A MODO DE INTRODUCCIÓN
VOCES EN EL ARCHIVO
DONDE SUS CARTAS CRECÍAN
1
Todo comenzó con el descubrimiento de un archivo perdido. Corrían los primeros años ochenta cuando una joven estudiante de la Universidad Complutense de Madrid le hizo una inesperada revelación a uno de sus profesores. Había llegado a sus oídos que en la calle de Fortuny, en uno de los edificios próximos al paseo de la Castellana que antaño había ocupado la Residencia de Señoritas, habían aparecido numerosos fajos de cartas, fotografías, expedientes y otros documentos anteriores a la Guerra Civil. Todo apuntaba a que aquellos viejos papeles desordenados podían haber pertenecido a la mítica institución de educación femenina, dirigida por María de Maeztu entre 1915 y 1936.[1]
Cuando se descubrió el archivo hacía tiempo que la Residencia de Señoritas había empezado a caer en el olvido. Como le sucedió también al resto de las creaciones de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas vinculadas a la Institución Libre de Enseñanza, la dictadura franquista había tratado de borrar su memoria. No eran muchos los que recordaban que por sus aulas habían pasado mujeres pioneras como Victoria Kent, una de las primeras políticas españolas, o Dorotea Barnés, precursora en el campo de la ciencia. Se había ido olvidando que los nombres de María Goyri y Zenobia Camprubí estuvieron unidos a sus muros y que el Lyceum Club Femenino nació en sus salones. E incluso las huellas de Marie Curie y Gabriela Mistral, quienes se alojaron en sus habitaciones cuando estuvieron en Madrid, parecían haberse esfumado para siempre.
Y es que, durante décadas, pronunciar el nombre de la Residencia de Señoritas había sido como evocar un sueño roto, el proyecto fallido de una España en la que las mujeres lograron grandes avances, como el acceso a la educación superior, la posibilidad de formarse en el extranjero o el derecho al voto. A diferencia de la Residencia de Estudiantes, la institución masculina gemela que frecuentaron Lorca, Dalí y Buñuel, que en aquellos mismos años estaba en pleno proceso de refundación y reapertura gracias a un gran esfuerzo colectivo,[2] la Residencia de Señoritas solo parecía existir en el recuerdo de las mujeres que habían vivido en ella.
Repartidas por todas las provincias españolas —desde Málaga hasta Navarra, pasando por Madrid o Alicante—, o desperdigadas en las lejanas tierras del exilio —como Argentina o Estados Unidos—, muchas de aquellas alumnas y profesoras hacía tiempo que habían fallecido. Otras, era ley de vida, lo harían pronto. Sus recuerdos irían apagándose definitivamente, al igual que la tinta con la que escribieron sus cartas a María de Maeztu cuando dejaron la Residencia. Como tantas otras veces en la historia de las mujeres, en definitiva, toda una memoria generacional corría el riesgo de perderse para siempre.
Y entonces, apareció el archivo.
Nadie entendía muy bien cómo había podido sobrevivir, allí escondido, durante tanto tiempo. Estaba formado por casi treinta mil documentos. Había telegramas, postales, tarjetas de felicitación navideña, programas de mano y fotografías. Registros minuciosos de las horas de entrada y salida de las alumnas durante los años veinte y treinta, expedientes, listas de lecturas y adquisiciones de la biblioteca. El grueso documental lo componían miles de cartas, muchas de ellas intercambiadas por María de Maeztu con las familias de las residentes y otras, con grandes personalidades políticas de aquella época.[3]
También se habían conservado intactas las cartas llegadas a la Residencia con sellos de lejanas universidades de mujeres, como Smith College, en Massachusetts, firmadas por profesoras americanas con nombres extranjeros como Susan Huntington o Caroline Bourland. No faltaban tampoco los mensajes que se había intercambiado Maeztu con las directoras y secretarias de asociaciones feministas internacionales con quienes la Residencia de Señoritas había unido fuerzas a comienzos de siglo en su batalla por la educación y la emancipación femeninas. Aquellos mensajes contaban la historia de una asombrosa red transatlántica de apoyos y luchas comunes.
¿Cómo pudo el archivo librarse de un bombardeo durante la Guerra Civil? ¿Todos aquellos papeles no habían perecido en las garras de un incendio, por culpa de la humedad o víctimas de la apatía de algún bedel descuidado? ¿Y después de la guerra? ¿Cómo habían logrado sortear una censura como la franquista, poco favorable a que la Residencia de Señoritas y su modernísimo pasado permanecieran en la memoria colectiva? ¿Quién había logrado que pasaran desapercibidos o impedido que acabasen sus días destruidos en un triste cubo de basura?
Según una leyenda de lo más novelesca, había sido Eulalia Lapresta, la fiel secretaria y amiga personal de María de Maeztu, quien se había desplazado a Madrid desde Burgos en el año 1939 para esconder el archivo en un baúl.[4] Como Eulalia siguió vinculada al edificio después de la Guerra Civil, cuando el Colegio Mayor Santa Teresa abrió sus puertas tras el cierre de la Residencia, habría podido vigilar muy de cerca que nadie tirase los papeles de María. Otros archivos, como el de la Residencia de Estudiantes masculina, corrieron peor suerte, lo que haría necesario un gran esfuerzo para reconstruir aquellos fondos perdidos. Con infinito empeño, los historiadores del futuro tendrían que rescatar y reunir legados dispersos en archivos familiares.[5]
Aquel inesperado hallazgo, si se confirmaba, era una magnífica noticia. Un auténtico golpe de suerte, de los que se dan muy pocas veces. Significaría que el pasado de la Residencia de Señoritas, cuya existencia había sido determinante para la historia de la educación femenina en España, podría reconstruirse. Como si fuera un fantasma o una sombra llegada del pasado, aquel archivo resucitaría una memoria común.
Y vencería al olvido.
2
El profesor universitario a quien aquella estudiante, llamada Alicia Moreno, soltó semejante bombazo en uno de los pasillos de la Universidad Complutense no era, ni mucho menos, una persona cualquiera. Se llamaba Vicente Cacho Viu y era un reconocido catedrático de Historia contemporánea. Fumador como los de antes, amante de los paseos y la música, sus colegas y estudiantes lo veían como un gran conversador, dispuesto a escuchar opiniones distintas a las suyas y responderlas con delicada paciencia.[6] Sus ideas conservadoras hacen de él un personaje al que tal vez asombre encontrar en las primeras páginas de este libro, protagonizado por tantas mujeres liberales y feministas, como pronto veremos. Sin embargo, no es exagerado decir que Cacho Viu tenía muchas papeletas para que la providencia —o un narrador omnisciente— lo escogiera para representar en esta historia el vistoso papel de Jano, el dios bifronte que en la mitología romana custodia celosamente los umbrales y las puertas.
Y es que Vicente Cacho Viu había dedicado gran parte de su vida al estudio de la tradición educativa liberal española, un tema en el que era un referente incuestionable.[7] En un ya lejanísimo 1961 había realizado su tesis doctoral sobre la Institución Libre de Enseñanza, un tema insólito para aquella acartonada época. Es más, al publicarla como libro un año después, en 1962, su investigación de entonces, de tono sereno y muy documentada,[8] había logrado un gran reconocimiento e incluso el Premio Nacional de Literatura para ensayos históricos. Entre los intelectuales españoles de los años sesenta, muchos de ellos en el exilio, había llegado a correr el rumor de que, como le sucediera a don Quijote con las novelas de caballerías, la historia de la Institución Libre de Enseñanza le había apasionado tanto que hasta él, en las supuestas antípodas de aquel proyecto pedagógico progresista, se había llegado a contagiar del «clima moral del liberalismo».[9]
¿Quién habría podido entender mejor que Cacho Viu el inmenso valor que tenía la aparición del archivo de la Residencia de Señoritas?
Precisamente porque lo comprendía, cuentan que su primera reacción fue de gran incredulidad. Así lo recuerdan Alicia Moreno y Carmen de Zulueta en Ni convento ni college. La Residencia de Señoritas, un libro pionero publicado una década más tarde.[10] Al parecer, Cacho Viu no podía dar crédito a lo que decía su estudiante. Sospecho que había pasado suficientes horas de su vida trajinando entre ficheros y recortes de periódico para saber que los archivos no aparecen así como así, de un día para otro, casi medio siglo después de darlos por perdidos. Y menos aún, pensaría, un archivo tan amplio como el de la Residencia de Señoritas.
Sin embargo, a pesar de su escepticismo inicial, Cacho Viu tomó aquel día una decisión afortunada. Resolvió acercarse a la calle de Fortuny para ver con sus propios ojos qué había de cierto en aquella extravagante historia.[11] Conocía bien el lugar, pues colaboraba frecuentemente con la Fundación Ortega y Gasset, fundada a finales de los años setenta, la institución que ahora ocupaba dos de los únicos tres edificios vinculados a la Residencia de Señoritas que no habían sido demolidos durante la dictadura y que seguían orgullosamente en pie. En su día, en esa misma manzana, el grupo femenino de residentes había llegado a disponer de nueve. La Fundación Ortega y Gasset se había instalado en el del número 53 de la calle de Fortuny tras el traslado a la Ciudad Universitaria del Colegio Mayor Santa Teresa.[12]
El edificio al que se acercó aquel día Cacho Viu, por la verja de la entrada de Fortuny, estaba recién reformado.[13] Su estilo, que se había respetado durante las obras, era decimonónico, un hotel de época isabelina, con una bella galería acristalada, que sobresalía con distinción hacia el exterior. Lo rodeaba un jardín de aire romántico, con una hermosa fuente de hierro fundido en la que aún se escuchaba el canto del agua. Este inmueble, envuelto en una elegancia de otro tiempo, contrastaba con la modernidad del edificio anexo, aún sin reformar. Conocido como el Arniches por el nombre de su arquitecto, era una construcción vanguardista de la Segunda República, muy representativa del estilo racionalista que caracterizó los edificios de la Institución Libre de Enseñanza, con sus líneas austeras y depuradas.[14]
Existen diferentes versiones sobre cómo Cacho Viu descubrió el archivo. La primera de ellas, muy cinematográfica, la cuentan Alicia Moreno y Carmen de Zulueta. En las páginas de su libro, vemos a Cacho Viu caminando por el jardín de Fortuny aquel día, atestado de cajas llenas de polvo y cachivaches de otra época por las obras. Es tan vívido el relato que, por momentos, casi podemos escuchar sus pasos al cruzar la cancela de hierro y avanzar, como un guardián mitológico, por el sendero que atraviesa el jardín, justo antes de pasar por la fuente y adentrarse en el Arniches. Es allí donde se topa con lo que le parecen unas cartas desperdigadas por el suelo. A cámara lenta, se agacha para recoger una de ellas y distingue la firma puntiaguda de María de Maeztu. Lo seguimos de cerca poco después, cuando observa de nuevo a su alrededor y sus ojos se posan en otro documento arrugado. Al examinarlo de cerca reconoce que está redactado por Luis Araquistáin, el célebre escritor y político socialista de la Segunda República.[15]
La segunda versión de los hechos también es de película. La transmite Rosa María Capel, otra testigo de excepción, pues es una de las historiadoras que más tarde dirigiría uno de los primeros proyectos que permitirían catalogar el archivo de la Residencia de Señoritas.[16] En su relato, Cacho Viu también descubre los documentos de manera fortuita, casi por casualidad. Pero no se los encuentra en el suelo, sino en unos armarios y ficheros abandonados en una esquina del jardín, no muy lejos de la fuente. Al parecer, cuando llegó a Fortuny aquel día estaban a punto de ser retirados como material inservible.[17] Se conoce que los habían dejado allí al organizar el traslado del Colegio Mayor Santa Teresa a la Ciudad Universitaria, en Moncloa.
Este otro relato nos hace preguntarnos con un escalofrío qué habría pasado si la documentación se hubiera perdido. Logra que nos imaginemos la destrucción de miles de cartas y el silenciamiento súbito de las voces de sus autoras, incluidas las de aquellas profesoras americanas. Esta segunda historia nos recuerda que la palabra «archivar» no solo significa almacenar y custodiar documentos para el futuro, dejando la memoria en suspenso, abierta al porvenir. También puede expresar el gesto contrario, aquel que da un asunto por terminado y lo archiva con el fin de borrar sus huellas, cediendo así a la pulsión de muerte y destrucción que también sobrevuela, paradójica y silenciosamente, cualquier colección de legajos y ficheros.[18] «No habría deseo de archivo —escribe el filósofo Jacques Derrida— sin la posibilidad de un olvido».[19]
Tanto si lo encontró desparramado en el suelo del Arniches como si fue en una esquina del jardín, a Cacho Viu debió de acelerársele el corazón. «¡Entonces era cierto! —pensaría—. ¡Eulalia los escondió! ¡Aquí siguen los papeles de María de Maeztu medio siglo después!».
El libro que estás empezando a leer nace de un poderoso deseo de archivo. También es un eco de aquel emocionante hallazgo.
3
A comienzos del mes de junio de 2021 me encontraba en Madrid trabajando en una semblanza literaria sobre Marie Curie. Habían transcurrido cuatro décadas desde el descubrimiento del archivo. Varios grupos de investigadores habían logrado ordenar todos aquellos papeles. Diferentes libros y proyectos habían ido dando a conocer el pasado de la institución, como la exposición Mujeres en vanguardia. La Residencia de Señoritas en su centenario (1915-1936), comisariada por Almudena de la Cueva y Margarita Márquez Padorno. Y el propio archivo estaba conservado en la Fundación Ortega y Gasset (ahora Ortega y Gasset-Marañón), en el edificio que había ocupado la Residencia de Señoritas, a disposición de quienes necesitaran consultarlo.
Una de aquellas mañanas de primavera, mientras leía sobre la estancia de Marie Curie en Madrid, empecé a fantasear con la idea de ir a visitarlo. Como no soy historiadora, nunca había trabajado ni en el archivo de la Residencia de Señoritas ni en ningún otro, pero el pasado feminista de la institución me apasionaba. Empecé a imaginarme a mí misma caminando por el jardín de Fortuny con una libreta y una cámara colgada al hombro, atravesando la misma verja que Cacho Viu el día que lo descubrió. Había visto imágenes en blanco y negro donde aparecían una hermosa glicinia trepadora en la verja de la entrada, el sendero que recorría ondulante el jardín entre frondosos árboles y la fuente de hierro fundido, tan distinguida. La idea de visitar un espacio cargado de memoria y de perderme entre miles de papeles empezó a resultarme cada vez más sugerente, muy literaria, el tipo de excéntrica aventura que le sucedería a un personaje de Henry James. Con el pretexto de querer consultar la documentación sobre la estancia de Marie Curie, concerté una cita para tres días más tarde.
El lunes amaneció muy soleado. Fue uno de esos días preciosos que anuncian la llegada del verano. Cuando me estaba acercando al archivo por la calle de Miguel Ángel me fijé en un edificio de ladrillo rojizo, con un aire a college americano. Pero no quise perder el tiempo y pasé de largo, dejando para más tarde, de vuelta a casa, la tarea de averiguar a qué institución pertenecía.
Al llegar al paseo de Martínez Campos y girar a la derecha para coger la calle de Fortuny, por fin pude ver la placa en la que se recordaba que allí había estado la Residencia de Señoritas. Como si surgiera de un sueño, unos pasos más allá distinguí la verja cubierta por la glicinia trepadora. El jardín era igual que en las fotografías. Caminé por el estrecho sendero, dejando a mi izquierda la fuente. Al elevar la mirada, mis ojos se encontraron de frente con el hermoso edificio. Hipnotizada por la magia que desprendía, fui acercándome hasta la entrada. Cuando el pomo frío de la puerta giró sin dificultad contuve el aliento.

Fortuny 53 en una imagen de comienzos de siglo.
Wikimedia Commons.
Mi viaje en el tiempo estaba a punto de empezar.
Guardo muchos recuerdos de aquella mañana. La pasé sentada en la biblioteca del archivo, leyendo cartas y más cartas, la mayoría de chicas que habían formado parte de la Residencia. Recuerdo que en una de ellas, fechada en el verano de 1917, una joven le preguntaba a María de Maeztu si iría un coche de caballos a recogerla cuando llegara a la estación de tren.[20] En otra, escrita en un papel escolar de cuadritos, un maestro aseguraba que sacrificaría lo que hiciera falta con tal de ofrecerle a su hija una educación «sana, íntegra y grande» como la que recibiría en aquella casa.[21] Otro padre, muy tierno, quería saber si su niña debía llevar las sábanas de casa.[22] Aunque las voces de aquellas personas desconocidas se hubieran apagado hacía mucho tiempo, leyéndolas, varias veces tuve la sensación de escucharlas hablar en las habitaciones de al lado. En cierto momento hasta creí oír los pasos de algunas jóvenes entre alegres risas, subiendo en tropel la gran escalera de madera que llevaba a los pisos superiores, donde un día debieron de estar sus dormitorios. Al mirar por la ventana, por un instante las imaginé jugando al tenis en el jardín. Me conmovió profundamente cómo el pasado puede resucitar de golpe.
Entre todos los mensajes en los que me sumergí aquel día, pronto me cautivaron los de las alumnas y profesoras americanas. Leí una carta de los años veinte, firmada por una estudiante de Smith College llamada Ruth Gillespie, en la que anunciaba con entusiasmo su deseo de alojarse en la Residencia: «He oído tanto de la belleza del sitio —escribía—, del ambiente bueno y de la vida estudiantil, tan apacible, que deseo hallarme allí».[23] En otra, enviada durante la Primera Guerra Mundial, la profesora Caroline Bourland le contaba a María de Maeztu: «Tengo un deseo muy vivo de ir a España, y me sentiría muy afortunada de poder vivir cerca de usted, llegando a conocerla mejor. ¡Ojalá que sea pronto […]. Y que se arregle un poco el pobre mundo, que tan revuelto anda!».[24] Pero también me atraparon las cartas escritas en la dirección contraria, por estudiantes españolas que se fueron de intercambio a Estados Unidos a comienzos de siglo. Como esta, enviada a Maeztu por una joven llamada Margarita Mayo: «Me acuerdo tanto de mis compañeras, de mis clases y de toda esa casa —decía— que no sé si la nostalgia que tengo es de España, o si para mí España es esa vida de actividad, de bullicio, de alegría y de sol. ¡Yo no sé qué daría por estar ahora en el solar, tostándome, a pleno sol!».[25] Enseguida comprendí que en las profundidades transatlánticas de aquel archivo se escondía una parte fundamental de nuestra genealogía feminista.

Jugando al tenis en Fortuny 53, años veinte.
© Archivo General de la Administración.
Antes de recoger las cosas para irme ya había tomado la determinación de que aquel viaje al pasado durase más que una mañana. Caroline, Margarita, Ruth… Necesitaba saber muchas más cosas sobre ellas. ¿Quiénes eran? ¿Cómo habían llegado a Fortuny? Imaginé que habrían sido jóvenes emancipadas, luchadoras, con toda seguridad defensoras de la educación femenina y de los derechos de las mujeres. Me admiró su arrojo cuando las visualicé, a comienzos del siglo XX, despidiéndose de su familia desde la cubierta de un barco.
¿Cómo no iba a enamorarme de aquella historia? Cuando era pequeña no había nada que deseara más que irme a vivir a un internado femenino como los de las novelas de Enid Blyton. Vinieron a mi cabeza unos versos muy hermosos de Emily Dickinson, que me propuse hacer realidad: «Conseguí saber su nombre – sin – ganancia enorme – / conseguí caminar a través del ángulo del piso / – conseguí remover la caja – donde sus cartas crecían».[26]
Al salir a la calle deshice el camino de la mañana. Volví a subir por Martínez Campos para coger la calle de Miguel Ángel. Allí, al llegar al número 8, me detuve. En una placa dorada de la fachada leí que aquel misterioso edificio en el que me había fijado unas horas antes era el Instituto Internacional. Lo cierto es que el nombre me decía algo. Miré el reloj. Aunque se había hecho tardísimo decidí subir los peldaños de la entrada.
UNA HISTORIA TRANSATLÁNTICA
4
Al entrar en el edificio, lo primero que me encontré fue una espectacular escalera de mármol. Era doble, con una balaustrada de hierro labrado pintada de blanco. Pensé que era verdaderamente hermosa, como las que se ven en las películas ambientadas a principios de siglo. La barandilla y las finas columnas, decoradas con motivos vegetales, parecían ascender, trenzadas y ligeras, danzando entre sinuosas simetrías. Más que una escalera, aquella joya arquitectónica me recordó a un pastel de delicado merengue. En el techo había un gran lucernario por el que se colaba a raudales la preciosa luz madrileña que anuncia la inminente llegada del verano.
Estuve un buen rato recorriendo silenciosamente el edificio. En la planta baja descubrí una biblioteca, con mobiliario original y muchos libros en inglés. Al subir al primer piso miré por una de las ventanas y vi que el Instituto también tenía un bonito jardín, al que solo separaba un muro de la Residencia de Señoritas. Aquella visión me hizo intuir que ambas instituciones habrían mantenido una estrecha relación a comienzos del siglo pasado.
En las paredes de los pasillos de la primera planta había colgadas grandes fotografías en blanco y negro, así que me acerqué con curiosidad para examinarlas con más detalle. En una de ellas, un grupo de jovencitas con elegantes uniformes marineros escuchaba atentamente las explicaciones de una de las profesoras. En la pizarra había dibujado un mapa de Europa y, colocado en el suelo, un globo terráqueo. Supuse que estaban recibiendo una lección de geografía.

Clase del Instituto Internacional de Señoritas.
© Instituto del Patrimonio Cultural de España, Ministerio de Cultura y Deporte.
En otra de aquellas imágenes vi un grupo diferente de alumnas, sentadas en sillas de madera frente a sus caballetes de pintura. Debía de ser una clase de arte. La profesora, inclinada sobre el lienzo de una de ellas, parecía corregirle un descuido en el dibujo o darle instrucciones para su ejecución. A su lado, otra estudiante, vestida con camisa blanca y falda negra, estaba girada hacia la persona que me imagino que hizo la foto, con los ojos clavados fijamente en la cámara. Al observarla con atención durante un rato tuve la extraña sensación de sostenerle la mirada a través del tiempo.
