INTRODUCCIÓN
Séneca, maestro de almas
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Al igual que Sócrates, Séneca ya es un mito de la cultura occidental. Elogiado por Dante, Chaucer, Petrarca, Erasmo de Rotterdam, Quevedo, Baltasar Gracián, María Zambrano, Unamuno, Julián Marías y Foucault, no es un simple filósofo, sino un hombre ético que nos legó una imagen de dignidad y coraje. A pesar de sus detractores, que lo han acusado de hipócrita y arribista, su vida y su obra se consideran un ejemplo de civismo, ecuanimidad y humanismo. No en vano afirmó: «El hombre es cosa sagrada para el hombre». No cabe imaginar una refutación más vigorosa del pesimismo de Plauto, según el cual «lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro». Séneca no discrimina entre amigos y desconocidos. Todos los hombres, incluidos los esclavos y los extranjeros, merecen el mismo respeto. La compasión no es un sentimiento asociado a una relación de amistad o cercanía, sino un mandato universal e incondicional. Esta clase de reflexiones provocaron que el cristianismo concibiera a Séneca como un precursor de su mensaje de fraternidad. Tertuliano afirma: «Es uno de los nuestros». Esa idea se reforzó con la falsa correspondencia entre Séneca y Pablo de Tarso, pero lo cierto es que el filósofo romano no abrigó ninguna simpatía hacia el cristianismo. Aunque no conoció demasiado su doctrina, presumió que era una religión mistérica del mismo corte que los ritos celebrados en honor de Isis y Cibeles y, por tanto, una superstición que atentaba contra el logos estoico, un principio racional ajeno a cualquier promesa de salvación. Sin embargo, los valores exaltados por Séneca son perfectamente compatibles con el cristianismo, pues abogan por la justicia, la paz, la piedad, la austeridad y el respeto al ser humano con independencia de su origen, raza o patrimonio. Eso sí, Séneca elogia el suicidio como una alternativa honorable. A fin de cuentas, es un sabio de la Antigüedad, no un apóstol o un santo.
Séneca fue un filósofo estoico con una prosa elegante, sabia e incisiva. Su obra se inscribe en una tradición intelectual con más de dos mil años de historia y que hoy en día goza de una sorprendente popularidad. La Stoa o «escuela del Pórtico» fue fundada en Atenas por Zenón de Citio hacia el 300 a. C. Adoptó ese nombre porque Zenón formaba a sus discípulos en la Stoa Pecile o Pórtico Pintado, inicialmente llamado Pórtico de Pisianacte. Era un edificio de uso público y se hallaba a la entrada del ágora. La escuela estoica se extendió por un periodo de seis siglos y sus enseñanzas contemplan la lógica (retórica y dialéctica), la física, la política y la ética. Según el estoicismo, la realidad es materia y fuego animada por un logos o espíritu vivificante (pneuma, «soplo, aliento»). La vida del cosmos es cíclica y nada está librado al azar. No hay que deplorar ningún acontecimiento, pues todo obedece a un orden racional. El sabio estoico vive conforme a la naturaleza, aceptando el designio del logos, presente en todas las cosas. No debemos permitir que las pasiones nos esclavicen. El apego desmedido a las cosas materiales conspira contra nuestra libertad. La austeridad es el camino de la virtud. Se debe ser sobrio en todos los aspectos de la existencia. El sabio estoico cultiva el autodominio y la serenidad o ataraxia, se abstiene de las acciones injustas y cumple con sus deberes de ciudadano; incluso prefiere el suicidio al deshonor. Sus juicios morales se basan en una perspectiva global. Una erupción volcánica parece un mal, pero forma parte del orden del cosmos; es un hecho necesario, aunque no comprendamos por qué sucede. No por eso se debe abrazar la arbitrariedad. El estoicismo cree en la existencia de unos derechos naturales y atribuye al ser humano un valor sagrado, pues todos los individuos, incluidos los esclavos y las mujeres, participan del logos que gobierna el cosmos.
La popularidad del estoicismo, especialmente de autores como Marco Aurelio y Séneca, contrasta con la mentalidad de nuestro tiempo líquido, por utilizar la expresión de Zygmunt Bauman sobre el estado de nuestra cultura, reacia a alumbrar certezas y referencias que reemplacen a los viejos valores del mundo de ayer. Los estoicos buscan incansablemente la verdad, pero el escepticismo es hoy una perspectiva mucho más extendida. El famoso «¿Qué es la verdad?», de Poncio Pilatos, prefecto de la provincia romana de Judea, ya es casi un lugar común, especialmente desde la irrupción de la posmodernidad, acta de defunción de los principios del racionalismo científico y las ideologías políticas. El providencialismo estoico no está más alejado de nosotros. En nuestros días, el orden del universo se atribuye a una combinación de azar y necesidad, negando cualquier propósito o finalidad. No hay un logos que regule la vida del cosmos. Solo una oscura y fatal voluntad de vivir de carácter irracional. En cuanto a la ataraxia estoica, casi nadie está dispuesto a refrenar sus pasiones. Por el contrario, prevalece la impaciencia de satisfacerlas, y la entereza frente a la adversidad es una rara flor. El honor y el deber ya no gozan del prestigio de antaño. Tampoco se valora la sobriedad. En la era del consumismo, ejercer la austeridad parece una extravagancia. ¿Por qué disfruta entonces de tanto éxito el estoicismo? ¿Por qué se reeditan una y otra vez las obras de Séneca y Marco Aurelio?
Quizá porque encarnan algunas de las grandes cualidades que anhelamos. Ahora cualquier revés suscita un profundo abatimiento. Pocas personas responden a la desgracia con serenidad. Suele ser más común acudir al psiquiatra, suplicando unas pastillas que aplaquen nuestro malestar. Nos sentimos tremendamente vulnerables y por eso agradecemos que el estoicismo atribuya al ser humano la fortaleza necesaria para afrontar las experiencias más trágicas. La sabiduría estoica es un ejercicio de resiliencia. Tal vez esa sea una de las claves de su éxito. Séneca insiste mucho en esa idea. Además, nos recuerda que los bienes materiales nos esclavizan y nos indica que la paz interior solo se alcanza mediante una conciencia satisfecha. La virtud no es un simple acto de heroísmo, sino una forma de higiene mental. La honestidad es la mayor fuente de equilibrio y felicidad. Al igual que Marco Aurelio, Séneca es un maestro de almas, un título algo anacrónico pero con el poder de tender un puente entre la Antigüedad y el siglo XXI. A fin de cuentas, el ser humano sigue planteándose las mismas preguntas que en la Antigüedad clásica: ¿cómo debemos obrar?, ¿cuáles son los límites del saber?, ¿qué nos cabe esperar? Séneca no elude estas cuestiones. Su estilo diáfano, directo y atemporal aborda los temas esenciales, aportando alternativas que no han perdido validez. No somos estoicos, pero nos gustaría serlo. Esa es la razón de que las obras de Séneca sigan expuestas en las librerías, suscitando la curiosidad de los lectores.
Sin embargo, perduran muchas preguntas: ¿quién era Séneca? ¿Su vida estuvo a altura de su obra? ¿Fue un hombre ejemplar o su biografía esconde sombras? Séneca no fue perfecto. Ningún ser humano merece ese título. La perfección solo es construcción abstracta, no un hecho empírico. No obstante, sus debilidades no superan a sus virtudes. El estoicismo tampoco es una doctrina perfecta. Algunos estoicos llegan a proscribir la compasión, pues afirman que conspira contra la imperturbabilidad del sabio, y hoy nos resulta imposible aceptar que una catástrofe natural constituya un hecho necesario, según la lógica interna del cosmos. Eso sí, no debemos incurrir en el error de juzgar el pasado con los criterios morales del presente. Séneca y el estoicismo han aportado al devenir humano grandes ideas que conviene preservar y que pueden ayudarnos a encarar el porvenir con una perspectiva inteligente y el ánimo templado. Séneca no fue un estoico estricto. De hecho, pensó que las pasiones no debían ser suprimidas, sino moderadas, y lloró la pérdida de sus amigos, incapaz de contener su dolor.
Séneca habría agradecido que leyéramos sus libros, pero nos había recomendado que no transformáramos sus reflexiones en fórmulas infalibles. Desde su punto de vista, la verdad está al alcance de todos. Nadie ha conseguido acapararla y a la posteridad le corresponde profundizar en ella. Los filósofos son guías de nuestras mentes, no sus dueños. Séneca escribió las 124 epístolas dirigidas a Lucilio al final de su vida, cuando sabía que Nerón acariciaba el propósito de ordenar su muerte. Matar a su maestro no representaba ningún problema para el emperador que había acabado con la vida de Agripina, su madre, Británico, su hermanastro, y Octavia, su primera esposa. Se puede considerar que las Epístolas son su testamento filosófico y su legado moral. Julián Marías, tan injustamente olvidado, reivindicó la actualidad del pensador romano: «Vale la pena resucitar a Séneca; pero eso significa darle nueva vida, la nuestra, con una mirada que recree su actitud, su esfuerzo, su temblor humano, y mida la enorme distancia que nos separa de él. Eso es precisamente lo que puede enriquecernos, ayudarnos a ser quienes somos». Leer las cartas de Séneca es una forma de revivir a un filósofo que en De vita beata (Sobre la felicidad) escribió: «Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felices». ¿Podemos ignorar a un sabio que expresó un anhelo universal y que intentó guiarnos para materializar una aspiración profundamente enraizada en el corazón de todos los seres humanos?
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Durante mucho tiempo, se creyó que un busto de bronce de finales del siglo I a. C. descubierto en la Villa de los Papiros en Herculano en 1754 se correspondía con el rostro de Séneca. Es una imagen poderosa y con una enorme fuerza dramática que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Sin embargo, hoy sabemos que el verdadero aspecto del filósofo es una escultura bifronte hallada en Roma en 1813. No es un rostro atormentado, sino sereno y con una mirada profunda. Un hombre de unos sesenta y seis años con la nariz grande y recta, los labios gruesos, la boca y la barbilla pequeñas, y una calvicie venerable. La realidad no siempre es épica, pero sí fidedigna. El Séneca real habría disgustado a Nietzsche, siempre amante de lo desmesurado y dramático.
Lucio Anneo Séneca nació en Córdoba en torno al año 1 a. C. Se le conoció como Séneca el Joven para distinguirlo de su padre, Marco Anneo Séneca, orador, escritor, filósofo estoico y miembro de la orden ecuestre, una clase social que se situaba por debajo de los senadores y que supervisaba las actividades económicas del imperio. Lucio Anneo Séneca fue cuestor, pretor, senador y cónsul sufecto durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Además, ejerció de tutor y consejero del emperador Nerón. La Córdoba romana fue una urbe próspera, que administraba las minas de oro, plata, cobre, estaño y plomo de Sierra Morena, y la agricultura del valle de Guadalquivir, rica en aceite, vid y cereal. Al margen de la economía, la ciudad desarrollaba una intensa vida cultural. Marco Anneo Séneca viajó a menudo a Roma y se relacionó con los intelectuales más brillantes de la época. Escribió varias obras, pero solo conservamos sus Controversias y Suasorias, unos ejercicios de retórica. Además, sabemos que escribió una Historia de Roma, que Séneca hijo leyó y que estimuló su vocación política, ya alimentada por su padre, empeñado en que llegara a ser senador. Testigo del enfrentamiento entre Julio César y Pompeyo, Marco Anneo Séneca transmitió a su hijo que la guerra civil era el mayor de los males. Los Anneo tomaron partido por Pompeyo, pues lo consideraban representante de los valores republicanos frente al autoritarismo de César. Séneca pasó su infancia y primera juventud bajo el gobierno de Augusto, que trajo paz y prosperidad, creando un régimen político basado en una relación de equilibrio entre la monarquía y el Senado. Nunca ocultará su aprecio por esa inteligente forma de gestionar el imperio.
Helvia, la madre de Séneca, fue una mujer inteligente, culta y capaz que se encargó de administrar el patrimonio familiar durante los viajes de su esposo a Roma. Ejerció una poderosa influencia en el filósofo, inculcándole sensibilidad, decoro y firmeza. Séneca participa de los prejuicios machistas de su tiempo, pero su cariño a Helvia provoca que se muestre más favorable a la mujer que sus contemporáneos, elogiando el coraje, el talento y la dignidad de muchas figuras femeninas. Sería absurdo reprocharle que use la expresión «afeminado» para expresar su desprecio hacia algunas conductas, pues esa reacción era un lugar común en sus días. Cancelar a Séneca por sus prejuicios nos obligaría a cancelar toda la cultura clásica, que tenía una mentalidad muy distinta de la nuestra.
A los siete años, Séneca viaja a Roma y se reúne con su padre, que le asigna un maestro —probablemente, un esclavo griego—. Hasta los once años, perfeccionará la lectura y la escritura y aprenderá nociones de geografía, cálculo y astronomía. Su formación incluirá el estudio de los grandes episodios de la Ilíada y la Odisea. A partir de los doce, se centrará en la gramática, la retórica, la ortografía y la prosodia. El objetivo de su padre será convertirlo en un orador con un gran dominio del idioma latino y un buen conocimiento de la lengua griega. Su educación siempre incluirá la lectura de los autores griegos y latinos: Homero, Horacio, Virgilio, Plauto, Tito Livio, Esopo, Salustio. Aunque los maestros animan a Séneca a no incurrir en solecismos, prefiere seguir las pautas de su padre, partidario de un uso más flexible y creativo de la lengua. Esa enseñanza lo llevará a crear un nuevo estilo literario que se considera la semilla del ensayo moderno. Séneca nunca dejará de estudiar. Ya cumplidos los sesenta años, acudirá a la escuela del filósofo Metronacte. Su curiosidad infatigable lo impulsará a cultivar todas las disciplinas de su tiempo, un hábito que fructificará en una cultura enciclopédica.
Séneca se desviará de las enseñanzas de su padre en una cuestión esencial. Atribuirá más importancia a la filosofía, una disciplina especulativa, que a la retórica, una rama del saber orientada a la política y a la vida social. Comprender le parece más importante que abrirse paso en el terreno práctico. No piensa que la filosofía sea una ciencia auxiliar, algo de griegos, sino la llave maestra que franquea las puertas del conocimiento y permite sentar las bases de un gobierno justo y moderado. La mejor forma de trabajar por el bien común y combatir la tiranía es ejercer la razón. De ahí que los tiranos quemen libros, pues saben que la palabra es el arma más poderosa para educar a los ciudadanos en el amor a la libertad y la justicia. Séneca estudia con el filósofo estoico Átalo, procedente de Pérgamo, y con el pitagórico Soción de Alejandría. Conviene aclarar que por esas fechas la filosofía no se concibe como una disciplina teórica centrada en el estudio del ser, sino como una forma de vida. Su objeto no es solo explicar la naturaleza última de lo real, sino adquirir la necesaria sabiduría existencial para ser un buen ciudadano y aprender a obrar con libertad, independencia y ecuanimidad. Del estoicismo, Séneca aprende a distinguir entre erudición, que se alimenta del prestigio ajeno, y sabiduría, que exige creatividad y autonomía. También asimila que no se debe conceder mucha importancia a los bienes materiales. El sabio vive de forma sencilla y humilde, cuidando el cuerpo y la mente. El amor al lujo solo es una forma de esclavitud. Séneca siempre escribirá a favor de la sobriedad. No exalta la pobreza, que acarrea desesperación y penurias, sino el desdén de lo superfluo y la sabia administración de los bienes.
Durante un tiempo, Séneca adopta una dieta vegetariana, siguiendo los consejos de Sextio Nigro, según el cual es más saludable y ético alimentarse de fruta y vegetales. El consumo de carne intoxica el organismo e implica el derramamiento de sangre de animales inocentes. Séneca volverá a comer carne al cabo de un año por recomendación de su padre, pues el emperador Tiberio había prohibido los cultos extranjeros y había señalado que la abstinencia de carne es una peligrosa superstición. Al mismo tiempo, el joven filósofo ahonda en su adhesión al estoicismo y estudia en profundidad disciplinas como la biología, la geografía, la geología y la astronomía. Más adelante, escribirá ensayos científicos, pero hemos perdido esas obras. Nunca se alejará del todo de ciertas convicciones pitagóricas y platónicas. A los veintidós años, comienza a ejercer la abogacía en Roma con vistas a desarrollar una carrera política. Su actividad dura poco. Un asma aguda lo obliga a guardar reposo. Las crisis respiratorias son tan violentas y angustiosas que llega a plantearse la posibilidad del suicidio. Los médicos le recomiendan trasladarse a un clima seco y su padre le propone viajar a Egipto, donde reside su tía, casada con el gobernador Cayo Galerio. Séneca acepta y en el año 25 se embarca hacia Alejandría para realizar un viaje de dos mil trescientos kilómetros. El mar actúa como mucolítico y alivia la congestión de sus bronquios. Ya en Alejandría, su salud mejora notablemente. El país del Nilo no es solo un lugar de paso, sino uno de los centros culturales y comerciales más importantes del Imperio romano. Es el granero de Roma, pero también el lugar que alberga algunas de las grandes maravillas del mundo antiguo. En Alejandría se halla la famosa biblioteca fundada en la época de los Ptolomeos, el templo de Serapis y el faro. Durante su estancia en Egipto, Séneca combina los estudios de filosofía con el ejercicio físico: carreras de resistencia, flexiones, salto de altura y longitud. Se interesa por la geografía, las costumbres y las creencias religiosas de los egipcios.
Séneca regresa a Roma en el año 31, con la idea de emular a Platón, que siempre soñó con convertir a los reyes en filósofos. Gracias a su tía, logra un cargo de cuestor, un puesto que suele ser la antesala del Senado. Su trabajo consiste en administrar el erario. Su fama como orador y abogado crece sin parar. Presenciará desde primera fila la campaña de terror desatada por Tiberio, que ejecuta por capricho, avaricia o simples sospechas de desafección. Cuando Calígula sube al poder, Séneca publica su primera obra, Consolación a Marcia, hija de Cremucio Cordo, patriarca de los Anneos y víctima de la cólera de Tiberio. Al principio, Calígula muestra moderación y tolerancia, pero no tarda en superar en crueldad a su predecesor. Su ambición de poder no tiene límites. Nombra senador a su caballo. No por un arrebato de locura, sino para humillar al Senado. Calígula contempla con desagrado a Séneca. Critica su estilo literario, afirmando que es arena sin cal, es decir, sin consistencia. Su antipatía se acaba transformando en odio y decide condenarlo a muerte, pero una de sus amantes lo disuade, asegurándole que está enfermo y que morirá pronto. Calígula se olvida de él y en el año 40 un grupo de pretorianos apuñala al emperador hasta la muerte en un anfiteatro. Poco después, Séneca publica De ira, asegurando que es una emoción a la que no puede aplicarse la doctrina aristotélica del justo medio. La ira es locura transitoria y no transige con la moderación. Algunos interpretan la obra como una crítica a la tiranía de Tiberio y Calígula.
Claudio reemplaza a Calígula, en lo que no es una decisión del Senado, sino una imposición militar. Claudio es tenido por débil. Su mujer, Mesalina, intenta dominarlo para que condene a muerte a Séneca bajo la acusación de cometer adulterio con Julia Livila, hermana de Calígula, pero el emperador conmuta la pena por el destierro a Córcega. Durante su estancia forzosa en la isla, Séneca escribe poemas, tragedias y pequeños tratados. Algunos critican que solicite el perdón del emperador, asegurando que es inocente. Desea volver a Roma, lo cual no le impide afirmar que el ser humano es ciudadano del mundo y su patria está en todos lados. En la Consolación a Polibio, reitera su petición de clemencia, pero de forma indirecta. El destierro finaliza cuando Mesalina es ejecutada por conspirar contra Claudio y cuando Agripina la menor, la nueva esposa del emperador y hermana de Calígula, decide que Séneca vuelva a Roma como pretor y tutor de su hijo Lucio Domicio Enobarbo, el futuro Nerón.
Según la mayoría de los historiadores, Claudio es envenenado por Agripina en el año 54. Nerón sube al poder con diecisiete años y Séneca es nombrado consejero y cónsul sufecto, uno de los cargos de más alto rango. Durante ocho años, gobernará el Imperio en colaboración con Sexto Afranio Burro, prefecto del pretorio. Séneca se burla del emperador asesinado en una obra satírica titulada Apocolocyntosis divi Claudii (Calabacificación del divino Claudio), donde le asigna un puesto de burócrata en el Hades, cuestionando su divinización. No es algo insólito, pues Claudio nunca despertó su simpatía ni la del pueblo. Sin embargo, no parece muy elegante hacer leña del árbol caído. No se puede recriminar nada a Séneca durante sus años de máximo poder: priorizó la diplomacia sobre la guerra, redujo los impuestos indirectos, combatió la corrupción y organizó una expedición para localizar las fuentes del Nilo. Al mismo tiempo, se enriqueció y vivió lujosamente, suscitando acusaciones de hipocresía, pues siempre se había pronunciado a favor de la sobriedad. Nerón, que al principio lo había colmado de honores y regalos, empezó a sentirse molesto con su éxito. Se ha dicho que Séneca justificó en una carta al Senado el asesinato de Agripina, ejecutada por orden de su propio hijo por conspirar contra él. Algunos historiadores aventuran que el texto no salió de su mano, pero otros lo consideran auténtico y recriminan con dureza su actitud. Tigelino, Vitelio y Petronio, que forman parte de la corte de aduladores de Nerón, organizan una campaña de desprestigio contra Séneca y piden su cabeza. Abrumado y hastiado, en el año 62 el filósofo solicita al emperador retirarse de la vida pública y le ofrece todos sus bienes. Nerón le concede el retiro, pero tardará varios años en aceptar su fortuna. Séneca se instala en una villa con Paulina, su segunda esposa, y comienza a escribir las cartas dirigidas a su amigo Lucilio.
Alejarse de la corte de Nerón solo le aporta unos años de tranquilidad. Durante ese tiempo, vigila sus viñedos, no descuida el ejercicio físico, escribe y estudia. Según Tácito, Nerón ordena envenenarlo, pero gracias a la frugal dieta del filósofo la conspiración fracasa. En el año 65, se involucra a Séneca en la conjura de Pisón y el emperador aprovecha la acusación, al parecer infundada, para condenarlo a muerte. Como era previsible, Séneca elige el suicidio para evitar la vejación de ser ejecutado y la posibilidad de ser torturado. No se le permite redactar testamento, pues le confiscan todos sus bienes. Séneca se abre las venas de brazos y piernas. Su esposa Paulina decide acompañarlo, pero los guardias y los sirvientes le salvan la vida, vendándole las heridas. Nerón ha dispuesto que ella viva, quizá para no añadir más oprobio a su nombre. La muerte se demora y Séneca bebe cicuta para acelerar el fin, pero la agonía prosigue. Agotado, se introduce en un baño caliente y el vapor lo asfixia debido a su asma crónica. Sus dos hermanos y su sobrino Lucano se suicidan para no caer en manos de Nerón y sufrir una muerte indigna. Los restos de Séneca son incinerados sin ninguna ceremonia, respetando lo que había dispuesto en un testamento redactado años atrás. Ignoramos si afrontó su última hora con la esperanza de albergar un alma inmortal, pero no cabe ninguna duda sobre su valentía al encarar la muerte. Cuando el tribuno le comunicó la sentencia de muerte y la confiscación de sus propiedades, Séneca se dirigió a sus sirvientes y les dijo: «Os dejaré algo mejor que bienes materiales. Un ejemplo de dignidad y entereza».
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Las primeras cartas a Lucilio son breves. La tradición medieval y renacentista identificó a Lucilio con un procurador romano de Sicilia, pero hoy algunos historiadores barajan otras posibilidades e incluso cuestionan su existencia. (Sucede algo similar con Nicómaco: aún no sabemos si era el hijo, el editor, un amigo o un personaje imaginario inventado por Aristóteles). Quizá Séneca se limitaba a cumplir un trámite, pero enseguida despunta su genio. En el tramo final de su vida, y con la certeza de que Nerón podía ordenar su muerte en cualquier momento, reflexiona sobre el tiempo, señalando que malgastamos nuestra existencia con actividades inútiles. Pensamos que la muerte es algo lejano, cuando en realidad ya se ha apoderado de la mayor parte de nuestra biografía. Séneca cuestiona el poder nutritivo de los viajes, que dispersan nuestra atención y nos hacen descuidar nuestro entorno. Es mejor familiarizarse con lo más cercano y alimentarse de libros, que dejan un poso más duradero en el alma. Del mismo modo, no hay que ambicionar una gran vida social; es preferible tener pocos amigos y cuidarlos. También es mejor releer a los clásicos que sumergirse en novedades de valor desconocido. Solo es sabio el hombre que sabe aprovechar su tiempo y no ambiciona más de lo que necesita. No hay que temer la muerte, pues, cuando acontece, se desvanece nuestra capacidad de sentir. Quizá el alma es inmortal, pero no lo sabemos y eso no debería modificar nuestra actitud ante la perspectiva de morir.
Séneca considera que la sabiduría no se adquiere mediante preceptos, sino a través de los ejemplos. Debemos convertir nuestra vida en una obra maestra y cultivar la amistad con nosotros mismos, algo que será imposible si nos avergüenzan nuestros actos. Ser amigo de uno mismo es una fórmula infalible para no sucumbir a la soledad. Eso no significa que debamos caer en la misantropía. Conviene huir de las multitudes, pero hay que buscar la compañía de esos amigos que estarían dispuestos a morir por nosotros y por los que nosotros moriríamos. No lograremos crear lazos sólidos si no hemos sido capaces de recogernos en nuestro interior y aprender a moderar nuestras pasiones. Hay que buscar el «aplauso interior». En la carta «Del recogimiento del sabio», Séneca escribe: «Si [...] me recogí en la soledad y cerré las puertas a cal y canto, lo hice para poder ser útil a muchos». La filosofía, que exige un tiempo de retiro y reflexión, no es una disciplina meramente especulativa, sino el camino hacia la libertad.
Séneca cita a Epicuro, que aconseja volverse esclavo de la filosofía para ser verdaderamente libre. La filosofía nos enseña que la amistad nunca debe ser interesada. Amamos para cuidar, acompañar y compartir las penalidades de los seres queridos, no pensando en lo que pueden hacer por nosotros. La amistad no es un negocio. Aunque Séneca describe a Dios como logos, la carta décima desprende una sensibilidad cristiana, pues sostiene que hay que obrar como si Dios nos contemplara y hay que hablar con Él como si los hombres escucharan nuestro diálogo. Ese Dios no es el logos impersonal, sino algo parecido a una Persona.
En solo diez cartas, Séneca ha desplegado una visión profunda sobre la vida, la muerte, la amistad, la virtud y la piedad. Lo que comenzó como un intercambio epistolar se ha convertido en un ejercicio de sabiduría. Séneca no alardea de erudición. Su objetivo no es deslumbrar, sino conocer la verdad. No lamenta su vejez, pues estima que es la época donde el ser humano deja de ser esclavo de las pasiones. Aunque su tiempo se acorta, se aferra al presente, la morada de la conciencia. El que mira con nostalgia el pasado y anticipa con angustia el futuro desperdicia la existencia, pues lo único real es el ahora. El sabio no lamenta lo que ha dejado atrás: riqueza, cargos públicos, pasiones. Todas esas cosas solo son cargas, no dones. Para ser feliz es suficiente la virtud. La buena conciencia, las buenas acciones y el deseo de mejorar son las mejores recompensas. No hay que amar demasiado la vida, ni odiarla en exceso. Solo hay que saber afrontarla con serenidad e inteligencia. Vivir ocioso no es una alternativa digna. Vivir con miedo no es menos vergonzoso. En la carta sobre las «Ventajas de la quietud y menosprecio de la muerte», Séneca menciona el eterno retorno: «Nada verás en este mundo que se extinga, sino que todo sucesivamente se abate y se incorpora». Séneca escribe a la sombra del pitagorismo y el platonismo.
En la carta sobre «El dios interior», vuelve a expresarse de un modo que evoca el mensaje cristiano: «Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti. Sí, Lucilio; un sagrado espíritu habita dentro de nosotros, observador de nuestros males y guardián de nuestros bienes, el cual nos trata así como lo tratamos nosotros. No hay hombre bueno sin Dios. ¿Por ventura puede alguno elevarse sobre la fortuna si Él ni lo ayudara? Él da consejos magníficos y rectos; en cualquiera de los hombres buenos habita Dios». Eso sí, Séneca cita un verso de la Eneida para matizar su apunte teológico: «Dios, es cosa incierta». El hombre es un ser racional y la razón exige que viva conforme a su naturaleza. Eso significa seguir los nobles y elevados consejos del dios que mora en su interior. Séneca parece prefigurar el concepto de ley moral de Kant, según el cual todos los hombres llevan en su interior una voz o mandato que les exige obrar el bien.
El mal nunca es una buena alternativa, pues jamás produce esa satisfacción interior que se obtiene al hacer lo correcto. El castigo de la maldad es el descontento que causa en sus artífices, que viven atormentados por sus actos. Las ventajas que se consiguen con acciones indignas nos arrebatan la autoestima. Además, nos esforzamos en ocultarlas. Una conciencia intranquila es incompatible con la felicidad. El hombre verdaderamente libre vive como si las puertas de su casa estuvieran permanentemente abiertas. No tiene nada que esconder. Nada de lo que avergonzarse. «La buena conciencia apela a la gente; la mala, aun en la soledad, se muestra acongojada y solícita. Si es honesto lo que haces, que todos lo sepan; si es torpe, ¿de qué sirve que no lo sepa alguno si tú lo sabes? ¡Oh, miserable, si desprecias este testigo!». Séneca apunta en la carta «La auténtica nobleza es la virtud» que una conciencia satisfecha nace del reconocimiento del carácter sagrado de la vida humana: «Todos los hombres, si se considera su primer origen, descienden de Dios». La sabiduría, que es accesible para todos, nos enseña este hecho, muchas veces cuestionado o ignorado, y nos revela que las diferencias legítimas entre los seres humanos no proceden de su origen, sino de la meta que persiguen. La sabiduría consiste en aprender a vivir o morir, y no en sutilezas verbales o piruetas dialécticas.
En la carta «Hay que tratar a los esclavos con humanidad», Séneca subraya la dignidad de los esclavos, a los que define como «humildes amigos», y recuerda que su humanidad es similar a la de sus amos: «Anímate a pensar que este a quien llamas tu esclavo ha nacido de la misma semilla que tú, goza del mismo cielo, respira de la misma forma, vive y muere como tú». Séneca recomienda acoger al esclavo en la intimidad, incluirlo en las conversaciones familiares y prodigarle los mismos consejos que a los hijos. No hay que infundirle temor, sino despertar su amor. A fin de cuentas, todos somos esclavos: esclavos de la lujuria, la avaricia, los miedos, los honores, la esperanza.
La vida es breve y hay que utilizarla para perfeccionarse. Por eso hay que reconocer los defectos propios y luchar por corregirlos. No hay que engañarse: «No es extrínseco nuestro mal; está dentro de nosotros». El sentimiento de duelo por la pérdida de un amigo no es un vicio, pero conviene moderarlo y transformarlo en suave melancolía. Cuidar el cuerpo tampo