Madera de savia azul

José Luis Gil Soto

Fragmento

Capítulo 1

1

Desorientado y exhausto tomó al niño en sus brazos para alejarlo de las ruinas por si el terremoto volvía a repetirse. Salió a la calle y sus ojos vidriosos se cruzaron con los de su hijo, que lo miró despavorido y tembloroso. Por primera vez fue consciente del sufrimiento del pequeño, pero él, ya fuera por cobardía o por instinto, apartó la mirada y lanzó una ojeada alrededor. La gente huía de sus casas derruidas, gritaba en puro llanto con las manos en la cabeza; heridos y moribundos se arrastraban, y pedían auxilio para salvar sus vidas o las de sus familiares atrapados bajo los escombros. El barrio entero de los artesanos era una réplica del infierno o el infierno mismo, un caos espantoso y cruel. Vio al poderoso herrero arrastrarse sin una pierna; al curtidor con la mayor de sus hijas en brazos; al talabartero con la cabeza abierta mientras su esposa intentaba cortarle la hemorragia con sus propias manos; al sastre llorando y chillando enloquecido, tirándose de los pelos... Él gritó entonces frases incoherentes con las que pretendió pedir auxilio, palabras que se perdieron en el desastre y que después, transcurrido el tiempo, jamás lograría rememorar. Fue el último intento por aferrarse a una vida, la de su esposa, que ya se había extinguido.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí, inmóvil y desesperado, sumergido en una espesa irrealidad mientras miraba a un lado y a otro sin poder creer lo que estaba sucediendo. Hasta que las voces de los soldados comenzaron a oírse a lo lejos y se fueron acercando a la velocidad con que sus cabalgaduras se lanzaban ladera abajo:

—¡Todos afuera! ¡Salid de la ciudad por la Puerta Sur! ¡Todos afuera! ¡Es una orden del rey!

Se llamaba Bertrand de Lis. Aquel día había madrugado como lo hacía siempre, con un ritual que parecía sacado de un manual de despertares. Se levantó a oscuras para no interrumpir el sueño de su mujer y de su único hijo, descorrió la cortina de la alcoba y la volvió a correr a sus espaldas, encendió una palmatoria para guiarse en la oscuridad y salió al pequeño patio donde crecía un laurel. Después de desperezarse con ganas tomó la luz titilante y entró en la cocina donde se encontraba el hogar, se sirvió un poco de café y con la taza humeante se dirigió a su pequeño taller de carpintería, que daba a la calle. Deslizó el cerrojo del postigo y lo dejó entreabierto para que penetrase el fresco y librase a la estancia de los vapores del barniz antes de retomar el trabajo que había dejado a medias al anochecer. Se sentía orgulloso del arca que estaba fabricando para un hombre influyente, un infanzón con fortuna. Cada vez recibía encargos más difíciles que, aunque no le gustase reconocerlo, lo aupaban a un lugar muy destacado del gremio de carpinteros. No había nadie que no lo llamase maestro.

Pasó la yema de los dedos por las piezas que había lijado la tarde anterior y asintió con satisfacción. Bajo una de ellas estaba el trozo de lija que había dejado a su hijo para que se entretuviese cuando acudió jugando con la pequeña hija del herrero. Ambos se habían afanado en el trabajo que les había encargado como si realmente fuese de gran importancia para el resultado final. Dos niños de apenas cuatro años imitando el gesto profesional del adulto fuerte y barbudo que tenían al lado. No pudo evitar enternecerse con la rememoración de la escena. ¿Llegaría el pequeño Erik a aprender de su padre como él lo hizo del suyo? ¿Se casaría algún día con la hija de Astrid y de Borg?

Detuvo sus pensamientos en Erik, un hijo demasiado pequeño para un padre tan mayor, aunque en realidad fuese al revés, él era un padre excesivamente mayor para un hijo tan pequeño, pero es que el matrimonio se le había presentado tarde, como si primero se hubiese casado con la madera y mucho después con Lizet, la dulce y maravillosa Lizet de Lodok, la única mujer capaz de sacarlo de entre los tablones, los barnices y el serrín, con aquella sonrisa que anticipaba la alegría y la ternura con que supo introducirlo en la magia del amor. Siempre tuvo Lizet una extrema habilidad para arrancarle una sonrisa, a él, a quien tenían por hombre serio y poco dado a expresar sus sentimientos. Pero ella lo había conseguido desde el primer día, lo había hecho reír a carcajadas y llorar de emoción, con ella era feliz y lo había sido toda su vida desde que se conocieron, y le había dado al pequeño Erik cuando ya habían perdido la esperanza de tener hijos, ambos demasiado mayores para ser padres pero lo suficientemente jóvenes para conservar la ilusión.

Se sentó y tomó entre sus manos un tablón de haya que había barnizado la tarde anterior y se dispuso a darle unos retoques. Por el postigo asomaba la primera luz del alba. Pensó entonces en el trabajo que se le acumulaba. Lizet y él habían convenido trasladarse pronto a una vivienda más grande que le permitiese ampliar también la carpintería, en la cual se hiciese ayudar por aprendices que fuesen ascendiendo y se quedasen con él para que el taller fuese creciendo, porque a veces se veía obligado a rechazar trabajos que nadie en Waliria podía realizar con tanta pericia como él. Su esposa tenía razón: había llegado la hora de expandirse.

Volvió a pasar sus dedos por la superficie barnizada de la madera y marcó mentalmente los puntos que tendría que retocar, introdujo el pequeño pincel en el recipiente de barniz y entonces vio con asombro que el líquido comenzaba a agitarse solo en el interior de la vasija. Ya no tuvo tiempo para más, porque la tierra se movió tan violentamente bajo sus pies que pareció que se quebraba el mundo.

Todo zozobró con fuerza a su alrededor. Instintivamente se puso en pie para ir en auxilio de su esposa y del pequeño, pero perdió el equilibrio y fue a dar de bruces contra la banqueta de trabajo: una vieja pieza de madera curada y dura como una piedra. Oyó gritos, chasquidos de madera rompiéndose, golpes de puertas y ventanas abriéndose y cerrándose con violencia, techos desplomándose con la facilidad de la lluvia. Los cascotes comenzaron a caer como si sobre el tejado se hubiese precipitado una montaña, hasta que se desprendió a grandes trozos sobre la mesa y el suelo cubierto de serrín.

El temblor duró unos segundos que fueron eternos, entre el ruido y la terrible sensación de que la vida se extinguiría en esos momentos. Luego cesó la zozobra, y con ella el estruendo, y con el estruendo el tiempo, que se paralizó un instante acompañado de un completo silencio, hasta que gradualmente fueron regresando a sus oídos los gritos desconsolados que terminaron por mezclarse en una sola voz. Perdió de nuevo el equilibrio al levantarse, como si todavía temblase el suelo, y a trompicones llegó a la alcoba donde solo pudo ver una desordenada montaña de maderos, tejas y cañas que lo cubrían todo y bajo la cual se oían los quejidos ahogados del niño. Únicamente del niño.

Bertrand se lanzó como un animal desesperado a retirar escombros. El más pesado de los maderos era difícil de mover y tuvo que hacer palanca con otro más fino que se partió al primer intento. Gritó enloquecido. ¡Aguanta, pequeño Erik, aguanta! Regresó al taller en ruinas con el corazón en un puño y rebuscó hasta localizar una pequeña palanca metálica que había quedado oculta bajo los tablones. De regreso a la alcoba introdujo la palanca bajo el madero y dejó caer su peso mientras bramaba con rabia, hasta que logró moverlo. Bajo aquel tronco viejo y pesado, a la luz tímida de un amanecer caótico, yacía Lizet inmóvil e inconsciente, con una herida en la cabeza de la que brotaba tanta sangre que se escurría por la sucia madera hasta el suelo. Con su cuerpo había protegido a su hijo, que se asfixiaría pronto si no se daba prisa en retirarla a ella. A Bertrand le fallaron las fuerzas cuando intentó apartar del todo la viga que le impedía liberar el cuerpo de su esposa. Sus manos resbalaron torpemente y varias astillas se le clavaron bajo las uñas; no sintió más dolor del que ya lo invadía. Lo intentó de nuevo y dejó al descubierto la fragilidad de su mujer.

Rodeó a Lizet con sus brazos y los huesos del pecho crujieron al sujetarla. Su corazón no latía. No, no latía. El suyo se heló en su interior de un golpe tan fuerte que retumbó en sus oídos. ¡No, por favor, no! ¡Lizet! ¡No te vayas! ¡Lizet! ¡Lizet! Te lo suplico, respira, vamos, respira. Intentó mantener la calma, reanimarla, devolverla a la vida por si no se había ido del todo. Sabía que podía hacerse, que había formas de lograrlo, pidió auxilio a gritos pero resultaba imposible hacerse oír. El tiempo se escapaba dejando tras de sí impotencia y desolación. Deseó que un golpe de tos le devolviera el pulso y la vida. Pero nada.

Fue entonces cuando sacó al niño de la vivienda a toda prisa y se encontró con el infierno en que se había convertido el barrio de los artesanos.

—¡No te muevas de aquí! —Reaccionó al fin a las puertas de lo que había sido su casa—. ¿Entendido? Vuelvo enseguida.

El chiquillo no habría podido moverse, aunque esa hubiera sido su voluntad, de tan atemorizado como estaba. Él volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en la vivienda a medio derruir con el corazón helado, penetró en la alcoba y elevó en volandas a Lizet, a su amor, a su esposa fiel, a su alma gemela, a la madre de su único hijo, a aquella mujer siempre tan fuerte y tan valiente que ahora había sido aplastada por el techo como un animalillo en la trampa de un cazador.

Tambaleándose salió a la calle con ella en brazos. Los soldados seguían dando órdenes con contundencia: había que abandonar la ciudad inmediatamente y congregarse, hasta nueva orden, en las explanadas que se abrían más allá de la muralla. La mayoría se negó en un primer momento a dejar atrás a sus seres queridos, si bien una incipiente caravana de acémilas y gentes a pie se encaminaba ya hacia las puertas de la ciudad. En medio de todos ellos, algunos hombres y mujeres solitarios se movían resignados dejándose llevar hacia las afueras. Bertrand lo observaba todo con Lizet en brazos dispuesto a llevarla consigo, a darle sepultura en un lugar digno, con tranquilidad y con toda la entereza que pudiese mostrar ante su hijo. El niño, por su parte, no hacía más que mirar a su madre sin atreverse a pensar en nada, como si la pregunta que tenía atravesada en la garganta fuese a romper el hilo que aún la mantenía con vida en su imaginación.

Bertrand echó a andar con Lizet a cuestas y ordenó al niño que se agarrase fuertemente a sus ropas sin separarse de él ni un instante. El desorden crecía por momentos y el gentío se agolpaba con precipitación para escapar del desastre. Se empujaban unos a otros, los gritos impedían que pudiera escucharse siquiera lo que se decían entre ellos, las personas se mezclaban con los animales, los más torpes tropezaban y caían al suelo formando tumultos que colapsaban el largo callejón que llevaba hasta la Puerta Sur. Unos vociferaban invocando la clemencia de los dioses; otros, atrapados en una espiral de pánico, repetían los nombres de los muertos como si al hacerlo aliviasen su espanto.

En un momento de desconcierto varios soldados se abrieron paso con sus caballos, dando órdenes por doquier con el fin de ordenar la salida. Al percatarse de la gran cantidad de enseres que los evacuados llevaban consigo, se indignaron.

—¿Se puede saber qué hacéis? ¡Insensatos! Dejadlo todo y salid inmediatamente... ¡Vamos! Tú —oyó Bertrand que le gritaban justo a su lado—, ¡déjala aquí mismo! ¿No ves que está muerta?

Al oír aquellas palabras se cruzaron las miradas del padre y del hijo como hojas de tijera que cortasen el hilo que el niño temía romper. A los ojos del pequeño Erik asomó un ruego.

—Tal vez viva, soldado... Yo...

El soldado descabalgó de un salto.

—Mira, artesano. Sé lo que estás pensando, pero por favor, no me obligues a cometer una atrocidad delante del niño. Déjala ahí... —Le señaló un espacio abierto junto a una casa derruida— y dale un último beso. Y si quieres a tu hijo, sal inmediatamente de la ciudad, por lo que más quieras. Si se repite el temblor no vamos a salir ninguno. Ya habrá tiempo de volver.

Bertrand bajó los ojos y se apartó un poco de la muchedumbre en desbandada. Abrazó a Lizet con sumo cuidado, como si temiese hacerle daño. La depositó en el suelo con lágrimas en los ojos y le cruzó las manos sobre el pecho. Disimulando el llanto le pidió al niño que se despidiera de su madre, y el pequeño lo miró con ojos suplicantes. Él insistió, ya había oído al soldado, tenían que hacerlo. El pequeño se abrazó entonces al cuerpo sin vida de Lizet con toda la fuerza que le permitieron sus frágiles brazos, mejilla con mejilla. Bertrand no lo sabía entonces, pero aquella imagen de su hijo aferrado a su madre había de perseguirlo el resto de su vida, dormido y despierto, por siempre jamás.

—Vamos, pequeño... no te preocupes, que volveremos a por ella; mamuki nos esperará ahí hasta que regresemos.

Lo retiró con delicadeza y al separarlo vio que había dejado un reguero de lágrimas en la cara de su madre. Bertrand se agachó y la besó en los labios por última vez.

—Vendré mañana a darte la sepultura, Lizet... —dijo con un nudo en la garganta.

Al traspasar la Puerta Sur el sol se elevaba ya por encima de los árboles y acariciaba con su primera luz la explanada que se abría ante ellos. En medio del estruendo del éxodo se fueron congregando en la planicie llevando sobre sus espaldas la peor de las cargas: la pérdida de los seres queridos. Algunos, incapaces de asimilar las ausencias, se resistieron a cumplir las órdenes del rey y tuvieron que ser sacados a la fuerza por los soldados, que ejecutaron con determinación las instrucciones recibidas en medio del desconcierto; pero aun así, hubo quien prefirió morir a abandonar su casa, y en las horas que siguieron al temblor de tierra fueron frecuentes los casos de hombres y mujeres que eligieron quitarse la vida.

Miles de personas se concentraron a las afueras sin distinción de clases, ricos o menesterosos, trabajadores fornidos o tullidos desgraciados, artesanos, labradores, amas de cría, alarifes, barberos, clérigos, sastres, costureras, cirujanos, pensadores, hilanderas, escribanos, damas de compañía, nobles, soldados y caballeros de la corte. Pasaron las primeras horas entre gritos y lamentos mientras un ejército de grillos y cigarras elevaba su chirriar sobre el escaso pasto amarillento de la llanura, una gran porción de tierra arenosa e infértil rodeada de puntiagudos pedregales que la separaban de las verdes huertas regadas por un río de mediano caudal. La mañana fue luminosa bajo un sol enorme y justiciero. A la sombra de los escasos árboles que se alzaban aquí y allá, se dio cobijo a viejos y a recién nacidos con el fin de ponerlos a salvo del calor.

Al fondo, no muy lejos, la ciudad mostraba la muralla derruida a trozos, desmoronada como un bizcocho horneado en manos de unos niños, destartalada y frágil. Algunos la miraban ensimismados, haciendo comentarios acerca de su aspecto. Contemplándola desde las afueras, diríase que hacía muchos años que Waliria había sido abandonada.

Aguardaban impacientes, esperaban una orden para regresar a sus casas, unos con la esperanza de encontrar con vida a los desaparecidos; otros, como Bertrand, para dar digna sepultura a los que habían muerto; y todos, sin excepción, para reconstruir una vida que yacía derruida por los suelos.

El maestro carpintero se movía maquinalmente, y dándose órdenes como si al seguir sus propias instrucciones se pusiera a salvo de cometer errores imaginarios, buscó un lugar cómodo para el niño, miró alrededor para asegurarse de que no había cerca peligro alguno y escrutó entre la gente para identificar a posibles conocidos. Por cada paso que daba, por cada decisión que tomaba, negaba continuamente con la cabeza llevándose de vez en cuando las manos a la cara. Luego se frotaba los ojos, respiraba hondo y resoplaba, agitándose progresivamente y luchando por dominarse a sí mismo.

Bertrand sobresalía sobre las cabezas del resto. Era alto, mucho más alto de lo que era frecuente en Waliria, de forma que la puerta de su taller siempre destacó por sus dimensiones, porque no solo en altura destacaba, sino que su corpulencia entera sobresalía con evidencia entre sus paisanos. Esta cualidad, junto con el color de su cabello, le había valido en su primera juventud el sobrenombre de Oso. Sin embargo, cuando en la madurez comenzó a destacar entre los de su gremio y sus ojos claros iluminaron a toda una generación de aprendices, se olvidó su sobrenombre y todos lo reconocieron como maestro carpintero o simplemente maestro.

El maestro miró en dirección al campamento del rey. Confiaba en que se diese una rápida solución al caos creciente. Magmalión se había asentado en un extremo de la explanada, rodeado por la guardia real y los nobles de palacio, que se refugiaban de los rayos del sol bajo improvisados toldos. Allí se habían congregado los más adinerados hombres del reino con sus esposas y sus hijos, los altos mandatarios de la corte con sus deudos, la exigua familia real y todo un séquito de damas, sirvientes y camareros tan vulnerables, empequeñecidos y asustados como cualquiera. Los rostros de las damas, esos mismos que hasta la noche anterior habían lucido afeites y pigmentos, aparecían ahora demacrados, ojerosos y humedecidos por ríos de lágrimas. Sus labios, siempre rojos, perfilados y carnosos, se torcían ahora en muecas de abatimiento y dolor. La tragedia los empujaba hacia una realidad elemental e instintiva que los asemejaba a sus congéneres y los llevaba a la fuerza hasta los confines de la supervivencia animal. Allí se sentían vulnerables, muy próximos a las fronteras de la muerte que los igualaba a todos, y tal vez por eso necesitaban aferrarse a lo más alto, a un puntal, al rey.

Nada más traspasar la Puerta Sur con su séquito, el rey había pedido a los suyos serenidad para gobernarse en tan terrible circunstancia, severidad con quienes aprovechasen la desdicha, juicio para actuar en situaciones de emergencia, paciencia con los más desalentados, trabajo para mantener el orden y fortaleza para no sucumbir al abatimiento. Solicitó inmediatamente un informe a sus hombres de confianza sobre el estado en que había quedado la ciudad y aguardó con impaciencia a que regresaran desde el interior de las murallas. Cuando al fin el conde Roger de Lorbie —jefe de su guardia personal y general de todos sus ejércitos, intendente de la corte, máximo responsable de los asuntos internos del reino, guardián de las comunicaciones y de los abastecimientos, juez supremo de los asuntos de armas, responsable del urbanismo, garante del orden público, de las cuentas reales y del cobro de diezmos— se presentó ante él para informarle, el rey pidió que los dejaran solos.

Entonces el conde Lorbie le dijo cuanto había visto: una ciudad asolada por la más cruel de las ruinas, el palacio real agrietado hasta los cimientos, las casas de los nobles imposibles de levantar sin derruirlas antes completamente, el barrio de los artesanos destrozado, miles de cuerpos atrapados por los escombros, regueros de sangre bajo las puertas aplastadas, un ejército de ratas moviéndose nerviosamente de un lado para otro, millones de mosquitos formando nubes en torno a los regueros de aguas inmundas que emanaban de conducciones rotas. El infierno, si existe, debe de ser muy parecido a lo que queda de nuestra ciudad, le dijo.

El rey pidió entonces que lo dejasen meditar y que no lo interrumpiesen a menos que fuese del todo necesario, lo que no extrañó a ninguno de sus más fieles servidores que sabían que Magmalión requería tanto más sosiego cuanto más urgente era tomar una resolución. Así que dispusieron de inmediato un improvisado lecho a la sombra de un gran árbol, lo rodearon con una empalizada cubierta de telas y le pusieron por techo unas hojas de palma, y cuando el rey se hubo instalado en su fresca y sencilla estancia, ordenó silencio absoluto a su alrededor y se introdujo en un letargo oscuro tras sus párpados cerrados.

Mientras meditaba el rey, en la llanura se vivía un torrente irrefrenable de emociones. Muchos de los heridos fallecieron en las primeras horas y nadie sabía qué hacer con los cuerpos, puesto que no había quien tomase una decisión y abriese una senda hacia el orden en medio de aquella selva de desgracias. Tampoco se sabía cómo organizar el abastecimiento, la atención a los necesitados, la búsqueda de familiares desaparecidos, la protección bajo el sol amenazante, el abrigo del frío de la noche o la seguridad ante las primeras muestras de rapiña que comenzaban a darse entre la muchedumbre.

Bertrand miró a su hijo. Su cuerpo diminuto parecía encogido por la zozobra, tenía lágrimas resecas en la cara sucia, el pelo negro revuelto, sus ropitas rotas. Le pasó la mano por el cabello y se lo peinó como pudo hasta ordenarlo como solía hacerlo su madre, como si fuese un libro abierto, con una raya en medio y dos mitades lacias de melena cayéndole hacia los hombros. Sus ojillos oscuros y redondos se mantenían muy abiertos y clavados en la muralla. Erik tenía la mirada perdida y una sobrecogedora mueca de enajenación que resultaba inquietante. Sentado a su lado lo abrazó fuertemente, pero el niño se mantuvo muy quieto, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y la mirada siempre fija en la lejanía de sus recuerdos. Con el corazón encogido intentó mantener la calma, mientras en su interior comenzaba a crecer una negra oscuridad. No podía desmoronarse, tenía que resistir a cualquier precio. Quería pensar que todo empezaría a ordenarse en la cabeza del pequeño —y por qué no, también en la suya— cuando al fin regresaran al interior de la ciudad y pudieran despedirse de Lizet como era debido.

Todavía aguardaron largas horas hasta que al fin salió Magmalión de su tienda como transfigurado. Su larga barba gris parecía haber crecido, las bolsas que caían bajo sus ojos eran más gruesas, los ojos enrojecidos y tristes se hundían en lo más profundo de dos cavernas, la piel apergaminada y amarillenta se agrietaba en un millón de arrugas y su cabello, otrora rizado, caía lacio bajo el yelmo ladeado como el gorro de un saltimbanqui. Pero su voz seguía siendo la de siempre, tan poderosa y firme que infundía un enorme respeto. Había tomado una decisión dolorosa pero firme, había sopesado la magnitud del desastre y temía que las epidemias apareciesen antes de que pudieran encontrarse los cuerpos sin vida de todos los desaparecidos bajo las ruinas de la ciudad. Todo era un desastre, una obra de los dioses, que habían mandado una señal al pueblo de Ariok. Sin duda, había llegado la hora, la tierra no había temblado por casualidad, los dioses le habían dicho que había llegado el tiempo de cumplir el sueño de su padre, el gran rey Melkok II: construir una nueva capital para el reino de Ariok en las lejanas tierras del sur, donde las praderas son verdes todo el año y la tierra se preña de frutos para regalar a los hombres. Era el momento de pedir un sacrificio sin precedentes a su pueblo, los dioses habían gritado y él había sabido reconocer la señal: tendría que destruir las vidas pasadas de sus súbditos para dar a las generaciones venideras lo que ellos siempre quisieron tener.

Para anunciarlo a todo el pueblo ordenó que lo llevasen al centro de la explanada y se dispuso inmediatamente lo necesario para que pudiese elevar su voz desde lo alto de un estrado. Desde todos los extremos de la llanura sonaron los soplidos estridentes de los cuernos llamando al silencio y los heraldos vociferaron anunciando la aparición del gran rey Magmalión para dirigirse a sus vasallos. Al escucharlos, la gente enmudeció por un instante y luego volvió a elevar paulatinamente su murmullo como una sola voz que denotaba incertidumbre y curiosidad al mismo tiempo, interrogantes que flotaban en el ambiente a la espera de saber cuáles serían las órdenes del rey. Aguardaban con anhelo una señal para regresar a la ciudad en ruinas o no hacerlo nunca más, la ansiedad superaba a la resignación y el deseo contenido de volver a traspasar las murallas se elevaba por encima de la paciencia. Estaban expectantes y ansiosos por reconstruir sus viviendas y sus vidas.

—Tranquilo, Erik, ya queda poco, regresaremos al lado de mamuki —dijo Bertrand sin saber en realidad qué había pasado de murallas hacia dentro, donde las alimañas estarían adueñándose ya de cada rincón.

En aquellos momentos la voz del infalible Magmalión resonó firme y potente sobre sus cabezas:

—¡Pueblo de Ariok, el tiempo de Waliria ha terminado!

Al oír aquellas palabras un murmullo como una desbandada de caballos se extendió por la explanada. ¿Qué estaba anunciando exactamente el rey?

—¡Los dioses nos han hablado y nos han mostrado el camino! ¡¡Pueblo de Ariok!! ¡Waliria es ya un foco de epidemias, un lugar repudiado por los dioses, las ruinas de nuestra vida pasada! ¡Ahora cumpliremos nuestro destino, el designio de los oráculos! ¡Fundaremos una nueva Waliria en un lugar de clima más suave y tierras más fértiles, donde el suelo no vibra bajos los pies, en la tierra prometida que Rakket ha reservado para los hijos de Ariok, en el lugar más bello del orbe!

Con las miradas se preguntaban unos a otros qué quería decirles el gran Magmalión, qué enigma encerraban sus potentes palabras pronunciadas con aquella voz que parecía sacada del mismísimo interior de la tierra, como si el terremoto hubiese sido engullido por él y se manifestase en sus entrañas. Las miles de almas en vilo que escuchaban fascinadas las palabras de su rey, zozobraban al son de sus temores. Quienes habían augurado que no regresarían nunca más a su ciudad estaban en lo cierto.

—¡¡¡Arde, vieja Waliria, ha cambiado el destino de Ariok!!!

Aterrados, los rostros se volvieron hacia la ciudad sin querer dar crédito a lo que estaba ocurriendo: una espesa nube de humo comenzó a elevarse de inmediato hacia el cielo cubriéndolo todo en apenas un instante y la desolación cubrió la explanada a la misma vez que la nube de humo la ensombrecía. Un ligero viento removió las pavesas lanzándolas por los aires ajenas al griterío incontrolado que emanó con violencia de las gargantas.

—¡Pueblo de Ariok!, vuestro rey cuidará de vosotros...

La voz del rey quedó ahogada por los gritos desgarrados de quienes ya no podrían dar sepultura a sus seres más queridos y jamás volverían a ver ni sus casas ni sus enseres, de los miles de hombres y mujeres que siempre recordarían a Waliria envuelta en llamas. Unos defendían la decisión del rey concienciados de que la ciudad no podría ser reconstruida sin que las epidemias se propagasen hasta matarlos a todos; otros, incapaces de asumir lo que estaba ocurriendo, maldecían de Magmalión como del mismo diablo, pues en sus cabezas y en sus corazones solo había lugar para lo que acababan de perder.

En apenas un instante, en medio de la desolación y las discusiones, un intenso olor a carne quemada se extendió por todas partes.

—¿Qué es ese olor, papuki? —acertó a preguntar el pequeño, atemorizado. Su padre lo miró con desconcierto. El niño no había apartado aún sus grandes ojos de las murallas que se elevaban a lo lejos y permanecía completamente inmóvil y sin derramar una sola lágrima.

Sin saber qué decir, quiso consolarlo de cualquier manera:

—Es el olor de los cuerpos cuando se quedan sin alma, mi pequeño Erik. El olor de los cuerpos cuando se quedan sin alma...

Capítulo 2

2

Bertrand se tenía por un hombre fuerte, no solo en lo referente al poder de su musculatura, sino también a la capacidad de sobreponerse y afrontar las desdichas. Sobre sus espaldas recaían siempre las quejas de los artesanos en mitad de las disputas, él mediaba en los conflictos, enjugaba las tristezas, escuchaba las penas. Tenía la impagable virtud de soportar la presión cualquiera que fuese su origen y siempre solía responder con acierto a los problemas de otros. Ahora, en aquellas horas imborrables del desastre, se culpaba por no ser capaz de sentir la amargura que correspondía a la tragedia y lo achacaba a esa fortaleza interior que lo aislaba de las desgracias. Un velo oscuro y espeso se interponía entre el desastre de la pérdida de Lizet y el estado de desprotección en que se encontraban, la necesidad imperiosa de cuidar de su pequeño, la circunstancia insalvable de encontrarse sin casa, ropas ni comida, en medio de una explanada donde reinaba el desconcierto y donde parecía no haber una sola persona que estuviese en disposición de ayudar a otra. Un fuerte instinto de supervivencia lo llevaba a preocuparse por lo que debía hacerse en el instante siguiente, por lo inmediato, sin permitir que aflorase al completo la tristeza por la ausencia de su esposa.

Había adquirido la costumbre de meditar concienzudamente mientras lijaba la madera, la tallaba, la barnizaba o la ensamblaba, de dedicar a los problemas el tiempo necesario para su resolución. Su trabajo requería horas y horas de tranquilidad mientras realizaba tareas mecánicas que permitían hacer volar la imaginación o pensar acerca de las cuestiones inaplazables, de cualquier asunto que lo inquietase cualquiera que fuese su naturaleza, desde los más graves hasta los más simples y cotidianos: gobernar su hogar, planificar el futuro, calcular mentalmente los beneficios de un nuevo encargo o inventar juegos para el pequeño Erik. Sentado en su banco de madera había forjado la mitad de su vida y había trazado los planes para sí mismo y para otras personas de su alrededor desde que comenzó siendo un aprendiz hasta esos mismos instantes en que la violencia de las entrañas de la tierra lo habían arrastrado hasta allí. Siempre había tenido horas para reflexionar y ahora le faltaban minutos para apenarse. Quería ocupar su pensamiento con Lizet, dedicarle tiempo a ella preocupándose, llorando a solas, angustiándose por la pérdida y lamiéndose lentamente las heridas. Sin embargo, se había apoderado de él una apremiante necesidad de estar en alerta que había cerrado las puertas a los lamentos. Consciente de su desasosiego, intentó pensar mesándose la barba y se desenredó una pequeña viruta de madera.

—Ven —le dijo al pequeño—, intentaremos encontrar un sitio donde sentarnos a descansar.

El niño no se inmutó.

—Vamos, hijo —insistió—, tenemos que buscar un lugar a la sombra. Pronto quemará el sol y no aguantaremos aquí.

Al decirlo, tomó mayor conciencia aún de que aquello iba a ser un desastre. La muchedumbre, que ahora ocupaba sus pensamientos con el infortunio y los familiares perdidos, pronto empezaría a tener calor, hambre y otras necesidades que cubrir en un entorno hostil. No pasaría un solo día y ya tendrían que ir en busca de alimentos a las huertas próximas al río, donde las hortalizas no resultarían suficientes para alimentar siquiera a la mitad de la población durante una jornada porque serían esquilmadas por hordas de fuertes jóvenes hambrientos.

¿Qué estarían pensando en el campamento del rey?

—Allí, en aquel árbol —indicó a Erik.

El pequeño seguía sin moverse, con la mirada perdida, aturdido. Lo sujetó fuertemente por el brazo y tiró de él con determinación para llevarlo bajo la copa fresca y frondosa. Erik no pestañeaba. Sus redondos ojos negros nadaban en un ligero charco acuoso y su pelo caía triste a ambos lados de un rostro que había perdido el color.

Fue entonces cuando, al llegar junto al tronco, Bertrand vio a Astrid, la mujer de Borg, el herrero, que lloraba en solitario, abatida y derrumbada, con la espalda apoyada en la rugosidad de la madera. Se acercó a ella y pronunció temerosamente su nombre:

—Astrid...

La mujer elevó su mirada con dificultad y él sintió un escalofrío al encontrarse con sus ojos.

—Bertrand... qué desastre, qué desgracia tan grande, ellos... mi pequeña... —Rompió a llorar con amargura—... mi pequeña, Bertrand..., ella y su padre...

Los había perdido a los dos. Primero a su hija durante el temblor y luego a su esposo desangrado mientras huían despavoridos tras el río de gente que abandonaba la ciudad. Miraba a Bertrand y al niño pero en realidad apenas los veía, como si los traspasase para llevar al horizonte la tristeza de sus ojos. Al cabo de un rato logró centrar su mirada en el pequeño y echó en falta en sus ojos la misma vida que le faltaba a todos, y al recordar que la tarde anterior su hija había jugueteado con él y con otros niños en las traseras de los talleres de artesanía que regentaban sus padres, avivó su llanto.

Bertrand puso una mano en su hombro y la mantuvo quieta durante un rato.

—Ven, siéntate aquí a mi lado —susurró Astrid al niño con infinita tristeza—. ¿Quieres dormir un poco?

El pequeño la miró pero no contestó.

—Vamos, hijo... siéntate junto a Astrid y descansa.

Había mucho ruido. A los gritos, llantos y lamentos se sumaban las conversaciones cruzadas en medio de la desolación. Por todas partes había niños andrajosos, mujeres intentando dar de mamar a bebés debilitados, jóvenes vigorosos que no tardarían en entregarse a la rapiña para sobrevivir y viejos quejumbrosos arrastrándose con resignación lejos de la muchedumbre para no entorpecer. Desnudez, hambre y abismo, y un olor insoportable que emanaba de la ciudad destruida bajo un sol implacable que pronto acabaría con los más débiles.

Muchos sostenían aún la mirada a la catástrofe, comprobando cómo el fuego terminaba de consumir los últimos vestigios de la ciudad mientras las piedras de la muralla se teñían completamente de negro. Algunos se preguntaban qué iba a pasar en adelante, dónde iban a vivir y qué futuro les aguardaba sin el calor de un hogar. Otros, como Bertrand, se decían que si nadie ponía orden no tardaría en sobrevenir una hecatombe de proporciones mucho mayores que la causada por el terremoto.

Miró a Astrid y vio en ella las ruinas de la mujer que era en realidad, alta, esbelta y fuerte. Su mirada color esmeralda, inteligente y viva, estaba apagada y parecía gris; su belleza natural, desprovista habitualmente de artificios y adornos, había sido sustituida por la sombra de la amargura. Estaba a medio vestir, con apenas una camisola de dormir que se había descosido durante la huida, y sus pies estaban desnudos. Tenía arañazos en brazos y piernas, regueros de sangre reseca, su largo y abundante cabello castaño aparecía ahora deslavazado y húmedo, con mechones pegados a la piel de la cara y el cuello.

—Astrid, por favor, ¿podrías cuidar de Erik mientras echo un vistazo? —le pidió con la duda de no saber si la mujer estaba en condiciones de hacerlo.

El niño lo miró despavorido y se aferró a sus piernas. Astrid asintió levemente.

—Yo cuidaré de él, no tienes de qué preocuparte —lo tranquilizó.

Al salir del área sombreada por el gran árbol se topó con varios grupos que hablaban acaloradamente. Uno de ellos estaba compuesto por algunos conocidos del gremio de artesanos: Bert, el curtidor, con toda su familia; Disa, la vieja hilandera, con dos de sus sobrinos; y Rudolf, el comerciante, con su esposa y sus tres hijos jóvenes que se estaban ofreciendo a acarrear carne de caza. Parecían querer organizarse y se acercó a ellos.

—¡Maestro carpintero, qué alegría de veros! —gritó el curtidor.

Se abrazaron. La alegría de ver con vida a conocidos los emocionaba en aquellos momentos de desolación. Echaban en falta a tanta gente que cuando aparecía uno de ellos era como una nueva esperanza, una pequeña victoria al devastador terremoto. Le contaron que, por el momento, de cuantos conformaban el grupo de artesanos cuyos talleres estaban próximos unos a otros en el barrio, habían desaparecido el talabartero, el herrero, el ollero y los dos hermanos toneleros con todas sus familias. Sin embargo, habían encontrado deambulando solo a uno de los hijos del tejedor de lana.

—¿Y Lizet? —le preguntó temerosa Disa, la hilandera.

Bertrand bajó los ojos.

—¡Oh! Lo siento... Maldición de los dioses... El niño...

—El niño está bien —dudó un instante—; lo he dejado al cuidado de la viuda del herrero, Astrid, que también ha perdido a su pequeña.

Se lamentaron y maldijeron de tanta desventura. Luego se hizo un silencio finalmente roto por Rudolf, el comerciante, que elevó la voz más de lo necesario en un intento de espantar la sensación de desamparo que los sobrevolaba:

—¡Nos estamos organizando un poco, maestro! Nos vemos obligados a hacerlo con rapidez en previsión de que los grupos más jóvenes acaben imponiendo su ley. Algunos ya están ampliando el área de acampada para ir en busca de agua y alimentos. Los que conocen las huertas cercanas, los arroyuelos y las fuentes, los bosques con caza y las granjas próximas no tardarán en regresar cargados de comida y agua fresca para los suyos, lo que provocará severas disputas antes de que el sol esté en lo más alto. ¿Qué pensáis?

Bertrand no era capaz de pensar en algo que, sin embargo, creía necesario y acertado, lo que lo empujaba a albergar esperanzas de que habría alguien en la corte que se entregaría a la tarea de poner orden en medio del caos.

—No podemos dejar nuestra subsistencia en manos de la ley del más fuerte. O se encargan de organizarnos o tendremos que hacerlo nosotros por nuestra cuenta —dijo con desgana.

Se miraron unos a otros mientras asentían.

—De acuerdo —sentenció Rudolf—, cuantos más estemos, mejor. Tenemos que organizarnos bien. Buscaremos un lugar adecuado para reunirnos todos y hacernos fuertes. Además, necesitamos herramientas, recipientes y todo aquello que pueda considerarse útil para sobrevivir más fácilmente. Pongámonos en marcha —animó Rudolf.

Transcurrieron dos días más en medio de un desconcierto creciente. Parecía que cada cual, en su interior, albergaba la certeza absoluta de que vendría alguien a organizarlo todo de un momento a otro. Una vez arrasada la ciudad aguardaban lanzando miradas hacia el campamento real por ver si Magmalión decidía qué debía hacerse, como si confiasen en que el orden fuese a imponerse porque así había sido siempre. Nadie se atrevía a expresar en voz alta los pensamientos propios cuando de la legítima duda se trataba, tras comprobar que pasaban las horas y nadie hacía nada por evitar que cada cual campase a su antojo. Confiaban en el rey, en sus hombres, en quienes habían organizado el reino generación tras generación sin que nadie llegase a dudar un instante que así había de ser por los siglos de los siglos. Siempre había regido un orden, un equilibrio incuestionable como la salida del sol, la llegada de las lluvias, la evolución de la luna o el soplido de los vientos. Hay cosas que suceden porque han de suceder y no merece la pena detenerse a pensar qué pasará el día en que esa sucesión mágica se rompa. Y tal vez por esa tendencia natural del hombre a pensar que lo que ha sido siempre, siempre seguirá siendo, crecía el desconcierto en cada uno de ellos sin que ninguno se atreviese a manifestarlo para no alarmar al prójimo.

—¡Oh, Majestad! ¡Príncipe de los Príncipes! ¡Gran rey Magmalión! Aquí tienes a tus más fieles súbditos, dispuestos a escucharte y aconsejarte.

El viejo Gabiok de Rogdom, el mayordomo de palacio, se inclinó ante el rey hasta casi tocar el suelo con su barba. A juzgar por su atuendo —una larga túnica púrpura sujeta con un cíngulo amarillo, un largo collar de oro con la insignia real y dos magníficas botas de cuero—, se diría que no había sufrido las consecuencias del terremoto en la misma proporción que el resto de la corte. El rey asintió a la vez que apretaba los labios. Estaba tan envejecido como cuando había aparecido ante su pueblo para comunicar que la ciudad sería devastada por el fuego.

—Está bien, sentaos.

Descansaba en un tosco sillón que había podido salvarse durante el urgente abandono de Waliria. Ante él, formando una sola fila en forma de media luna, se acomodaban como podían sus consejeros, sentados en el suelo o en duros taburetes de madera de roble. En el centro, el todopoderoso conde Roger de Lorbie, vestido con su uniforme de soldado, se puso en pie y comenzó a hablar pausadamente, posando su firme mirada en cada uno de los presentes.

—Majestad, creo que vuestra resolución es encomiable y, puesto que os conozco, sé que ha sido ampliamente meditada y que habéis tenido en cuenta los obstáculos que tendremos que salvar para lograr tan ambiciosa empresa; pero nuestro deber es prestaros consejo y yo me veo en la obligación de daros el mío, como siempre he hecho y como siempre haré mientras vuestra magnificencia me otorgue la confianza para hacerlo.

»Si lo conseguimos, Majestad, siempre se os recordará como quien logró dar al Gran reino de Ariok una capital digna de su grandeza, tallaréis vuestro nombre en la historia de este pueblo y por siempre se sabrá que la nueva ciudad ha sido obra vuestra. Del lugar elegido dicen que es inmejorable, un paraíso rebosante de vida y armonía donde las semillas germinan sin necesidad de un gran esfuerzo y los ganados engordan sin que los pastos se resientan, unas llanuras donde magníficos lagos reflejan el cielo azul en aguas cristalinas. Todo es perfecto allí, o al menos eso he creído siempre, aunque es un lugar tan remoto que ninguno de nosotros lo ha visitado jamás.

»Vuestra Majestad sabe, como yo, que miles de nosotros moriremos antes de llegar y que apenas una décima parte de la población logrará algún día establecerse en la nueva capital. Con vuestra decisión estáis condenando al reino a una generación perdida que se sacrificará por el futuro de los que ahora son aún niños y de los que estén por venir; pero probablemente ninguno de nosotros, aun si llegamos vivos a los Grandes Lagos, verá terminada la ciudad. Loada sea vuestra decisión si, aun conociendo las consecuencias, decidís llevarla a efecto. He dicho.

Lorbie ocupó su puesto y se puso en pie la Gran Aya —su verdadero nombre, poco conocido y nunca usado, era Hildegarda de Boik— para emitir su opinión. Se trataba de una mujer alta, mucho más que cualquier otra de las mujeres de la corte, y sus rasgos impedían calcular su edad, que siempre parecía indeterminada. Tal era su rostro —junto con las manos, era lo único que dejaba ver de su cuerpo—, que unos le suponían apenas veinte mientras otros le atribuían más de cincuenta. El cabello lo tenía cubierto con una caperuza que era prolongación de la capa negra que le caía sobre los hombros y le tapaba la mitad del vestido.

—Majestad. Creo que el conde Lorbie ha hablado con sabiduría. Permitidme añadir algo que ha de preocuparnos. Es mi deber advertiros que con el éxodo hacia el sur ponemos en riesgo la paz del reino. Vuestra Majestad no tiene descendencia, y aunque todos sabemos que el heredero ha de ser el hijo de vuestra sobrina, la venerable y sin par Shebaszka, no es menos cierto que ella ha perdido a su esposo y que hay quienes sugieren que su viudez es un obstáculo para que la línea de sucesión al trono sea la adecuada...

Los consejeros se removieron inquietos. La Gran Aya se atrevía a abordar aquel asunto. Magmalión nunca había contraído matrimonio y el único niño varón nacido de la familia real era el hijo de Shebaszka, la sobrina del rey, y aunque no era imprescindible que el heredero fuese un varón, la tradición en Ariok así lo dictaba. Pero Emory, el esposo de la princesa, el hermano del general Roger, había fallecido recientemente por unas fiebres incontroladas y la desolación había abierto la herida de la sucesión como en otro tiempo había sucedido cuando fueron múltiples los intentos para que Magmalión contrajese matrimonio. Incluso, por si el rey tuviese animadversión hacia el matrimonio, se habían seleccionado durante décadas a las mujeres más bellas del reino para que le sirviesen como concubinas, pero jamás había concebido un hijo. En la corte se decía que en realidad se debía a que nunca había logrado ni tan siquiera yacer con ninguna de ellas.

—Sé que a ninguno os gusta abordar este asunto —continuó la Gran Aya, que buscó con la mirada la aprobación de Magmalión para continuar hablando—, pero si hemos de perder una generación en beneficio de la siguiente, también hemos de asegurar que los nuevos pobladores del reino tengan un rey que marque sus designios. El niño es aún pequeño y su educación ha de ser la mejor posible. Todo lo que tiene que ver con la incertidumbre de la sucesión se agrava por la determinación de viajar al sur, y se convierte en inaplazable. Mi consejo es que Vuestra Majestad conciba un hijo o se designe a un posible sustituto o sustituta del pequeño Willem, el hijo de Shebaszka, por si algo os ocurriese, o que la princesa contraiga matrimonio de nuevo para que aumente su descendencia. He dicho, Majestad.

La Gran Aya se recogió un tanto el vestido para sentarse sin dificultad en un alto banco de madera mientras se ponía en pie la princesa Shebaszka, la más bella entre las bellas, la joya más preciada de Ariok, la sobrina huérfana del rey, ahora también viuda.

—Majestad, lo que ha ocurrido es algo terrible que puede ser aprovechado en beneficio del futuro del reino de Ariok, es cierto. Escuchando al conde Roger y a la Gran Aya no puedo más que inclinarme ante sus razonamientos y opiniones, y asentir al escucharlos con el convencimiento de que están en posesión de la razón. Y aún podría añadirse un temor nuevo. ¿Y si el general yerra en sus previsiones y sus augurios se quedan cortos? Quiero decir, Majestad, que si los Grandes Lagos están en un lugar tan remoto, puede suceder incluso que nadie logre llegar, y entonces el reino de Ariok desaparezca para siempre.

Las palabras de Shebaszka provocaron un nuevo murmullo que el rey acalló con un gesto para que la princesa siguiese exponiendo su razonamiento:

—Majestad, hágase si es lo mejor para Ariok, pero hágase con las garantías suficientes para que el éxodo culmine con éxito, para esta generación o para la siguiente. O incluso para la siguiente de la siguiente, pero que nunca nada pueda acabar con la grandeza de este reino y la magnificencia de sus gentes. En cuanto a la sucesión, los dioses quieran que mi hijo Willem se críe sano y llegue a reinar con el acierto y la mesura que vos lo habéis hecho. De su educación ya me cuidaré yo con la ayuda de las personas más sabias de la corte, aquellas que este Consejo decida, las de mejor juicio, las que atesoren cuantas virtudes se necesiten para convertir a un niño en rey. Pero no creo que para eso sea necesario que yo vuelva a contraer matrimonio. De verdad que no lo creo. He dicho, mi señor.

Shebaszka volvió a tomar asiento sobre un viejo cojín que había dispuesto en el suelo. Las miradas seguían puestas en ella cuando a su lado se puso en pie Dragan, el gran sacerdote, un hombre refinado, inteligente y culto sobre quien recaía el orden de los asuntos espirituales del rey.

—Majestad, permitidme que dude del éxito de una empresa que se me antoja imposible. Desde que era niño he venido oyendo hablar de las tierras de los Grandes Lagos como un lugar próximo al paraíso, igual que he oído hablar de estrellas habitadas y mundos subterráneos. Las leyendas han sido siempre el alimento de las ilusiones, el pábulo fácil de las habladurías, el soporte espiritual de quienes necesitan algo en que creer.

Dragan hizo una pausa y miró al rey, que negaba casi imperceptiblemente.

—Lo sé, Majestad. Sé que vos creéis en la existencia de aquellas tierras porque vuestro padre os dijo haber visto con sus propios ojos los mapas dibujados por un anciano viajero que aseguraba haber explorado las fértiles vegas del sur. Pero permitidme dudar al menos de su existencia, puesto que nadie más, nunca, ha vuelto a ver aquel mapa y, lo que es peor, nadie ha vuelto a tener constancia exacta de la existencia de tan benignos territorios. Así pues, mi consejo es que no se emprenda una marcha abocada al fracaso, un éxodo hacia ninguna parte o hacia una tierra imprecisa que solo conocemos en la imaginación de nuestros antepasados, que se convencieron de su existencia generación tras generación. No arriesguemos nuestras vidas y la pervivencia de nuestro pueblo. He dicho.

El rey se puso en pie antes de que hablase el último de sus consejeros y comenzase la deliberación posterior.

—Querido Dragan, he de corregirte antes de continuar esta sesión del Consejo, puesto que si no lo hago es posible que incluso las intervenciones del general Roger, de la Gran Aya y de la princesa Shebaszka puedan estar fuera de lugar. Pero no, los Grandes Lagos no son una mera leyenda ni tampoco el vestigio del recuerdo de un mapa que nadie ha visto, salvo mi propio padre. Vos, igual que yo, sabéis que en la cámara secreta de palacio siempre se ha guardado un tesoro en papiros y pergaminos, muchos de los cuales han sido puestos a salvo. Entre los documentos que hablan de nuestra historia, de los antepasados de nuestros antepasados, de los acontecimientos más remotos, hay varios mapas que dibujan las fronteras del reino de Ariok en épocas de paz y en tiempos de guerra, fronteras cambiantes que incluyen o excluyen montañas y ríos, paisajes verdes y desiertos, bosques y arenas. Pero en todos ellos, sin excepción, se localiza con precisión asombrosa el punto exacto donde se encuentran los lagos del sur. Y aún hay más. Estos mapas no son meras copias, sino que en sus leyendas pueden encontrarse los testimonios de quienes, en diversas épocas, fueron testigos de la existencia de los Grandes Lagos. Especialmente, recordadlo, el gran geógrafo Artimok, que dedicó su vida a recorrer las fronteras del reino sin dejar atrás obstáculo alguno. ¿No es cierto? Cuando mi padre, siendo yo todavía joven, firmó la paz con los plenipotenciarios del rey Danebod de Torkala, ya incluyó en sus cláusulas el gobierno de aquella franja de territorio reflejada en los mapas. No veo motivos para no creer en ellos a la vista de tantos indicios. Y, especialmente, no veo motivos para no creer en ellos cuando de su existencia da constancia vuestro rey.

Algunos asintieron. Dragan solicitó la palabra con los ojos entreabiertos y el ceño fruncido. Magmalión hizo un gesto para que aguardase y continuó hablando antes de concederle la palabra al sacerdote.

—Es cierto que es un lugar remoto, pero no tanto como para no poder alcanzarlo, puesto que nuestras fronteras del sur, que se sepa, siguen guardadas por guarniciones asentadas en algún lugar entre las montañas del Hades y los Grandes Lagos. Nuestros más grandes generales han sido siempre informados del cumplimiento de los acuerdos de paz en el sur y jamás, durante mi reinado, se ha tenido más noticia que la de la paz en aquella región a la que todos los militares de Ariok llaman de los Grandes Lagos. ¿No es cierto, Roger? Aunque tú mismo no hayas estado nunca allí, has oído hablar de ella y conoces con exactitud cómo se dotan con eficacia nuestras guarniciones.

—Majestad. Supongamos que tenéis razón —intervino Dragan—, y que debemos dar crédito a los mapas y a los frágiles testimonios que poseemos de la existencia de esa especie de tierra prometida. Si vos lo decís y Roger lo atestigua, creo firmemente en su existencia, pero aun así, ¿merece la pena exponer a nuestro pueblo en aras de una promesa tan inespecífica?

El rey asintió con rotundidad y dijo:

—Si no estuviera tan convencido no pondría en peligro a mi pueblo, puedes estar seguro. Mi determinación es buscar esa tierra y asentarnos en ella, aun a riesgo de padecer los obstáculos que bien ha analizado Roger. Pero no os engañéis: esta decisión no es algo que haya surgido en mi cabeza de pronto, aunque tengo que reconocer que el desastre que hemos sufrido ha acelerado una empresa que ya había arraigado en la cabeza de mi padre y que durante toda mi vida he querido acometer sin atreverme nunca. Considero el terremoto una señal de los dioses, un mandato divino que se me ha rebelado con la terrible crueldad de la tierra para decirme que ha llegado el momento.

—Siendo así, que los dioses nos protejan —sentenció Dragan—. Hagámoslo.

El sacerdote tomó asiento con resignación antes de que tomase la palabra el último de los consejeros presentes, Renat de Lisiek, el representante del pueblo y de los gremios, un viejo comerciante que había hecho fortuna sin tener los más mínimos conocimientos sobre cuentas y monedas, pero que atesoraba experiencia y sabiduría popular.

—Majestad, querido rey Magmalión, Príncipe de los Príncipes. Si yo hubiese de tomar una determinación como la que Vuestra Majestad ha tomado, no osaría siquiera dar un paso hacia el sur en busca de esos lagos de los que yo también he oído hablar como de un paraíso de los dioses. Después de una vida comerciando y estableciendo largas rutas de intercambios, por mí mismo y por medio de aquellos que me han servido bien, jamás he logrado ni tan siquiera acercarme a uno solo de aquellos lagos. Ahora, viejo como soy, con mis huesos comiéndome de dolores desde el alba hasta la huida del sol tras las montañas de poniente, me veo incapaz de emprender viaje alguno.

»Podría pasar por un hombre egoísta que solo mira por él, pero creedme que no es el caso. Comprendo que se nos pide un sacrificio, una inmolación necesaria para que quien perviva sea el reino y no las personas que ahora lo componemos, y si os manifiesto mi imposibilidad de emprender el viaje lo hago para que comprendáis cuál va a ser la respuesta de miles de hombres y mujeres que, como yo, ya no pueden esperar nada más que la muerte. Somos demasiado viejos, Majestad, hemos entregado nuestras vidas a la prosperidad del reino y ya no se nos puede pedir más. He dicho.

Magmalión meditó unos instantes paseando lentamente la mirada por sus consejeros. Comprobó que el viejo Gabiok de Rogdom pedía la palabra y dudó un momento sobre la conveniencia de dejarlo hablar, puesto que consideraba que las aportaciones de aquel grupo de elegidos era suficiente, por el momento. Gabiok, adivinando las intenciones del rey, gesticuló con insistencia para hacerse oír, puesto que era el único que en realidad no había opinado, y solo había tenido ocasión de abrir aquel Consejo, así que, Magmalión terminó por concederle el turno de palabra.

—Hablad, Gabiok, ¿qué tenéis que decir?

—Señor, he escuchado atentamente y no osaría contradecir a ninguno de vuestros consejeros, y menos aún a Vuestra Majestad. Si hemos de emprender el camino, hagámoslo cuanto antes y que Roger se encargue de organizarlo de tal manera que se asegure que la mayoría de los hombres y mujeres sanos llegan a los Grandes Lagos. En mi opinión, ha de garantizarse el éxito para los miembros de la corte, que seremos quienes daremos continuidad al reino. En cuanto a la muchedumbre que se congrega en esa explanada, no podemos garantizar que lleguen todos, y no quedará más remedio que proteger a los más fuertes y olvidarnos de los más débiles, dejando atrás, si es necesario, a viejos, enfermos y niños. Solo los hombres jóvenes y algunas mujeres que aseguren la procreación futura han de centrar nuestros esfuerzos; el resto no merece el riesgo de no llegar nunca.

Los consejeros se miraron unos a otros mientras Magmalión miraba con atención al mayordomo de palacio.

—Por último, estoy de acuerdo con la Gran Aya en lo que se refiere a la sucesión de Vuestra Majestad. Creo que la princesa Shebaszka ha de desposarse cuanto antes con alguien cercano a esta corte, con conocimientos y educación adecuados y de una edad próxima a la de la princesa. Hay algunos hombres así... ¿no es cierto? Sugiero que sea desposada con un joven que la haga concebir más hijos dignos de suceder a Magmalión.

Se elevó un murmullo entre los consejeros antes de que Gabiok de Rogdom continuase hablando, como si adivinasen las intenciones del mayordomo real:

—Sabéis que mi primera y difunta esposa era descendiente de vuestros antepasados, mi rey, y por eso me permito ofrecer a mi primogénito, Barthazar, para que vuestra estirpe perdure por siempre jamás.

Todos se giraron a mirar a Shebaszka, que había palidecido como si la hubieran abandonado los dioses.

Capítulo 3

3

El aire seguía cargado de cenizas, espeso y gris, e impedía que el sol brillase en todo su esplendor. Sobre sus cabezas sobrevolaban los buitres al olor de la inmundicia y las alimañas habían ganado terreno a la montaña acercándose con desconfianza a la llanura. La muchedumbre se había expandido tanto en busca de espacio que el improvisado campamento se extendía más allá de donde alcanzaba la vista.

Astrid y el niño se encontraban junto al mismo árbol para no ceder el hueco que ocupaban en la sombra, pues perderlo sería condenarse a sufrir al día siguiente el sofocante calor de la llanura expuesta al sol. Ella había adecentado sus ropas con desgana y se había cubierto con una túnica usada que otra mujer le había proporcionado solidariamente. Intentaba distraerse con pequeñas cosas, concentrar su atención en los cuidados del pequeño Erik, que, a su lado, la miraba sin decir nada.

—Vamos, hijo, dime... ¿qué te pasa?, ¿por qué no me hablas? —le preguntó desconcertada—. Porque... puedes oírme, ¿no?

Le acarició el pelo y lo abrazó fuertemente contra su pecho como si de esa forma pudiese ahuyentar los temores del niño y también los suyos propios, como si aferrarse a una vida tierna augurase un futuro alejado de la negrura que ahora lo ocupaba todo. El niño estaba cada vez más demacrado y bajo sus ojos crecían las ojeras como si el sol se pusiese en su cara dejándola a oscuras. A Astrid comenzó a preocuparle su estado más allá de las circunstancias, pues consideraba que se trataba de su salud y no solo de su ánimo.

Al poco rato llegó Bertrand. Venía con su camisa remangada, sudoroso y cansado. Se había entregado a la tarea de buscar sitio y útiles para el grupo liderado por Rudolf y había aprovechado para husmear por todas partes y conocer el estado general de los walirenses tras la tragedia. Saludó a Astrid y besó al niño en la frente antes de dejarse caer comoquiera en el suelo.

—La desconfianza ha crecido entre la gente por los repartos de comida y la distribución de los trabajos diarios —explicó—. Se reprocha a los ancianos que todos ellos se consideren inútiles para echar una mano en las tareas. Esgrimen su ancianidad para escatimar esfuerzos en beneficio de la comunidad, y hay una buena parte de los jóvenes que no cree que no sirvan para hacer nada. Riñen por cualquier cosa y esto no ha hecho más que empezar.

A Astrid no conseguía preocuparle nada de aquello, como si no hubiese cosa alguna que pudiera ser peor que lo que ya había sucedido. La relatividad con que lo veía todo transformaba en superflua la narración del carpintero. Sin embargo, le preocupaba la salud del niño y no se atrevía a decírselo a Bertrand.

—¿Y qué decir de los jóvenes? —continuó diciendo el maestro—. Discuten con el ímpetu propio de la juventud y provocan no pocas disputas alimentadas por el hambre. Y así crecen el caos y el desorden. Si no somos capaces de organizarnos nosotros, tendrá que imponerse la autoridad de un líder. Es así, nadie necesita más un líder que quien está inmerso en el desgobierno.

—Bertrand... —Astrid pronunció su nombre sin dejar de mirar al niño, y el carpintero comprendió que a su hijo le ocurría algo. Ella, dirigiéndose al pequeño, dijo—: Erik, dile algo a papá, que acaba de llegar —luego desvió la mirada y la fijó en los ojos de Bertrand para llamar su atención—, ¿no le dices nada?

El carpintero no acertó a comprender del todo, pero intuyó que el niño no era capaz de comunicarse con Astrid por algún motivo.

Había mucha gente en torno al grueso tronco del árbol. Junto a ellos dormitaba una pareja de ancianos y más allá una familia con varios hijos se afanaba en organizarse. Los niños se entretenían desviando las filas de hormigas que, como cuerdas negras extendidas por el suelo, iban a perderse bajo la escasa vegetación que crecía junto al árbol.

—¿Quieres jugar con otros niños? Mira, son largas filas de hormigas... ve con ellos —le sugirió su padre con un ligero movimiento de cabeza en dirección al grupo de chiquillos.

El pequeño miró hacia donde le indicaba su padre.

—Di algo, anda, no preocupes a papá —le instó Astrid cariñosamente.

Pero Erik los miró a ambos alternativamente y no articuló una sola palabra. Luego desvió su mirada hacia los niños y se alejó unos pasos para acercarse a ellos. Entonces Bertrand quiso preguntarle a Astrid qué quería decirle, pero en ese momento un gran revuelo les llegó desde las proximidades.

—Dicen que es el general Roger, que viene con sus hombres haciendo una ronda para censarnos a todos —aclaró alguien a su lado.

Efectivamente, el conde Roger de Lorbie, g

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