PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN REVISADA (2000)
Dada la lata que han dado los medios de comunicación con el año 2000, y aunque reconocerlo no sea la mejor propaganda para el libro, quizá no esté de más que empiece por aclarar que ni yo soy discípulo o émulo de Nostradamus ni Milenarismo vasco es un libro acerca de lo que nos espera en este supuesto final o principio de milenio.
Lo que los movimientos milenaristas judeocristianos entienden por Milenio o Quiliasmo es el periodo de mil años durante el cual los elegidos reinarán junto al Mesías después de la llegada de éste, acontecimiento cuya fecha varía extraordinariamente para las distintas sectas quiliásticas y que sólo unas pocas y más bien espurias esperaban que ocurriera con la llegada del año 2000.
Por tanto, aunque me malicio que ya van siendo legión los que, como Haro Tecglen, no quieren oír hablar más de Euskadi[1] y los que, como Sabina, se toman más bien a cachondeo el problema vasco, “qués mú delicao”[2], supongo que sería la renovación del interés por ese problema, suscitada por la tregua de ETA y por el Pacto de Lizarra, lo que impulsó en su día, hace ya más de un año, a la Editorial Taurus a proponerme la reedición de un texto que está cerca de cumplir su vigésimo cumpleaños, que lleva indeleblemente impresos en sus páginas los estigmas teórico-políticos del periodo en que lo escribí y al que yo mismo considero hoy un ambicioso proyecto parcialmente fallido, aunque no exento de logros y aciertos que sigo suscribiendo.
El artículo que dio origen a Milenarismo vasco y que en el libro figura como introducción, “Milenarismo vasco y antisemitismo democrático”, fue escrito y publicado a comienzos de 1979. El resto del libro se elaboró durante los dos años siguientes, el último de los cuales estuvo marcado por el intento golpista del “23 F”: desde que oí por la radio la entrada de Tejero en el Congreso hasta que se hizo evidente que ese golpe había fracasado, el “manuscrito” de Milenarismo vasco, prácticamente terminado, permaneció enterrado en un punto equidistante entre dos chopos del jardín de mi casa de Huerta (Segovia). Hoy suena ridículo: entonces fue, sin duda, prudente.
Quizá no esté de más recordarle sucintamente al hipotético lector actual —y a muchos periodistas y políticos que parecen convencidos de que en Euzkadi las cosas están “peor que nunca”— algunos rasgos de aquella época tan engañosamente cercana: el Estatuto de Autonomía del País Vasco —“el último vagón del último tren”, en acertada expresión de Bandrés— se aprobó en referéndum en octubre de 1979 (el primer Parlamento vasco se eligió en marzo de 1980); la sustitución efectiva de las FOP “españolas” por una Policía “vasca” que combatiera el terrorismo de ETA todavía no se vislumbraba en el horizonte; Tejero, Milans, Armada y unos cuantos más cuyos nombres nunca sabremos dieron un golpe de Estado en febrero de 1981, cuyas consecuencias sobre la incipiente democracia española aún estamos muy lejos de calibrar adecuadamente; y ETA estaba en el punto álgido de su “capacidad operativa” (232 atentados y 80 muertos en 1979; 219 atentados y 100 muertos en 1980; 219 atentados y 33 muertos en 1981; 254 atentados y 39 muertos en 1982) y gozaba aún de un considerable apoyo popular y de un grado de “comprensión” y de disculpa aún más desoladoramente notable.
Con objeto de relativizar, aunque sólo sea un poco, la inquebrantable solidez de algunas convicciones actuales quizá exageradamente enfatizadas tampoco conviene olvidar que muy poco tiempo antes el PSOE aún coqueteaba con el derecho de autodeterminación para Euzkadi, mientras que el PNV lo repudiaba como un “señuelo marxista” y prefería los “derechos históricos”; en cuanto al PP, simplemente no existía como tal: su progenitor, la AP de un Fraga que poco antes se proclamaba dueño de la calle y juraba que en España nunca ondearía legalmente la ikurriña, ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado entonces que la nueva derecha española que accedería al poder en 1996 iba a ser un vástago de su insospechada cópula promiscua con una camada de ambiciosos yuparras entre los que no faltaría gente con pedigrí antifranquista. Por lo demás, un tal José María Aznar se iniciaba en política y empezaba a romper el cascarón falangista de su juventud escribiendo artículos contra la Constitución.
Una vez contextualizado histórica y políticamente el texto que el lector tiene en sus manos, la pregunta surge inevitable: más allá del posible oportunismo derivado del hecho de que desgraciadamente —con tregua o sin tregua, por hache o por be— el llamado “problema vasco” no deje nunca de ser noticia, ¿hay algún motivo defendible que justifique someter nuevamente a la consideración del público la miscelánea de heteróclitas reflexiones desplegada en Milenarismo vasco?
Si he de atender a formulaciones recientes de juicios ajenos, nada más sintomático que la drástica oposición entre la encomiástica opinión de Carlos Martínez Gorriarán o Javier Corcuera y la displicente descalificación de Joseba Zulaika o Andrés Ortiz-Osés.
Para Gorriarán, “[Milenarismo vasco es] la primera historia crítica de la antropología y el etnicismo vasco... el primer ataque a la línea de flotación de las falacias etnicistas y prehistorizantes en la estela de Barandiarán, que generará sintomáticas respuestas defensivas de los nuevos antropólogos... la interpretación de la historia de la antropología vasca, especialmente de su relación dependiente y orgánica con la ideología de cada periodo, sigue siendo magistral e indispensable. La obra de Aranzadi aparece hoy, además, como un hito histórico: es el primer mensaje claro y contundente sobre el agotamiento de las fórmulas etnicistas y su insustancialidad intelectual”[3].
Para Corcuera, “Milenarismo vasco, de Juan Aranzadi, fue el primer y más lúcido libro que definió en un nuevo terreno de análisis unos estudios que, hasta entonces, no acababan de romper con los planteamientos objetivistas en lo tocante a etnias y naciones”[4].
En el polo opuesto se sitúa la opinión de Joseba Zulaika. Empieza con una de cal (“siempre he apreciado el contenido intrínseco de este libro”), pero enseguida añade varias de arena: “Lo que se hace de entrada más llamativo sobre el libro de Aranzadi es la edificación de un texto de más de quinientas páginas sobre la categoría, más que dudosa por su notoria reificación, de ‘milenarismo’... En el contexto real de la antropología cultural de principios de los ochenta, explicar la sociedad vasca con los cultos Cargo melanesios es pura obsolescencia antropológica... Aranzadi finalmente sucumbe a las ‘creencias’ de todo tipo de psicólogos y mitólogos... Aranzadi nos abre el baúl escondido del ‘patológico complejo de síntomas’ de los vascos y nos regala con todos los topicazos... Aranzadi nos promete conjurar nuestros demonios de fines de siglo con reificaciones conceptuales que ya eran obsoletas en los años veinte”[5].
También Andrés Ortiz-Osés empieza concediendo que “el libro sobre el milenarismo vasco de Juan Aranzadi ofrece intuiciones y perspectivas interesantes más a un nivel político que cultural”, para matizar de inmediato que “culturalmente se resiente profundamente... Mi propia posición es que la propia definición de milenarismo sirve esencialmente para definir su postura o, al menos, su libro: su libro sería milenarista y apocalíptico/desintegrado, como escrito por un Juan Sin Tierra que, tras poner fuera de lugar a tutti quanti, predica una especie de milenarismo antiexterno y prointerior basado en el regnum Dei intra vos est; y todo ello por medios más bien sobrenaturales, e.d., sin aducir escuelas de pertenencia, títulos, autores ni métodos”[6].
Menos radical y descalificadora, aunque igualmente negativa, es la opinión de Jesús Azcona: “El polémico, controvertido y, en algunos casos, lúcido libro de J. Aranzadi Milenarismo vasco constituye uno de los intentos más serios y sugerentes, aunque no por ello más acertado, de esclarecer el comportamiento de todo un colectivo, relacionándolo con las fuerzas míticas, religiosas y utópicas”. La crítica de Azcona es respetuosa y en parte positiva (“El análisis de Aranzadi supone un gran avance respecto a otras teorías o escritos que tratan de explicar el ‘caso vasco’ contraponiéndolo a la supuesta racionalidad del Estado español y a sus logros”) pero el juicio final es claramente negativo: “Aranzadi actúa irrazonablemente y contra la lógica no por tratar de desmitologizar las bases supuestamente seguras de la construcción nacionalista, sino por no ver en ellas otra dimensión que la historiográfica y cientifista... Aranzadi no tiene en cuenta la dimensión social de la utopía milenarista”[7].
Quizá no sea exagerado concluir de este pequeño muestrario de juicios contrapuestos que, aunque sólo sea como testimonio de un momento crucial en el cambio de orientación de los “estudios vascos” y como catalizador de contrapuestas posturas teóricas y políticas, los ensayos recogidos en este “polémico y controvertido libro” conservan aún el suficiente interés y vigencia como para disculpar una nueva edición, así como para justificar una respuesta a las críticas que han merecido y una reconsideración de algunos de los problemas que tratan.
Mi intención inicial fue responder a esas críticas y proceder a esa reconsideración en el prólogo a esta reedición de Milenarismo vasco, pero la variedad de cuestiones abordadas y sus distintas implicaciones han hecho que ese prólogo, proyectado como breve, fuera creciendo en extensión y autonomía hasta convertirse en un ensayo independiente, El escudo de Arquíloco (Sobre mesías, mártires y terroristas), de incierta publicación. A ese libro remito, por tanto, a quienes puedan estar interesados por los problemas que Milenarismo vasco discute —así como sobre otras cuestiones conexas de mayor interés como el milenarismo norteamericano o el sionismo— y me resigno a dejar éste tal como salió a la luz hace ya casi veinte años.
Lo cual tampoco me ha costado demasiado, pues lo cierto es que la principal sorpresa que me ha deparado la relectura de Milenarismo vasco es un elevado grado de acuerdo actual con mis posiciones de entonces, lo cual, por otra parte, no deja de ser un poco deprimente, pues tenía la falsa impresión de haber evolucionado teóricamente, de haber cambiado y aprendido algo durante estos años. Sin embargo, compruebo desolado que, en lo sustancial, continúo teniendo las mismas obsesiones teóricas y muy parecidas opiniones, dudas e incertidumbres. Lo único que confío haber mejorado —aunque quizá sea también una ilusión— es el estilo, que en Milenarismo vasco resulta a veces demasiado tajante, grandilocuente y apocalíptico para mi gusto actual.
Me he limitado, por tanto, en esta nueva edición a corregir algunos errores de imprenta y a suprimir algunos pasajes, bien por estar demasiado vinculados a la época en que se escribieron (a problemas políticos coyunturales carentes de interés en la actualidad), bien porque, al releerlos hoy, me han parecido endebles e impertinentes, como una larga discusión con Manu Escudero sobre el marxismo y el concepto de clase social o un patético intento de interpretar en clave indoeuropea algunas leyendas tradicionales vascas. He suprimido también los pasajes que se referían al papel de ETA en la configuración de un nuevo criterio de etnicidad, porque las tesis que en ellos se esbozaban las he desarrollado de forma consecuente y sistemática en un libro publicado junto a Patxo Unzueta y Jon Juaristi, Auto de terminación (El País-Aguilar, Madrid, 1994) y porque vuelvo sobre ellas en El escudo de Arquíloco.
También he suprimido las páginas que dedicaba a la crítica de las teorías “científicas” sobre la mítica “raza vasca” porque creo que eran excesivamente simplificadoras y porque es mi intención dedicar un próximo ensayo a los usos de los conceptos de “raza” y de “etnia” por la antropología vasca desde sus orígenes hasta hoy.
He estado tentado de suprimir el capítulo sobre el “Edipo vasco” y la “Pauta del segundón” porque han sido muchos los que, pasando por alto las advertencias irónicas con que lo introduzco y su explícita intención paródica, lo han tomado completamente en serio e incluso lo han considerado —quizá porque está al final y es lo único que han leído— como mi tesis central. Paradójicamente, ha sido esa frecuente malinterpretación lo que me ha disuadido de quitarlo: para quien, como yo, carece de fe en el psicoanálisis, y mucho menos aún en el psicoanálisis social, la interpretación que propongo en ese capítulo es tan descabellada como cualquier otra interpretación psicológica, freudiana, jungiana, lacaniana o “matriarcalista”; aunque mucho menos autocomplaciente.
Sólo he añadido dos cosas: una “Respuesta al profeta”, al final del capítulo sobre el matriarcado vasco, que recoge mi respuesta a las críticas de Ortiz-Osés a Milenarismo vasco, y un nuevo capítulo, “El catolicismo vasco como religión étnica”, parcialmente recogido en Auto de terminación, que llena un hueco histórico del Capítulo 1 de la tercera parte y permite enlazar teóricamente el análisis de la mitología foral con el del nativismo sabiniano.
He creído útil desglosar en el índice el contenido de los capítulos para permitir el acceso a algunos árboles de quienes quizá no estén interesados por el bosque.
El cuadro de mi amigo José Vento Del Milenio, relegado en la anterior edición a la contracubierta, pasa en ésta a la cubierta: los lectores salen ganando.
Si el tiempo ha dejado incólumes la mayoría de las opiniones expuestas en Milenarismo vasco, mucho más ha respetado los agradecimientos, los afectos y la dedicatoria con que se cierra el prólogo de la primera edición.
Londres, 20 de febrero de 2000
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN (1982)
Nacer español en este siglo, como toda desgracia, puede ser metafísicamente fecundo; sentirse vasco, como toda tragedia, ayuda a vislumbrar los huecos de la telaraña social. Del asombro provocado por el doloroso cruce de esa tragedia y esa desgracia ha nacido el presente volumen.
Se recogen en él una serie de ensayos en torno al milenarismo vasco, ya publicados algunos en revistas, utilizados otros en conferencias, inéditos los más. Son ensayos, es decir: intentos, preparaciones, tentativas, pruebas... “En torno a”: que giran, divagan, especulan alrededor del tema propuesto, dejando —al autor al menos, seguramente también al hipotético lector— con la incómoda y mareante sensación de no hacer pie, de resbalar por la superficie, de no entrar “a fondo” en el núcleo, en el centro del asunto. ¿Quizá porque el asunto sea en sí mismo ambiguo, indefinido, esquivo, inexistente?
Porque en definitiva, ¿qué es eso del Milenarismo vasco?; ¿simplemente la manera de dotar de esotérico encanto a una tragedia?, ¿la abusiva generalización conceptual de una torpe analogía?
Que lo que se ha dado en llamar “el problema vasco” no es algo fácil de entender lo testimonian no sólo los repetidos fracasos políticos que protagoniza, sino sobre todo el perceptible desconcierto que suscita en todas las ortodoxias teóricas que hoy dominan las ciencias sociales: no hay dogma político o sociológico que no cruja al acercarlo al laboratorio vasco (otra cosa —asimismo a explicar— es la suicida obcecación de los creyentes en tales dogmas). Sumido en la incertidumbre teórica que provoca el abandono del seguro mundo de las recetas, se me ocurrió que toda una serie de importantes y descuidados aspectos del problema recibían una nueva e inédita luz con sólo situar el nacionalismo vasco en el amplio cauce de los movimientos milenaristas y comparar entre sí una serie de rasgos sorprendentemente comunes. De esta ocurrencia surgió un artículo que aquí figura como Introducción (“Milenarismo vasco y antisemitismo democrático”, publicado en El Viejo Topo en marzo de 1979 por iniciativa de Fernando Savater, a quien se lo envié), cuyo eco en diferentes ámbitos me hizo pensar —equivocadamente quizá— que había tocado puntos y sacado a la luz analogías confusamente intuidos por muchos y escasamente teorizados. Se trataba ahora de ir más allá de la mera puesta en contacto de dos realidades, el milenarismo y el nacionalismo vasco: parecía haber un cierto acorde, quedaba la tarea de pensar en las raíces de ese “aire de familia”.
Ello obligaba a una doble tarea: profundizar, por una parte, en el concepto de milenarismo, definirlo con cierta precisión —como ideología, como movimiento social, como fenómeno religioso— para ver posteriormente hasta qué punto la compleja realidad vasca cabía en los límites de tal concepto; estudiar, por otra parte, dicha realidad en todos los aspectos que parecían pertinentes desde la perspectiva teórica apuntada, lo cual implicaba fijarse especialmente en ciertos rasgos de la mitología vasca y la ideología nacionalista, en determinados componentes de la estructura social, etc.
A medida que avanzaba en esta doble tarea se iba produciendo un paradójico efecto: se intensificaba mi convicción en el acierto de la “ocurrencia milenarista” (cada vez encajaban más cosas en el esquema teórico inicial, cada vez se maridaban mejor las dos realidades comparadas); al tiempo, se iba diluyendo la consistencia del propio esquema y el estudio de ambos polos comparativos obligaba a inesperadas derivaciones: perseguir el concepto de milenarismo —cuyo estatuto actual en sociología, historia y antropología es notablemente ambiguo— me obligó a complejos excursus teóricos por las más variadas disciplinas que abrían más preguntas de las que cerraban (los ensayos de la primera parte de este libro algo testimonian de tales periplos); por otra parte, el estudio de la mitología, historia y sociedad vasca desembocaba en una serie de problemas que hacían inexcusable la realización de imprevistas tareas previas, más de carácter crítico que susceptibles de ser aprovechadas al servicio de la hipótesis inicial.
El resultado —este libro—, más que el desarrollo de una tesis sistemáticamente expuesta y fundamentada, es un popurrí de sugerencias, ocurrencias, críticas, problemas abiertos y cambios de perspectiva: algunas afirmaciones demasiado tajantes que se me han deslizado en el texto, atribúyalas el lector, más que a sólida convicción, a la crispación provocada por una fracasada voluntad de sistema; nada produce resultados más escépticos que el extremar las exigencias dogmáticas. Me sentiría satisfecho si el improbable lector que tenga la paciencia de tragarse este libro obtiene de su lectura la sensación de haber sustituido su inicial desorientación ante el problema por nuevas y más fecundas perplejidades que le patenticen la complejidad del asunto y le impidan otorgar su conformidad a las simplezas de uno y otro signo con que sigue atizándose la hoguera vasca.
Para que nadie se llame a engaño, diré desde el principio que éste no es un libro ni de historia, ni de sociología, ni de filosofía, ni de antropología, ni...: hay ciertamente un poco de todo ello, pero propiamente se trata de una divagación de dilettante, carente de todo escrúpulo para saltarse con desenfado las fronteras de las disciplinas académicas. No busco con esta declaración situarme en ese ambiguo terreno “ensayístico-literario” o “mágico-histórico” que algunos parecen considerar inmune a la crítica científica y erudita, o acogerme a esa necia moda presuntamente “iconoclasta” que parece considerar la ignorancia como un prerrequisito de la Imaginación. Por mi parte, he procurado fundamentar mis afirmaciones en las investigaciones y teorías que me parecen más consistentes, y no he desdeñado criticar opiniones opuestas partiendo de las opciones teóricas que gozan hoy de un más amplio y merecido consenso entre los especialistas. Lo cual no es lo mismo que invocar el principio de autoridad, sino simplemente que en un libro no da tiempo a discutirlo todo. En éste precisamente se viola repetida y temerariamente ese principio en el terreno de los estudios vascos, dominio en el cual, hasta ahora, invocar la autoridad de Barandiarán o Caro Baroja, por ejemplo, equivalía a obtener un certificado de verdad. Es triste, y sumamente revelador de la miseria moral imperante en el medio intelectual, tener que decir que el abierto desacuerdo con un autor, e incluso su crítica dura y sin concesiones, no implica la ausencia de respeto y consideración por su persona y obra. Debiera estar de sobra el aclarar aquí que ha sido precisamente ese respeto y consideración por la obra ingente de esos dos puntales de los estudios vascos lo que me ha llevado a pensar sobre ella en lugar de limitarme a repetirla servilmente: el hecho de que haya preferido equivocarme yo a repetir sus errores sobre algunas cuestiones no quiere decir que, en general, sitúe mi ignorancia por encima de su saber, ni que me prive de acudir a él cuando lo considere necesario.
El primero de los ensayos aquí recogidos, que hace las veces de Introducción (“Milenarismo vasco y antisemitismo democrático”), plantea de entrada la hipótesis de que el nacionalismo vasco (especialmente en su versión “etarra”, pero también en su inicial manifestación aranista) es un movimiento milenarista. Toda la parte primera, introductoria y, sobre todo, la parte final dedicada al antivasquismo democrático que entonces empezaba a despuntar está marcada por la época en que se escribió y publicó (comienzos de 1979, antes de la concesión del Estatuto de Autonomía para Euzkadi, antes, sobre todo, del “23 de febrero” y lo que reveló); sin embargo, no he querido cambiar nada porque la perduración de la vigencia de lo dicho, en unos casos, y lo trágicamente profético de lo anunciado, en otros, constituyen argumentos a favor de la tesis defendida: el mejor testimonio del carácter sociorreligioso, trascendente a lo político, del nacionalismo vasco, es lo poco que afectan a lo sustancial del problema las variaciones de la coyuntura política.
Todas las confusiones sobre los presuntos ámbitos independientes de la política y la religión confluyen en la incomprensión del concepto de milenarismo; algunos de los prejuicios más arraigados sobre los movimientos así catalogados los encontré en el apologista del andalucismo José Acosta, en su intento de lavar al anarquismo andaluz del hipotético “estigma milenarista”. La crítica de tales prejuicios en el ensayo que abre la Primera Parte, “Inconsistencias y paradojas del milenarismo andalucista”, publicado también en El Viejo Topo meses después, me permitió de pasada dos operaciones: sacar a la luz algunas implicaciones sociológicas y filosóficas de la hipótesis milenarista, que aclaraban de rebote el sentido de su proyección sobre el problema vasco, y aplicar dicha hipótesis al emergente andalucismo, patentizando así los rasgos comunes a una buena parte de las mitologías nacionalistas y milenaristas.
Era inevitable desembocar en un tratamiento más directo de los problemas en torno a los que gira la dificultad de definir el milenarismo: relaciones entre religión y política, entre razón y fe, entre el Poder y los valores, etc. Problemas traídos a la actualidad y la atención mundiales por la revolución iraní, por la revuelta polaca, desconcertantes pero tozudos hechos (que aún no habían desembocado en el terror) incómodos para todas las ortodoxias políticas vigentes en Occidente; problemas que son además, en el fondo, los mismos en que inevitablemente se desemboca cuando se reflexiona seriamente sobre otra cuestión puesta también en la picota por el problema vasco: las relaciones entre democracia y terrorismo. Los pies de plomo con que en nuestro país hay que andarse al escribir o hablar sobre este tema si no se quiere acabar con el plomo en órganos más vitales son los responsables de la jerga altamente abstracta y abstrusa con que sobre esta cuestión se reflexiona en el ensayo titulado “Democracia, Religión, Terrorismo”, aparecido como los anteriores en El Viejo Topo, en diciembre de 1980; pero créaseme que problemas políticos muy concretos (como la conveniencia o no de negociar con ETA, la legitimidad moral y consistencia racional de la defensa de la democracia contra el terrorismo, etcétera) tienen muy estrecha relación con lo tratado en él, aunque, por lo que pudiera pasar, no seré yo el que traduzca y saque conclusiones. Espero que no fueran asimismo razones de prudencia (eufemismo español para decir miedo después del “23 F”) las que indujeron a El País a no publicar en su “Tribuna Libre” el breve artículo sobre “Desorden internacional y terrorismo” que aquí añado al citado ensayo, no sólo porque es su prolongación lógica, sino sobre todo porque ilustra (¿doblemente?) la dificultad que la Democracia encuentra (y más aún su descolorida versión española) para abordar racionalmente el problema del terrorismo.
Esta Primera Parte se cierra con un largo ensayo sobre “Milenarismo y Estado” que recoge mi intervención durante el verano de 1981 en un ciclo organizado por la Universidad Autónoma de México sobre “La genealogía del Poder”, en el que, invitados todos por “pinche” Subirats, participaron asimismo Tomás Pollán, Fernando Savater, Javier Echevarría y Víctor Gómez Pin. En él se intenta responder a la pregunta: los movimientos milenaristas ¿se correlacionan de modo positivo o negativo con la tendencia a la estatalización de la sociedad que se confunde con el Progreso? La respuesta a esta cuestión, aparte de relacionarse estrechamente con problemas de interés más general (como el papel de la legitimación carismática en la génesis y reforzamiento del Estado, o la posibilidad de triunfo de una Revolución antiestatalista conducente a una Sociedad no basada en la Coacción violenta de sus miembros), tiene mucho que ver, descendiendo al caso vasco, con las razones o sinrazones de las hipotéticas esperanzas que una sensibilidad antiautoritaria pudiera depositar en el feliz desenlace del milenarismo vasco; a quien lea el ensayo, pocas dudas le podrán caber sobre mi pesimista opinión.
La respuesta a estas preguntas obliga en este ensayo a un mayor esfuerzo por definir el concepto de milenarismo, por dilucidar qué tipo de movimientos sociales merecen el calificativo de milenaristas: tras pasar rápida revista a los más interesantes y consistentes esfuerzos de definición y clasificación no puede decirse que sea muy estimulante la conclusión obtenida. Si bien el milenarismo como ideología, como doctrina (los “mitemas” que le caracterizan) aparece con unos perfiles bastante netos, pierde en extensión lo que gana en claridad, pues “mitemas milenaristas”, con mayor o menor importancia dentro de la ideología global, pueden encontrarse en casi todas las culturas, religiones y mitologías, por más que varíe su grado de actualización, su materialización en movimiento efectivo; y aquí es donde los problemas empiezan, pues los diversos especialistas no se ponen de acuerdo a la hora de caracterizar sociológicamente a los movimientos milenaristas (sus raíces sociales, sus características organizativas, sus pautas de desarrollo, su función social, sus objetivos, sus efectos reales, etcétera). Ante esta situación, aquí hemos optado por la postura más cómoda y ecléctica: utilizar conscientemente de modo ambiguo el concepto de milenarismo en su máxima extensión (aceptando como milenaristas todos los movimientos que como tales han sido considerados por algún autor significativo), lo cual equivale a diluirlo en una especie de “aire de familia” en el que sólo los perfiles ideológicos están claros. Si ello no se me antoja teóricamente grave es porque, de cara al caso vasco, lo que en mi opinión tiene de interesante poner a prueba la “hipótesis milenarista” no radica en contestar estricta y rigurosamente a la pregunta de si el nacionalismo vasco es o no un movimiento de este tipo, sino en resaltar, mediante la comparación con movimientos a los que habitualmente no se le emparenta, rasgos ideológicos y características sociológicas inéditos y escondidos desde perspectivas teóricas más usuales; y para esta tarea, la ambigüedad del concepto de milenarismo no constituye inconveniente de mayor gravedad.
La Segunda Parte, centrada en el análisis de los “herejes de Durango”, juega en cierto modo el papel de puente entre la primera y la tercera. En un libro que plantea la hipótesis de que el nacionalismo vasco posee un apreciable trasfondo milenarista parecía inexcusable tratar con cierto detalle un movimiento inequívocamente milenarista que se registra en la Edad Media vizcaína, tanto más cuanto que resulta bastante probable que su influjo ideológico no haya carecido de efectos (a la larga y tras un complejo proceso: mediando su influencia sobre el “igualitarismo” de la teoría de la nobleza universal vasca) pertinentes para explicar la posterior reacción nativista.
Pero además, su estudio nos permitía completar el estudio teórico del concepto de milenarismo, abordado en la Primera Parte, con un enfoque de carácter histórico quizá más accesible. Me he detenido, en esta Segunda Parte, en una breve narración de las sucesivas fases por las que atraviesa el milenarismo judeocristiano, y en una sintética exposición de sus préstamos ideológicos a la modernidad, que pueden, sin embargo, parecer prolijas e innecesarias, porque he podido constatar que, incluso en medios cultivados, se posee una visión romántica y un tanto folclórica de lo que es el milenarismo. (He aprovechado para la redacción de esta introducción histórica dos artículos publicados en Tiempo de Historia (números 50 y 55) en los que traté este tema. Aprovecho aquí para dejar constancia de que tanto en esta revista como en su hermana Triunfo encontraron mis opiniones sobre el tema vasco una respetuosa e interesada acogida que mucho me temo no se hubiera dado en otras publicaciones más condicionadas políticamente. En sus páginas aparecieron por vez primera, en ocasiones al hilo de la actualidad política vasca, algunas de las tesis generales que en este libro se desarrollan).
Por lo demás, el interés intrínseco del movimiento durangués justifica por sí solo que le hayamos dedicado un detallado estudio que tiene en cuenta por vez primera la totalidad de fuentes y trabajos existentes sobre el tema, devolviendo a fray Alfonso de Mella al lugar de honor que por méritos propios le corresponde en la historia del pensamiento vasco y español. La contextualización sociorreligiosa del movimiento nos sirve además como adecuada base de partida para los ensayos de la Tercera Parte, que en repetidas ocasiones remitirán a ella como obligado punto de referencia.
La Tercera Parte, “Entre la Edad de Oro y el Milenio”, entra ya en lo crucial del tema. El primero y más extenso de los tres ensayos que la componen, “El mito de la Edad de Oro vasca”, aparece aquí publicado por vez primera, aunque tiene tres antecedentes: un artículo con ese mismo título en Tiempo de Historia (n.° 59, octubre de 1979) que elaboraba ya la idea central, aunque con notables insuficiencias documentales, algunos errores y cierta exageración terminológica, otro artículo en Cuadernos del Norte (n.° 5, enero de 1981), titulado “Mari, Melusina y los orígenes míticos de los señores de Vizcaya”, parte del cual, con algunas correcciones y añadidos, se recoge aquí como fragmento de una más amplia divagación; y dos conferencias en la Universidad Autónoma de Madrid, en el ciclo que sobre “El Mito, hoy” organizó el Departamento de Humanidades en noviembre de 1980, conferencias que fueron un apretadísimo resumen de este largo ensayo, o mejor dicho, de una versión del mismo posteriormente reelaborada por completo. Este ensayo, en mi opinión el más importante del libro, aunque también quizá el de más ingrata lectura, tiene como hilo conductor el análisis de la mitología tradicional, en la que hunde sus raíces la conciencia étnica diferencial vasca primero, y la conciencia nacionalista después; se intenta situar esa mitología en su trasfondo social, sin reducir por ello su significación a su funcionalidad, y se aprovechan las múltiples derivaciones del hilo argumental para ir deshaciendo a diestra y siniestra la enorme cantidad de prejuicios que sobre el País Vasco siguen circulando como moneda de valor.
El segundo capítulo se presenta como una muestra de la perduración del esqueleto mítico milenarista en teorías elaboradas al amparo de la modernización ideológica del nacionalismo vasco operada en los últimos años. Los dos ejemplos escogidos son: el traslado a la Prehistoria vasca de la Edad de Oro antes situada en periodos históricos más cercanos y la elaboración del mito del matriarcado vasco. Me he detenido especialmente en este último porque goza en los últimos tiempos de una extraña popularidad, incluso fuera del País Vasco; el capítulo termina con una interpretación psicosociológica de la “voluntad matriarcalista”, ante cuya lectura recomiendo extremar la ironía y la distancia crítica; quizá lo más consistente de todo este ensayo sea la reconstrucción de la historia del parentesco en el País Vasco desde los tiempos de Estrabón hasta hoy.
El capítulo tercero recoge, con algunos arreglos y añadidos, una conferencia dada en febrero de 1980 en la Facultad de Económicas de Bilbao, que contó con un público tan escaso como extrañamente entusiasta: a dos de los asistentes, Jon Juaristi y Javier Corcuera, a su repetida incitación y ayuda, a su estimulante divergencia de opinión, se debe en gran parte que este libro haya acabado por escribirse y publicarse. Al amparo de una discusión sobre el concepto de etnia y de una crítica al etnismo que sucedió al racismo como fundamentación ideológica del nacionalismo vasco se intenta en este ensayo recoger de modo sintético algunos de los hilos argumentales dispersos en el libro y ofrecer una formulación más pulida de la hipótesis milenarista inicial.
Hay algo que me creo obligado a aclarar antes de consentir al lector que entre en la lectura del texto. En éste, sobre todo en algunas de sus partes, va a encontrar una desmitificación del nacionalismo vasco, una elucidación de los Mitos en que las diferentes variantes de esta ideología se sostienen, una crítica teórica y un análisis (en el sentido literal de la palabra) de los inconmovibles Dogmas en que se ha fundado y sigue fundándose su acción. Pero incurriría en la más gruesa y ciega de las necedades si, dejándose llevar por el maniqueísmo político imperante sobre este tema, dedujera de esa crítica desmitificadora del nacionalismo vasco algún tipo de apoyo o justificación al nacionalismo español. No hubieran sido esencialmente distintas las conclusiones críticas y desmitificadoras obtenidas si en lugar de los Mitos fundacionales de la conciencia nacionalista vasca hubiéramos sometido a análisis los Mitos fundacionales de la conciencia nacionalista española (o francesa, catalana, rusa o senegalesa): el subsuelo de todas las idolatrías nacionales es igualmente de barro, todas las identidades nacionales son alucinaciones colectivas, mejor o peor conseguidas, más o menos arraigadas y compartidas, y sólo en esa medida más o menos ilusorias o “reales”.
Sólo me resta el capítulo de agradecimientos. Para no hacerlo interminable, pues es mucha la gente que, de uno u otro modo, me ha ayudado a pensar y escribir este libro, me limito a lo que sería imperdonable que omitiese. Estoy obligado a reconocer con gratitud el permanente estímulo y ayuda de mis padres, para con quienes mi deuda es, ellos lo saben, impagable: quédeles constancia de que yo también lo sé. Al enviar a El Viejo Topo el primero de los escritos de este libro, recomendando su publicación, Fernando Savater se sitúa, en cierto modo, en el origen del mismo; su invitación a emprenderlo, terminarlo y publicarlo, su contagiosamente lúcido interés por el apasionante laberinto vasco, el diálogo con él y con su obra, siempre incitante y estimulador, hacen que este libro le deba mucho. La amabilidad de José Vento ha permitido que un cuadro suyo, Del Milenio, embellezca la contraportada.
Mención aparte merece mi amigo y maestro Tomás Pollán: gozar de su entrañable amistad y su inagotable saber es uno de los privilegios que esta vida me ha deparado; si alguna idea interesante hay en este libro es seguro que a él se debe: a mí sólo me corresponde la dosis de desatino añadida.
Finalmente, decir que, aunque se ha convertido en un tópico declarar que “es ya un tópico reconocer que Fulanita hizo posible este libro, pero en este caso es así”, nada hay más cierto en mi caso que esto: la condición de posibilidad de este libro, y de tantas otras cosas, felizmente no tan aburridas, se llama María Antonia Arnau; dedicárselo ha sido quizá la más poderosa excusa para publicarlo.
Huerta, 13 de enero de 1982
INTRODUCCIÓN
MILENARISMO VASCO Y ANTISEMITISMO DEMOCRÁTICO (1979)
Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren. ¿No habrá un medio, me dices, de reproducir la epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas del milenario. Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad Media; como tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario.
MIGUEL DE UNAMUNO, Vida de Don Quijote y Sancho
Ser vasco en España empieza a constituir un grave problema. Sólo quienes desconocen las trágicas potencialidades de las pasiones colectivas pueden mostrarse indiferentes ante la oleada de fanatismo antivasquista que sacude hoy[8] al pueblo español, irresponsablemente fomentada por los medios de difusión oficiales y los partidos políticos democráticos. El antivasquismo está empezando a cumplir, en relación con la insegura democracia española, el papel que el antisemitismo ha jugado históricamente en relación con la consolidación del Estado moderno. Las consecuencias pueden ser irreparables si no se reúne el valor necesario para afrontar sin disimulos las molestas verdades que laten tras el mistificado problema vasco. Pues lo cierto es que ni nacionalistas ni “españolistas” pueden decirse a sí mismos y reconocer el trasfondo último de lo que ocurre en Euzkadi y de la reacción que frente a ello se registra en España: la estrechez de su visión política (la estrechez de toda óptica política) deforma inevitablemente la cuestión. No pretendo poseer la esotérica clave del asunto, pero sí quiero llamar la atención sobre el inequívoco subsuelo religioso del problema, sobre sus indudables implicaciones metafísicas.
Preveo la condescendiente sonrisa del científico, la carcajada del político, el chascarrillo del sociólogo positivista, el desprecio del ateo y escéptico ciudadano moderno, el indignado rechazo del marxista; todos ellos inconscientes de los religiosos dogmas que sostienen sus irreligiosas creencias. No es éste el lugar adecuado para mostrar la reproducción de la “instancia divina” en la totalidad de las doctrinas políticas y sociales de nuestra atea época (desde la roussoniana voluntad general hasta el proletariado, pasando por el Estado hegeliano) ni para demostrar la ineludible fundamentación religiosa de todo poder político (desde Egipto y Mesopotamia a la democracia y el socialismo). Bástenos con señalar la curiosa coincidencia de políticos y sociólogos de derecha e izquierda en calificar de irracional el nacionalismo vasco radical, utilizando tal calificativo como sinónimo de inexistente, o cuando menos “indigno de existir”. Y sin embargo... Por ello, nuestros racionalistas sociólogos y esclarecidos periodistas se ven obligados a “interpretar” (en el sentido psicoanalítico de la palabra) la “locura” nacionalista y nos ofrecen como clave delirantes explicaciones que paradójicamente acaban remitiendo a la tan religiosa demonología de la CIA y el KGB. Si el desvelamiento analítico de la “ilusión” nacionalista no cura al paciente, queda el recurso al encierro. Lo que tal interpretación pone de manifiesto es la “inconsciente intuición” de que las reclamaciones básicas del pueblo vasco no son “razonables”, es decir, no son “posibles” (y, por tanto, interpreta sagaz el analista, encubren otras motivaciones reales inconfesables). ¡Vaya chasco!, como la religión, el nacionalismo vasco se obstina en resistir a los análisis reductores y en perdurar contra toda satisfacción sustitutoria. Y ahí radica lo interesante y lo escandaloso del asunto: lo seductor y lo trágico del problema vasco es que no tiene solución, o lo que es lo mismo hoy en día, no tiene solución política, no tiene solución en el marco sociohistórico que hoy (¿siempre?) define el ámbito de lo posible. Le ocurre lo mismo que a ese Mito ya caduco, la Revolución; lo mismo que al tronco de que ambos nacen, el Milenio.
En pocos temas se puede ver tan bien como en éste hasta qué punto queda en pañales el Estado cuando pierde su fundamentación religiosa. Como decía san Agustín, “¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen a un pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: ¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje? Lo mismo que a ti —respondió—, el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador” (De Civitate Dei; IV, 4).
FUNDAMENTO RELIGIOSO: MITOLOGÍA ETARRA
Pero ni los piratas del Estado ni los bandidos revolucionarios se resignan a tan poco halagüeña situación y buscan sus respectivas justificaciones teóricas para proclamar que “el bandido y pirata es el otro y yo soy el bueno”. Al hacerlo, al elegir para ello con mejor o peor tino en el nutrido mercado de las ideologías, caen inevitablemente en una fundamentación religiosa, es decir, atribuyen a una instancia universal abstracta separada y distinta de los individuos concretos y particulares el sentido y justificación de la sociedad. Lo que era claro y distinto en la sociedad medieval cristiana (Dios era ese lugar) se tornará escondido y mistificado en la sociedad moderna (compareciendo como voluntad general, Estado racional, proletariado, etc.), aspirando además a ser reconocido como lo esencial y básico de los individuos concretos: quien no se reconozca en la abstracción donadora de sentido y aspire a su irreductible particularidad será arrojado a la moderna Gehena (la cárcel, el manicomio).
No es difícil reconocer la fundamentación religiosa de la democracia, la metamorfosis de Dios en “voluntad general” milagrosamente coincidente con la mayoría estadística de unas elecciones en las que se contesta sí o no a lo propuesto por la incontrolada voluntad de los legisladores o en las que se elige entre diversos candidatos idénticos para que hagan luego su pecadora voluntad.
Pero, ¿cuál sería la fundamentación religiosa del terrorismo etarra?, ¿qué es lo que les salva a sus propios ojos de merecer el calificativo (dudosamente peyorativo) de bandidos y piratas?, ¿qué sentimiento religioso es ése cuyo fuego sagrado ETA mantiene, la izquierda abertzale difunde y la moderada y realista mayoría vasca siente latir en su corazón a pesar de la censura y rechazo de la razón?
En mi opinión, el esqueleto básico de la ideología nacionalista, los principales dogmas impulsores de la acción etarra, el trasfondo a veces oculto pero operativo de la conciencia abertzale, no es otro que el milenarismo judeocristiano. Justificar plenamente esta hipótesis exigiría un conocimiento profundo de la historia, mitología, configuración ideológica y sociología reciente y actual de Euzkadi del que carezco, pero son muchos y relevantes los datos sobre Euzkadi y el nacionalismo vasco que se adaptan sorprendentemente bien a las constantes sociológicas e ideológicas del milenarismo (sobre todo en su manifestación tercermundista); y sobre todo, la aceptación de esa hipótesis ilumina tanto una serie de problemas-escollo característica del tema, que me parece notablemente interesante su proposición y puesta a prueba.
Se revela ahora la importancia de las breves anotaciones iniciales sobre la localización geográfica del “santuario” nacionalista (Guipúzcoa y la Vizcaya euskaldún) y sobre la función psicosociológica de ETA y algunos rasgos de su historia. De ellas derivan dos consecuencias: es sobre esa zona, y no sobre la totalidad de Euzkadi, sobre la que debe ponerse a prueba la hipótesis milenarista, comprobando allí si se dan las constantes sociohistóricas propias de tales movimientos; y es en ETA, sobre todo en la ETA inicial (que no había aún entrado en el vértigo teórico de autoexplicaciones de los últimos años) y en los militantes más simples y menos formados ideológicamente (lo cual no es impedimento para su absoluta entrega), donde debe buscarse hoy el núcleo actuante de la ideología nacionalista vasca.
Ambos puntos están en cierto modo ligados, pues la expansión e influjo del nacionalismo fuera de su “santuario” debe ir lógicamente acompañada de una racionalización del mismo cuya manifestación en el seno de ETA sería el recubrimiento de sus mitos básicos con las teorías revolucionarias a la moda. Lo que aquí importa son esos mitos y no las diversas divagaciones en su torno que han motivado las sucesivas escisiones de ETA. En cierto modo, la historia ideológica de ETA es la historia de la perduración de esos mitos, preservados como incuestionables dogmas de la ortodoxia, la historia de la expulsión de los “herejes” que llevaban su intento de racionalización de la fe hasta el peligroso punto de poner en cuestión algún dogma fundamental.
Reducido a caricatura y diversamente embellecido, el mito etarra primordial podría resumirse así: “Los vascos vivían felices en un Euzkadi paradisiaco ajeno a las desventuras de la historia y protegiendo su milenaria independencia de todos cuantos colonizaron la península; ni celtas, ni fenicios, ni griegos, ni romanos, ni godos, ni árabes, ni castellanos consiguieron turbar la Edad de Oro vasca; ajenos al esclavismo y al feudalismo, hidalgos todos, los vascos vivían solidarios y en plena democracia hasta que los españoles les vencieron en las guerras carlistas; entonces el Mal entró en Euzkadi en forma de capitalismo español genocida y explotador; la Revolución vasca dirigida por ETA supondrá el restablecimiento del Paraíso Terrenal en forma de un Euzkadi independiente, socialista y euskaldún”. La superposición y correspondencia del binomio “capitalismo-socialismo” con el par “español-vasco” no es originaria en ETA (y está ausente del nacionalismo anterior), pero es fruto de su temprana evolución y se incorpora firmemente a su núcleo básico, aunque siempre supeditada a la fundamental y definitoria oposición “español-vasco”. En realidad, constituye tanto una concesión a la ideología revolucionaria de los nuevos tiempos como el resultado de la presión de nuevas capas sociales incorporadas al nacionalismo, pero su sentido más hondo, que ofrece el paradigma de futuras e inacabables operaciones, consiste en embellecer lo vasco haciéndolo sinónimo de “lo bueno”. El silogismo implícito parece ser: “Si todo lo vasco es bueno, todo lo bueno es vasco”. La estructura maniquea “español-vasco” se va cargando así de connotaciones, pero sin perder nunca su carácter de subsuelo fundamentador: su mantenimiento ha sido siempre en ETA el faro de la ortodoxia. El anatema y la expulsión caían rápidos sobre quien se atreviera a ponerla en cuestión por cualquier camino: los dos más transitados han sido la defensa del bilingüismo (reconocer que el pueblo vasco es y ha sido desde hace mucho un pueblo bilingüe debilita la polarización maniquea que alimenta ideológicamente a ETA) y la atribución al proletariado del papel de sujeto de la revolución, destronando al pueblo vasco.
Este último punto ilustra los graves problemas que a la mitología etarra les supuso y supone la asimilación consecuente de la mitología marxista: quienes se han visto seducidos por ésta y la han adoptado de modo consecuente (desde ETA-berri a ETA-VI) han terminado por abandonar completamente aquélla, reduciendo el nacionalismo a mera reivindicación táctica secundaria. En realidad se trata de una querella teológica entre milenarismos diversos (¿quién es el “pueblo escogido”: el proletariado o el pueblo vasco?) en la que no han faltado las operaciones sincréticas (respuesta: los dos; pero entonces, ¿quién es más escogido?, ¿con quién impulsar una política unitaria: con los burgueses vascos o con los proletarios inmigrados?) cuya más bizantina elaboración fue el concepto bifronte de “pueblo trabajador vasco” que servía para defender que el inmigrante gallego era “más vasco” que el capitalista vasco, el cual, “en esencia”, era español.
Sea como fuere, y en el trasfondo de una variopinta evolución teológica que ha girado sucesivamente sobre los conceptos de raza, etnia, lengua, pueblo trabajador vasco, etc., el mito etarra del pueblo vasco caminando hacia la restauración del Paraíso euskaldún perdido se ha mantenido firme difundiendo toda una serie de leyendas históricas sobre la lengua vasca, sobre la presunta ausencia de feudalismo vasco y la perfecta democracia medieval de Euzkadi, sobre el origen extranjero del capitalismo vasco (y la consiguiente ausencia de acumulación originaria vasca) que han funcionado como literatura apologética inmune a la crítica histórica “científica”.
Tal mito y tales leyendas no son sino una versión vasca del Mito central de todo milenarismo: la recuperación al final de los tiempos de una perdida Edad de Oro primigenia.
EL MILENIO
El milenarismo es, en su sentido estricto, la creencia en que al final de los tiempos Cristo reinará con los justos en una Tierra transfigurada y paradisiaca durante los mil años que precederán al Juicio Final y la definitiva instauración del Reino de Dios (ya espiritual); pero en sentido amplio se ha tendido a dar el nombre de milenarismo a toda doctrina de salvación que concibe ésta como colectiva, terrestre, inminente, total (conducente a la perfección) y milagrosa (conseguida con ayuda de medios sobrenaturales). Aunque aquí no podemos detenernos en la larga y tortuosa historia del milenarismo, no es irrelevante para nuestro propósito conocer su origen y principales prolongaciones. Su más famoso paradigma es el mesianismo judío basado en la fe en que Dios enviará a su pueblo escogido un Mesías que restaurará el trono de David y, haciendo que Israel reine sobre todas las naciones, salvará a toda la humanidad a su través (mediante la universal conversión al judaísmo): el Reino de Dios que instaurará será terrestre, pero se tratará de una Tierra transfigurada en un mundo armonioso, pacífico y paradisiaco, en la que habrá abundancia de todo tipo de alimentos sin necesidad de trabajar y reinará la más completa felicidad. El mesianismo judío unió el nacionalismo a reivindicaciones de carácter social inmediato (como la abolición de los impuestos), representándose el Reino como igualitario y comunista y propugnó (en su versión macabea y zelote) su instauración por medio de la lucha armada.
A través de múltiples vicisitudes teológicas este mesianismo judío pasa al cristianismo como espera en la inminente Segunda Venida de Cristo resucitado en tanto que Rey triunfal que “castigará a los ricos y enaltecerá a los humildes”. La Iglesia sofocó este componente milenarista del cristianismo edificando sobre su represión el poder del Papado; pero aquél subsistió en diversas herejías (ebionistas, montanistas, donatistas, paulicianos, etc.) y resurgió en la Edad Media a partir de las Cruzadas, como mesianismo de los pobres, que veía en judíos, clérigos y ricos a las huestes del Anticristo (identificado frecuentemente con la Iglesia) en lucha contra las cuales habían de establecer el Reino. Tampoco faltaron en la Edad Media movimientos nacionalistas (en Flandes, Alemania y Portugal) de inspiración milenarista que identificaban el Milenio con la restauración de la patria y la recuperación de la perdida gloria. Todas las herejías subversivas medievales (culto a la pobreza, anomismo libertino y anarquismo místico de los Hermanos del Libre Espíritu, comunismo de bienes e incluso de mujeres, etc.) y todos los componentes precedentes y diversos del milenarismo (nacionalismo, socialismo) se funden en las potentes sublevaciones campesinas de finales de la Edad Media: la revolución husita, la insurrección de Th. Munzer y el movimiento anabaptista constituyen el consumado final del milenarismo medieval y el primer anuncio y esbozo del movimiento revolucionario moderno, un claro precedente del comunismo posterior.
Las ideologías revolucionarias que han sacudido el mundo durante los dos últimos siglos (desde el jacobinismo al bolchevismo pasando por el anarquismo) no son en gran medida sino variantes diversas de un milenarismo secularizado que ha sustituido la fe en los medios sobrenaturales para alcanzar la salvación (la Alianza con Dios, la llegada del Mesías) por la fe en los milagros de la ciencia: el Mito de la Revolución es ininteligible sin el precedente del Milenio.
Al margen de este tronco principal de continuidad milenarista disimulada pero inequívoca se dan durante el siglo XIX y XX en Brasil, Estados Unidos y sur de Italia diversos movimientos de este tipo, cuya importancia social es comparativamente menor.
Pero el fenómeno milenarista moderno más interesante para nosotros por ser el que registra más claras analogías con el nacionalismo vasco es el llamado nativismo tercermundista surgido en diversos países de África, América y Oceanía como reacción político-religiosa ante el colonialismo occidental (antonianos congoleños, revuelta Mau-Mau en Kenia, cultos Cargo de Nueva Guinea, mahdismo islámico, etc.).
El nativismo se ha revelado a ojos de algunos antropólogos como un estrato sociopsicológico profundo subyacente al nacionalismo propiamente político de diversos pueblos colonizados. Retengamos por ahora, para volver más tarde sobre ella, la definición que de tal fenómeno ofrece W. Mühlmann: “Proceso de acción colectiva guiado por el deseo de restaurar una conciencia de grupo comprometida por la irrupción de una cultura extraña ‘superior’ (históricamente hegemónica), mediante la evidencia masiva de una ‘aportación cultural propia’ que es de hecho una elaboración sincrética de elementos autóctonos y extranjeros reinterpretados como propios”. Destaquemos ya algo muy importante que permite entender la forma “nacionalista” y “marxista” que sucesivamente asumirá el milenarismo vasco, así como la importancia central que en él asumirán ciertos mitos básicos (primero la raza, luego la etnia, más tarde y siempre el euskera, finalmente una historia legendaria): se trata de resucitar o perpetuar determinados aspectos de la propia cultura, pero según la idea que de ella se hacen los indígenas, una idea construida con materiales suministrados por la cultura extranjera y en la que lo fundamental es la elaboración de símbolos de diferenciación y resistencia a tal cultura. No cabe minimizar la importancia de este hecho, pues en él se sitúa la clave de la inconsciente reproducción de aquello mismo que se niega: del mismo modo que los movimientos de resistencia a Occidente en los países del Tercer Mundo se han convertido en privilegiado instrumento de occidentalización, la resistencia vasca a “lo español” ha supuesto la sistemática “españolización” de lo vasco, hasta el caricaturesco extremo de acabar convirtiendo la inicial resistencia al Estado (español) en mimética reclamación de un Estado (vasco) cuya milagrosa “conversión” parece esperarse del bautismo euskaldún. Al nacionalismo vasco puede ocurrirle algo quizá peor que su represión: su triunfo.
Tal es el procedimiento de elaboración del Mito central a todo milenarismo: la Restauración del estado de Pureza Original, destruido y desnaturalizado después por alguna potencia hostil. En la descripción de tal estado se utilizan elementos cuya fuente es precisamente esa “desnaturalización”, pero la reelaboración mixtificadora es vivida como restitución: se hace de Euzkadi una nación paradójicamente anterior a la existencia de cualquier nación como respuesta al hecho de que aquello que se combate (España) presenta la forma de nación, desconociendo que es el Estado el que crea la nación y no ésta la que hace surgir aquél, no siendo todo mito nacional otra cosa que la justificación naturalista del hecho empírico de la edificación de un Estado.
El mito anaclítico de la restauración genera a su servicio una simplificadora leyenda que tiende a anular y privar de significación al complejo intervalo histórico que media entre el Paraíso original y el Reino Milenario: desde Sabino Arana a Krutwig, el nacionalismo vasco ha prodigado esta leyenda que sigue operando en el núcleo de la conciencia abertzale. Las complejidades introducidas en ella por la asimilación etarra del marxismo (el más coherente de los milenarismos modernos) no han alterado lo esencial de la misma, y no es exagerado decir que su función ha sido similar a la desempeñada por los aeroplanos y barcos en la representación milenaria de los Cargo de Melanesia: así como el Paraíso de éstos estaba ligado a tales artilugios, el Paraíso vasco se halla actualmente adornado de las bienaventuranzas comunistas. Ambas mitologías se refuerzan en la génesis de varios componentes habituales en todo milenarismo: el maniqueísmo (hay una frontera tajante entre el bien —“nosotros”, los vascos, el proletariado— y el mal —“ellos”, los españoles, la burguesía—), el Paraíso como “mundo invertido” creador de una justicia compensatoria (“el mundo va a cambiar de base”; el euskera debe ser favorecido para compensar la represión anterior), la colectivización del Mesías (el Partido; ETA); el topos de los sufrimientos mesiánicos previos a la redención (la “agudización de las contradicciones”; la espiral acción-represión), la necesidad de una depuración de los pecadores (hay que aprender euskera para lavarse del pecado de españolismo; chivatos y colaboracionistas deben ser liquidados: a este respecto, la elección de algunas víctimas de ciertos atentados de ETA recuerda el odio preferente de los Mau-Mau por los compatriotas negros ligados al colonizador inglés), etc.
Son muchos los componentes de la ideología etarra cuya escondida inspiración es claramente milenarista. No tiene, pues, nada de casual que las condiciones sociohistóricas de surgimiento y supervivencia del nacionalismo vasco en el “santuario” abertzale recuerden (a pesar de su brutal transformación reciente) a las que María Isaura Pereira de Queiroz considera características de los focos de milenarismo. En general, los movimientos mesiánicos (antiguos, medievales y modernos) surgen en zonas caracterizadas por una fuerte anomia social resultante del impacto creado en una sociedad tradicional estable por algún factor disolvente y perturbador que puede ser tanto una conquista extranjera como un acelerado desarrollo económico-social. Cuando a la consiguiente situación de contacto inter-étnico y de crisis social se le añade la incapacidad indígena para controlar la masa de impresiones nuevas y un desconcierto cultural que sume a la población en la incoherencia y la priva de sus valores tradicionales sin sustituirlos pacífica y armónicamente por otros nuevos, el potencial milenarista se halla dispuesto. Y lo que es más importante: lo que caracteriza a las sociedades tradicionales transformadas que dan origen a nativismos es el predominio de una estructura de linajes o “familias ampliadas” en la que la inserción del individuo en la comunidad no se define básicamente, o al menos no se vive como tal, por su lugar en las relaciones de producción, sino por los lazos de ese “parentesco ampliado” que le ligan no sólo a los múltiples hilos de las bifurcadas generaciones familiares, sino también a la multitud de “familias-clientes” tradicionalmente vinculadas a aquéllas.
No vamos a decir que una estructura tan característica del “feudalismo” y la sociedad estamental sea la definitoria del “santuario” vizcaíno-guipuzcoano durante este siglo, pero nadie puede negar su importante supervivencia, no sólo económicamente (metamorfoseada y modernizada como pequeña industria familiar en la que las relaciones patrono-trabajador recuerdan más al paternalismo feudal que a la lucha de clases), sino sobre todo social, como continuidad de las diversas instituciones colectivas y hábitos de relación en que aquella tupida red de conexiones cristalizó. Quizá esto explique la perenne resistencia del fenómeno etarra a su marxistización consecuente y el más fácil funcionamiento en Euzkadi de la solidaridad de pueblo (cuando un etarra cae es su pueblo el primero en movilizarse) que de la solidaridad de clase.
No parece, pues, excesivamente aventurado afirmar que el nacionalismo vasco pivota en torno a un núcleo religioso claramente milenarista. El hecho de que florezca en una zona económica y socialmente desarrollada, en pleno centro del civilizado y racionalista Occidente, y entre gente fuertemente culturizada, hace que tal núcleo se sitúe en un estrato profundo y casi inconsciente de la ideología nacionalista, pero a mi modo de ver sólo la aceptación de su existencia y de su permanente recurrencia permite explicar algo tan sorprendente e “irracional” como la pervivencia y fortalecimiento del nacionalismo vasco contra viento y marea. Es sintomática la indudable influencia que esta “fe de sus mayores” ha tenido en el hecho de que la eclosión revolucionaria de las jóvenes generaciones ante la actual crisis de la civilización occidental no haya desembocado, como en otros sitios, en ese confuso magma de pasotismo-nihilismo-escapismo-escepticismo, sino que se haya canalizado en Euzkadi hacia el radicalismo filoetarra: el Mito del Milenio Vasco estaba presto para ser revitalizado, no hacía falta recurrir a los humos de Oriente o el paganismo griego para satisfacer el anhelo religioso.
Nada más lógico desde esta perspectiva que un hecho convertido en motivo de estúpido escándalo: el papel crucial desempeñado por el clero en el nacionalismo vasco y la extraordinaria influencia que sobre él ha ejercido (explícitamente primero, oculta y disimuladamente más tarde) el profundo arraigo que el cristianismo adquirió en el pueblo vasco. Quienes se extrañan de que el “meapilismo” nacionalista del PNV haya podido engendrar el radicalismo violento y “ateo” de ETA no tienen en cuenta la evolución del cristianismo en los últimos tiempos y desconocen las profundas raíces milenaristas de sus orígenes, que la Iglesia nunca ha conseguido extirpar completamente. Paradójicamente, la fuente ideológica fundamental de los nativismos tercermundistas es el cristianismo aportado a los indígenas por esos agentes del colonialismo que son los misioneros; cuando un pueblo se toma en serio el cristianismo y extrae las consecuencias sociales de una lectura fiel de la Biblia desemboca inevitablemente en la subversión del orden establecido. Algo de eso ha ocurrido en el pueblo vasco: su tradicional religiosidad no ha desaparecido, sino que ha cambiado de signo. A medida que el catolicismo oficial degeneraba y entraba en crisis (el Concilio Vaticano II vino a reconocer e intentar enmendar esa crisis) los católicos vascos profundizaban su cristianismo y se topaban con su fondo milenarista y mesiánico. Nada más natural que la confluencia de este movimiento autocrítico del cristianismo con la resurrección radical del nacionalismo: los Seminarios y Noviciados de Euzkadi han sido uno de los principales viveros de ETA, y un amplio sector del clero vasco su principal propagandista y sostenedor. La estructura mítica del cristianismo primitivo es la fuente última del nacionalismo vasco, y Euzkadi es hoy el único lugar de la península en el que el fuego sagrado que anima la religiosidad cristiana sigue vivo; lo demás no es sino convencionalismo social y perduración institucional.
Desde este punto de vista, ETA ejemplifica un caso frecuente entre los movimientos nativistas: el fácil paso de la trascendencia espiritualista a la trascendencia terrenal, de la mística a la revolución, de la espera pacífica al activismo violento. Estos dos polos extremos entre los que siempre ha oscilado el cristianismo y sus herejías tienen en común un principio fundamental que sirve de vaso comunicante entre ambos: el rechazo del mundo presente y el urgente anhelo de perfección. Sobre él edifica su mitología tanto el etarra como el cristiano: sus metamorfosis son infinitas.
ANTISEMITISMO DEMOCRÁTICO
Si religioso es el trasfondo del nacionalismo vasco, religioso es igualmente el suelo nutricio del peligroso antivasquismo que se extiende por España. No sólo porque lo sea el fundamento de aquello por cuya defensa se ataca a ETA, la democracia, sino sobre todo porque el paradigma sobre el que se configura el actual antivasquismo no es otro que el antisemitismo. El odio al judío ha sido históricamente indisociable del monoteísmo. Sólo en los países de religión monoteísta (cristianos y musulmanes) se han registrado persecuciones y asesinatos de judíos. Ni en Japón, China, India, ni en otros países politeístas, han encontrado dificultades los judíos, hasta el punto de que sin el acicate de la persecución muchas de esas comunidades acabaron disolviéndose en la tolerante religión que les acogió. Ello parece indicar que bajo el antisemitismo late un problema de celos del Padre (pues curiosamente el Dios de perseguidores y perseguidos es el mismo): los fieles de las religiones universalistas desgajadas del tronco judío parecen mostrarse indignados ante la presunción y exclusivismo de ese hermano mayor (el pueblo judío) que quiere guardarse al Padre para sí y sólo condesciende a salvar al resto de la humanidad en la medida en que acepta su mediación.
Cierto es que tales celos se manifiestan con especial virulencia en el caso de pueblos que se consideran a sí mismos “el pueblo escogido”, con exclusión de los demás, y encuentran como obstáculo insalvable el precedente judío. El caso nazi constituye el más trágico ejemplo de esta “lucha fratricida” (“Nosotros somos el pueblo de Dios. No puede haber dos pueblos escogidos. Estas pocas palabras lo deciden todo”, decía Hitler justificando la “solución final”. Freud adivinó esta motivación y por eso quiso en Moisés y el monoteísmo salvar a los judíos sacrificando el judaísmo, es decir, proclamando que fueron los egipcios —el faraón Akhenaton— y no los judíos los “inventores” del monoteísmo, que Moisés era egipcio y no judío, y que, por tanto, ni el pueblo judío era el pueblo escogido ni pueblo alguno podía serlo), pero no es el único: la mística eslavófila del “alma rusa” posee idénticas derivaciones antisemitas. Podría, en consecuencia, parecer que el nacionalismo vasco había de ser antisemita; por las razones que fuere (entre ellas quizá la ausencia de judíos en Euzkadi en la época de su surgimiento) no ha sido así y, aunque la figura racista del maketo pueda parecer a primera vista equivalente a la del judío, hay una inmensa distancia entre ambas: “los judíos” son algo definido y delimitado, los maketos son “todos los otros sin distinción”; los “judíos” despiertan una mezcla de temor, odio y competencia; los maketos, desprecio; la actitud del vasco racista ante los maketos se asimila más bien a la actitud del propio judío hacia el resto de los pueblos (no es casual que en euskera se designe con una sola palabra todas las otras lenguas: erdera); el habitual chascarrillo de que “Adán y Eva eran vascos y en el Paraíso se hablaba euskera”, la anécdota unamuniana de que “los vascos no datamos”, reflejan una tal seguridad en la posesión de la primogenitura que ni tan siquiera los advenedizos judíos pueden provocar que el asunto se someta a discusión.
El terrorífico genocidio nazi (y también, no lo olvidemos, su derrota) ha contribuido a reducir el antisemitismo a la otra cara del fanatismo nacionalista. Sin embargo, el pueblo judío no sólo ha sido víctima de algún “hermano menor” que le ha querido disputar la predilección del Padre. Su verdugo ha sido con frecuencia la igualitaria liga de todos los hermanos menores, comúnmente celosos de su privilegio y su exclusivismo. La primera explosión fuerte de antisemitismo acompaña a las Cruzadas, cuya inspiración es el universalismo cristiano que a todos los hombres considera iguales e igualmente dignos de la salvación. ¿Cómo consentir el orgulloso exclusivismo judío que aspira a una “salvación especial y propia” y que en su soberbia ha llegado a la blasfemia de matar al Salvador universal? Al convertirse durante las Cruzadas en venganza contra los asesinos de Cristo, el antisemitismo liga entre sí dos temas que se refuerzan mutuamente: no sólo se trata de que los judíos aspiren a una privilegiada y exclusiva salvación, sino de que al hacerlo privan de ella a los demás, asesinando al Salvador. La envidia del judío se refuerza con el temor a su carácter subversivo y mistifica el antisemitismo como autodefensa y afán justiciero.
Este complejo pasional es el que late (superponiéndose sobre el tradicional antisemitismo ruso) bajo la brutal represión antijudía de los tiempos de la Rusia estalinista: el “proletariado” (los administradores de su dictatorial hipóstasis) no puede consentir que los judíos no reconozcan su mesiánica tarea y no se reconozcan aún salvados; ello les convierte automáticamente en “agentes del imperialismo”.
¿No existe un mecanismo similar bajo el actual antivasquismo? “Ahora que la democracia nos ha salvado a todos de la dictadura franquista, vienen los vascos a reclamar una salvación especial para ellos, poniendo así en peligro nuestra colectiva y democrática redención”.
Envidia y celos por una parte; miedo por otra. Merece la pena profundizar en ambas pasiones. Volvamos para ello al antisemitismo.
G. Steiner considera que la explicación del silencio, la complicidad y la “colaboración pasiva” con el genocidio antisemita de muchos alemanes y europeos que no eran nazis ni estaban movidos por los “celos del Padre” hay que buscarla en el cansancio cultural de Europa, en el rechazo del factor que se encuentra en el origen del dinamismo espiritual de Occidente: la tensión religiosa introducida en la psique humana por el Dios judío y su prolongación cristiana. En opinión de Steiner, las exigencias que el judaísmo (y también, aunque menores y atenuadas, el cristianismo) impone a la humanidad son tan desmesuradas y obligan a un tal esfuerzo espiritual, que han provocado el desfallecimiento de la civilización que engendraron: la Europa del siglo XX, al volverse contra los judíos, quiso liberarse de tales exigencias y renunció a sus más profundas aspiraciones. El antisemitismo marca el comienzo del suicidio de la cultura occidental.
No es exagerado decir que Euzkadi fue el alma de la resistencia antifranquista y el lugar donde más lejos llegaron las reivindicaciones revolucionarias. ETA y los nacionalistas vascos no piden hoy nada distinto de lo que pedían en tiempos de Franco y despertaba entonces el entusiasmo y la solidaridad de quienes hoy les condenan; son éstos quienes han rebajado sus objetivos, siendo hoy su antivasquismo directamente proporcional a la magnitud de sus claudicaciones. El único lugar de la península en el que el mito de la Revolución sigue aún teniendo algún sentido (para bien o para mal, ése no es el caso) es Euzkadi; por eso quienes han perdido la fe en él pero siguen utilizando su señuelo no pueden resistir que se les recuerde sus exigencias y se les patentice su vigencia. Su antivasquismo es directamente proporcional a su hipocresía revolucionaria. Por otra parte, la argumentación predominantemente utilizada contra ETA y las reivindicaciones vascas no es que éstas no sean deseables, sino que no son posibles: “Si todos hiciéramos lo mismo, a dónde íbamos a llegar”. Temerosos del Infierno, quienes se conforman con el Purgatorio rechazan a los que aspiran al Paraíso. Su antivasquismo es directamente proporcional a la represión de sus más íntimos deseos y anheladas reivindicaciones.
Reacción en contra del fermento dinámico de la resistencia antifranquista, el antivasquismo es el comienzo del suicidio de la democracia española.
Claudicación, hipocresía, represión, suicidio; la clave de este movimiento contra sí misma que ha iniciado la democracia no puede ser otra que el miedo, el miedo a la resurrección del franquismo, el miedo al golpe militar. La peligrosa oleada de antivasquismo actual (el de siempre no ha variado y no interesa aquí) es indisociable del terror padecido por una democracia sometida al permanente chantaje del golpe; es, por tanto, directamente proporcional al temor al franquismo. El destinatario original de muchos odios actuales contra los vascos no son sino quienes tienen en sus manos la posibilidad de resucitar a Franco. Sólo de ellos tiene razones la democracia para temer su fin, pero mientras no se les haga frente y se les siga temiendo, el odio contra ellos encontrará como chivo expiatorio a los vascos.
El resultado de todo ello no es otro que la ocupación por el vasco del lugar que al judío asigna todo Estado en busca de consolidación: el foco de toda subversión, la encarnación del principio de su disolución. El judío, que sólo es fiel a su Dios y tiene su patria en el Israel celestial, siempre es un mal súbdito, nunca es fiel a ningún Estado. Es la imagen misma de la particularidad insumisa, rebelde a ser asimilada por la universalidad en que se basa todo Estado. Tal es la figura que el vasco empieza a presentar para muchos demócratas: insolidario, abstencionista, insurrecto, sospechoso de subversión, aparece como la antítesis del buen ciudadano. Y ya se sabe cuál es el lugar que el Estado (cualquier Estado) asigna a los díscolos.
Aterroriza pensar el futuro vasco como un calco del destino judío. Y no sólo porque la tragedia de los campos de concentración se dibuje en el horizonte, sino también porque el “Israel” posterior, lejos de ser un consuelo y una compensación, constituye la más cruel parodia: el judío convertido en nazi, creando su propio “judío”, el palestino. ¿Hasta cuándo? En medio de esta estúpida guerra religiosa, ¡que Dios nos coja confesados!
POSTDATA ACLARATORIA: “VASCOS Y JUDÍOS”
Dentro de la general incomprensión con que este artículo fue recibido (a ello le debió, sin duda alguna, una cierta notoriedad) he podido comprobar que la última parte ha sido la que menos gustó. Y ello quizá porque ha sido la mejor entendida (y por ello rechazada, en tanto que indudablemente molesta). Sin embargo, una cierta confusión mía ha podido facilitar ese rechazo y favorecer su disfraz como desacuerdo. Y es que ciertamente no deslindo con la suficiente claridad dos problemas distintos: la actual consideración “española” del vasco como judío propiciatorio y la postura histórica de los vascos frente a los judíos.
La tesis que me parece más importante y que creo sigue siendo urgente denunciar es que el síndrome antivasquista que afecta a muchos demócratas españoles (“de toda la vida” o “de nueva ola”) es rigurosamente idéntico al síndrome antisemita segregado por toda ideología igualitaria, sea cristiana, democrática o marxista. La barbarie del antisemitismo fascista que “parece” fundamentarse en una ideología jerarquizadora y “exclusivista” ha hecho olvidar el antisemitismo igualitario y “populista” que le precede (durante la Edad Media), coincide históricamente con él en la Rusia “proletaria” y constituye en realidad la fuente nutricia de aquél: uno y otro se nutren psicológicamente del resentimiento impotente. Es este núcleo psicológico el que se encuentra bajo el actual antivasquismo: el vasco, el “etarra”, resulta idóneo para ocupar el “lugar vacío” que todo ciudadano sumiso tiene preparado para su “judío”. Hay que insistir en que este lugar le es previo, le preexiste: el antisemita no reacciona contra el judío “real”, sino que lo crea, “el judío” es un producto del antisemita, una invención necesaria a su equilibrio; por eso no es imprescindible que “el judío sea judío”, su preestablecido lugar puede ocuparlo “el homosexual”, “el terrorista” “el loco”, en definitiva “EL OTRO” que mina las bases del sistema que otorga identidad. Para el atemorizado ciudadano español que ve su modesta democracia amenazada por “esos locos”, es “el vasco” el que ocupa ese lugar de “lo otro” rechazable y amenazante: el “etarra” es su judío.
Resulta, por lo demás, curioso que esta identificación despectiva de vascos y judíos haya sido explícitamente hecha en diferentes momentos históricos por diversos antivasquistas. En la primera mitad del siglo XVII, en un panfleto atribuido al conde de Lemos y titulado Historia del búho gallego, con las demás aues de España, se ataca duramente a los “vizcaínos”, representados por un tordo, acusándoles de descender de judíos. Esta acusación se repite, junto con la de coléricos desobedientes a la autoridad real, contrabandistas, aliados de los franceses y dados a la brujería, en otro folleto antivizcaíno fechado en 1624 y tardíamente publicado con el título de Castellanos y vascongados (véase J. Caro Baroja, Los Vascos).
Más próximo a nosotros, poco antes de la guerra civil, un folleto ultraderechista titulado Nacionalismo. Comunismo. Judaísmo identificaba el nacionalismo vasco con los planes subversivos del “bolchevismo judío” (véase S. Payne, Historia del nacionalismo vasco).
Pero esta identificación entre vascos y judíos no siempre se ha hecho dándole un contenido peyorativo y condenatorio. Hay autores vascos que se enorgullecen de ella: el inefable Agustín Chao, liberal suletino del siglo XIX, inventor —entre otras muchas cosas— del personaje mitológico Aitor (presunto patriarca de los antiguos vascos) y de la primera guerra carlista como guerra de independencia vasca (en Chao algunos quieren ver el precursor de un nacionalismo vasco progresista muy distinto del posterior teocratismo aranista) defiende en su Histoire primitive des Euscariens-Basques (Bayona, 1847) el estrecho parentesco lingüístico entre el euskera y el hebreo, de lo cual O. W. de Milosz y otros varios que gustan de hacer chapotear el tema vasco en el pantano del más barato esoterismo no han dudado en deducir los orígenes vasco-ibéricos del pueblo judío.
Todo esto tendría un interés puramente anecdótico, y además escaso, si no fuera porque dentro de esta tendencia a relacionar (para bien o para mal) vascos y judíos nos encontramos con autores que nos dicen cosas de indudable trascendencia en relación al tema que nos ocupa: el antisemitismo. Veamos.
¿Cuál ha sido, históricamente, la relación entre vascos y judíos? Tras la expulsión por los Reyes Católicos en 1492 de los judíos que se negaran a bautizarse, la situación de los escasos judíos que pudieran haber quedado en Euzkadi fue lógicamente, cuando menos, igual de mala que la padecida en el resto de los dominios de la Monarquía, obsesionados por la ideología del “cristiano viejo”. Pero antes de 1492, “ni en Guipúzcoa ni en el norte de Navarra se puede decir que hubiera pueblos con comunidades hebreas compactas. En Vizcaya se señala una, fuera del territorio de habla vasca, en Valmaseda” (J. Caro Baroja, Los judíos en la España moderna y contemporánea). Es en Álava y Navarra donde sí encontramos juderías, cuyo máximo florecimiento se registró en los siglos XIII y XIV, siglos durante los cuales los judíos de Navarra padecieron grandes persecuciones por parte de los reyes de las dinastías francesas que atizaron el antisemitismo popular cristiano. Pero a nosotros nos interesa sobre todo el “santuario” vizcaíno-guipuzcoano que será la cuna del nacionalismo: la casi ausencia de judíos en el cogollo de Euzkadi se explica quizá en parte por la falta de interés económico de la zona, pero no es ésa la razón principal, sino la particular legislación resultante de la semiderrota final de la nobleza feudal tras las guerras de bandos, es decir, los Fueros. El Fuero de Vizcaya, título 1.°, ley 13, dice: “Que los nuevamente convertidos de judíos y moros, ni descendientes, ni de su linaje, no puedan vivir ni morar en Vizcaya”; a lo cual hace eco el Fuero de Guipúzcoa, cap. 1.°, título XLI: “Que ningún cristiano nuevo, ni del linaje de ellos, no pueda vivir, ni morar, ni avecindarse en toda esta provincia”. En ambas provincias se aprobaron durante los siglos XV y XVI diversos estatutos de “limpieza de sangre” que Caro Baroja no duda en llamar “anticipo de leyes racistas” y que se van extendiendo a gitanos, indios americanos, negros, etc., discriminándose en general a cuantos no sean autóctonos y procedan de solar atestiguado. Paradójicamente, tal racismo “generalizado” está ligado a una conquista democrática: la hidalguía colectiva. Así lo pone de relieve el hecho de que, desde Zaldivia, los apologistas de la nobleza universal de los vascos, al tiempo que fundamentan ésta en la descendencia de Túbal, nieto de Noé que vino a poblar España desembarcando en Vasconia, apuntalen su argumentación defendiendo la pureza racial: “Haber siempre sido apartados de herejías, con judíos, moros ni otros infieles nunca mezclados, y haber siempre guardado el puro nombre cristiano”. A la ideología “cristiano-vieja” propia del antisemitismo español se le une en el caso vasco una obsesión de pureza racial directamente ligada al orgullo de hidalguía colectiva: de este magma ideológico surgirá la figura aranista del maketo que incorpora la imagen clásica del “judío”, pero disolviéndola en el marco de una categoría más amplia que en cierto modo altera su sentido. El maketo nacerá principalmente de una autoafirmación exclusivista, el “judío”, es hijo del resentimiento reactivo. Los vascos no guardan memoria mítica de ese complejo pasional compuesto por envidia, celos y miedo que late bajo el antisemitismo: no expulsaron a un poderoso amenazante cuya manifiesta superioridad atentaba contra la propia dignidad, sino que se cerraron a priori a todo contraste y todo contacto en un movimiento de autosuficiencia y orgullo. En pocas palabras: se vieron a sí mismos del mismo modo que los judíos se ven a sí mismos. Pero, a diferencia de los nazis, no tuvieron que disputar por un lugar previamente ocupado, sino que, ingenuamente, se consideraron sin dudar “el pueblo escogido”. Así aparece claramente en el P. Larramendi (1690-1766), quien después de comparar “el pueblo escogido de Dios” con los guipuzcoanos, diciendo que en ambos casos “todos eran nobles”, concluye, sin dejar dudas sobre de qué lado recae la prioridad: “Aprendan a decir de los del pueblo de Dios lo que decimos de los guipuzcoanos”. No podía ser de otro modo, pues “la nación de los vascongados, y particularmente la de Guipúzcoa, ha tenido el ser mirada y atendida de Dios con especial cuidado”, lo cual se demuestra por su “pureza de sangre” que le permite mantener desde Túbal su línea de nobleza. No se nos explica cuándo y por qué los israelitas perdieron el favor divino (es de suponer que al matar a Cristo), pero es indudable que, para Larramendi, lo perdieron, y con él la nobleza, pues de otro modo no les hubiera sido necesario a los vascos, para preservar la suya, proscribir todo contacto con judíos, incorporando así también a éstos a la amplia legión de pueblos “mezclados” innobles y herejes.
Indudablemente, ha habido y aún colea un racismo vasco que rechaza y desprecia al maketo, pero su paradigma no es el antisemitismo, sino más bien el judaísmo; y su existencia no dice nada en contra de la simultánea existencia de un antisemitismo democrático antivasquista. Rechazar uno no equivale a alabar o justificar el otro, sino que, muy por el contrario, obliga a rechazar ambos, pues lejos de contraponerse se refuerzan.
PRIMERA PARTE
MILENARISMO, RELIGIÓN Y SOCIEDAD
La incomprensión moderna de lo religioso prolonga lo religioso y cumple, en nuestro mundo, la misma función que lo religioso cumplía en mundos más directamente expuestos a la violencia esencial: seguimos desconociendo la influencia ejercida por la violencia sobre la sociedad humana. Por eso nos repugna admitir la identidad entre la violencia y lo sagrado.
RENÉ GIRARD
CAPÍTULO I
INCONSISTENCIAS Y PARADOJAS DEL “MILENARISMO” ANDALUCISTA (1980)
La obra social de Jesús necesita ser completada con la obra de Henry George.
BLAS INFANTE
En la polémica leyenda andalucista que sobre la Historia y cultura del pueblo andaluz[9] ha publicado recientemente José Acosta Sánchez hay un párrafo que me mueve irresistiblemente al comentario de una serie de aspectos curiosos del andalucismo, al tiempo que me permite aclarar un buen número de confusiones suscitadas por un artículo mío precedente en torno al Milenarismo vasco publicado al igual que el Debate posterior en estas mismas páginas[10]. Refiriéndose al humanismo radical que, en su opinión, caracteriza al anarquismo andaluz, dice Acosta: “Cierta historiografía tópica conceptúa a ese humanismo radical como ‘mesianismo’ y ‘milenarismo’, incorporando un componente religioso que desvirtúa la verdadera naturaleza de aquellos movimientos, estrictamente sociales”[11]. Tan tajante distinción entre “lo social” y “lo religioso”, acompañada de la paralela consideración de que la religión desvirtúa “lo social”, constituye el núcleo de su argumentación antimilenarista, desplegada en una obra publicada el año anterior: Andalucía: Reconstrucción de una identidad y la lucha contra el centralismo[12].
Empieza Acosta con una falsificación llena de mala voluntad al decir, refiriéndose a los autores que se inclinan por una interpretación milenarista del anarquismo andaluz (Raymond Carr, G. H. Meaker, E. J. Hobsbawn y Gerald Brenan), que “ninguno de ellos ha trabajado con fuentes de primera mano”, apoyándose exclusivamente en la obra de Díaz del Moral[13]; es cierto que Hobsbawn[14] reconoce basarse principalmente en ella, y en la obra de Brenan[15], pero añade a dichas fuentes, y a otras “menos ambiciosas”, su propio “estudio de una sola revolución aldeana, la de Casas Viejas (Cádiz) en 1933”[16], que nadie podrá calificar de irrelevante. En cuanto a Brenan, si no son “fuentes de primera mano” vivir en Andalucía desde 1920 con la sagaz capacidad de observación y penetrante lucidez que acredita su magistral estudio antropológico de las Alpujarras[17], y seguir día a día desde Málaga la guerra civil y la última y más fuerte eclosión de la revolución anarquista andaluza, ya me explicará Acosta qué condiciones exige para prestar credibilidad a las observaciones de un autor. La solidez de las fuentes en que se apoya la interpretación milenarista del anarquismo andaluz y lo consistente de la misma explica quizá que dicha tesis haya sido recogida, repetida y acreditada posteriormente por Joll, Woodcock y Bécarud-Lapouge.
En cuanto a los testimonios en contra de dicha interpretación por parte de Malefakis, Kaplan, Llida y Calero, que Acosta cita, lo único que evidencian es que la indiscutible solidez de sus conocimientos sobre el anarquismo andaluz es directamente proporcional a su ignorancia completa sobre lo que es el milenarismo. Ignorancia que Acosta comparte y a la que añade la petulancia propia de quien “desprecia cuanto ignora”. En el último capítulo del magistral estudio de Álvarez Junco sobre La ideología política del anarquismo español[18] puede encontrar Acosta una más matizada discusión de esta teoría, así como una crítica de la suya propia que no está lejos de “caer en un economicismo vulgar fácilmente rebatible por los hechos”[19].
CRÍTICA IMPROCEDENTE: ACOSTA Y EL ANDALUCISMO
Para Acosta, “el lugar común del mesianismo, el milenarismo o el nihilismo incluso” equivale al recurso “acientífico ridículo, de atribuir el fenómeno anarquista andaluz al temperamento, como acostumbra el tópico”; para él, milenarismo es sinónimo “de locuras meridionales, arrebatos de un pueblo sin sentido político, pasiones desencadenadas por un clima tórrido y un temperamento exaltado”. Guiado por tan “científico” criterio, Acosta rechaza la interpretación mesiánico-milenarista del anarquismo andaluz por dos razones: “a) por acientífica, en cuanto oculta el tipo de lucha de clases que realmente generó el fenómeno, y b) por una razón de método, en cuanto el recurso a esa interpretación simplista cierra el caso”[20].
Lo cierto es aproximadamente lo contrario, es decir, que el simplista recurso a la lucha de clases “explicalotodo” oculta la real complejidad del caso e impide la apertura de perspectivas teóricas que la interpretación milenarista posibilita. Lo que sí es, no ya simplista sino sencillamente inepto, es reducir, como Acosta hace, el mesianismo y el milenarismo a “actitudes psicológicas”, “etiquetas psicologistas”, “confusión metafísica”, etc. Ello le permite concluir que “en toda la interpretación mesiánicomilenarista subyace la transposición acientífica de un fenómeno eminentemente social, con claras raíces históricas y estructurales, al plano religioso… las explosiones anarquistas no son detonadas por factores metafísicos, o predicaciones mesiánicas, que nada tengan que ver con las condiciones sociales de existencia del campesinado andaluz, sino por fenómenos inherentes al modo de producción capitalista”[21].
Tan interesado como parece Acosta por el modo de producción asiático y las civilizaciones hidráulicas (entre las cuales incluye, con “acientífica” alegría, a Tartessos, presunta madre de una “especificidad tartesso-bético-romano-islámico-al-andalusí” milagrosamente una y preservada, aunque enajenada, hasta hoy) debería confrontar su desdén por los “factores metafísicos” y su significación social con el problema que plantea, por ejemplo, la imposibilidad sociorreligiosa de que el campesinado del antiguo Egipto se rebelase contra el orden imperante, “metafísico” impedimento que explica la sorprendente estabilidad del Imperio egipcio durante más tiempo del que lleva agitándose la historia occidental. Quizá descubriera no sólo que las predicaciones mesiánicas suelen tener algo que ver con las condiciones sociales, sino que incluso se da el caso de que determinado tipo de movimientos sociales sólo pueden darse con la previa condición de la existencia de cierto género de mitología.
Si Acosta se molestara en leer los estudios existentes sobre movimientos milenaristas descubriría que uno de los más interesantes problemas que abren es, precisamente, el de la dialéctica entre lo social y lo religioso, pues si bien inicialmente, como apunta Roger Bastide[22], lo religioso comparece como metáfora de lo social, los efectos prácticos del movimiento hacen aparecer finalmente a lo social como metáfora de lo religioso, configurándose así lo sagrado como el ámbito privilegiado de la dialéctica entre las causas y las funciones y tendiendo, por ello, como resultado, a difuminarse y relativizarse la distinción inicial que sólo aparece obvia porque se permanece preso de un exagerado prejuicio etnocéntrico.
Se ahorraría así Acosta “mear fuera del tiesto” ofreciendo como argumentos mayores contra la interpretación milenarista del anarquismo su actitud activa (frente a la actitud pasiva, presuntamente consustancial al mesianismo), su búsqueda de reivindicaciones concretas (frente al presunto “irrealismo abstracto” milenarista), su capacidad organizativa o su ansia de conocimiento y cultura. Le bastaría un conocimiento superficial del zelotismo judío y sus acciones contra los romanos, de los “circumcelliones” donatistas, los “Espirituales” medievales, los taboritas, los anabaptistas, y no digamos ya de los movimientos milenaristas modernos en Brasil, África y Oceanía, para enterarse de que los rasgos que a él se le antojan tan antimilenaristas son habituales y comunes a gran parte de estos movimientos. ¡Tanta simpatía por Jomeini, y aún no se han enterado en el PSA de que el chiísmo iraní que ha inspirado la reciente revolución es el más típico ejemplo de milenarismo islámico! ¡Tanta devoción por la herencia islámica de Andalucía y se olvida Acosta del núcleo mesiánico del islamismo! Si llega a enterarse bien de “lo andaluz” que es el milenarismo, seguro que en lugar de criticarlo lo reivindica.
Sin embargo, lo cierto es que todavía no hemos dado ninguna razón a favor de la interpretación milenarista del anarquismo andaluz. Y más de uno se preguntará, ¿por qué habíamos de darla?, ¿a qué viene esta manía de colgarle el sambenito de milenarista al nacionalismo vasco, al andalucismo, al anarquismo y a todo bicho viviente?
LA MANÍA MILENARISTA
Tal manía obedece a que la