A modo de prólogo
Este libro se publica cuando han transcurrido ya cuarenta y tres años del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Nadie por debajo de dicha edad había nacido cuando ocurrió, y nadie que no ronde los sesenta puede hablar en primera persona de las sensaciones que aquella jornada causó a quienes desde el ímpetu de la juventud se asomaban a la recién recuperada democracia. Cuatro décadas en las que ninguno de los gobiernos del PSOE y el PP habidos desde entonces ha tenido voluntad política para esclarecer todas sus implicaciones, ni permitido a los investigadores acceder a la documentación que sobre el mismo hay en los archivos oficiales. Justifican su negativa a iluminar los claroscuros que aún rodean este episodio con el argumento de que se trata de un hecho juzgado sobre el que recayó una sentencia firme, que elevan a la categoría de verdad irrefutable. El propósito no declarado es que la historia sea la que debe ser y no la que realmente fue, para que nadie ponga en duda el papel que jugaron las instituciones del momento y las personas que las representaban, en torno a las cuales se ha construido una aureola de dignidad no siempre merecida y en muchos casos injustificada. Su intención es preservar el relato oficial de lo ocurrido.
El episodio más grave desde el levantamiento militar que en 1936 acabó con la Segunda República y dio paso a cuatro décadas de dictadura ha dado para escribir muchos artículos y libros. Historiadores, políticos, escritores, periodistas y algunos de los protagonistas de los hechos han ofrecido distintos relatos, versiones e interpretaciones, pero establecer la verdad de lo ocurrido no será posible mientras las instituciones del Estado sigan sustrayendo del conocimiento público documentación fundamental para comprender y explicar lo sucedido en aquella convulsa etapa de nuestra historia, cuando la dictadura no se acababa de ir y la democracia no terminaba de llegar, ese lapso temporal en el que el periodista y político Antonio Gramsci dijo que surgen los monstruos. ¿Por qué entonces este libro, si seguimos condenados a la ignorancia? Porque revela datos inéditos, da a conocer las pistas que se ocultaron o se ignoraron deliberadamente y reconstruye la historia de una investigación amañada que renunció a buscar la verdad y se conformó con establecer una versión oficial de lo ocurrido que perdurara en los libros de historia.
He escuchado en demasiadas ocasiones que no conviene abordar los acontecimientos relevantes desde la inmediatez, siempre apasionada; que es más útil dejar pasar el tiempo hasta que los hechos se asienten y la historia, como narración de sucesos pasados dignos de memoria, se imponga al relato apresurado del periodismo, necesariamente incompleto. Es probable que sea así, pero la experiencia me dice que el paso del tiempo no siempre ilumina las zonas oscuras y con frecuencia desdibuja el contorno de hechos difusos hasta hacerlos indistinguibles. Ocurre cuando indagamos en acontecimientos incómodos que adquieren la condición de cuestión de Estado, y el 23-F es uno de ellos.
La instrucción de la causa duró solo cuatro meses y estuvo predeterminada de antemano. Se limitó a escrutar lo ocurrido los días 23 y 24 de febrero, procesó a los protagonistas televisivos de aquel suceso vergonzoso, y elaboró una versión oficial que quedó plasmada en el relato de hechos probados de la sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar (CSJM). Nada más. No se investigó a todos los implicados, algunos de los cuales reconocieron públicamente su participación en la asonada cuando ya no les era exigible ninguna responsabilidad penal, y se evitó indagar en la trastienda del golpe, tras la que hubo políticos, empresarios y periodistas que, cuando menos, alentaron en los meses previos la necesidad de lo que eufemísticamente llamaron «golpe de timón».
Los medios de comunicación informaron durante meses del avance de las investigaciones, hasta que el juicio a los golpistas un año después de los hechos dio el caso por cerrado. El 23-F cedió el protagonismo a otras noticias del acontecer diario y el golpe pasó a los anaqueles de la historia como una efeméride más, iniciando su tránsito hacia el olvido, interrumpido por reportajes, documentales y libros al cumplirse el primer lustro y luego los diez, veinte, treinta o cuarenta años del suceso, sin que, pese al tiempo transcurrido y todo lo escrito, conozcamos aún toda la verdad.
Tenía veintidós años recién cumplidos y estudiaba Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid cuando el teniente coronel Antonio Tejero Molina entró pistola en mano en el hemiciclo del Congreso de los Diputados. El eco de los disparos llegó hasta la Ciudad Universitaria en forma de confusas noticias sobre el movimiento de tanques de la División Acorazada Brunete hacia Madrid. El miedo vació las aulas y, tras la huida apresurada, me limité a seguir desde mi casa los acontecimientos con la impotencia del espectador que se resigna a esperar su desenlace. Han pasado muchos años desde entonces, pero no me ha abandonado la curiosidad por conocer la trastienda del golpe, la conjunción de intereses y ambiciones que se concertaron para situarnos al borde del abismo. Las dificultades y trabas con que me he encontrado desde que inicié esta investigación en 2019 han acrecentado mi interés, que se ha visto estimulado con hallazgos inesperados hasta llevarme a la convicción de que en la génesis, ejecución y resolución del golpe hay detalles que el Estado no quiere desvelar para evitar enmendar el relato. Si el silencio de entonces tiene para muchos la excusa absolutoria de la fragilidad de la recién recuperada democracia y el miedo a un nuevo golpe militar, el silencio de hoy, la pertinaz resistencia a arrojar luz sobre lo ocurrido en una democracia que se pretende plena, adquiere tintes de encubrimiento.
He recurrido a políticos con responsabilidades en los ministerios concernidos por el suceso, y me he servido de mi condición de periodista para intentar aligerar los tediosos y prolongados procesos formales de consulta de los archivos oficiales. He contactado con las familias de algunos protagonistas para acceder a documentación personal en busca de verdades por revelar, he rebuscado en memorias, examinado testimonios y seguido la pista al santo grial del golpe, las grabaciones de las conversaciones telefónicas intervenidas aquella noche que no se remitieron al juez instructor.
Me impuse como condición ineludible hacerme con una copia íntegra de la causa —sin ella no habría libro— a sabiendas de que la legislación española es tremendamente restrictiva a la hora de permitir el acceso a un proceso judicial. Me refiero a la Ley de Secretos Oficiales de 1968, aún vigente, que impide desclasificar la documentación clasificada existente, y a la no menos restrictiva Ley de Patrimonio Histórico de 1985, que es el muro de contención al que se agarran los tribunales para impedir la consulta de causas judiciales como la del 23-F. Esta norma establece que los documentos que contengan datos personales que puedan afectar a la seguridad de las personas, a su honor, a la intimidad de su vida privada y familiar, o a su propia imagen, no pueden ser de conocimiento público sin que medie consentimiento expreso de los afectados o hayan transcurrido veinticinco años de su muerte, si su fecha es conocida, o cincuenta años a partir de la actuación que ponga fin al procedimiento. Un criterio que pospone el acceso de los investigadores al sumario hasta el año 2031. ¿Afecta al honor y a la imagen de los golpistas que conozcamos los detalles de su intervención en la asonada? ¿Acaso no se vanagloriaron de ello y defendieron su protagonismo en los hechos como un acto de patriotismo? ¿No fueron ellos quienes atentaron contra el honor y la dignidad de los representantes de la voluntad popular expresada en las urnas y, por extensión, de sus electores?
La negativa, el silencio y los obstáculos sin fin fueron las respuestas de los tribunales militares en los ministerios de Defensa e Interior cuando intenté acceder al sumario y a cualquier otra documentación no judicializada existente sobre el golpe. Solicité entonces autorización al Tribunal Supremo (TS), cuya Sala Segunda revisó en 1983 la benévola sentencia dictada por el CSJM y elevó las penas a 22 de los 33 procesados. Para mi sorpresa, la Sala de Gobierno del alto tribunal me autorizó la consulta pese a no haber transcurrido los plazos marcados por la ley ni disponer del consentimiento de los condenados. Su resolución dice que los hechos que pretendía investigar eran «públicos y notorios», tenían «dimensión histórica y trascendencia», podía descartarse la «injerencia en el honor, la intimidad y la propia imagen de las personas», y me permitía el acceso sin restricciones al proceso.[1]
Inicié su lectura persuadido de que no iba a encontrar ninguna revelación extraordinaria. A fin de cuentas, la causa era la argamasa de la versión oficial de lo ocurrido recogida en la sentencia, que, de manera muy sucinta, sostiene que el 23-F fue un golpe improvisado, protagonizado por unos pocos militares, que fracasó por la intervención decidida del rey Juan Carlos I y la lealtad inquebrantable del Ejército a la Constitución. Pero no es esa la conclusión a la que he llegado tras la lectura del sumario. El proceso contiene numerosos datos dispersos, perdidos en un bosque de folios, que es necesario reunir, primero, y relacionar, después, para completar, si no el puzle completo, sí al menos una parte del rompecabezas, y hacerlo en no pocos casos gracias a lo omitido más que a lo mencionado.
Fue así como descubrí que la misma tarde del golpe, y pese a los cordones de seguridad establecidos en torno al Palacio del Congreso por los asaltantes y quienes los sitiaban, numerosos civiles y militares entraron en él sin obstáculo. En unos casos para recabar información, en otros por simple curiosidad, y en no pocos para conocer de primera mano si la asonada tenía posibilidades de triunfar y sumarse a ella o estaba condenada al fracaso y convenía abjurar en público de los golpistas. Arribistas de la patria que se hicieron demócratas al fracasar el golpe, pero no habrían tenido inconveniente en atribuirse cierto protagonismo si hubiese triunfado. Supe que hubo oficiales sublevados que salieron del Congreso para tomar algo en el bar del hotel Palace, departir amistosamente con quienes los cercaban y, como si aquello no fuera con ellos, regresaron al Parlamento para continuar con el secuestro de los representantes de la voluntad popular sin que nadie se lo impidiera. Fue tal el desconcierto aquella noche que nadie quiso saber si quienes entraban y salían del Palacio de la Carrera de San Jerónimo estaban con los de dentro o con los de fuera.
¿Y qué fue de sus señorías, que durante dieciocho interminables horas permanecieron secuestrados sin saber qué sería de ellos? Lo razonable hubiese sido que en sus declaraciones al juez trasladaran el pánico que sintieron y que atestiguan las imágenes de televisión, pero la mayoría optó por no responder a los requerimientos del instructor o hacerlo solo para poner en valor el trato respetuoso de los asaltantes, como si hubieran desarrollado una curiosa empatía hacia sus captores que les hiciera comprender, y hasta justificar, la conducta de quienes violentaron el templo sagrado de la democracia a tiro limpio. Pocos son los que refirieron al instructor el trato despótico de sus secuestradores. Los testimonios son tan dispares que da la impresión de que vivieron sucesos distintos.
Comprobé sorprendido que la causa contiene un solo informe, inocuo y de folio y medio de extensión, del entonces recién creado CESID, el servicio de inteligencia del Ejército, a pesar de que el golpe había sido protagonizado por militares y el ruido de sables era atronador desde meses antes de que se produjera. Un dato que diría mucho de su ineficacia si no fuese porque algunos de sus mandos estaban entre los golpistas, aunque solo uno de ellos fue finalmente condenado pese a la existencia de indicios incriminatorios contra otros. Y un solo documento, también de folio y medio y tan intrascendente como el del servicio secreto militar, fue remitido al juez por los grupos de trabajo creados por el Ministerio del Interior para investigar la implicación de tramas civiles en el golpe. Unos grupos que el ministro de Defensa Alberto Oliart anunció a bombo y platillo en una sesión secreta del pleno del Congreso celebrada fechas después del asalto. Su intervención no se publicó nunca en el Boletín Oficial de las Cortes (BOC) y aún hoy es necesario pedir autorización a la Mesa de la Cámara para leer la transcripción que las taquígrafas hicieron de ella. A resguardo del secreto, el ministro aseguró a sus señorías que las fuerzas de seguridad investigaban a varios centenares de personas, civiles y militares, por su presunta implicación en los hechos, pero ni él ni Juan José Rosón, su homólogo en el Ministerio del Interior, dieron nunca cuenta del resultado de las pesquisas. Ni a sus señorías, ni al juez instructor, que tampoco se las reclamó.
El sumario contiene algo más de trescientas páginas con las transcripciones de las conversaciones telefónicas intervenidas por la Policía, y aquí el escamoteo de información alcanza cotas insuperables. Las transcripciones no están foliadas, no identifican en la mayoría de los casos a las personas que hablan, no recogen la hora en que se produjo la intervención, y aluden exclusivamente a diálogos que tuvieron lugar a partir de que el rey compareciera en televisión para condenar el asalto, a la 1.14 de la madrugada del 24 de febrero, siete horas después de que Tejero irrumpiera en el hemiciclo. El juez no las utilizó en la instrucción ni en los interrogatorios a los procesados, ni quiso saber quiénes eran sus protagonistas. Pero lo más escandaloso es que tan solo se remitieron al instructor los «pinchazos» realizados en el domicilio del teniente coronel Antonio Tejero, en el del ultraderechista Juan García Carrés, y en el de otros significados miembros del búnker franquista que conspiraban contra la democracia. De las numerosas llamadas que Tejero realizó y recibió desde y en el Congreso no hay rastro alguno en la causa. Oficialmente no se registraron, aunque el entonces delegado del Gobierno en Telefónica y ex subsecretario de Orden Público, Julio Camuñas Fernández-Luna, desveló años después que sí fueron intervenidas.
La imposibilidad de acceder a estas grabaciones impide conocer el contenido de las conversaciones que Antonio Tejero mantuvo desde el Congreso con Milans del Bosch, o de las que celebró con Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa Real. Como ignoramos de qué hablaron Milans y el general Alfonso Armada cuando este acudió al Congreso para proponerse como presidente de un gobierno de salvación nacional, y nada sabemos de las llamadas desde y hacia la Zarzuela. Conversaciones que aportarían información sustancial para conocer las implicaciones del golpe, su génesis, desarrollo y resolución.
Al silencio del Ministerio de Defensa se sumó el del Interior cuando solicité autorización para consultar la documentación sobre el 23-F generada por el gabinete del ministro Juan José Rosón y la Dirección de la Seguridad del Estado de Francisco Laína. Tras cinco meses de espera, mi petición obtuvo como respuesta un envío postal con varios recortes de prensa, una nota oficial del departamento de la época que salía al paso de una información periodística, y un comunicado de la Asociación de la Prensa de Barcelona. Tan escasa e intrascendente documentación iba acompañada de una carta firmada por el secretario general técnico del departamento que justificaba tal indigencia de datos con un acuerdo del Consejo de Ministros de 28 de noviembre de 1986 que otorgó la calificación de secreto, con carácter genérico, a la «estructura, organización, medios y procedimientos específicos de los servicios de información, así como sus fuentes y cuantas informaciones o datos puedan revelarlas». La contestación aludía también a otros acuerdos posteriores de 8 de marzo de 1986, de 16 de febrero de 1996 y de 6 de junio de 2014 para embridar cualquier intento de acceder a la documentación requerida. No solo me negaba la consulta, sino que evitaba referir de qué documentos se trataba. Todo es secreto.
La única información de relativo interés que me facilitó su Archivo General es un expediente del comandante de Infantería Ricardo Sáenz de Ynestrillas, condenado en 1978 junto al teniente coronel Tejero por su implicación en la conspiración golpista conocida como Operación Galaxia, preludio del 23-F. El documento da cuenta de su detención el 23 de junio de 1981, cuatro meses después del golpe de Estado, por un presunto delito de «formación de bandas armadas», en realidad una nueva conspiración golpista cuya investigación fue archivada sin cargos.
Los quince mil folios del sumario contienen numerosas apelaciones al patriotismo, al sacrificio personal y a la gallardía de quienes empuñaron las armas para acabar con la incipiente democracia. Ropaje dialéctico con el que los rebeldes y sus valedores intentaron minimizar sus responsabilidades y evitar su condena. Hay muy poco valor en quien pretende hacer pasar un golpe de Estado por un acto de patriotismo. Y no solo por parte de los condenados, autoconvencidos salvadores de la patria, sino también de quienes en aquellas horas inciertas esperaron a que los acontecimientos se decantaran en una u otra dirección antes de definirse. Fracasó el golpe y muchos descubrieron la democracia, como habrían perjurado de ella si este hubiese triunfado. Todos los condenados estuvieron implicados en el golpe, pero hubo otros que también lo estaban y su delito quedó impune, y muchos más que lo alentaron, promovieron y apoyaron hasta que estuvo perdido. No todos en público, sino como parte de la patulea de cínicos que rodeó el suceso.
Este libro es la crónica de una investigación sumarial que eludió ahondar en todas las implicaciones del 23-F. Es la historia de una grave dejación de funciones por parte de las autoridades de la época y de los partidos políticos que componían aquella primera legislatura de nuestra recién recuperada democracia. Es el relato de las interioridades de un proceso que no tuvo nunca el propósito de conocer toda la verdad de lo ocurrido, sino más bien de ocultarla para acusar al menor número posible de implicados y minimizar su alcance. Se limitó a indagar, juzgar y condenar lo obvio, lo que todos los españoles pudimos ver por televisión: a un atrabiliario guardia civil encaramado en la tribuna del Congreso pistola en mano gritando «¡Quieto todo el mundo!», y a los tanques de la División Maestrazgo 3 adueñándose de las calles de Valencia en un tétrico desfile. Es la radiografía de un trampantojo para construir una versión oficial que perdurase en los libros de historia. El resultado de esta farsa fue un fallo ni demasiado duro, para que el Ejército no lo considerara una afrenta, ni demasiado suave, para no alentar una segunda asonada. No se consiguió ni lo uno ni lo otro. Importantes sectores del Ejército continuaron conspirando e intentaron hacernos volver al pasado con el fallido golpe de Estado del 27 de octubre de 1982, planeado para evitar los comicios que al día siguiente dieron la victoria al PSOE.
El sumario es la pieza documental principal de esta investigación, pero no la única. He recurrido a otras fuentes en busca de documentación que contextualice y complemente el proceso judicial. Una de las más importantes ha sido el archivo personal de Alberto Oliart, que fue nombrado ministro de Defensa por el presidente Leopoldo Calvo-Sotelo tras la asonada, y como tal fue el encargado de desentrañar los meandros del golpe y conseguir que los rebeldes comparecieran ante la justicia. El fondo fue donado en abril de 2023 por su familia a la Fundación Transición Española, que preside Rafael Arias-Salgado, coetáneo de Oliart en los gobiernos de Adolfo Suárez y Calvo-Sotelo y años después ministro con José María Aznar. Constituida en 2007 para fomentar el conocimiento de aquella etapa de nuestra historia, sus responsables expurgaron parte de la documentación cedida sobre el golpe de Estado a espaldas de la familia Oliart, sustrayéndola del conocimiento público, pero, aun así, los hallazgos han sido numerosos e interesantes.
Menos suerte tuve con la familia de Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado y presidente de facto del Gobierno en las dieciocho horas que duró el asalto al Congreso, quien durante años anunció que estaba escribiendo un libro con su verdad sobre lo ocurrido y nunca vio la luz. Su segunda mujer y una de las dos hijas de su primer matrimonio rehusaron que consultara sus notas —aseguran que no escribió ningún libro— y que escuchara las cintas con las conversaciones intervenidas la noche del golpe que no se remitieron al juez y obran en su poder. Lo hacen, dicen, para preservar la memoria de su marido y padre.
En otra fundación, la Pablo Iglesias, accedí a las actas de las reuniones de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE de aquellos años, testimonio notarial de la estrategia del entonces principal partido de la oposición, que en los meses previos al golpe se sumó a las maniobras conspirativas del sector crítico de UCD para derrocar a Adolfo Suárez, sin importarle si su obsesión por alcanzar el poder en un momento de máxima inestabilidad podía conducir al prematuro fracaso del proceso democrático.
He recurrido también a los libros autobiográficos escritos por los protagonistas, unos prolijos y otros sucintos cuando hablan del golpe de Estado, y a las entrevistas que concedieron a la prensa años después del suceso. Y resulta revelador descubrir cómo el paso del tiempo relaja el relato de quienes ayer guardaron silencio o mintieron de manera deliberada, y muchos años después, despojados de responsabilidades públicas y en el declinar de su vida, se atrevieron a contar lo que entonces callaron. Enfrentar estos testimonios con las manifestaciones que hicieron durante la instrucción de la causa resulta esclarecedor del engaño a que se condenó, y aún se condena, a la opinión pública.
Discurren por la tramoya del golpe numerosos personajes que pueden provocar en el lector algo de confusión, y tal vez aturdimiento. Despreocúpese de intentar recordarlos a todos, no es necesario. Si no me he limitado a los grandes protagonistas es porque creo que la historia la hacen también personajes anónimos, incluso anodinos, y he creído oportuno que los conozcan. Son tantos los intérpretes secundarios que intervienen en este drama de aire bufo que me he visto obligado a recurrir a notas a pie de página con mayor profusión de la deseada, y pido disculpas al lector por las incomodidades que puedan ocasionarle. Mi recomendación es que eluda dichas referencias, y que solo si lo que acaba de leer le resulta increíble o sorprendente recurra a ellas para verificar su procedencia. Soy consciente de que tanta acotación no le sienta bien a un texto que pretende ser divulgativo sin renunciar al rigor, pero conviene extremar la precisión cuando el asunto es tan grave y complejo. Los hechos que cito están documentados, y los testimonios, ciertos o falsos, eso ya depende de sus autores, figuran recogidos en acta.
Concluyo este prefacio dejando constancia de que más de cuarenta años después del 23-F la ley del silencio impuesta desde el Estado nos sigue imposibilitando conocer todo lo que pasó. Como dejó escrito uno de los rehenes aquella noche, el diputado socialista Pablo Castellano: «Es una prueba de inmadurez democrática el que a estas alturas no haya valor ni responsabilidad para hacer la luz total sobre este importantísimo hecho. Explicar [lo ocurrido] es el mínimo derecho de un pueblo que una noche se vio golpeado por unas dramáticas escenas, que no puede conformarse con un posterior juicio hábilmente realizado no para averiguar, sino para ocultar, como tantos otros que se encuentran en la historia judicial».[2]
El golpe sigue siendo hoy un suceso acotado al conocimiento exclusivo de un Estado que con su proceder reduce a los ciudadanos a la condición de vasallos, sin capacidad para discernir entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, necesitados de una élite que decida por ellos lo que pueden y les conviene saber y lo que no. Los documentos inéditos de este libro demuestran que la investigación del 23-F estuvo viciada de origen, que hubo pistas que se ignoraron, indicios que se descartaron y pruebas que se ocultaron. En definitiva, revela lo que no se quiso investigar del golpe de Estado y arroja luz sobre un acontecimiento que, pese al tiempo transcurrido, sigue sometido al secreto institucional.
1
La conspiración permanente
De aquellos polvos, estos lodos
El golpe de Estado del 23-F no fue un suceso puntual, aislado, sino el resultado de una conspiración permanente que arranca tras la muerte de Franco y alcanza su culmen con el asalto al Congreso de los Diputados por más de cuatro centenares de guardias civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina. La España de 1975, próxima ya la muerte del dictador, era una anomalía política en Europa: la única dictadura que permanecía en pie. La Revolución de los Claveles de abril de 1974 en Portugal había derrocado la tiranía de Oliveira Salazar, que se prolongaba cuarenta y ocho años en la persona de Marcelo Caetano, y unos meses después, en julio, caía en Grecia la dictadura de los Coroneles impuesta siete años antes con un golpe militar liderado por el coronel Georgios Papadopoulos. Ambos acontecimientos, pero sobre todo el primero, impactaron con fuerza en nuestro país, donde las élites política, económica y militar asistían con temor al progresivo deterioro físico del jefe del Estado. El caudillo no era inmortal y se hacía imprescindible preparar su sucesión con una apertura política controlada que nos homologara, al menos en apariencia, con nuestros vecinos europeos.
A diferencia de Portugal y Grecia, donde los tiranos fueron depuestos, en España el dictador murió en la cama y sus valedores se dividieron entre quienes apostaban por la evolución tutelada del régimen, los aperturistas, y quienes aspiraban al continuismo de un franquismo sin Franco, el búnker. La oposición democrática, todavía clandestina, exigía sin éxito la ruptura con las instituciones del antiguo régimen. La muerte del dictador en noviembre de 1975 dio paso al primer Gobierno de la monarquía, restaurada en la persona de Juan Carlos de Borbón, a quien Franco había designado en 1969 su sucesor al frente de la Jefatura del Estado a título de rey. Para ese primer Ejecutivo de continuidad el monarca confirmó en la presidencia a Carlos Arias Navarro, que ya lo era desde 1973, que mantuvo inalterable la estructura de un gabinete integrado por veintidós ministros, cuatro de ellos tenientes generales: Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil como vicepresidente primero para Asuntos de Defensa; Félix Álvarez-Arenas Pacheco al frente del Ministerio del Ejército; el almirante Gabriel Pita da Veiga y Sanz como ministro de Marina, y Carlos Franco Iribarnegaray en el Ministerio del Aire. cuatro militares que se habían sublevado contra la Segunda República, eran declarados antidemócratas, defendían a ultranza la memoria y la obra del caudillo, y consideraban al Ejército el garante último del devenir político de España.
Este primer Gobierno de la monarquía tuvo una vida efímera, hasta el 1 julio de 1976, cuando el rey forzó la dimisión de Arias Navarro. El Consejo del Reino, el órgano de asesoramiento del jefe del Estado, que presidía Torcuato Fernández-Miranda, propuso al monarca una terna de candidatos para que eligiera a un sustituto entre Adolfo Suárez, entonces ministro secretario general del Movimiento, Federico Silva Muñoz, exministro de Obras Públicas con Franco y en ese momento presidente de CAMPSA, y Gregorio López Bravo, exministro franquista de Industria y de Asuntos Exteriores y entonces procurador en Cortes. Dos días después, el soberano designó como presidente a Suárez, de quien diría que lo eligió «porque era un hombre joven y moderno, procedía del franquismo y no era sospechoso de pretender cambios demasiado radicales, inaceptables para ciertos sectores de nuestra sociedad».[3] El nuevo presidente formó su primer gabinete con profesionales que habían desarrollado su carrera como altos cargos de la Administración Pública durante la dictadura (se les denominó despectivamente como el gobierno de los penenes, en alusión a los profesores no numerarios o temporales), en el que predominaban los democristianos, con Alfonso Osorio al frente como vicepresidente segundo.
Este primer Ejecutivo asumió la responsabilidad de desmantelar el sistema político de la dictadura desde la legalidad franquista con la Ley para la Reforma Política, que derogaba los Principios Fundamentales del Movimiento como paso previo a la convocatoria de las primeras elecciones democráticas. Así lo explicó el propio Suárez en una alocución televisiva tres días después de su designación: «El Gobierno que voy a presidir no representa opciones de partido, sino que se constituirá en gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos. La meta es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles».[4] La convocatoria electoral llevaba implícita la legalización previa de los partidos políticos, con dudas iniciales sobre si entre ellos debía figurar el PCE, por cuanto representaba al enemigo derrotado en la Guerra Civil por quienes en ese momento ocupaban la cúpula militar. Su legitimación el 9 de abril de 1977, noche de Sábado Santo, que pasó a ser conocido como «Sábado Santo Rojo», fue recibida como una afrenta por el Ejército y sus representantes en el Gobierno, los cuatro tenientes generales designados por Arias Navarro a los que Suárez decidió mantener para trasladar al estamento militar un mensaje de continuidad.
El primer gabinete de Adolfo Suárez tuvo también una vida fugaz, un año, hasta la celebración el 15 de junio de 1977 de los primeros comicios democráticos desde los tiempos de la Segunda República. Para entonces, dos de los cuatro ministros militares del Gobierno habían dimitido por discrepancias con el rumbo político adoptado por el presidente. El primero en hacerlo, en septiembre de 1976, fue el teniente general y vicepresidente primero para Asuntos de la Defensa Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil, en desacuerdo con el decreto ley de amnistía aprobado en julio para los presos encarcelados por delitos políticos y de opinión y el proyecto de reforma sindical que preveía la legalización de los sindicatos. Su jefe de Gabinete era el general jurídico militar Federico Trillo-Figueroa y Vázquez, padre del político del mismo nombre que entre 2000 y 2004 fue ministro de Defensa del presidente José María Aznar. Un texto mecanografiado consultado en el archivo personal de Alberto Oliart asegura que influyó poderosamente en la oposición de De Santiago a la Ley de Libertad Sindical: «Su talante político es muy afín a posiciones ultraderechistas —recoge el documento—,[5] y aun cuando mantiene cierta reserva, continúa vinculado al general».
Tras su salida, De Santiago dirigió una carta a sus compañeros militares que motivó que el Gobierno decidiera su paso a la reserva. El teniente general sería años después uno de los agitadores del 23-F, aunque nunca fue imputado en la causa. Dos semanas antes del golpe publicó un artículo en el diario ultraderechista El Alcázar con el título «Situación límite», en el que calificaba de «estado de descomposición» la situación del país y llamaba a «salvar España» como ya habían hecho otros «en situaciones parecidas», en referencia, sin citarlo, al golpe de Estado de julio de 1936. Suárez nombró en su lugar al también teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, otro general que había luchado en el bando franquista durante la contienda civil, pero que apostaba por una reforma a fondo del Ejército que lo supeditara al poder civil.
Meses después, en abril de 1977, dimitió el almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, en su caso como protesta por la legalización del PCE, a quien estuvieron a punto de acompañarle algunos ministros civiles, disconformes con una decisión que el presidente no les consultó. El dimisionario fue sustituido por el general en la reserva Pascual Pery, a quien el Gobierno tuvo que recurrir ante la imposibilidad de encontrar a un militar en activo que estuviera dispuesto a asumir el cargo. Pery era amigo de Gutiérrez Mellado, que avaló su nombramiento convencido de que no se opondría a los cambios que exigía la recuperación de la democracia. Conviene detenerse en un incidente ocurrido en su toma de posesión en el Palacio de la Zarzuela, que resulta revelador del ambiente que se vivía en el Ejército. Los protagonistas fueron Leopoldo Calvo-Sotelo, entonces ministro de Obras Públicas, y el general Alfonso Armada, secretario general de la Casa del Rey.
«Me lo habían presentado tiempo atrás [a Armada] y lo veía con frecuencia en mis visitas a la Zarzuela —cuenta Calvo-Sotelo en sus memorias—.[6] Aquel día me tomó del brazo y me empezó a hablar sobre la situación creada por la legalización del PCE. Armada me fue refiriendo el disgusto de sus compañeros de armas en un tono animado, al principio, y vehemente, después. El descontento militar había llegado a un punto peligroso en el que todo era posible. Cuando le dije que la información del Gobierno coincidía con la suya en cuanto al malestar en los cuartos de banderas, pero no en cuanto a que estuvieran en juego la lealtad y la disciplina de las Fuerzas Armadas, el tono de Armada pasó de la vehemencia a la irritación: “¡No hay nada tan grave como subestimar la gravedad misma de los hechos! Me estremece la poca información que tenéis. Se puede hacer cualquier cosa con las bayonetas menos sentarse encima. Del Gobierno será la responsabilidad de lo que suceda”». Calvo-Sotelo y Armada no volverían a cruzarse hasta la mañana del 24 de febrero de 1981, recién fracasada la asonada, con el primero a una jornada de ser investido presidente del Gobierno y el segundo a unas horas de ser detenido por su implicación en los hechos.
Pero volvamos al relato cronológico tras este inciso. Las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 dieron la victoria a la plataforma creada por Suárez para conducir la reforma política bajo las siglas de Unión de Centro Democrático (UCD), que aglutinaba a numerosos partidos liberales, democristianos, socialdemócratas y personas procedentes del franquismo, los denominados azules o falangistas. UCD obtuvo 165 diputados y el PSOE, con 118, se convirtió en el principal partido de la oposición. El PCE, que había liderado la lucha contra la dictadura, obtuvo tan solo 18 representantes, dos más que la Alianza Popular (AP) de Manuel Fraga, una federación de siete asociaciones abanderadas por exministros de Franco.[7] Esa era la configuración del Parlamento en el arranque de la legislatura constituyente, la que debía aprobar una Constitución, la ley de leyes, para consolidar la nueva etapa democrática. Para lograrlo se abrió un periodo de consenso, de acuerdo entre diferentes, en el afán común de dotar al país de unas reglas del juego político asumibles por todos. La consecución de ese mínimo común denominador obligó a muchas renuncias, sobre todo a la izquierda, que venía de cuarenta años de clandestinidad durante la dictadura.
El malestar de la jerarquía militar con el avance de las reformas iba en aumento, y en septiembre de 1977 un grupo de mandos se reunió en la localidad alicantina de Játiva para debatir la posibilidad de dar un golpe de Estado que recondujera el proceso democrático en marcha. Entre los asistentes estaban los dimisionarios Fernando de Santiago y Pita da Veiga, los exministros del Ejército con Franco, tenientes generales Antonio Barroso Castillo y Félix Álvarez-Arenas, y los generales Ángel Campano, que desde enero de ese año estaba al frente de la VII Región Militar (Valladolid); Mateo Prada Canillas, capitán general de la VI Región Militar (Burgos); Francisco Coloma Gallegos, capitán general de la IV Región Militar (Barcelona) y Jaime Milans del Bosch, al mando de la III Región Militar (Valencia). Los confabulados acordaron iniciar «una acción respetuosa cerca del rey en la que, a la par de que se le reitere la fidelidad del Ejército, instarle, ante la grave situación presente, a cambiar el Gobierno por otro más fuerte, totalmente apolítico, encabezado por un teniente general y con la presencia en el mismo de representantes cualificados de los tres ejércitos».[8]
Al malestar de la cúpula del Ejército por los cambios que impulsaba el proceso democrático se unió el de los empresarios, liderados por Carlos Ferrer Salat, impulsor y entonces presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), que se oponían a cualquier cambio en la legislación laboral que supusiera que los trabajadores tuvieran voz y, sobre todo, capacidad real de negociar mejoras gracias al reconocimiento del derecho de huelga. La patronal perdía los privilegios de que había disfrutado durante la dictadura y su inicial apoyo a UCD se fue decantando hacia Alianza Popular (AP), que entendió defendería mejor sus regalías. Leopoldo Calvo-Sotelo describe así en sus memorias al empresariado de esos primeros años de la Transición: «Siendo ministro de Comercio ya había percibido claramente esa ambigüedad típica del empresario, que pide libertad cuando es fuerte, o intervención cuando es débil o habla de su caso. Yo mismo había participado en ese doble juego mientras fui, en los años buenos, consejero delegado de Explosivos, ganando para la empresa un montón de dinero, pero no llegué a ser plenamente consciente de la doblez hasta que pasé del sector privado al público en diciembre de 1975». Para intentar acercar posiciones y evitar la ruptura, Suárez dio entrada en su Gobierno como ministro de Industria y Energía a un destacado dirigente empresarial: Agustín Rodríguez Sahagún, que militaba en UCD desde hacía poco más de un año y había promovido y presidido la Confederación Española de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME).
A los empresarios y los militares en desacuerdo con el alcance del proceso de democratización se unieron los políticos de AP y de la propia UCD que no se identificaban con la dirección que el presidente había marcado a su Gobierno, quienes comenzaron a reunirse en el otoño de 1977 para conspirar en su contra. El promotor de los encuentros fue el periodista Luis María Anson, que desde septiembre de 1976 presidía la Agencia EFE y que, como sus contertulios, estaba convencido de que el presidente Suárez estaba llevando la apertura política demasiado lejos y era necesario rectificar su rumbo por el bien del país. «Hacíamos tres comidas al mes —contó Anson al periodista Francisco Medina—,[9] pero además de estas comidas, más públicas, con asistencia de redactores de la propia agencia y varios invitados en cada una de ellas, había otras más reducidas, a veces de tan solo tres o cuatro comensales y, más adelante, otras de un grupo muy selecto, apenas una docena de personas, en las que los análisis se centraban en la vida política española».
En una de estas comidas, celebrada el 10 de octubre de 1977, tras una exposición sobre la situación del país, Anson dijo lo siguiente: «Nadie desea, y el Ejército pensamos que menos que nadie, en dar un golpe de Estado. Pero lo que sí es evidente es que hay que buscar una solución que nos permita salir de la crisis en que nos encontramos». El periodista defendió que el único que podía tomar las medidas necesarias para evitar el caos era el rey con el apoyo del Ejército, y concluyó proponiendo un plan: «Un domingo es citado el presidente del Gobierno para que presente su dimisión, acto seguido se reúne el Consejo del Reino para proponer un nuevo presidente. En el BOE del lunes se publican los ceses, el nombramiento del nuevo presidente y se declara el estado de excepción. El presidente debería ser un técnico sin compromisos con ningún partido político […]. Su misión principal sería restablecer la autoridad y resolver la crisis económica».[10] En aquel momento la Constitución aún no había sido aprobada y el rey mantenía intacto el poder omnímodo heredado de Franco que le permitía destituir al presidente del Gobierno cuando creyera oportuno.
Anson consideraba urgente la solución y sugirió que la fecha más adecuada para llevar a cabo el plan eran las navidades de ese año: «En este plan el Ejército no sufriría ningún desgaste, ya que no aparecería en la operación en ningún momento. Su papel está en respaldar a la monarquía en sus decisiones y hacer que estas sean respetadas. Esta situación podría prolongarse durante dos años, para después convocar nuevas elecciones y restablecer la normalidad de forma paulatina». Tras el cese de Suárez a iniciativa del rey, la idea era constituir un Gobierno de concentración nacional presidido por uno de estos cuatro candidatos: Gregorio López Bravo, exministro de Industria y de Asuntos Exteriores durante la dictadura, que había formado parte de la terna presentada al rey tras el cese de Arias Navarro; Juan Miguel Villar Mir, empresario y exministro de Hacienda en el primer Gobierno de Arias Navarro; Alfonso Escámez, presidente del Banco Central, y Carlos Pérez de Bricio, exministro de Industria con Arias Navarro y con Adolfo Suárez.
Pero aquellas navidades no pasó nada y la legislatura tocó a su fin un año después con la aprobación de la Constitución el 31 de octubre de 1978, que enterraba definitivamente el régimen de Franco. La Carta Magna arrebataba al monarca la facultad de quitar y poner presidentes del Gobierno y el proyecto de Anson quedó descartado. Dos semanas más tarde, el 11 de noviembre, se abortó un primer intento de golpe de Estado previsto para días después con la toma del Palacio de la Moncloa y el secuestro del Gobierno aprovechando la reunión del Consejo de Ministros, tras el cual los rebeldes instarían al rey a nombrar un gobierno de salvación nacional. La conocida como Operación Galaxia, por el nombre de la cafetería en la que se reunían los conspiradores, se saldó con una levísima condena de siete y seis meses de prisión a sus promotores, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina y el capitán de la Policía Nacional Ricardo Sáenz de Ynestrillas, que en la vista oral celebrada en mayo de 1980 afirmaron que el plan era una mera «discusión teórica sobre la posibilidad de dar un golpe de Estado».
Fracasada esta primera asonada, la Carta Magna fue ratificada en referéndum el 6 de diciembre y sancionada por el monarca ante las Cortes Generales el día 27 de ese mismo mes. La legislatura constituyente concluyó con la disolución de las Cámaras y la convocatoria de las segundas elecciones generales de la democracia para el 1 de marzo de 1979, cuyos resultados fueron similares a los registrados en 1977. Venció UCD, que obtuvo 168 escaños, tres más que en los anteriores comicios, y el PSOE se consolidó como la segunda fuerza política con 121 diputados, también tres escaños más. El PCE mejoró ligeramente sus resultados al pasar de 20 a 23 representantes, y la Coalición Democrática, nombre bajo el que se presentó la Alianza Popular (AP) de Manuel Fraga coaligado con otros partidos, perdió seis diputados y se quedó en 10. La extrema derecha, que concurría por primera vez en solitario bajo las siglas de Unión Nacional, logró un único representante en la persona de Blas Piñar, presidente de Fuerza Nueva.
La legislatura debía poner en marcha las nuevas instituciones del sistema político previsto en la Constitución y llevar a cabo el desarrollo normativo que diera cuerpo legal a la naciente democracia. El escenario parlamentario era muy similar al de 1977, pero el consenso de la etapa previa dio paso a la confrontación. El Gobierno remitió al Congreso de los Diputados para su aprobación proyectos de ley tan importantes como el Estatuto de los Trabajadores, la Ley de Regulación de la Huelga, la de Libertad Religiosa, y las de Defensa, Sanidad, Autonomía Universitaria y el nuevo Código Penal, e inició el desarrollo del Estado de las autonomías con la aprobación y el refrendo popular de los estatutos vasco y catalán. La consolidación de la democracia avanzaba y con ella crecía aún más el malestar de los sectores más inmovilistas de la sociedad y del Ejército.
Luis María Anson recuperó su actividad conspirativa contra el presidente Suárez y la que entendía era una política de centroizquierda del Gobierno. Los encuentros con los líderes empresariales se sucedieron y en ellos empezó a hablarse de una alternativa al plan anterior, en el que, como ya no era posible que el rey destituyera a Suárez, se hacía necesario forzar su dimisión o presentar una moción de censura para ir a un gobierno de concentración integrado por personalidades independientes de prestigio. Carlos Pérez de Bricio, empresario y ministro con Arias Navarro y Suárez, que había figurado en las quinielas de presindenciables, el banquero Carlos March Delgado, los políticos centristas Arturo Moya y Rafael Orbe, Carlos Ferrer Salat y José Joaquín Puig de la Bellacasa, secretario particular del rey hasta 1976, fueron algunos de los participantes en estos nuevos reencuentros promovidos por el presidente de la Agencia EFE, a algunos de los cuales fueron invitados miembros del CESID para que nadie pudiera calificarlos de clandestinos y, de paso, para que trasladaran lo que allí se hablaba, como desvelaría años después uno de los asistentes, el general Juan María de Peñaranda.[11]
El objetivo prioritario era sustituir a Suárez al frente del Ejecutivo, aunque los conspiradores se permitían también señalar a las personas que, en su opinión, debían formar parte del futuro gobierno de salvación, entre los que figuraban algunos de ellos. El nombre de Alfonso Armada, secretario general de la Casa del Rey, comenzó entonces a ser citado como candidato a la Presidencia del Gobierno en los cenáculos políticos y periodísticos, y el aludido se dejó querer. La Operación Golpe de timón, como fue conocida en el CESID, terminó por costarle el puesto al director del centro, el general José María Bourgón, que fue sustituido en agosto de 1979 por el también general Gerardo Mariñas, hasta entonces gobernador militar de A Coruña, quien estuvo al frente del servicio de inteligencia militar hasta septiembre de 1980, fecha en que fue destinado a Ceuta como comandante general. Le sustituyó de manera interina el coronel Narciso Carreras, que aguardaba a que le nombraran un superior cuando se produjo el golpe de Estado del 23-F.
Como curiosidad, decir que uno de los personajes que se inclinaban por la fórmula de un gobierno de salvación nacional presidido por un militar era un jovencísimo Juan Rosell, de veintidós años, que muchos años después, en 2010, sería elegido presidente de la CEOE, al frente de la cual estuvo siete años. Rosell era por entonces uno de los promotores del partido Solidaritat Catalana (SC), muy próximo ideológicamente a Alianza Popular (AP), que se constituyó en febrero de 1980 para concurrir a las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña de marzo de ese mismo año y que, tras cosechar un estrepitoso fracaso y ningún diputado, se disolvió y la mayoría de sus militantes se integraron en la formación de Manuel Fraga. El joven Rosell expuso su propuesta política en un libro titulado España en dirección equivocada, con el interminable subtítulo de Una visión de los problemas y posibles soluciones de España desde una perspectiva moderada y reformista, en el que afirmaba que las soluciones a los problemas de España pasaban por «un Gobierno no socialista que podría estar capitaneado por una personalidad independiente, incluso un militar, con el suficiente carisma y personalidad…», y ponía como ejemplo al general De Gaulle, a quien en 1958 la Asamblea Nacional francesa dio plenos poderes durante seis meses para la recuperación nacional y evitar así un golpe de Estado. «El actual Gobierno ha agotado sus recursos para dirigir el cambio político —sentenciaba enfático—. […] La solución antes apuntada es excepcional, pero, creo, es la única posible. El actual despropósito nacional no puede seguir. Es preciso estabilizar el país, y no hay otra fórmula que esta: una salida constitucional, tipo De Gaulle. Una nueva equivocación sería mortal». Un anticipo de lo que sería la Operación Armada para llevar al general golpista a la Presidencia del Gobierno.
Conjuras militares y empresariales al margen, Suárez se embarcó en 1977 en la compleja tarea de transformar la coalición de partidos que tan buenos réditos electorales le había proporcionado, la UCD, en un partido unitario previa disolución de las formaciones que la integraban. El partido fue inscrito el 4 de agosto de 1977 y las formaciones que componían la coalición se disolvieron en diciembre de ese mismo año, no sin rivalizar por el peso que cada una de ellas debía tener en la nueva formación, y, en el caso de Ignacio Camuñas, líder del Partido Demócrata Popular (PDP), con su dimisión como ministro de Relaciones con las Cortes. La pretendida unidad no llegó a ser nunca tal y las diferencias ideológicas comenzaron a enfrentar a los distintos sectores del partido con el Gobierno por algunas de sus reformas, que para algunos iban más allá de lo permisible, como era el caso de la Ley del Divorcio promovida por los socialdemócratas de Fernández Ordóñez a la que se oponían los democristianos. La pugna por el control interno de UCD y el paulatino distanciamiento de algunas de sus facciones con el presidente llevó a plantear por primera vez la sustitución de Adolfo Suárez al frente del Gobierno. «Fue una convivencia en la que el pegamento de unión era el poder —explica Alfonso Osorio—.[12] En el momento en que este se resquebrajó, se alejó, el pegamento dejó de cumplir su función y el invento saltó hecho pedazos […]. Ese intento de unificar en una sola formación política corrientes ideológicas distintas era una auténtica bomba de relojería que terminó por explosionar».
A la inestabilidad política del Gobierno Suárez por las luchas internas en su partido se añadió la ambición del PSOE, que, consciente de la debilidad del Ejecutivo, atisbó la posibilidad de alcanzar el poder antes de lo previsto. El primer paso fue la presentación de una moción de censura en mayo de 1980 que, aunque sabía perdida de antemano, tuvo un enorme coste político para el presidente. El extraordinariamente duro texto de la moción consideraba probada «la incapacidad del presidente Suárez y su Gobierno para dirigir los destinos de la nación española». Un documento interno de la Ejecutiva socialista[13] elaborado en las fechas previas a la censura parlamentaria revela el objetivo que pretendía: «Hay que partir del hecho de que numéricamente no vamos a ganar la moción, [pero se trata de] debilitar a UCD […] invalidando a Suárez como líder y gobernante, agravando sus contradicciones internas», y, de paso, consolidar la imagen del PSOE como alternativa viable. «Considerando que no vamos a ganar —recoge el texto—, nos podemos permitir una cierta dosis de electoralismo en las ofertas».
Los socialistas acordaron que su vicesecretario general, Alfonso Guerra, centrase su intervención en la descalificación del presidente, acusándole de tener miedo a la democracia y al parlamentarismo, hasta el punto de afirmar que había llegado «al tope del grado de democracia que es capaz de administrar. Suárez ya no soporta más democracia. Cualquier avance democrático exige la sustitución de Suárez». A Felipe González, candidato a la Presidencia del Gobierno, los ideólogos de la censura le reservaron un papel mucho más amable: la explicación del «proyecto global del PSOE […] como un proyecto de avance democrático y de racionalización de la política de gobierno». El documento de la Ejecutiva recomendaba que el candidato adoptase en su exposición un tono «seguro, esperanzado y no agresivo», y que utilizase «en alguna ocasión, sin pasarse, algunos tecnicismos económicos o sociológicos para dar imagen de preparación técnica». La moción de censura se saldó con 152 votos a favor, 166 en contra, 21 abstenciones y 11 ausencias.
Pese a la derrota parlamentaria de la iniciativa socialista, el presidente Suárez se sometió cuatro meses después, el 16 de septiembre, a una cuestión de confianza sobre su gestión que, de no haber prosperado, habría supuesto su dimisión. Buscaba con ella obligar a su grupo parlamentario, en el que estaban sus principales enemigos, a hacer público su apoyo o a retirárselo y forzar un adelanto electoral. Su apuesta salió victoriosa con una amplia mayoría absoluta de 180 votos: los de su propio partido pese a las intrigas internas, los de los nacionalistas de Convergencia i Unió (CiU), con Miquel Roca al frente, y el Partido Socialista de Andalucía (PSA) de Alejandro Rojas-Marcos. Su triunfo parlamentario no impidió que los críticos de UCD continuasen conspirando durante los siguientes meses para conseguir su caída con una segunda moción de censura pactada con los socialistas para la primavera de 1981.
Los enemigos internos del presidente querían un gobierno de gestión que podía presidir Alfonso Osorio, que ya había abandonado UCD para integrarse en la Coalición Democrática (CD) liderada por Manuel Fraga. Osorio reunía para quienes apoyaban su candidatura unas cualidades imbatibles: era un político de la confianza del rey y contaba con el apoyo de importantes secto