Al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, me descubro transformado en un monstruoso bicho. Me espanta la armadura anillada de mi abdomen y mis tres pares de patas que se retuercen en zigzag. Las imágenes están allí, vívidas y palpables, tan reales como eso que suelo llamar, tal vez a la ligera, realidad. El horror que experimento ¿es producto de un recuerdo, de una alucinación, de una fantasía? ¿De un sueño? Si por un instante no me di cuenta de que lo era, ¿quién me asegura que no sigo en su interior? Me precipito al cuarto de baño: mi rostro en el espejo es el mismo de cada mañana, solo mis ojeras lucen más pronunciadas. No parezco un bicho: aquellas imágenes artrópodas eran falsas, los rescoldos de una pesadilla.
Y entonces sí despierto.
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Nada angustia como un sueño dentro de un sueño, uno de los dispositivos predilectos del horror. Si despertamos en uno, ¿no nos precipitaremos en otro y otro, ad infinitum?
Borges se valió de la estratagema en numerosas ocasiones: «Ha soñado el Ganges y el Támesis, que son los nombres del agua», escribió en 1985 en un poema incluido en Los conjurados. «Ha soñado mapas que Ulises no habría comprendido. Ha soñado a Alejandro de Macedonia. Ha soñado el muro del Paraíso, que detuvo a Alejandro. Ha soñado el mar y la lágrima. Ha soñado el cristal. Ha soñado que Alguien lo sueña».
Analizo la escena: mis manos transformadas en patas de insecto. ¿Qué son estas imágenes? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Son ficciones? Y, si así fuera, ¿de qué están hechas? Parafraseando a Shakespeare, de la misma materia de los sueños.
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La palabra ficción viene del verbo latino fingere, que no significa fingir ni engañar, sino tallar o modelar, el término usado por los artesanos para confeccionar una vasija y por los escultores para dar vida a una venus. La etimología no podría resultar más apropiada: la realidad es esa argamasa a la que damos forma y volumen con la imaginación.
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Si comparo el sueño con mi reflejo, no tengo dudas: el primero es engañoso y el segundo, verdadero. Pero ¿de dónde proviene esta certeza? ¿Aprecio alguna diferencia sustancial entre las dos imágenes? Ninguna, excepto mi propia convicción: si mi rostro en el espejo me parece real es porque sé que es real. Ninguna imagen es verdadera por sí misma, su veracidad queda determinada por una especie de lema que me lo advierte. Pero ¿quién le coloca esa etiqueta similar a las que nos previenen sobre el exceso de grasas saturadas?
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Volvamos a mi pesadilla. Tras un momento de incertidumbre, localizo su origen en las páginas del libro que descansa en mi mesita de noche. No ha sido una ocurrencia mía, la escena no proviene de mi interior, sino de afuera: alguien me la incrustó y la siento propia. Las imágenes y las ideas son como esporas o —a estas alturas la analogía ya no suena demasiado original— como virus: cuando se escabullen en mi cerebro, se reproducen sin tregua y de repente me descubro infestado. Soy el caldo de cultivo idóneo para la ficción. Para santa Teresa, quien disponía de ella a raudales, la imaginación es la loca de la casa: una vez activa, sigue sus propios derroteros. Para explicar ese estado alterado nos hemos inventado númenes, musas, dioses, daimones y duendes, el Espíritu Santo, el homúnculo cartesiano. Y, por supuesto, la inspiración.
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Te describo los detalles de mi sueño: distingo mis patas sobre la colcha y el borde de la cama. A la derecha, las figuras del papel tapiz; a la izquierda, la puerta del baño. Levanto la cabeza y advierto la rugosidad del techo y la sombra de una lámpara. Más allá, un tapete persa. Un espacio donde podría perderme por horas; lo intrigante es que ninguno de esos detalles existía antes de que yo lo mirara.
Primero esto, luego aquello, luego lo de más allá... Si acaso los sueños o la vida fueran simultáneos, al rememorarlos los volvemos sucesivos. Narrar es engarzar imágenes en el anzuelo del tiempo. Ordenamos los hechos —los patrones que atesoramos de los hechos— de la misma forma que paseamos sin rumbo, confiados en que al final le daremos sentido al camino. Somos atrabiliarias máquinas de contar.
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¿Y si me engañan los sentidos? Pese al empeño de incontables filósofos y científicos, la pregunta no nos deja en paz. La información que fluye de mi cerebro hacia mis ojos es mayor a la que va de mis ojos al cerebro; si no invento el mundo, lo relleno como ese niño que pinta un cuadro por números. El universo queda depositado en mi interior: el mar y el cielo, las estrellas y los planetas, mis amores, mis amigos y mis malquerientes por igual. Lo que queda afuera es una ficción que permanecerá para siempre ajena, intocable, inaccesible, cruelmente vetada para mí. Es el paraíso del que fuimos expulsados. Almaceno el mundo como el reo que conserva sus fotos de familia debajo de la almohada. Y aun así vivo convencido de que palpo, observo, escucho, olfateo y degusto la realidad.
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Abro los ojos y allí está el mundo; los cierro y allí está ese otro mundo, más fluido y volátil, que flota en mi interior. Adentro y afuera: ninguna frontera luce más nítida, más ardua de franquear. Los dualismos derivan de la sensación de ser algo en el interior de otra cosa. Las religiones suscriben idéntico principio: si estoy atrapado en mi cuerpo es porque alguien me colocó allí. No tengo escapatoria. O acaso solo un auto de fe con la esperanza de que al consumirse la carne se libere el alma.
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Por alguna razón, no me siento solo: en mi cabeza habita alguien más. Otra pesadilla: en mi cráneo se esconde un bicho que se hace pasar por mí. La bestezuela ha recibido varios nombres a lo largo de la historia: intuición o inconsciente, entre los más notables. Más cerca de nosotros, Daniel Kahneman lo bautizó como cerebro rápido. Porque, en esta división, yo soy el lento. ¿A cuál de los dos le corresponde imaginar? El maremágnum surge sin duda del más veloz; a mí me corresponde, en cambio, ordenar, frenar, corregir, glosar. Él es el escritor y yo su corrector de estilo.
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Recuerdo un episodio de mi infancia: estoy en la primaria, en un día de saludos a la bandera. Ahora pienso en lo que haré mañana por la tarde: cervezas con amigos. ¿Existe alguna diferencia entre la primera y la segunda imagen? Como ocurría con el adentro y el afuera, revivir el pasado y columbrar el futuro son operaciones mentales paralelas. Recordar es arrugar y desgarrar, reacomodar y retorcer, ensombrecer e iluminar, enfocar y desenfocar, hilvanar y deshilvanar. Imaginar, construir un castillo de juguete con las piezas que extraigo del cajón de mi memoria.
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¿Fantasean los insectos, los reptiles, los pájaros, los mamíferos? Todos los seres vivos forjan modelos del mundo, de otro modo los mosquitos chocarían con las paredes, las golondrinas no sabrían adónde migrar, los chitas jamás atraparían a las gacelas y mi perro Orfeo no reconocería el camino de vuelta a casa. ¿Imaginan como los humanos? Thomas Nagel apuntaba que nadie sabrá jamás cómo se siente ser murciélago. La verdad es que ni siquiera puedo saber cómo se siente ser Thomas Nagel. Te miro a los ojos y asumo que en el interior de tu cráneo hay alguien como yo. A esa sospecha, imaginar que imaginas, los filósofos la llaman «teoría de la mente». Nuestra más arriesgada y fructífera ficción.
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Cierro los ojos. Tras un sueño en el que no dejo de correr, me descubro fatigado, como si hubiera culminado un maratón. Llega un médico, no mi pediatra habitual, sino un hombre alto y tieso, de traje y corbata oscuros, que se presenta como el doctor Castillo. Se me acerca y coloca su helado estetoscopio sobre mi pecho. Con un gesto de fastidio, les ordena a mis padres llevarme al hospital. Lo escucho horrorizado y me sumo en un llanto que agrava el asma. De la nada aparece mi tío Cheché, quien arma una tienda de campaña sobre mi cama, valiéndose de sábanas y escobas, y allí coloca el humidificador. Mi madre se sienta a mi lado y me susurra una especie de mantra: «Vas a estar bien, vas a estar bien...».
Mi primer recuerdo —me lo reveló ella— es una ficción. ¿Cuántas de esas memorias espurias no seguirán en mi cabeza, aguardando que las resucite para crear una identidad siempre artificial? Como nuestro cerebro no evolucionó para conservar intacto el pasado y como cada vez que retomamos un recuerdo lo modificamos en el proceso, nuestras personalidades no quedan fijas en piedra, sino en plastilina. ¿Quién soy a fin de cuentas si no puedo confiar en mi memoria? ¿Cómo presumir un yo coherente cuando solo superpongo imágenes adulteradas de mí mismo?
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Cuanto nos rodea es producto de nuestra imaginación: el mundo entero, este lugar por donde nos desplazamos tan cómodamente, no es sino un conjunto de ficciones engarzadas. Nuestras relaciones familiares, laborales y amorosas, el orden que nos gobierna, las formas que hemos encontrado para aprender, divertirnos y entretenernos, lo que somos y cuanto nos rodea ha sido levantado con las herramientas de la ficción. Somos ficciones que nos relacionamos con otras ficciones e incluso nos enamoramos de ellas. Habitamos, trabajamos y nos movemos en espacios ficcionales. Nos dejamos seducir, guiar, controlar y someter por ficciones. Anhelamos y soñamos con ficciones. Luchamos y a veces damos la vida por ficciones. Se nos va el tiempo admirando ficciones y nos angustiamos o nos llenamos de esperanza o de alegría a causa de ficciones. Y lo más probable es que expiremos sin apenas darnos cuenta de que lo somos.
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Mis ficciones primerizas se hallaban insertas en la educación católica que me imponían los maristas. Entretanto, mi padre aprovechaba la hora de la comida para resumirnos Los miserables o Rigoletto, El hombre que ríe o Madama Butterfly. Él me inoculó asimismo la fantasía de ser mexicano e italiano mientras yo acumulaba, sin darme cuenta, los prejuicios de mi clase y de mi época. Al mismo tiempo, me fascinaban el Pato Lucas y los Picapiedra, Don Gato y los Supersónicos y unos cuantos programas con personas de verdad. Ninguno me impactó como La dimensión desconocida: el miedo cincela nuestra memoria mejor que la risa.
Igual de importantes fueron los primeros juegos con mi hermano: yo decretaba que éramos astronautas y nuestra casa asumía las dimensiones de una base espacial, nuestro Impala ’68 se transformaba en nave de combate, los automovilistas en aliens, nuestro barrio en un planeta hostil y la Ciudad de México en una galaxia inexplorada. A los doce, me topé con Cosmos, de Carl Sagan —la primera inspiración de este libro—, y los cuentos de Edgar Allan Poe: mi ingreso simultáneo en los territorios de la ciencia y la literatura.
Cada una de estas ficciones me arrastró hacia otras, hasta que yo mismo me decidí a pergeñarlas: unos cuentitos a los trece, un esperpento policial adolescente y los relatos, novelas, guiones, ensayos y obras de teatro que he tramado a continuación. Desde entonces, vivo en la ficción, por la ficción y gracias a la ficción. Tras pasar la vida entera sumergido entre ficciones, me apresto a practicarles una autopsia. Te invito a que, en las páginas que siguen, nos dediquemos a destriparlas, desmenuzarlas y abrirlas en canal.
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Un viaje personal a la ficción: desde sus orígenes entre los seres vivos, los mamíferos, los primates, los homínidos y al cabo los humanos hasta nuestros días, cuando, gracias a las computadoras de bolsillo que aún llamamos teléfonos, devoramos más ficciones que nunca. A lo largo del camino, observaremos cómo surge la imaginación y recorreremos los universos que se nos abrieron cuando calibramos su poder. Exploraremos las ficciones que garantizan la cooperación entre individuos y grupos —de los mitos fundacionales a las religiones establecidas y de las primeras tribus a las modernas naciones— y aquellas que han justificado invasiones, guerras y masacres. Las que han cimentado nuestras relaciones familiares, amistosas, cívicas, sexuales o amorosas y aquellas que le dan sentido al cosmos: la magia, la religión, la astrología, la filosofía, la ciencia. Las que hemos utilizado como laboratorios vitales —mitos, poemas y canciones, pinturas, dibujos y esculturas, piezas teatrales y dancísticas, cuentos y novelas, óperas y ballets, películas y series, cómics y videojuegos, espectáculos multimedia y performances— y las memorias, epistolarios, autobiografías y redes sociales que nos animan a escudriñar las mentes de los demás, así como los avatares cibernéticos con que nos exhibimos a diario y las paparruchas —o fake news— que enmascaran nuestra vida pública. Un periplo a través de miles de ficciones que, te lo advierto, estará lleno de ellas.
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En este relato, los silencios pesarán tanto como la música. Para enhebrarlo, me valdré de la flecha del tiempo que atraviesa nuestra conciencia; ello no significa que el desarrollo de la ficción haya sido por fuerza progresivo —toda historia es, a fin de cuentas, artificio—, pero la cronología ayudará a distinguir sus mutaciones y metamorfosis aun si con frecuencia la narración saltará hacia adelante y hacia atrás con la azarosa inquietud de un electrón.
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Al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, vuelvo a descubrirme transformado en un monstruoso bicho.
¿Comenzamos?
Diálogo 1
Donde Felice y el bicho se encuentran
y debaten sobre ficción y realidad
FELICE: La verdad, me dan un poco de asco.
BICHO: ¿Cómo?
FELICE: ¡Tus patas!
BICHO: Y mira mis antenas.
El bicho se agita como si hiciera gimnasia.
FELICE: ¡Tengo que tranquilizarme! Tú no existes.
BICHO: ¿Estás segura?
FELICE: Eres una ficción.
BICHO: Sin duda.
FELICE: Entonces, no existes.
BICHO: ¿Existe el siete?
FELICE: Obviamente.
BICHO: ¿Y dónde está?
FELICE: En estas siete plumas fuente de Franz, por ejemplo.
BICHO: Yo solo veo las plumas, no el siete.
FELICE: Porque el siete está en nuestra mente.
BICHO: En la tuya, será.
FELICE: ¡En la de cualquiera que cuente las plumas de Franz!
BICHO: Pues yo también estoy en tu mente, Felice. Me ves. Hablo contigo y me escuchas.
FELICE: ¡No eres real, no eres real, no eres real!
BICHO: Si nos ponemos a disertar sobre lo que es real y lo que no...
FELICE: ¿Qué diantres es una ficción?
BICHO: Te diré lo que no es: una mentira.
FELICE: Si yo le digo a Franz que fui a ver a mi madre y en vez de eso me compro un sombrero, ¿no es ficción?
BICHO: Eso es una ficción, sí, y una mentira, pero no todas las ficciones son mentiras.
FELICE: Dame otro ejemplo, bicho.
BICHO: Yo mismo: aquí estoy, vivito y coleando. Y te aseguro que podré ser muchas cosas, mas no una mentira.
FELICE: No estaría tan segura.
BICHO: Tal vez esté hecho de pequeñas mentiras que al cabo dan vida a otra realidad.
FELICE: Una suma de mentiras jamás se volverá verdad.
BICHO: Yo nunca hablé de verdad, Felice, hablé de realidad.
FELICE: ¿Verdad y realidad no son idénticas?
BICHO: No exactamente.
FELICE: ¿Qué eres, entonces? ¿Un sueño? ¿Una ilusión?
BICHO: Un espejismo. O el efecto alucinógeno de una droga...
FELICE: ¿Me estaré volviendo loca por discutir con un bicho imaginario?
BICHO: Tal vez yo no exista allá afuera, pero sí allí adentro, en tu cabeza.
FELICE: Te veo tan clarito como a Franz.
BICHO: Lo sé.
FELICE: Si tú eres una ficción, entonces ¿qué soy yo?
LIBRO PRIMERO
Los orígenes de la ficción
1. Sobre cómo el cosmos depende de un maullido
El big bang y el punto de vista
Cierra los ojos. En un instante que oscila entre los veinte y los diez mil millones de años en el pasado, toda la masa y toda la energía del universo se concentraban en la punta de un alfiler; su densidad era tan grande que la curvatura del espacio-tiempo tendía al infinito. Cuanto ha sobrevenido después, las galaxias y los soles, los bichos y las ballenas, la Odisea y Taylor Swift, tú que me lees y yo que te escribo, tiene su origen allí. Imposible saber si hubo algo antes, puesto que el tiempo también vio la luz en ese parpadeo. A partir de aquel aleph, el universo no ha cesado de expandirse, aunque no sepamos si continuará desperdigándose sin tregua o si le aguarda un final tan calamitoso como su inicio.
Conforme aquel diminuto cosmos empezó a enfriarse, las primeras partículas se separaron como una familia mal avenida. Al rozar los diez mil grados, el proceso generó fotones, electrones y neutrinos, con sus respectivas antipartículas, más unos cuantos protones y neutrones. Unos cien segundos después, estos materiales se amalgamaron para formar deuterio; luego, amasaron helio con unas pizcas de litio y de berilio: el disparo de salida de la tabla periódica. Las pausas del universo no transigen con nuestra cronología y durante miles de años no pasó nada digno de mención: un silencio que ninguna inteligencia pudo gozar o lamentar. Al cabo de trescientos ochenta mil años, ocurrió la recombinación: los electrones se unieron a los núcleos producidos con anterioridad y dieron origen a los primeros átomos neutros. Su carácter cuántico le otorgó textura a la radiación cósmica de fondo e hizo posibles aglomeraciones locales de materia: las primeras nebulosas. Entonces las regiones más densas del espacio se condensaron para dar paso al desbarajuste de las galaxias, en las cuales brotaron gigantescas armas nucleares —las estrellas— que al colapsarse generaron supernovas y agujeros negros. Residuos de residuos de las nubes modeladas en aquella cocina celeste son los materiales pesados que desde entonces danzan en torno a sus respectivos soles, incluida la Tierra y sus ansiosos habitantes.
Este es el inicio de nuestra historia: un relato inverosímil de no ser por el apabullante alud de pruebas en su favor. Lo más sorprendente es que las probabilidades de que algo así ocurriera eran mínimas: de entre los innumerables universos posibles, vivimos justo en aquel cuya velocidad de expansión se halla muy cerca de la medida crítica para no colapsarse en el camino e impedir la aparición de la Vía Láctea, el Sol y la Luna, el meteorito que acabó con los dinosaurios, las algas y los mosquitos, los primates y Donald Trump. ¿Seremos los ganadores de una lotería imposible o vivimos en el único universo donde habríamos podido crecer y multiplicarnos? Las respuestas a estas preguntas no entran en el terreno de la ciencia ficción, sino de la ficción pura: ¿se habrá sucedido una miríada de experimentos cósmicos fallidos y, en esa pléyade de fracasos, atestiguamos uno de los pocos —acaso el único— que requirió nuestra presencia?
Una opción menos autocomplaciente —el principio antrópico esparce cierto tufo narcisista— fue propuesta por Stephen Hawking: un universo finito, sin fronteras ni bordes, donde el tiempo no fluye linealmente, tal como lo experimentamos, sino donde todo está de una vez allí, semejante a la superficie de la Tierra, que es a la vez infinita e ilimitada, sin un antes ni un después. De acuerdo con esta fantasía, el tiempo del universo, al cual los físicos llaman imaginario, sería el real. Frente a los mitos que han encandilado a las culturas antiguas y modernas con su cohorte de dioses y demiurgos, el big bang no se queda atrás. Como ellos, es producto de la rabiosa imaginación humana, pero de una imaginación peculiar, la de la ciencia, obligada a cuadrarse ante reglas estrictas y cuya capacidad para anticipar el futuro necesita no ser desmentida.
Quédate con esta escena: al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, te descubres en el único universo donde habrías podido despertar.
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El primero de los grandes revolucionarios del siglo XX trabaja en la oficina de patentes de Berna ocho horas diarias de lunes a sábado; otra parte de su jornada la dedica a su esposa, Mileva Marić, y a su pequeño hijo, y aun así le quedan ocho horas para rasgar el violín y fantasear con los acertijos que lo atormentan desde joven. Esta rutina le permite a Albert Einstein explorar el efecto fotoeléctrico, las dimensiones moleculares, el movimiento browniano, la electrodinámica de los cuerpos en movimiento —que lo conducirán a la relatividad especial— y la equivalencia entre la masa y la energía que alumbró la única fórmula matemática de la que hoy presume cualquier persona culta (aun sin entenderla). Por si no bastara, a los cuatro prodigiosos artículos que Einstein publicó en 1905 les sucederán, entre 1915 y 1916, sus ideas sobre la relatividad general.
En el verano de 1925, el segundo de nuestros revolucionarios se refugia en la isla de Helgoland, en el mar del Norte, para atemperar sus alergias. En medio de aquel océano de acero, Werner Heisenberg atisba el comportamiento de los paquetes de energía identificados por Max Planck en las partículas subatómicas; basándose solo en aquello que puede ser observado, aquel muchachito sienta las bases de la mecánica cuántica, le provoca agudos dolores de cabeza a Einstein y trastoca la forma como la ciencia se aproxima a la realidad. Gracias a él, la física ya no nos dice qué es el mundo, sino cómo lo vemos, al tiempo que nos revela que las cosas, todas las cosas, no están formadas por diminutas partículas de materia, sino por ondas de probabilidad en campos cuánticos.
Un año después, en 1926, el tercer revolucionario, que no es ni un distraído hombre de familia ni un boy scout, sino lo que entonces se califica como bon vivant y acaso hoy lo habría llevado al #MeToo, se refugia con su amante vienesa —su identidad es un misterio— en un chalet en los Alpes suizos. Sacudido por aquella energía erótica, Erwin Schrödinger reformula las matrices de Heisenberg, clarifica la teoría y abre la puerta a nuevas fantasías: la posibilidad de que existan incontables universos paralelos.
La física cuántica no nos dice —no puede decirnos— dónde se halla una partícula cuando no la vemos: lo más que puede revelarnos son las probabilidades de encontrarla si la observamos. Esas probabilidades no son, a fin de cuentas, sino futuros posibles: ficciones entreveradas. Por inverosímil que te suene, solo tu mirada hace que una de ellas se torne, de pronto, real. Los pasos que conducen de Einstein a Heisenberg y Schrödinger aniquilan las ideas que habíamos acumulado no solo sobre el funcionamiento del mundo, sino sobre cómo nos creíamos capaces de observarlo, estudiarlo, analizarlo y aprehenderlo. Hasta entonces parecía que tú estabas encerradita en tu cráneo, mientras afuera quedaba lo real: un cosmos que, por extraño que resultara, habría de permanecer allí, ancho y ajeno, antes y después de tu muerte. La más perturbadora consecuencia de la física cuántica es que requiere de un observador: si el mundo es como es, te lo debe a ti. «La irrealidad de lo mirado», resumió Octavio Paz, «da realidad a la mirada».
¿Y el tiempo? ¿Es otra ficción? ¿Por qué recordamos el pasado y no el futuro? ¿Por qué uno nos parece fijo y el otro abierto y móvil? ¿Se trata, otra vez, de una cuestión de perspectiva? La relatividad nos enseña que el tiempo no existe; existe, en todo caso, una inmensa cantidad de tiempos: uno para cada lugar en el espacio. Dependiendo del lugar y de la velocidad, su ritmo se altera. Ello significa que el presente es un sinsentido: jamás sabremos lo que sucede ahora. Con excepción de la termodinámica, las demás leyes de la física funcionan igual hacia adelante y hacia atrás. Por suerte, vivimos en un universo en desequilibrio térmico: las huellas que nos deja esta perturbación mientras se precipita hacia un punto de equilibrio nos permiten distinguir su flujo. Y no solo eso: a ese desequilibrio le debemos la posibilidad de almacenar recuerdos y, en el fondo, la existencia. La brutalidad de la entropía nos convierte en fenómenos irreversibles: criaturas dirigidas, como el cosmos mismo, hacia ese equilibrio total que identificamos con la muerte. En tanto sobreviene, padecemos los estragos del tiempo: mucho antes de que Einstein determinase su naturaleza voluble y esquiva, ya sabíamos que cada vida está ceñida al punto de vista de cada cual.
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Para explicar una de las consecuencias más perturbadoras de la física cuántica, Erwin Schrödinger se valió de una curiosa ficción. En La situación actual de la mecánica cuántica (1935), escribió: «Se pueden construir casos bastante burlescos. Se encierra un gato en una cámara de acero junto con los siguientes aparatos diabólicos (que hay que mantener fuera del alcance de las garras del gato); en un tubo Geiger hay una pequeña masa radioactiva, tan pequeña que en una hora quizás se desintegre uno de sus átomos, pero también, y con la misma probabilidad, que esto no llegue a suceder. En caso de desintegrarse, el contador Geiger, a través de un transmisor, accionaría un martillo que en ese momento aplastaría un frasco de ácido prúsico. Si se deja este sistema solo durante una hora, podremos decir que el gato sigue con vida si en ese espacio de tiempo no se ha desintegrado ningún átomo. En cambio, la primera desintegración atómica se habrá encargado de envenenarlo. La función Ψ del sistema completo expresaría la situación de mezclar o machacar (perdonen la expresión) al gato vivo con el gato muerto en partes iguales hasta el momento en que alguien abra la caja y observe el resultado».
Según Schrödinger, no es sino hasta que el observador interactúa con el sistema que colapsa la función de onda (que él expresó con la letra griega Ψ), fijando una sola posibilidad: el infeliz felino muerto, por ejemplo. Conforme a la interpretación de los muchos mundos, que todavía encandila a numerosos filósofos, físicos y cosmólogos, en ese mismo instante se abre otro universo, en el cual el gato sigue vivo. Para algunos, esta no es una fantasmagoría, sino la mejor lectura posible de los postulados de la mecánica cuántica; a otros, en cambio, la idea de que un gato pueda estar vivo y muerto a la vez, o de que al colapsar la función de onda se abran distintos universos paralelos, les resulta tan absurda como que un bicho pueda hablar.
Varias hipótesis han intentado apagar el fuego de esta interpretación: el excéntrico físico estadounidense David Bohm elaboró la idea de las variables escondidas (antes postuladas por Max Born), que, en su afán por eliminar los muchos mundos, introduce una realidad física inaccesible al conocimiento humano: una fantasía como la que pretendía eliminar. Otros pensadores han invocado el colapso físico de la función de onda, un fenómeno hasta ahora jamás observado que ocurriría de vez en cuando en las ondas probabilísticas, impidiéndoles dispersarse en un sinfín de universos paralelos. Según esta propuesta, la Ψ del gato colapsaría tan rápido que ni siquiera nos daría tiempo de observarla, lanzando al pobre animal solo a la vida o la muerte en vez de a ese limbo de existencia e inexistencia entremezcladas. Una tercera acometida, defendida por el físico italiano Carlo Rovelli, establece que quizás no haya que tomarse la Ψ demasiado en serio: en vez de asumirla como real, provocando la proliferación de mundos paralelos, variables ocultas, colapsos físicos y otros adefesios, habría que considerarla un mero instrumento de cálculo.
En tal caso, la Ψ sería solo la medida de nuestro conocimiento del universo, no del universo mismo. Esta idea lleva aún más lejos el principio de incertidumbre de Heisenberg: la física en ninguna medida describe el mundo, sino nuestra idea del mundo. Al observar un electrón no lo transformamos con la mirada, solo obtenemos un poco más de información sobre su estado. A esta perspectiva se le ha dado el nombre de QBismo, en un juego de palabras que remite a Picasso o Braque. El QBismo, advierte Rovelli en Helgoland (2020), renuncia a una imagen realista, puesto que no es lícito decir nada del gato mientras no lo miremos. En este esquema, las cosas no tienen propiedades por sí mismas, sino solo en relación con otras, en particular con nosotros mismos. La Ψ significaría entonces la probabilidad de que el gato esté vivo o muerto solo respecto a ti, que estás a punto de espiarlo; por el contrario, la medición de Ψ no sería válida para mí, que ni loco me asomaría a la caja.
La realidad no sería, pues, sino un conjunto de relaciones. Una interpretación radical de la teoría cuántica: un universo construido a partir de una infinita variedad de puntos de vista que no admite una visión única. Un cosmos sin Dios y sí, en cambio, con incontables conciencias que saben —y definen— un sinfín de pequeñas cosas que a la larga conforman el todo. En términos narrativos, diríamos que somos habitantes de un universo donde no hay sitio para un narrador omnisciente, sino, a la manera de Dostoievski o Henry James, solo para un avispero de puntos de vista entremezclados.
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Ahora imagina un universo vacío, sin nadie que lo contemple. Un cosmos sin seres inteligentes que aspiren a resolver sus enigmas. Un manchón de galaxias, estrellas incandescentes o agónicas, cometas y meteoritos, planetas y lunas tan numerosas como granos de arena, océanos y cumbres, cavernas, promontorios, arrecifes, dunas, sabanas, ríos y lagos como espejos: una apabullante belleza que nadie ve. ¿No te sacude un escalofrío? ¿Para qué todo esto si nadie lo puede admirar? Y, si nadie lo ve, ¿cómo saber siquiera que está ahí? ¿Podemos hablar de existencia sin una conciencia que la experimente o la padezca? ¿Cuál sería la diferencia entre un universo despoblado y la nada? La fantasía contraria, que unos animalillos sucios y medrosos, asentados en el último rincón de un sistema solar periférico, sean quienes le dan sentido al cosmos suena megalómana y todavía más absurda. ¿Acaso el universo solo existe para que unas aterradas criaturas terrestres lo contemplemos desde aquí? O, a la inversa, ¿somos nosotros quienes lo inventamos al otearlo?
2. Sobre cómo filosofar con proteínas
La evolución y el origen de la vida
Cierra los ojos. Frente a ti se extiende un charco burbujeante y denso como chocolate mientras una atmósfera neblinosa rica en metano, oxígeno y nitrógeno te envuelve por completo. Una sucesión de relámpagos acuchilla la superficie del planeta, infestada de fosfatos y promiscuas variedades de carbono: el escenario de una película de terror si no luciera tan vacío. Como en un caldero mágico, los ingredientes se agitan y entremezclan en el interior de aquella poza, azuzados por la tormenta eléctrica. Si fueras una alienígena capaz de degustar ese caldo primordial, descubrirías cómo esas moléculas bailan, se esquivan, se acomodan y al cabo se aparean: las proteínas de pronto se enroscan al unísono en configuraciones que otras proteínas no tardan en copiar.
Entretanto, nuevas sustancias tejen un abrigo con el que las primeras se guarecen: una delgadísima membrana que les sirve de protección y de refugio. ¿Qué fue primero, la proteína replicante o su túnica? Esta vez no adviertes una gran explosión, sino un discreto divorcio: el instante en que una de esas bolsitas colmadas de aminoácidos se duplica y cede su lugar a otras dos que son —y no son— la original. Poco después, al menos en una escala cósmica, un primer bicho flota en la superficie del agua. Tú eres una de sus lejanas descendientes. He aquí la gran ficción sobre el origen de la vida: el vaivén que dará lugar a los protozoarios, las manzanas, el mosquito que chupa tu sangre, las vacas y los borregos, los tigres y tus ojos.
Recuerdo el capítulo de Cosmos (1980) en el que Carl Sagan narra el experimento que intentó replicar aquel caldo primordial donde se originó la vida hace unos 4,280 millones de años. Siguiendo las ideas de Aleksandr Oparin y John B. S. Haldane, en 1953 Stanley Miller y Harold Clayton Urey combinaron metano, amoníaco e hidrógeno en un conjunto estéril de tubos y recipientes, aumentaron la temperatura y bombardearon la mezcla con descargas eléctricas hasta que en aquella argamasa se asomó un puñado de compuestos orgánicos. Aunque el experimento no llegó a producir seres vivos —nadie lo ha conseguido—, sus creadores constataron que la síntesis de aminoácidos en la Tierra primitiva debió de ser bastante frecuente.
En 2009, Gerald Joyce, del Instituto Salk, realizó un experimento con enzimas de ácido ribonucleico in vitro que se acomodaron según los parámetros adaptativos previstos por la evolución: un primer esbozo de cómo lo animado podría surgir de lo inerte. Condiciones parecidas a las planteadas por Miller y Urey se han descubierto en el espacio exterior: el meteorito Murchison, que cayó en Australia en 1969, conserva trazas de aminoácidos, un dato que apuntalaría la excéntrica teoría de la panspermia, según la cual la vida podría ser una constante en el universo, transmitida de una galaxia a otra a través de polvo estelar, asteroides o cometas.
Identificar a un ser vivo no es tarea sencilla. Conforme nos alejamos del mundo macroscópico, los baobabs, las acacias, las jirafas o los basset hounds y nos aproximamos a las bacterias, las arqueas, los virus o los priones, la frontera entre lo orgánico y lo inorgánico se torna menos nítida. Si seguimos los parámetros termodinámicos de Erwin Schrödinger en su pionero ¿Qué es la vida? (1944), ampliados por Ilyá Prigogine en Del ser al devenir (1980), los seres vivos podrían definirse como sistemas abiertos que intercambian energía y materiales con su entorno y son capaces de transmitir sus genes a generaciones sucesivas. Todos los organismos cumplen estas funciones, si bien los virus y los priones —proteínas mal plegadas que trasladan su estructura a otras variedades de la misma proteína— necesitan insertarse en sistemas más complejos, más propiamente vivos, para lograrlo.
Al final, eres un fatigoso robot que transforma energía en información, la cual se almacena en tus tejidos a fin de maximizar la reducción de la entropía para que mañana puedas recolectar más energía y volverla a convertir en información. El sol recarga las plantas, que a su vez son devoradas por los animales y por ti: cuando te alimentas, esa misma fuerza te irriga y, en el breve lapso en que logras eludir su disipación —la muerte—, incorporas en tu cerebro información indispensable para sobrevivir. Como alquimistas, los humanos transmutamos energía en conocimiento: recuerdos, imágenes, ideas, ficciones.
Desde que fue identificado en Wuhan a finales de 2019, sabemos que un vulgar conjunto de aminoácidos, el SARS-CoV-2, logró introducirse en nuestras células. Desde entonces, no ha dejado de reproducirse vorazmente en nosotros. Durante meses nos enclaustró, paralizó la economía, detuvo los viajes y vació los sitios de recreo, doblegó nuestra libertad y alteró nuestras costumbres, aniquiló a millones y nos obligó a hablar de él como de ninguna otra cosa. Infectó a la vez cuerpos y mentes y, como el infeliz gato de Schrödinger, ni siquiera está del todo vivo: un diminuto pedernal lujurioso y caníbal. Los virus son muertos vivientes que solo adquieren una existencia vicaria —como los personajes de ficción— mientras se alimentan de nosotros.
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¿Y si la vida fuese un juego? Busca un tablero de damas y despliega frente a ti las fichas negras. A continuación, colócalas en una posición aleatoria y aplica las siguientes reglas:
1. Si un escaque contiene una ficha (la llamaremos una célula viva), y dos o tres de sus vecinas están también vivas, la célula permanece con vida.
2. Si una célula está viva y tiene más de tres vecinas vivas, muere por sobrepoblación.
3. Si una célula está viva y tiene menos de dos vecinas vivas, muere de soledad.
4. Si una célula está muerta, pero tiene justo tres vecinas vivas, vuelve a la vida.
Prueba unas cuantas veces. Tras un tiempo razonable, observarás cómo surgen configuraciones cada vez más extrañas. Con un poco de suerte —y algo de imaginación—, distinguirás formas que te harán pensar en larvas o gusanos. Si persistes, tarde o temprano comprobarás que este sencillo modelo propicia el surgimiento de figuras cada vez más complejas. El matemático John Horton Conway diseñó este ingenioso divertimento en 1970 y le dio el nombre de Juego de la vida: el primer y más sencillo autómata celular. Él mismo quedó anonadado con su invento y, una vez que lo trasladó al entorno de su computadora, las estructuras que brillaban en la pantalla de pronto empezaron a moverse y reproducirse como si estuvieran vivas. (Ese «como si» será central en este libro).

Es probable que las fichas sobre el tablero no te parezcan muy vivas, pero los modelos informáticos desarrollados a partir del jueguito de Conway —popularizado por Martin Gardner en Scientific American— cumplen con las condiciones esenciales de la vida; así sea enclaustradas en un universo virtual, esas formas —si insistes en no llamarlas organismos— nacen, se alimentan, excretan, se mueven, crecen, se reproducen y mueren o, en otras palabras, extraen información de su ambiente digital, la almacenan y la emplean tanto para adaptarse como para replicarse. Algunas dan lugar a sofisticadas colonias con complejas interacciones grupales —no querrás llamarlas sociales—, en tanto otras se extinguen al cabo de unas cuantas generaciones.
De manera análoga a la vida que se cocinó en el caldo primordial, estos seres virtuales desarrollan propiedades emergentes que les permiten autoorganizarse y multiplicarse. El proceso no requiere un creador: una vez que el mecanismo se activa, nada lo detiene. Quizás no resulte sencillo reunir las condiciones necesarias para el surgimiento de la vida, pero, una vez que esta aparece, lo difícil es detener su frenesí. La vida se obstina en seguir viva y prospera por sí misma o mediante las copias que siembra en su camino. Desde esta perspectiva, es una máquina del tiempo: orden en combate contra el caos, un desafío momentáneo —aunque a la postre trágico— a la segunda ley de la termodinámica. Cada organismo es un atisbo de futuro: pura ansia de inmortalidad. O, en palabras de Calderón en La vida es sueño (1635):
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción.
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Aunque lleva dándoles vueltas a las mismas ideas desde que desembarcó del Beagle veinte años atrás, Charles Darwin no se ha atrevido a condensar sus intuiciones en un libro, paralizado por sus dudas, sus divagaciones geológicas, su atribulada vida doméstica —su hijo recién nacido fallecerá de escarlatina— y las posibles consecuencias de sus descubrimientos. El 18 de junio de 1858, una carta de Alfred Russel Wallace, quien ha llegado por su cuenta a las mismas conclusiones, lo pone contra las cuerdas. A partir de entonces, Darwin se consagra a escribir el que será uno de los libros más influyentes de la historia: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, publicado por John Murray en noviembre de 1859.
El naturalista no podría haber adivinado que sus ideas no tardarían en crecer y multiplicarse como larvas bien alimentadas. En La peligrosa idea de Darwin (1995), Daniel C. Dennett afirma que la evolución por selección natural es la teoría más satisfactoria y perturbadora jamás concebida por la mente humana: un prodigio de imaginación que, con las correcciones y adaptaciones que se le han incorporado después, se comporta como un ácido que corroe cuanto toca. Combatida por incontables enemigos, desde quienes se niegan a asumirse herederos de los simios hasta quienes anhelan un gran relojero, la evolución se ha vuelto un principio fundamental de nuestro mundo. Del origen de la vida al de la conciencia, todo puede ser explicado a través de los pausados mecanismos de adaptación que se ponen en marcha en una escala de abajo hacia arriba —de las células a los cerebros y de las necesidades animales a la filosofía y el arte—, paso a paso, de manera lenta y azarosa. Como sintetiza Dennett en el título de otro de sus libros, publicado en 2017, la evolución explica el camino de ida y vuelta que se tiende entre las bacterias y Bach.
En El gen egoísta (1976), Dawkins trasladó los términos de la evolución de los individuos a los genes. Son estos quienes se obstinan en permanecer y multiplicarse, en tanto los organismos somos máquinas a su servicio. En el último capítulo de su libro, el zoólogo británico sugería un paralelismo entre el comportamiento de los genes y el de las ideas, a las cuales denominaba memes (sin anticipar que el término acabaría definiendo chistes y gags). Según él, estas también se hallan sometidas a las leyes de la evolución: buscan permanecer y reproducirse en nuestras mentes —su medio natural— y, en tanto algunas logran adaptarse y sobrevivir a lo largo de milenios, otras se extinguen muy pronto.
En términos evolutivos, las ficciones serían conjuntos de ideas —memes— que se transmiten de un individuo a otro, algoritmos que conducen ciegamente de un origen a un resultado o parásitos que persiguen un solo objetivo: introducirse en el mayor número posible de individuos a fin de multiplicarse una y otra vez. Las ficciones no surgen, sin embargo, por generación espontánea: para concebir una, debes recurrir a tu propio caldo primordial, ese batiburrillo de ideas ajenas que burbujea en tu interior. Una vez que estas se mezclan y asimilan, atraen otras ideas en una cadena sin fin; los memes que alcanzan un índice de supervivencia superior al de sus competidores se convierten en obsesiones de las que no te será fácil librarte. Cuando ciertas ideas se apoderan de tu atención, tuercen tu voluntad y te obligan a esparcirlas por medio de todo tipo de asociaciones. Cientos de ideas secundarias o terciarias darán paso a colonias anidadas en tu mente y en las de los contagiados por ti.
Las ficciones se construyen, pues, a través de minúsculas transiciones entre estados mentales que generan y verifican, eliminan y corrigen, y vuelven a verificar hasta que nuestro cerebro, comportándose como un eficaz programa heurístico, elige las mejores. La selección natural filtra los resultados y produce un sinfín de criaturas imaginarias: opiniones, hipótesis y teorías; recetas, chismes y narraciones; religiones e ideologías; novelas, series de televisión y juegos de video. Cada una se halla sometida a una feroz lucha contra todas las demás. Al ser limitado el tiempo mental del que dispone una persona —o una sociedad—, el combate no ofrece tregua: solo sobrevivirán las que mejor se adapten a otras mentes, otros lugares, otros tiempos. Pero, como ocurre con los seres vivos, no ganan la carrera las mejores, sino las que adquieren mayor virulencia. Al final, solo unas cuantas rebasarán el umbral crítico que les permitirá infectar a miles o millones. Igual que los virus, algunas ficciones pueden convertirse en plagas o epidemias y pocas vacunas lograrán contrarrestarlas.
3. Sobre cómo declarártele a un zombi
Conciencia y autoconciencia
Abre los ojos. Te descubres en un anfiteatro, de pie en medio de un escenario circular, frente a un atril y un micrófono, iluminada por un reflector que te nubla la vista. Tras una inclinación y un breve silencio, un batir de palmas te provoca un escalofrío: tardas en darte cuenta de que los aplausos son para ti. Se encienden las luces y te encuentras rodeada por una multitud que, fascinada con tu charla sobre los orígenes de la conciencia, se apresura a celebrarte. En vez de sentirte orgullosa, te paraliza el terror: ¿cómo saber si ese apeñuscado conjunto de rostros y cuerpos está formado por auténticos humanos? ¿Quién te garantiza que detrás de aquellas miradas atentas, los gestos de aprobación, los guiños y suspiros anidan conciencias semejantes a la tuya? ¿Cómo saber si no estás flanqueada por seres que lucen y se comportan como humanos, pero cuyos cuerpos acaso se hallan desprovistos de vida interior? ¿Y si ese público estuviera formado por maniquíes o zombis?
El horror se repite frente a las demás personas con las que te topas en el camino: nada te confirma que tu madre o tu hermana, tus amigos y compañeros de trabajo, tu casero o tu amado Franz no sean walkers como ellos. ¿Cómo averiguar si piensan, sienten, perciben, padecen como tú? Ni el más preciso encefalograma, ni una resonancia magnética funcional o una tomografía despejarán tus dudas: no existe ninguna prueba de que los otros posean vidas interiores semejantes a la tuya. Si a primera vista parecen conscientes, si sus gestos, movimientos, reacciones y palabras te inducen a pensarlo, se trata de una ilusión. Los expertos la llaman teoría de la mente: la fantasía que te permite imaginar que eres idéntica a quienes te rodean —incluso a mí— y que nuestras ideas y ficciones sobre el mundo podrían resultar equivalentes. Cada individuo con el que te encuentras, convives o intercambias unas frases, cada persona a la que amas o detestas no dejará de ser, para ti, más que una ficción. Esta es la razón de que te resulte tan sencillo poner en marcha el procedimiento inverso: tratar a los personajes de ficción como si fueran personas.
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Si bien te parece imposible comprobar la vida interior de tus semejantes, no dudas, en cambio, de la tuya: cogito ergo sum. Aquí estás y observas el mundo, consciente de tu entorno, de tu cuerpo y de tu estado interior. Ningún escéptico te convencerá de lo contrario. Aun si lo que percibes es un espejismo o una ilusión inspirada por el diablo, nadie logrará arrebatarte tu lugar. Eres, antes que nada, un punto de vista.
En tu charla repasaste las definiciones contradictorias que la conciencia ha adquirido a lo largo de la historia: desde quienes la consideran un equivalente del alma o el espíritu —los franceses aún la llaman esprit— hasta los que insisten en que hablar de ella en términos científicos resulta irrelevante. Pero ¿cómo estudiar la conciencia si no tienes acceso más que a la tuya? ¿No se convierte en un round de sombra? Así lo creía Descartes y toda su filosofía se basa en ese narcisismo que recuerda al de Freud: mi único objeto de estudio soy yo. Dennett sugiere una salida al solipsismo: analizar las conciencias ajenas como si fueran novelas, películas o relatos de ficción. Cuando nos sumergimos en un cuento de Conan Doyle o en una novela de Dostoievski, jamás nos preguntamos cómo nacieron sus mundos, nos basta con constatar que están allí para vivirlos como si fueran reales. El que se trate de territorios y personajes ficticios no imposibilita su estudio riguroso.
Superado este escollo, confiemos en que es válido estudiar los relatos de los otros como si expresaran variedades de tu propia experiencia: a diferencia de la protagonista de La amante de Wittgenstein (1988), la ingeniosa novela de David Markson, quizás no seas la única habitante de la Tierra. Como ocurre con el viejo chiste del elefante, si alguien se comporta como un ser consciente, tiene la forma de un ser consciente, se mueve y habla como un ser consciente, lo más probable es que lo sea. Al final, quizás no estemos rodeados de hordas de zombis filosóficos.
¿Recuerdas aquel otro zombi imaginado por la tradición askenazi de Praga y recuperado por Borges a quien el rabí Judá León no solo insufla vida, sino que le otorga una pálida conciencia cuando incrusta en su arcilla las sagradas letras del nombre de Dios?
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores,
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
El Golem se descubre atrapado en el mundo: atisba objetos que no reconoce, pues carece de memoria, y poco a poco distingue el espacio-tiempo y la frontera entre su yo y el del rabino. La conciencia resulta tan indescifrable que debe de ser distinta a la materia: son las secretas letras del nombre de Dios las que le otorgan esa awareness que lo acerca a los humanos. La mayor parte de los relatos que conservamos sobre el origen de la conciencia repiten el mismo esquema: algo —sea el aliento divino o una propiedad emergente de la materia— queda atrapado en la arcilla de las células: frente al cuerpo desdeñable y perecedero, el alma inmortal. Nuestro abúlico creador amasa arena con agua, le da forma y luego sopla sobre ella: para los creyentes, la conciencia es su regalo más preciado.
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La primera forma de vida que apareció sobre la Tierra —apenas unas proteínas autorreplicantes rodeadas de una membrana maleable— ya era capaz de reaccionar a los cambios químicos en el ambiente, podía recuperar información del exterior, asimilarla y adaptarse a ella. Se comportaba como un archivo que transmitía información a las copias que producía de sí mismo. No hay en las bacterias, el plancton, las algas, las plantas y los organismos multicelulares posteriores sombra de autoconciencia, pero sí mecanismos que persiguen la homeostasis y que interiorizan el exterior. Al cabo de unos cuantos millones de años aparecen los primeros organismos complejos que padecen —los términos para describir estos procesos son demasiado antropocéntricos— hambre o sed, calor o frío. Esas primeras sensaciones representan los pinitos hacia una primitiva visión del mundo.
Si damos otro salto y llegamos a los nematodos o a los insectos, veremos que poseen células nerviosas que les permiten diferenciarse del medio ambiente y de sus semejantes, relacionarse con ellos, aparearse y cumplir las tareas básicas dictadas por sus genes. Se dirá que todo ocurre porque están programados para ello y que son una suerte de autómatas que repiten ciertas rutinas, pero aun así hay algo en su frenesí —piensa en las hormigas, las abejas o las termitas— que nos resulta extrañamente familiar. Si avanzamos aún más, hacia el instante en que la evolución pone a prueba uno de sus diseños más espectaculares, los sistemas nerviosos centrales, la conciencia animal se torna irrefutable.
En 2012, un grupo de científicos lanzó la Declaración de Cambridge sobre la conciencia, donde se afirma que la ausencia de neocórtex no excluye que un organismo experimente estados afectivos. Según sus firmantes, los humanos no somos los únicos animales que poseemos los sustratos neurológicos que generan la conciencia. Los mamíferos y las aves, al igual que muchas otras criaturas, como los ansiosos y brillantísimos pulpos —insisten sus firmantes—, reconocen su lugar en el mundo. Miro los profundos ojos de mi perro Orfeo y no dudo de su conciencia: si acaso es un zombi, será tan zombi como yo.
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En la sopa primordial, ese caldo pringoso y humeante, no solo no había vida ni conciencia, tampoco causas, efectos, propósitos, puntos de vista. Todo ello surge gradualmente (recupero el adverbio borgiano) en cuanto esas primeras proteínas recubiertas de membranas adquieren el don de replicarse. Nacen así, en sentido biológico, tanto el futuro como el egoísmo. En su afán por copiarse a sí mismos, aquellos seres distinguen ciertas metas: desafiar la entropía, mantener la homeostasis y anclarse al porvenir. Al perseguirlas, se diferencian del medio, extraen información y recursos de su entorno y se crean un mundo interior. Sin querer antropomorfizarlos en exceso, se comportan como rechonchos narcisistas, preocupados únicamente por sus necesidades. En cuanto el primer organismo ve la luz en aquellos pantanos, lo acompaña su punto de vista. La realidad circundante, hasta ese momento tan sosa, adquiere cualidades únicas: puede resultarle neutra y aburrida (si no lo beneficia ni lo perjudica), positiva (si lo ayuda a permanecer y reproducirse) o negativa (si le impide realizar estas tareas). De modo incipiente, sus interacciones se tornan buenas, malas o neutrales —y eso que falta mucho para la ética— con respecto a sus intenciones. El término, tal vez demasiado humano, no es gratuito: cada una de esas bestezuelas descubre un propósito. Sin falta, se formulará la misma pregunta: ¿qué hacer después?
Si le damos fast-forward a esta historia, nos toparemos con seres inverosímiles y deformes que, bajo la lente del microscopio, se acercan a alguna sustancia y se atreven a probarla: así es como descubren si deben rechazarla, ignorarla o abalanzarse sobre ella. Esta información garantiza su supervivencia. La aparición de células nerviosas —computadoras en miniatura que reaccionan a los estímulos externos, procesan la información, inducen reacciones en el organismo y conservan esa impronta en sus tejidos— les concederá a estos organismos la oportunidad de no quemarse cada vez con el mismo abrasivo. Estos seres son ya productores de futuros: prevén los efectos para ciertas causas, asumen el pasado similar al porvenir y actúan en consecuencia. Los mecanismos de la evolución por selección natural se trasladan, entonces, a los sistemas nerviosos centrales y a los cerebros, donde los patrones de conducta que generan beneficios se refuerzan y preservan, mientras aquellos que dañan o lastiman tienden a borrarse, bloquearse o eludirse. Gracias al aprendizaje, los seres vivos anticipan ciertas constantes —la gravedad o la entropía— y responden a ciertos ciclos, como el paso del día a la noche o la rueda de las estaciones.
Poblado cada vez con más criaturas y sometido a condiciones climáticas azarosas, el medio ambiente continuará siendo un desafío que las respuestas mecánicas no atemperan. Para acomodarse a lo imprevisto, la evolución se saca de la manga la plasticidad neuronal: los organismos ya no se contentan con repetir patrones preestablecidos, sino que ensayan respuestas novedosas —acaso el origen de la libertad individual— a situaciones cambiantes. Nuestra conducta se vuelve heurística y, de entre distintos futuros posibles, elegimos el que creemos que tiene más probabilidades de resultarnos benéfico. ¿Será este el humilde origen de la conciencia? Una vez que se expande el neocórtex, una máquina de futuros aún más sofisticada, y que los primates y los homínidos lo inflemos hasta su límite, nuestros estados internos se volverán tan intrincados como para requerir un general dispuesto a tomar el mando de las tropas. Ese puesto le corresponderá a esa ficción suprema a la que damos el empalagoso nombre de yo.
Estamos en Parma y es la hora del almuerzo. Un asistente del doctor Giacomo Rizzolatti regresa al laboratorio mientras saborea un helado de pistache; encerrados en sus jaulas, varios simios lo observan con envidia. Cuando el jefe regresa y mira las lecturas de los aparatos conectados a sus cráneos, constata que en los cerebros de los monos no solo se han activado neuronas relacionadas con el hambre, como hubiera sido previsible, sino un grupo de neuronas motoras. Rizzolatti y su equipo determinan que los chimpancés, al igual que los humanos y un puñado de otros animales, cuentan con estas células motoras que se activan cuando advertimos que alguien se mueve o cuando recordamos, imaginamos o leemos que alguien se mueve. ¿Para qué sirven estas neuronas, justamente llamadas espejo? Para comparar esos movimientos con otros que hayamos realizado y adivinar qué va a pasar a continuación: saber de antemano si el individuo que tenemos enfrente nos saludará o nos propinará un mazazo es una gran herramienta evolutiva. Al cumplir con esta función, esas extrañas neuronas motoras nos colocan en el lugar del otro. Nos permiten reconocernos a nosotros mismos, pero sobre todo vernos en los demás y dentro de los demás: por un segundo, somos ellos. El procedimiento, que tuvo su origen en la necesidad de adelantarnos al futuro, nos concedió una ventaja adicional: mezclar, así sea de forma parcial e imaginaria, tu conciencia con la mía. Estoy aquí, pero, según esta ficción, también allí, vicaria y ficticiamente en tu interior.
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Dotado con unos ochenta o noventa mil millones de neuronas y unas 1014 conexiones sinápticas —entre cien y quinientos billones—, el cerebro humano es un cosmos en miniatura: una red neuronal con una arquitectura en paralelo que procesa una ingente cantidad de datos provenientes del exterior a gran velocidad. La conciencia, en cambio, es lineal: una secuencia narrativa de atrás hacia adelante, dócil discípula de la línea del tiempo. ¿Cómo se incrustó una en el otro? Parecería como si un parásito —el yo— hubiera hecho su nido en el neocórtex, alterando su estructura y transformándolo no solo en una puntual máquina de futuros, sino en un espejo donde admirarse a sí mismo. (Hay quien piensa que el desperfecto lo provocó una buena ingesta de hongos alucinógenos). Si este relato fuese cierto, la autoconciencia solo podría lanzar sus primeros balbuceos cuando el número de neuronas y conexiones sinápticas sobrepasa cierta masa crítica: hay quien afirma que la conciencia es lo que siente un cerebro suficientemente grande. Hace seis millones de años, los homínidos nos separamos de los chimpancés y los bonobos y nuestras cortezas cerebrales iniciaron un proceso de agigantamiento hasta triplicar su tamaño. El salto —la gran encefalización, equivalente al big bang— dio inicio dos millones y medio de años atrás y se completó hace apenas ciento cincuenta mil, antes de la aparición del lenguaje, la domesticación del fuego o la agricultura.
Gracias al flujo de información que el cerebro comenzó a intercambiar con los sentidos, nos volvimos capaces de asimilar la realidad de formas novedosas. En vez de limitarnos a reaccionar ante ella, adquirimos el poder de completarla con nuestra imaginación, acelerando y facilitando nuestra adaptación al medio. Como ha resumido Chris Frith en Descubriendo el poder de la mente: cómo el cerebro crea nuestro mundo mental (2007), nuestra percepción del mundo se volvió «una fantasía que coincide con la realidad». O, como argumenta Anil Seth en La creación del yo: una nueva ciencia de la conciencia (2021), la realidad se convierte en nuestro interior en una «alucinación controlada»: un espacio-tiempo ficcional, más parecido a un mapa que a un registro de video, que nos permite guiarnos de manera tentativa.
El conjunto de procesos mentales que nos definen y de los cuales nos sentimos tan orgullosos —aquellos que han permitido las pirámides y las óperas de Wagner, la Odisea y TikTok— se desarrolló a lo largo de los últimos diez mil años, un salto supersónico cuando se ponen en marcha los distintos motores del neocórtex, en particular aquellos que lo animan a aprender, y a aprender a aprender, en ciclos cada vez más sofisticados. Nuestros cerebros se tornan híbridos: ya no solo están formados por la argamasa de neuronas, células gliales y corrientes subterráneas de los neurotransmisores, sino por las ideas y símbolos producidos por esa materia blanda, sinuosa y gris. Confrontados con la inestabilidad del mundo, producimos escenarios de futuro a partir de los patrones del pasado, hábitos y estrategias de supervivencia que se refuerzan mediante procesos de estimulación y autoestimulación.
Esta suma de estados internos alienta la creación de un medio ambiente invisible, poblado por criaturas nunca vistas: las ideas que adquieren vida propia en el fértil terreno de la mente bajo los parámetros que la evolución asignó a plantas y animales, dando lugar a esa proliferación de memes que llamamos cultura. Una eclosión que se dispara gracias a un atributo que heredamos de nuestros ancestros primates: nuestra agitada vida social. El aprendizaje deja de ser un mecanismo individual y, una vez que animamos y perfeccionamos el lenguaje articulado, nuestra capacidad para infectar las mentes de los otros y para ser contagiados por las suyas se vuelve torrencial. Francis Crick esbozó la asombrosa hipótesis según la cual solo somos nuestro cerebro. En realidad, somos nuestro cerebro y nuestro cuerpo y los memes —las ideas y las ficciones— que, como obreros en una planta de ensamblaje, no nos cansamos de fabricar e intercambiar.
4. Sobre cómo combatir tigres fantasma
Lenguaje, símbolos y poder
¿Cuál fue la primera palabra pronunciada por un humano? ¿Cuál la primera seña o el primer símbolo usado por nuestros antepasados? ¿Poseen los simios —y poseían nuestros ancestros homínidos— lenguaje simbólico? ¿Piensan los chimpancés en bananas imaginarias? Todos los organismos extraen información del medio ambiente, la incorporan a sus tejidos y la transmiten a sus descendientes, al tiempo que intercambian información con las demás criaturas que los rodean en un inagotable flujo de datos. Las plantas adoptan formas, aromas y tonos caprichosos a fin de dirigir mensajes a los insectos que las polinizan, mientras los animales no dejan de enviarse señales con el tecnicolor de sus plumajes, sus olores, ademanes y rituales o la complejidad de sus danzas de apareamiento. Estas señales son unívocas, pues simbolizan una sola cosa: los cortejos de las aves, la vitalidad de los machos; el croar de las ranas o el aullido de los lobos, indicaciones sobre cuándo copular o huir. No hay margen para la improvisación o la duda: de la correcta transmisión e interpretación del mensaje dependerá la supervivencia del individuo y de su especie.
En el proceso de adaptación por selección natural, algunos gamberros descubrieron que engañar a sus semejantes podía serles beneficioso: el insecto cuyo cuerpo se asemeja a una ramita, el camaleón que se pinta del color de los matojos que lo circundan, la rana que se asimila a una hoja seca o la sepia que se confunde con la arena marina para sorprender a la hembra son engaños biológicos que, no obstante, poseen la misma rigidez interpretativa de sus contrapartes verídicas. El camuflaje, el mimetismo y el engaño táctico —cuando el animal activa de pronto estas maniobras— se hallan presentes en todo el reino animal, pero se trata, otra vez, de estrategias programadas en sus genes. En cambio, los animales dotados con sistemas nerviosos centrales no solo reaccionan de formas novedosas a los desafíos del ambiente, sino que lanzan señales específicas para distraer o engatusar a sus competidores, parejas o rivales.
Los grandes simios, y en particular los chimpancés y los bonobos, mienten de forma intencional: generan mensajes equívocos y se aprovechan del desconcierto de sus receptores. Los primates cuentan asimismo con herramientas evolutivas que luego nos resultarán cruciales a los humanos: la atención conjunta, que permite a dos sujetos referirse a un mismo objeto; la atención selectiva, gracias a la cual se concentran en ciertos mensajes en tanto desdeñan otros; la posibilidad de realizar viajes mentales en el tiempo, a fin de recuperar momentos del pasado y aventurar el porvenir; y acaso un incipiente off-line thinking, es decir, la capacidad de pensar en asuntos no relacionados con las urgencias del presente. Todo ello, sumado a su compleja interacción social, permite que los simios se comuniquen con elevado grado de sofisticación, tanto por medio de gestos y ademanes como de un conjunto limitado de ruidos y aullidos: que unos y otros nos parezcan exiguos no impide reconocerlos como precursores de las técnicas de nuestros oradores.
Imagina ahora a un australopiteco —uno de nuestros primeros ancestros, cuyo cerebro no era más grande que el de un chimpancé— mientras extiende el brazo hacia el horizonte. ¿Qué pretende? Un segundo australopiteco lo observa por unos instantes hasta que mira hacia el mismo lugar, donde vislumbra un pelambre en la maleza: en ese mínimo acuerdo se cifra el origen del lenguaje simbólico. Su conducta no está codificada en sus genes y el ademán es todo menos azaroso: busca transmitir información crucial a otro miembro de su especie. Al hacerlo, asume que el otro lo comprenderá e identifica que posee una perspectiva propia: ambos cuentan ya con una primigenia teoría de la mente. Cuando el segundo mira en dirección al dedo del primero, reconoce que su congénere intenta comunicarle algo; interioriza su conducta y, tras verificar en su propio archivo de recuerdos, encuentra un patrón que le indica que aquel gesto no es casual. Uno y otro exhiben así tanto su atención selectiva como su atención conjunta y los dos miran al tigre que se aproxima hacia ellos a toda velocidad. Su huida simultánea anuncia el éxito de su comunicación.
El lingüista Noam Chomsky concibió una estimulante ficción, a la que dio el nombre de gramática generativa, según la cual en el momento en que nuestros cerebros contaron con las estructuras anatómicas y cognitivas básicas para almacenar el lenguaje, una mutación genética nos dotó con todos los principios gramaticales de un plumazo. El primer humano dotado de lenguaje, a quien bautizó como Prometeo —su vertiente de novelista resulta obvia—, debía usarlo ya de forma completa, aunque solo en su interior: aquel sujeto pensaba lingüísticamente antes de comunicarse con los demás y solo al cabo del tiempo desarrolló un sistema de señas o sonidos comprensibles. En 2002, Chomsky publicó un artículo con otros dos polémicos científicos, el etólogo Marc Hauser y el biólogo W. Tecumseh Fitch, en el que sostienen que el lenguaje humano surgió cuando el software lingüístico instalado en nuestros cerebros se volvió recursivo: una propiedad emergente, similar a la que se verifica cuando el agua se cristaliza en un copo de nieve, que lo hizo autoconsciente. Esta fantasía presupone que los orígenes del yo, del pensamiento simbólico y del lenguaje fueron simultáneos, emanados de nuestro súbito talento para hablar de nosotros y hablar de nosotros hablando de nosotros. Los críticos de Chomsky esgrimen que la posibilidad de que una gramática perfecta emanase de repente en nuestros cerebros es ínfima y consideran más probable que el lenguaje evolucionase a partir de sutiles avances anatómicos y cognitivos. La pregunta que resta es: si los grandes simios cuentan en esencia con nuestros mismos recursos mentales, ¿por qué nosotros conseguimos desarrollar un lenguaje simbólico y ellos no?
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Cierra los ojos otra vez. Imagina a dos ejemplares de Homo erectus frente a frente: articulan sonidos —quizás copiados de aves u otros animales— y gruñidos —imitan a un tigre, tal vez— al tiempo que manotean y se contorsionan con un elaborado conjunto de ademanes: aquello casi parecería el nacimiento del canto y de la danza. Si los estudias de cerca, te darás cuenta de que se valen de todos los recursos a su alcance para intercambiar información: aquella compleja coreografía trufada de sonidos es acaso nuestro primer relato.
Imagina a continuación a un grupo de ellos sentados en una caverna, alrededor de una hoguera: la imagen arquetípica de la prehistoria, popularizada por Jean-Jacques Annaud en La guerra del fuego (1981) y desarrollada por el lingüista Derek Bickerton en La lengua de Adán (2009). Es el final del invierno, nuestros antepasados tiritan, demacrados y escuálidos, sus reservas de alimento casi se han agotado. Entonces, una joven se planta en el centro de la cueva. Frente a los atónitos ojos de los miembros de la tribu, se precipita en una avalancha de sonidos, aullidos y ademanes, empeñada en transmitirle algo importante a su hambrienta parentela: apenas cubierto por la nieve, en el camino de vuelta a casa ha encontrado el suculento cadáver de un bisonte. Los demás se esfuerzan por descifrar sus berridos, señas, balbuceos y gestos. Cuando al fin captan de qué se trata, los otros miembros del grupo ven la escena que con tanta dificultad ella les ha descrito. Valiéndose de los mismos ruidos y ademanes, intentarán extraer de la joven cualquier dato adicional: ¿qué hay cerca de allí?, ¿cómo es el camino?, ¿nos puedes guiar? Cada pregunta se responde a tientas, como cuando nos esforzamos por proporcionarle una dirección a un viajero cuya lengua ignoramos. Tal vez a partir de ese precario toma y daca surgiese la primera frase humana, algo así como: «Bisonte colina arroyo».
La primera palabra de un bebé suele ser aquella que sus padres le han repetido una y otra vez o aquella que le ha provocado una constante gratificación; la del primer humano, que pudo ser un erectus o un habilis, debió de surgir asimismo de su entorno social. En En busca del origen del lenguaje (2005), el lingüista Sverker Johansson piensa que su nacimiento se debe o bien a nuestra voluntad de ayudar a los otros o bien a nuestra propensión al chismorreo. La primera hipótesis indicaría que, a la hora de colaborar con un congénere, aquel primer hablante pronunció una palabra que pasó a tener un significado común. La segunda quizás nos retrate mejor: así como los simios basan su altruismo recíproco en la cotidiana tarea de arrancarse los piojos unos a otros, tal vez los humanos perfeccionamos el lenguaje con un objetivo similar, acentuar nuestros lazos comunitarios mientras intercambiábamos chismes. Yo te cuento algo de otro miembro de la tribu solo si luego tú me revelas algo a mí: somos herederos del cavernícola altruista y del cotilla.
¿Todas las lenguas surgieron a partir de la misma lengua? ¿Existió acaso ese lenguaje adánico descrito en el Talmud con el cual Adán y Eva se comunicaban con Dios? La historia de la torre de Babel narrada en el Génesis afirma que, hasta antes del diluvio universal, los descendientes de Noé hablaban el mismo idioma. Establecidos en una llanura, esos narcisistas decidieron edificar una torre tan alta como para conducirlos al cielo. En castigo, Yahvé la demolió y dividió aquella hermosa lengua universal en un sinfín de dialectos ininteligibles. Sin la menor intención de acercarse a la leyenda bíblica, Chomsky apunta hacia un dispositivo universal presente en los sapiens y acaso en los neandertales. Nada demuestra su teoría, pero saber que, en el entorno adecuado, cualquier bebé es capaz de aprender cualquier idioma —o incluso varios a la vez— le concede un toque de razón, al igual que el sorprendente hecho de que, más allá de las particularidades de cada cultura, cualquier expresión humana pueda ser traducida a otra lengua.
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Igual que la conciencia, el lenguaje es lineal: una sucesión de palabras y frases en el tiempo. Nuestros primeros balbuceos dieron paso a nuestra primera narración. La idea de que la conciencia, el pensamiento simbólico y el lenguaje surgieron gracias a la cooperación adquiere así un matiz casi rousseauniano: el buen salvaje que, en su afán por ayudar a sus congéneres, obtiene una ganancia evolutiva. A esta ficción podemos oponer otra, más cercana a Hobbes: como documentó el primatólogo Frans de Waal en La política de los chimpancés (1982), estos animales suelen embarcarse en alianzas y conspiraciones casi shakespearianas. Igual que los humanos, poseen sociedades muy jerárquicas: un macho alfa domina al grupo en permanente tensión con los demás machos adultos. Se ha documentado cómo muchas veces los jóvenes, ayudados por las hembras, crean coaliciones para derrocar al líder. Si bien unos pocos antropólogos piensan que nuestros antepasados se parecían a los lúbricos bonobos, lo más probable es que se acercasen más a los belicosos chimpancés; de ser así, quizás el desarrollo del lenguaje estuvo jalonado por la necesidad de articular alianzas dentro del propio clan. Con su rudimentario lenguaje, los chimpancés ya conspiran o planean batallas campales apenas distintas de nuestras guerras; el origen del lenguaje humano podría hallarse, en tal caso, en la política.
Si algo distingue al lenguaje humano es su dimensión simbólica: por medio de señas y ademanes, luego de dibujos y sonidos, no solo generamos imitaciones de la realidad, sino abstracciones conectadas con ella. De un momento a otro comenzamos a emitir y producir signos visibles que remitían a contenidos invisibles, cuya unión debía de ser vista como un acto de magia. Nada unía esos aullidos, muescas, rayones, marcas o trazos con los objetos que pretendían designar, excepto un vínculo secreto guardado con celo por cada comunidad:

Hallados en la cueva de La Pasiega, en el conjunto del monte Castillo, en Cantabria, estos trazos producidos por nuestros primos neandertales poseen una antigüedad superior a los sesenta y cinco mil años. Una vez que neandertales y sapiens se volvieron capaces de expresar sus ideas mediante signos transformaron el mundo y se transformaron a sí mismos en el proceso. En cuanto comenzaron a pensar simbólicamente, esos mismos signos los condujeron a otros, y estos a otros más, dando vida a complejos universos mentales que ya no solo se hallaban en la realidad, sino en ese extraño espacio ficcional que se encuentra a medio camino entre el mundo y la mente. Ya nada volvería a ser igual: como si hubiésemos descubierto a la vez una senda de conocimiento y una prisión, desde entonces ya no podemos pensar, y acaso tampoco existir, sin ese maremágnum de signos.
5. Sobre cómo entrampar a tus amigos
La primera mentira y la primera ficción
Cuando abres los ojos, te descubres rodeada por los demás miembros de la tribu: reconoces los rostros azorados de veinte o treinta adultos, uno que otro anciano y varios niños que revolotean a tu alrededor. Todos dirigen sus miradas hacia ti. El fuego crepita y dibuja formas cambiantes en los muros de la cueva. El silencio te asusta y estimula. Y, sin saber cómo, empiezas a contar una historia. Les relatas la escena de caza que presenciaste días atrás, cuando los jóvenes más hábiles del grupo atraparon una familia de bisontes. Recuperas cada detalle: los aullidos de las bestias, su agónica voluntad de liberarse, el riesgo y la aventura. Pero entonces se te ocurre algo extraordinario: en vez de mantenerte fiel a tu memoria, enriqueces tu narración con detalles tomados de otras partidas de caza.
No tardas en captar las reacciones de tu auditorio, los leves cuchicheos, alguna muestra de desaprobación por parte de un viejo miembro de la tribu. Envalentonada, les dices que uno de los bisontes escapó de la manada y se enfrentó al joven más apuesto —aquel con quien querrías aparearte— y en tu relato su hazaña se torna aún más valerosa. Indignado por tu mentira, el anciano se queja. Los demás lo acallan: aunque también saben que no ocurrió así, están tan embelesados con tu relato que no piensan apedrearte y se suman con entusiasmo a tu espectáculo.
Así transcurre la tarde hasta que llegas a la muerte del bisonte rebelde, una hazaña que la tribu no dejará de repetir una y otra vez, fijada para siempre en su memoria colectiva. Por la noche, otro miembro de la tribu dibuja en las paredes de la cueva el bisonte rebelde (otra vez en La Pasiega):

Este dibujo fue producido por una especie que no es la nuestra: sus autores eran neandertales. Este, hallado en la isla de Célebes, fue pintado en cambio por sapiens:

Estas obesas bestias son los ancestros de todas nuestras ficciones. Pero ¿cuál era su finalidad? Como escribe Raffaele Alberto Ventura en The Game Unplugged (2019): «Los hombres prehistóricos, solo con una rama y algún pigmento, inventaron una máquina para matar bisontes. La caverna de los primitivos es como la caverna platónica al revés, en la cual las sombras que se proyectan en las paredes se vuelven reales: si en la alegoría original los humanos solo pueden ver las sombras proyectadas de las cosas reales, que son las Ideas, en esta versión inversa son los humanos quienes desde el interior de su caverna proyectan sus imágenes en la realidad». Y añade: «De hecho, como se descubriría de inmediato, esa máquina podía hacer más que matar bisontes: podía matar hombres, pilotear la evolución, inspirar la construcción y la destrucción de ciudades y, en fin, transformar las cosas del mundo. Ese mismo arte evolucionaría: de pintura mural se convertiría en alfabeto y después en otros medios de expresión para difundir prácticas, tecnologías, lenguajes. Era una máquina que transportaba la ficción a la realidad».
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En ¿Por qué hablamos? (2007), Jean-Louis Dessalles afirma que nuestro lenguaje no parece diseñado para la comunicación: para las tareas más urgentes —compartir datos, enseñar el uso de ciertas herramientas, buscar pareja o incluso conspirar contra el líder—, el que poseían los chimpancés y los bonobos era suficiente. El nuestro, en cambio, modificó la estructura de nuestra mandíbula, nuestra laringe y nuestras cuerdas vocales y alteró los circuitos nerviosos entre el cerebro y los órganos articulatorios, privándonos de las poderosas dentaduras de nuestros parientes simiescos: por eso nos atragantamos con tanta facilidad. Semejante costo anatómico tuvo que valer la pena. Todas las lenguas disponen de marcadores —tiempos y modos verbales, proposiciones, una lógica de cláusulas y subordinación— cuya finalidad consiste en ordenar los sucesos en el tiempo. A diferencia del que poseen los simios, el lenguaje humano parece haber sido diseñado para narrar: dividir los sucesos en episodios discretos, provistos con un inicio y un final, ordenarlos uno detrás de otro y viajar mentalmente hacia adelante y hacia atrás.
Somos contadores natos y obsesivos,