PREFACIO
«¡Nunca más!»
Evitar una segunda guerra mundial fue, tal vez, el deseo más comprensible y compartido de la historia. Más de dieciséis millones y medio de personas —setecientos veintitrés mil británicos, un millón setecientos mil franceses, un millón ochocientos mil rusos, doscientos treinta mil súbditos del Imperio británico y más de dos millones de alemanes— murieron en la Primera Guerra Mundial. Solo el primer día de la batalla del Somme cayeron veinte mil soldados del ejército británico, y en el osario de Douaumont se guardan los restos de unos ciento treinta mil combatientes franceses y alemanes, pero todos juntos no suman ni una sexta parte de los caídos durante los trescientos dos días que duró la batalla de Verdún. Casi ningún superviviente se libró por completo de los desastres de la guerra. Casi todos tenían un padre, un marido, un hijo, un hermano, un primo, un novio, un amigo muerto o mutilado. Ni los vencedores pudieron sentirse como tales cuando todo acabó. El cenotafio que se inauguró el 19 de junio de 1919 en Whitehall no fue un arco de triunfo, sino un símbolo de la pérdida. En cada conmemoración del armisticio miles de británicos desfilaron ante él arrastrando los pies en un silencio triste, mientras que, a ambos lados del canal, colegios, pueblos, ciudades y estaciones de ferrocarril recordaban a amigos y compañeros en sus propios memoriales. Durante los años posteriores a la guerra un pensamiento se impuso y se repetía sin descanso, firmemente arraigado en cada uno: «¡Nunca más!».
Pero volvió a ocurrir. Nada pudieron las mejores intenciones y los esfuerzos orientados tanto a la conciliación como a la disuasión: veintiún años después de «la guerra que acabaría con las guerras», los británicos y los franceses volvieron a enfrentarse con el mismo enemigo. El objetivo de este libro es ayudarnos a entender cómo llegó a suceder.
El debate sobre la política del apaciguamiento —los intentos de Reino Unido y Francia para evitar la guerra haciendo concesiones «razonables» a los alemanes y los italianos durante la década de 1930— es tan pertinaz como polémico. Por un lado, se lo tacha de «desastre moral y material» responsable del conflicto más mortífero de la historia, pero por otro se lo considera «una idea noble, fruto de las raíces cristianas, del coraje y del sentido común».[1] Entre estos dos polos se extiende un mar de matices, de discusiones secundarias y de escaramuzas históricas. La historia rara vez carece de matices y, sin embargo, los políticos y los expertos, de Reino Unido y Estados Unidos principalmente, no dejan de invocar las presuntas lecciones de la época para justificar las intervenciones militares en territorios extranjeros —Corea, el canal de Suez, Cuba, Vietnam, las Malvinas, Kosovo e Irak (en este último, dos veces)— mientras que, por el contrario, cualquier intento de alcanzar un entendimiento con un antiguo enemigo se compara de inmediato con el infame Acuerdo de Múnich de 1938. Cuando comencé a investigar para escribir este libro, en la primavera de 2016, los conservadores de Estados Unidos invocaban el fantasma de Neville Chamberlain en su campaña contra el acuerdo nuclear con Irán que impulsó el presidente Obama, al tiempo que, hoy en día, la estrategia del apaciguamiento vuelve a ser relevante como respuesta para un Occidente que lucha por hacer frente al revanchismo y las agresiones de Rusia. Un análisis actualizado de esta política tal como se concibió y se ejecutó en sus orígenes parece, por tanto, tan justificado como pertinente.
Abunda, desde luego, la literatura sobre este asunto, aunque no es ni tan minuciosa ni está tan actualizada como normalmente se cree. De hecho, los libros sobre la Segunda Guerra Mundial se han multiplicado en los últimos veinte años, pero a las causas y el desarrollo de los acontecimientos que llevaron a la catástrofe no se les ha prestado demasiada atención. Es más, los muchos y excelentes libros que abordan la política del apaciguamiento suelen centrarse en un hecho en particular, como lo ocurrido en Múnich, o en tal o cual persona, como, por ejemplo, Neville Chamberlain. Mi intención, por el contrario, era escribir un libro que abarcase todo el periodo, desde el nombramiento de Hitler como canciller de Alemania hasta el final de «la guerra ilusoria», para ver cómo cambiaron las actitudes y la política a lo largo del tiempo. Quería también estudiar un cuadro mucho más amplio que el que se ciñe, sin más, a los protagonistas. El deseo de evitar la guerra encontrando la manera de convivir con los estados dictatoriales se extiende más allá de los confines de los gobiernos y, por tanto, si bien personajes como Chamberlain, Halifax, Churchill, Daladier y Roosevelt son fundamentales en este relato, he examinado también las acciones de figuras menos conocidas, en particular las de los diplomáticos aficionados. Por último, deseaba escribir una narración que capturase la incertidumbre, el drama y los dilemas de aquel periodo histórico. Así que, aunque no falten en ningún momento los comentarios y los análisis, mi propósito principal ha sido construir un relato cronológico, basado en diarios, cartas, artículos periodísticos y despachos diplomáticos, que guíe al lector a través de aquellos turbulentos años. Para ello, he tenido la suerte de poder acceder a más de cuarenta colecciones de documentos privados, algunos de los cuales me han brindado nuevos y apasionantes hallazgos. Como no he querido interrumpir la narración, no he resaltado estos descubrimientos, pero, allí donde me ha sido posible, he favorecido a las fuentes inéditas sobre las publicadas, atendiendo a su frecuencia y extensión.
Un libro sobre relaciones internacionales tiene, naturalmente, un alcance internacional. Sin embargo, esta obra versa, antes que nada, sobre la política, la sociedad y la diplomacia británicas. Por extraño que pueda parecer hoy en día, en la década de 1930 se consideraba a Reino Unido como la nación más poderosa del mundo —el orgulloso centro de un imperio que abarcaba una cuarta parte del globo terrestre—. Era evidente que Estados Unidos era una potencia en auge, pero tras la Primera Guerra Mundial se había quitado de en medio con su política aislacionista, mientras que Francia —la otra nación capaz de poner freno a las ambiciones alemanas— optó por dejar en manos de los líderes británicos las acciones militares y diplomáticas. De modo que estos, aunque habrían preferido no mezclarse con los problemas del continente, se dieron cuenta de que allí se los percibía como el único poder capaz de asumir el liderazgo militar, moral y diplomático necesario para frenar a Hitler y sus planes de dominar Europa.
Las decisiones que habrían de afectar no solo a Reino Unido sino al resto del mundo las tomó un número llamativamente reducido de personas y, por tanto, las páginas que siguen podrían interpretarse como la reivindicación máxima de la disciplina histórica de la «alta política». Sin embargo, estos hombres —pues eran hombres casi todos— no actuaron aisladamente, en el vacío. Los líderes políticos británicos, que fueron muy conscientes de las restricciones políticas, financieras, militares y diplomáticas —reales y supuestas—, no fueron menos considerados con la opinión pública. Era este un concepto bastante vago en una época en que los sondeos de opinión eran aún incipientes. Pero existía, se adivinaba a través de las cartas a los periódicos, de la correspondencia y las conversaciones, y se trataba con la máxima seriedad. La mayoría de los líderes de Reino Unido y Francia, elegidos democráticamente en la década de 1930, estaba convencida de que sus conciudadanos no apoyarían una política que pudiera desembocar en una nueva guerra, y actuaron en consecuencia. Pero ¿y si la guerra era inevitable? ¿Y si la ambición de Hitler no tenía límites? ¿Y si el deseo mismo de evitarla no la hacía sino más probable aún?
PRÓLOGO
La tormenta estalla
La tarde del viernes 1 de septiembre de 1939, Alfred Duff Cooper, que hasta el año anterior había sido primer lord del Almirantazgo, se cambió de chaqueta para cenar, como de costumbre, antes de reunirse con su esposa, Diana, y tres compañeros del Partido Conservador en el Savoy Grill. No había nada en aquel suave atardecer de un día soleado, ni en el espléndido comedor de estilo art déco donde se encontraban, que hiciera presagiar una crisis. Sin embargo, cuando salieron de allí, más tarde, se quedaron perplejos al verse rodeados por la más completa oscuridad —debida a un apagón forzoso y repentino—. No había ni un taxi por los alrededores y los Cooper empezaban a inquietarse por no saber cómo volverían a casa cuando «Bendor» Grosvenor, segundo duque de Westminster, apareció en su Rolls-Royce y se ofreció a llevarlos. Aceptaron con mucho gusto, aunque lo lamentaron cuando el duque empezó a despotricar contra los judíos, a quienes responsabilizaba de la incipiente guerra. Cooper, que tenía un carácter explosivo, se vio obligado a recordarse a sí mismo su condición de huésped para refrenar su lengua. Cuando el duque, sin embargo, manifestó su alegría porque los británicos no estuviesen aún en guerra con Alemania gracias a que eran los «mejores amigos» de Hitler, el exprimer lord no pudo aguantar más y le espetó a su alteza, antes de bajarse a toda prisa de su coche en Victoria: «Espero con ansia que Hitler descubra pronto en los británicos a sus más implacables y encarnizados enemigos». Al día siguiente, a Cooper le hizo gracia enterarse de que Westminster iba diciendo por ahí que, si Reino Unido entraba finalmente en la guerra, toda la culpa sería «de los judíos... y de Duff Cooper».[1]
Doce horas antes, un millón y medio de soldados alemanes, dos mil aeroplanos y cerca de dos mil quinientos tanques habían invadido Polonia por el norte, el sur y el oeste. Los bombarderos de la Luftwaffe destruían aeródromos y ciudades mientras las divisiones Panzer atravesaban como un relámpago los campos polacos. En Londres, tanto los políticos como los ciudadanos de a pie se daban cuenta de que estaba a punto de estallar la guerra. Según las condiciones del acuerdo que Reino Unido y Polonia habían firmado seis días antes, la primera se comprometía a ayudar a la segunda en el caso de que esta sufriera un ataque. «Ahora estamos en el mismo barco —le dijo aquella mañana sir John Simon, ministro de Hacienda, al embajador polaco, el conde Edward Raczynski—: Inglaterra siempre cumple con la palabra dada a sus amigos.»[2]
Ese mismo día, más tarde, el primer ministro, Neville Chamberlain, recibió las ovaciones de la Cámara de los Comunes cuando declaró, dando un puñetazo en la mesa, que «El responsable de esta terrible catástrofe es un único hombre, el canciller de Alemania, que no ha dudado en hundir al mundo en la desgracia para satisfacer sus insensatas ambiciones». Al oír estas palabras, el diputado conservador Edward «Louis» Spears no pudo evitar acordarse de cómo se jactaba Chamberlain el año anterior, tras la Conferencia de Múnich, de haber logrado «la paz para nuestra era». Ahora, en cambio, se mostraba firme, beligerante, incluso. El Consejo de Ministros había dado luz verde aquella mañana a la movilización de la totalidad del ejército, y el embajador británico en Berlín le había dicho al ministro alemán de Asuntos Exteriores que, si su Gobierno no ponía fin a las hostilidades y replegaba sus tropas, «el Gobierno de Su Majestad la reina» cumpliría «sin vacilaciones sus compromisos con Polonia». Sin embargo, no deja de ser llamativo que el Gobierno británico se olvidara de poner una fecha límite a este cuasi ultimátum.[3]
Al día siguiente, sábado 2 de septiembre, hizo un calor denso y opresivo. Mientras los parlamentarios, que no estaban acostumbrados a quedarse en la ciudad los fines de semana, luchaban para no morir de aburrimiento, nubes siniestras formaban en fila en el horizonte: se avecinaba una tormenta, estaba claro. Los preparativos contra los bombardeos que presumiblemente caerían sobre la ciudad en cuanto Reino Unido declarase la guerra proseguían. Se evacuaba a las mujeres y a los niños al campo (muchas habían salido ya el día antes); se evacuaba a los antiguos maestros de la National Gallery. Sacos de arena se apilaban frente a los edificios gubernamentales, y una flota de globos de barrera se mantenían suspendidos en lo alto perezosamente. En un gesto delirante, por su absoluta inutilidad, el duque de Windsor, el otrora Eduardo VIII, le envió a Hitler un telegrama en el que le instaba a «hacer todo lo que pudiera por la paz».[4]
Al atardecer, las multitudes empezaron a apelotonarse en Whitehall, mientras los ministros del Gabinete llegaban a Downing Street y los diputados se dirigían a toda prisa al Parlamento. El ambiente, como constató el contralmirante Tufton Beamish, diputado por Lewes, era bien distinto al de 1914, cuando Reino Unido entró en la Primera Guerra Mundial: «Whitehall bullía entonces con las multitudes eufóricas, inconsciente de los millones de muertos, del reclutamiento obligatorio, de la miseria, la desolación y el caos que vendrían... Ahora veo gravedad en los corazones, lucidez en las mentes y una determinación inquebrantable».[5]
Los miembros del Parlamento no parecían tan serenos. Estaban, más bien, desconcertados por las afirmaciones imprecisas que Chamberlain había hecho la noche anterior. Se habían reunido en la Cámara de los Comunes a las tres menos cuarto de la tarde para escuchar la declaración oficial de guerra por parte de Reino Unido. Pero apareció sir John Simon y les comunicó que el primer ministro se retrasaría y no acudiría a la Cámara hasta bien entrada la tarde. Empezaron a correr rumores inquietantes: el dictador italiano, Benito Mussolini, había propuesto una cumbre internacional y el Gabinete estaba planteándose acudir; el Partido Laborista se había negado a formar parte de una coalición; los franceses se disponían a echarse atrás.
Para matar el tiempo y mantener los nervios a raya, los miembros de la Cámara se dieron a la bebida en el salón de fumadores. «Las cantidades de alcohol que consumieron... ¡Aquello era increíble!», recordaba el antiguo secretario del Gabinete, lord Hankey.[6] «Se hablaba por los codos —dijo uno de los diputados conservadores—. Una ansiedad incesante nos carcomía por dentro a causa de nuestro compromiso con Polonia.»[7] «Veíamos desvanecerse ante nuestros ojos el honor de Reino Unido», afirmó otro testigo.[8] Finalmente, sonaron las campanas y los parlamentarios, espoleados por el «coraje del borracho», volvieron a la Cámara para oír la más que segura declaración de guerra.[9] El ambiente que se respiraba era «como el de la sala de un tribunal que aguarda el veredicto del jurado».[10]
A las ocho menos dieciocho minutos Chamberlain hizo su entrada entre las aclamaciones de sus partidarios. Dos minutos después ya estaba listo para hablar. Todos los miembros de la Cámara se inclinaban hacia delante en sus escaños. «Todos estaban muy alterados porque se les iba a anunciar que se había declarado la guerra; lo daban por supuesto», escribió Louis Spears.[11] Pero no hubo ninguna declaración, ningún anuncio. Tras informar con desgana de los últimos mensajes intercambiados entre el Gobierno de la nación y el de Alemania, el primer ministro confirmó los rumores de la cumbre de cinco países que había propuesto Italia para resolver el conflicto entre alemanes y polacos. Por supuesto, dijo, esa cumbre no era factible mientras Polonia «siguiera sufriendo la invasión de su territorio». Sin embargo, si el Gobierno de Alemania «aceptase retirar sus tropas, entonces el Gobierno de Su Majestad la reina estaría dispuesto a volver a su postura oficial, la que había mantenido hasta que los alemanes cruzaron la frontera polaca». Estaban dispuestos, en efecto, a participar en cualquier negociación que pudiera surgir si esta retirada se producía.[12]
Los comunes no daban crédito: ¡los polacos habían padecido el más espantoso de los bombardeos durante más de treinta y seis horas y el Gobierno británico seguía mareando la perdiz! Y lo que era peor, muchos parlamentarios dedujeron que el primer ministro pretendía llegar a un acuerdo despreciable a base de hacer concesiones, como el de Múnich. «Los diputados se desplomaron en sus sillas como si los hubieran petrificado —recordaba Spears—. La conmoción fue tal que todo enmudeció por completo; solo se oyó el ruido del primer ministro al sentarse.»[13] Ningún «así se habla, sí señor» respondió a las palabras de Chamberlain.
Cuando el líder en funciones de los laboristas, Arthur Greenwood, se levantó para replicar, una ola de voces y gritos lo detuvo. Lo aclamaban sus propios compañeros, como de costumbre, pero también, y esto era realmente extraordinario, toda la bancada conservadora, que clamaba pidiéndole coraje. «Hable en nombre de Inglaterra», gritaba el antiguo ministro de las Colonias, Leo Amery.[14] Greenwood estaba tan desconcertado que casi se tambaleó. Sin embargo, no desaprovechó la ocasión y declaró que «cada minuto de retraso» significaba «poner en peligro nuestros intereses... los cimientos mismos de nuestro honor nacional». Es posible que hubiera buenas razones para explicar la vacilación del primer ministro (era consciente de las dificultades que estaba encontrando el Gobierno en su intento de forzar a los franceses a que se comprometieran con un plazo concreto para el ultimátum), pero aquello no podía seguir así.
Cuando mostramos debilidad, en ese preciso momento, la dictadura sabe que nos ha vencido. Y no nos ha vencido. Ni nos vencerá. No puede vencernos. Pero el retraso es peligroso y espero que el primer ministro... sea capaz de comunicarnos mañana a mediodía, cuando la Cámara vuelva a reunirse, qué decisión se ha tomado finalmente.[15]
Cuando Greenwood se sentó, se armó el escándalo. Agitando sus programas con los asuntos de la sesión del día, los tories backbenchers, que normalmente se mostraban serviles, vitorearon al líder laborista hasta enronquecer. «Todos esos que quieren morir injuriaban a César», dejó dicho para los anales de la Cámara el secretario de Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores, Henry «Chips» Channon. Era «la vieja cólera de Múnich otra vez».[16] Un diputado laborista partidario de la paz intentó golpear a uno de sus colegas más belicosos. Chamberlain palideció. Y no le faltaban motivos, pensó Harold Nicolson, también laborista: «Ahí estaban los más fervientes adversarios de Greenwood jaleándolo a voz en grito. Parecía que a los de la primera fila los hubieran abofeteado».[17]
En su escaño, junto al pasillo, un hombre guardaba silencio.
Era Winston Churchill. Nadie había defendido tanto como él la necesidad de prepararse para hacer frente al peligro que representaba la Alemania nazi. Había abogado con todas sus fuerzas por el rearme y la firme oposición contra las agresiones alemanas desde 1932, en lo que ya era la batalla política más larga y desesperada de su vida. Ahora, en estos instantes tan decisivos, callaba. Dudaba, ya que el día anterior había aceptado formar parte del Gabinete de Guerra y, en cierto modo, se consideraba ya un miembro del Gobierno. Por otro lado, no había tenido noticias de Chamberlain desde entonces y, ahora, según parecía, Reino Unido vacilaba en cuanto a su alianza con Polonia. Con la cabeza acelerada a causa de la emoción, convocó a unos cuantos parlamentarios afines en su casa a las diez y media de aquella noche. Allí, Anthony Eden, Bob Boothby, Brendan Bracken, Duff Cooper y Duncan Sandys se plantearon iniciar una rebelión en toda regla. Según Boothby, Chamberlain había perdido para siempre al Partido Conservador; era, por tanto, el deber de Churchill acudir al día siguiente a la Cámara de los Comunes y tomar el poder.
Para entonces, la tormenta ya había estallado. Doce ministros del Gabinete se amotinaron en el salón de sir John Simon, en el Palacio de Westminster, mientras los truenos retumbaban como cañonazos y la lluvia azotaba las ventanas de estilo gótico. Aquella misma tarde, el Gabinete había acordado rechazar la cumbre propuesta por Italia y dar un ultimátum a Alemania que expiraría no más allá de la media noche, independientemente de lo que decidiera Francia. Ahora, los doce —la mitad del Gabinete— sentían que el primer ministro se había echado atrás y se negaban a abandonar el salón del canciller hasta que Chamberlain aceptara celebrar otra reunión con ellos. La situación no tenía precedentes, recordaba el ministro de Agricultura, sir Reginald Dorman-Smith: «¡Estábamos en huelga!».[18]
Al final, después de muchas llamadas a París y de una reunión con el embajador francés, Chamberlain convocó al Gabinete para las once y media de la noche. Cansados y desaliñados tras atravesar el diluvio, iban llegando los ministros al número 10 de Downing Street, donde comprobaron, no sin asombro, que lord Halifax, el de Asuntos Exteriores, había tenido tiempo de vestirse para la cena. Con frialdad, Chamberlain pidió disculpas por el malentendido y relató los problemas que había tenido con los franceses, que se negaban a plantear un ultimátum antes de completar la movilización de todo su ejército y la evacuación de sus mujeres y sus niños. Estaba dispuesto, sin embargo, «a aceptar el punto de vista de sus colegas» en lo concerniente a dicho ultimátum, que Reino Unido debía emitir y que debía caducar antes de la próxima reunión de la Cámara, prevista para el mediodía del día siguiente. El embajador de Su Majestad en Berlín recibiría la orden de llamar al ministro de Asuntos Exteriores alemán a las nueve en punto de la mañana y de comunicarle que el ultimátum expiraría a las once, hora de verano británica. ¿Algo que objetar? No hubo respuesta. «Muy bien, caballeros —dijo Chamberlain, y a modo de resumen añadió—: Esto significa guerra». «Y, apenas lo hubo dicho —recordaba Dorman-Smith—, un enorme trueno retumbó y el destello cegador de un rayo iluminó toda la sala. Fue el trueno más ensordecedor que he oído en mi vida. El edificio entero se estremeció.»[19]
Once horas más tarde, Chamberlain se dirigió en directo por radio a todo el país.
1
El experimento hitleriano
Tengo la impresión de que los dirigentes políticos del Gobierno de Hitler no son gente normal. Muchos de nosotros, de hecho, tenemos la impresión de vivir en un país donde los fanáticos, los vándalos y los desequilibrados llevan la voz cantante.
El embajador británico en Berlín al ministro de Exteriores, 30 de junio de 1933[1]
Los remeros de Oxford luchaban contra el hielo del Támesis. En Yorkshire, los Foxhounds de East Holderness se habían enfrentado a la helada, pero se las veían ahora con el mal olor. Una nueva comisión de polo del Hurlingham Club se había constituido. Y la popularidad del fútbol profesional estaba afectando negativamente al fútbol aficionado. En «Noticias Nacionales», la sección que venía después de las páginas deportivas de The Times, un «enviado especial» se hacía eco de la urgente necesidad de un lugar donde almacenar los archivos del condado de Buckinghamshire. Se contaba también la tierna historia de unas muestras de «plasma y bacterias» que, tras ser sustraídas del coche de un doctor, habían logrado felizmente volver a las manos de su dueño. El artículo destacado de la sección «Imperial e internacional» trataba sobre el cambio de moneda en Nueva Zelanda. Había que esperar hasta la página diez, al lado de una columna que abordaba la última crisis del Consejo de Ministros francés, para leer el artículo donde se anunciaba que el presidente de la República de Alemania, el mariscal de campo Paul von Hindenburg, de ochenta y cinco años, había recibido al líder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, Adolf Hitler, para pedirle oficialmente que ocupara el cargo de canciller.[2]
El nombramiento de Hitler, el 30 de enero de 1933, tenía más interés de lo que daba a entender el anacrónico diseño de The Times, pero tampoco mucho más. Desde la guerra, los cancilleres alemanes habían durado una media de un año en el poder, y la economía se encontraba en medio de la Gran Depresión, con una tasa de paro del 24 por ciento. Los nazis habían causado algún revuelo con su avance en las elecciones de 1930 y sus asombrosos réditos electorales en julio de 1932, pero ese mismo año perdieron votos y, para muchos, habían tocado techo. Lo corroboraba, en cierto modo, el hecho de que Hitler se hubiera visto forzado a aceptar un gobierno de coalición con el anterior canciller, el democristiano Franz von Papen, como vicecanciller. Los del Partido Conservador, más numerosos que los nazis en el Consejo de Ministros, creían que podrían controlar a Hitler, y su presencia en el Gobierno tranquilizaba a las potencias extranjeras. «Hitler se ha convertido en canciller —observaba el diputado conservador británico Cuthbert Headlam—, pero no depende de sí mismo. Tiene a Von Papen como vicecanciller y un buen número de ministros del Partido Nacional en su gabinete. No creo que le permitan hacer mucho.»[3][*]
La figura de Hitler tampoco es que aterrorizara a los demócratas amantes de la paz. El Daily Telegraph se preguntaba cómo un hombre de aspecto tan anodino, «con ese ridículo bigotillo», podía resultar, para los alemanes, tan «atractivo e imponente».[4] El News Chronicle, de filiación liberal, se burlaba del triunfo del «decorador de interiores austriaco», y el Daily Herald, de tendencias laboristas, se mofaba del «austriaco bajito y rechoncho que daba flácidos apretones de mano y tenía la mirada esquiva, los ojos pardos y un bigote a lo Charlie Chaplin». Nada, seguía diciendo el Herald, «en la carrera del pequeño Adolf Hitler, histérico como una niña y vanidoso como un divo del teatro, parece indicar que escapará al destino de sus predecesores en el cargo».[5]
El día anterior, tras la renuncia del general Kurt von Schleicher, que había ocupado el cargo de canciller durante cincuenta y cinco días, The Times resaltó que un gobierno de Hitler «se consideraba la solución menos peligrosa para un problema plagado de peligros».[6] La promesa que había hecho el líder nazi de eliminar el Tratado de Versalles iba a generar «cierta ansiedad en algunos países extranjeros» pero —seguía diciendo el periódico al día siguiente— «hay que ser justos con los nazis y admitir que no han alzado más la voz a causa de la inhabilitación de Alemania que la mayoría de los partidos constitucionales de aquel país».[7] The Economist y el Spectator compartían esa misma opinión. Y el New Statesman, de sesgo laborista, se mostraba incluso más esperanzador: «No, no veremos el exterminio de los judíos o la caída del poder financiero internacional —se decía en sus páginas el 3 de febrero de 1933—. Arremeterán, sin duda, contra los comunistas, pero presionar hacia los extremos generará una poderosa resistencia que puede dar lugar, incluso, a un “Frente marxista unido”, algo mucho más beneficioso para los nazis y sus aliados de lo que ellos mismos se imaginarían».[8] Al final resultó ser el Morning Post, un periódico imperialista, el que más se aproximó a la realidad al señalar que el último relevo en la política alemana no auguraba nada bueno para la paz interna del país y al predecir que el nuevo Gobierno muy probablemente «buscaría solucionar sus problemas domésticos con aventuras en el extranjero».[9]
Los grandes acontecimientos alemanes coincidían, y así sucedió durante los seis años siguientes, con las crisis políticas internas en Francia. El 28 de enero, el día en que Schleicher dimitió, los socialistas retiraron su apoyo al plan del primer ministro, Joseph Paul-Boncour, para «salvar» la economía francesa mediante la subida de un 5 por ciento en todos los impuestos directos.[*] PaulBoncour presentó su dimisión y el ministro de la Guerra, el radicalsocialista Édouard Daladier, ocupó el cargo vacante por primera vez.[*] A pesar de todo esto, la llegada de Hitler al poder no pasó desapercibida. «Alemania enseña ahora su verdadero rostro», decía Le Journal des débats. Y, a juicio del influyente Paris-soir, Alemania había dado un paso hacia la restauración de la monarquía y hacia «una política exterior más intransigente».[10] Mientras que algunos periódicos se alarmaban (los de izquierdas, sobre todo), otros reaccionaban de un modo más ambiguo. Al igual que sucedía en Reino Unido, algunos izquierdistas se lanzaban a infravalorar al que para ellos no pasaba de ser un «vulgar demagogo» y un «pintor de brocha gorda», mientras que la derecha francesa se mostraba dividida entre su tradicional antiprusianismo y la admiración por las políticas anticomunistas de Hitler. De modo que, al mismo tiempo que L’Ami du peuple —cuyo dueño era el multimillonario, perfumista y fundador de la liga fascista francesa, François Coty— admitía «el odio implacable de Hitler a Francia», también creía que los nazis estaban haciéndole un gran favor a la «civilización» al eliminar la «espantosa experiencia del bolchevismo».[11] Opiniones similares, aunque expresadas con más moderación, aparecieron en L’Écho de Paris, Le Petit Journal y La Croix.
El embajador francés en Berlín, André François-Poncet, y su homólogo británico, sir Horace Rumbold, habían dado por perdido a Hitler a finales de 1932. Ahora se mostraban inalterables ante el fracaso de sus propias predicciones: «El experimento hitleriano tenía que llevarse a cabo de un modo u otro —le escribió Rumbold a su hijo—, y ahora veremos adónde conduce».[12] François-Poncet coincidía: «Francia no tiene motivos para perder la calma», aseguró al Gobierno de su país el 1 de febrero de 1933, pero «esperemos a ver por dónde salen los nuevos señores del Reich».[13] No tuvieron que esperar demasiado.
Hitler no tardó mucho, apenas una semana, en mostrarle al mundo que la persecución y la violencia características de su ascenso al poder serían también la marca de su gobierno. Convenció a Hindenburg, ya que no tenía mayoría en el Reichstag, para que convocara unas nuevas elecciones. Los nazis, con el aparato del Estado a su servicio, desplegaron una campaña de terror y violencia. Las tropas de asalto de los camisas pardas boicotearon actos políticos, destrozaron las sedes de los comunistas y los socialdemócratas y apalearon a sus rivales. La prensa del país estaba amordazada, pero los corresponsales extranjeros daban cuenta, cada vez más horrorizados, de los asesinatos, linchamientos y represiones que tenían lugar a diario. El 27 de febrero de 1933, seis días antes de la votación, el Reichstag fue pasto de las llamas. Se arrestó a un comunista holandés en el lugar del siniestro. Los nazis anunciaron que el incendio había sido provocado y que era el primer acto de un intento de revolución bolchevique. Esto le dio a Hitler la excusa que necesitaba para establecer su dictadura. Las libertades civiles se suspendieron, los comunistas y otros rivales políticos fueron arrestados en masa y, el 23 de marzo, el recién elegido Reichstag votó su propia caída en el olvido con la aprobación de la ley habilitante que otorgaba a Hitler el poder de gobernar por decreto. Ese mismo mes, una fábrica de explosivos abandonada, al norte de la ciudad medieval de Dachau, en Baviera, se convirtió en un campo para la «custodia preventiva» de prisioneros políticos.
Y después les tocó a los judíos.
Según Hitler, no eran alemanes ni propiamente humanos; a los judíos se los culpó de la mayoría de los males del país. Desde que los nazis tomaron el poder, las Sturmabteilung (SA, la sección de asalto) consideraron de justicia arrasar con sus propiedades y atacarlos y asesinarlos impunemente. El 1 de abril de 1933 se produjo la primera acción persecutoria de alcance nacional, cuando los nazis promulgaron el boicot de todas las tiendas y demás negocios judíos. La opinión internacional estaba escandalizada. Cuarenta mil personas protestaron en Hyde Park y hubo otras manifestaciones en Manchester, Leeds y Glasgow, así como en Nueva York. The Scotsman describió el asunto como «lo más alto que han llegado las desbordadas aguas del odio», y lord Reading, el que fuera secretario de Exteriores y el segundo judío practicante del Gabinete,[*] dimitió como presidente de la Asociación Angloalemana.[14] Joseph Goebbels, el diminuto ministro nazi de Propaganda, levantó el boicot al día siguiente, pero el daño ya estaba hecho, y los judíos y otros «indeseables» fueron expulsados de todas las esferas de la vida pública alemana. A la inmensa mayoría de ellos les fue imposible encontrar un nuevo trabajo y miles se vieron forzados a exiliarse. La purga no excluyó, tal como observaba el embajador británico, a los judíos de renombre internacional, como el compositor Arnold Schoenberg, los directores de orquesta Bruno Walter y Otto Klemperer y el físico Albert Einstein. Ni siquiera Mendelssohn, muerto en 1847, se libró de la revolución nazi: su retrato se retiró del auditorio de la Filarmónica de Berlín.
No faltaron, claro, quienes decidieron no creer en las atrocidades que aparecían en la prensa y otras publicaciones como el Libro pardo sobre el incendio del Reischtag y el terror hitleriano, publicado en 1933. Lord Beaverbrook, dueño del Daily Express y del Evening Standard, periódicos de gran tirada, visitó Berlín en marzo de 1933 y volvió convencido de que «las historias sobre la persecución de los judíos eran exageradas».[15] Eso, obviamente, es lo que el Gobierno alemán y sus partidarios pretendían hacer creer a los visitantes demasiado curiosos, aunque la mayoría de estos ni se molestaban en mostrar curiosidad, o no tenían el suficiente arrojo para hacerlo. «Todos los informes extranjeros son tonterías, patrañas —le escribió Ernst Heyne, ferviente coronel nazi, al general británico de la Primera Guerra Mundial, sir Ian Hamilton, el 1 de abril de 1933—. Ningún país, me consta, ha sido tan tolerante con esa gente [los judíos] como nosotros.» Heyne le pedía después a Hamilton que hiciera «todo lo posible en su círculo de amistades para evitar que la campaña antialemana auspiciada por los medios de comunicación se intensificara».[16] Hamilton no le respondió hasta octubre, pero lo hizo con gran entusiasmo, felicitando a Heyne por su «nuevo uniforme nazi, con sus pantalones bombacho impecables, pulquérrimos... Todos están entusiasmados con vosotros a lo largo y ancho de Alemania y se preguntan qué es lo siguiente que vais a hacer. En cuanto a mí, sabes que soy un buen amigo de tu país y confío en que, andando el tiempo, conseguiréis todo lo que deseáis».[17] Unas semanas después se mostró más enfático incluso en una carta dirigida a otro corresponsal alemán: «Soy un admirador del gran Adolf Hitler y he hecho cuanto ha estado en mi mano para apoyarle en algunos momentos difíciles».[18]
Hamilton no era un fascista ni un antisemita empedernido. Aunque se había negado a firmar una carta que condenaba la persecución de los judíos alemanes con la excusa no muy convincente de que estaba ya involucrado en demasiadas causas públicas, le aseguró a la periodista y escritora Rebecca West que él no tenía «prejuicios antisemitas» y que, en dos ocasiones, lo habían elegido para encabezar la marcha de los veteranos judíos de la Primera Guerra Mundial ante el cenotafio del Armisticio.[19] Cuando Hitler se hizo con el poder, Hamilton tenía ochenta años y, en su calidad de prohombre de la Legión británica, se había pasado los últimos quince inaugurando monumentos en homenaje a las víctimas de guerra y tratando de socorrer a los veteranos. Creía con toda su alma en la necesidad de reconciliar a los enemigos, especialmente a través de las asociaciones de antiguos soldados, y, en 1928, junto a lord Reading, fundó la Asociación Angloalemana. Por último, siempre se había referido al posible colapso de Alemania a manos del bolchevismo como «la desgracia más letal que podía ocurrirle a Europa».[20] Todo esto no solo lo incapacitaba para condenar el trato dado por los nazis a los judíos, sino que lo convertía en un destacado defensor del régimen.
La actitud de Hamilton era bastante común entre los de su clase. Aunque a muchos miembros de la élite sociopolítica británica les desagradara el acoso de los nazis a los judíos, aunque les pareciera incluso aborrecible, no faltaban aquellos que lo excusaban. «Todos nosotros condenamos la locura y la violencia de esos ataques contra los judíos en Alemania», escribió el obispo de Gloucester en su boletín diocesano a mediados de 1933; sin embargo, era necesario recordar «la responsabilidad de muchos judíos, especialmente al principio, en la violencia desplegada por los comunistas rusos, la violencia de las comunidades socialistas, que muchos judíos habían alentado, y, en resumidas cuentas, lo mal vistos que estaban en la vida de Alemania; particularmente, en la de Berlín».[21]
Aun así, la reacción más abrumadora que provocaron los linchamientos nazis fue la de repulsa. «En dos meses —le dijo sir John Simon, por entonces ministro de Exteriores, al enviado nazi Alfred Rosenberg—, Alemania ha perdido la simpatía que había ganado aquí a lo largo de diez años.»[22] Simon dio instrucciones a sir Horace Rumbold de repetir esas mismas palabras ante Hitler, pero, quitando este tipo de acciones, el Gobierno británico no podía hacer mucho más: se veía obligado a comulgar con el personaje del «Príncipe de Gales», quien se quejaba, en la versión cinematográfica de La pimpinela escarlata, estrenada al año siguiente, de que «un país enloquecido tiene derecho a cometer cualquier atrocidad dentro de sus fronteras».[23] Además, estaba la cuestión, mucho más acuciante, de qué política seguiría la nueva Alemania allende sus fronteras.
Cualquier posibilidad de que el Tratado de Versalles garantizara la paz en Europa ya se había descartado mucho antes de que Hitler llegara al poder. De hecho, sus principales artífices habían advertido, antes incluso de la firma del documento, de que llevaría al desastre. «Podemos despojar a Alemania de sus colonias, convertir su ejército en una simple fuerza policial y su armada en la de una potencia de quinta categoría», escribió el primer ministro británico David Lloyd George en el así llamado Memorándum de Fontainebleau, en marzo de 1919; pero «si Alemania siente que se la ha tratado injustamente en esta paz, la de 1919, encontrará la manera de exigirles cuentas a sus conquistadores».[24] Por desgracia, ni Lloyd George ni el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson (que defendía tratar a Alemania con la máxima indulgencia), fueron capaces de persuadir al primer ministro francés, Georges Clemenceau, que estaba decidido a maniatarla. Los años veinte, en consecuencia, se emplearon en buscar el modo de corregir los fallos de Versalles.
En 1925, el Tratado de Locarno ratificó la frontera occidental de Alemania —en esta ocasión los alemanes dieron su consentimiento— y, al año siguiente, el país fue admitido en la Liga de Naciones. El Pacto de Kellogg-Briand, de 1928, proscribió la guerra como medio de resolver las disputas internacionales, y los planes de Dawes y Young reajustaron y redujeron las reparaciones de guerra alemanas, que se abolieron finalmente en el Tratado de Lausana, en 1932. Nada de esto, ni la lluvia de premios Nobel de la Paz concedidos a varios de sus artífices, fue suficiente. Lo único que podría garantizar la paz, o eso se creía, era la supresión del armamento de guerra. Con ese objetivo, y con mucho boato, se inauguró una conferencia mundial en Ginebra el 2 de febrero de 1932. «Si todas las naciones se deciden a erradicar el uso y la posesión de las armas de guerra —escribió el presidente Franklin D. Roosevelt a los demás jefes de Estado—, las defensas de los países se volverán de inmediato impenetrables y la independencia y las fronteras nacionales quedarán aseguradas.»[25] Desgraciadamente, para cuando Roosevelt escribía estas palabras, la Conferencia de Desarme ya se había empantanado. Nadie se ponía de acuerdo sobre qué armas se podían considerar «defensivas» y cuáles «ofensivas», y lo más importante: los alemanes exigían disponer del mismo poder armamentístico que sus vecinos, algo que los franceses rechazaban de plano y no estaban dispuestos a permitir.
Los franceses, tal como esgrimían a la menor ocasión, habían experimentado dos invasiones alemanas en los últimos sesenta años. La última de ellas «los había desangrado». Por ello, su determinación inquebrantable y acuciante en el Tratado de Versalles fue que Alemania pagara por ello: debilitarla hasta tal extremo que nunca más pudiera representar una amenaza para la seguridad gala. Por este motivo los franceses, al contrario que otros países implicados en la contienda, siguieron rearmándose durante los años veinte, lo que los llevó a poseer, en 1933, el ejército más poderoso del mundo. Esto no era producto de una simple paranoia. Aunque Alemania había perdido grandes porciones de su territorio, que se repartieron entre otros países, contaba todavía con unos sesenta y cinco millones de habitantes frente a los cuarenta millones de Francia. El Deuxième Bureau (la Inteligencia militar francesa) había estado proporcionando pruebas del rearme ilegal de Alemania desde antes incluso del advenimiento de Hitler y, tal como los jefes de Gabinete recordaban a menudo a sus dirigentes políticos, a Francia le tocaría en breve atravesar los «años de escasez» y no habría reclutas suficientes para el ejército a causa del bajo índice de natalidad durante el periodo de la Primera Guerra Mundial.
La tarea de mediar entre los franceses y los alemanes les correspondió a los británicos, que simpatizaban, en su mayoría, con los segundos y se exasperaban cada vez más con los primeros. Volvían así, en cierto modo, a los prejuicios tradicionales. Antes de 1914, muchos británicos sentían más afinidad con los alemanes que con los franceses, algo que la Primera Guerra Mundial no logró eliminar por completo. Como escribió Robert Graves en Adiós a todo eso: «La aversión por lo francés alcanza en algunos antiguos soldados la categoría de obsesión»; y Edmund Blunden, poeta que había combatido tanto en el Somme como en Passchendaele, declaró que nunca participaría en otra guerra «salvo si es contra los franceses; en ese caso acudiré como un rayo».[26] En los círculos oficiales, el sentimiento antifrancés se exacerbó por el deseo de hacer que Alemania se comprometiera a un tratado de desarme antes de que fuese demasiado tarde y el Gobierno británico se viese obligado a aceptar la alternativa: un rearme masivo. De ahí que el primer ministro, Ramsay MacDonald, se refiriera a Francia en 1930 como «el problema para la paz en Europa»; J. L. Garvin, el editor de The Observer y simpatizante de Mussolini, criticó al antiguo país aliado por querer preservar su «dominio artificial»; y hasta el subsecretario de Exteriores, sir Robert Vansittart, eterno francófilo, opinaba que los galos se estaban mostrando «excesivamente vengativos» en sus relaciones con los alemanes.[27] Ni siquiera la irrupción de Hitler modificó este estado de cosas. «No creo que el hitlerismo haya hecho a nuestra gente simpatizar con Francia —escribió el antiguo subsecretario del Gabinete, Thomas Jones—, pero sí pararse a pensar y plantearse si es prudente seguir alimentando la confianza en Alemania del modo en que se ha estado haciendo desde el final de la guerra.»[28]
Si alguien había perdido la confianza, ese era sin duda el embajador británico, sir Horace Rumbold. De ojos caídos, bigote fino perfectamente arreglado y expresión imperturbable, Rumbold parecía el último de los «etonianos»[*] y «tan inglés como los huevos con beicon».[29] El exministro de Exteriores, lord Curzon, no lo consideraba «lo suficientemente espabilado como para estar en Berlín». Pero tras la expresión algo bobalicona de su rostro se ocultaba una mente penetrante. «Sus advertencias —diría más tarde Vansittart—, fueron las más lúcidas de cuantas nos hicieron, en aquel momento y después.»[30] Conmocionado por la crueldad con la que Hitler había impuesto su dictadura, el embajador se apercibió desde el principio de que la ideología en la que se cimentaba la política nacional nazi podía propagarse con facilidad al ámbito internacional. Pero fue al analizar Mein Kampf, el manifiesto autobiográfico de Hitler, cuando Rumbold se dio cuenta de la verdadera naturaleza que adoptaría la política exterior alemana en el futuro. En un magistral despacho diplomático de cinco mil palabras, escrito en 1933, solo tres meses después del ascenso al poder de los nazis, Rumbold dejó al desnudo el darwinismo social de Hitler:
Comienza afirmando que el hombre es un animal hecho para la lucha; por tanto, concluye, la nación es una unidad de combate constituida por una comunidad de guerreros. Cualquier organismo vivo que renuncia a luchar por su existencia está condenado, prosigue, a la extinción. Un país o una raza que no lucha está, de igual modo, condenada. La capacidad de una raza para combatir depende de su pureza. De ahí la necesidad de depurarla de sus elementos no autóctonos. La raza judía, a causa de su universalidad, es por fuerza pacifista e internacionalista. El pacifismo es el más mortal de los pecados, pues significa la renuncia de la raza a luchar por su existencia... Si hubiera estado unida, la raza alemana sería en la actualidad la dueña del mundo. El nuevo Reich debe reunir bajo su manto todos los elementos germanos dispersos por Europa. Una raza que ha sufrido la derrota puede rescatarse si se le infunde confianza. El ejército debe creer, por encima de todo, que es invencible. Para restaurar la nación alemana solo se necesita convencer al pueblo de que recuperar la libertad por la fuerza de las armas es una posibilidad real.
Rumboldt proseguía resaltando la importancia que Hitler concedía a la construcción de un ejército poderoso —puesto que «las provincias que Alemania ha perdido no pueden recuperarse con solemnes plegarias a los cielos... sino por la fuerza de las armas»— así como su afirmación de que Alemania no debía repetir el error, cometido durante la pasada guerra, de combatir contra todos sus enemigos a la vez, sino que debía liquidarlos uno por uno. No era posible saber con certeza hasta qué punto estaba Hitler dispuesto a hacer realidad estas ideas, pero Rumboldt consideraba ingenuo que se esperara de él un cambio radical de filosofía. Hitler podría muy bien lanzar proclamas de paz de vez en cuando, pero lo haría solo para que «el resto de los países se dejaran acunar en una falsa sensación de seguridad». Rumboldt estaba convencido de que la suya era «una política deliberada» que pretendía «llevar a Alemania a un punto de partida que le permitiera alcanzar tierra firme antes de que sus adversarios interfiriesen».[31] Los vecinos de Alemania, advertía, debían estar alerta.
El «Despacho del Mein Kampf», como se lo conoció desde entonces, causó revuelo en el Ministerio de Exteriores y pasó de las manos de MacDonald a las de los ministros del Gabinete. Pero no fue esta la única advertencia que les llegó. El 10 de mayo de 1933, el brigadier A. C. Temperley, uno de los delegados británicos en la Conferencia de Desarme, envió al Ministerio de Exteriores un memorándum en el que instaba al Gobierno a abandonar de inmediato esa idea, la del desarme, y a pedir explicaciones a Alemania por su ejército ilegal. Sería una locura, decía Temperley, que los antiguos aliados siguieran barajando el desarme con Alemania en «pleno delirio armamentístico nacionalista y el más descarado y peligroso militarismo». A toda la nación se le estaba inculcando el espíritu marcial, y los programas para el desarrollo de la disciplina, así como los «deportes de defensa», no eran más que «camuflaje para un entrenamiento militar intensivo». Los alemanes, escribía Temperley, poseían ya ciento veinticinco aviones de combate —contraviniendo así el Tratado de Versalles, que les prohibía contar con una fuerza aérea— y, según una información secreta, habían pedido a la Dornier que les fabricase treinta y seis bombarderos bimotor.
¿Cuál debía ser, entonces, la actitud del Gobierno de Su Majestad? ¿Estaba dispuesto a comportarse como si nada hubiera ocurrido? ¿Podía permitirse el lujo de ignorar lo que estaba pasando en Alemania? Para Temperley, solo había una solución: Reino Unido y Francia, junto con Estados Unidos, debían dejarle claro a Alemania que no relajarían las exigencias del Tratado de Versalles, ni lo modificarían para favorecer su igualdad con los demás países, mientras no diese marcha atrás en sus preparativos militares. Era cierto que esto podía provocar una guerra, pero según Temperley ese era un riesgo que merecía la pena correr, dado que Alemania no podía de ningún modo superar a las fuerzas combinadas del ejército francés y la Marina Real británica. Había que exponer las tretas de Alemania, y Hitler, a pesar de toda su bravuconería, debía retroceder. La única alternativa, argumentaba el brigadier, era permitir que los acontecimientos siguieran su curso durante cinco años, hasta que Alemania pudiera cambiar de gobierno. O eso, o la guerra. «Hay un perro rabioso suelto una vez más —terminaba diciendo en su informe—, y debemos aliarnos con resolución para destruirlo o, por lo menos, confinarlo hasta que la enfermedad se extinga por sí misma.»[32]
En el Ministerio de Exteriores, sir Robert Vansittart se mostró totalmente de acuerdo y distribuyó el documento de Temperley entre los ministros del Gabinete. Él había escrito ya su propio memorándum donde advertía de que el actual régimen alemán «desataría otra guerra en Europa tan pronto como se sintiera lo bastante fuerte». Esto, reconoció, puede parecer un análisis un tanto tosco, pero «tratamos con gente muy básica, que tiene muy poco en su mollera, más allá de la fuerza bruta y el militarismo».[33] El Gabinete admitió que la situación internacional era «sin lugar a dudas, inquietante», pero la advertencia no logró el efecto deseado.[34] El Gobierno se había comprometido con la Conferencia de Desarme, y la idea de una «guerra preventiva» para frenar el rearme alemán nunca llegó a tenerse en cuenta como una posibilidad real, en gran parte por el pacifismo militante de la opinión pública.
Los británicos, al mantener su esperanza de alcanzar algún tipo de acuerdo con los alemanes, fueron presa fácil para Hitler, que, como había predicho Rumboldt, los alentó presentándose como un hombre de paz. El 17 de mayo de 1933, en un discurso en el Reichstag que fue muy divulgado, el nuevo canciller proclamó ante el mundo su pacifismo. «La idea de la germanización no es de nuestro agrado —afirmó—. La mentalidad, tan propia del pasado siglo, que pretendía distinguir a los alemanes de los polacos y de los franceses nos es completamente ajena.»[35] Y fue aún más lejos, al declarar su voluntad de aceptar las recientes propuestas británicas para el desarme internacional.
Para Londres aquella era una buena noticia, pero en París la recibieron con menos entusiasmo. El ejército francés se oponía firmemente a la reducción de su arsenal y al aumento de las capacidades bélicas de Alemania. La exigencia de los alemanes de estar en igualdad de condiciones era, según el general Maxime Weygand, comandante en jefe del ejército francés, una trampa: «Esa igualdad nunca existiría de facto, sino que se convertiría en una clara superioridad alemana, teniendo en cuenta la cultura militar del país y los grandes esfuerzos que estaba realizando para rearmarse».[36] Por otro lado, ¿existía alguna alternativa al intento de alcanzar un acuerdo con Hitler antes de que el rearme ilegal de Alemania se les escapase de las manos? Goebbels diría más tarde que la única posibilidad, para un primer ministro francés, habría sido aplastar a Hitler en cuanto se aupó al poder, y citaba Mein Kampf como prueba de las intenciones agresivas del Führer.[37] Pero este análisis se basaba en varios supuestos: que los franceses habían leído Mein Kampf, que lo habían tomado al pie de la letra y que estaban dispuestos, si llegaba el caso, a evitar el rearme alemán por la fuerza. Ninguno de los tres era, sin embargo, mínimamente realista.
La primera edición francesa de Mein Kampf no apareció hasta 1934, pero pocos meses después Hitler consiguió retirarla del mercado por la vía judicial. Una versión inglesa se publicó en Estados Unidos un año antes, aunque se habían eliminado los pasajes más polémicos, como ese en el que Hitler declaraba la «destrucción» de Francia condición sine qua non para la expansión de Alemania por el este.[38] La inteligencia francesa había leído el original y advirtió, ya en 1932, de que el objetivo de Hitler era la aniquilación total de Francia y la dominación de Europa. Pero el embajador francés en Berlín, François-Poncet, que había leído el libro y hablaba alemán con fluidez, se mostró indeciso: admitía que el pacifismo de Hitler era «relativo, temporal y condicional», pero no tenía claro si Mein Kampf era el libro de ruta del régimen o el desvarío de un joven agitador.[39] Al final, se decantó más bien por lo segundo.
Para los estadistas franceses esta discusión no tenía ningún sentido práctico. Pocos habían leído el libro y menos aún estaban en condiciones de contemplar una solución militar. Esto ya se había intentado en 1923, en la tristemente famosa ocupación del Ruhr ordenada por el primer ministro, Raymond Poincaré, ante el incumplimiento por parte de Alemania de los pagos de reparación de guerra. Con esta acción, Francia se ganó la repulsa generalizada y acrecentó en gran medida las simpatías por Alemania. Diez años más tarde, Alemania no era ya una república demacrada ni Poincaré primer ministro. Su sucesor, Édouard Daladier, se vio obligado a trabajar en medio de un colosal déficit económico y con la necesidad de no perder el apoyo del Partido Socialista. Ninguno de estos dos factores le permitía barajar la posibilidad de una guerra preventiva o de una carrera armamentística. Por eso, en marzo de 1933, los franceses aceptaron a regañadientes el plan británico de reducir los ejércitos de cada país del continente a doscientos mil efectivos. Para los alemanes, eso significaba duplicar el Reichswehr, mientras que los franceses se verían obligados a descabezar sus propios batallones. Pero hasta ahí llegó el «Plan MacDonald». Hitler nunca tuvo intención de someterse a las exigencias de ninguna convención armamentística, y la insistencia de Francia en la necesidad de controlar e inspeccionar los movimientos de su Gobierno le brindó la excusa que necesitaba para romper las negociaciones. El sábado 14 de octubre de 1933 —en el primero de sus golpes de efecto de fin de semana— Hitler anunció la retirada de Alemania no solo de la Conferencia de Desarme, sino también de la Liga de Naciones.
Los demás países estaban estupefactos e indignados. Los franceses consideraron justificada su desconfianza y los británicos sintieron que su buena voluntad les había sido arrojada a la cara. Sin embargo, a pesar del berrinche alemán, la política británica no cambió. En julio, Horace Rumboldt dejó su cargo de embajador en Berlín. Tenía sesenta y cuatro años —edad para jubilarse— pero, aun así, parecía muy extraño que el Gobierno británico cambiara de timoneles en plena marejada o, mejor dicho, en pleno temporal. El nuevo embajador, sir Eric Phipps, era intuitivo e ingenioso. Cuando Hermann Göring, ministro de la Aviación del Reich y segundo en la jerarquía nazi, llegó tarde a una cena la Noche de los Cuchillos Largos (en la que muchos miembros importantes del partido nazi fueron asesinados), se excusó diciendo que había estado disparando. «A animales, espero», replicó Phipps.[40] Sin embargo, a pesar de lo mucho que le desagradaban los nazis, Phipps secundaba la opinión del Gobierno de que la única alternativa era intentar negociar con Hitler. «No podemos considerarlo únicamente el autor de Mein Kampf —escribió en noviembre de 1933—, pues en tal caso nos veríamos obligados a adoptar la política de la “guerra preventiva”, ni podemos permitirnos ignorarlo. ¿No sería, por tanto, lo más aconsejable tratar de atar en corto a este hombre endiabladamente dinámico lo antes posible?»[41]
Lo que estaba sucediendo en Alemania era endiabladamente dinámico, sin duda, y el Ministerio de Exteriores no fue el único que lidió por entenderlo. A lo largo de 1933, numerosos políticos, periodistas, funcionarios e individuos particulares viajaron al país para experimentar por sí mismos la revolución. Uno de ellos fue el periodista Vernon Bartlett, que se compró una canoa plegable y recorrió, a golpe de remo, el Rin, el Mosela y el Isar. De estos chapoteos nació un libro, Nazi Germany Explained, que se publicó en el otoño de 1933. Bartlett, liberal y pacifista comprometido, no se hacía ilusiones acerca de la naturaleza del nuevo régimen alemán: predijo que la campaña contra los judíos no iba a detenerse, dado que la creencia en la raza «aria» era una de las más arraigadas entre los líderes nazis. No se tomó, sin embargo, muy en serio Mein Kampf; creía que Hitler, en términos generales, no deseaba la guerra. «Si he comprendido bien la ideología nacional socialista —escribió—, la conquista de territorios ya no es lo importante.»[42]
Otro de los visitantes que acudieron fue el secretario del Gabinete, sir Maurice Hankey, un administrador excepcional, con una enorme capacidad de trabajo y con talento, aunque famoso por su falta de imaginación. (Lo más humano que le oyó decir el comandante Henry Pownall, subsecretario del Comité de Defensa Imperial, fue: «La Cumbre [económica mundial] y el Gabinete me importan un bledo. Quiero una taza de té, y la quiero ya».[43]) En agosto de 1933 decidió viajar a Alemania con su esposa en algo así como unas «vacaciones de trabajo». Después de varios días de caminata por la Selva Negra, ambos presenciaron un enorme desfile con antorchas: «Eran miles de nazis, casi todos de uniforme, con instrumentos de viento, percusiones y pífanos militares, con cornetas y cánticos y demás». A Hankey le impresionó mucho, y especialmente los jóvenes, que parecían «sometidos a algún tipo de disciplina, reclutas, integrantes de las fuerzas armadas nazis». «Si Alemania pretende rearmarse —continuaba diciendo en su informe para el Gabinete—, no podría haber dado un primer paso más eficaz.»[44]
Lo mismo pensaba un joven diputado escocés del Partido Conservador. Bob Boothby era un tipo apuesto, talentoso y arrogante, que se había convertido en diputado por Aberdeen a los veinticuatro años. Aunque no tenía ni idea de agricultura, ni mucho menos de pesca, suplía esas carencias abordando los asuntos de su circunscripción con fervor y entusiasmo. Un día, cuando Stanley Baldwin entró en la Cámara y se encontró a Boothby hablando sin parar con su acostumbrada vehemencia, se detuvo en seco, refunfuñó: «¡Otra vez arenques!», y volvió sobre sus pasos.[45] Boothby fue un gran viajero y visitó Alemania cada año desde 1925 hasta 1933, peregrinando a menudo a Bayreuth para escuchar los dramas musicales de Richard Wagner. En enero de 1932 se encontraba en Berlín dando unas charlas sobre la crisis económica cuando Hitler, que no era canciller aún, pidió reunirse con él. Lo citó en una habitación del hotel Esplanade. Cuando Boothby entró en ella, «una figura menuda, sombría y escuálida, con un pequeño bigote y unos ojos azules cristalinos» se levantó de un salto, entrechocó sus talones, alzó la mano y rugió: «¡Hitler!». El diputado británico, sin detenerse casi, y con bastante guasa, entrechocó los suyos, saludó y gritó: «¡Boothby!».[46] En la conversación consiguiente, Boothby preguntó a Hitler sobre los judíos y este le aseguró, de manera tajante, que «no habría pogromos». Sin embargo, cuando regresó al país, al año siguiente, se encontró en las afueras de los pueblos carteles y pintadas donde se leía «Prohibido el paso a judíos», esvásticas por todas partes y Bayreuth «convertida, o pervertida, en un santuario nazi».[47] Salió de allí convencido de que Alemania se estaba preparando para la guerra y, en octubre de 1933, lanzó a sus electores la primera de sus advertencias al respecto. Alemania estaba «poseída por el ardor guerrero», declaró. Pronto se habría rearmado y estaría lista para amenazar la paz de Europa. En vista de la situación, era absolutamente necesario que Reino Unido se hiciera de inmediato «con un ejército capaz de proteger nuestro país y de hacer más efectiva nuestra política exterior».[48]
Boothby no fue el único que llegó a esta conclusión. Había otro político, mucho más famoso que él y con una facilidad de palabra inigualable. No pisaba Alemania desde el ascenso al poder de los nazis, pero estaba convencido de la peligrosidad del régimen y de que Reino Unido no se encontraba en condiciones de hacer frente a esta nueva amenaza. Sin embargo, Boothby tenía toda la vida por delante, y la carrera política de este hombre parecía haber entrado ya en su ocaso.
2
«Canto las armas y a ese hombre...»
El honorable y recto Caballero es uno de esos genios brillantes y erráticos que, cuando ven con claridad, ven con mucha, pero que mucha claridad; aunque no siempre ven con claridad.
CLEMENT ATTLEE,
Cámara de los Comunes, 8 de marzo de 1934
Winston Churchill lo había visto y hecho todo. Como teniente coronel sirvió con el vigesimoprimer regimiento de lanceros en Sudán y participó en una de las últimas y más importantes cargas de la caballería británica: contra los «derviches» en la batalla de Omdurmán, en 1898. Durante la guerra de los Bóer se escapó de un campo de prisioneros y se convirtió en un héroe nacional. Escritor y periodista reconocido, en 1900 entró en el Parlamento y se embarcó en lo que llegaría a ser una brillante, aunque volátil, carrera política. Durante los siguientes treinta y cuatro años desempeñó los cargos de presidente de la Cámara de Comercio, ministro de Interior, primer lord del Almirantazgo, secretario de Estado para la Guerra, ministro del Aire, secretario de Estado para las Colonias y ministro de Hacienda. Los únicos dos puestos que faltaban en su currículum eran los de ministro de Exteriores y primer ministro. En algunas ocasiones, ambos estuvieron a su alcance — hasta sus adversarios reconocían su talento— pero en 1934 se enemistó con su partido y su carrera política entró en una decadencia que parecía irreversible.
Churchill nunca fue el típico tory. En 1904, abandonó a los conservadores para unirse a los liberales y trabajó junto a Asquith y Lloyd George. Muchos de sus antiguos compañeros del Partido Conservador nunca olvidaron ese cambio de chaqueta. Otros muchos no lo perdonaron nunca por su desastroso papel en la campaña de los Dardanelos, en 1915.[*] Stanley Baldwin lo redimió al convertirlo en ministro de Hacienda en 1924, cuando Churchill volvió a las filas del Partido Conservador. Pero en 1930 los dos hombres cayeron en desgracia después de que Baldwin se mostrara partidario de limitar el autogobierno de India. Churchill dimitió del «Gabinete en la sombra» y cuando, en 1931, Ramsay MacDonald formó un Gobierno de unidad nacional para lidiar con la crisis que había provocado la Gran Depresión, no le invitaron a unirse. Apartado del liderazgo conservador, Churchill y sus nuevos aliados de la derecha tory se pasaron los siguientes cuatro años haciendo campaña contra el proyecto de ley de gobierno de India y contra el «sedicioso abogado del Middle Temple» y líder del Congreso Nacional indio, Mahatma Ghandi.[1]
India no era, sin embargo, el único caballo de batalla de Churchill. Antes incluso de que Hitler llegara al poder, ya advirtió del peligro que representaba una Alemania rearmada. Se opuso a la Conferencia de Desarme y se enfrentó a todos los que defendían la paridad militar entre Francia y Alemania preguntándoles, con actitud provocadora, si lo que deseaban era la guerra. El 23 de noviembre de 1932, en un discurso en la Cámara de los Comunes, pidió al Gobierno cautela sobre el aparentemente inocuo anhelo de Alemania de estar en igualdad de condiciones con las otras potencias europeas:
No es eso lo que Alemania persigue. Todas esas bandas de recios jóvenes teutones que desfilan por las calles y caminos del país con el deseo de sufrir por la patria brillando en sus ojos no buscan igualdad. Buscan armas y, cuando las consigan, créanme, exigirán la devolución, la restauración de los territorios y colonias que han perdido.[2]
El ascenso al poder de los nazis no hizo sino acrecentar los temores de Churchill. Al principio adoptó una postura aislacionista, con la esperanza de que Reino Unido no fuera absorbida por los problemas del continente. Pero solo una fuerza superior era capaz de permanecer neutral en tales circunstancias. Así que, en marzo de 1933, dio públicamente las gracias a Dios por la existencia del ejército francés y exigió un refuerzo del contingente militar aéreo y marítimo de Reino Unido.[3] Al mes siguiente, atacó todo el entramado nazi —que se sustentaba en una «dictadura siniestra», la persecución de los judíos y «el espíritu marcial en todas sus manifestaciones»— e instó a su Gobierno a que abandonara la quimera del desarme y se pusiera urgentemente a reparar las defensas del país.[4]
El problema al que Churchill se enfrentaba era que Reino Unido no había experimentado, desde el final de la guerra, un espíritu pacifista tan intenso como el que surgió entre 1933 y finales de 1934. Los años veinte y treinta se cerraron y abrieron, respectivamente, con un aluvión de libros, obras de teatro y películas sobre la guerra que tuvieron muchísimo éxito. Journey’s End, de Robert Sherriff, Adiós a todo eso, de Robert Graves, Testamento de juventud, de Vera Brittain, Memorias de un oficial de infantería, de Siegfried Sassoon y Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, llevaron los horrores de la guerra hasta los hogares de los afortunados que se libraron de tales experiencias, y las numerosas biografías de eminentes personalidades políticas publicadas por aquel entonces daban a entender que la catástrofe había sido una tremenda metedura de pata. «Las naciones —escribió Lloyd George en sus Memorias de guerra, un gran éxito de ventas— se deslizaron por el borde del caldero hirviente de la guerra sin pararse a pensar, con entusiasmo incluso.»[5] Los estadistas habían fracasado en 1914 y la generación más joven no permitiría que ocurriera de nuevo. El 9 de febrero de 1933, los estudiantes de la Oxford Union aprobaron por 275 votos frente a 153 que «esta Casa no luchará, bajo ninguna circunstancia, por su rey ni por su país».
El debate «del rey y el país» causó furor. Aunque el Daily Express trató de desestimar aquella votación tachándola de acto propio de «comunistas atontados», de «bromistas» y de gente «sexualmente ambigua», lo cierto es que para muchos fue una verdadera conmoción.[6] Churchill la calificó de «síntoma inquietante y odioso de los tiempos», el Daily Telegraph atacó «la deslealtad de Oxford» y una caja que contenía 275 plumas blancas se envió a las residencias de la Unión.[7] El asunto se desbordó más allá de las fronteras del país. El liberal Robert Bernays, en un discurso en la Cámara de los Comunes al año siguiente, recordaba que, durante una visita que había hecho recientemente a Alemania, le habían preguntado por la votación y un joven líder nazi había comentado, «con un destello desagradable en su mirada»: «Ustedes, los ingleses, son unos blandos».[8] El mismo interés depredador observó Patrick Leigh Fermor mientras recorría Alemania a pie, con dieciocho años, en 1933 y 1934. Por su parte, Mussolini, que mencionó la votación durante la crisis abisinia, dijo que esta era una prueba de la degeneración de los británicos.[9]
En realidad, el debate de Oxford se sobredimensionó bastante. Como explicaron después los propios asistentes, la mayoría de los miembros no eran pacifistas, solo se habían dejado llevar por la oratoria del conferenciante invitado, el popular filósofo C. E. M. Joad. El proponente de la moción, Kenelm Digby, reconoció que el resultado no representaba a la Universidad ni a la juventud del país, y el capitán Von Rintelen, exespía alemán, aventuró en una entrevista concedida al Daily Sketch que, si la guerra estallaba al día siguiente, «todos esos jóvenes compatriotas serían los primeros en ponerse el uniforme».[10] Las muestras de rebelión no se detuvieron ahí: otras mociones se acordaron en las universidades de Manchester y Glasgow a imitación de la de Oxford. Y Cambridge, que tuvo la temeridad de amenazar con retirarse de la regata anual en 1933 a causa de la votación, respaldó mociones pacifistas en 1927, 1930, 1932 y 1933.
Pero el pacifismo no era patrimonio exclusivo de universitarios cándidos. La creencia de que la última guerra había sido una consecuencia de la carrera armamentística estaba muy extendida, y la campaña contra los fabricantes de armas —los llamados «mercaderes de la muerte»— continuó, por parte de la izquierda, hasta bien entrada la década. Los liberales estaban comprometidos hasta la médula con el desarme. Y el líder laborista, el socialista cristiano George Lansbury, quería desmantelar el ejército, disolver la fuerza aérea y desafiar al mundo con su «¡Adelante, venid a por mí!».[11] Los delegados laboristas votaron a favor del desarme total en el congreso del partido; también aprobaron que promoverían una huelga general para paralizar la economía y derrocar al Gobierno en caso de guerra. Aquel mismo mes, el Gobierno Nacional se quedó de piedra cuando en las elecciones parciales de Fullham East la mayoría conservadora de quince mil votos se convirtió en mayoría laborista de cinco mil. A este cambio contribuyeron numerosos factores domésticos y políticos, pero el hecho de que el candidato vencedor, John Wilmot, hubiera centrado su campaña tanto en el desarme como en el pacifismo fue decisivo, a juicio de muchos contemporáneos.
Tres años después, Stanley Baldwin aludiría a las elecciones de Fullham para explicar a los diputados por qué el Gobierno no se había decidido a iniciar un programa de rearme en 1933:
Mi posición como líder de un gran partido no era muy cómoda que digamos. Me preguntaba cómo sería posible —cuando aquel sentimiento manifestado en Fullham lo compartía todo el país— cómo sería posible que aquel sentimiento cambiara, en el transcurso de un año o dos, lo bastante como para que los ciudadanos otorgaran al Gobierno el mandato de rearmarse. Suponiendo que me hubiera dirigido a la nación para decirle: Alemania se está rearmando y nosotros debemos hacer lo mismo. ¿Alguien cree que esta pacífica democracia habría secundado esa llamada en aquel momento? Ninguna otra cosa, desde mi punto de vista, habría garantizado tanto, estoy seguro, la derrota en las elecciones [generales].[12]
Churchill explotó sin piedad en sus memorias de guerra la «horrorosa franqueza» de esta confesión; dijo de ella que «no existía nada semejante en nuestra historia parlamentaria», y la mencionó en el índice con la referencia: «Confiesa anteponer el partido a su país».[13] Pero el tema era más complejo.
Stanley Baldwin no perdía la calma así como así. Hijo de un rico empresario del hierro, había estado en el Parlamento desde 1908, y había ocupado dos veces el cargo de primer ministro. Era un político extraordinariamente astuto y manipulador, con una intuición inigualable para captar la opinión pública, pero ocultaba estos atributos tras un desapego lánguido que, en ocasiones, rayaba en la autoparodia. Un día, mientras Robert Bernays estaba leyendo en el periódico un artículo titulado «Lords»,[*] Baldwin se le acercó por detrás y dijo: «Creí que estabas leyendo sobre cricket. Siempre se me olvida que lords puede referirse también a la Cámara de los Lores».[14] Otro día, mientras viajaba en tren a Edimburgo, se limitó a observar cómo Bob Boothby, ensimismado, echaba mano de los sándwiches reservados para el primer ministro y los devoraba con ansia delante de sus ojos.[15]
No obstante, Baldwin era también un romántico a quien le gustaba, a pesar de su ascendencia industrial, evocar una imagen idílica y pastoril de Inglaterra. En 1919, demostró sobradamente su patriotismo cuando, de forma anónima, donó ciento veinte mil libras (una quinta parte de su fortuna) al Tesoro público para paliar la deuda nacional. Era consciente de los sacrificios que se habían realizado durante la guerra y estaba decidido a preservar la fina corteza de la civilización y a reducir las tensiones de clase mientras el fantasma de la revolución izquierdista recorría el continente. Así, manejó con tacto y magnanimidad la huelga general de 1926 y fue, con toda probabilidad, el político que más contribuyó a hacer de «Reino Unido un lugar seguro para la democracia».[*] En 1931 aceptó la necesidad de conformar un gobierno de concentración para salvar la economía del país y se puso al servicio, en un nuevo acto de generosidad, del líder laborista Ramsay MacDonald. Baldwin se convirtió en lord presidente del Gabinete, pero, con los conservadores como partido mayoritario en la Cámara,[*] actuó de facto como viceprimer ministro los siguientes cuatro años.
No era un pacifista militante, pero la guerra le horrorizaba, así que suscribía el punto de vista popular de que «los grandes armamentos conducen inevitablemente al conflicto».[16] Le aterrorizaba sobre todo la guerra aérea. «Cualquier ciudad que esté dentro del alcance de un aeródromo puede ser bombardeada en los primeros cinco minutos de guerra», les dijo a los diputados en un discurso de noviembre de 1932 que tuvo mucha repercusión. Pero lo más alarmante, según el lord presidente, era que no existía ninguna defensa eficaz contra esta nueva arma. «Creo que es bueno que el hombre de a pie se percate —prosiguió— de que ningún poder en la tierra podrá protegerlo de los bombardeos. De que, le digan lo que le digan, los bombarderos no se detendrán.»[17]
Esta aterradora declaración no fue un hecho aislado. Aunque los bombardeos en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial habían causado muy pocas víctimas, los avances en la aviación y su potencial de guerra —que se puso de manifiesto con el bombardeo de Shanghai por parte de Japón en 1932, así como, más adelante, con la Guerra Civil española— convencieron a muchos de que el próximo conflicto acarrearía la destrucción instantánea de ciudades enteras. «Imaginen, si pueden», el resultado de un moderno ataque aéreo, propuso el teórico militar, futuro fascista y entusiasta del yoga, J. F. C. Fuller:
Durante unos días, Londres será un inmenso y delirante manicomio: los hospitales arderán, el tráfico cesará, la gente, desahuciada, aullará pidiendo ayuda; la ciudad entera se convertirá en el corazón mismo del infierno. ¿Y qué hay del Gobierno de Westminster? Una avalancha de terror lo barrerá. Y entonces el enemigo dictará sus condiciones, y los que queden se aferrarán a ellas como a un clavo ardiendo.[18]
Londres era un objetivo evidente y más que apetecible —Churchill la comparaba con una «gigantesca vaca... amarrada para atraer a las fieras»— pero el terror aéreo se propagó más allá de la metrópolis.[19] Durante una fiesta, en julio de 1933, el diputado conservador Vyvyan Adams alarmó a sus electores cuando les advirtió de que Leeds era tan vulnerable a las bombas extranjeras como Londres, y que, si esas bombas eran de gas o incendiarias, la ciudad se volvería inhabitable «en quince minutos».[20] Adams estaba totalmente a favor del desarme y luchó a voz en grito para que se prohibiera la aviación militar. Como a Baldwin —que había sido uno de los primeros en apostar por el desarme en general y por la prohibición de los bombarderos en particular—, el fantasma de una Alemania rearmada aproximándose a una Inglaterra que había dejado pasar demasiado tiempo sin organizar sus defensas le desgarraba por dentro.
Para el espectador no avezado, Reino Unido parecía estar en su apogeo. El Tratado de Versalles había repartido las posesiones coloniales alemanas entre los vencedores y el Imperio británico se había expandido en más de un millón seiscientos mil kilómetros y había ganado trece millones de nuevos súbditos. Sudáfrica occidental, Tanganica, Irak, Transjordania y Palestina se colorearon de rosa en los mapas. Pero aunque la Union Jack ondeaba en más territorios que nunca, esta expansión coincidió con un desplome económico, y los británicos pronto tuvieron que enfrentarse a una guerra civil en Irlanda, un movimiento independentista en India, una revuelta en Palestina y a la mayor depresión económica mundial del siglo. Al igual que Roma mil quinientos años antes, el Imperio británico había crecido demasiado y, a mitad de la década de 1930, se encontraba en peligro de muerte.
La Primera Guerra Mundial había legado a Reino Unido una deuda de seis mil millones de libras (el 135 por ciento del producto interior bruto) y, tras un breve auge, una depresión económica. Para equilibrar la contabilidad, el Gobierno de la posguerra inauguró un periodo de recortes que redujo el gasto para la defensa de seiscientos cuatro millones anuales en 1920 a ciento once millones en 1922, una cantidad que se mantuvo a lo largo de la década. Esta medida quedó justificada en 1919 con «La r