Introducción
Pekín, otoño de 1936. Una amplia casa con jardín: la residencia allí de los periodistas estadounidenses Helen y Edgar Snow. Helen —casi en la treintena, de complexión delgada y sin curvas, atractiva al estilo Hollywood— se prepara para una mañana de escritura. La puerta de la calle se abre: por ella se asoma Edgar. No lo ve desde hace cuatro meses, desde el pasado mes de junio, un lapso en el que ha estado prácticamente incomunicado a raíz de su travesía al Estado comunista chino desplegado al noroeste del país.Viene, en las siempre agudas palabras de Helen, «sonriendo con una expresión tontorrona detrás de su barba entrecana, como un niño con un juguete nuevo». Bailoteando alegre alrededor de la estancia con «una gorra gris con una estrella roja en su desteñida parte frontal», ordena a su cocinera china un desayuno americano abundante, con huevos, café y leche.[1] Su mochila viene repleta de libretas con anotaciones, película fotográfica y un texto de veinte mil palabras transcritas de Mao. En los próximos meses, transformará ese material en un libro titulado La estrella roja sobre China,que llegará a ser un superventas mundial.La estrella roja sobre China marcará no solo la carrera profesional de Snow como cronista de la Revolución comunista china y mediador entre los comunistas chinos y las varias audiencias internacionales, sino que también convertirá a Mao en una celebridad política. La obra servirá para traducir el pensamiento del líder y su revolución a los nacionalistas indios y la intelectualidad china, los partisanos soviéticos, los sucesivos mandatarios estadounidenses y hasta a los insurgentes malayos, los rebeldes que luchan contra el apartheid, los sectores radicales de Occidente, los insurgentes nepalíes y muchos otros. La estrella roja sobre China significó el inicio del maoísmo global.
Selva de Perak, Malasia, a finales de la década de 1940. Soldados del ejército colonial británico (británicos, malayos, australianos, gurkhas) hurgan entre los restos de los campamentos abandonados por el Partido Comunista Malayo (PCM), donde encuentran docenas de ejemplares de La estrella roja sobre China en su traducción china. En 1948, el PCM —dominado por dirigentes de origen étnico chino— llama a una insurrección antibritánica que los gobernadores coloniales de Malasia bautizan como «la Emergencia». Es una de las más tempranas rebeliones a favor de la descolonización, dirigidas contra los viejos imperios europeos tras la Segunda Guerra Mundial. Mao y su revolución son una fuente de inspiración para estos rebeldes: por su dedicación a una guerra de guerrillas prolongada; por la creación de un partido y ejército firmemente adoctrinados; y por su desafío al imperialismo europeo, estadounidense y japonés.
Washington, noviembre de 1950. La Guerra Fría provoca nerviosismo en las oficinas del Departamento de Estado. Se confirma la intervención de la China comunista en la guerra de Corea y prolifera el temor a una insurrección maoísta de carácter global. El senador Joe McCarthy —«el gran intimidador nacional»—[2] exacerba el pánico de la población por la infiltración comunista en Estados Unidos, lo que causa la destitución de dos senadores liberales tras acusarlos de relaciones con los «rojos». Para los líderes estadounidenses, la Emergencia malaya es parte de la Guerra Fría, no una lucha anticolonial; se dice que su causa es la subversión china de carácter transnacional y que tiene que ser derrotada para evitar la victoria global del comunismo.Nace la «teoría del dominó»;la idea de que sin la intervención de Estados Unidos los territorios del Sudeste Asiático caerán uno tras otro en manos del comunismo chino. Cuando ese invierno la guerra de Corea se recrudece y unos siete mil efectivos del ejército estadounidense son capturados por oleadas de soldados chinos que rompen sus líneas en dirección a Seúl,Estados Unidos se obsesiona con la idea de una presunta guerra psicológica al nuevo estilo maoísta,que estaría poniéndose a prueba con los prisioneros de guerra en Corea. Un periodista estadounidense (y quizá agente de la CIA) llamado Edward Hunter publica denuncias de la nueva y aterradora arma de Mao contra la humanidad: el «lavado de cerebro».Altos funcionarios de la CIA, periodistas, científicos conductuales, novelistas y cineastas se confabularán en los años cincuenta para especular en torno a una poderosa maquinaria de control maoísta del pensamiento. Esta amenaza del «lavado de cerebro» chino —cimentada en el terror previo a la manipulación psicológica soviética— inflará la «esfera encubierta» en Estados Unidos, justificando así la existencia de un estado secreto dentro de otro y el vasto programa de operaciones psicológicas de la CIA. Mediante una serie de iniciativas en clave durante los años cincuenta y sesenta —Azulejo,Alcachofa, MK-Ultra—, la CIA buscará desarrollar una modalidad de ingeniería para revertir las técnicas chinas y soviéticas de control mental, que considera en extremo peligrosas. Eventualmente, este programa se transformará en los «interrogatorios especiales o reforzados» de la actual guerra contra el terror, lo que socavará los cimientos de la democracia estadounidense.
El Bronx, Nueva York, 1969. Un joven radical estadounidense llamado Dennis O’Neil discute con un amigo. Como muchos de su generación, O’Neil es un apasionado admirador de Mao Zedong y su Revolución Cultural. En cambio, su amigo es más afín a Trotski. Entre ambos diseñan un experimento científico para determinar quién tiene una estrategia política superior.Todos los días, durante un periodo de tiempo determinado, cada uno de ellos le leerá obras escogidas de su ídolo a distintas plantas de marihuana en el balcón de su apartamento, situado en la decimocuarta planta de un edificio. «Mi planta floreció y la suya se secó —recuerda O’Neil—. Resultado positivo.» Mientras tanto, en una librería de San Francisco llamada China Books and Periodicals —el mayor local de la Costa Oeste donde se pueden leer las palabras de Mao—, bulle incluso una mayor excentricidad. Entre los montones apilados del Libro rojo, unos «ultrademócratas» con estilo propio, conocidos como «los Siete Excavadores», permanecen en la posición de loto mientras absorben energía de unas magdalenas rellenas de cannabis y leen la obra de Mao y sus impresiones sobre la Revolución china y la guerra de guerrillas. Un par de funcionarios del FBI, con las habituales gabardinas, rebusca entre los sellos postales chinos a un lado de la tienda para monitorear la situación.[3]
En los años sesenta y setenta, los experimentos de la CIA con el LSD durante la implementación de su propio programa de control psicológico desempeñan un papel clave en las rebeliones juveniles propiciadas por las drogas. En torno a 1969, las cantidades de LSD disponibles en laboratorios universitarios de investigación financiados por la CIA se habían filtrado para el uso recreativo de los estudiantes. La escena floreciente de las drogas ayuda a liberar una ruidosa cultura de protesta que se identifica con la Revolución Cultural. El maoísmo hippy —ilustrado por el balcón de Dennis O’Neil y las sesiones de lectura de los Siete Excavadores— prolifera. La fiebre de Mao se difunde en todo Occidente: hay «pósteres con grandes caracteres» en los campus universitarios franceses; los estudiantes de la República Federal de Alemania lucen chapas de Mao en la solapa; citas del Libro rojo aparecen pintarrajeadas en las paredes de las aulas italianas; un grupo de maoístas anarquistas se sube al tejado de una iglesia en Berlín Occidental y bombardea a los transeúntes con cientos de ejemplares del Libro rojo. Pero detrás de tanto ruido hay gestos más duros. Los aspirantes a revolucionarios viajan a China o Albania para recibir adiestramiento político y militar en un programa diseñado y financiado por la República Popular China.Después de 1968, la militancia de la Revolución Cultural maoísta inspira el terrorismo urbano en la facción del Ejército Rojo en la Alemania Federal y en las Brigadas Rojas en Italia, que embisten contra estas frágiles democracias europeas que aún luchan por afianzar su legitimidad tras las secuelas del fascismo y el nazismo.
Nankín, 1965.A medida que el entusiasmo por la revolución de Mao arrasa entre la izquierda política a escala mundial, un profesor peruano de filosofía asiste a una escuela de adiestramiento militar en Nankín. Más tarde se especula que allí conoció a Saloth Sar —que tiempo después sería conocido como Pol Pot, artífice del genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya—, que ese año también asiste a clases en la Yafeila Peixun Zhongxin (el centro de entrenamiento en Pekín para Asia, África y América Latina, situado en los alrededores marmóreos del Palacio de Verano imperial), una entidad que acoge a revolucionarios de esas regiones. «Cogimos un bolígrafo —diría Abimael Guzmán más adelante, al evocar una clase de manipulación de explosivos— y el lápiz estalló, y cuando nos sentamos el asiento también estalló. Fue como un despliegue completo de fuegos artificiales [...], perfectamente calculado para mostrarnos que cualquier cosa se podía hacer estallar si uno sabía cómo hacerlo. [...] Esa escuela contribuyó mucho a mi desarrollo y marcó el comienzo de mi aprecio por el presidente Mao Zedong.»[4] En 1979, como líder del Partido Comunista de Perú —conocido también como Sendero Luminoso—, Guzmán se embarca en su guerra popular maoísta, una campaña brutal que en las próximas dos décadas se cobrará setenta mil vidas y representará para Perú un coste de doce mil millones de euros en perjuicios económicos. Después de doce años de guerra de guerrillas prolongada, Guzmán —como un alarde final maoísta— fija la fecha de su última ofensiva para la toma del poder el día del nonagésimo noveno cumpleaños de Mao: el 26 de diciembre de 1992.[5] La revolución, pronostica, costará «un millón de muertos».[6] Algunos auguran que si la revolución predicada por Sendero Luminoso tiene éxito —una posibilidad real en el Perú de principios de los años noventa— sus secuelas generarán un reguero de sangre que volverá insignificante el perpetrado por los Jemeres Rojos.
Además de Pol Pot, quizá Guzmán se topara con otro aspirante a revolucionario mientras estaba en Nankín: un ciudadano originario de Rodesia del Sur, de aspecto imponente, expresión intensa y muy serio, con el pelo cortado casi al rape y ojos verdes hundidos en un rostro moreno pálido marcado por la viruela: Josiah Tongogara. Es un individuo que suele estar sumido en sus reflexiones sobre la eventual liberación de Rodesia del Sur del dominio blanco; si le presionan para que participe en una conversación trivial, solo habla de su voluntad de morir «frente a un fusil» (de hecho, morirá a causa de una maniobra imprudente en una autopista). Como ocurre con Guzmán, el tiempo que pasa en China convierte a Tongogara en un devoto maoísta. En la academia militar de Nankín, llega a venerar a los chinos como sus «mentores en términos éticos y en cuanto a habilidades y estrategias militares».[7] A finales de los años sesenta,Tongogara regresa a la frontera meridional de Rodesia, donde el Ejército Africano para la Liberación Nacional de Zimbabue (ZANLA, por sus siglas en inglés), el brazo armado de la Unión Nacional Africana de Zimbabue (ZANU, por sus siglas en inglés), se está preparando para la guerra de guerrillas contra Rodesia del Sur. En ese punto abandona las viejas y fallidas tácticas de ZANLA de golpear y huir, y reorganiza la lucha armada según las pacientes y prolongadas directrices maoístas.Traduce a Mao a la lengua shona; sus destacamentos guerrilleros deben depender del pueblo y moverse entre él como simba rehove riri mumvara, «como un pez en el agua», el medio donde adquiere toda su fuerza. Mientras tanto, instructores chinos entrenan a los reclutas del ZANLA cerca de Tanzania; a finales de los años setenta, se reclutan cinco mil cadetes para una ofensiva denominada Sasa tunamaliza («Estamos al final»).[8] Exhaustos por la resistencia del ZANU, los gobernantes blancos de Rodesia del Sur se ven obligados a negociar. Cuando era un niño,Tongogara había trabajado como recogedor de las pelotas de tenis que lanzaba fuera de la cancha un joven niño blanco llamado Ian Smith. En 1979, como representante del ZANLA en las conversaciones de paz, comparte las pausas para el café con él —entonces primer ministro del Gobierno de mayoría blanca de Rodesia del Sur— en la Lancaster House de Londres.[9]
Hoy en día, en las profundidades de las selvas del centro de India, las guerrillas naxalitas, con uniforme verde oliva y saris brillantes, bailan en formación ante la foto del presidente Mao y le declaran la guerra a los «esbirros uniformados» del Gobierno que han confiscado la tierra local por sus preciosas reservas de bauxita. En estas hermosas y brutales selvas, el todavía militante movimiento maoísta indio se remonta en sus orígenes a su propia encarnación de la Revolución Cultural de 1967, cuando sus líderes estuvieron en Pekín junto con hombres como Guzmán y Tongogara. En 2006, los gobernantes de India consideran esta insurgencia maoísta la «mayor amenaza interior a la seguridad del Estado».[10] Mientras la intelectualidad debate en Nueva Delhi si los insurgentes son terroristas tribales guiados por manipuladores de castas superiores o rebeldes con causa pero desesperados, los maoístas y la policía se enzarzan en luchas en las que suele haber víctimas: una semana, una docena de policías son aniquilados con minas terrestres maoístas; a la siguiente, la policía viola y asesina a civiles con presuntas relaciones maoístas.A diferencia de los rebeldes maoístas de Nepal, que en 2006 abandonan la insurrección para participar en la democracia parlamentaria, los camaradas de India son un bastión residual de la doctrina maoísta pura y se niegan a presentarse a las elecciones. Los naxalitas dieron a Arundhati Roy —una de las escritoras e intelectuales más conocidas de India— acceso exclusivo a su historia, y la escoltan por los alrededores de los campamentos clandestinos. A su regreso al mundillo literario de Nueva Delhi, la autora publicó artículos en los que elogiaba su sencilla cultura, dinámica y fraternal.[11] ¿Es Roy una intelectual romántica enamorada de un ideal revolucionario feroz que, en caso de que consiguiera el control de India, no vacilaría (parafraseando a Nabókov al hablar de los admiradores tempranos de la Rusia soviética) en destruirla «con la misma naturalidad que los hurones y los granjeros eliminan a los conejos»? ¿O solo ha puesto de manifiesto sagazmente el atractivo que la anárquica liberación maoísta supone para una perseguida clase marginal de izquierdas, a la que un Gobierno brutal y corrupto no deja alternativas?
En Chongqing, una ciudad a orillas del río Yangtsé considerada oficialmente como «la ciudad más feliz de China», miles de civiles con idénticas camisas de color escarlata se reúnen en una plaza pública a cantar y bailar himnos maoístas: «Sin el Partido Comunista no existiría la Nueva China», «El cielo y la tierra son pequeños en comparación con la benevolencia del partido», «El Partido Comunista es maravilloso, el Partido Comunista es maravilloso, el Partido Comunista es maravilloso».[12] En la prensa abundan historias sobre las milagrosas propiedades terapéuticas de tales himnos; por ejemplo, sobre una mujer que se ha recuperado de una profunda depresión con solo escucharlos; de pacientes psiquiátricos cuyos síntomas «desaparecieron de repente» al sumarse a los coros revolucionarios; de prisioneros curados de sus tendencias criminales por entonar «cánticos rojos».[13] Los estudiantes son enviados al campo a aprender de los campesinos. Cuadros del partido de aspecto solemne visten toscos uniformes maoístas de color azul y viajan a un rincón montañoso y aislado del sudeste de China «para profundizar en su comprensión y experiencia» de la revolución y, generalmente, para aumentar su «moral roja».[14] «Hay a nuestro alrededor algunos literatos abominables, amargos y apestosos—acota un anciano del Ejército Popular de Liberación, mientras los críticos del régimen desaparecen sin dejar rastro en las prisiones comunistas—. Atacan al presidente Mao y practican la desmaoificación. Debemos luchar para repeler esta contracorriente reaccionaria.»[15] Un hombre joven solicita al Gobierno que juzgue a escritores que critican al Gran Timonel y exige que los vecinos denuncien a la policía a cualquier sospechoso de deslealtad al presidente.[16]
Esto no sucede en 1966, el año en que Mao inició la Revolución Cultural y alcanzó el punto álgido de su febril utopía, que desató la acción de las bandas de Guardias Rojos en las calles de las ciudades chinas, desterró a millones de habitantes urbanos a remotas áreas rurales y dejó un saldo de al menos un millón y medio de muertos (que siguieron a los treinta millones de muertos a causa de la hambruna causada por la mano del hombre a principios de los años sesenta). Esto ocurre en 2011 y es la razón de que esas canciones se escuchen en bares de karaoke, o de que los teléfonos móviles chinos —unos trece millones en determinado momento— sean bombardeados con textos que citan a Mao, de que el mensaje de Mao llegue a las audiencias a través de una programación televisiva dominada por películas revolucionarias clásicas, y de que el Gobierno haya lanzado el «Twitter Rojo», enviando retazos de la lacónica sabiduría de los años sesenta por un micromedio muy del siglo XXI.[17] Bo Xilai —el artífice de este resurgir neomaoísta— es purgado en la primavera de 2012 por corrupción y por el envenenamiento, llevado a cabo por su esposa, de un antiguo graduado de la Harrow School, Neil Heywood. Con todo, Xi Jinping, que se convierte en secretario del partido en noviembre de 2012, hereda e implementa el neomaoísmo de Bo a escala nacional. En los primeros meses después de su ascenso al poder, Xi lanza un sitio web que es el «frente de masas» (uno de los términos con gancho preferidos de Mao), para tomar medidas drásticas contra la corrupción y reforzar los vínculos entre el Partido Comunista y las bases, y reintroduce la «crítica y autocrítica» al estilo de Mao en el seno de la burocracia estatal. Por primera vez desde la muerte de Mao en 1976, Xi Jinping ha rehabilitado las estrategias maoístas dentro de la cultura nacional y la esfera pública de China.
Estos ocho escenarios —que se extienden desde la década de 1930 hasta el presente y recorren Asia,África, Europa y las Américas— ilustran el amplio espectro cronológico y geográfico del maoísmo, una de las fuerzas políticas más significativas y complejas del mundo moderno. Una poderosa mezcla de disciplina de partido, rebelión anticolonial y «revolución permanente», todo ello imbricado con el culto secular al marxismo soviético, hace del maoísmo no solo una puerta de entrada a la historia contemporánea de China, sino una influencia clave en la insurrección, insubordinación e intolerancia globales durante los últimos ochenta años. Pero, más allá de China,y especialmente en Occidente, la difusión e importancia global de Mao y sus ideas en la historia contemporánea del radicalismo se perciben solo con vaguedad, si acaso. Con el fin de la Guerra Fría, la aparente victoria global del capitalismo neoliberal y el resurgimiento del extremismo religioso, el maoísmo ha sido en cierto modo borrado. Este libro pretende extraer de la penumbra a Mao y sus ideas y resituar el maoísmo como una de las historias fundamentales de los siglos XX y XXI.
En 1935, Mao maniobró para abrirse paso hasta una posición de liderazgo en el Partido Comunista Chino. Por esa época, con toda probabilidad era aún una autoridad dudosa en su seno. Ese mismo año, unos ocho mil revolucionarios exhaustos, que huían de las campañas de cerco y aniquilación dirigidas por el Partido Nacionalista en el poder, marcharon hacia Yenan, una pequeña ciudad empobrecida enclavada en las laderas al noroeste de China. Con todo, al cabo de diez años —una década en que el país fue azotado por inundaciones, hambrunas y la invasión japonesa— los miembros del Partido Comunista ya sumaban 1,2 millones de militantes y sus ejércitos aumentaron a más de 900.000 efectivos.[18] Cuatro años después, los comunistas chinos dirigidos por Mao Zedong habían expulsado a sus rivales, los nacionalistas de Chiang Kai-shek, del territorio continental hacia Taiwán. Desde su fundación en 1949, la República Popular China se las ha ingeniado de diverso modo para sobrevivir más tiempo que cualquiera de los regímenes revolucionarios que la antecedieron en China, pese a las convulsiones de una hambruna causada por el hombre y una guerra civil (la Revolución Cultural) que afectaron y desbarataron la vida de decenas de millones de chinos.
Hoy, la República Popular China todavía está cohesionada por el legado del maoísmo.Aun cuando hace tiempo que el Partido Comunista Chino ha abandonado la vorágine utopista del maoísmo en favor de un capitalismo autoritario que prioriza la prosperidad y la estabilidad, el Gran Timonel ha dejado una pesada huella en la política y la sociedad del país. Su retrato —de seis metros por cuatro y medio— cuelga aún en la plaza de Tiananmén, el corazón del poder político chino, en el centro de la capital del país. En medio de la plaza todavía descansa su cuerpo embalsamado y ceroso, como una bella durmiente a la espera de que la historia lo devuelva a la vida. La «mano invisible de Mao» (como plantea un libro de reciente publicación) continúa siendo omnipresente en la política china: en la profunda politización de su judicatura; en la supremacía del Estado de partido único sobre todos los demás intereses; en la intolerancia fundamental de las voces disidentes.[19]
El maoísmo es un cuerpo de ideas contradictorias que se diferencia de los aspectos tempranos del marxismo en varios e importantes sentidos.Al otorgar el protagonismo dentro de la escena política a una agenda no occidental y anticolonial, Mao proclamó ante los radicales de los países en vías de desarrollo que el comunismo al estilo ruso debía adaptarse a las condiciones locales y nacionales, y que quizá la Unión Soviética iba mal encaminada. Divergiendo de Stalin, dijo a los revolucionarios que llevaran su lucha lejos de las ciudades, al campo.Aunque, al igual que Lenin y Stalin, Mao estaba decidido a forjar un Estado de partido único sometido a una disciplina militar, propició a la vez (sobre todo en la última década de su vida) una democracia anárquica, diciendo al pueblo chino que «la rebelión está justificada»: que, cuando «hay un gran caos bajo el cielo, la situación es excelente». Predicó la doctrina del voluntarismo, al señalar que, por la pura audacia de sus convicciones, los chinos —y cualquier otro pueblo con la necesaria fuerza de voluntad— podía transformar su país; el celo revolucionario, no el armamento, era el factor decisivo. Y, quizá, lo más innovador de todo: Mao proclamó que «las mujeres sostienen la mitad del firmamento».Aunque su práctica feminista se quedó corta frente a su retórica, ninguno de sus pares mundiales expresó una agenda igualitaria como esa.
Nacido en una época en que China era despreciada por el sistema internacional, Mao reunió un variado repertorio de herramientas prácticas y teóricas para transformar un imperio indolente y fallido en una potencia global desafiante. Creó un lenguaje que podían entender los intelectuales y los campesinos, hombres y mujeres; un sistema de propaganda y control del pensamiento que se ha descrito como «uno de los intentos más ambiciosos de manipulación humana en toda la historia», y un ejército disciplinado. Además, se rodeó de unos camaradas inusualmente talentosos y despiadados. Sus ideas provocaban un fervor extraordinario. Millones de personas se embarcaron en matrimonios de conveniencia política y abandonaban a sus hijos para dedicarse por completo al experimento utópico.Tales hijos, a su vez, denunciaron, humillaron y —en casos extremos— asesinaron a sus padres en las décadas de 1960 y 1970, en nombre de su Gran Timonel.
El primer capítulo de este libro examinará las definiciones del maoísmo, un término que se ha empleado a la vez admirativa y desdeñosamente durante décadas,aludiendo a una amplia variedad de comportamientos políticos que van desde la democracia anárquica de masas hasta la brutalidad maquiavélica aplicada contra los enemigos políticos. Los términos «maoísta» y «maoísmo» se convirtieron, en inglés, en moneda corriente de los análisis estadounidenses de la Guerra Fría sobre China, en un intento de categorizar y crear un estereotipo de una «China Roja» vista como la quintaesencia de la amenaza extranjera.Tras la muerte de Mao, se convirtieron en términos válidos para todo a la hora de degradar lo que se percibía como la locura represiva única de China entre 1949 y 1976. Sin embargo, aquí no entendemos el término de esta forma petrificada. En este libro, el «maoísmo» es un paraguas verbal para el amplio espectro de la teoría y la práctica atribuidas a Mao y su influencia en los últimos ochenta años. En otras palabras, este término solo es útil si aceptamos que las ideas y las experiencias que él describe están aún vivas y son cambiantes, al haber sido ambas traducidas y mal traducidas tanto en vida de Mao como después, y en su expansión dentro y fuera de China.
Debido a que hoy la República Popular China ha comenzado a reafirmar por primera vez desde la época de Mao sus ambiciones globales, el imperativo de entender el legado político que unifica al país se vuelve cada vez más urgente. Pero hay a la vez una imperiosa necesidad de evaluar el poder y el atractivo del maoísmo más allá de China, donde ha disfrutado de una larga vida después de su muerte en movimientos revolucionarios inspirados en las teorías de Mao sobre la lucha de clases y la guerra de guerrillas. El maoísmo contiene en su seno ideas que han demostrado una enorme firmeza y habilidad para viajar a otros sitios y arraigar en tierras cultural y geográficamente alejadas de China: en las plantaciones de té de India, las sierras de los Andes, el quinto arrondissement de París, los campos de Tanzania, los arrozales de Camboya y las terrazas de Brixton. Este libro es tanto una historia de ese movimiento en China como de su legado global: analiza la historia ambivalente del maoísmo y el perdurable atractivo que ejerce sobre los soñadores ávidos de poder y los rebeldes desposeídos de todo el mundo.
Con todo, la del maoísmo global continúa siendo una de las historias omitidas —o incomprendidas— en los siglos XX y XXI.Basta comparar la cantidad ingente de libros sobre Hitler y Stalin, y acerca de las consecuencias internacionales de sus respectivas figuras, con la falta de estudios que sinteticen y expliquen los legados del maoísmo en todo el mundo. ¿Por qué tendemos a no percibir el maoísmo globalmente? ¿Por qué no existe ya un libro como este?[20]
Desde la década de 1980, los lectores de las lenguas europeas (sobre todo en inglés) que dominan el ámbito editorial internacional han podido acceder a docenas de relatos testimoniales de China en la era de Mao, en forma de memorias personales escritas por víctimas de la Revolución Cultural.Tales aportaciones ofrecen un sobrecogedor relato del horror: de la violencia y persecución, fruto del culto de Mao a su personalidad y de la xenofobia irracional. El marcado contraste entre, por una parte, nuestra imagen de una China maoísta disfuncional y desastrosa que se desprende de esas obras y, por otra, de la China contemporánea —una tierra donde se construye un Estado funcional y prolifera el consumismo pragmático— podría dar la impresión de que el maoísmo ha sido relegado al olvido. El kitsch circulante refuerza la idea de un distanciamiento.Aunque un amplio sector de lectores occidentales equiparan hoy a Mao con Stalin o Hitler por la fuerza destructora de sus políticas, los turistas que van a China compran ejemplares con tapas de plástico del Libro rojo o encendedores decorados con el rostro de Mao que entonan el himno maoísta de «El Oriente es rojo». Quienes visitan la Alemania contemporánea no soñarían siquiera con adquirir ejemplares de Mi lucha o novedosos relojes despertador que mostraran a Hitler haciendo el saludo nazi. Los libros de humor para niños británicos incluyen alegremente ciertos juegos de palabras sorprendentes. Pregunta: ¿cuál fue el gato más poderoso en China? Respuesta: el presidente Miao. Una vez más, un chiste análogo en torno a Stalin o Hitler es impensable.
Todo esto sugiere, a ojos occidentales, que Mao ha sido relegado de manera segura al pasado, sin riesgo de que sus ideas o herederos experimenten un resurgimiento. Igual que ocurre con el comunismo, y especialmente el comunismo durante la era del tardomaoísmo, en las décadas de 1960 y 1970, que parecen hoy ajenos y extraños, sobre todo por sus dialectos y variados acrónimos doctrinarios (por citar solo unos pocos grupúsculos maoístas en la República Federal de Alemania de esa época: el MLPD, el KBW, el KPD/ML, el KABD...). Con todo, es un hecho que muchas de las tragedias que suceden en relación con el subdesarrollo y los conflictos que actualmente aquejan África, Asia, América Latina y Oriente Próximo son resacas de conflictos en los que las superpotencias de la Guerra Fría —Estados Unidos, la Unión Soviética y la China de Mao— estuvieron enzarzadas alguna vez. De hecho, la ideología maoísta contribuyó a moldear la Guerra Fría en tales regiones.
Pero dejar de lado el maoísmo global no solo es fruto de nuestra desatención, sino también una consecuencia del éxito de la China posterior a Mao para difundir una narrativa singular de su pasado. En 1978, el sucesor de Mao, Deng Xiaoping, proclamó ante el mundo que China «nunca buscaría la hegemonía», y desde entonces casi todas las campañas de relaciones públicas se han dedicado a argumentar el estatus de China como víctima, no como activista o agresora, en la política internacional. Durante los últimos diez años, a medida que China ascendía al estatus de superpotencia, sus gobernantes promovían la teoría del «ascenso pacífico» del país, insistiendo en que su nueva fuerza e influencia serían una fuerza a favor de la armonía internacional más que una modalidad de nacionalismo militante. La forma en que se escribe la historia es un factor relevante a la hora de corroborar esta narrativa: el Gobierno repite que China jamás ha interferido en los asuntos soberanos de otras naciones. La idea de una China virtualmente neutral contrasta así con las acciones de los halcones occidentales. La propia historia de victimización de la China moderna por las naciones imperialistas entre 1839 y 1945 alienta las simpatías hacia este enfoque.
La última campaña del Partido Comunista Chino por la influencia global es la del «sueño chino», diseñada para vender internacionalmente la idea de una China fuerte y exitosa. Su manifiesto, que tiene la extensión de un libro, arguye que «China cuenta con una tradición que atesora la paz y la armonía, y nunca ha buscado saquear a otras naciones o crear zonas de influencia».[21] Cuando investigaba para mi primer libro, que rastreaba la obsesión de la China posterior a Mao con la obtención de un Premio Nobel de Literatura, me encontré una y otra vez —en documentos y entrevistas— con una gran muralla de negaciones en cuanto a que China hubiera tenido algún tipo de contacto con el mundo exterior entre 1949 y 1976. En el saber difundido en la década de 1990 y en la de 2000, se sugiere que la República Popular China hizo su primera entrada a lo grande en la escena internacional en 1978, cuando Deng Xiaoping asumió el poder supremo. Por ende, la China de la época de Mao no tenía una política exterior, tal como afirma esta versión de la historia, pues era una nación aislada dentro de la comunidad internacional.
En tales circunstancias,China es hoy reacia a proyectar alguna luz sobre su deseo de liderazgo de la revolución mundial durante el periodo de Mao, una época en que exportaba no solo ideología en la forma de centenares de millones de ejemplares del Libro rojo, sino también otros activos más sólidos para la revolución: financiación, armas y entrenamiento de los insurgentes globales, sobre todo en los países en vías de desarrollo. Por supuesto, la historia de las intromisiones de la CIA o el KGB en el extranjero no es más edificante, pero al menos resulta más conocida. Un antiguo historiador de la diplomacia china ha señalado el bochorno que este aspecto del pasado nacional provoca a los gobernantes contemporáneos de la nación. «El Partido Comunista Chino no quiere hoy que el pueblo hable de su historia. [...] Su intromisión en otros países fue en aquellos años verdaderamente excesiva.»[22] Dado lo mucho que la República Popular China añora ese influjo global, es irónico que la memoria del periodo durante el cual China disfrutó posiblemente del mayor poder global de naturaleza blanda de su historia deba hoy «desaparecer» por razones políticas. El tratamiento que el partido hace de este tema ilustra las inconsistencias de la actual política china. El Estado de partido único contemporáneo, que debe su legitimidad y estabilidad política a Mao, añora contar con un «rostro» internacional. Con todo, visto que la historia y el legado de la era de Mao, y en especial la Revolución Cultural (el motor principal del maoísmo global), eran tan inestables, y dado que el Partido Comunista Chino contemporáneo ha hecho de la estabilidad política y económica su fetiche por encima de otro objetivo gubernamental, ese mismo Estado de partido único rechaza atribuirse la influencia global que esta era alimentaba (incluidos los movimientos maoístas contemporáneos en India y Nepal).
Debido a lo delicadas que resultan estas cuestiones en la China contemporánea, mucha documentación histórica sigue estando fuera de nuestro alcance. En una liberación de archivos sin precedentes en la historia comunista, el Ministerio de Asuntos Exteriores chino inició en 2003 una apertura de sus archivos entre 1949-1965 a los investigadores interesados (nunca un Estado comunista había desclasificado la documentación de un organismo del Gobierno estando aún en el poder). Pero esta apertura parcial se quedó corta respecto a los años decisivos de la Revolución Cultural, y la mayoría de los documentos del Ministerio de Asuntos Exteriores fueron reclasificados entre 2012 y 2013, durante una «puesta al día de los sistemas [informáticos]». En cualquier caso, las dos organizaciones más relevantes que manejaban la exportación de la teoría y práctica revolucionaria china eran el Departamento de Enlace Internacional (DEI, Zhonglianbu) y la inteligencia militar. El primero gestionaba las relaciones entre partidos y, por ende, lidiaba con ambiciosos grupos comunistas (que planteaban diversas clases de amenazas a sus respectivos gobiernos) en, digamos, Birmania, Camboya, Malasia, Francia, la República Federal de Alemania, Perú y otros lugares. Dentro de China, el DEI era, y continúa siendo, tan secreto que el conocimiento de su ubicación exacta entre las décadas de 1950 y 1970 no es, en apariencia, del dominio público hasta hoy. No hace falta decir que las posibilidades de que estas organizaciones en particular abran sus archivos son muy escasas, a menos que el propio Partido Comunista Chino caiga alguna vez del poder. Por consiguiente, el maoísmo global no es un asunto fácil de investigar: no hay un archivo unificado sobre el tema, y las fuentes principales están dispersas en discursos, telegramas y actas de reuniones (muchos de los cuales siguen estando clasificados),así como en las memorias y los relatos orales en diversos idiomas. La sensibilidad que suscita este asunto en China se ha intensificado aún más con el ascenso al poder de Xi Jinping, hijo de Xi Zhongxun, líder revolucionario de la primera generación de rebeldes. Puesto que Xi debe mucho de su prestigio político a la sacrosanta imagen de la revolución, se ha vuelto más importante que nunca enterrar todo detalle histórico vergonzoso de la era de Mao, en particular aquellos que contradigan la doctrina de la no interferencia china en los asuntos internacionales.
La percepción del maoísmo como un sistema de ideas y prácticas relevantes solo para China ha servido a la vez para relegarlo a los márgenes de la historia mundial. Las historias sobre la Guerra Fría a menudo subestiman la importancia de la China maoísta como una alternativa genuina al comunismo soviético, al brindar apoyo intelectual y práctico a rebeldes en todo el mundo. La indagación académica reciente reconoce cada vez más la influencia asiática, en concreto la china. Los dos importantes ensayos de Odd Arne Westad en torno a la Guerra Fría desde 2005 han globalizado el estudio de este conflicto. Una serie de excelentes historiadores dentro y fuera de China —Westad, Chen Jian, Li Danhui, Lorenz Lüthi, Serguéi Radchenko, Shen Zhihua,Yang Kuisong,Yafeng Xia— aprovecharon la ampliación del proceso de desclasificación llevado a cabo por la República Popular China en la década de 2000, antes de que en 2011 se cerrara de nuevo.[23] Pero aún ocurre, quizá a causa de una negligencia más general (ajena a los especialistas) sobre el papel global de China en el siglo XX, que la influencia de la China maoísta en la insurgencia política radicalizada durante las décadas de 1960 y 1970 curiosamente se margina en las historias anglófonas del periodo. No existe, por ejemplo, ningún libro en inglés sobre la difusión e impacto de las ideas maoístas en la Italia o la República Federal de Alemania de posguerra. Ni tampoco hay, ciertamente, ninguna historia sumaria y detallada de la implicación de China en un amplio espectro de conflictos y disturbios que estallaron a partir de la Segunda Guerra Mundial en Asia,África, las Américas, Europa y Oriente Próximo.
Las tramas pentagonales dentro del eje Moscú-Berlín-Praga-Londres-Washington que ocurren en las novelas de John le Carré impulsaban a pensar a los lectores anglófonos en las grandes crisis de la Guerra Fría como una historia estadounidense, soviética y europea. Pero eso no es lo que parecía en los años sesenta y setenta, cuando los territorios de Asia parecían al borde del desplome frente a los mensajes del comunismo chino propiciatorios de la rebelión militante; y cuando los políticos europeos, estadounidenses y australianos acusaban a China de apoyar un «programa para la dominación mundial maoísta» con reminiscencias «de Mi lucha», de liderar «un movimiento subversivo de alcance mundial [...] en América Latina, África y Asia». «Si cae Australia —señalaba flemáticamente un comentarista de la región—, los historiadores no se detendrán a reflexionar en profundidad en torno al sino fatal de este puñado de hombres blancos que pensaban que podían vivir bajo la sombra del falo chino.»[24] La voz internacional tan grandilocuente de China —Revista de Pekín, publicada en la capital del país— servía para alentar esa sensación de alarma en ediciones traducidas a docenas de idiomas: «El presidente Mao [...] es el gran líder de los revolucionarios del mundo [...] iluminando los corazones de todos ellos e indicándoles el camino a la victoria en la revolución».[25] La documentación interna informaba de una proclama de Mao que indicaba que «China no solo es el centro político de la revolución mundial, sino que debe ser además el centro de la revolución mundial en términos militares y técnicos».[26] Occidentales y soviéticos por igual se acobardaban ante las cuentas optimistas de Mao respecto a los posibles efectos de una guerra nuclear: «Si lo peor sigue a lo peor y media humanidad muriera, la otra mitad seguiría en pie, mientras que el imperialismo quedaría arrasado hasta los cimientos y todo el mundo se haría socialista».[27]
Si no se tiene en cuenta a China, resulta imposible entender las acciones estadounidenses desarrolladas en Asia durante la Guerra Fría, donde varios mandatarios estadounidenses crearon y promovieron estados para frenar a Mao. La publicación de los Papeles del Pentágono en 1971 reveló que la guerra estadounidense en Vietnam no era «para ayudar a un amigo» (Vietnam del Sur), sino para «contener a China». Revisar el papel global de la China de Mao contribuye también a reconsiderar uno de los análisis definitorios de la Guerra Fría en Asia: la teoría del dominó, cuya lógica dictaba la intervención política y militar de Estados Unidos en el Sudeste Asiático. Por buenas razones, al menos a partir de la década de 1970, los analistas han sido muy críticos con este conjunto de supuestos, ya que condujo a las desmesuras del ejército estadounidense en Vietnam entre 1965 y 1973, y a operaciones abiertas o encubiertas para desestabilizar naciones que habían accedido hacía poco a la independencia, además de facilitar o directamente impulsar la irrupción de dictaduras (por ejemplo, en Indonesia, Birmania y Camboya). La teoría del dominó es asimismo insatisfactoria en términos intelectuales, ya que sugiere que los distintos estados del Sudeste Asiático eran actores pasivos y desamparados ante la subversión propiciada por la China de Mao. Pero la repulsa ética y el rechazo a los resultados de la teoría del dominó, la doctrina enarbolada por la política exterior estadounidense, favorecieron cierta negligencia (en particular a partir de los años ochenta) respecto a la influencia que China tuvo durante la época de Mao en la Guerra Fría en el Sudeste Asiático. Este libro propone revisitar y reelaborar tales nociones.Argumenta que la teoría del dominó tenía cierto asidero en la realidad: que Mao y sus lugartenientes sí querían difundir su modelo para la revolución en todo el Sudeste Asiático y más allá. Casi cada país de la región —Vietnam, Filipinas, Indonesia, Malasia, Camboya y Birmania— contaba con fuertes y hábiles movimientos comunistas (a menudo anteriores a la fundación de la República Popular China), influenciados y en buena medida financiados materialmente por la China de Mao a partir de 1949. Debido al largo padecimiento de estas naciones a manos de regímenes coloniales y extractivos, no es de extrañar que las arremetidas militantes, primero de Lenin y luego de Mao, contra el imperialismo resultaran atractivas para algunas de las mentes más brillantes del Sudeste Asiático. Sin la enorme afluencia a la región de material de guerra y botas británicas y luego estadounidenses, no está claro si los oponentes locales al comunismo habrían resistido a las insurrecciones de la forma en que lo hicieron.
El estudio de la expansión mundial del maoísmo requiere no solo que reconsideremos este conjunto de ideas desde la perspectiva de un pasado ideológico reciente, cuando las doctrinas del comunismo regían y le importaban a gran parte de la humanidad, sino también pensar nuestro derrotero desde diversos puntos de vista geográficos. Para muchas personas que crecieron en el mundo en vías de desarrollo entre las décadas de 1950 y 1970, la China de la era de Mao no representaba (y sigue sin representar) un caso perdido, sino más bien una alternativa admirable e independiente a los modelos políticos de Estados Unidos y la Unión Soviética.[28] Representaba un ejemplo de un país pobre y de base agraria acosado por el expansionismo occidental o japonés y que se erguía por sí mismo ante el mundo. Hoy en día, en Nepal muchos consumidores corrientes idealizan China como un paraíso económico y creen que es un país tan próspero a causa, y no a pesar, de Mao. Desde París hasta Phnom Penh, de Pekín a Berlín, desde Lima hasta Londres, y de Dar es Salam a Derby, Mao ofrecía no solo un desafío retórico, sino estrategias prácticas para potenciar estados empobrecidos y marginados, o dominados por las potencias globales; para entrenar insurrecciones campesinas con una pobre tecnología contra ejércitos coloniales financiados por el Estado.
Durante y después de la Guerra Fría, el maoísmo ejerció un atractivo particular para los estados subdesarrollados, colonizados o recién descolonizados como Tanzania, Nepal, India, Camboya e Indonesia, que al menos superficialmente se parecían a la China previa a 1949. Ejercía este atractivo a menudo sin demasiada ayuda de la propia República Popular China, sin duda menor en comparación con el presupuesto dispuesto por el Komintern y auspiciado por los soviéticos en las décadas de 1920 y 1930. Con un estilo auténticamente guerrillero, las ideas y propuestas de Mao sedujeron al mundo desarrollado, infiltrándose en los mejores barrios franceses y en las élites de los campus universitarios estadounidenses. «Cavad túneles hondos, almacenad el grano en todas partes» era la arenga de los estudiantes radicales de Harvard en los años setenta. El maoísmo arraigó también en países en vías de desarrollo que no tenían una semejanza sólida con la China prerrevolucionaria, como es el caso de Perú. Sin una comprensión adecuada del atractivo y la expansión mundial del maoísmo, cuesta entender sucesos geográfica y cronológicamente tan dispares como la Emergencia malaya, las matanzas de 1965 en Indonesia, las revoluciones culturales de Europa occidental y Estados Unidos en 1968, la guerra de Vietnam y el genocidio de los Jemeres Rojos, el fin del dominio blanco en Rodesia del Sur y el levantamiento de la Unión Nacional Africana de Zimbabue liderada por Robert Mugabe, la insurgencia de Sendero Luminoso en Perú, la guerra civil en Nepal, que puso fin a siglos de monarquía, y la insurrección contemporánea en las selvas de India. Los conflictos y las crisis influenciadas por Mao no son solo sucesos históricos fundamentales; de hecho, varios de ellos aún prevalecen entre nosotros en India, Perú, Nepal y Zimbabue.
El internacionalismo del propio Mao necesitaría por sí solo un libro, por lo mucho que él nos dice de la variedad —y no la homogeneidad— de la política exterior de la República Popular China. Mao combinaba los sueños de una revolución mundial con las ambiciones nacionalistas y un imperialismo chino de raigambre mucho más antigua. Oscilaba entre las anexiones imperiosas —reafirmando las reivindicaciones de la China imperial sobre partes de la Unión Soviética— y una generosidad sin condiciones con partidos «hermanos» a los que veía como parte de una civilización chinocéntrica y maocéntrica. Sin mayores reparos, concedió franjas de territorio en la frontera chinocoreana a su «fraternal aliado» Kim Il Sung y, tras reunirse con miembros del radical y prochino Partido Comunista de India, prometió convertir en un futuro Gobierno comunista indio todo el territorio fronterizo que India y China disputaron de manera sangrienta durante la década de 1960.[29] La noble solidaridad socialista de Mao —y masiva ayuda financiera— para con Vietnam estaba matizada por afanes de dominio imperialista; dos años después de su muerte, las tensiones chinovietnamitas escalaron hasta desencadenar una infame conflagración fronteriza. Mao estaba embebido de una mentalidad más arcaica asociada al Reino Medio: al proponerse el liderazgo de la revolución global, asimismo quería reafirmar el derecho de China a ocupar el centro del mundo.[30] El énfasis en la misión global de China desempeñaba un papel relevante también localmente. Al ser el cuartel general de la revolución, argüía Mao, China era vulnerable a los ataques del mundo reaccionario. Insistía constantemente en la inseguridad internacional de China para movilizar campañas internas contra potenciales oponentes, que eran tildados de «espías» y «enemigos de las masas revolucionarias».
Muchas de las consecuencias actuales del maoísmo global no fueron intencionadas. Por ejemplo, la China de la época de Mao invirtió dinero, tiempo y conocimiento en África con la esperanza de ganarse la simpatía del continente negro y convertirlo a su causa política, pero ni un solo régimen parecido a uno maoísta llegó allí al poder. Solo hubo una adopción parcial de las estrategias y los emblemas de Mao en Tanzania y Rodesia del Sur, hogar de sus más fervientes admiradores africanos. Por el contrario, en Nepal, India y Perú la inversión de la República Popular China fue más discreta: con revistas de portada lustrosa, traducciones y radios en las lenguas locales, invitaciones ocasionales a China y poco más. Sin embargo, las ideas de Mao en esos países encontraron apasionados adeptos que desplegaron sus estrategias en guerras que acabaron transformando la historia contemporánea de sus países. La historia del maoísmo global ejemplifica el curso impredecible de la búsqueda de la China Comunista de un poder blando. Por más que el Estado de partido único haya intentado amoldar y dirigir su imagen internacional, sus iniciativas siempre han oscilado en direcciones inesperadas e incontrolables, debido a que el maoísmo es un credo político inestable que reverencia de forma simultánea el partido centralizado y el liderazgo de las masas, la obediencia colectiva y la rebelión contra el Estado. En su expansión por el mundo, el maoísmo ha servido a causas que cuestionaban o atacaban a los gobiernos establecidos; en su país de origen, ha dado pie a un Estado de partido único omnipotente. Ha exaltado la revolución campesina a la vez que se ha granjeado a muchos de sus seguidores o simpatizantes entre las élites cultivadas (Louis Althusser, Jean-Paul Sartre, Michel Foucault, Baburam Bhattarai,Abimael Guzmán), al ser una revolución difundida a través de libros. Los maoístas mundiales más cerebrales han transformado a sus «masas» tan idealizadas en carne de cañón para sus revoluciones doctrinarias, mezclando la empatía con la brutalidad hacia aquellos que más padecen en la base de la sociedad.
El fin de la Guerra Fría —con la desintegración de las viejas alianzas de Estados Unidos y la Unión Soviética, y el surgimiento de culturas globales en que los desplazamientos y transmisiones son cada vez más fluidos— únicamente ha conseguido —si es que ha conseguido algo— fortalecer la validez de las tácticas y estrategias guerrilleras de Mao. Los analistas del Estado Islámico sostienen que este grupo llegó al poder en su región desplegando las ideas de Mao sobre la guerra asimétrica contra un Estado consolidado; desde luego, hay una huella documental de la influencia que las doctrinas sobre la «guerra popular» relacionadas con la Revolución Cultural han ejercido en las insurrecciones en Oriente Próximo. China concedió a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), como escribía un satisfecho visitante palestino al país asiático, «todo lo que le pedimos», y varios militantes palestinos hicieron la transición del maoísmo al yihadismo en los años ochenta.[31]
Es más, una vez que reinsertamos la historia global del maoísmo en la historia del siglo XX, se empieza a tener una narrativa muy distinta del relato estándar en que la Unión Soviética pierde la Guerra Fría frente al neoliberalismo. Un cuarto de siglo después de que el comunismo colapsara en Europa y luego en la Unión Soviética, el Partido Comunista Chino sigue —en apariencia— floreciendo. Bajo su dirección, China se ha convertido en una fuerza económica y política mundial. El Partido Comunista Chino —cuya práctica y legitimidad está aún bajo el dominio de Mao— se ha reinventado a sí mismo con un éxito considerable como adalid de la economía de mercado, a la vez que continúa siendo una organización esencialmente secreta y leninista. Si la organización sigue aún a cargo del país en 2024, la Revolución comunista china habrá superado los setenta y cuatro años que duró la vida de su hermano mayor soviético. Los líderes de China experimentan un nervioso orgullo ante esta perspectiva; las causas del colapso soviético en 1991 fascinan a los miembros pretéritos y actuales del Politburó chino. Si el Partido Comunista Chino sobrevive mucho más allá de ese punto, quizá los historiadores comiencen a ver el octubre de 1949, en vez del octubre de 1917, como la fecha de la revolución que cambió las reglas del juego en el pasado siglo.
El estudio de la historia y las repercusiones del maoísmo global esconde lecciones muy relevantes para los desafíos contemporáneos en todo el mundo. Este ensayo argumenta que entender el maoísmo global es vital para comprender no solo la historia china, sino también las políticas extremas en muchas partes del mundo: políticas de privación de derechos, propiciatorias del descontento y el empobrecimiento. En la India de hoy, el movimiento naxalita recluta significativamente a sus integrantes entre los sectores menos privilegiados de la sociedad. El maoísmo se transformó en una fuerza internacional en la era de la descolonización. En el mundo en vías de desarrollo, su mensaje de confrontación antiimperialista fascinó a pueblos que habían sido reprimidos económica, política y culturalmente, que aspiraban a los estándares de vida del Occidente industrializado y la dignidad internacional. Aunque la Guerra Fría haya concluido, persisten los problemas de pobreza y desigualdad. Mientras Europa se enfrenta a una crisis migratoria resultante del empobrecimiento y el caos político, el pasado y el presente del maoísmo global son importantes recordatorios del radicalismo que puede surgir de la desesperación material y política, y de sus consecuencias.
En los últimos dos años, la elección de Donald Trump y el ascenso del populismo político en Europa han puesto las cuestiones relativas a la soberanía bajo un nuevo escrutinio. En Reino Unido, por ejemplo, ¿reside en «el pueblo» (como argumenta un demagogo como Nigel Farage) o en el Parlamento? ¿Cuál es la relación entre la «voluntad popular» y la élite especializada que legisla en la capital del reino? Son preguntas que el maoísmo ha abordado —a menudo con resultados violentos— en sus vaivenes entre el «centralismo democrático» (la veneración que Lenin sentía por un núcleo partidista todopoderoso y que actúa con sigilo), el «frente de masas» (la propuesta de Mao de que las ideas de las bases debían moldear la política del partido) y la «democracia de masas» (manipulada en realidad por el culto a Mao gestado en el seno del partido) de la Revolución Cultural. En teoría, Mao y el maoísmo agitaban la escena para dar voz a los marginados y evitar el inevitable flujo del poder hacia las élites tecnocráticas metropolitanas (aunque la realidad ha resultado muy distinta).De manera desconcertante, los repertorios rebeldes del leninismo y el maoísmo parecen atraer a los artífices de las políticas trumpistas. Steve Bannon se ve a sí mismo como un «zar de la agitación» y como (según sus propias palabras) un leninista que conspira para desarticular el sistema político.[32] El sinólogo australiano Geremie Barmé ha comparado a Trump («el Gran Desestabilizador») con Mao: por su errático populismo, su desprecio del sistema burocrático, su predilección por las proposiciones breves y concretas (Trump en tuits a temprana hora de la mañana en lugar de compendios de citas) y su obsesión retórica con la autarquía nacional.[33] En un desarrollo emblemático de la confusión política de la derecha alternativa estadounidense (y la ductilidad del maoísmo), la Administración Trump se vio envuelta en una confusión aún mayor en agosto de 2017, cuando un memorando que circuló entre los partidarios de Trump en el Consejo de Seguridad Nacional se filtró a la prensa; la nota describía una conspiración «profunda dentro del Estado» contra el presidente, dirigida según las estrategias y las tácticas del «modelo insurgente maoísta».[34]
La historia del maoísmo global nos ofrece también importantes —aunque asimismo omitidos— estudios de casos de radicalizaciones, que es una de las preocupaciones de la sociología contemporánea. La bibliografía analítica sobre este tema se centra actualmente y de manera casi exclusiva en la religión (en especial el islam), dando una ojeada muy por encima a los ejemplos de violencia política y adoctrinamiento de inspiración maoísta en el Sudeste Asiático, Europa Occidental y América Latina. El reciente encarcelamiento en Reino Unido de Aravindan Balakrishnan, líder de un partido maoísta de Brixton en los años setenta, por «lavado de cerebro» y haber mantenido en cautiverio durante décadas a varias mujeres, nos recuerda obligadamente (en un ejemplo cercano a nosotros) el potencial de dicho adoctrinamiento. Los veteranos radicales incluidos en el listado de búsqueda del FBI durante la guerra contra el terror eran seguidores de grupos maoístas en los años sesenta y setenta; su oposición al Gobierno estadounidense se forjó al involucrarse con el maoísmo. Los rebeldes internacionales aún en escena aprendieron de subversión en los textos maoístas.[35] En el extremo opuesto del espectro político, el ejército de Estados Unidos sigue obsesionado con la estrategia militar maoísta, que es aún, en sus manuales de contrainsurgencia, el modelo de insurrección que hay que contrarrestar.Aunque la radicalización fruto de la ideología política, en especial la ideología comunista, ha llegado a parecer algo caduco en el mundo posterior a la Guerra Fría, es un proceso similar a la radicalización por obra de la religión: en su despliegue de vínculos cercanos para reclutar miembros, en su empleo de explicaciones sencillas y confiables y en su explotación de las crisis socioeconómicas. De hecho, la historia global del maoísmo —dentro y fuera de China— es notable por los matices religiosos de su culto al liderazgo. En China, se perfilaba a Mao como el sol que iluminaba a su pueblo, el cual manifestaba su veneración a través de bailes demostrativos de su lealtad. El Mao de Perú, Abimael Guzmán (alias Gonzalo, su nombre de batalla), era también representado con un halo dorado en los carteles de Sendero Luminoso, y sus cuadros políticos obligaban a los campesinos bajo su dominio a exclamar «¡Ay, Gonzalo!», en vez de «¡Ay, Jesús!». Las historias pasadas y las aún actuales del maoísmo global plantean preguntas que hoy resuenan con fuerza acerca de la radicalización. ¿Qué clase de circunstancias socioeconómicas, sistemas de creencias y estructuras sociales incuban la violencia política? ¿Qué sucede con tales programas cuando luchan por el poder y se hacen con él? ¿Cómo pueden las sociedades asoladas por la insurgencia y la contrainsurgencia repararse a sí mismas?
Finalmente, una nota respecto al alcance de este ensayo. Su objetivo es relatar la historia global del maoísmo, pero es imposible contar cada historia peculiar. Otros ejemplos abundan: los de los maoístas caribeños, islandeses, mexicanos, suizos; el maoísmo de los partidos comunistas de Filipinas y Birmania; los integrantes de la Organización para la Liberación de Palestina acogidos eufemísticamente en la China de Mao con becas para estudiar literatura china moderna. No se puede contar cada episodio relevante de esta historia con el detalle que requiere: la guerra de Rodesia del Sur, la reforma agraria en Perú, la independencia de Indonesia, la segunda oleada del feminismo, el movimiento verde de la República Federal de Alemania serán todos bosquejados de manera somera. He intentado seleccionar episodios que evocaran la trayectoria, la variedad y (me parece) las consecuencias más significativas del maoísmo global. Mientras investigaba y escribía acerca de todo ello, fui incapaz de dar con un texto que yuxtapusiera esas historias para brindarnos una visión unificada de su diversidad y significación. Este ensayo es un intento de llenar ese vacío.
Mi historia del maoísmo internacional empieza, como tantas de las extraordinarias historias del Asia moderna, en el Shanghái de los años treinta, un mundo interconectado de gánsteres, revolucionarios, intelectuales y anfitriones sociales. En 1936, Song Qingling, la bella viuda del primer presidente de la república, Sun Yat-sen, que era a la vez cuñada de Chiang Kai-shek (el azote de la izquierda china) y fue una compañera de viaje preeminente de los comunistas de Mao, presentó a Edgar Snow —un ambicioso periodista originario del Medio Oeste de Estados Unidos que andaba a la caza de una primicia internacional— a una red clandestina que lo escoltaría hasta los nuevos cuarteles de Mao en el noroeste polvoriento de China. Durante las semanas que el estadounidense pasó en la base de operaciones comunista, Mao y sus lugartenientes más cercanos proporcionaron a Snow una exclusiva mundial, sumergiéndolo en un recuento erudito de su pasado y presente, que hizo una suerte de photoshop a la violencia y las purgas habidas, y los retrataba a ellos mismos como patriotas y demócratas perseguidos.Al final de su estancia en el noroeste, Snow había reunido veinte mil palabras de entrevistas transcritas, todas ellas revisadas y corregidas por Mao.
Mao y sus camaradas habían escogido bien a su hombre. Snow —un extranjero no comunista y con impecables relaciones en los medios de comunicación— era el portavoz ideal para llevar su historia a la escena internacional. La estrella roja sobre China convirtió a Mao en un líder político mundialmente reconocido. Su edición en chino se ganó a los jóvenes de las ciudades para la revolución de Mao en una época en que el comunismo chino estaba al borde de la aniquilación.A partir de 1937, el libro creó a múltiples rebeldes y grupos guerrilleros, desde las selvas de Malasia a los helados campos de Rusia, desde los estilos de vida alternativos de la contracultura en la República Federal de Alemania de los años sesenta hasta los campos de entrenamiento de los maoístas nepalíes de casta superior.
En este libro hago un recorrido cronológico de la historia política, diplomática y cultural del maoísmo internacional a través de las vidas, textos y objetos materiales —como La estrella roja sobre China, el Libro rojo (en sus docenas de lenguas y traducciones), los discos de 45 rpm rosados y flexibles con la grabación de «El Oriente es rojo»— que transmitieron el credo maoísta en China y el mundo. Haciendo un recorrido desde los años treinta hasta el presente, las páginas de este ensayo están pobladas de figuras políticas, académicos, poetas, revolucionarios, traductores, inadaptados sociales, espíritus maquiavélicos, fanáticos y fantoches —algunos de los cuales terminaron gobernando uno de los países más grandes y poderosos de la tierra—. El comunismo suele presentarse como una ciencia política impersonal, que exige que el individuo se someta a una autoridad ideológica abstracta. Aun así, la historia de la expansión mundial del maoísmo está plagada de dramas humanos. Cuesta encontrar a alguien menos conformista en lo social que el propio Mao: un rebelde que odiaba a su padre, que a los treinta y cuatro años declaró la guerra al Estado chino; un seductor en serie que usaba pijamas remendados en el desempeño de las funciones de Estado y arrastraba habitualmente a los líderes chinos y foráneos a audiencias con él a primeras horas de la madrugada, que purgó (a menudo con consecuencias letales) a la mayoría de sus camaradas más cercanos; que se negó, en fin, a cepillarse los dientes durante toda su vida. Las filas de acólitos e imitadores de Mao están repletas de similares excéntricos e inadaptados: el hermano de un magnate de helados de Bombay formado como contable antes de declarar la guerra al Estado indio; una guerrillera de salón colombiana que prefirió el whisky a la revolución; un profesor peruano de filosofía que idolatraba a Beethoven a la par que a Mao; un futuro presidente de esa distinguida burocracia que es la Unión Europea. Con su prédica de la «guerra prolongada», el maoísmo parece singularmente apropiado a los bichos raros, esos que están decididos tanto a entrar en conflicto con la sociedad como a controlarla.
Aquí describiré los temores apocalípticos de la temprana Guerra Fría, cuando el tratado de 1950 entre China y la Unión Soviética provocaba escalofríos en la espina dorsal de los gobernantes occidentales. La alianza era, según ha escrito Odd Arne Westad, «el mayor poder que desafió la supremacía política de las capitales occidentales desde la expansión final del Imperio otomano en el siglo XVI».[36] Con todo, una década después, la amistad potencialmente avasalladora entre China y la Unión Soviética se deshizo a gran velocidad.Tras denunciar a los soviéticos como «revisionistas» ansiosos de aplacar a los estadounidenses, Mao y sus lugartenientes aprovechaban cada oportunidad que se les presentaba para aporrear en público a la Unión Soviética y reafirmarse como los auténticos líderes de la revolución mundial. La expansión del maoísmo en los sesenta y setenta —las décadas en que Mao apostó por la supremacía en el seno del comunismo mundial— son el núcleo de este ensayo. Rastrea en el estallido de la fiebre maoísta: las chapas de Mao que se filtraban a través de las fronteras de China con Nepal, India y Camboya, transformándose en signos radicales de distinción entre la juventud de Katmandú, Calcuta y Phnom Penh; las ediciones hojeadas infinidad de veces de la Revista de Pekín que proclamaban a Mao como «el Gran Timonel de la revolución mundial» y «el sol que nunca se pone»; las emisiones nasales y estridentes de Radio Pekín que llegaban hasta la selva africana; los estadounidenses y europeos que veneraban la China de Mao a distancia (hippies, activistas de los derechos civiles, filósofos, terroristas y hasta la actriz Shirley MacLaine).[37]
El maoísmo ocupó un lugar importante en los conflictos candentes de la Guerra Fría, entreverándose con movimientos comunistas de Indonesia, Camboya y Vietnam, movimientos que transformaron los destinos de esos países. La China maoísta proveyó a los comunistas vietnamitas de apoyo moral y material: caminos, municiones, uniformes, salsa de soja, pelotas de ping-pong, armónicas y jabones perfumados. Educó a Pol Pot y le dio más de mil millones de dólares en ayuda, asesoría militar y revisiones médicas gratuitas. Al borde de cometer su genocidio, Pol Pot disfrutaba de la piscina de Mao cuando el presidente chino, ya moribundo, elogiaba el vaciamiento camboyano de las ciudades del país para organizar proyectos de trabajos forzados y campos de la muerte: «Su experiencia es mejor que la nuestra. [...] Está usted, básicamente, en lo correcto».[38]
Los capítulos finales describen las prolongadas y sangrientas secuelas del maoísmo en Perú, Nepal e India, con su confusa mezcla de empatía e implacabilidad para con quienes sufren en la base de sus respectivas sociedades. En 1996, solo cuatro años después de que Abimael Guzmán fuera capturado cuando dirigía su revolución desde un respetable barrio de Lima, los maoístas nepalíes —adiestrados por los naxalitas indios en su resurgimiento— declaraban una guerra popular al Gobierno por su prolongado y sistemático olvido de la mayoría rural del país. Cuando el conflicto acabó en 2006, unos 17.000 nepalíes habían muerto. En un giro irónico de los acontecimientos, el hecho de que los nepalíes copiaran las tácticas guerrilleras de Mao ha sido no solo una amenaza a la seguridad, sino una fuente de intenso bochorno para los gobernantes contemporáneos de China, quienes proclaman hoy que las ideas de Mao han sido significativamente malinterpretadas. Lejos de ser una réplica de la Guerra Fría, el maoísmo indio y nepalí es parte de la actual eclosión del radicalismo global. El estallido del maoísmo en todo el Sudeste Asiático plantea preguntas fundamentales acerca del desarrollo, la justicia social, el ecologismo y la explotación a escala internacional.
La historia concluye, igual que se inicia, en China. Pese a sus esfuerzos por suprimir la memoria de la caótica Revolución Cultural de Mao, el Gobierno revive las canciones, las películas y el discurso de la era maoísta, en un empeño de propiciar la adhesión nostálgica a un régimen que hace mucho tiempo que se ha vuelto más capitalista que comunista. Jóvenes airados denuncian hoy a los especuladores del actual Partido Comunista y llaman a una vuelta al igualitarismo radical de Mao.Trabajadores despedidos agitando el Libro rojo se manifiestan contra sus jefes adinerados. En las aldeas a lo largo y ancho del país, los granjeros batallan —con cuchillos, ladrillos y garrotes— contra funcionarios locales corruptos. Son todos herederos del extraño legado que Mao dejó tras de sí, de disciplina partidista, puritanismo político y guerra popular. Para entender el legado volátil que aún hoy moldea la praxis política, debemos rastrear la historia del maoísmo en China, pero también su utilización y reinterpretaciones lejos de su frontera.
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¿Qué es el maoísmo?
En enero de 2016, durante la primera semana del mes, se descubrió una enorme estatua dorada de Mao en el condado rural de Henan, en la China central, irguiéndose en mitad de los campos escarchados bajo el cielo gris. De más de treinta y seis metros de altura, construirla costó casi 370.000 euros y fue financiada por los habitantes y los empresarios de la localidad. Durante cuarenta y ocho horas, los turistas se juntaron al pie de la curiosa efigie para hacerse selfis (aparte del cabello repeinado hacia atrás y las entradas sobre la frente, la estatua guardaba escaso parecido con Mao). Según los rumores, la pieza fue una idea original de un tal Sun Qingxin, un empresario dedicado al procesado de alimentos del lugar y fanático del Timonel chino. «Su fábrica está llena de Maos», comentó un agricultor de patatas.1 Los comentarios en la ciberesfera china sugerían reacciones diversas: «¡Larga vida a Mao Zedong!», «¡Él es nuestra leyenda, nuestro dios...! ¡Debemos venerarlo!», «¡Desquiciado!», «¡Echadla abajo!», «No se parece a él... Tendría que haber estado sentado en un sofá». Otros argumentaban que debían utilizar el dinero para construir caminos o clínicas en vez de esas cosas.2 El 7 de enero, la cabeza de la estatua se cubrió con un trapo negro y funcionarios de la seguridad estatal la destruyeron, dejando tras ella solo escombros y rumores de que el engendro no cumplía las regulaciones de planificación urbana.Incluso el habitualmente autorizado Diario del Pueblo se quedó intrigado con todo el asunto, confesando que «las razones para la demolición no estaban claras».3 Varios lugareños lloraron cuando la estatua fue demolida, entre ellos muy probablemente los descendientes de las multitudes —un analista calcula la cifra en 7,8 millones— que murieron en Henan durante la hambruna de los años sesenta, causada por las políticas del propio Mao.4
El misterioso auge y caída del colosal Mao dorado de Henan evoca la cualidad elusiva de Mao y el maoísmo, dentro y fuera de China. El término «maoísmo» se hizo popular en los años cincuenta para aludir a los recuentos angloestadounidenses relacionados con el sistema de pensamiento y prácticas políticas instaurado en la nueva República Popular de China. Desde entonces, el vocablo ha tenido un díscolo devenir. Su traducción al chino, Mao zhuyi, nunca ha sido avalado por los ideólogos del Partido Comunista Chino. Es más bien un término despectivo empleado por sectores liberales para caracterizar la adulación a Mao entre la izquierda alternativa de la China contemporánea, o por analistas del Gobierno para describir y desautorizar las políticas «maoístas» en India o Nepal hoy. «Este grupo —dijo arrugando la nariz el ministro chino de Asuntos Exteriores al protestar por el uso de la etiqueta que hacía el Partido Comunista de Nepal (maoísta)— no tiene relación alguna con China y nos indigna que usurpe el nombre de Mao Zedong, el gran líder del pueblo chino.»5 Los analistas ortodoxos chinos emplean el término más sesudo de «pensamiento de Mao Zedong».
Aun así, y con todas sus imperfecciones, aquí lo usaremos porque se ha convertido en el término de uso más común al aludir a un programa comunista chino exitoso desde la década de 1930 hasta nuestros días. Tiene validez solo si se entiende que el programa maoísta —a pesar de contar con un núcleo simbólico muy sólido en la forma del propio Mao— ha adquirido diversas (y a menudo contradictorias) formas durante décadas y en distintos continentes, dependiendo del contexto. Adquirió vida formalmente a principios de los años cuarenta, aunque se basó en antecedentes más tempranos en la vida y el pensamiento de Mao. Este capítulo establece las características principales de ese programa, como Mao y sus posteriores discípulos (en China y más allá de China) los veían, organizándolos —al estilo de esa ubicua divisa del tardomaoísmo de los años sesenta que fue el Libro rojo— en una serie de citas claves. Hurga en las derivaciones y lo original de las ideas de Mao: allí donde ellas se superponen con, y difieren de, las de los predecesores soviéticos de Mao.6 Algunas de tales divergencias son cualitativas, otras de grado. Entre las primeras está la veneración de Mao por el campesinado como una fuerza revolucionaria y su sensibilidad de toda una vida ante la rebelión anárquica contra la autoridad. A la segunda categoría pertenecen los elementos centrales del proyecto leninista-estalinista con su idolatría de la violencia política, su impulso de la resistencia anticolonial y su empleo de técnicas de control de pensamiento para forjar un partido y una sociedad disciplinados y crecientemente represivos.7
1. «El poder nace de la boca de un fusil»
Shanghái, 12 de abril de 1927, cuatro de la mañana. Un toque de clarín proveniente del cuartel general del Partido Nacionalista en la Route Ghisi, al extremo sur de la concesión francesa, fue respondido por la sirena de una torpedera anclada en el flanco oriental de la ciudad. Miembros de la tríada más poderosa de Shanghái, la Pandilla Verde —disfrazados con uniformes de obreros fabriles y un brazalete blanco— convergieron sobre los bastiones comunistas dispersos en los barrios chinos de edificaciones de baja altura. Faltaba aún una hora y media para que saliera el sol cuando el fuego de ametralladoras irrumpió en la oscuridad. Los trabajadores que se resistieron fueron abatidos a tiros. Otros fueron agrupados con violencia y obligados a marchar lejos para su ejecución. Al día siguiente se convocó una huelga general, pero aquellos que salieron a protestar fueron abatidos por el fuego de las ametralladoras nacionalistas, a culatazos o con las bayonetas. Los manifestantes habían situado a las mujeres y los niños al frente de la marcha, pensando que las tropas nacionalistas no abrirían fuego. Sin embargo, más de trescientas personas fueron asesinadas ese día, según los testigos, y muchas más resultaron heridas, algunas de las cuales fueron enterradas vivas con los cadáveres.
Tres semanas antes, las perspectivas comunistas en la ciudad parecían muy distintas. En los diez últimos días de marzo, el señor de la guerra que gobernaba en Shanghái había rendido la ciudad a una coalición de piquetes armados organizados por el joven Partido Comunista Chino. Los huelguistas habían cerrado primero la ciudad y luego —armados inicialmente con solo 100 fusiles, 250 pistolas y 200 granadas de mano, folletos propagandísticos, carteles y periódicos— habían batallado por los astilleros, los cuarteles policiales y la línea férrea.8 La toma de la ciudad fue decisiva para el levantamiento de 1926 —la llamada «Expedición al Norte», segunda revolución en China en quince años— contra los hombres fuertes dentro del ejército, que habían dividido el país en feudos regionales.
La revolución de 1911 había puesto fin a unos dos mil años de reinado dinástico. Al cabo de un lustro, la autoridad central se había desintegrado con el ascenso de los «señores de la guerra», que eran los comandantes provinciales. La joven república contaba aún con un mandatario en la capital, Pekín, pero su autoridad sobre los territorios locales era apenas nominal, pese a lo cual persistía la idea de una China unificada. La China urbana, en particular, estallaba periódicamente con el descontento reinante ante el nuevo statu quo, puesto que la parálisis política existente bajo ese liderazgo militar fragmentario hizo vulnerable a China a escala local e internacional. El 4 de mayo de 1919, después de que en el Tratado de Versalles los señores de la guerra acordaran ceder por escrito una larga franja del nodeste de China a Japón, estallaron protestas patrióticas en Pekín y Shanghái. En torno a 1932, Sun Yat-sen —el primer presidente brevemente titular de la república (a comienzos de 1912), un hombre obsesionado con la idea de reunificar China— forjó una alianza entre el Partido Nacionalista (el Kuomintang, KMT) y el Partido Comunista, todos financiados, adiestrados y armados por la Unión Soviética y su Internacional Comunista (Komintern). No obstante, a la muerte de Sun en 1925, su sucesor como líder nacionalista, Chiang Kai-shek, lanzó la Expedición al Norte, una campaña militar para reunificar el país al año siguiente. Tropas chinas entrenadas por la Unión Soviética presionaron hacia arriba desde el sur, combatiendo para someter a los señores de la guerra, o sobornándoles. Las fuerzas eran un frente unido del KMT conservador y el más radical Partido Comunista Chino: el KMT controlaba al ejército regular y permanente, pero dondequiera que batallaban la tarea se facilitaba por las huelgas de trabajadores y los activistas campesinos (organizados por los comunistas), que desbarataban las comunicaciones, los pertrechos y la autoridad del antiguo régimen.
Sin embargo, esta era una alianza nada fácil. Los objetivos y la base del poder de ambos partidos estaban fundamentalmente en conflicto: el KMT había dependido siempre de las clases adineradas para su financiación, mientras que los comunistas se dedicaban a organizar la rebelión de los obreros chinos en las ciudades y de los campesinos pobres. Chiang Kai-shek, líder de los nacionalistas, marchó sobre Shanghái y entró en la ciudad a finales de marzo de 1927 y —a espaldas de sus garantías públicas a los sindicatos y extranjeros en Shanghái— pactó en secreto con el comandante en jefe de la Pandilla Verde de Shanghái,Du Yuesheng, para arremeter contra los comunistas de la ciudad. El 11 de abril, Du invito a Wang Shouhua, el líder comunista del Sindicato General de Trabajadores, a una discreta cena en su villa al estilo francés, donde uno de los subordinados de Du en la Pandilla Verde lo estranguló. Pocas horas después, a primera hora del 12 de abril, los rufianes de Du —pagados y armados por empresarios chinos y extranjeros— eliminaron los bastiones comunistas desprevenidos en toda la ciudad.
La matanza del Shanghái rojo anunció meses, y hasta años, de horrenda violencia en China contra quienes demostraran simpatías comunistas o fueran sospechosos de tenerlas. Algunas fuentes calculan que hubo millones de muertos: destripados, decapitados, sumergidos en petróleo y quemados vivos, marcados hasta la muerte con hierros candentes, atados a los árboles con arenilla restregada en sus partes mutiladas... Hubo un encarnizamiento brutal contra las mujeres de los camaradas. Tropas nacionalistas dedicadas a eliminar las asociaciones campesinas en una provincia «seccionaron y abrieron los pechos de las camaradas mujeres, ensartaron sus cuerpos perpendicularmente con alambres de hierro y las hicieron desfilar desnudas por las calles».9
De todas las lecciones aprendidas por el Partido Comunista Chino a lo largo de su historia, la de la primavera sangrienta de 1927 le dejó posiblemente la impresión más profunda. Para tener alguna oportunidad de sobrevivir, el partido necesitaba un ejército. En 1927, Mao Zedong —uno de los varios líderes del partido que comenzaron a aprobar la violencia por esa época— convirtió la moraleja a extraer de la historia en uno de sus aforismos más conocidos, uno que migró luego de los carteles de propaganda china a los panfletos de los Panteras Negras, de los periodicuchos estudiantiles copiados a mano en las calles de París a los mítines en las selvas de India: «El poder político nace de la boca de un fusil». Once años después, le agregó un refinamiento crucial: «El partido manda al arma, y al arma no debe permitírsele jamás que mande al partido».10 Esta adhesión a la violencia política apuntaló el culto que Mao engendraría durante el siguiente medio siglo. En el contexto de los movimientos políticos modernos, el respeto al poder de las armas no era ni con mucho algo excepcional; en rigor, el fascismo celebraba la violencia con mayor avidez que el comunismo. Pero dentro del comunismo chino la intervención retórica de Mao fue decisiva.
En las recriminaciones que siguieron al desastre de 1927, los comunistas chinos culparon al Komintern por insistir en que siguieran trabajando con los nacionalistas, por obligarlos a un acuerdo que los convertía en la parte subordinada dentro del frente unido y les prohibía conformar un ejército independiente. Aunque en realidad a ellos mismos no se les había ocurrido que quizá debían armarse en serio, más allá de las milicias de obreros y campesinos locales que apoyaban al ejército permanente de los nacionalistas. Los primeros siete años del comunismo en China —los representantes del Komintern comenzaron a trabajar en propiedad en China en 1920— estuvieron hegemonizados por intelectuales y ratones de biblioteca que se negaban de manera sistemática a reconocer la violencia inherente a la teoría y práctica del comunismo. El propio Mao era un ratón de biblioteca, aunque de origen campesino, y uno que atesoraba la violencia; igual que lo fueron muchos de sus seguidores globales posteriores.
El comunismo era solo una de las soluciones políticas posibles a los problemas de China, entre ellos el caos político, la pobreza crónica, la injusticia y la desigualdad de género, temas con los que los jóvenes radicales jugueteaban a finales de la década de 1910. Estaban poco interesados en la cualidad despiadada de la victoria militar de Lenin en Rusia; preferían la imagen vaga y romántica de la Revolución de Octubre como un alzamiento nacional espontáneo antes que su realidad (una larguísima y brutal guerra civil). Los representantes del Komintern enviados a China consiguieron reunir a estos rebeldes dispares en el primer congreso del Partido Comunista Chino celebrado en una casa de Shanghái en 1921. Sin embargo, el Partido Comunista Chino de los primeros tiempos no era una estructura partidista firmemente leninista, sino más bien una red muy relajada de células estudiantiles de gran solemnidad, aunque a menudo diletantes.
Aunque estuvo presente en el primer congreso, el Mao de veintisiete años de aquel entonces estaba lejos de ser el hombre de hierro dentro del Partido Comunista o un entusiasta singular de la Unión Soviética. Su visión en diciembre de 1920 —cuando dio su primer viraje hacia el comunismo— era que «una revolución al estilo ruso es el último recurso cuando todos los demás medios se han agotado».11 Durante su adolescencia y al adentrarse en la veintena, Mao había hecho lo posible para darle la espalda a sus orígenes campesinos. Había pasado años en Changsha, la capital provincial de su nativa Hunan, estudiando y leyendo muchísimo, desarrollando su capacidad de abstracción filosófica,embarcándose en largas disquisiciones verbales con sus amigos. Una reunión de la Sociedad de Estudios Pueblo Nuevo —una célula radical coorganizada por Mao en Hunan— se dedicaba en su mayor parte a deliberar si el objetivo de la sociedad debía ser «transformar el mundo» o «transformar China y el mundo». A los socios se les ocurrió la siguiente lista de medidas infernales para conseguir sus objetivos: «Estudio; propaganda; una asociación de ahorros; cultivos vegetales». Una vez tomadas esas decisiones claves, la sociedad puso su foco de atención en el programa sumamente importante de «actividades recreativas»: cruceros fluviales, excursiones a la montaña, paseos para visitar tumbas, reuniones para cenar, juegos en la nieve (que se organizarían cada vez que nevara).12 Los comunistas chinos de los primeros tiempos tenían grandes dificultades para comprometerse en la práctica con el tipo carismático de «organización militar de agentes con la atención puesta todos en la misma causa» que Lenin conceptualizaba en ¿Qué hacer?13 Dispersos en una red de células y sociedades de estudios en China y Europa, y al haber asimilado a unos cuantos anarquistas renegados, sin duda eran unos insubordinados. Chen Duxiu, el primer líder del Partido Comunista Chino entre 1921 y 1927, comentaba lisa y llanamente en 1923 que «a menudo, los miembros del partido no tienen fe en el propio partido».14
Fueron necesarios los horrores de la campaña emprendida contra ellos en 1927, y la consiguiente irrupción dentro del partido de hombres como Mao, ajenos a la primera generación de líderes intelectuales provenientes de la élite, para reafirmar la primacía de lo militar y la violencia. Mao hizo su primera intervención a este respecto en 1927 y se convertiría en una fijación el resto de su vida. «Solo con armas —escribió en los años treinta— se puede transformar el mundo entero.»15 En la década de 1940, la guerra lo llevó al poder absoluto. En los años cincuenta impuso la disciplina militar a toda la sociedad y el ámbito de la agricultura chinos para lograr una industrialización de choque y financiar su programa nuclear. Lideró una revolución en la que la violencia política contra los «contrarrevolucionarios» estaba perfectamente normalizada. En 1968, después de los dos primeros y anárquicos años de la Revolución Cultural, convirtió a China en una dictadura del ejército. A esas alturas, los aspirantes a insurgentes desde California a Calcuta lo veneraban como el coloso militar de la revolución.
La adhesión de Mao a la violencia política no era en sí algo original dentro del comunismo mundial. Lenin y Stalin la veneraban: está escrita en la tumultuosa visión de Marx de la revolución mundial y, en todo caso, estaba en consonancia con el temperamento despiadado de los dos líderes soviéticos. Sin embargo, aunque Lenin y Stalin eran devotos de la violencia (la guerra civil, a la cual Stalin dedicó mucho tiempo como protagonista en la primera línea del frente, fue una experiencia formativa para muchos bolcheviques), los dos líderes soviéticos eran ideólogos y organizadores de oficio, no hombres de armas, como llegó a serlo Mao en plenitud a finales de la década de 1920. Mao era un estratega vencedor,que a veces estaba y otras no en el campo de batalla, y mucho de su poder y prestigio dentro del partido se debía a esto. Tras empezar a extenderse sus ideas, la legitimación de la violencia con fines políticos quedó vinculada íntimamente a Mao, en parte gracias a su propio talento con eslóganes pegadizos, y en parte debido a las manipulaciones de las relaciones públicas del Partido Comunista Chino durante los años sesenta y setenta. En esas décadas, Mao y sus lugartenientes retrataban a Jruschov y la Unión Soviética como burgueses complacientes con el capitalismo,y se postulaban ellos mismos como heroicos soldados de a pie en una guerra popular global. Esta visión de Mao y el maoísmo atravesó los continentes y lo convirtió en el artífice de la guerra de guerrillas desafiante y prolongada contra los arsenales nucleares de las superpotencias y los ejércitos profesionales de los estados consolidados. A comienzos de los años sesenta, una milicia contraria al apartheid en Sudáfrica se autodenominaba, por ejemplo, Yu Chin Chan, en una mala romanización de la guerra de guerrillas de Mao (youyi zhan en chino).16 Una vez más, el estilo bélico que Mao priorizaba en sus propios escritos era distinto al del modelo soviético. Pese a la contribución de los partisanos a la resistencia antinazi en la Segunda Guerra Mundial, en la Unión Soviética era el Ejército Rojo —no la guerra de guerrillas— el instrumento paradigmático de la guerra. (Aun cuando cabe mencionar que, en la práctica, la receta de Mao para las maniobras guerrilleras desempeñó un papel limitado en las guerras revolucionarias de China durante las décadas de 1930 y 1940; fueron los ejércitos nacionalistas los que encabezaron la mayor parte de la resistencia a los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, y la victoria comunista china en los años finales de la guerra civil hasta 1949 se obtuvo en confrontaciones en el campo de batalla que los soviéticos enseñaron cómo pelear al Partido Comunista Chino.)17
2. «En un lapso muy breve, varios centenares de millones de campesinos de las provincias del centro, sur y norte de China se alzarán como un viento feroz o una tempestad, una fuerza tan repentina y violenta que ningún poder, por grande que sea, será capaz de suprimir. [...] Hacer la revolución no es ofrecer un banquete»
La intensidad del trabajo organizativo diario en el seno del Partido Comunista Chino varió a partir de mayo de 1925. Aquel verano, Shanghái asistió a manifestaciones y huelgas espontáneas contra la presencia extranjera en la ciudad, después de que agentes sijes abrieran fuego contra una multitud que protestaba por el arresto de seis estudiantes chinos llevado a cabo por los británicos. Murieron once ciudadanos chinos y al menos veinte resultaron heridos. Los activistas presentes en la ciudad organizaron huelgas solidarias en Shanghái, Cantón y Hong Kong. Se produjo un incremento imprevisto de miembros del Partido Comunista Chino: de 994 militantes en 1925 a unos 60.000 en abril de 1927.18 Esta oleada de reclutamiento creó las milicias de trabajadores que cerraron la ciudad en nombre de la Expedición al Norte en marzo de 1927.
Mientras tanto, Mao estaba más interesado en el campo. Durante el levantamiento radical de 1925 a 1927, las asociaciones campesinas organizadas por los comunistas —inicialmente toleradas por el Kuomintang en su deseo de convertirse en un partido con arraigo en las masas— también aumentaron en número. A medida que la Expedición al Norte avanzaba hacia la región septentrional del país, los cuadros comunistas vieron la oportunidad de reformular la sociedad rural, redistribuyendo las tierras y humillando y expulsando a los terratenientes ricos. En enero de 1927, Mao volvió a Hunan, donde completó un informe que daba cuenta, solo para su provincia natal, de un incremento de miembros de las asociaciones campesinas: de trescientos mil integrantes a un millón en solo un año.19 Merece la pena citar con cierto detalle el informe —más adelante convertido en un texto que los obreros fabriles italianos y los estudiantes universitarios indios adoraban— porque nos sugiere la esencia del estilo retórico que convertiría a Mao en una celebridad comunista mundial.
[Los campesinos] romperán con todas las trabas que los atan y emprenderán la carrera por la senda que los conduzca a la liberación. Al final, enviarán a todos los imperialistas, señores de la guerra, funcionarios corruptos, matones locales y la alta burguesía perversa a su tumba. Todos los partidos y camaradas revolucionarios se erguirán ante ellos para ponerlos a prueba, para aceptarlos o rechazarlos según lo que ellos decidan. ¿Marchar a la cabeza de ellos para guiarlos? ¿Ir en la retaguardia, gesticulando y criticándolos? ¿O pararse frente a ellos y oponérseles? [...] Los que se sometan a los camaradas sobrevivirán y los que se les resistan perecerán. [...] Hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra. [...] Esos que solían estar bajo todos los demás están ahora sobre todos.20
Este momento marcó una línea divisoria en la versión china del comunismo de Mao. En una vena un poco infame, Marx equiparó a los campesinos con «patatas dentro de un saco», pues estaba convencido de que sería el proletariado urbano y no el rural el que llevaría a cabo la revolución. Lenin y Stalin adaptaron este enfoque para convertir al campesinado en la fuente clave de la «acumulación primitiva de capital», en el trampolín para una industrialización y modernización acelerada que permitiera a Rusia ponerse al día con el resto de Europa. Durante medio siglo, la explotación del campesinado fue la norma dentro del comunismo soviético: un proceso que iba desde las requisiciones implacables durante la guerra civil, pasando por la colectivización brutal emprendida por Stalin a finales de los años veinte, hasta la duradera guerra de Jruschov contra las parcelas particulares. Las grandes desigualdades infligidas al campo no comenzaron a disminuir hasta 1974, cuando se garantizó a los campesinos previamente atados a sus colectivos el pasaporte interno, otorgándoles en teoría la libertad de desplazamiento. Entre las décadas de 1950 y 1970, Mao demostró una crueldad similar, si no mayor, contra el campesinado chino: su afán de lograr la industrialización fue el principal responsable de la hambruna que costó unos treinta millones de vidas. Pero la desconfianza soviética hacia el campesinado no tuvo una traducción directa dentro del maoísmo; aunque en ambos países el Partido Comunista estaba decidido a mantener un control férreo, el Partido Comunista Chino bajo Mao hizo hincapié y logró penetrar en las bases rurales de un modo que los soviéticos nunca pudieron igualar. Al comparar los cimientos del poder entre los partidos bolchevique y maoísta en vísperas de tomar ambos el poder, uno en 1917 y el otro en 1949, no hacen falta los dedos de una mano para contabilizar el número de aldeas que los soviéticos controlaban antes del asalto final ese año, mientras que las milicias campesinas conformaron la columna vertebral logística en la victoria del Partido Comunista Chino durante la guerra civil de 1949.
Desde luego, Mao era de origen campesino y siempre habló, se vistió y comió como uno de ellos. Solía hacer analogías concretas, a veces absurdas, subrayando la necesidad de aprovechar el tiempo y negándose siempre a que se lo redujera a la condición de un estadista blandengue y establecido. Los textos demasiado extensos le recordaban «a una mujer desaliñada, larguirucha y maloliente, que arrastrara los pies». Pese al culto a su infalibilidad forjado en torno a él durante las décadas de 1950 y 1960, no temía —con la ingenuidad de un autodidacta— mostrar su ignorancia.En cierta ocasión que hablaba con una delegación brasileña, reveló que no tenía idea de dónde estaba Brasil. Se encontraba con los líderes mundiales vestido con un pijama remendado y calcetines a cuadritos (y a veces con un albornoz) y prefería un plato sobre todos los demás: el cerdo graso al estilo de Hunan, acompañado de un bol de pimientos picantes enteros y un té en tazón de aluminio (como digestivo de sobremesa, acostumbraba a masticar ruidosamente las hojas de té empapadas al fondo del tazón). Desde sus inicios en los años treinta hasta hoy, el maoísmo se ha definido en su estilo como un credo rural representativo de los infatigables granjeros chinos.
En su «Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Hunan», Mao celebraba en particular la tiranía violenta ejercida por el lumpemproletariado en contra de los terratenientes locales. «La única forma efectiva de eliminar a los reaccionarios consiste en ejecutar a uno o dos de ellos por cada condado [...] es preciso engendrar un breve reinado del terror en cada área rural [...] para sobrepasar los límites apropiados.»21 Algunas partes del informe sugerían algo casi cercano al éxtasis ante la violencia testimoniada: «¡Es maravilloso! ¡Es maravilloso!».22 En torno a 1927, Mao —para mayor horror de sus jefes intelectuales como Chen Duxiu, que estaba profundamente descontento con los niveles de violencia aprobados y alentados por Mao en Hunan— había propiciado el viraje a lo militar y rural en la historia del Partido Comunista Chino.
Durante los siguientes siete años del feroz intento nacionalista de eliminar al Partido Comunista Chino, Mao se refugió en una cadena montañosa pobre y remota —Jinggangshan— en la frontera entre las provincias de Hunan y Jiangxi. Aquí refinó su talento para la guerra de guerrillas, cuyos principios condensó en un estribillo de dieciséis sílabas para sus tropas de campesinos analfabetos: Di jin, wo tui; di zhu, wo rao; Di pi; wo da; Di tui, wo zhui («Cuando el enemigo avance, te retiras; cuando el enemigo descanse, lo hostigas; cuando el enemigo se canse, lo atacas; cuando el enemigo se retire, lo persigues»).23 Fueron establecidas reglas estrictas de disciplina militar: «Acata las órdenes»; «No tomes de las masas más que un boniato»; «Todo lo confiscado a los señores de la guerra y los matones locales debe ser entregado para su distribución pública». Las victorias militares despejarían el camino para establecer bases de operaciones rojas en áreas alejadas del mundo rural. Al abogar por la guerra de guerrillas y conducirla, Mao comenzó por primera vez a fijar políticas en lugar de simplemente seguirlas. Cuando en 1929 el Comité Central le ordenó en Shanghái que dispersara el ejército, él lo rechazó vigorosamente: la orden era «irreal» y «terminal». El Comité Central replicó acusándolo de sustentar una «ideología de bandido errante». No importó: el 4 de octubre de 1930, las fuerzas comunistas bajo la dirección de Mao tomaron su primera gran ciudad en Jiangxi: Ji’an, el tercer asentamiento más grande de la provincia.24
3. «La praxis es el único criterio de verdad»
En la primavera de 1930, Mao recorrió un condado llamado Xunwu en el sur profundo de Jiangxi. Todo le interesaba: sus cursos de agua, los servicios postales, el estado de abandono de la fábrica de paraguas, el comercio de algas marinas, las ocho clases distintas de azúcar que se vendían y su popularidad relativa, la moda de un peinado llamado «Thai pomelo», y, por cierto, las distintas clases socioeconómicas: los terratenientes (grandes, medianos y pequeños), los campesinos (ricos y pobres) y los avances en la redistribución de las tierras. Este era un Mao muy distinto a aquel cuya sangre se enardecía con las matanzas revolucionarias en Hunan. Era el analista cuidadoso, metódico, y el artífice de la revolución, abocado a la observación empírica y a poner la «praxis» sobre las fórmulas políticas. De ello resultó un informe intrincadamente detallado de cientos de páginas.25
Casi como un complemento a su «Informe desde Xunwu», en mayo de 1930 Mao publicó también un ensayo titulado «Contra la bibliomanía». «Muchos de nuestros camaradas mantienen los ojos cerrados todo el día y van por ahí hablando tonterías —se quejaba—. Esto es deshonroso para un comunista. [...] ¿Que no puedes resolver ese problema? ¡Bueno, ve e investiga su situación actual y su historia!»26 Hacia finales de los años treinta, su retórica se conjugó con su mensaje, cuando se dirigió a los que eran excesivamente devotos de las teorías. «Vuestro dogma —les advirtió— es menos provechoso que la mierda de perro. [...] Los libros no caminan y vosotros podéis abrir y cerrar un libro a voluntad; esta es la cosa más fácil del mundo, bastante más fácil que es para el cocinero preparar una comida, y mucho más fácil de lo que le resulta matar un cerdo. Primero tiene que atrapar al cerdo [...], el cerdo puede escapar [...], él lo mata [...], el cerdo chilla. Vosotros podéis disponer del libro como queráis. ¿Existe acaso algo más fácil de hacer?»27
Aunque cuando ya chocheaba Mao se presentaba cada vez más como el sabio gnómico de la revolución mundial, era el Mao más temprano —Mao el comunista del sentido común— el que atraía a millones de acólitos no chinos. A finales de los años sesenta y principios de los setenta, miles de maoístas franceses cultos se ponían al «servicio del pueblo» (otro de los eslóganes preferidos de Mao) como établis, trabajando en las fábricas o el campo. Otros emprendían a través del campo «largas marchas» (a imitación de la travesía mítica de los comunistas chinos hacia el noroeste del país entre 1934 y 1935) para entender mejor las condiciones del proletariado francés. Repetían como una letanía el breve dictamen de Mao de «sin investigación, no hay derecho a hablar». «Siempre recordaré una cita del presidente Mao que aún me gusta y suelo usar —recordaba en 2008 Tiennot Grumbach, que en el pasado fue un prominente maoísta dentro de la élite de la École Normale Supérieure—: “Están los que cruzan el campo sin ver las rosas, están los que detienen su caballo para mirar las rosas y están los que se apean del caballo para oler las rosas”. Esa era nuestra concepción: oler las rosas. Y para nosotros las rosas eran los trabajadores.» 28
La insistencia de Mao en la primacía de la práctica explica otro aspecto de su atractivo: su llamada a amoldar el comunismo soviético a la realidad china. A principios de la década de 1930, Mao se convirtió en un anuncio publicitario viviente de la adaptación flexible del comunismo al contexto nacional. «La guerra revolucionaria en China —escribió en 1936— se libra en el ambiente específico de China y tiene sus propias y específicas circunstancias y naturaleza [y] leyes específicas propias. [...] Algunos [...] dicen que basta con estudiar sencillamente la experiencia de la guerra revolucionaria en Rusia [y las] leyes en función de las cuales fue conducida la guerra civil en la Unión Soviética. [Pero] si terminamos copiándolas y aplicándolas [...] sin permitirnos ningún cambio, estaremos [...] “recortando los pies para que calcen en los zapatos” y seremos derrotados.»29 O, como también resumió el campesino Mao: «Debemos implantar nuestros traseros en el cuerpo de China».30 Durante la brutal ocupación japonesa de China, adoptó astutamente la postura patriótica y en un nivel superior, recordando a todo el que quisiera oírlo que «queremos formar un frente de liberación nacional y su éxito implicará la victoria en la lucha antijaponesa y una victoria, en última instancia, a favor de la paz mundial. [...] Nuestro problema más urgente es la liberación nacional. Actualmente, nuestro objetivo no puede ser el comunismo, ni siquiera el socialismo; lo que exigimos y esperamos es el establecimiento de una república nacional democrática y popular».31 Se suele atribuir a Mao la creación del nacionalismo comunista —o cuando menos haberlo alimentado— a través de la «chinoadaptación» del marxismo. Su ruptura autoafirmativa con la visión que la Unión Soviética sustentaba de la revolución mundial (ruptura que se volvió abiertamente hostil después de la década de 1950) inspiró a muchos otros nacionalismos comunistas, tanto en Europa oriental como en el Sudeste Asiático. Esos nacionalismos culminarían en el tóxico conflicto triangular indochino de China-Camboya-Vietnam.
4. «Las mujeres sostienen la mitad del firmamento»
En febrero de 1935, una hermosa y esbelta mujer china de largos cabellos negros yacía en una choza de paja en Guizhou, al sudoeste de China, en una zona de pronunciadas laderas montañosas cubiertas de bosques. El agua chorreaba al interior de la choza a causa de una lluvia torrencial en el exterior. Después de varias horas de trabajo de parto, la mujer dio a luz una niña: su cuarto hijo. Fue atendida por su cuñada, quien le mostró el bebé y le preguntó cómo la llamaría. La mujer negó con la cabeza. Al día siguiente, el ejército que la había llevado hasta allí debía seguir su camino y ella debía irse con él; el bebé no podría acompañarla. Su cuñada la dejó, junto con unos pocos dólares y algo de opio, con una familia local. Aunque estaba cerca de allí, el marido de la parturienta no presenció el acontecimiento; tenía otras cosas de que ocuparse. Dos meses después, la madre se quedó atrapada bajo un ataque aéreo del enemigo; la metralla se le incrustó en el cráneo y la espina dorsal. Un mes después, el bebé murió; la mujer de la localidad que se había hecho cargo de ella no tenía leche para darle.
La joven madre era He Zizhen, la segunda esposa de Mao, quien le daría otros dos hijos, aunque solo uno de ellos —el quinto de ella, una hija— sobreviviría hasta la adultez. El resto murió de diversas enfermedades o fue entregado a otras personas tras su nacimiento y fue imposible localizarlos. «¿Por qué tienen tanto miedo las mujeres a dar a luz? —solía bromear Mao con otras mujeres—. Mirad a [Zizhen], para ella parir es tan fácil como para una gallina poner un huevo.»32 Su desaprensión ante la procreación no era única en el Partido Comunista. Ya en la década de 1920, cuando el movimiento feminista chino estaba en pañales, las mujeres radicalizadas habían presionado por que el control de la natalidad se convirtiera en un tema de primera línea dentro de las reivindicaciones del partido, con miras a abordar al menos algunas de las desigualdades condicionadas biológicamente y que obstaculizaban su participación en la revolución. Sus homólogos masculinos enterraron la cuestión: se esperaba que las mujeres acarrearan a sus hijos cada vez que sus hombres las dejaran embarazadas y que al mismo tiempo se dedicaran plenamente a la política.33
El parto de He Zizhen en Ghizhou se produjo a medio camino de la Larga Marcha emprendida por el Partido Comunista Chino. El otoño anterior, las tropas comunistas se habían ido del sector sudoeste de Jiangxi para rehuir la campaña militar de Chiang Kai-shek encaminada a destruir al partido. La Larga Marcha trazó una gigantesca L invertida a través de algunos de los territorios más agrestes del país —los picos helados del Tíbet, las llanuras cenagosas del extremo noroeste, y concluyó finalmente en los páramos desolados y con propensión a desmoronarse de Shaanxi—, librando todo el tiempo combates en fuga con un ejército nacionalista que los perseguía. De los 80.000 hombres que iniciaron la travesía, se dice que solo 8.000 la completaron, estableciendo por fin su nueva base de operaciones alrededor del pueblo de Yenan. Pero Mao —que al inicio de la Larga Marcha era solo el miembro de más bajo rango del Politburó— surgió renovado del calvario vivido. Durante las varias crisis que supuso la Larga Marcha, asumió el liderazgo del ejército; esta transición fue un hito clave en su ascenso al poder dentro del Partido Comunista Chino. En el lapso de doce años que Yenan sirvió de capital del Estado organizado por el Partido Comunista Chino al noroeste de China, Mao alcanzaría la suprema autoridad política y militar; la experiencia del partido en la forja de un Estado durante este periodo dejó una huella profunda en el futuro estilo de gobierno comunista.
Pese a los traumas físicos y psicológicos de He Zizhen, en 1937 Mao iniciaría un flirteo semipúblico con Wu Lili, una bella actriz china y la única mujer en la vecindad que se hacía la permanente y usaba pintalabios, y una recluta reciente del Estado comunista en el noroeste de China. Después de que Zizhen sorprendiera a Mao merodeando por la cueva de Lili una mañana de verano, montó una pelea a gritos con los dos y con Agnes Smedley, la periodista estadounidense de izquierdas que había organizado las fiestas en las que Mao y Lili coqueteaban. Ese mismo año, no mucho después de que Lili fuera enviada lejos, Zizhen —de nuevo embarazada— optó por viajar a la Unión Soviética para que la trataran de sus lesiones fruto de la metralla. Mao se apresuró a liarse con otra actriz de antecedentes mucho más dudosos: una antigua protagonista de películas de serie B en Shanghái, llamada Lan Ping —Manzana Azul—, quien se reinventó a ella misma como la camarada Jiang Qing (en 1966, se transformaría en la vengadora cruzada a la cabeza de la Revolución Cultural o, en sus propias palabras, la encargada de «morder a quienquiera que el presidente Mao me dijera que mordiese», anotándose además algunos puntos por cuenta propia). En Moscú, Zizhen sufrió una crisis mental cuando su nuevo bebé murió a los seis meses de neumonía; al parecer, Mao no reaccionó ante la noticia. Zizhen solo supo que se había divorciado de ella y la había sustituido por Jiang Qing dos años después, cuando escuchó la traducción de un artículo en la prensa soviética que hablaba de «Mao y su esposa».34
El trato de Mao a Zhizhen no fue el único caso que puso de manifiesto su irresponsabilidad con las mujeres. Su primera esposa fue Yang Kaihui, la hija de su amado maestro Yang Changji; Kaihui —una activista política cultivada— le dio tres hijos. En noviembre de 1930, fue arrestada en Hunan por un comandante nacionalista a raíz de sus relaciones con Mao y luego fusilada; si lo hubiera denunciado, se habría librado de su destino. Mao premió su lealtad con infidelidades. Casi dos años antes de su ejecución, se había liado con Zizhen en Jiangxi, de lo que no se había molestado siquiera en informar a Kaihui, que vivía atormentada por los rumores sobre su nuevo romance.
Aun así, el joven Mao de la década de 1910 era resueltamente feminista en su retórica. Vilipendiaba los arreglos conyugales al viejo estilo calificándolos de una «violación indirecta» y proclamó que sus perpetradores —los padres— debían ir a prisión por ello.35 Arremetió contra la falta de una posición pública de la mujer en la sociedad: que no pudieran entrar a las tiendas, quedarse en hoteles, hacer negocios. Llamó a «acabar con los arreglos matrimoniales», «acabar con la concertación de emparejamientos».36 Mucho más adelante, en 1968, proclamó su famosa sentencia de que «las mujeres sostienen la mitad del firmamento»: «Hombres y mujeres son iguales. Lo que los hombres pueden hacer también lo pueden hacer las mujeres».37 La segunda ley implementada por la nueva República Popular China en 1950 fue una ley del matrimonio que permitía a las mujeres divorciarse del marido y poseer tierras.
La acusación de proclividad al feminismo ayudó a Mao a impulsar sus ideas en todo el mundo. «La idea de que las mujeres sostienen la mitad del firmamento fue todo parte de la influencia de Mao —planteaba Dennis O’Neill, un estudiante radical inmerso en la contracultura estadounidense de los años sesenta, que luego dedicó su vida a una política infundida de maoísmo—. La Revolución cubana era muy de machos. [...] La revolución maoísta tenía una sensibilidad muy distinta: la de transformar las relaciones sociales no por un diktat, sino desde la base, por sus propios participantes. Las mujeres modelaron muchos grupos forjadores de conciencia en las reuniones [en China] donde “se echaba pestes”,con la gente denunciando en ellas los viejos hábitos, hablando abiertamente de las formas en que se sentía oprimida.»38 No obstante, a finales de los años sesenta, Mao se había refocilado durante años en su gusto por las mujeres jóvenes y bellas, aprovechándose de la veneración del héroe que estas sentían, en su enorme cama de tablones en Zhongnanhai, un antiguo palacio imperial al oeste de la Ciudad Prohibida y lugar de residencia enclaustrada de la alta jerarquía comunista a partir de 1949. Según su médico, infectó a sabiendas a sus amantes de enfermedades venéreas: «Me limpio yo mismo dentro del cuerpo de mis mujeres», declaró.39 Las inconsistencias del líder con sus sucesivas acompañantes es una muestra de su hipocresía, su personalidad dividida, el cisma entre su discurso y sus actos. O, dicho de manera más indulgente, su aptitud profundamente arraigada a favor del pragmatismo.
Ese pragmatismo podía manifestarse en su política económica. Pese a sus exhortaciones al ejército para que evitaran las confiscaciones a la gente corriente, en febrero de 1929 escribió la siguiente «carta para reunir fondos» a los comerciantes del sur de Jiangxi: «Nos dirigimos a vosotros para exigiros que tengáis la bondad de reunir en nuestro nombre 5.000 dólares extranjeros para la paga de nuestros milicianos, 7.000 pares de sandalias de esparto y 7.000 pares de calcetines [y] 300 mudas de ropa blanca. [...] Es urgente que todo esto se despache [...] antes de hoy al atardecer, exactamente antes de las ocho. [...] Si ignoráis nuestras demandas, será una prueba de que [vosotros] los comerciantes estáis colaborando con los reaccionarios. [...] En tal caso, nos veremos forzados a quemar todos los negocios reaccionarios. [...] ¡No digáis luego que no os lo hemos advertido!».40
A principios de los años cuarenta, el gobierno de Mao en el noroeste de China se vio sumido una vez más en apremiantes urgencias económicas, en esa ocasión en una provincia cuya principal industria productiva era el opio. «Desde que el opio entró en China —explicaba con severidad un editorial comunista de 1941— se ha convertido en la mayor fuente de dolor para el pueblo chino, inseparable de las invasiones imperialistas y el proceso en que China fue convertida en una semicolonia. El imperialismo ha utilizado el opio para esclavizar y oprimir al pueblo chino. A medida que el pueblo chino se ha vuelto cada vez más débil, cada vez más pobre, el opio ha desempeñado un papel fundamental como un factor detestable y tóxicamente arrasador.» 41 Con todo, los libros de contabilidad del Estado comunista de ese periodo están llenos aquí y allá de alusiones a un «producto especial» que permitió rescatar a los comunistas de su déficit comercial y que, en torno a 1945, estaba generando más del 40 por ciento del presupuesto del Estado. Ese producto era el opio, procesado en «fábricas especiales» y transportado al sur y el oeste del país para generar ingresos por exportaciones destinados a los ejércitos comunistas. En 1945, cuando una misión estadounidense viajó al país para inspeccionar el feudo de Mao, lo más controvertido con que se topó fueron los campos oscilantes de sorgo y trigo. Las amapolas del opio habían sido arrancadas justo a tiempo para preservar —durante los próximos cuarenta años al menos— la imagen del comunista chino en tiempos de guerra.42
Fuerza bruta, patriotismo y, por encima de todo, pragmatismo: era una caja de herramientas muy poderosa para cualquier aspirante a príncipe. Pero nada de ello se hubiera sostenido a la par sin el control ideológico, la habilidad de ensamblar y afirmar una única línea autorizada del partido (pese a que hubiera siempre una brecha entre la retórica de alto vuelo y la realidad). Y esto fue forjado por Mao (y sus «negros», los redactores en las sombras) en el noroeste del país entre 1936 y 1945.
5. «Exponer los errores y criticar las limitaciones»
A comienzos del verano de 1942, la flor y nata del Partido Comunista Chino se reunió en el Instituto Central de Investigación de Yenan para celebrar un foro: «Democracia y disciplina en el partido». Mezcla de manifestación multitudinaria y juicio escenificado, se realizó en un campo deportivo en lugar de un atestado salón para seminarios, y duró dieciséis días. Los asistentes contemplaron a un hombre demacrado a medio camino en la treintena, un escritor llamado Wang Shiwei. Demasiado enfermo para mantenerse en pie —sufría de tuberculosis—, estaba hundido en una silla reclinable de tela. Chen Boda, el secretario de Mao y «negro» que escribía sus textos —un individuo pedante y de gafas, de rostro blando y con un notorio tartamudeo—, se sobrepuso a sus dificultades del habla para enunciar una oración feroz: «Esta clase de persona... ¡es como una sanguijuela carente de columna vertebral! [...] tan diminuta como un mosquito; como esos que se cuelan en silencio en una estancia para picarte». Enseguida hizo un vulgar juego de palabras con el apellido de Wang (que significa literalmente «el olor de la verdad»), cambiando la entonación de una parte para convertirlo en «el hedor de la mierda». Ai Qing —el padre de Ai Weiwei y uno de los poetas más renombrados en la China del siglo XX— intervino a su vez: «La perspectiva [de Wang Shiwei] es reaccionaria y sus recetas son tóxicas. Este “individuo” no se merece que se lo describa como “humano”, y no digamos ya como un “camarada”». El último día del congreso, Ding Ling, una de las estrellas literarias más brillantes de Yenan —que había sido alguna vez una individualista pertinaz, cuyo salto a la fama en los años veinte resultó de sus narraciones en detalle de las fantasías sexuales d