Introducción
Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. El Código Penal los distingue, asaz cómodamente, por la premeditación. Vivimos en la época de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales ya no son aquellos jovenzuelos desarmados que invocaban la excusa del amor. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para transformar a los criminales en jueces.
Heathcliff, en Cumbres borrascosas, mataría a la tierra entera para poseer a Cathy, pero no se le ocurriría decir que este crimen es razonable o que está justificado por un sistema. Lo llevaría a cabo, en lo que se resume toda su creencia. Ello supone la fuerza del amor, y del carácter. Siendo escasa la fuerza del amor, el crimen resulta excepcional y conserva entonces su aire de efracción. Pero desde el momento en que, falto de carácter, corre el criminal a procurarse una doctrina, desde el instante en que se razona el crimen, prolifera como la razón misma, toma todas las figuras del silogismo. De solitario que era, como el grito, se ha hecho universal como la ciencia. Juzgado ayer, hoy dicta la ley.
No nos indignaremos aquí por ello. El objetivo de este ensayo consiste, una vez más, en aceptar la realidad del momento, que es el crimen lógico, y en examinar precisamente sus justificaciones: se trata de un esfuerzo para entender mi tiempo. Quizá se considere que una época que, en cincuenta años, desarraiga, somete o mata a setenta millones de seres humanos, debe solo, y en primer lugar, ser juzgada. Y, además, es preciso que se entienda su culpabilidad. En los tiempos candorosos en que el tirano arrasaba ciudades para mayor gloria suya, en que el esclavo encadenado al carro del vencedor desfilaba por las ciudades en fiesta, en que el enemigo era arrojado a las fieras frente al pueblo reunido, ante crímenes tan cándidos, la conciencia podía ser firme, y el juicio, claro. Pero los campos de esclavos bajo el estandarte de la libertad, las matanzas justificadas por el amor al hombre o la inclinación a lo superhumano dejan sin amparo, en cierto sentido, al juicio. El día en que el crimen se acicala con los restos de la inocencia, de resultas de una curiosa inversión que es propia de nuestro tiempo, es la inocencia la que se ve forzada a procurar sus justificaciones. La ambición del presente ensayo se cifra en aceptar y analizar este extraño reto.
Se trata de saber si la inocencia, desde el momento en que actúa, puede abstenerse de matar. Nosotros no podemos obrar más que en el momento nuestro, entre los hombres que nos rodean. No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos derecho a matar a ese otro que está ante nosotros o a consentir que muera. Puesto que hoy día toda acción desemboca en el crimen, directo o indirecto, no podemos actuar antes de saber si, y por qué, hemos de dar muerte.
Lo importante, pues, no estriba aún en remontar hasta la raíz de las cosas, sino, siendo el mundo lo que es, en saber cómo conducirse en él. En los tiempos de la negación, podía ser útil preguntarse por el problema del suicidio. En el tiempo de las ideologías, hay que ponerse en regla con el crimen. Si el crimen tiene sus razones, nuestra época y nosotros mismos somos consecuentes. Si no las tiene, estamos en la locura y no hay más salida que encontrar una consecuencia, o volvernos de espaldas. En cualquier caso, nos corresponde contestar claramente a la pregunta que nos es formulada, en medio de la sangre y los clamores del siglo. Pues estamos en plena interrogación. Hace treinta años, antes de decidirse a matar, se había negado mucho, hasta el punto de negarse a sí mismo por medio del suicidio. Dios hace trampas, y todo el mundo con él, hasta yo mismo, por tanto muero: el suicidio era el interrogatorio. La ideología, actualmente, ya no niega sino a los otros, únicos tramposos. Entonces es cuando se mata. Cada amanecer, se deslizan en una celda asesinos uniformados: el crimen es el interrogatorio.
Ambos razonamientos se mantienen. O, más bien, nos mantienen sujetos, y tan apretados que no podemos elegir ya nuestros problemas. Nos eligen ellos, unos tras otros. Aceptamos que nos elijan. Este ensayo se propone continuar, ante el crimen y la rebeldía, una reflexión empezada en torno al suicidio y a la noción del absurdo.
Pero, de momento, esta reflexión no nos proporciona más que una noción, la del absurdo. Esta, a su vez, tan solo nos aporta una contradicción en lo concerniente al crimen. El sentimiento del absurdo, cuando se pretende ante todo obtener de él una regla de acción, hace al crimen cuando menos indiferente y, por consiguiente, posible. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada tiene importancia. Sin pros ni contras, el asesino no tiene culpa ni razón. Se pueden atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe dedicarse a cuidar leprosos. Maldad y virtud son azar o capricho.
Se decidirá entonces no actuar, lo cual equivale al menos a aceptar el asesinato ajeno, a reserva de deplorar armoniosamente la imperfección de los hombres. Se imaginará también sustituir la acción por el diletantismo trágico y, en este caso, la vida humana no es sino una apuesta. Cabe, por último, proponerse emprender una acción que no sea gratuita. En este último caso, careciendo de un valor superior que oriente la acción, habrá que dirigirse en el sentido de la eficacia inmediata. No siendo nada verdadero ni falso, bueno o malo, la regla consistirá en mostrarse el más eficaz, o sea, el más fuerte. El mundo ya no se dividirá entonces en justos e injustos, sino en amos y esclavos. Así, hágase lo que se haga, en el corazón de la negación y del nihilismo, el crimen tiene su lugar privilegiado.
Si, pues, pretendemos instalarnos en la actitud absurda, hemos de prepararnos a matar, dando así paso a la lógica por encima de los escrúpulos que juzgaremos ilusorios. Por supuesto, serán necesarias algunas disposiciones. Pero, en definitiva, menos de las que se cree, a juzgar por la experiencia. Por lo demás, tal como se ve de ordinario, siempre es posible hacer matar. Todo quedaría, pues, resuelto en nombre de la lógica si la lógica saliera así realmente ganando.
Pero la lógica no puede salir ganando en una actitud que le hace ver sucesivamente que el crimen es posible e imposible. Pues, después de haber hecho al menos indiferente el acto de matar, el análisis del absurdo, en la más importante de sus consecuencias, acaba condenándolo. La conclusión final del razonamiento del absurdo es, en efecto, el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo. El suicidio significaría el final de esa confrontación, y el razonamiento del absurdo considera que no podría suscribirlo salvo negando sus propias premisas. Semejante conclusión sería, según él, huida o liberación. Pero está claro que, simultáneamente, ese razonamiento admite la vida como el único bien necesario, ya que la vida permite precisamente esa confrontación y, sin ella, la apuesta por el absurdo carecería de soporte. Para decir que la vida es absurda, la conciencia necesita estar viva. ¿Cómo, sin una concesión importante al gusto por la comodidad, conservar para sí el beneficio exclusivo de tal razonamiento? Desde el momento en que este bien se reconoce como tal, es el de todos los hombres. No se puede dar una coherencia al crimen si se la niega al suicidio. Una mente imbuida de la idea del absurdo admite, sin duda, el crimen de fatalidad; pero no podría aceptar el crimen de razonamiento. Respecto a la confrontación, crimen y suicidio son una misma cosa que hay que tomar o dejar conjuntamente.
Del mismo modo, el nihilismo absoluto, aquel que admite legitimar el suicidio, conduce más fácilmente aún al crimen lógico. Si le es fácil admitir a nuestro tiempo que el crimen tiene sus justificaciones, es debido a esa indiferencia ante la vida que es la característica del nihilismo. Seguro que ha habido épocas en las que la pasión por la vida era tan fuerte que estallaba también en excesos criminales. Pero estos excesos eran como la quemadura de un goce terrible. No eran ese orden monótono, instaurado por una lógica indigente a cuyos ojos todo se iguala. Esta lógica ha impulsado los valores del suicidio que nutren nuestro tiempo hasta su máxima consecuencia, consistente en el crimen legitimado. Por ello, culmina en el suicidio colectivo. La demostración más patente la dio el apocalipsis hitleriano de 1945. Destruirse no era nada para unos locos que se preparaban en sus guaridas una muerte apoteósica. Lo esencial era no destruirse solos y arrastrar a todo un mundo consigo. En cierta manera, el hombre que se mata en la soledad preserva todavía un valor, ya que, visiblemente, no se reconoce derecho alguno sobre la vida de los otros. Prueba de ello es que nunca se sirve de la fuerza terrible y de la libertad que le da su decisión de morir para dominar a los demás; todo suicidio solitario, cuando no es por resentimiento, es, en algún modo, generoso o despectivo. Pero se desprecia en nombre de algo. Si el mundo se muestra indiferente al suicida, es porque este tiene una idea de lo que no le es o podría no serle indiferente. Uno cree destruirlo todo y llevárselo todo consigo, pero de esta muerte misma renace un valor que, tal vez, habría merecido que se viviera. La negación absoluta no se agota, por tanto, con el suicidio. Solo puede agotarse con la destrucción absoluta, de sí mismo y de los otros. No puede vivírsela si no es, al menos, tendiendo hacia este límite deleitoso. Suicidio y crimen son aquí dos caras de un mismo orden, el de una inteligencia desdichada que prefiere al sufrimiento de una condición limitada la negra exaltación en que tierra y cielo se aniquilan.
De igual modo, si se niegan sus razones al suicidio, no es posible darle las suyas al crimen. No se es nihilista a medias. El razonamiento del absurdo no puede, a la vez, preservar la vida del que habla y aceptar el sacrificio de los demás. A partir del momento en que se reconoce la imposibilidad de la negación absoluta, y es reconocerla vivir en cierto modo, lo primero que no se puede negar es la vida ajena. Así, la misma noción que nos permitía creer que el crimen era indiferente, le suprime después sus justificaciones; regresamos a la condición ilegítima de la que habíamos intentado salir. Prácticamente, tal razonamiento nos asegura a un mismo tiempo que se puede y que no se puede matar. Nos deja en la contradicción, sin nada que pueda impedir el crimen o legitimarlo, amenazadores y amenazados, arrastrados por toda una época enardecida de nihilismo, y en la soledad sin embargo, con las armas en la mano y un nudo en la garganta.
Pero esta contradicción esencial no puede dejar de presentarse acompañada de otras muchas a partir del momento en que uno pretende mantenerse en el absurdo, ignorando su verdadero carácter, que consiste en ser un paso vivido, un punto de partida, el equivalente, en la existencia, de la duda metódica de Descartes. El absurdo en sí mismo es contradicción.
Lo es en su contenido, ya que excluye los juicios de valor al querer mantener la vida, cuando vivir es en sí un juicio de valor. Respirar es juzgar. Seguro que es falso decir que la vida es una perpetua elección. Pero es cierto que no se puede imaginar una vida privada de toda elección. Desde este simple punto de vista, la posición absurda, en acto, es inimaginable. Es inimaginable también en su expresión. Toda filosofía de la no significación vive en una contradicción por el hecho mismo de que se expresa. Da con ello un mínimo de coherencia a la incoherencia, introduce consecuencia en lo que, de creerla, carece de consecuencia. Hablar repara. La única actitud coherente fundada en la no significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, no significara. Lo absurdo perfecto trata de ser mudo. Si habla, es que se complace o, como veremos, que se considera provisional. Esta complacencia, esta consideración de sí manifiesta muy bien el equívoco profundo de la posición absurda. En cierto modo, el absurdo que pretende expresar el hombre en su soledad lo hace vivir ante un espejo. El desgarramiento inicial se expone entonces a hacerse cómodo. La llaga que se rasca con tanta solicitud acaba por causar placer.
No nos han faltado los grandes aventureros del absurdo. Pero, finalmente, su grandeza se calibra en que han rehusado las complacencias para no conservar de ellas más que sus exigencias. Destruyen por el más, no por el menos. «Son mis enemigos —dice Nietzsche— esos que quieren derribar, y no crearse a sí mismos.» Él derriba, pero para intentar crear. Y exalta la probidad, fustigando a los sibaritas «de hocico de cerdo». Para huir de la complacencia, el razonamiento del absurdo encuentra entonces la renuncia. Rechaza la dispersión y desemboca en una indigencia arbitraria, en una parcialidad de silencio, la extraña ascesis de la rebeldía. Rimbaud, que canta «el bonito crimen piando en el barro de la calle», corre a Harrar para quejarse tan solo de vivir allí sin familia. La vida para él era «una farsa que todos tienen que representar». Pero, en el momento de la muerte, hete aquí que le grita a su hermana: «¡Yo iré bajo tierra y tú andarás al sol!».
El absurdo, considerado como regla de vida, es, pues, contradictorio. ¿Qué tiene de extraño que no nos proporcione los valores que decidirían por nosotros la legitimidad del crimen? No es posible, además, fundar una actitud en una emoción privilegiada. El sentimiento del absurdo es un sentimiento entre otros. El que haya dado su color a tantos pensamientos y acciones entre las dos guerras solo prueba su poder y su legitimidad. Pero la intensidad de un sentimiento no implica que sea universal. El error de toda una época ha sido enunciar, o suponer enunciadas, unas reglas generales de acción a partir de una emoción desesperada, cuyo movimiento propio, en tanto que emoción, estribaba en superarse. Los grandes sufrimientos, así como las grandes dichas, pueden hallarse al inicio de un razonamiento. Son intercesores. Pero no cabría encontrarlos y mantenerlos a lo largo de todos estos razonamientos. Si era, pues, ilegítimo tener en cuenta la sensibilidad absurda, hacer el diagnóstico de un mal tal como se lo encuentra en uno mismo y en los otros, es imposible ver en esta sensibilidad, y en el nihilismo que supone, otra cosa que un punto de partida, una crítica vivida, el equivalente, en el plano de la existencia, de la duda sistemática. Después de lo cual, hay que romper los juegos fijos del espejo y entrar en el movimiento irresistible por el que el absurdo se supera a sí mismo.
Roto el espejo, no queda nada que pueda servirnos para contestar a las preguntas del siglo. El absurdo, lo mismo que la duda metódica, ha hecho tabla rasa. Nos deja en un callejón sin salida. Pero, lo mismo que la duda, puede, volviendo a él, orientar una nueva búsqueda. El razonamiento se prosigue entonces de la misma manera. Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta. La primera y única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia del absurdo, es la rebeldía. Privado de toda ciencia, empujado a matar o a consentir que se mate, solo dispongo de esta evidencia que se refuerza además con el desgarramiento en que me hallo. La rebeldía nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible. Pero su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos y la unidad en el corazón mismo de lo que huye y desaparece. Grita, exige, quiere que el escándalo cese y que se fije por fin lo que hasta ahora se escribía sin tregua en el mar. Su preocupación es transformar. Pero transformar es obrar, y obrar, mañana, será matar, cuando no sabe si el crimen es legítimo. Engendra justamente las acciones que se le pide que legitime. Es, pues, necesario que la rebeldía saque sus razones de sí misma, ya que no puede sacarlas de nada más. Es preciso que consienta en analizarse para aprender a conducirse.
Dos siglos de rebeldía, metafísica o histórica, se ofrecen precisamente a nuestra reflexión. Solo un historiador podría pretender exponer en detalle las doctrinas y los movimientos que en ellos se suceden. Al menos, debe de ser posible buscar en ellos un hilo conductor. Las páginas siguientes ofrecen tan solo algunos puntos de referencia históricos y una hipótesis que no es la única posible; dista mucho, por lo demás, de aclararlo todo. Pero explica, en parte, la dirección y, casi por entero, la desmesura de nuestro tiempo. La historia prodigiosa que se evoca aquí es la historia del orgullo europeo.
La rebeldía, en cualquier caso, no podría proporcionarnos sus razones más que al término de una investigación sobre sus actitudes, sus pretensiones y sus conquistas. En sus obras se hallan, tal vez, la regla de acción que no ha podido darnos el absurdo, una indicación al menos sobre el derecho o el deber de matar, la esperanza por fin de una creación. El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es. El problema está en saber si esta negativa no puede llevarlo sino a la destrucción de los demás y de sí mismo, si toda rebeldía debe concluir en una justificación del crimen universal, o si, por el contrario, sin pretensión a una imposible inocencia, puede descubrir el principio de una culpabilidad razonable.
I
EL HOMBRE REBELDE
¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero, si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. Un esclavo que ha recibido órdenes toda su vida de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato. ¿Cuál es el contenido de este «no»?
Significa, por ejemplo, «las cosas han durado demasiado», «hasta aquí bueno, más allá no», «vais demasiado lejos», y también, «hay un límite que no franquearéis». En resumen, este no afirma la existencia de una frontera. Se halla la misma idea de límite en ese sentimiento del hombre rebelde de que el otro «exagera», de que extiende su derecho más allá de una frontera, a partir de la cual otro derecho le planta cara y lo limita. Así, el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo tiempo, en la negación categórica de una intrusión juzgada intolerable y en la certeza confusa de un derecho justo, más exactamente en la impresión en el hombre rebelde de que tiene «derecho a...». La rebeldía no renuncia a la sensación de que uno mismo, de cierta manera y en alguna parte, tiene razón. En este sentido, el esclavo rebelde dice a un tiempo sí y no. Afirma, a la vez que la frontera, todo lo que sospecha y quiere preservar más acá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que «merece la pena de...», que exige que se tenga cuidado con ello. En cierta manera, opone al orden que lo oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir.
Al mismo tiempo que la repulsión respecto del intruso, hay en toda rebeldía una adhesión entera e instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo. Hace intervenir, pues, implícitamente un juicio de valor, y tan poco gratuito, que lo mantiene en medio de los peligros. Hasta entonces, callaba al menos, abandonado a esa desesperación en la que una condición, aunque se juzgue injusta, es aceptada. Callar es dejar creer que no se juzga nada, y, en ciertos casos, no desear efectivamente nada. La desesperación, lo mismo que el absurdo, lo juzga y lo desea todo, en general, y nada, en particular. El silencio la traduce bien. Pero a partir del momento en que habla, aun diciendo no, desea y juzga. El hombre rebelde, en el sentido etimológico, se vuelve. Caminaba bajo el azote del amo. Ahora planta cara. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no conduce a la rebeldía, pero todo movimiento de rebeldía invoca tácitamente un valor. ¿Se trata al menos de un valor?
Por confusa que sea, nace una toma de conciencia del movimiento de rebeldía: la percepción, de pronto patente, de que hay en el hombre algo con lo que puede identificarse, aunque sea solo por un tiempo. Esta identificación no era realmente sentida hasta ahora. El esclavo sufría todas las exacciones anteriores al movimiento de insurrección. Incluso, había recibido con frecuencia sin reaccionar órdenes más indignantes que la que provoca su rechazo. Se mostraba paciente, rechazándolas quizá en sí mismo, pero, dado que callaba, era más cuidadoso de su interés inmediato que consciente aún de su derecho. Con la pérdida de la paciencia, con la impaciencia, empieza, por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que antes se aceptaba. Este impulso es casi siempre retroactivo. El esclavo, en el momento en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebeldía lo lleva más lejos de lo que estaba en el simple rechazo. Supera hasta el límite que fijaba a su adversario, exigiendo ser tratado ahora como su igual. Lo que al principio era una resistencia irreductible del hombre se convierte ahora en el hombre entero, que se identifica con ella y en ella se resume. Esta parte de sí mismo que quería hacer respetar la sitúa entonces por encima del resto y la proclama preferible a todo, incluso a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. Instalado antes en un compromiso, el esclavo se lanza de golpe («ya que es así...») al Todo o Nada. La conciencia nace a la luz con la rebeldía.
Pero se ve que, al mismo tiempo, es conciencia de un «todo», aún bastante oscuro, y de un «nada» que anuncia la posibilidad de sacrificio del hombre a este todo. El hombre rebelde quiere serlo todo, identificarse totalmente con este bien del que ha cobrado de pronto conciencia y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado —o nada, es decir hallarse definitivamente degradado por la fuerza que lo domina. En último término, acepta la degradación última que es la muerte, si ha de ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir arrodillado.
El valor, según los buenos autores, «representa la mayor parte de las veces un paso del hecho al derecho, de lo deseado a lo deseable (en general por mediación de lo comúnmente deseado)».[1] El paso al derecho, ya lo hemos visto, se patentiza en la rebeldía. Igualmente que el paso del «habría de ser» al «quiero que sea». Pero más aún, quizá, esa noción de la superación del individuo en un bien en adelante común. El surgimiento del Todo o Nada muestra que la rebeldía, contrariamente a la opinión corriente, y aunque nazca en lo que tiene el hombre de más estrictamente individual, pone en tela de juicio la noción misma de individuo. Si, en efecto, el individuo acepta morir, y muere dado el caso, en el movimiento de su rebeldía, prueba con ello que se sacrifica en beneficio de un bien del que juzga que rebasa su propio destino. Si prefiere la oportunidad de la muerte a la negación de ese derecho que defiende, es que sitúa este último por encima de sí mismo. Actúa, pues, en nombre de un valor, aún confuso, pero del que, al menos, tiene la sensación de que le es común con todos los hombres. Vemos que la afirmación implicada en todo acto de rebeldía se extiende a algo que rebasa al individuo en la medida en que lo saca de su presunta soledad y le proporciona una razón de obrar. Pero conviene observar ya que este valor que preexiste a toda acción contradice las filosofías puramente históricas, en las que el valor resulta conquistado (si es que se conquista) al término de la acción. El análisis de la rebeldía conduce al menos a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay, en uno, nada permanente que preservar? El esclavo se subleva por todas las existencias a un tiempo cuando juzga que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime, tienen dispuesta una comunidad.[2]
Dos observaciones apoyarán este razonamiento. Se advertirá en primer lugar que el movimiento de rebeldía no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede tener sin duda determinaciones egoístas. Pero el hombre se rebelará tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de estas determinaciones, y en su impulso más profundo, el hombre rebelde no preserva nada puesto que lo pone todo en juego. Exige, sin duda, el respeto a sí mismo, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural.
Observemos después que la rebeldía no nace solo, y forzosamente, en el oprimido, sino que puede nacer asimismo ante el espectáculo de la opresión de la que otro es víctima. Se da, pues, en este caso, una identificación con el otro individuo. Y hay que precisar que no se trata de una identificación psicológica, subterfugio por el que el individuo sentiría en su imaginación que es a él a quien se dirige la ofensa. Puede ocurrir, por el contrario, que no soportemos ver infligir a otros ofensas que hemos sufrido nosotros mismos sin rebelarnos. Los suicidios de protesta, en los penales, entre los terroristas rusos a cuyos compañeros se azotaba, ilustran ese gran movimiento. Tampoco se trata del sentimiento de la comunidad de intereses. Puede parecernos indignante, en efecto, la injusticia impuesta a hombres que consideramos adversarios. Hay solo identificación de destinos y toma de partido. El individuo no es, pues, por sí solo, este valor que quiere defender. Al menos, hacen falta todos los hombres para componerlo. En la rebeldía, el hombre se supera en otro y, desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica. Simplemente, de momento solo se trata de esta especie de solidaridad que nace entre cadenas.
Puede precisarse aún el aspecto positivo del valor supuesto por toda rebeldía comparándolo con una noción totalmente negativa como es la del resentimiento, tal como la ha definido Scheler.[3] En efecto, el movimiento de rebeldía es más que un acto de reivindicación, en el sentido fuerte del término. El resentimiento resulta muy bien definido por Scheler como una autointoxicación, la secreción nefasta, estancada, de una impotencia prolongada. La rebeldía, en cambio, fractura al ser y lo ayuda a desbordarse. Libera chorros que, estancados, se vuelven furiosos. El propio Scheler carga el acento sobre el aspecto pasivo del resentimiento, observando la gran importancia que tiene en la psicología de las mujeres, condenadas al deseo y a la posesión. En la base de la rebeldía hay, por el contrario, un principio de actividad superabundante y de energía. Scheler tiene también razón cuando dice que la envidia colorea intensamente el resentimiento. Pero se envidia lo que no se tiene, mientras que el hombre rebelde defiende lo que es. No reclama solo un bien que no posee o del que lo han privado. Pretende que se le reconozca algo que tiene, y que ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como más importante que lo que podría envidiar. La rebeldía no es realista. También, según Scheler, el resentimiento, según crezca en un alma fuerte o débil, se convierte en arribismo o en acritud. Pero en ambos casos se quiere ser distinto de como se es. El resentimiento es siempre resentimiento contra sí. El hombre rebelde, por el contrario, en su primer movimiento, se opone a que toquen lo que es. Lucha por la integridad de una parte de su ser. No pretende antes que nada conquistar, sino imponer.
Parece, por último, que el resentimiento se deleita de antemano con un dolor que querría ver sufrir al objeto de su rencor. Nietzsche y Scheler tienen razón en ver una bella ilustración de esta sensibilidad en el fragmento en que Tertuliano informa a sus lectores de que en el cielo la mayor fuente de felicidad, entre los bienaventurados, será el espectáculo de los emperadores romanos consumidos en el infierno. Esta felicidad era también la de los honrados ciudadanos que iban a presenciar las ejecuciones capitales. La rebeldía, por el contrario, en su principio, se limita a rechazar la humillación, sin pedirla para los otros. Acepta hasta el dolor para sí mismo, con tal de que sea respetada su integridad.
No se comprende, pues, por qué Scheler identifica absolutamente el espíritu de rebeldía con el resentimiento. Su crítica del resentimiento en el humanitarismo (del que trata como de la forma no cristiana del amor a los hombres) quizá pudiera aplicarse a ciertas formas vagas de idealismo humanitario, o a las técnicas del terror. Pero resulta infundada en lo relativo a la rebeldía del hombre contra su condición, el movimiento que levanta al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Scheler quiere demostrar que el humanitarismo va acompañado del odio al mundo. Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a los seres en particular. Esto es cierto, en algunos casos, y se entiende mejor a Scheler cuando se ve que el humanitarismo está representado según él por Bentham y Rousseau. Pero la pasión del hombre por el hombre puede nacer de otra cosa que del cálculo aritmético de los intereses, o de una confianza, además teórica, en la naturaleza humana. Frente a los utilitaristas y al preceptor de Emilio, hay, por ejemplo, esa lógica encarnada por Dostoievski en Iván Karamázov, que va del movimiento de rebeldía a la insurrección metafísica. Scheler, que lo sabe, resume así esta concepción: «No hay en el mundo bastante amor para desperdiciarlo en otro que en el ser humano». Aunque esta proposición fuera cierta, la desesperación vertiginosa que supone merecería algo más que el desprecio.
En realidad, desconoce el carácter desgarrado de la rebeldía de Karamázov. El drama de Iván nace, por el contrario, de que hay demasiado amor sin objeto. Convertido este amor en ocioso, al no existir Dios, se decide volcarlo en el ser humano en nombre de una generosa complicidad.
Por lo demás, en el movimiento de rebeldía tal como lo hemos considerado hasta aquí, no se elige un ideal abstracto, por pobreza de corazón, y con un objetivo de reivindicación estéril. Se exige que sea considerado lo que, en el hombre, no puede reducirse a la idea, esa parte calurosa que no puede servir para nada más que para ser. ¿Quiere ello decir que ninguna rebeldía está cargada de resentimiento? No, y lo sabemos suficientemente en el siglo de los rencores. Pero debemos tomar esta noción en su comprensión más amplia so pena de traicionarla y, en este aspecto, la rebeldía rebasa por todos lados al resentimiento. Cuando, en Cumbres borrascosas, Heathcliff prefiere su amor a Dios y reclama el infierno para reunirse con la que ama, no es solo su juventud humillada la que habla, sino la experiencia ardiente de toda una vida. El mismo movimiento hace decir al maestro Eckhart, en un acceso sorprendente de herejía, que prefiere el infierno con Jesucristo al cielo sin él. Es el movimiento mismo del amor. Contra Scheler, no cabría, pues, insistir suficientemente en la afirmación apasionada que corre en el movimiento de rebeldía y que lo distingue del resentimiento. Aparentemente negativa, ya que no crea nada, la rebeldía es profundamente positiva, ya que revela lo que, en el hombre, hay siempre que defender.
Pero, para concluir, ¿no serán relativas esa rebeldía y el valor que transmite? Con las épocas y las civilizaciones, parecen cambiar, en efecto, las razones por las que se entra en rebeldía. Es evidente que un paria hindú, un guerrero del Imperio inca, un primitivo de África Central o un miembro de las primeras comunidades cristianas no tenían la misma idea de la rebeldía. Incluso, se podría dar por sentado, con una probabilidad extremadamente grande, que la noción de rebeldía carece de sentido en estos casos precisos. Sin embargo, un esclavo griego, un siervo, un condotiero del Renacimiento, un burgués parisino de la Regencia, un intelectual ruso de los años 1900 y un obrero contemporáneo, si bien podían diferir en las razones de la rebeldía, estaban de acuerdo sin duda alguna en su legitimidad. Dicho de otro modo, el problema de la rebeldía parece no cobrar sentido preciso sino dentro del pensamiento occidental. Se podría ser más explícito aún observando, con Scheler, que el espíritu de rebeldía se expresa difícilmente en las sociedades en que las desigualdades son muy grandes (régimen de las castas hindúes) o, por el contrario, en aquellas en que la igualdad es absoluta (ciertas sociedades primitivas). En sociedad, el espíritu de rebeldía solo es posible en los grupos en que una igualdad teórica esconde grandes desigualdades de hecho. El problema de la rebeldía no tiene sentido, pues, más que dentro de nuestra sociedad occidental. Cabría caer entonces en la tentación de afirmar que es relativo al desarrollo del individualismo si las observaciones precedentes no nos hubieran puesto en guardia contra esta conclusión.
En el plano de la evidencia, todo lo que se puede sacar de la observación de Scheler es, en efecto, que, por la teoría de la libertad política, hay, en el seno de nuestras sociedades, un incremento en el hombre de la noción de hombre y, por la práctica de esta misma libertad, la insatisfacción correspondiente. La libertad de hecho no se ha incrementado proporcionalmente a la conciencia que de ella ha adquirido el hombre. De esta observación solo se puede deducir esto: la rebeldía es propia del hombre informado, que posee la conciencia de sus derechos. Pero nada nos permite decir que se trata únicamente de los derechos del individuo. Por el contrario, da la impresión, por la solidaridad ya mencionada, de que se trata de una conciencia cada vez más amplia que de sí misma adquiere la especie humana a lo largo de su aventura. De hecho, el súbdito inca o el paria no se plantean nunca el problema de la rebeldía, porque ya ha sido resuelto para ellos en una tradición, y antes de que hayan podido planteárselo, siendo lo sagrado la respuesta. Si, en el mundo sagrado, no se halla el problema de la rebeldía, es porque en verdad no hay en él ninguna problemática real, habiendo sido dadas todas las respuestas de una vez. La metafísica es sustituida por el mito. No hay ya preguntas, solo hay respuestas y comentarios eternos, que entonces pueden ser metafísicos. Pero antes de que el hombre entre en lo sagrado, y, asimismo, para que entre en él, o en cuanto sale de él, y también para que salga, hay interrogación y rebeldía. El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas. A partir de este momento, toda interrogación, toda palabra, es rebeldía, mientras que, en el mundo de lo sagrado, toda palabra es acción de gracia. Sería posible mostrar así que, para un espíritu humano, solo caben dos universos posibles, el de lo sagrado (o, para hablar en lenguaje cristiano, el de la gracia)[4] y el de la rebeldía. La desaparición de uno equivale a la aparición del otro, aunque esta aparición puede ocurrir bajo formas desconcertantes. En ello, una vez más, volvemos a encontrar el Todo o Nada. La actualidad del problema de la rebeldía depende únicamente del hecho de que sociedades enteras han querido distanciarse hoy día de lo sagrado. Vivimos en una historia desacralizada. El hombre no se resume ciertamente en la insurrección, pero la historia de hoy día, con sus críticas, nos obliga a decir que la rebeldía es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos que huyamos de la realidad, necesitamos encontrar nuestros valores en ella. ¿Cabe, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, hallar la regla de una conducta? Tal es la pregunta planteada por la rebeldía.
Hemos podido registrar ya el valor confuso que nace en este límite en que se mantiene la rebeldía. Nos corresponde preguntarnos ahora si se descubre este valor en las formas contemporáneas del pensamiento y de la acción en rebeldía, y, de ser así, precisar su contenido. Pero, observémoslo antes de continuar: el fundamento de este valor es la rebeldía misma. La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y este, a su vez, solo halla justificación en esta complicidad. Tendremos, pues, derecho a decir que toda rebeldía que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde al mismo tiempo el nombre de rebeldía y coincide en realidad con un consentimiento criminal. Asimismo, esta solidaridad, fuera de lo sagrado, no cobra vida sino al nivel de la rebeldía. Queda, así, anunciado el verdadero drama del pensamiento en rebeldía. Para ser, el hombre debe rebelarse, pero su rebeldía ha de respetar el límite que descubre en sí misma y en que los hombres, al unirse, empiezan a ser. El pensamiento en rebeldía no puede, pues, prescindir de la memoria: es una tensión perpetua. Siguiéndola en sus obras y en sus actos tendremos que decir, cada vez, si permanece fiel a su nobleza primera o si, por lasitud o locura, la olvida por el contrario en una embriaguez de tiranía o de servidumbre.
Por de pronto, he aquí el primer progreso que el espíritu de rebeldía hace efectuar a una reflexión primero penetrada de lo absurdo y de la aparente esterilidad del mundo. En la experiencia del absurdo, el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de la rebeldía cobra conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos. El primer progreso de un espíritu imbuido de rareza consiste, pues, en reconocer que comparte esta rareza con todos los hombres y que la realidad humana, en su totalidad, sufre de este distanciamiento con respecto a sí y al mundo. El mal que sufría un solo hombre se hace peste colectiva. En la prueba cotidiana que es la nuestra, la rebeldía representa el mismo papel que el cogito en el orden del pensamiento: es la primera evidencia. Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lugar común que funda en todos los hombres el primer valor. Me rebelo, luego existimos.
II
LA REBELDÍA METAFÍSICA
La rebeldía metafísica es el movimiento por el que un hombre se levanta contra su condición y la creación entera. Es metafísica porque contesta los fines del hombre y de la creación. El esclavo protesta contra la condición que se le impone dentro de su estado; el rebelde metafísico, contra la condición que le es impuesta en tanto que hombre. El esclavo rebelde afirma que hay algo en él que no acepta la manera en que lo trata su amo: el rebelde metafísico se declara frustrado por la creación. Para uno y otro no se trata únicamente de una negación pura y simple. En ambos casos, en efecto, hallamos un juicio de valor, en cuyo nombre el hombre rebelde rehúsa su aprobación a la condición que le corresponde.
El esclavo levantado contra su amo no se preocupa, advirtámoslo, de negar a ese amo en tanto que ser. Lo niega en tanto que amo. Niega que tenga derecho a negarlo a él, esclavo, en tanto que exigencia. El amo pierde su rango en la medida en que no responde a una exigencia que descuida. Si los hombres no pueden remitirse a un valor común, reconocido por todos en cada uno de ellos, el hombre es entonces incomprensible para el hombre: el hombre rebelde exige que este valor sea claramente reconocido en él, porque sospecha o sabe que, sin este principio, el desorden y el crimen reinarían en el mundo. El movimiento de rebeldía aparece en él como una reivindicación de claridad y de unidad. La rebeldía más elemental expresa, paradójicamente, la aspiración a un orden.
Línea por línea, esta descripción conviene al rebelde metafísico. Este se levanta contra un mundo quebrado para reclamar su unidad. Opone el principio de justicia que lleva consigo al principio de injusticia que ve obrar en el mundo. Primitivamente, no quiere, pues, nada más que resolver esta contradicción, instaurar el reino unitario de la justicia, si es que puede, o de la injusticia si lo apuran. Entretanto, denuncia la contradicción. Protestando contra la condición en lo que tiene de incompleto, por la muerte, y de disperso, por el mal, la rebeldía metafísica es la reivindicación motivada de una unidad feliz, contra el sufrimiento de vivir y de morir. Si la pena de muerte generalizada define la condición de los hombres, la rebeldía, en un sentido, le es coetánea. Al tiempo que niega su condición mortal, el hombre rebelde se niega a reconocer el poder que lo hace vivir en esta condición. El rebelde metafísico no es, pues, con certeza ateo, como podría creerse, pero es forzosamente blasfemo. Simplemente, blasfema primero en nombre del orden, denunciando en Dios al padre de la muerte y el supremo escándalo.
Volvamos al esclavo rebelde para aclarar este punto. Este establecía, en su protesta, la existencia del amo contra el cual se rebelaba. Pero, al mismo tiempo, demostraba que tenía en su dependencia el poder de este último y afirmaba su propio poder: el de poner continuamente en tela de juicio la superioridad que lo dominaba hasta entonces. Desde este punto de vista, amo y esclavo están verdaderamente en la misma historia: la realeza temporal de uno es tan relativa como la sumisión del otro. Ambas fuerzas se afirman de modo alternativo, en el instante de la rebeldía, hasta el momento en que se enfrenten para destruirse, desapareciendo entonces, provisionalmente, una de las dos.
De igual manera, si el rebelde metafísico se levanta contra un poder, cuya existencia afirma simultáneamente, no instituye esta existencia hasta el instante mismo en que la impugna. Arrastra entonces a ese ser superior a la misma aventura humillada que al hombre, equivaliendo su poder vano a nuestra vana condición. Lo somete a nuestra fuerza de rechazo, lo doblega, a su vez, ante la parte del hombre que no se doblega, lo integra a la fuerza en una existencia absurda con respecto a nosotros, lo saca por último de su refugio intemporal para introducirlo en la historia, muy lejos de una estabilidad eterna que solo podrá encontrar en el consentimiento unánime de los hombres. La rebeldía afirma así que, en su nivel, toda existencia superior es cuando menos contradictoria.
La historia de la rebeldía metafísica no puede confundirse, pues, con la del ateísmo. Bajo cierto ángulo, se confunde incluso con la historia contemporánea del sentimiento religioso. El hombre rebelde desafía más que niega. Primitivamente, al menos, no suprime a Dios, le habla simplemente de igual a igual. Pero no se trata de un diálogo cortés. Se trata de una polémica que anima el deseo de vencer. El esclavo empieza reclamando justicia y acaba queriendo la realeza. Necesita dominar a su vez. El levantamiento contra la condición se ordena en una expedición desmedida contra el cielo para traerse de él a un rey prisionero, del que se pronunciará la deposición primero, la condenación a muerte después. La rebeldía humana acaba en revolución metafísica. Pasa del parecer al hacer, del dandi al revolucionario. Derribado el trono de Dios, el hombre rebelde reconocerá que aquella justicia, aquel orden, aquella unidad que buscaba en vano en su condición, ahora le incumbe crearlos con sus propias manos y, de este modo, justificar la caducidad divina. Entonces se iniciará un esfuerzo desesperado para establecer, a costa del crimen, si es preciso, el imperio de los hombres. Lo cual no acaecerá sin consecuencias terribles, de las que todavía solo conocemos algunas. Pero estas consecuencias no son debidas a la rebeldía misma, o, al menos, no nacen más que en la medida en que el hombre rebelde olvida sus orígenes, se hastía de la dura tensión entre el sí y el no y se abandona por fin a la negación de todo o a la sumisión total. La insurrección metafísica nos ofrece en su primer movimiento el mismo contenido positivo que la rebeldía del esclavo. Nuestra tarea consistirá en examinar en qué se transforma ese contenido de la rebeldía en las obras que lo invocan, y en decir adónde llevan la infidelidad, y la fidelidad, del hombre rebelde en sus orígenes.