Supongo que quince años no bastan para lavar toda esa sangre. Las habladurías se equivocan, sin embargo. Solo hubo una víctima mortal. Una mujer, muerta a manos de su marido. Ambos terrisanos. —Tellingdwar titubeó—. Los conocía.
—¿Cómo la asesinó?
—¿Necesitas saberlo?
—Bueno, los rumores…
Tellingdwar suspiró.
—Con una pistola. Un arma del exterior. Ignoramos de dónde la sacó. —Negó con la cabeza mientras soltaba las esterillas en un montón a un lado del cuarto—. Supongo que no debería sorprendernos. La gente es igual en todas partes, Asinthew. Recuérdalo bien. No te consideres mejor que nadie tan solo por llevar puesto ese hábito.
Típico de Tellingdwar, aprovechar cualquier conversación para la enseñanza. Waxillium asintió y salió a la noche. El cielo retumbaba en lo alto, presagiando lluvia, pero aún no se habían levantado las brumas.
«La gente es igual en todas partes, Asinthew…». ¿Qué sentido tenía entonces todo lo que enseñaban allí dentro, si no podía evitar que las personas se comportasen como monstruos?
Llegó al dormitorio masculino, que estaba en calma. Acababan de dar el toque de queda, por lo que Waxillium tuvo que disculparse agachando la cabeza ante el celador antes de cruzar el pasillo corriendo y entrar en su habitación de la planta baja. Su padre había insistido en que se le diera un cuarto para él solo, debido a su linaje noble. Lo cual solo había servido para aislarlo de los demás.
Se quitó el hábito y abrió la puerta del armario de par en par. Allí estaba su antigua ropa. La lluvia empezó a tamborilear contra la ventana mientras se ponía unos pantalones y se abotonaba la camisa, prendas que le resultaban mucho más cómodas que aquel herrumbroso manto. Ajustó la intensidad de su lamparilla, se reclinó en el catre y abrió un libro para leer un poco antes de quedarse dormido.
Fuera, el cielo rugía como un estómago vacío. Waxillium pasó unos minutos intentando leer y luego tiró a un lado el libro, que casi derribó la lámpara, y se levantó de un salto. Se acercó a la ventana y vio caer el chaparrón, que el tupido follaje dividía en telones y columnas. Estiró el brazo y apagó la lámpara.
Los pensamientos se agolparon en su cabeza mientras contemplaba la lluvia. Pronto tendría que tomar una decisión. El acuerdo al que habían llegado su abuela y sus padres requería que Waxillium viviera durante un año en la Aldea, y ya solo faltaba un mes. Después, elegiría entre marcharse o seguir allí.
¿Qué lo aguardaba fuera? Manteles blancos, gente falsa con acento nasal y política.
¿Y allí? Habitaciones aisladas, meditación y tedio.
Una vida que aborrecía u otra de embotadora repetición. Un día tras otro, tras otro, tras…
¿Había alguien moviéndose entre los árboles?
Waxillium espabiló y se pegó al frío cristal. Sí que había alguien caminando por el bosque empapado, una figura sombría de altura y porte familiar, encorvada y con un saco al hombro. Forch lanzó una mirada al dormitorio, pero luego continuó adentrándose en la noche.
Así que habían vuelto, y antes de lo esperado. ¿Cuál sería el plan de Telsin para colarse en las habitaciones? ¿Entrar por alguna ventana y alegar que habían llegado a casa antes del toque de queda y el celador no los había visto?
Waxillium se quedó esperando, preguntándose si divisaría también a las tres chicas, pero no vio a nadie más. Solo a Forch, desvaneciéndose entre las sombras. ¿Adónde iría?
«Otro fuego», pensó de inmediato. Pero a Forch no se le ocurriría incendiar nada con la que estaba cayendo, ¿verdad?
Un reloj marcaba discreto el paso del tiempo en la pared de su cuarto. Ya pasaba una hora desde el toque de queda. No había sido consciente de llevar tanto rato absorto en la lluvia.
«Forch no es problema mío», se dijo con firmeza. Se volvió hacia la cama para tumbarse, pero terminó caminando de un lado a otro en vez de eso. Escuchando la lluvia, nervioso, incapaz de evitar que su cuerpo continuara moviéndose.
El toque de queda…
«Deja que las normas te guíen. En ellas encontrarás la paz».
Se detuvo junto a la ventana. Entonces la abrió y salió de un salto. Sus pies descalzos se hundieron en el terreno, húmedo y gomoso. Avanzó deprisa, notando el agua salpicarle la cabeza, entrarle por la espalda de la camisa. ¿Hacia dónde había ido Forch?
Estimó qué dirección era la más probable y dejó atrás unos árboles gigantescos, como monolitos tallados, mientras el fragor de la lluvia y el rumor del agua ahogaban cualquier otro sonido. La huella de una bota en el fango, junto a un tronco, le sugirió que iba por buen camino. Pero había tenido que agacharse para verla. ¡Herrumbres! Estaba poniéndose muy oscuro allí fuera.
Y ahora, ¿adónde? Waxillium giró sobre los talones. «Allí —se dijo—. El almacén». Era un antiguo dormitorio, desocupado desde hacía tiempo, donde los terrisanos guardaban las alfombras y los muebles que no utilizaban. El objetivo perfecto para un incendio provocado, ¿verdad? Dentro había material inflamable de sobra, y nadie se lo esperaría con tanta lluvia.
«Pero la abuela ya ha hablado con él —pensó Waxillium mientras avanzaba bajo el aguacero, levantando hojas caídas y musgo con los pies helados—. Sabrán que ha sido él». ¿Sería que a Forch no le importaba? ¿Pretendía meterse en un lío?
Se acercó al antiguo dormitorio, una negra silueta de tres pisos recortada en la oscuridad de la noche, con grandes telones de agua chorreando de sus aleros. Probó a abrir la puerta y no estaba cerrada con llave, por supuesto: aquello era la Aldea. Se coló dentro.
Ahí. Una acumulación de agua en el suelo. Alguien había pasado por allí hacía poco. Siguió avanzando agachado, tocando una pisada tras otra, hasta llegar a la escalera. Subió un tramo, luego otro. ¿Qué habría en lo alto? Llegó al piso superior y vio una luz frente a él. Sigiloso, Waxillium recorrió el pasillo, por cuyo centro se extendía una alfombra, hasta llegar a lo que resultó ser una vela cuya llama oscilaba sobre una mesa en un cuarto minúsculo, atestado de muebles, con las paredes cubiertas por recias cortinas oscuras.
Se acercó a la vela. Su luz titilaba frágil y solitaria. ¿Por qué la habría dejado allí Forch? ¿Qué pre…?
Algo pesado se estrelló contra la espalda de Waxillium. Ahogó un grito de dolor mientras el impacto lo arrojaba contra un par de sillas apiladas una encima de otra. Oyó el martilleo de unas botas contra el suelo tras él. Consiguió echarse a un lado y rodó por el piso mientras Forch descargaba un viejo poste de madera contra las sillas, rompiéndolas.
Waxillium se puso en pie con dificultad. Le dolían los hombros. Forch se giró hacia él, con el rostro sumido en las sombras.
Waxillium retrocedió un poco más.
—¡Forch! No pasa nada. Solo quería hablar. —Hizo una mueca de dolor al topar contra la pared—. No hace falta que…
Forch se abalanzó sobre él. Waxillium dio un gañido y salió al pasillo.
—¡Socorro! —gritó mientras Forch lo seguía—. ¡Socorro!
Su intención era correr hacia la escalera, pero se había desorientado y descubrió que estaba alejándose. Embistió con el hombro contra la puerta que había al final del pasillo. Debía de conducir a la sala de reuniones de la planta de arriba, si la distribución de este antiguo dormitorio era igual que la del suyo. ¿Y a otro tramo de escalones, quizá?
Waxillium cruzó el umbral y entró en una habitación más luminosa. Varios montones de mesas viejas rodeaban un espacio despejado en el centro, como espectadores ante un escenario.
Allí, en medio de la sala, iluminado por una docena de velas, había un niño de unos cinco años amarrado a un tablón que se extendía entre dos mesas. Su camisa, desgarrada, yacía tirada en el suelo. Una mordaza sofocaba sus sollozos mientras forcejeaba débil con las ataduras.
Waxillium se detuvo de golpe, contemplando al chico, la hilera de cuchillos resplandecientes desplegados sobre otra mesa cercana, los regueros de sangre que manaban de unos cortes que tenía en el pecho.
—Ay, rayos —susurró.
Forch entró detrás de él y cerró la puerta con un chasquido.
—Ay, rayos —dijo Waxillium mientras se volvía, ensanchando los ojos—. Forch, ¿a ti qué te pasa?
—No lo sé —murmuró el joven—. Tengo que ver lo que hay dentro, ¿sabes?
—Te has ido con las chicas —dijo Waxillium— para tener una coartada. Si ven tu cuarto vacío, dirás que estabas con ellas. Una infracción menor para ocultar tu auténtico crimen. ¡Herrumbres! Mi hermana y las otras no saben que has vuelto a hurtadillas, ¿verdad? Andarán por ahí fuera, borrachas, y ni recordarán que te has ido. Jurarán que estabas con…
Se interrumpió al ver que Forch alzaba la mirada y la luz de las velas se reflejaba en sus ojos inexpresivos. Sostuvo en alto un puñado de clavos.
«Es verdad. Forch es un…».
Waxillium gritó y se arrojó hacia una montaña de muebles mientras los clavos salían disparados de la mano de Forch, empujados por su alomancia. Impactaron como una granizada, incrustándose en las mesas de madera, las patas de las sillas y el suelo. Wax sintió un fogonazo de dolor en el brazo mientras gateaba hacia atrás.
Se le escapó un grito y se agarró el brazo mientras se ponía a cubierto. Un clavo le había arrancado un pedazo de carne cerca del codo.
Metal. Necesitaba metal.
Llevaba meses sin quemar nada de acero. La abuela quería que abrazara su parte terrisana. Levantó los brazos, pero los encontró desnudos. Sus brazaletes…
«Se han quedado en la habitación, memo», pensó Waxillium. Rebuscó en el bolsillo del pantalón. Antes siempre llevaba encima…
Una bolsita de virutas metálicas. La sacó mientras huía de Forch, que lo perseguía apartando las mesas y las sillas. De fondo se oían los gemidos del niño atado.
A Waxillium le temblaron los dedos cuando intentó abrir el saquito de virutas metálicas, pero de pronto saltó de entre sus dedos y salió despedido por la estancia. Waxillium se volvió hacia Forch, desesperado, a tiempo de ver cómo agarraba una barra metálica de una mesa y se la lanzaba.
Waxillium se agachó. Demasiado lento. El barrote, empujado por el acero, impactó en su pecho y lo derribó de espaldas. Forch gruñó, tambaleándose. No tenía práctica con la alomancia y no se había afianzado como debería. El empujón lo había lanzado hacia atrás con la misma fuerza con que lo impulsaba a él.
Aun así, Waxillium dio contra la pared y sintió que algo se fracturaba en su interior. Dio un respingo y se le nubló la vista mientras caía de rodillas. La habitación oscilaba.
«La bolsa. ¡Recoge la bolsa!».
Tanteó a ciegas a su alrededor, frenético, incapaz de pensar con claridad. ¡Necesitaba ese metal! Sus dedos ensangrentados rozaron la bolsa. Ansioso, la recogió y la abrió de un tirón. Echó la cabeza hacia atrás para verterse los copos en la boca.
Una sombra atronó sobre él y le propinó una patada en el estómago. El hueso roto cedió y Waxillium dio un alarido, habiéndose metido solo una pizca de metal en la boca. Forch le hizo saltar la bolsa de un manotazo, desperdigando las virutas, y luego lo levantó en volandas.
El joven parecía más corpulento de lo que debería. Decantaba una mente de metal. Una parte desesperada del cerebro de Wax intentó empujar contra los brazaletes de su adversario, pero las mentes de metal feruquímicas eran tristemente célebres por su resistencia a la alomancia. El empujón no fue lo bastante fuerte.
Forch sacó a Waxillium por la ventana abierta, sujetándolo del cuello. La lluvia bañó a Waxillium mientras se esforzaba por respirar.
—Por favor… Forch…
Forch lo soltó.
Waxillium cayó junto con la lluvia.
Tres pisos de altura, entre las ramas de un arce, dispersando hojas empapadas.
El acero cobró vida ardiendo dentro de él, enviando líneas azules desde su pecho hacia las fuentes de metal más cercanas. Todas encima, ninguna debajo. No podía empujar contra nada para salvarse.
Excepto algo en el bolsillo del pantalón.
Waxillium empujó contra ello, desesperado, mientras se precipitaba hacia el suelo. El objeto atravesó el bolsillo, salió despedido pierna abajo, le hizo un corte en el lado del pie antes de que su peso lo proyectara contra el suelo. Waxillium se sacudió en el aire, ralentizándose en el instante en que el trozo de metal tocó tierra.
Se estrelló en el sendero embarrado con los pies por delante y el dolor le recorrió las piernas. Cayó de espaldas al suelo y comprobó que estaba aturdido, pero con vida. El empujón alomántico lo había salvado.
La lluvia caía sobre su rostro. Esperó, pero Forch no bajó para rematarlo. El joven había cerrado los postigos de golpe, quizá temiendo que alguien viera la luz de las velas.
A Waxillium le dolía todo el cuerpo. Los hombros por el primer golpe, las piernas por la caída, el pecho por el barrote. ¿Cuántas costillas se habría roto? Se quedó tendido bajo la lluvia, tosiendo, antes de rodar de costado para buscar el trozo de metal que le había salvado la vida. No le costó encontrarlo siguiendo su línea alomántica. Hurgó en el fango, sacó algo y lo sostuvo ante sus ojos.
La bala del alguacil. La lluvia le bañó la mano, limpiando el metal. Ni siquiera recordaba habérsela guardado en el bolsillo.
«En situaciones como esta, el incendio suele ser solo un presagio».
Debería ir a buscar ayuda. Pero ese niño de arriba ya estaba sangrando. Los cuchillos estaban desenfundados.
«Se avecina algo más grave, venerable. Algo que lamentarán todos ustedes».
Waxillium odió de repente a Forch. Aquel lugar era perfecto, sereno. Hermoso. La oscuridad no debería existir allí. Si Waxillium era una mancha en el lienzo blanco, Forch era un pozo de negrura absoluta.
Se levantó con un grito, se abalanzó sobre la puerta trasera del viejo edificio y regresó al interior. Remontó los dos tramos de escalera en una neblina de trastabillante dolor y embistió contra la puerta de la sala de reuniones. Forch se cernía sobre el lloroso niño, con un cuchillo ensangrentado en la mano. Giró la cabeza despacio, le mostró a Waxillium un ojo, la mitad de su cara.
Waxillium lanzó la bala entre ellos, vio destellar la vaina a la luz de las velas y entonces empujó con todas sus fuerzas. Forch se volvió y empujó también.
La reacción fue instantánea. La bala se detuvo en el aire, a escasos centímetros del rostro de Forch. Los dos contrincantes se vieron lanzados hacia atrás, pero Forch logró conservar el equilibrio agarrándose a una pila de mesas. Waxillium se estrelló contra la pared junto al marco de la puerta.
Forch sonrió mientras se le abultaban los músculos, extrayendo fuerza de su mente de metal. Recogió la barra de la mesa de los cuchillos y la arrojó hacia Waxillium, que gritó mientras empujaba contra ella para evitar que lo golpeara.
No era lo bastante fuerte. Forch continuaba empujando, y Waxillium tenía poquísimo acero. El barrote se deslizó en el aire y presionó contra su pecho, oprimiéndolo contra la pared.
El tiempo se detuvo. La bala flotaba todavía en el aire justo ante Forch, pero el auténtico duelo era por el barrote que, muy poco a poco, aplastaba a Waxillium. El pecho le ardió de dolor y un chillido escapó de sus labios.
Iba a morir allí.
«Solo quiero hacer lo que es correcto. ¿Por qué es tan difícil?».
Forch dio un paso adelante, sonriendo.
Waxillium clavó la mirada en aquella bala dorada, resplandeciente. Le costaba respirar. Pero la bala…
«El metal es vuestra vida».
Una bala. Tres segmentos metálicos. La punta.
«El metal es vuestra alma».
La vaina.
«Tú nos conservas…».
Y el culote de detrás. El punto justo donde impactaba el percutor.
En ese momento, a ojos de Waxillium, hubo tres líneas azules, tres partes diferenciadas. Las asimiló todas de sopetón. Y entonces, mientras el barrote continuaba aplastándolo, liberó dos de ellas.
Y empujó contra la base del proyectil.
La bala explotó. La vaina saltó en el aire, empujada por la alomancia de Forch, mientras la bala en sí salía propulsada hacia delante, sin impedimento alguno, hasta perforarle el cráneo al joven.
Waxillium cayó cuando el barrote salió repelido de él. Se desplomó hecho un ovillo, jadeando sin aliento, mientras el agua de lluvia le chorreaba de la cara al suelo de madera.
Aturdido, oyó voces abajo. La gente acudía por fin, atraída por los gritos y la detonación. Se obligó a levantarse y renqueó por la habitación, sin hacer caso a las voces de los terrisanos que empezaban a subir por la escalera. Llegó hasta el pequeño y le arrancó las cuerdas, liberándolo. En vez de huir aterrado, el niño se aferró a la pierna de Waxillium y la abrazó con todas sus fuerzas, sollozando.
Varias personas entraron en tromba en la habitación. Waxillium se agachó, recogió el casquillo de bala del suelo mojado, enderezó la espalda y se enfrentó a los recién llegados. Tellingdwar. Su abuela. Los ancianos. Vio sus facciones horrorizadas y supo en ese instante que lo odiarían por haber llevado la violencia a su aldea.
Lo odiarían por haber tenido razón.
En pie junto al cadáver de Forch, cerró el puño alrededor del casquillo mientras posaba la otra mano en la cabeza del niño, que continuaba temblando.
—Encontraré mi propio camino —susurró.
VEINTIOCHO AÑOS DESPUÉS
La puerta del escondrijo levantó una nube de polvo al estamparse contra la pared. Un muro de niebla envolvió al hombre que acababa de abrirla de una patada, recortando su silueta: un gabán de bruma, ondeando a su alrededor por el movimiento, y una escopeta de combate empuñada en alto a un costado.
—¡Fuego! —ordenó Migs.
Los muchachos obedecieron. Ocho hombres armados hasta los dientes dispararon contra la figura sombría desde detrás de su barricada en el interior de la vieja taberna. Las balas formaron un enjambre en el aire, como insectos, pero se separaron en torno a aquel hombre del largo gabán. Acribillaron la pared, perforaron la hoja de la puerta y astillaron su marco. Abrieron surcos en la bruma invasora, pero el vigilante, una sombra negra en la penumbra, ni siquiera pestañeó.
Desesperado, Migs vació el cargador de una pistola, y después el de una segunda, y entonces se apoyó la culata del rifle en el hombro y disparó tan deprisa como era capaz de amartillarlo. ¿Cómo habían llegado a aquello? Herrumbres, ¿cómo había podido ocurrir? Las cosas no tendrían que haber salido así.
—¡No sirve de nada! —exclamó un muchacho—. ¡Va a matarnos a todos, Migs!
—¿Por qué te quedas ahí plantado? —gritó Migs al alguacil—. ¡Acaba de una vez! —Disparó dos veces más—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—A lo mejor intenta distraernos —aventuró otro muchacho— para que su compañero nos sorprenda por la espalda.
—Oye, pues ahora que… —dijo Migs.
Entonces vaciló, mirando hacia el hombre que acababa de hablar. Cara regordeta. Sombrero sencillo y redondo de cochero, como un bombín pero más plano. ¿Quién era ese hombre? Pasó revista a sus filas.
¿Nueve?
El muchacho que estaba a su lado sonrió, se ladeó el sombrero y le arreó un puñetazo en la cara.
Todo acabó en un vertiginoso borrón. El desconocido del bombín dejó fuera de combate a Culebra y a Guillian en un abrir y cerrar de ojos. Luego, de pronto, estaba junto a los dos más alejados, derribándolos con un par de bastones de duelo. Mientras Migs se giraba, tanteando en busca del rifle que se le había caído, el vigilante saltó la barricada entre un revuelo de flecos de su gabán y le dio una patada a Gayumbos en la barbilla. Se volvió y apuntó con la escopeta a los hombres del otro lado.
Soltaron las armas. Empapado de sudor, Migs se arrodilló junto a una mesa volcada. Esperó a que sonaran las detonaciones.
No hubo ninguna.
—¡Ya pueden pasar, capitán! —gritó el vigilante.
Una horda de alguaciles cruzó la puerta corriendo, perturbando la bruma. Fuera, la luz del amanecer ya comenzaba a despejarla de todos modos. Herrumbres. ¿En serio se habían pasado la noche entera encerrados allí?
El vigilante volvió su escopeta hacia Migs.
—Te aconsejo que sueltes ese rifle, amigo —dijo con calma.
Migs titubeó.
—Pégame un tiro y acabemos con esto, vigilante. Estoy pringado hasta el cuello.
—Disparaste contra dos alguaciles —dijo el hombre, con el dedo en el gatillo—. Pero sobrevivirán, hijo. No te ahorcarán, si me salgo con la mía. Suelta el arma.
Eran las mismas palabras que le habían gritado antes, desde fuera. En esa ocasión Migs se descubrió creyéndoselas.
—¿Por qué? —preguntó—. Podrías habernos matado a todos sin despeinarte. ¿Por qué?
—Porque —respondió el vigilante—, la verdad, no vale la pena mataros. —Esbozó una sonrisa amigable—. Ya tengo bastante sobre mi conciencia. Suelta el rifle. Vamos a arreglar este embrollo.
Migs obedeció al fin, se puso de pie y apaciguó con un gesto a Gayumbos, que estaba levantándose con una pistola en la mano. También él dejó caer el arma, a regañadientes.
El vigilante se dio la vuelta, subió a la barricada de un salto alomántico y guardó su escopeta recortada en la funda que llevaba sujeta al muslo. El hombre del sombrero, más joven, se reunió con él silbando con suavidad. Parecía haberle mangado a Guillian su cuchillo favorito, porque la empuñadura de marfil sobresalía de su bolsillo.
—Todo tuyos, capitán —dijo el vigilante.
—¿No te quedas a ficharlos, Wax? —preguntó el capitán de los alguaciles, volviéndose.
—Por desgracia, no —dijo el vigilante—. Tengo que ir a una boda.
—¿La de quién?
—La mía, me temo.
—¿Has venido a una redada el día de tu boda?
El vigilante, Waxillium Ladrian, se detuvo en la puerta.
—Que conste que no ha sido idea mía.
Saludó con un asentimiento a los alguaciles y delincuentes reunidos allí y se perdió de vista a zancadas en la bruma.
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