Los cuerpos arrojados en el mar de lava salvadoreño ponen de manifiesto la violencia sobre los civiles
EL PLAYÓN, EL SALVADOR. Los zopilotes están cebados. Su color es el mismo de la explanada de roca volcánica gris y negra que se extiende a lo largo de veinticinco kilómetros a espaldas del volcán San Salvador, el centinela que cuida de la capital de El Salvador.
A primera vista, parece como si las rocas estuvieran vivas y aletearan y se tropezaran en bandadas sobre la basura humeante y las botellas rotas. Pero son zopilotes y están atareados limpiando otro esqueleto. Y esto es El Playón, un campo de lava atravesado por una carretera principal flanqueada de basura por ambos lados. Como muchos otros vertederos, El Playón se convirtió hace poco —nadie sabe con certeza cuándo— en un tiradero clandestino de cadáveres. Pero la extensión del lugar lo hace único. Hay tantos cuerpos —varias docenas, quizá un centenar— que ya nadie se molesta en recogerlos.
Desde mediados de septiembre están apareciendo noticias en los periódicos locales sobre los cadáveres arrojados al Playón, pero según la Comisión Salvadoreña de Derechos Humanos las autoridades locales «ya ni siquiera se molestan en venir a hacer el reconocimiento de los cadáveres o en hacer las diligencias para su traslado a la morgue o para su entierro».
Desde hace mucho tiempo, la aparición de cuerpos mutilados es parte de la rutina del brutal enfrentamiento civil en El Salvador. Los cadáveres se arrojan de noche y aparecen en los vertederos a la madrugada. La Comisión de Derechos Humanos —de la que forma parte la Iglesia Católica— y la Consejería Jurídica aseguran que en los últimos diez meses más de diez mil personas —sin contar soldados o guerrilleros muertos en combate— han sido asesinadas en El Salvador por motivos políticos. Acusan al ejército salvadoreño y a las fuerzas policiales de ser responsables de la mayoría de las muertes. Los voceros del ejército culpan de la violencia a la oposición guerrillera. Ambos bandos admiten que sus afirmaciones carecen de pruebas convincentes.
Uno de los interrogantes cruciales en la definición de las políticas estadounidenses hacia El Salvador se refiere a la capacidad de su Junta de Gobierno, conformada por civiles y militares, para controlar la violencia casual. Los descubrimientos en El Playón indicarían que la violencia contra los civiles se ha mantenido estable a lo largo del año. La Comisión de Derechos Humanos afirma que en los últimos dos meses aproximadamente setecientos civiles han sido asesinados al mes, el promedio en 1981. El ejército y el presidente de la Junta, José Napoleón Duarte, contraatacan asegurando que la Comisión y la Consejería Jurídica están al servicio de la izquierda y que manipulan los hechos y los datos a favor de la guerrilla que lucha por derrocar al gobierno desde comienzos del año.
La violencia campea en este país pequeñito, pero todo parece indicar que el punto muerto en el enfrentamiento militar ha sido superado por la oposición izquierdista en las regiones del norte y del oriente, y que esta avanza con ímpetu. Por su parte, el componente civil de la Junta, controlado por la democracia cristiana, padece el asedio de cinco partidos de extrema derecha que exigen la renuncia del gobierno antes de las próximas elecciones para la Asamblea general.
La discusión sobre los responsables de la violencia es estridente y enconada, pero en medio del horror sofocante del Playón reina un silencio pavoroso, ocasionalmente roto por una lagartija que se desliza entre las pilas de