Prólogo
Construcciones, formaciones y descubrimientos arqueológicos inexplicables, ciudades y culturas descritas en la literatura clásica y cuya ubicación geográfica sigue siendo una incógnita. Períodos indocumentados y personajes alrededor de los cuales existen dudas razonables sobre las que abundan versiones basadas en la imaginación. Todos estos temas componen la esencia de este volumen de Los grandes misterios de la Historia.
¿Cómo podemos explicar los ciento cincuenta kilómetros cuadrados de increíble precisión geométrica en los geoglifos conocidos como las líneas de Nazca? ¿O Stonehenge? ¿Dónde estuvo Jesús durante los cuarenta días que desapareció?
Tratar de encontrar el significado y la función de inmensas estructuras de piedra, de formaciones aparentemente generadas por la propia naturaleza, o de construcciones realizadas con absoluta precisión, con materiales que se encuentran a cientos de kilómetros, alzados y colocados sin ayuda de maquinaria alguna, sigue siendo el desafío de historiadores, científicos y visitantes. La falta de una explicación racional fomenta el desarrollo de ingeniosas teorías, algunas de las cuales, siendo producto de una desbordante imaginación, se presentan rodeadas de un marco científico que logra confundir, aunque sólo sea temporalmente, a aquellos inquietos por conseguir respuestas.
Seres de otros planetas, viajes al pasado de personas de un futuro aún lejano, intercesión divina, esoterismo, complots internacionales, asesinatos… sirven para intentar explicar cuestiones que no somos capaces de entender.
En este libro pretendemos completar con temas diferentes el volumen publicado en 2008 y que a día de hoy cuenta con más de diez ediciones. Este segundo volumen de Los grandes misterios de la Historia está dedicado a las más de cien mil personas que han leído el primer volumen, en quienes esperamos volver a despertar su curiosidad y la inquietud por conocer y aprender, preguntarse y profundizar.
Mi agradecimiento a Penguin Random House, por publicar el sexto libro de canal HISTORIA, y en particular a Alberto Marcos, por confiar en nuestra marca y continuar apoyándonos en esta idea de llevar la televisión al papel. Como siempre, mi agradecimiento a Esther Vivas por ser el alma que se halla detrás de estas ideas, y por último a Raquel Martín y a Antonio Lerma, por el trabajo minucioso en la preparación de este libro.
Los misterios de la Historia siguen sin estar resueltos. En este libro el lector conocerá las diferentes teorías que se han generado en torno a algunos acontecimientos, para poder así perfilar una idea sobre el punto de vista con el que prefiere coincidir. Es posible que algún día historiadores, arqueólogos y la comunidad científica consigan descifrar estos misterios que nos rodean. Mientras tanto, deseo al lector que la curiosidad y la sorpresa sigan inspirándonos.
Muchas gracias por vernos y leernos.
Dra. CAROLINA GODAYOL DISARIO,
directora general de
The History Channel Iberia
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Las líneas de Nazca: desafío desde el pasado
El desierto de Nazca es una inmensa extensión árida atrapada entre el océano Pacífico y las estribaciones occidentales de los Andes al sur del Perú. Nadie, absolutamente nadie habría afirmado hace cien años que en esa gran planicie desértica se encontrase nada de interés, pero de manera sorpresiva se ha convertido en el escenario de uno de los descubrimientos arqueológicos más deslumbrantes del siglo XX. En su vasto territorio se hallaron a finales de la década de los veinte unos inmensos grabados sobre la superficie terrestre, como si se hubiese usado el suelo del desierto a modo de un gigantesco lienzo en el que un pintor desconocido había representado con consumada perfección formas geométricas, complejos diagramas lineales, figuras animales e incluso representaciones humanas. Todos ellos de unas dimensiones colosales, verdaderamente sobrehumanas. De inmediato los estudiosos de todo el mundo se pusieron manos a la obra para explorar la zona e intentar desentrañar el misterio del significado de aquellos dibujos y de sus autores, de los que se desconocía prácticamente todo. Décadas después, las líneas de Nazca continúan escurriéndose a las interpretaciones de los expertos de todas las disciplinas que se han acercado a ellas: arqueólogos, matemáticos, astrónomos, historiadores… La lista es interminable. Incluso especialistas de disciplinas no académicas, como parapsicólogos y ufólogos, han hecho de este desierto peruano uno de sus laboratorios predilectos para poner a prueba todo tipo de teorías. Ninguno de ellos ha podido resistirse a aportar algo de luz a la cuestión. Pero acercarse a Nazca es aproximarse a uno de los interrogantes más importantes de la arqueología del siglo XX, que todavía hoy sigue poniendo a prueba la capacidad del intelecto para encontrar una explicación.
En el sur de Perú, a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Lima, se encuentra la pequeña población de Nazca (o Nasca, como la llaman sus habitantes). Hoy en día la localidad es uno de los centros de peregrinación turística más animados del país, adonde asisten diariamente cientos de personas de todo el mundo para contemplar una de las expresiones artísticas más desconcertantes de todos los tiempos. Entre los viajeros que acuden a este apartado rincón del planeta se encuentran multitud de científicos de disciplinas tan dispares como la física y la arqueología, así como muchos seguidores de la espiritualidad new age y el esoterismo, deseosos de vivir una experiencia mística que les permita conectar con la sabiduría ancestral de un pueblo precolombino del que se conoce muy poco. El foco de interés no es la población, sino las extensiones desérticas que se encuentran a pocos kilómetros al oeste, las célebres líneas de Nazca, unos gigantescos diagramas realizados en el suelo desértico varios siglos atrás, aunque muchos de ellos han permanecido ocultos a la mirada del hombre corriente. En un giro trágico del destino este lugar pasó del más absoluto olvido a la fama internacional gracias a un hallazgo quizá fortuito pero que no se podría haber producido con anterioridad. Un descubrimiento que necesitó de la moderna tecnología industrial para salir a la luz.
EL PASADO A VISTA DE PÁJARO
En 1927 el arqueólogo peruano Toribio Mejía Xesspe, que trabajaba con el eminente Julio César Tello (que hoy está considerado como el padre de la arqueología peruana), recorría los valles aluviales de los Andes del sur de Perú con el propósito de encontrar posibles emplazamientos para futuras misiones arqueológicas. Mejía y Tello se hallaban inmersos en una gran campaña para explorar el país en busca de yacimientos que permitiesen documentar mejor las culturas prehispánicas anteriores al Imperio inca, ya que se sabía menos de ellas y sospechaban que su conocimiento era indispensable para arrojar luz a algunos de los misterios que todavía escondía aquella gran civilización. Mejía llegó a Nazca en una misión de exploración cuyo objetivo principal eran las estribaciones de la gran cadena montañosa, pero entonces reparó en una anomalía situada no en las montañas, sino en el gran desierto que separaba el lugar del océano: desde cierta altura se apreciaban grandes líneas en la superficie terrestre y lo que parecían ser enormes extensiones de terreno despejado que a la fuerza tenían que haber sido fruto de la actividad humana.
Con anterioridad a la llegada de Mejía sólo los descubridores españoles se habían percatado de la presencia de estos diseños. El conquistador español Pedro Cieza de León, que publicó Crónica del Perú en 1553, mencionaba que en la región de Nazca había señales trazadas en el suelo, marcas realizadas por los pueblos anteriores a la conquista que resultaban visibles desde las elevaciones cercanas. Poco después, en 1568, Luis Monzón (el corregidor de las provincias de Rucanas y Soras) apuntó que aquellos trazados debían haber servido como carreteras. Pero no fue hasta cuatro siglos más tarde cuando se pudo apreciar la auténtica dimensión de lo que había grabado en el suelo del desierto. Tras percatarse Mejía de lo mismo que Cieza casi cuatrocientos años antes, fue el uso de la exploración aérea lo que abrió sus ojos y los del mundo. Desde el aire se podía avistar sin dificultad la vasta superficie de 150 kilómetros cuadrados en los que han aparecido marcas, aunque la mayoría de los dibujos se concentran en apenas veinte kilómetros cuadrados. Pero no fue hasta la llegada en 1939 de un nuevo investigador, el norteamericano Paul Kosok, de la Universidad de Long Island (Nueva York), cuando se usó el método de la fotografía aérea de forma sistemática para poner orden en el sinfín de información que se estaba recopilando. Kosok se había desplazado a Perú para investigar la hidrología y los sistemas de irrigación de los pueblos precolombinos del área andina, especialmente en los valles de Ica, Palpa y Nazca. Como le había pasado antes a Mejía, pronto su atención se centró en los dibujos del desierto.
Había miles de líneas rectas trazadas en el suelo desértico, algunas formando diseños intrincados, diagramas de proporciones extrañas pero muy exactas ya a simple vista. La magnitud de algunas de estas formas era colosal, la línea recta más larga se extendía a lo largo de 14 kilómetros. También había espirales y líneas en zigzag de una complejidad variable: mientras que algunas eran muy sencillas, otras parecían auténticos laberintos. Un segundo grupo de trazados fruto de la acción humana eran espacios geométricos (triángulos, rectángulos o trapecios) de un rigor matemático asombroso, que habían sido limpiados concienzudamente y formaban una suerte de pistas que podían alcanzar dimensiones impresionantes: el llamado Gran Rectángulo tiene 850 metros de longitud por 110 de anchura. Por fin se encontraron las más enigmáticas y fascinantes de todas las representaciones, las figurativas, que reproducían imágenes tanto animales como humanas y que sólo se podían ver completamente desde el aire. Fueron apareciendo ante los ojos de los investigadores dibujos de un mono, un perro, un cóndor, un pelícano, una garza, un colibrí, un cachalote, una ballena, una orca, un lagarto, una araña… También se localizó una figura humanoide en la ladera de un cerro y la imagen de lo que parecían ser unas manos humanas extendidas… Así hasta contabilizar casi setenta figuras. La mayoría de éstas se encontraban asociadas a alguna de las pistas mencionadas anteriormente. Sus dimensiones eran asimismo sorprendentes: mientras que el llamado Gran Colibrí tiene 97 metros de largo, ¡el pelícano llega a los 285 metros! Todos estos gigantescos dibujos recibieron el nombre de geoglifos (literalmente del griego, grabado o cincelado en la tierra) y con posterioridad a los primeros años de la exploración aérea se han descubierto nuevas figuras en el desierto de Nazca, la última vez a comienzos de 2011.
Kosok unió sus esfuerzos en 1946 a la que se convirtió en una de las personalidades señeras en la investigación de las líneas de Nazca, la matemática alemana Maria Reiche, que dedicó cincuenta años de su vida al estudio y la preservación del legado arqueológico del desierto de Nazca. Kosok y Reiche colaboraron durante tres años, ya que el norteamericano regresó a su país en 1949, mientras que la alemana continuó trabajando sobre el terreno en el enigma de los grabados. Uno de los primeros objetivos de los arqueólogos fue determinar la antigüedad exacta de los geoglifos, tarea que no parecía sencilla, a lo que se sumaba otra cuestión no menos inquietante: ¿cómo podían haber sobrevivido aquellos trazos en el suelo durante siglos sin que desapareciesen por efecto de la acción del clima o la erosión?
LEYENDO EL SUELO DESÉRTICO
La respuesta al enigma de la perduración de los geoglifos se halló en el entorno natural del desierto. Las extremas condiciones climáticas del terreno hacen que el desierto de Nazca sea como un papel en el que la acción del hombre sobre la superficie terrestre es prácticamente permanente, a no ser que otro ser humano intervenga para borrarla. La superficie del suelo está compuesta por una primera capa de arena y guijarros ricos en hierro que se oxida en contacto con el aire, lo que le da un color rojizo oscuro. Por debajo, a pocos centímetros de la superficie, se encuentra una capa caliza rica en yeso más resistente, por lo que los dibujos se hacían retirando la primera capa roja y dejando la segunda al descubierto, que se endurecía al contacto con la atmósfera y adquiría una tonalidad amarillenta. La práctica inexistencia de precipitaciones y de vientos fuertes ha permitido que los dibujos quedasen inalterados por muchos siglos, un hecho que constituye un inmenso golpe de suerte para el patrimonio arqueológico mundial.
Datar los dibujos era algo bastante más complicado. A vista de pájaro se apreciaba el majestuoso espectáculo de los geoglifos, pero ponerse a trabajar sobre el terreno en el desierto brindaba una expectativa poco halagüeña. Sin embargo, el duro día a día fue dando pequeñas recompensas a los investigadores que desarrollaban su trabajo en unas condiciones extremas. La acción del hombre había dejado huellas en el desierto, más allá de los magníficos dibujos; se hallaron abundantes (y pequeños) fragmentos cerámicos y elementos usados probablemente para trazar los dibujos en el suelo, como estacas de madera y pequeños montículos artificiales. Los arqueólogos pudieron poner en relación estos hallazgos con los yacimientos que se fueron descubriendo en los valles cercanos a las estribaciones de los Andes. En estas llanuras, al tiempo que se trabajaba en el desierto, se descubrió una antigua civilización que precisamente fue bautizada como «cultura nazca», puesto que sus principales asentamientos se localizaron en el valle homónimo. Dicha cultura floreció entre los siglos II y VI d.C. y, junto a las culturas mochica y de Tiahuanaco, constituye lo que los arqueólogos han llamado «período clásico» de las civilizaciones andinas precolombinas. En los principales yacimientos fueron apareciendo restos cerámicos similares a los del desierto, y en las tumbas se encontraron impresionantes tejidos ricamente decorados con motivos que en muchos casos recordaban a los geoglifos. Poco a poco emergieron las piezas del puzle que dieron pistas sobre el significado de los dibujos.
Al principio, la información arqueológica rescatada permitió confirmar que los dibujos databan de la época de florecimiento de la cultura nazca. De hecho, la mayoría de los arqueólogos sostienen que las líneas se debieron trazar durante un período muy largo de tiempo, de modo que fueron desarrolladas y mantenidas generación tras generación. Así se podría explicar, por ejemplo, que algunos dibujos (sobre todo los motivos geométricos) se superpusiesen unos sobre otros, ya que las necesidades de un determinado momento podían diferir de la etapa anterior y eso suponía la realización de nuevos dibujos en una misma zona. Sin embargo, todavía había que averiguar la forma en que los antiguos indígenas pudieron trazar estos complicados dibujos. Maria Reiche estudió minuciosamente cómo se había intervenido en el suelo desértico para realizar los grabados. Como no se habían encontrado restos de artilugios de madera ni restos óseos de animales que indicasen la utilización de ganado, carros o cualquier otra maquinaria, dedujo que el trabajo de limpieza del terreno se tuvo que hacer a mano. Para ello se debieron emplear partidas de hombres dedicadas a eliminar de la superficie cualquier piedra o roca y a transportar estos minerales fuera del área de dibujo. Descubrió además que en el terreno se habían dejado pequeños montículos equidistantes de piedras retiradas, de modo que en la observación desde el aire parece que la superficie terrestre está moteada de puntos oscuros. Asimismo observó que los bordes de las pistas (que algunos arqueólogos también llamaban «plazas») estaban delimitados por pequeños montones de piedras dispuestas linealmente, como si fueran cercas o tapias de pocos centímetros de altura. Estas acumulaciones de material, como el trazado de los propios bordes, conservaban la perspectiva y revelaban una precisión geométrica impecable.
La propia Reiche realizó varios experimentos de recogida y disposición del material terrestre como pensaba que habrían hecho los antiguos indígenas, y dedujo que las pistas o plazas de mayor tamaño debieron ocupar a 300 obreros durante dos meses. Esto daba una idea del nivel de desarrollo que había alcanzado la cultura nazca, ya que una sociedad que era capaz de dirigir el trabajo de semejante cantidad de hombres durante tanto tiempo tenía que haber llegado a un desarrollo económico considerable. A partir de los restos de estacas de madera, Reiche dedujo que las tapias y las líneas en sí debieron realizarse mediante el tendido de cordeles entre dos estacas. Sin embargo, la exactitud matemática y geométrica del trazado constituye un auténtico reto para los investigadores. Se ha calculado que el margen de error en la proyección de las líneas es menor a un 2 por mil. Son líneas perfectamente rectas. Reiche observó que a ambos lados de éstas se habían realizado otras más tenues mediante la acumulación de guijarros y verificó también la presencia de los pequeños montículos de piedras cada cierta distancia. Dedujo que el material pedregoso que se limpiaba para trazar las líneas era depositado con exactitud en sus márgenes y que los pequeños montículos se realizaban para que la cuerda no se desviase a medida que aumentaba la distancia del punto de origen.
Las conclusiones de la investigadora alemana no fueron unánimemente acogidas por la comunidad científica. Algunos investigadores no estaban de acuerdo con sus teorías, aunque la solidez de su trabajo de campo era un factor que siempre habló en su favor. Sin embargo, había un interrogante al que no se había dado respuesta todavía: ¿cómo se realizaron en la época precolombina diseños de semejante envergadura con una maestría implacable y sin poder tomar altura para comprobar cómo estaba quedando el trabajo? La complejidad de los dibujos y la seguridad en su ejecución seguían siendo algo que desconcertaba por completo a los especialistas. La teoría de Reiche al respecto se basaba en la existencia de un método para la realización de las figuras, consistente en transponer a gran tamaño un diseño realizado previamente a pequeña escala mediante el sistema de reducción al cuadrado. Esta técnica se había documentado en la Antigüedad, en la realización de las grandes obras del Egipto faraónico, por ejemplo. Para representar en el suelo del desierto los dibujos preconcebidos se utilizaban estacas y cuerdas que permitían mantener el trazado de las líneas rectas e incluso de las curvas, al poder usarse a modo de compás.
Pero hubo quien fue más allá en sus postulados. ¿Y si los habitantes de Nazca hubiesen podido volar? Los norteamericanos Jim Woodman y Julian Nott propusieron en 1975 que los indígenas de la cultura nazca tenían los conocimientos técnicos suficientes para realizar aparatos aerostáticos que permitiesen el vuelo, poder ver las grandes figuras desde el aire y supervisar así su realización. En 1976 fabricaron un globo, el Cóndor, con tejidos y materiales similares a los encontrados en los yacimientos y efectuaron con éxito un breve vuelo sobre los geoglifos. Pese a su repercusión mediática, esta iniciativa no tuvo gran eco entre los especialistas. Tampoco las propuestas de Reiche fueron universalmente admitidas por la comunidad científica, aunque la solidez de su trabajo obliga hoy en día a los investigadores a tenerlas en cuenta. Pero todavía quedaban preguntas por responder, y no eran éstas las menos importantes. Al fin y al cabo, aparte del misterio de la posibilidad física de realización de las líneas, su significado global seguía siendo un misterio rotundo. Ya se sabía cuándo se habían trazado e incluso parecía saberse quiénes lo habían hecho, pero ¿por qué?, ¿para qué? ¿Cuál es el mensaje que encierran estas maravillas grabadas en el suelo desde hace cientos de años?
DESCIFRANDO SEÑALES DE UNA ANTIGUA SABIDURÍA
Los interrogantes sobre la finalidad y el significado de las líneas de Nazca han sido dos de las cuestiones esenciales que han movido a cientos de especialistas de todas las disciplinas a interesarse por esta chocante manifestación artística de las culturas precolombinas del área andina. Su descubridor, Mejía Xesspe, les dedicó parte de su atención y aventuró una primera interpretación basándose en sus impresiones y en su profundo conocimiento de dichas culturas. Para el eminente arqueólogo peruano, las líneas tenían un claro sentido religioso; consideraba que los complejos trazados tenían un propósito viario y ritual, siendo algo así como una red de caminos por los que sus creadores transitaban durante los actos de veneración a los dioses. Aunque Mejía no desarrolló esta teoría, ya que dedicó su trabajo posterior a otras civilizaciones andinas, sus conclusiones impulsaron algunas de las hipótesis que posteriormente serían retomadas por otros estudiosos.
La primera interpretación global de las líneas provino del trabajo conjunto de Kosok y Reiche a finales de la década de los cuarenta. Como recuerda el historiador del arte Henri Stierlin, el trabajo conjunto de ambos especialistas se basó en «la impresión de que aquellos signos estaban relacionados con el calendario. Las figuras animales repartidas por el suelo evocan la imagen de un gigantesco zodíaco […] las líneas, los triángulos y los trapecios constituyen elementos para visualizaciones astronómicas». Ambos investigadores estudiaron la relación de las líneas con los puntos de salida y ocaso de importantes estrellas, planetas y constelaciones para comprobar si los geoglifos eran un instrumento de observación astronómica. Para ello tuvieron en cuenta la importancia de determinadas fechas (como los solsticios y los equinoccios), así como otras esenciales en el calendario agrícola andino, como el 6 de mayo, fecha del comienzo de la recolección de las cosechas. Ambos expertos publicaron años más tarde sus conclusiones y, como recuerda Stierlin, determinaron que «las líneas son “el mayor libro de astronomía del mundo” y representan “el más fantástico calendario de la Antigüedad”». Las líneas serían así un calendario astronómico que respondería a la necesidad de prever con precisión el comienzo de las estaciones y las cosechas, y algunos de los dibujos eran representaciones terrestres muy elaboradas de las constelaciones. El mono estaría así relacionado con la Osa Mayor y la araña con Orión y la estrella Sirio. Ambos investigadores advertían de que las líneas tuvieron que ponerse en uso en una fecha muy antigua. Teniendo en cuenta los cambios que han experimentado las posiciones de las principales constelaciones en el cielo nocturno a lo largo de los siglos (debido al fenómeno conocido como «precesión de los equinoccios»), para que las líneas de Nazca encajasen con las estrellas correspondientes había que retroceder al primer milenio a.C., mucho antes de la formación de la cultura nazca.
Sin embargo, esta teoría, que causó un importante impacto en la comunidad científica y llegó a ser ampliamente aceptada, ha contado con importantes detractores que han atacado despiadadamente sus bases. En 1967 la Smithsonian Institution y la National Geographic Society pusieron en marcha un ambicioso proyecto para verificar la validez científica de esta teoría astronómica. Su ejecución fue encomendada al astrónomo norteamericano Gerald S. Hawkins, que años atrás había culminado un proyecto sobre las connotaciones astronómicas del monumento megalítico más famoso del mundo, Stonehenge (Reino Unido). Junto a su equipo se trasladó al desierto peruano y realizaron mediciones de 72 líneas y 21 figuras geométricas en un total de 186 direcciones distintas. Los datos fueron analizados por ordenador con un programa que contemplaba la información referente a 45 cuerpos celestes visibles desde la latitud de Nazca entre el quinto milenio a.C. y el año 1900 d.C. El resultado fue demoledor: el 80 por ciento de las direcciones a que apuntaban los dibujos no coincidían con los puntos en el horizonte relacionados con las constelaciones. Hawkins concluyó que «las líneas no pueden ser explicadas por una función astronómica, como tampoco desempeñan papel alguno para el establecimiento de un calendario». Por tanto, había que dejar paso a otras interpretaciones, aunque la lectura estelar de las líneas de Nazca sigue siendo muy popular en nuestros días.
Algunos investigadores propusieron soluciones más imaginativas. El alemán Georg A. von Breunig lanzó la teoría de que las figuras geométricas de Nazca eran en realidad pistas para carreras pedestres, donde se entrenarían personas encargadas de importantes funciones en la sociedad precolombina. En esta formulación flotaba el recuerdo de los chasquis, los correos al servicio del monarca inca, cuya función política era primordial para el mantenimiento del imperio; recorrían larguísimas distancias por el imponente sistema de calzadas construido en esa época. Además, las manifestaciones deportivas tenían importantes connotaciones en otras civilizaciones prehispánicas, como la maya (con su célebre juego de pelota), por lo que esta función podría haber estado en consonancia con el carácter sagrado que todos los estudiosos otorgan al desierto y sus líneas. Sin embargo, esta propuesta no tuvo eco y la mayoría de los autores retomaron la interpretación religiosa que había dado Mejía. El explorador británico Tony Morrison propuso que las líneas y pistas serían lugares de reunión en los que las comunidades indígenas practicarían el culto a los antepasados, y que las figuras animales serían entonces emblemas familiares que representaban a un clan que se reunía para adorar a un antepasado común. El norteamericano Johan Reinhard no apuntó a un culto a los antepasados, sino a la fertilidad. La cultura nazca se basaba en la agricultura, y a lo largo de los valles cercanos desarrollaron un complejo sistema de canalizaciones de agua desde las montañas que permitieron su desarrollo. Según este investigador, los dibujos no apuntarían a las estrellas, sino a la cordillera. En el desierto sagrado se habrían construido pistas o plazas donde rendir culto a la fertilidad y el agua de las montañas orientales, y las líneas serían un trasunto de las canalizaciones que se habían efectuado en el valle. El antropólogo Anthony Aveni se sumó a esta teoría enfatizando el aspecto ritual de las líneas y añadiendo que las figuras animales tendrían un carácter totémico. Las interpretaciones sobre el significado real no cesan de surgir y los debates entre los científicos en ocasiones no llegan al gran público, que ante las dudas de los expertos busca respuestas en otras voces que están dispuestas a avanzar propuestas más osadas y conformes a la inquietud de los tiempos.
SIGNIFICADOS MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS
Las líneas de Nazca han atraído a especialistas de ámbitos muy alejados de la ciencia, sobre todo a partir de los años sesenta. Coincidiendo con un nuevo auge de corrientes espiritualistas y esotéricas en Occidente, una serie de autores de repercusión internacional se volvieron hacia el que es uno de los misterios más desconcertantes de nuestro tiempo. En 1968 vio la luz uno de los libros más vendidos del siglo XX, Recuerdos del futuro, del suizo Erich von Däniken, en el que proclamaba una de las teorías más cautivadoras del siglo: la evolución del ser humano era el producto de una mutación programada por visitantes extraterrestres de un pasado remoto que regresaron con posterioridad en distintas ocasiones para comprobar la fortuna de su experimento y dejar señales de su estancia en varias civilizaciones de la Antigüedad. Däniken explicó su teoría en una serie de libros que le han reportado fama y fortuna a lo largo de los años, pero desde el comienzo la cultura nazca jugó una posición central en su argumentación. Su visión de las misteriosas líneas del desierto es la siguiente: «Cerca de la pequeña ciudad actual de Nazca aterrizaron un día, en la llanura desértica, seres inteligentes extranjeros. Instalaron allí un aeródromo improvisado para sus ingenios espaciales que debían efectuar sus operaciones en la cercanía de la Tierra. En este terreno ideal construyeron dos pistas […] Los cosmonautas cumplieron su misión —una vez más— y regresaron a su planeta de origen. Pero las tribus preincaicas que vieron cómo trabajaban estas criaturas extranjeras que les inspiraban un profundo temor, solamente tenían un deseo: ¡que esos dioses regresaran! Consecuentemente, se pusieron a trazar nuevas líneas en la llanura, como vieron hacer a los dioses. Pero los dioses no volvieron a presentarse […]». Por tanto, las figuras geométricas del desierto constituirían un gigantesco aeródromo espacial en el que hicieron su aterrizaje naves de otro planeta, y las líneas y los dibujos serían un mensaje de los indígenas a sus visitantes de más allá de las estrellas, un ruego para que volviesen.
Esta teoría ya había sido planteada en 1960 en otro de los libros fundacionales del esoterismo moderno, El retorno de los brujos, de los franceses Louis Pauwels y Jacques Bergier, que no dudaban en afirmar que «las fotografías que poseemos de la llanura de Nazca nos hacen pensar de modo insoslayable en el balizamiento de un campo de aterrizaje. Hijos del Sol llegados del cielo […] No podemos negarnos a suponer las visitas de habitantes del exterior, de civilizaciones atómicas desaparecidas sin dejar rastro». Cuando apenas habían pasado cuarenta años de su descubrimiento, las líneas del desierto peruano hacían su entrada por la puerta grande en el complejo mundo de los estudios de lo oculto para no abandonarlo jamás. Tal fue su impacto que la figura humanoide de 30 metros de altura grabada en la ladera de un monte, que constituye el testimonio más claro de una representación humana en estos geoglifos, ha pasado a conocerse como El Astronauta.
Posibles rituales de una civilización casi desconocida, sofisticados calendarios astronómicos para la predicción de las estaciones y las cosechas, pistas de atletismo religioso de una época remota, santuario de cultos familiares o de la fertilidad…, hasta gigantescos campos de aterrizaje espacial. Nazca sigue planteando interrogantes a todos aquellos que quieran acercarse al desierto y contemplar uno de los vestigios arqueológicos más importantes del planeta. Tras su redescubrimiento a finales de la década de 1920, la arqueología y la ciencia han aportado mucha información sobre quiénes trazaron esos dibujos, incluso sobre cuándo lo hicieron, pero el propósito de los mismos sigue siendo un acertijo para el que no hay aún respuestas. Sólo el tiempo y los avances de la ciencia podrán desvelarnos algún día el significado real de este inquietante misterio de la América prehispánica.
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¿Stonehenge en Norteamérica?
El megalitismo es una de las expresiones más singulares del hombre prehistórico. Grandes estructuras de piedra deliberadamente instaladas sobre el territorio se hallan desperdigadas por la Europa atlántica y el norte de África. Menhires, dólmenes y crómlech siguen intrigando a los científicos de todo el mundo y despertando la imaginación de la opinión pública, que continúa viendo en ellos un testimonio primordial de la espiritualidad del hombre primitivo. El interés que despiertan estos monumentos lleva anualmente a miles de personas a visitarlos durante las grandes fechas del calendario astronómico, en un intento de revivir las experiencias de nuestros antepasados, de conectar con ellos.
Sin embargo, desde hace poco tiempo se han alzado voces que llaman la atención sobre la existencia de estructuras similares en otras partes del mundo y la posibilidad de que hubiese algún tipo de conexión entre ellas. Algunos alegan que semejantes construcciones, muy distantes entre sí, tendrían que ser obra de un mismo pueblo presente en lugares muy lejanos; otros afirman que son el resultado de inquietudes esenciales recurrentes en el ser humano, aunque no son pocos los que se niegan a tomar en serio estas nuevas evidencias. El interés que han despertado estas complejas obras de ingeniería prehistórica ha barrido fronteras y superado diferencias culturales; hoy en día se habla de la presencia de megalitos desde Japón hasta América. Precisamente una de estas maravillas en piedra situada en América ha llevado a algunos científicos a replantearse cuestiones elementales de la historia. ¿Hay en realidad un Stonehenge en Estados Unidos? ¿Qué relación puede tener con las manifestaciones megalíticas de Europa? ¿Es posible que su existencia ponga en duda las teorías aceptadas sobre el poblamiento y la prehistoria americana? De lo que no hay duda es de que buscar la respuesta a estas preguntas supone iniciar un viaje fascinante por las raíces del Nuevo Mundo.
Salem es una tranquila villa del condado de Rockingham, en el estado de New Hampshire (Estados Unidos). Su población es inferior a los treinta mil habitantes, quienes presumen de llevar la vida tranquila y respetable de una pequeña ciudad de la costa este septentrional. Su emplazamiento es casi idílico, entre densas masas boscosas y suaves colinas que hacen del entorno un paisaje digno de estar enmarcado en las paredes de un museo. La economía local depende básicamente del vecino estado de Massachusetts, de donde proceden buena parte de sus visitantes, que acuden en busca del descanso y la tranquilidad que no encuentran en la cercana aglomeración urbana de Boston (a unos sesenta y cuatro kilómetros de distancia). Sin embargo, una nueva atracción ha hecho que cada vez más turistas se acerquen al lugar. En una de las fincas del municipio se alza lo que parece ser un conjunto megalítico, quizá el más importante fuera de Europa, que ha hecho correr ríos de tinta en la prensa y entre los científicos.
Los propietarios, los vecinos y los turistas están encantados, puesto que la nueva atracción ha hecho que la localidad llame la atención de la mayoría de los medios de comunicación nacionales. Sin embargo, son muchos los interrogantes que arroja semejante hallazgo arqueológico; de confirmarse su autenticidad, sería uno de los más importantes de las últimas décadas. Su envergadura ha hecho que en los últimos años se haya conocido como el «Stonehenge estadounidense» (en referencia al monumento megalítico más famoso del mundo), aunque anteriormente recibió otros nombres. Sólo una valoración ajustada de las semejanzas y las diferencias con el célebre crómlech inglés puede ofrecernos una idea de si su más reciente denominación se ajusta a la realidad o si es un simple eslogan ideado para atraer a las masas de viajeros ávidos de nuevas y exóticas metas sobre las que posar los objetivos de sus insaciables cámaras digitales.
ÉRASE UNA VEZ EN UNA PELUQUERÍA…
En el verano de 1955, un ingeniero electrónico llamado Bob Stone esperaba apaciblemente su turno para cortarse el pelo en una barbería de Derry, New Hampshire. Para amenizar la espera hojeaba un ejemplar de agosto de 1952 de la revista New Hampshire Profiles, e inmediatamente unas fotos llamaron su atención. Un artículo titulado «El misterio del norte de Salem» exponía el extraño caso de unas construcciones líticas que se encontraban en ese municipio cercano. De hecho, Stone ya había oído hablar del asunto en la radio, pero las fotos le cautivaron y le llevaron a ver aquella maravilla en persona. Pidió la vieja revista prestada al barbero, volvió a la carrera a su casa y expuso sus inquietudes a su mujer, su hermano y su cuñada, que allí se encontraban.
Al día siguiente se acercaron los tres a la finca en cuestión con la intención de contemplar las enigmáticas piedras, pero una vieja valla indicaba claramente que era una propiedad privada y no estaba permitido el paso. Ante la resistencia de los demás a continuar, Stone prosiguió solo, pudiendo superar la desvencijada barrera sin dificultad. Tomó el camino en pendiente que llevaba a la cima de un pequeño promontorio y contempló por primera vez el paisaje que le marcaría de por vida. Cuando volvió al encuentro de sus acompañantes, éstos le preguntaron qué le había parecido lo que había visto, y afirmó solemnemente que no pararía hasta hacerse con la propiedad de aquellas tierras. No tardó mucho en conseguirlo y, aunque obsesionado con la misión de salvaguardar lo que consideraba un valioso patrimonio cultural estadounidense del deterioro que había sufrido durante décadas, en 1958 estableció un sistema de visitas para que quienes estuviesen interesados en conocer e investigar el monumento pudiesen hacerlo y no tuviesen que violar la propiedad ajena como él hizo.
El paraje era conocido como Mystery Hill, y la primera noticia que se tiene de él se encuentra en una publicación de 1907, donde se menciona como «las Cuevas de Pattee», haciendo referencia a uno de los moradores del lugar en el siglo anterior, Jonathan Pattee. En la década de los treinta fue comprado por un profesional de los seguros llamado William Goodwin, que fue el primero en sospechar que las piedras podían ser más antiguas de lo que se creía. Poco a poco la fama del lugar fue haciéndose mayor y, gracias al esfuerzo de Stone, obtuvo en 1970 la distinción de «Lugar histórico de New Hampshire». Fue entonces cuando se colocó el cartel indicador en la carretera cercana, que da una idea exacta de que las teorías sobre su origen ya eran varias y dispares: «Mystery Hill. Cuatro millas al este de la autopista III se encuentra un extraño complejo de estructuras de piedra de propiedad privada, que presenta similitudes con primitivas obras en piedra encontradas en Europa occidental. Esto sugiere que una cultura antigua pudo haber existido aquí hace más de dos mil años. Algunas veces llamado el “Stonehenge de Norteamérica”, estas intrigantes cámaras tienen una historia fascinante y podrían ser restos de una civilización previkinga o incluso fenicia».
Tradicionalmente se atribuía la construcción del complejo a los indios norteamericanos y se consideraba anterior a la llegada del hombre blanco a aquellas tierras, aunque nunca se había concretado mucho más. Había también en la zona quien afirmaba que había sido el propio Pattee el que habría hincado las piedras y construido las cámaras semisubterráneas con ayuda de su familia, aunque la abundancia de madera gracias a los bosques locales hace que esta consideración sea poco verosímil. A comienzos de los setenta, como recogía el nuevo cartel, a la lista de posibles responsables de las construcciones se habían sumado ya por lo menos algún precedente indeterminado de los vikingos que visitaron Terranova en los siglos X y XI, e incluso los fenicios. Semejante disparidad de teorías se sustenta en una base material tan interesante como controvertida.
El monumento que ha originado tanta polémica consiste en una serie de piedras aisladas puestas en pie que trazan un gran círculo en torno a una pequeña elevación del terreno y un pequeño complejo de cámaras semienterradas que fueron construidas cerca de su centro. Las piedras levantadas tienen varias formas; las más destacables son las rectangulares (aunque su lado superior suele estar labrado para que dibuje una diagonal descendente) y las triangulares, y se han identificado con alineaciones astronómicas de cierta complejidad. Así, se ha comprobado que en determinados días el sol y algunas estrellas de importancia se elevan sobre las piedras y se generan alineamientos transversales (esto es, el lugar de salida y puesta del sol en un mismo día está marcado por dos piedras distintas en diferentes posiciones de