PRÓLOGO
Tereixa Constenla
La Edad Media careció de revoluciones como tales, pero registró semejantes transformaciones culturales que impactaron en las sociedades como si fueran revoluciones. A analizar su alcance, a veces a desvelar su propia existencia, dedicó buena parte de su obra el historiador francés Jacques Le Goff (Tolón, 1924 - París, 2014), que rehusó tratar este largo periodo como una duermevela de la sociedad occidental encajonada entre dos tiempos vigorosos: la Antigüedad clásica y el Renacimiento. Como si el milenio que hay entre ambos fuese solo una sucesión de días estériles desde el punto de vista creativo y de guerras repetitivas desde el histórico. Un tiempo de lepra y ojiva, sin mucho más.
Le Goff amó la Edad Media sin dejarse cegar por ella. De ahí nace su reivindicación de la misma como una etapa compleja, heterogénea, mutante. Al mismo tiempo hacía ciencia, incluso ciencia de un modo singular (reformuló junto a Pierre Nora la escuela historiográfica conocida como Nouvelle Histoire), que le permitió aportar montañas de conocimiento a lo ocurrido en aquel periodo. Interpretar desde los hechos. A la manera de Jules Michelet, uno de sus maestros, defendía una simbiosis arriesgada y atractiva: casar los documentos con la imaginación. Puede que el origen de tal combinación proceda de muy lejos, del adolescente que leyó casi en paralelo, y con similar encandilamiento, Ivanhoe, el clásico de aventuras de Walter Scott, y la Histoire de France, de Michelet.
En el prefacio que escribió para la primera edición de Por otra edad media (publicado originalmente en español bajo el título Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval), el historiador revela que encontró en la Edad Media la etapa ideal para evitar tanto los peligros de la historia del mundo clásico, entre los que citaba la erudición castradora y la fantasía excesiva, como los asociados a la edad moderna y contemporánea, donde los riesgos procedían de la sobreabundancia de documentación estadística, la pérdida de visión de conjunto o la interpretación marxista, un método con herramientas útiles que consideraba fallido en su conjunto. Al igual que Michelet, Le Goff percibe que el historiador es un hombre de archivos que resucita la vida de seres reales enterrados en documentos o que existieron al margen de ellos.
Si de escribir la biografía de la historia se trataba, había que contar algo más que las cruzadas, el feudalismo o las nuevas monarquías asentadas sobre los rescoldos del Imperio romano. Había que plasmar unos valores, unas creencias, un ocio, todo lo que conforma una cultura popular que acaba siendo el barniz de una época. Había que contar las mentalidades. Si queríamos rescatar el retrato del conjunto, era necesario indagar en la perspectiva social, en mirar a veces como el etnógrafo y a veces como el economista y a veces como el filólogo. O mejor aún, había que forzar una mirada polivalente que las aglutinase todas. Le Goff estaba por descubrirnos una Edad Media total narrada a partir de cartas y poemas, tratados jurídicos y planos de catedrales, restos materiales y bibliotecas, la vida de los vestidos y las tabernas. «Una época y una civilización —afirmaba— no se puede entender sin incluir la literatura, el arte o el derecho.» Ese es uno de los pilares de su manera de hacer historia. Convive con otro igual de esencial: «No se escribe la historia con el apoyo de las meras suposiciones». Lo líquido y lo sólido, diríamos hoy. El espíritu de los tiempos y sus acontecimientos.
Dado que la historia positivista venía de esa genuflexión a las dinastías, las guerras, los armisticios, las cosas de la alta política y los grandes hombres, Le Goff exploró un camino que conducía al folklore popular, a las supersticiones y el purgatorio (un concepto que nace por entonces), a la narración oral, al ritmo de los días y, en suma, a las vidas corrientes. En los textos agrupados en este volumen está esa historia de lo cotidiano que nos permite conectar con la atmósfera que guio la vida de nuestros antepasados medievales.
Por otra Edad Media agrupa casi una veintena de ensayos y conferencias, que fueron publicados por vez primera en francés por Gallimard en 1978 (Pour un autre Moyen Age) y traducidos al español en 1983 en Taurus. Son artículos escritos durante dos décadas, entre 1956 y 1976, que abordan cuatro grandes bloques temáticos que prevalecieron en la obra de Le Goff como áreas de interés prioritario: el tiempo y el trabajo, el trabajo y el sistema de valores, la cultura erudita y la cultura popular, y la reflexión sobre la antropología histórica. El historiador detecta que las grandes revoluciones de la Edad Media, un tiempo sin fenómenos revolucionarios que merezcan ser llamados como tales al estilo de los ocurridos después en Francia, Inglaterra y Rusia, ocurrían dentro de cada cabeza. En cierto sentido es un pionero, que intuye la transformación de algunas de las estructuras mentales que se arrastraban desde el mundo clásico y que siguen vigentes en nuestro tiempo. Un científico sin ataduras, que lo mismo se preocupaba por reconstruir la personalidad de san Luis, el rey francés que escrutó en una monumental biografía de novecientas páginas, que ahondaba en el sueño, los sermones o la risa. Sometió a esta última al análisis histórico para estudiarla como un fenómeno social y cultural, que evolucionó desde la represión (existía el temor a su poder hipnotizador) de la Alta Edad Media hacia su progresiva liberación, con límites marcados por la estratificación social.
Uno de los aspectos que más atrajeron al historiador tuvo que ver con el dominio del tiempo y la transformación que experimenta en Occidente a lo largo de ese milenio. La percepción cambia de la mano de su medición. Dejó de ser agrario, natural, extensible y se convirtió en algo mensurable, pautado y rígido con las campanas de trabajo y, a partir del siglo XIII, con el reloj, un invento que debió ser tan disruptivo cuando se popularizó como el móvil en nuestros días. Ese viraje social se consolida a partir del siglo xiv, cuando perder el tiempo se convierte en un pecado. Ahora se ha liberado de la connotación religiosa, pero la relación contemporánea con el tiempo entronca claramente con la que nace en aquellas horas medievales.
La fundación de las universidades europeas, a partir de Bolonia, es otra de las grandes transformaciones del periodo. Aquí Le Goff se detiene en dos aspectos: las relaciones entre estas instituciones y el resto de poderes públicos (los conflictos se dieron a propósito de temas menores, la universidad como nicho de una inteligencia revolucionaria ocurre a partir de la revolución industrial) y la conciencia que los universitarios medievales tienen de sí mismos.
Uno de los aspectos en los que más se centró tiene que ver con la evolución de la apreciación social de los oficios, uno de los campos estudiados en estos ensayos. Los tabúes de las sociedades primitivas respecto al trabajo, relacionados con la sangre, la impureza y el dinero, se mantienen al comienzo de la Edad Media, cuando se desprecian las ocupaciones de carnicero, médico, notario, mercader, tejedor o cambista, entre otros. El desdén salpica a casi todo lo que no está vinculado a la tierra hasta el siglo xi, cuando comienzan a desarrollarse las ciudades y, de su mano, nuevos oficios. La lista de prohibidos o despreciados disminuye conforme se instala la idea de la utilidad pública de las diferentes actividades. El trabajo se convierte en mérito y es el trabajo manual lo que distingue lo estimado de lo ninguneado socialmente. Lo que se paga, lo que se compra, deja de ser indigno a partir del siglo XIII.
Además de su vasta aportación al estudio medievalista, Le Goff tiene un espacio propio por su contribución a la historiografía. En 1963 asumió la dirección de la revista Annales, que había revolucionado la ciencia en los años treinta de la mano de Fernand Braudel, Marc Bloch y Lucien Febvre, y que nuevamente volvió a capitanear las tendencias historiográficas con la propuesta de una Nouvelle Histoire, formulada por Le Goff y Nora en Faire de l’Histoire (1973). Un hacer historia que indaga en las mentalidades y que, dada su lenta transformación, empuja a analizar los fenómenos durante un largo periodo. Un ir y venir por los tiempos, como dirá el propio Le Goff: «Una idea fundamental de esta escuela es que la historia se hace en un viaje de ida y vuelta constante del presente hacia el pasado y del pasado hacia el presente». Esa larga historia se contrapone a la historia corta de los acontecimientos. Sin desdeñar estos hechos a la manera de la historia subjetivista, la Nouvelle Histoire agranda el ángulo de visión e introduce temas, aspectos y hábitos que la historia política y económica había marginado hasta entonces. Estudiar las mentalidades no es la panacea a todos los males, matizará el historiador, pero resulta un concepto útil para acercar al presente una manera de estar en el pasado.
Las mentalidades cambian lentamente, incluso más lentamente que la historia, nos dice. En unas y otra las cosas nunca acaban y empiezan del todo. «El movimiento de la vida, como el de la historia, está hecho más de encabalgamientos que de sucesiones nítidas», advierte. Las periodizaciones pueden tener su utilidad didáctica pero son poco representativas de la realidad. Ni de la presente ni de la pasada. Al igual que nosotros, que nos encontramos en pleno cambio social, tecnológico y cultural (un probable cambio de era, a decir de muchos), no atinaríamos a precisar si el año de la transición fue el del invento del móvil, de internet o del primer robot de inteligencia artificial, porque todo eso ha pasado al mismo tiempo que la vida no variaba para millones de personas, las sociedades anteriores tampoco captaron transiciones que ahora disponen de fechas fijas en los libros de historia. Las vidas, salvo en caso de sacudidas brutales como las guerras, no se alteran de un día para otro. Inmersos en las incertidumbres de los cambios, las personas, ahora y en la Edad Media, nos esforzamos en integrar novedades sin que por ello salten por los aires nuestras costumbres. Internet no hace que renunciemos a hábitos como el café de la mañana, asistir a una función de teatro o a un partido de fútbol, como tampoco la aparición del reloj perturbó las comidas o los bailes medievales. Pero uno y otro actúan sobre las estructuras mentales con las que interpretamos el mundo, condicionan nuestra mirada y acaban introduciendo rutinas y esquemas que las generaciones siguientes traerán de serie. Y esto, que parece etéreo e inaprensible, nos revela aspectos de una cultura en un momento de la historia tan esclarecedores como las actas de una reunión secreta del G-0, si pensamos en el hoy, o de la negociación entre las delegaciones del papa Alejandro III y el emperador Federico I Barbarroja en Venecia, que puso fin a una de las grandes esquizofrenias de la comunidad medieval cristiana: los dos papas.
Escrutada con las nuevas lentes de Le Goff, la cronología vigente muestra a las claras ciertas grietas causadas por la cerrazón de la efeméride, que ha ignorado demasiado burdamente a veces que la historia es también una sedimentación de capas entremezcladas. Él considera que la Edad Media enraiza mucho antes y continúa mucho después de lo que determinan los puntos kilométricos que establecen su principio y su fin. A su juicio, se corresponde con un tiempo tan largo que define la historia de la sociedad preindustrial que emerge desde los siglos II o III «para morir lentamente bajo los golpes de la revolución industrial entre el siglo xix y nuestros días». Sin caer en la idealización de ese periodo como una edad dorada, la interpreta como el origen de la sociedad moderna, donde se crean nuestras estructuras sociales y mentales. Ahí se forjan conceptos y realidades de lo colectivo —lo público, lo político— que siguen conformando nuestros días: la ciudad, la nación, el Estado. Pero también se alteran los esquemas individuales con asuntos como la valoración del trabajo o el examen de conciencia introducido por la Iglesia y que el historiador considera el cimiento psicológico sobre el que luego podrá asentarse el psicoanálisis. Si Freud «recostó el confesionario», como el medievalista afirma, Le Goff ayudó a asentar en la academia de la historia las vidas cotidianas que, no por carecer de documentos escritos que diesen fe de su propia existencia, fueron menos reales.
PREFACIO
En mi opinión, los artículos aquí reunidos tienen una unidad que quizá no sea más que una ilusión retrospectiva.
Esta unidad procede, en primer lugar, de la época que hace un cuarto de siglo escogí como campo de reflexión y de investigación sin darme cuenta claramente de las motivaciones que entonces me empujaban hacia ella. Hoy diré que la Edad Media me atrajo por dos razones. Primero, por consideraciones de oficio. Estaba decidido a convertirme en historiador de profesión. Indiscutiblemente, la práctica de la mayoría de las ciencias es cosa de profesionales, de especialistas. La ciencia histórica no es tan exclusiva. Aunque en mi opinión se trate de un debate mayor para nuestra época, en la que los media ponen al alcance de casi todo el mundo la posibilidad de decir o de escribir la historia en imágenes o en palabras, no abordaré aquí el problema de la calidad de la producción histórica. No reclamo ningún monopolio para los historiadores científicos. Los diletantes y los vulgarizadores de la historia tienen su atractivo y su utilidad; y su éxito demuestra la necesidad que sienten los hombres de hoy de participar en una memoria colectiva. Yo deseo que la historia pueda seguir siendo un arte, al tiempo que se vuelve más científica. Nutrir la memoria de los hombres exige tanto gusto, estilo y pasión como rigor y método.
La historia se hace con documentos y con ideas, con fuentes y con imaginación. Ahora bien, el historiador de la Antigüedad (por supuesto, me equivocaba, al menos por exageración) me parecía condenado a una alternativa desalentadora: o bien atenerse al magro botín del legado de un pasado mal armado para perpetuarse y, por tanto, abandonarse a las seducciones castradoras de la erudición pura, o bien entregarse a los encantos de la reconstrucción aventurada. La historia de las épocas recientes (también en esto mis opiniones eran exageradas si no falsas) me inquietaba por razones inversas. O el historiador estaba abrumado por el peso de una documentación que le sometía a una historia estadística y cuantitativa, también reductora (porque si es necesario calcular lo que puede serlo en la documentación histórica, hay que hacer la historia con todo lo que escapa al número, y que a menudo es esencial). O bien, renunciaba a las visiones de conjunto. En este caso, una historia parcial; en aquel, una historia con lagunas. Entre las dos, esa Edad Media en la que los humanistas vieron, más que una transición y un paso, un intermedio mediocre, un entreacto de la gran historia, un vacío en la ola del tiempo; esa Edad Media me pareció el terreno electivo de una alianza necesaria de la erudición (¿no había nacido, entre mediados del siglo XIX, la historia científica del estudio de las cartas y de las escrituras medievales?) con una imaginación apoyada en bases que legitiman su vuelo sin cortarle las alas. ¿No era para mí Michelet el modelo de historiador (como sigue siéndolo)?: hombre de imaginación, de resurrección, como se ha convertido en tópico decir, pero también, cosa que se ha olvidado, hombre de archivos que resucita no los fantômes o los fantasmas, sino seres reales enterrados en los documentos como los auténticos pensamientos petrificados en la catedral. Un Michelet historiador que, aunque después creyera no respirar más que con la eclosión de la Reforma y del Renacimiento, jamás simpatizó mejor con el pasado que en la Edad Media.
A fin de cuentas, era un Michelet historiador consciente de ser el producto de su tiempo, solidario con una sociedad en lucha tanto contra las injusticias y las sombras del oscurantismo y de la reacción como contra las ilusiones del progreso. Un historiador combatiente en su obra y en su enseñanza, quizá angustiado, como ha dicho Roland Barthes,[1] por ser el cantor de una palabra imposible, la del pueblo, pero que supo no tratar de escapar a esa angustia confundiendo la palabra del historiador con la del pueblo en sus luchas históricas; confusión que, como se sabe, tiene todas las posibilidades de conducir a la peor esclavitud de la historia y del pueblo a quien se pretende dar la palabra.
Muy pronto una motivación más profunda me unió a la Edad Media sin disuadirme de mirar más acá y más allá. Pertenezco a una generación de historiadores marcados por la problemática de la larga duración, que deriva de la triple influencia de un marxismo a la vez revitalizado y modernizado, de Fernand Braudel[2] y de la etnología. De todas las ciencias torpemente llamadas «humanas» (¿y por qué no simplemente «sociales»?) la etnología es aquella con la que la historia ha entablado (pese a malentendidos y a ciertos rechazos de una y otra parte) el diálogo más fácil y más fecundo. Para mi generación, Marcel Mauss es tardíamente el fermento que Durkheim pudo ser, hace cincuenta años —tardíamente también—, para las mejores generaciones de entreguerras.[3] En un texto que no es más que un primer jalón en el camino de una reflexión y de una práctica que querría profundizar y precisar, he tratado de decir las relaciones que historia y etnología mantuvieron en el pasado y hoy reanudan.[4] Si sigo a los sabios y a los investigadores que al término de «etnología», demasiado vinculado al dominio y a la época del colonialismo europeo, prefieren el de «antropología», susceptible de ser aplicado a los hombres de todas las culturas, y si, por consiguiente, hablaría de mejor gana de «antropología histórica» que de «etnohistoria», quiero señalar, sin embargo, que si los historiadores —ciertos historiadores— han sido seducidos por la etnología, porque esta ponía por delante la noción de diferencia, al mismo tiempo los etnólogos se orientan hacia una concepción unificada de las sociedades humanas, incluso hacia el concepto de hombre que la historia, hoy como ayer, ignora. Este juego cruzado es interesante e inquietante a la vez. Si el historiador, tentado por la antropología histórica, es decir, por una historia distinta a la de las capas dirigentes blancas y más lenta y profunda que la de los acontecimientos, debiera ser conducido por la antropología a una historia universal e inmóvil, yo le aconsejaría recoger velas. Pero, por ahora, la fecundidad de una historia situada en la larga duración me parece lejos de hallarse agotada. Por otra parte, el folklore, aunque demasiado separado de la historia, ofrece al historiador de las sociedades europeas que quiere recurrir a la antropología un tesoro de documentos, de métodos y de trabajos que haría bien en interrogar antes de volverse hacia la etnología extraeuropea. Folklore demasiado despreciado, etnología del pobre, que sin embargo es una fuente esencial para la antropología histórica de nuestras sociedades llamadas «históricas». Ahora bien, la larga duración pertinente de nuestra historia —para nosotros, como hombres de oficio y hombres que viven en el flujo de la historia— me parece esa larga Edad Media que duró desde el siglo II o III de nuestra era para morir lentamente bajo los golpes de la Revolución industrial —de las revoluciones industriales— entre el siglo XIX y nuestros días. Esa larga Edad Media es la historia de la sociedad preindustrial. Más allá hay una historia distinta, más acá hay una historia —la contemporánea— por hacer o, mejor, por inventar, en lo que se refiere a los métodos. Esta larga Edad Media es para mí lo contrario del hiatus que vieron los humanistas del Renacimiento y, salvo raras excepciones, los hombres de las luces. Es el momento de creación de la sociedad moderna, pero viva por cuanto de esencial creó en nuestras estructuras sociales y mentales. Ella creó la ciudad, la nación, el Estado, la universidad, el molino y la máquina, la hora y el reloj, el libro, el tenedor, la ropa, la persona, la conciencia y, finalmente, la revolución. Entre el neolítico y las revoluciones industriales y políticas de los dos últimos siglos, al menos para las sociedades occidentales, ella no es un vacío ni un puente, sino un gran impulso creador; cortado por crisis, matizado por desajustes según regiones, categorías sociales, sectores de actividad, diversificada en sus procesos.
No nos demoremos en los irrisorios juegos de una leyenda áurea de la Edad Media que sustituya a la leyenda negra de los siglos pasados. Eso no es otra Edad Media.[5] Otra Edad Media es —en el esfuerzo del historiador— una Edad Media total que se elabora tanto a partir de las literarias, arqueológicas, artísticas y jurídicas como con los únicos documentos antaño concedidos a los medievalistas «puros». Es una larga Edad Media, lo repito, cuyos aspectos todos se estructuran en un sistema que, en lo esencial, funciona desde el Bajo Imperio romano hasta la Revolución industrial de los siglos XVIII y XIX. Es una Edad Media profunda, que el recurso a los métodos etnológicos permite alcanzar en sus hábitos cotidianos,[6] en sus creencias, en sus comportamientos, en sus mentalidades. Ese es el periodo que nos permite captar lo mejor de nosotros en nuestras raíces y en nuestras rupturas, en nuestra modernidad extraviada, en nuestra necesidad de comprender el cambio, la transformación que es el fondo de la historia en cuanto ciencia y en cuanto experiencia vivida. Es la distancia de la memoria constituyente: el tiempo de los abuelos. Creo que el magisterio del pasado, que únicamente el historiador de oficio realiza, es tan esencial a nuestros contemporáneos como el magisterio de la materia que le ofrece el físico o el magisterio de la vida que le propone el biólogo. Y la Edad Media —que yo seré el último en separar de la continuidad histórica en que nos bañamos y que hemos de captar en su larga duración que no implica la creencia en el evolucionismo— es ese pasado primordial en que nuestra identidad colectiva, búsqueda angustiada de las sociedades actuales, ha adquirido ciertas características esenciales.
Guiado por Charles-Edmond Perrin, maestro riguroso y liberal, gran figura de una universidad que ya no existe, yo había partido al encuentro de una historia de las ideas bastante tradicional. Pero esas ideas ya solo me interesaban encarnadas en instituciones y en hombres —en el seno de sociedades en que unas y otras funcionaban—. Entre las creaciones de la Edad Media estaban las universidades, los universitarios. En mi opinión, no se ha medido suficientemente la novedad, en las sociedades de Occidente, de una actividad, de una promoción intelectual y social basada en un sistema hasta entonces desconocido por ellas: el examen que se abre modestamente camino entre el sorteo (que habían utilizado, en límites bastante estrechos, las democracias griegas) y el nacimiento. Pronto me di cuenta de que esos universitarios salidos del movimiento urbano planteaban problemas comparables a los de sus contemporáneos, los mercaderes. Unos y otros vendían, a ojos de los tradicionalistas, bienes que no pertenecían más que a Dios: en un caso la ciencia; en otro el tiempo. «Vendedores de palabras.» Así flagelaba san Bernardo a aquellos intelectuales nuevos a los que invitaba a incorporarse a la única escuela válida para un monje, la escuela del claustro. Como el mercader, el universitario a duras penas podría agradar a Dios y conseguir su salvación, según los clérigos de los siglos XII y XIII. Sin embargo, estudiando una fuente entonces poco explotada, los manuales de confesores, que se multiplicaban al día siguiente del IV Concilio de Letrán, en 1215 —fecha grande de la historia medieval porque, al hacer obligatoria para todos la confesión auricular por lo menos una vez al año, el concilio abría un frente pionero en cada cristiano, el del examen de conciencia—[7] observé que el universitario, como el mercader, estaba justificado por referencia al trabajo que realizaba. La novedad de los universitarios me parecía, en definitiva, la de los trabajadores intelectuales. Así mi atención se hallaba dirigida hacia dos nociones cuyos avatares ideológicos me esforzaba por seguir en el seno de las condiciones sociales concretas en que se desarrollaban: la del trabajo y la del tiempo. Sobre estos dos problemas conservo dos carpetas abiertas de las que varios de los artículos aquí reunidos son fragmentos, y continúo pensando que las actitudes respecto al trabajo y al tiempo son aspectos esenciales de las estructuras y del funcionamiento de las sociedades y que su estudio es un observatorio privilegiado para examinar la historia de esas sociedades.
Para simplificar las cosas, diré que en cuanto al trabajo observaba una evolución del trabajo-penitencia de la Biblia y de la alta Edad Media hacia un trabajo rehabilitado que, al final, se convertía en medio de salvación. Pero esta promoción que los trabajadores monásticos de las nuevas órdenes del siglo XII, los trabajadores urbanos de las ciudades de esa época y, finalmente, los trabajadores intelectuales de las universidades habían provocado y justificado, producía dialécticamente nuevos desarrollos: a partir del siglo XIII, la escisión se realizaba entre un trabajo manual más despreciado que nunca y el trabajo intelectual (tanto el del mercader como el del universitario), y esta valoración del trabajo —sometiendo mejor al trabajador a la explotación que se hacía de su tarea— favorecía una alienación creciente de los trabajadores.
En cuanto al tiempo, yo indagaba sobre todo quién (y cómo) dominaba sus nuevas formas en la sociedad medieval occidental en mutación. El dominio del tiempo, el poder sobre el tiempo me parece una pieza esencial del funcionamiento de las sociedades.[8] No era yo el primero —Yves Renouard, entre otros, había escrito páginas luminosas sobre el tiempo de los hombres de negocios italianos— en interesarme por lo que en pocas palabras puede llamarse el «tiempo burgués». Trataba de conectar con el movimiento teológico e intelectual las nuevas formas de apropiación del tiempo que manifestaban los relojes de torre o pared, la división del día en veinticuatro horas y, pronto —en su forma individualizada—, en reloj de bolsillo.[9] En el meollo de la «crisis» del siglo XIV encontré estrechamente unidos el trabajo y el tiempo. El tiempo del trabajo se manifestaba como un enclave de importancia en el seno de esa gran lucha de los hombres, de las categorías sociales en torno a las medidas (tema de un hermoso y gran libro de Witold Kula).[10]
Sin embargo, seguía interesándome por lo que desde entonces tendería a llamar más «historia de la cultura» que «historia de las ideas». Mientras, había seguido, en la VI sección de la École Pratique des Hautes Études, las conferencias de Maurice Lombard, uno de los mayores historiadores que he conocido, a quien debo el principal choque científico e intelectual de mi vida profesional. A Maurice Lombard debo no solo la revelación y el gusto por los grandes espacios de civilización (y, por lo tanto, haber aprendido a no separar el espacio y el tiempo, los grandes horizontes y la larga duración), la necesaria mirada del medievalista occidental (incluso si prudentemente se aísla en su espacio, la especialización siempre requerida) hacia el Oriente proveedor de mercancías, de técnicas, de mitos y de sueños, sino también la exigencia de una historia total en que civilización material y cultural se interpenetran en el seno del análisis socioeconómico de las sociedades. Me daba cuenta de la zafiedad y de la inadecuación de una vulgar problemática marxista de la infraestructura y la superestructura. Conociendo la importancia de la teoría en las ciencias sociales y en particular en historia (con demasiada frecuencia el historiador, por desprecio de la teoría, es juguete inconsciente de teorías implícitas y simplistas), no me lancé a una búsqueda teórica para la que no siento en mí cualidades y en la que temo dejarme arrastrar hacia lo que considero, con y tras muchos historiadores, el peor enemigo de la historia: la filosofía de la Historia. He abordado algunos aspectos de la historia de las mentalidades, porque —frente a ese concepto de moda que no solo implica toda la positividad, sino también todos los riesgos de la moda— he tratado de mostrar el interés de una noción que hace moverse a la historia, pero también las ambigüedades de un concepto vago —y, por eso mismo, fecundo— por despreciar las barreras, y peligroso por deslizarse con demasiada facilidad hacia lo pseudocientífico.
Era necesario, en esta búsqueda de la historia cultural, un hilo conductor, una herramienta de análisis y de investigación. Encontré la oposición entre cultura erudita y cultura popular. Su empleo no carecía de dificultades. «Cultura erudita» no es tan simple de definir como se cree y «cultura popular» participa de la ambigüedad de ese peligroso epíteto de «popular». Hago mías las recientes observaciones pertinentes de Carlo Ginzburg.[11] Pero, diciendo con precaución de qué instrumentos se sirve uno y lo que se pone bajo esas nociones, creo en la eficacia de esa herramienta.
Bajo esta etiqueta vienen a colocarse toda una serie de fenómenos, el gran diálogo de lo escrito y de lo oral se esboza, ese gran ausente de la historia que hacen los historiadores, la palabra, se deja captar al menos como eco, rumor o murmullo, el conflicto de las categorías sociales se alza en el campo de la cultura al mismo tiempo que toda la complejidad de los préstamos, de los cambios, obliga a sofisticar el análisis de las estructuras y de los conflictos. Por tanto, hoy me he lanzado, a través de los textos doctos, los únicos que hoy sé leer un poco, al descubrimiento del folklore histórico. Pero al caminar junto a cuentos y a sueños, no he abandonado ni el trabajo ni el tiempo. Para tratar de comprender cómo funciona una sociedad y cómo —tarea siempre constituyente del historiador— cambia y se transforma, es preciso mirar más por el lado de lo imaginario.
Ahora querría progresar en labores más ambiciosas, de las que los artículos aquí presentados no son más que jalones. Contribuir a la constitución de una antropología histórica del Occidente preindustrial. Aportar algunos elementos sólidos para un estudio de lo imaginario medieval. Y, al hacerlo, precisar, a partir de mi información y de mi experiencia de medievalista, los métodos de una nueva erudición, adaptada a los nuevos objetos de la historia, fiel a esta doble naturaleza de la historia, de la historia medieval en particular, el rigor y la imaginación. Una erudición que defina los métodos de crítica de una nueva concepción del documento, la del documento-monumento,[12] que siente las bases de una nueva ciencia cronológica —que ya no sea solamente lineal—, que separe las condiciones científicas de un comportamiento legítimo, es decir, que no compare cualquier cosa con otra cosa cualquiera no importa cuándo y no importa dónde.
Me gustaría terminar con una frase de Rimbaud no para oponer, con demasiados intelectuales, tras demasiados intelectuales de la Edad Media, trabajo manual y trabajo intelectual, sino, por el contrario, para unirlos en el seno de la solidaridad de todos los trabajadores: «La mano con pluma vale tanto como mano con arado».
NOTA. En la versión de origen de los estudios aquí reunidos, la mayoría de las citas se daban en la lengua original, es decir, esencialmente en latín. Para comodidad del lector, esas citas han sido traducidas dentro del texto. Pero se ha conservado el latín en las notas que no son indispensables para la comprensión de los artículos.
I
Tiempo y trabajo
LAS EDADES MEDIAS DE MICHELET
Entre muchos medievalistas Michelet no tiene hoy buena prensa. Su Edad Media aparece como la parte más pasada de moda de la Histoire de France. Primero, por relación con la evolución de la ciencia histórica. Pese a los Pirenne, a los Huizinga, a los Marc Bloch y a cuantos tras ellos abren la Edad Media a la historia total, la Edad Media sigue siendo el periodo de la historia más marcado por la erudición del siglo XIX (de la Escuela de Archiveros Paleógrafos a los Monumenta Germaniae Historica) y por la escuela positivista de finales del siglo XIX y principios del XX. Léanse los irremplazables volúmenes de la Histoire de France de Lavisse consagrados a la Edad Media. ¡Qué lejos está Michelet! La Edad Media de Michelet pertenece, en apariencia, a su lado más literario y menos «científico». Ahí es donde el romanticismo podría haber ejercido los mayores estragos. El Michelet medievalista apenas parece más serio que el Victor Hugo de Notre-Dame de París o el de La légende des siècles. Son medievales.
La Edad Media se ha convertido, y sigue siéndolo, en la ciudadela de la erudición. Ahora bien, las relaciones de Michelet con la erudición son ambiguas. Por supuesto, Michelet, ese gran apetito, ese devorador de historia, manifestó un hambre insaciable por el documento. Fue apasionadamente, y lo recordó sin cesar, un hombre de archivos, un trabajador de los Archivos. En el prefacio de 1869, subrayó que una de las novedades de su obra era su base documental: «Hasta 1830 (e incluso hasta 1836) ninguno de los historiadores notables de esa época había sentido aún la necesidad de buscar los hechos fuera de los libros impresos, en las fuentes primitivas, en su mayoría inéditas entonces, en los manuscritos de nuestras bibliotecas, en los documentos de nuestros archivos». E insiste: «Que yo sepa, antes de mi tercer volumen ningún historiador había hecho uso (cosa fácil de verificar) de piezas inéditas... fue la primera vez que la historia tuvo una base tan seria (1837)». Pero, para Michelet, el documento, y más particularmente el documento de archivos, no es más que un trampolín para la imaginación, el gatillo de la visión. Las célebres páginas sobre los Archivos Nacionales atestiguan este papel de estímulo poético del documento, que comienza, antes incluso de que el texto haya sido leído, por la acción creadora del espacio sagrado del depósito de archivos. Sobre el historiador actúa un poder de atmósfera. Esos grandes cementerios de la historia son también, en primer lugar, los lugares de la resurrección del pasado. La celebridad de estas páginas quizá haya atenuado su poder. Brotan sin embargo de algo mucho más profundo en Michelet que de un don literario de evocación. Michelet es un nigromante: «Yo amaba la muerte...». Pero recorre las necrópolis del pasado como las avenidas del Père-Lachaise, para arrancar, literalmente y no en sentido figurado, a los muertos de su sepultura, para «despertar», para hacer «revivir». La Edad Media, que prolongó hasta nuestros días en los frescos, en los tímpanos de las iglesias, la llamada de las trompetas del Juicio Final, que son ante todo las del despertar, encontró en Michelet a quien mejor supo hacerlas sonar: «Por las galerías solitarias de los Archivos por donde vagué veinte años en medio de ese profundo silencio, a mi oído venían sin embargo murmullos...». Y en la larga noticia que cierra el segundo volumen de la Histoire de France: «En gran parte he sacado este volumen de los Archivos Nacionales. No tardé en darme cuenta, en el silencio aparente de aquellas galerías, de que allí había un movimiento, un murmullo que no era el de la muerte... Todos vivían y hablaban... Y a medida que yo soplaba sobre su polvo, los veía levantarse. Sacaban del sepulcro uno la mano, otro la cabeza, como en el Juicio Final de Miguel Ángel, o en la Danza de los muertos...». Sí, Michelet es mucho más que un nigromante; es, según el hermoso neologismo que inventó para sí mismo y que no hemos osado conservar después de él, un «resucitador[ 1]».
Michelet fue un archivero concienzudo, apasionado por su oficio. Hoy sus sucesores lo saben y pueden probarlo mostrando las huellas de su trabajo. Enriqueció su Histoire de France, y singularmente su Edad Media, con notas y piezas justificativas que testimonian su apego por la erudición.Pertenece a esas generaciones románticas (Victor Hugo también) que supieron aliar erudición y poesía. Mérimée, primer inspector general de los monumentos históricos, es otro ejemplo, aunque haya separado más su oficio y su obra. El tiempo de Michelet es el de la Sociedad Céltica convertida en la Sociedad Nacional de Anticuarios de Francia, de la Escuela Nacional de Archiveros y Paleógrafos, del Inventario Monumental de Francia (entonces abortado, hoy renaciente), de la arquitectura erudita de Viollet-le-Duc... Pero, para Michelet, la erudición no es más que una fase inicial y preparatoria. La historia comienza después, con la escritura. La erudición entonces es solo un andamiaje que el artista, el historiador, deberá quitar cuando la obra esté realizada. Va unida a un estado imperfecto de la ciencia y de la vulgarización. Vendrá la época en que, dejando de ser las muletas visibles de la ciencia histórica, la erudición se incorpore a la obra histórica y sea reconocida desde dentro por el lector formado en ese conocimiento íntimo. Una imagen de constructores de catedrales expresa, en el prefacio de 1861, esa concepción de Michelet: «Las piezas justificativas, especie de puntales y de contrafuertes de nuestro edificio histórico, podrían desaparecer a medida que la educación del público se vaya identificando cada vez más con los progresos mismos de la crítica y de la ciencia». Desarrollar en él, alrededor de él, un instinto de la historia, infalible como el de los animales que estudiará al final de su vida: ese es el gran designio del Michelet historiador.
Hoy, ¿qué medievalista podría renunciar fácilmente a la ostentación de las notas a pie de página, de los anexos y de los apéndices? Un debate que llegaría muy lejos en el análisis de la producción social de la historia podría oponer argumentos igual de convincentes a primera vista. Algunos, prolongando al plano político e ideológico la actitud de Michelet, podrían recusar las prácticas de una erudición cuya consecuencia, si no meta, es perpetuar la dominación de una casta sacralizada de autoridades. Otros, que también podrían invocar a Michelet, alegarían que no puede haber ciencia sin pruebas verificables y que la edad de oro de la historia sin justificación erudita no es más que una utopía. No insistimos. Los hechos están ahí. Hoy un medievalista no puede sino retroceder o dudar ante la concepción que Michelet tiene de la erudición. La Edad Media es todavía asunto de clérigos. Para el medievalista todavía no ha llegado el tiempo de renunciar a la liturgia de la epifanía erudita y de perder su latín. Incluso si consideramos que el Michelet medievalista es, en este punto capital, más profetico quizá de lo que está superado, hay que admitir que su Edad Media no es la de la ciencia medieval de hoy.
Pero la Edad Media de Michelet parece igual de pasada de moda en relación con el propio Michelet. Se considere a Michelet como un hombre de su época, ese bullente siglo XIX, o se le lea como hombre de nuestra época, de este convulsivo siglo XX, parece muy lejos de la Edad Media. Lo parece más todavía si, como él nos invitó a hacer, desciframos su obra histórica como una autobiografía —«biografiar la historia como a un hombre, como a mí»—; Edad Media de las permanencias, siglo XIX de las revoluciones; Edad Media de la obediencia, siglo XX de la contestación. ¿La Edad Media de Michelet? Triste, oscurantista, petrificada, estéril. Michelet, hombre de la fiesta, de la luz, de la vida, de la exuberancia. Si Michelet se demora en la Edad Media de 1833 a 1844 es para llevar un largo luto, es como si el pájaro Michelet no llegase a liberarse de la ceguera, de la asfixia de un largo túnel. Sus batidas de alas chocan con los muros de una catedral en tinieblas. No respira, no coge impulso, no se abre —pájaro-flor— más que con el Renacimiento y la Reforma. Por fin llega Lutero...
Y sin embargo...
Si en el interior de lo que se llama Escuela de los Annales, es decir, los historiadores de la historia «moderna», un Lucien Febvre ayer, un Fernand Braudel hoy, que fueron los primeros en ver en Michelet al padre de la historia nueva, de la historia total que quiere captar el pasado en todo su espesor, de la cultura material a las mentalidades, ¿no son hoy los medievalistas los que, más que ningún otro, piden a Michelet que les ilumine en esta investigación —que él predicaba en el prefacio de 1869— de una historia a la vez más «material» y más «espiritual»? Y si un Roland Barthes ha descubierto en Michelet a uno de los primeros representantes de la modernidad, ¿no se manifiesta ante todo esa modernidad en su visión de la edad que es la infancia de nuestra sociedad, la Edad Media?
Para esclarecer esta aparente contradicción, intentemos un examen de la Edad Media de Michelet que responda al tiempo a una doble exigencia, la de la ciencia moderna y la del propio Michelet, es decir, que se esfuerce por restituir la Edad Media de Michelet en su evolución, en su vida misma. De 1833 a 1862, la Edad Media de Michelet no estuvo inmóvil. Se transformó. El estudio de sus avatares resulta indispensable para la comprensión de la Edad Media para Michelet, para los medievalistas y para los hombres de hoy. Como a él le gustaba hacer (con o sin Vico), como la ciencia histórica suele hacer hoy, periodicemos la Edad Media de Michelet, aunque sea a costa de cierta simplificación. El movimiento de la vida —como el de la historia— está hecho más de encabalgamientos que de sucesiones nítidas para encajar unos en otras; los avatares de la evolución no dejan de asumir figuras sucesivas.
Creo poder distinguir tres o quizá cuatro Edades Medias de Michelet. La clave de esta evolución es la forma en que, más que cualquier otro, Michelet lee y escribe la historia del pasado a la luz de la historia del presente. La relación «histórica» entre Michelet y la Edad Media cambia según las relaciones de Michelet con la historia contemporánea. Se despliega en torno a dos polos, esenciales en la evolución de Michelet: 1830 y 1871, que enmarcan la vida adulta del historiador (nacido en 1798 y muerto en 1874). Entre el «relámpago de julio» y el crepúsculo de la derrota de Francia frente a Prusia, la lucha contra el clericalismo, las decepciones de la Revolución abortada en 1848, el disgusto frente al mercantilismo del segundo Imperio, las desilusiones nacidas del materialismo y de las injusticias de la naciente sociedad industrial desplazan la imagen que Michelet tiene de la Edad Media.
De 1833 a 1844, al hilo de las fechas de publicación de los seis volúmenes de la Histoire de France consagrados a la Edad Media, la Edad Media de Michelet es una Edad Media positiva. Se deteriora lentamente de 1845 a 1855, al ritmo de las nuevas ediciones, en una Edad Media invertida, negativa, que desemboca en una caída de telón en el prefacio de los tomos VII y VIII de la Histoire de France (1855) consagrados al Renacimiento y a la Reforma. Tras el gran entreacto de la Histoire de la Révolution, surge una nueva Edad Media que yo denomino la «Edad Media de 1862», fecha en que aparece La Sorcière. Es, por tanto, la Edad Media de la Bruja: mediante un extraño movimiento dialéctico resurge, del fondo de la desesperación, una Edad Media satánica, pero por satánica luciferina, es decir, portadora de luz y de esperanza. Por último, apunta quizá una cuarta Edad Media, la que por antítesis con el mundo contemporáneo, el mundo de la «gran revolución industrial» al que está consagrada la última parte —poco conocida— de la Histoire de France, recupera la fascinación por una infancia hacia la que, en adelante, es imposible volver, como es imposible, en el umbral de la muerte que siempre acosó a Michelet, el retorno hacia el cálido asilo del vientre materno.
LA BELLA EDAD MEDIA DE 1833-1844
Como minuciosamente estableció Robert Casanova, la parte de la Histoire de France de Michelet que concierne a la Edad Media conoció tres ediciones con variantes: la primera edición (bautizada «A»), cuyos seis tomos aparecieron entre 1833 y 1844 (tomos primero, segundo en 1833, tercero en 1837, cuarto en 1840, quinto en 1841, sexto en 1844); la edición Hachette de 1852 (B); y la edición definitiva de 1861 (C). Entre tanto, vieron la luz ediciones parciales de los tomos I y II en 1835 y el tomo III en 1845 (A’) y algunas partes de los tomos V y VI en 1853, 1856 y 1860 (Jeanne d’Arc del tomo V, y del tomo VI, Louis XI et Charles le Téméraire, editadas en la «Bibliothèque des chemins de fer» de Hachette). La edición A’ de los tres primeros tomos difiere poco de la edición A. Es entre A-A’ y B donde se produce el gran cambio, sobre todo en los tomos I y II, mientras que los tomos V y VI de B reproducen los de A. Por último, C no es, en líneas generales, más que un reforzamiento, considerable, cierto, de las tendencias de B.
De 1833 a 1844, Michelet sufre el encanto de la Edad Media, de una Edad Media positiva hasta en sus desgracias y sus horrores. Lo que entonces le seduce de la Edad Media es, en primer lugar, que puede hacer esa historia total que exaltará en el Prefacio de 1869. La Edad Media es materia de historia total, porque permite escribir la historia a la vez más material y más espiritual con que sueña Michelet y porque la documentación que ofrecen los archivos y los monumentos, los textos de pergamino y de piedra, alimenta suficientemente la imaginación del historiador como para poder resucitar íntegramente esa época.
Edad Media material en la que emergen tantas circunstancias «físicas y fisiológicas», el «suelo», el «clima», los «alimentos». Francia medieval física, porque es el momento en que la nacionalidad francesa aparece con la lengua francesa, pero donde al mismo tiempo la parcelación feudal compone una Francia provinciana (para Michelet, Francia feudal y Francia provinciana es todo uno), «formada según su división física y natural». De ahí la idea genial de colocar el Tableau de la France, esta maravillosa meditación descriptiva sobre la geografía francesa, no al comienzo de la Histoire de France, como una simple obertura de los «datos» físicos que habrían condicionado la historia desde toda la eternidad, sino en la época, hacia el Año Mil, en que la historia hace de este Finisterre euroasiático una unidad política, la del reino de Hugo Capeto, y a la vez un mosaico de principados territoriales. Francia nace. Michelet puede predecir en su cuna el destino de cada una de sus provincias, dotarlas.
Historia climática, alimentaria y fisiológica. Ahí la tenemos, puesta en evidencia en las calamidades del Año Mil: «Parecía que el orden de las estaciones se hubiera invertido, que los elementos siguiesen leyes nuevas. Una peste terrible asoló Aquitania; la carne de los enfermos parecía atacada por el fuego, se desgajaba de sus huesos, y caía en podredumbre...».
Sí, esta Edad Media está hecha de materias, de productos que se intercambian, de desórdenes físicos y mentales. El Prefacio de 1869 la evoca de nuevo: «Cómo Inglaterra y Flandes se casaron por la lana y el paño, cómo Inglaterra bebió a Flandes, se impregnó de ella, atrayendo a cualquier precio a los tejedores expulsados por las brutalidades de la casa de Borgoña: ese es el gran suceso». Y también: «La peste negra, el baile de San Vito, los flagelantes y el sabbat, esos carnavales de la desesperación, empujan al pueblo, abandonado, sin jefe, a actuar por sí mismo… El mal llega a su más alto paroxismo, la furiosa locura de Carlos VI». Pero esta Edad Media es también espiritual, y ante todo en el sentido en que lo entiende entonces Michelet, es decir, que es en su seno donde se materializa «el gran movimiento progresivo interior del alma nacional».
Michelet encuentra incluso en dos iglesias, en el corazón del París de Carlos VI, la encarnación de la materialidad y de la espiritualidad, esos dos polos entre los que, según él, debe oscilar la historia nueva: «Saint-Jacques-de-la-Boucherie era la parroquia de los carniceros y de los lombardos, del dinero y de la carne. Dignamente rodeada por desolladeros, curtidurías y malos lugares, la sucia y rica parroquia se extendía de la calle Trousse-Vache al Quai des Peaux o Pelletier... Contra la materialidad de SaintJacques se alzaba, a dos pasos, la espiritualidad de Saint-Jean. Dos sucesos trágicos habían hecho de esta capilla una gran iglesia, una gran parroquia: el milagro de la calle des Billettes, donde “Dios fue embolado por un judío” tras la ruina del Templo, que extendió la parroquia de Saint-Jean sobre aquel vasto y silencioso barrio...».
Pero esta Edad Media es también la época que rebosa de testigos para la erudición y la imaginación, la época en que puede hacerse oír lo que Roland Barthes ha llamado «el documento como voz»: «Al entrar en siglos ricos en actos y en piezas auténticas, la historia se hace mayor...». Es entonces cuando se elevan los «murmullos» de los Archivos, cuando los pergaminos, las ordenanzas reales viven y hablan. La piedra también vive y habla. Antes era material e inerte, en adelante se espiritualiza y vive. Este himno a la piedra viviente es lo esencial del célebre texto sobre «la pasión como principio de arte en la Edad Media». «El arte antiguo, adorador de la materia, se clasificaba por el apoyo material del templo, por la columna... El arte moderno, hijo del alma y del espíritu, tiene por principio no la forma, sino la fisonomía, el ojo; no la columna sino el crucero; no lo pleno sino lo vacío.» Y también: «La piedra se anima y se espiritualiza bajo la ardiente y severa mano del artista. El artista hace brotar de ella la vida».
«He definido la historia como Resurrección. Si esto ocurrió alguna vez, fue en el volumen 4.º (el Charles VI).» El subrayado es de Michelet. Estos archivos de la Edad Media, con los que puede hacerse revivir a los muertos, permiten incluso hacer revivir a aquellos que afectan más que otros a Michelet, a aquellos cuya llamada a la vida hace de este despertador un gran resucitador, a aquellos que están más muertos que los demás, los pequeños, los débiles, el pueblo. Aquellos que tienen derecho a decir: «¡Historia, cuenta con nosotros! Tus acreedores te lo ordenan. Hemos aceptado la muerte por una línea tuya». Entonces Michelet puede «sumergirse en el pueblo. Mientras que Oliver de la Marche y Chastellain descansan en las comidas del Toisón de Oro, yo sondaba las cavas donde fermentó Flandes, esas masas de místicos y valientes obreros».
Lo cual equivale a decir que la Edad Media de 1833 es para Michelet la época de las apariciones maravillosas. Surgen de los documentos ante sus ojos deslumbrados. El primer aparecido es el Bárbaro y el Bárbaro es el niño, es la juventud, es la naturaleza, es la vida. Nadie mejor que Michelet ha expresado el mito romántico del buen Bárbaro: «Esa palabra me gusta... la acepto, Bárbaros. Sí, es decir, plenos de una savia nueva, viviente y rejuvenecedora... Nosotros los Bárbaros tenemos una ventaja natural; si las clases superiores tienen la cultura, nosotros tenemos mucho más calor vital...». Y, más tarde, su Edad Media seguirá estando cruzada por niños maravillosos, a quienes saluda el Prefacio de 1869: «San Francisco, un niño que no sabe lo que dice, y que por ello habla mejor...». Y, por supuesto, Juana de Arco: «El espectáculo es divino cuando, sobre el cadalso, la niña abandonada y sola contra el sacerdote-rey, la homicida Iglesia, mantiene en plena llama su Iglesia interior y vuela diciendo: “¡Mis deseos!”». Pero no toda la Edad Media es un niño: «Triste niño, arrancado de las entrañas mismas del cristianismo, que nació en las lágrimas, que creció en la plegaria y en la ensoñación, en las angustias del corazón, que murió sin acabar nada; pero nos dejó de él un recuerdo tan penetrante que todas las alegrías, todas las grandezas de las edades modernas no bastarán a consolarnos». Hacia el Año Mil es también la tierra, los bosques, los ríos, las orillas del mar, esa mujer tan amada que se alza: Francia, la Francia física, biológica: «Cuando el viento arrastra esa vana y uniforme neblina con que el Imperio alemán lo había cubierto todo y oscurecido todo, el país aparece...». Y la frase famosa: «Francia es una persona». Y la continuación, que a veces se olvida: «No puedo hacerme comprender mejor que reproduciendo el lenguaje de una ingeniosa fisiología». Esto no se le ha escapado a Roland Barthes: «El cuadro de Francia... que se da generalmente como el antepasado de las geografías, es de hecho la exposición de un experimento de química: la enumeración de las provincias es, en él, menos descripción que recuento metódico de los materiales, de las sustancias necesarias para la elaboración completamente química de la generalidad francesa».
Francia está ahí, el pueblo va a su encuentro. Se alza una primera vez y son las Cruzadas. ¡Qué ocasión para Michelet para oponer la generosidad, la espontaneidad, el impulso de los pequeños al cálculo, a las tergiversaciones de los grandes!: «El pueblo partió sin esperar nada, dejando a los príncipes deliberar, armarse, cantar; ¡hombres de poca fe!; los pequeños no se preocupaban por nada de todo eso: estaban seguros de un milagro». En esta ocasión, hay que observar ya que la Edad Media de Michelet, que en el punto de partida parece tan alejada de la Edad Media «científica» de los medievalistas del siglo XX, anuncia la Edad Media que los mayores innovadores de los historiadores de hoy ponen de manifiesto poco a poco, apuntalándola con una documentación mejor. Lo prueba ese gran libro que, con otros tres o cuatro, ha inaugurado el tiempo de la historia de las mentalidades colectivas: La Chrétienté et l’idée de croisade, de Paul Alphandéry y Alphonse Dupront (1954). La dualidad, el contraste de las dos cruzadas, está ahí probada y explicada: la cruzada de los caballeros y la cruzada del pueblo. Es incluso el título de un capítulo: «La croisade populaire». En Clermont, el papa Urbano II había predicado a los ricos. Fueron los pobres los que partieron —en cualquier caso partieron los primeros—. «Los nobles se tomaron tiempo para materializar sus bienes, y la primera tropa, una innumerable tropa, se componía de campesinos y nobles de escasa fortuna. Mas otra diferencia, mucho más real, diferencia de mente, debía separar pronto a los pobres de los señores. Estos partían para utilizar contra el infiel los ocios de la Tregua de Dios: se trataba de una expedición limitada, de una especie de tempus militiae. Por el contrario, en el pueblo hay una idea de morada en la Tierra Santa... Los pobres que tienen todo que ganar en la aventura son los verdaderos espirituales de la Cruzada, para cumplimiento de las profecías.» Y, ¿qué habría podido escribir Michelet si hubiera conocido las recientes investigaciones sobre la cruzada de los niños de 1212, si hubiera sabido que este término de «niños» —sobre el cual Alphandéry y Dupront en un capítulo («Les croisades d’enfants») demostraron que «se revela con una intensidad en la que estalla naturalmente el milagro, la vida profunda de la idea misma de cruzada»— designa, como probará Pierre Toubert, a los pobres, a los humildes, como los Pastorcillos de 1251 («los habitantes más miserables de los campos, sobre todo los pastores...», escribió Michelet)? He ahí a la infancia y al pueblo indisolublemente unidos, como le hubiera gustado a Michelet.
La segunda aparición del pueblo en la Edad Media es la que más retuvo a Michelet. Michelet era más lector de crónicas y de archivos que de textos literarios. Al parecer, ignoraba a los villanos monstruosos, bestiales, de la literatura hacia el 1200, el de Aucassin et Nicolette, el del Ivain de Chrétien de Troyes. El pueblo había surgido en muchedumbre, colectivo, con las cruzadas. Y he aquí que, de pronto, de los documentos del siglo XIV, surge como una persona el Jacques ( Juan Pueblo). Michelet, parisino, hijo de artesano, hombre de la era burguesa, había visto hasta entonces el pueblo de las villas y de las comunas. «Pero ¿el campo? ¿Quién lo conocía antes del siglo XIV? [Esto hace sonreír, desde luego, al medievalista de hoy, que dispone de tantos estudios —algunos de ellos grandes libros, como los de George Duby— sobre los campesinos de antes de la peste y la jacquerie.] Este gran mundo de tinieblas, esas masas innumerables, ignoradas, ahí apunta el alba. En el tomo tercero (de erudición sobre todo), no estaba en guardia, no me esperaba nada, cuando la figura de Jacques erguido sobre el surco, se interpuso en el camino; figura monstruosa y terrible...» Es la revuelta de Calibán, previsible desde el encuentro de Aucassin con el joven campesino, «alto, monstruosamente feo y horrible, un sayal enorme y más negro que el carbón, más de la largura de una mano entre los dos ojos, inmensas mejillas, una gigantesca nariz chata, enormes y largas fosas nasales, gruesos labios más rojos que un filete, horribles y largos dientes amarillos. Llevaba polainas y zapatos de cuero de buey que cuerdas de corteza de tilo mantenían alrededor de la pierna hasta encima de la rodilla. Estaba vestido con una capa sin revés ni derecho, y se apoyaba en una gran maza. Aucassin se precipitó hacia él. ¡Cuál no sería su miedo cuando le vio más cerca!» (traducción de Jean Dufournet, 1873).
Finalmente, la tercera aparición del pueblo en la Edad Media es Juana de Arco. De entrada Michelet dibuja su signo esencial: su pertenencia al pueblo. «La originalidad de la Doncella, lo que constituyó su éxito no fue tanto su valentía o sus visiones como su sentido común. A través de su entusiasmo, esta hija del pueblo vio la cuestión y supo resolverla.» Pero Juana es más que una emancipación del pueblo. Es el resultado de toda la Edad Media, la síntesis poética de cuanto Michelet ve en ella de apariciones maravillosas: el niño, el pueblo, Francia, la Virgen: «Que el espíritu novelesco la toque si se atreve; la poesía no lo hará jamás. ¿Qué podría añadirle?... La idea que durante toda la Edad Media se había manifestado de leyenda en leyenda..., al final resultó que esa idea era una persona; ese sueño lo tocaron. La Virgen compasiva de las batallas que los caballeros invocaban y esperaban de arriba, estaba aquí abajo... ¿En quién?, es maravilloso. En lo que despreciaban, en lo que parecía lo más humilde, en una niña, en la simple hija de los campos, del pobre pueblo de Francia... Porque hubo un pueblo, hubo una Francia... Esta última figura del pasado fue también la primera del tiempo que comenzaba. En ella aparecieron a un tiempo la Virgen... y la Patria». Pero Juana es, en definitiva y sobre todo, más que el pueblo o la nación, es la mujer. «Debemos ver ahí otra cosa además, la Pasión de la Virgen, el martirio de la pureza... El salvador de Francia debía ser una mujer. Francia misma era mujer...» Otra obsesión de Michelet encontró aquí su sustento, sin embargo Juana señala el fin de la Edad Media. Mientras, se ha producido otra aparición maravillosa: la nación, la patria. Es la grandeza de ese siglo XIV, el gran siglo de la Edad Media para Michelet, que juzgará digno de una publicación aparte. Es en el Prefacio del tomo III de 1837, donde expresa su admiración por ese siglo en que Francia se realiza, en que de niña se convierte en mujer, de persona física en persona moral, donde por fin es ella misma: «La era nacional de Francia es el siglo XIV. Los estados generales, el Parlamento, todas nuestras grandes instituciones comienzan o se regularizan. La burguesía aparece en la revolución de Marcel, el campesino en la jacquerie, Francia misma en la guerra de los Ingleses. La locución un «buen francés» data del siglo XIV. Hasta entonces, Francia era menos Francia que cristiandad.
Más allá de las personas queridas, el Bárbaro-niño, la Franciamujer y nación, el pueblo, Michelet ve surgir en la Edad Media dos fuerzas que provocan el entusiasmo: la religión y la vida. La religión, porque en ese momento Michelet, como bien lo ha mostrado Jean-Louis Cornuz, tiene al cristianismo por una fuerza positiva en la historia. En el hermoso texto que durante un siglo ha permanecido ignorado y que Paul Viallaneix acaba de descubrir titulándolo L’Héroïsme de l’esprit, Michelet explica: «Una de las causas principales que me hizo tomar estos piadosos cuidados por esas edades que todos nuestros esfuerzos tienden a borrar de la tierra, ¿debo decirlo?, fue el sorprendente abandono en que sus amigos la dejan, fue la increíble impotencia de los partidarios de la Edad Media para sacar a la luz, para valorar esa historia que dicen amar tanto... ¿Quién conoce el cristianismo?». El cristianismo es entonces, para él, vuelco de la jerarquía, promoción de los humildes: los últimos serán los primeros. Es incluso, aunque ya impotente en parte en el dominio material, un fermento de libertad y en primer lugar para los más oprimidos, para los más desgraciados, para los esclavos. Quiere liberar al esclavo, aunque no lo consiga. En la Galia de finales del siglo III, los oprimidos se rebelan. «Entonces todos los siervos de los Galos tomaron las armas bajo el nombre de Bagaudes... No sería sorprendente que esta reclamación de los derechos naturales del hombre hubiera sido inspirada en parte por la doctrina de la igualdad cristiana.»
En una época en la que se confiesa a sí mismo más «escritor y artista» que historiador, Michelet ve en el cristianismo una maravillosa inspiración para el arte. Y escribe ese texto sublime: La Passion comme principe d’art au Moyen Âge, que corregirá en la edición de 1852 y que no conservará en la de 1861, sino entre los Éclaircissements (Aclaraciones): «En este abismo está el pensamiento de la Edad Media. Esa edad está contenida toda entera en el cristianismo, y el cristianismo en la Pasión... He ahí todo el misterio de la Edad Media, el secreto de sus lágrimas inagotables y de su genio profundo. ¡Lágrimas preciosas que corrieron en límpidas leyendas, en maravillosos poemas, y que apilándose hacia el cielo cristalizaron en gigantescas catedrales que querían subir hasta el Señor! Sentado a orillas de este gran río poético de la Edad Media, distingo en él dos fuentes diversas en el color de sus aguas... Dos poesías, dos literaturas: la una caballeresca, guerrera, amorosa; esta es, desde muy pronto, aristocrática; la otra, religiosa y popular...». Y en una intuición, añade Michelet: «La primera también es popular en su nacimiento...». Cree, por supuesto, en la influencia sobre nuestra literatura docta medieval «de los poemas de origen céltico» en la época en que su amigo Edgar Quinet escribe ese hermoso y desconocido Merlin l’Enchanteur (Merlín el Encantador). Hoy se habría apasionado por las búsquedas que ponen en evidencia, detrás de las canciones de gesta y de las novelas corteses, no solo la literatura oral celta, sino la gran corriente popular de los folklores. Esta unión de la religión y del pueblo es lo que entonces fascina a Michelet de la Edad Media: «La Iglesia era entonces el domicilio del pueblo... El culto era un diálogo tierno entre Dios, la Iglesia y el pueblo, expresando el mismo pensamiento...».
Finalmente, la Edad Media es la vida. Michelet no siente la Antigüedad; para él, es inerte. Ya hemos visto cómo al «arte antiguo, adorador de la materia» opone «el arte moderno», es decir, el de la Edad Media, «hijo del alma y del espíritu». Para él, como para los demás grandes románticos, esta vitalidad profunda de la Edad Media, que anima la piedra, culmina en el gótico. En el gótico no ama solo los comienzos, el momento en que, en el siglo XII, se abre «la ojiva», el tiempo en que, en los siglos XII y XIII, «el crucero hundido en la profundidad de los muros... medita y sueña», sino también la exuberancia, las locuras del final, el florido: «El siglo XIV apenas se agota cuando esas rosas se alteran; se truecan en figuras flamígeras; ¿son llamas de los corazones o de las lágrimas?...».
La coronación de estos impulsos es la fiesta medieval. El ideal de la fiesta que Michelet exaltó tan bien —sobre todo con L’Étudiant (El estudiante)— no se encuentra en ninguna otra época tan bien realizado como en la Edad Media. Es la «larga fiesta de la Edad Media». La Edad Media es una fiesta. Presentimiento del papel —hoy esclarecido por la sociología y la etnología— que la fiesta juega en una sociedad y en una civilización del tipo de las de la Edad Media.
En el gran texto de 1833, La Passion comme principe d’art au Moyen Âge, Michelet llega finalmente a las razones más profundas, más viscerales que le atraen, fascinado, hacia la Edad Media. Es la vuelta a los orígenes, al vientre materno. Claude Mettra (L’Arc, n.º 52) ha comentado, de forma inspirada, un texto de febrero de 1845 en que Michelet, tras haber acabado su historia de la Francia Medieval, se compara a sí mismo con la «matriz fecunda», con la «madre», con «la mujer encinta que hace todo con vistas a su fruto». La obsesión del Vientre, de su imagen, de su reino, encuentra su aliento en la Edad Media, de la que nacimos, de la que hemos salido. «Es preciso que el viejo mundo pase, que la huella de la Edad Media acabe de borrarse, que veamos morir todo lo que amamos, lo que nos dio de mamar de pequeños, lo que fue nuestro padre y nuestra madre, lo que tan dulcemente nos cantaba en nuestra cuna.» Frase más actual todavía en 1974, cuando la civilización tradicional, que se creó en la Edad Media y sufrió un primer gran choque en tiempos de Michelet con la Revolución industrial, se borra definitivamente bajo las transformaciones que han sumergido y trastocado «el mundo que hemos perdido» (Peter Laslett).
LA EDAD MEDIA SOMBRÍA DE 1855
La hermosa Edad Media de 1833 se había deteriorado rápidamente. Entre 1835 y 1845, en las reediciones de los tres primeros tomos, Michelet comenzaba a alejarse de la Edad Media. El viraje era nítido en la edición de 1852. La ruptura está definitivamente consumada en 1855 en los prefacios e introducciones a los tomos VII y VIII de la Histoire de France. El Renacimiento y la Reforma arrojan la Edad Media a las tinieblas: «El estado extraño y monstruoso, prodigiosamente artificial que fue la Edad Media...».
La ruptura ha venido con Lutero. Más que las apariciones ahora entenebrecidas de la Edad Media, la verdadera epifanía es Lutero: «¡Aquí estoy!». «Me resultó muy saludable vivir con ese gran corazón que dijo no a la Edad Media.»
Algo molesto por haber amado demasiado a la Edad Media, Michelet trata de distanciarse de ella, de su Edad Media: «Este inicio de mi historia agradó más al público que a mí». Se esfuerza por corregir sin renegar. Afirma que ha revelado la Edad Media. Creyó lo que la Edad Media pretendía hacer creer, y no vio la realidad, que era sombría. «No es propio de nuestra franqueza borrar nada de lo que está escrito... Lo que entonces escribimos es verdadero como el ideal que se propuso la Edad Media. Y lo que aquí damos es su realidad, acusada por sí misma.»
Sí, fue evidentemente la seducción perversa del arte, en aquel tiempo en que volviendo a utilizar sus términos era más artista y escritor que historiador, lo que inspiró a Michelet una indulgencia culpable por esa época: «Entonces (en 1833) cuando el arrebato por el arte de la Edad Media nos hizo menos severos con ese sistema en general...». Y ahora tenemos ese mismo arte vilipendiado. Es la «derrota del gótico». Es visible en la bufonada del neogótico romántico. Tres culpables. Chateaubriand: «El señor de Chateaubriand... intentó muy temprano una imitación muy grotesca...». Victor Hugo: «En 1830, Victor Hugo la prosiguió con el vigor del genio, y partiendo sin embargo de lo fantástico le dio el vuelo de lo extraño y de lo monstruoso, es decir, de lo accidental». Finalmente, el propio Michelet: «En 1833... traté de dar la Ley viviente de esa vegetación... Mi entusiasmo excesivamente ciego queda explicado por una palabra: adivinábamos, y teníamos la fiebre de la adivinación...». Incluso allí donde la Edad Media parece ser grande, pasó de largo. No reconoció a una Juana de Arco: «Ven pasar a Juana de Arco y dicen: “¿Quién es esa muchacha?”». ¿Mantendrá al siglo XIV en su exaltación? Podría hacerlo tras «la caída del siglo XIII: «La fecha más siniestra, la más sombría de toda la historia es para mí el año 1200, el 93 de la Iglesia». Pero los siglos XIV y XV son arrastrados a la danza macabra de una Edad Media que no termina de morir: «Terminó en el siglo XIV, cuando un laico, apoderándose de los tres mundos, los encierra en su Comedia, humanizada, transfigura y cierra el reino de la visión». En adelante, Michelet no puede hacer otra cosa que asombrarse por «su ingenuidad, su benévolo candor para rehacer la Edad Media», para tomarla «siglo por siglo». Porque este tiempo adorado, luego quemado, es desde ese momento «mi enemiga la Edad Media (yo, hijo de la Revolución y que la tengo en el fondo del corazón)...».
Al hilo de las reediciones Michelet ha retocado, tachado, ensombrecido la hermosa Edad Media de 1833. ¿Qué nos enseña el juego de los arrepentimientos? Los especialistas en Michelet dirán las razones de ese alejamiento, de esa cuasi inversión. Él mismo la presenta como una revelación ocurrida al chocar con el Renacimiento y la Reforma. Al descubrir a Lutero, Michelet debe arrojar, como él, la Edad Media a las tinieblas. Pero puede suponerse que la evolución de Michelet frente a la Iglesia y frente al cristianismo entra por mucho en este cambio súbito. No hay que olvidar nunca esa doble lectura simultánea que hace de la historia pasada y de la historia contemporánea. El anticlericalismo de Michelet se afirma a lo largo de la monarquía de Julio. La inspiración central de la Edad Media es alcanzada por ese anticlericalismo.
Michelet ha subrayado que había tenido la ventaja de abordar el cristianismo sin prejuicios, sin formación religiosa que le hubiera llevado a admirar sin control o a rechazar por reacción, sin examen. Pero los «trapaceros» de su tiempo le revelan lo nocivo de sus antepasados: «Mi perfecta soledad, mi aislamiento, tan poco creíble y sin embargo tan cierto, en medio de los hombres de la época, me impedían sentir cuán temibles eran estas larvas del pasado para los trapaceros que se pretenden sus herederos naturales».
De corrección en corrección, de variante en variante, pueden discernirse los puntos críticos en torno a los cuales se teje el cambio súbito