INTRODUCCIÓN
HAZLO, PROFETA
La Comedia es un poema tan sincero que confunde. En la vida y en la poesía, la extrema sinceridad resulta engañosa, no es lo usual. Tendemos a la elaboración de la verdad, no a la verdad. Ante la Comedia, no creemos que sea verdad lo que se nos está diciendo porque nadie nos ha dicho la verdad así, tan desnudamente, con una fe fanática en ella.
Dante es el poeta de la veracidad extrema: poética, filosófica, teológica, política, experiencial. Él lo ha sentido, él lo ha estudiado, él lo ha vivido. Él lo sufre y lo sufre por todos.
Tanta verdad solo puede acabar en profecía, en la proclamación de un sentido nuevo, aunque de nuevo no tiene nada, es simplemente el sentido total, oculto, que al individuo se le escamotea de continuo a cambio de una construcción radiante pero insatisfactoria: el ego.
La profecía restituye el sentido primigenio: propone el sentido que el hombre —cuando supo— ya sabía, antes de la caída en la historia, es un regreso al hombre primigenio aunque no adánico, pues no pierde de vista el orden social. Para el profeta la verdad es total, integral, atañe a todos los órdenes, que en el caso de Dante se resumen en dos: político y espiritual, independientes aunque conectados; a poco que uno falle, el mundo se precipita en la bestial ignorancia, como se ve en su querida Florencia, entregada al cinismo y al dinero, o en la curia romana, corrompida de idéntica manera. Si el mundo se desangra, es porque se ha perdido el sentido. Los hombres han decidido vivir como menos que hombres. No gobiernan la ciudad y han perdido el camino a las estrellas.
Por descontado que, desde casi todos los puntos de vista, la verdad dantesca es una construcción de la verdad, pero en estos términos de absoluta intransigencia y convincente pureza que no le dejan al lector más opción que la pasmada credulidad.
Junto a la verdad, la abundancia puede ser un segundo elemento que se preste a confusión. Ocurren tantas cosas (encuentros: con almas, monstruos, diablos, ángeles; con condenados, penitentes, beatos; con personajes grandes y pequeños, de Adán a príncipes y emperadores) en el viaje por los tres reinos (infierno, purgatorio y paraíso) que perdemos de vista lo único que de verdad está ocurriendo: el viaje de Dante a Dios, que culmina con la unión mística. El poema se inicia con un individuo que intenta salir de la «selva oscura» (los extravíos del yo) y acaba con un individuo sumido en Dios, que al fin entiende lo incomprensible, porque abandona la razón y se adentra en el todo: el todo le da un «golpe», y ¡al fin entiende!
Dante se salva gracias a un viaje (la deconstrucción del yo) que le procura la experiencia que le faltaba: la cara escondida de sus saberes. Ese viaje es el poema, regido por el perpetuo movimiento argumental, rítmico. Dante busca el conocimiento total porque todos sus saberes (filosóficos, científicos, experienciales) no bastan y le han llevado a la selva oscura. Pero sus saberes también le legitiman: Dante lo ha probado todo y ese todo magmático le constituye y no le abandona; con la verdad dolorosa que le proporciona, avanza hacia la totalidad. Esos saberes son la forma instaurada, acumulable, de verdad, y le invisten de veracidad, la acuciosa veracidad que preside todos los actos del protagonista del poema, el Dante personaje, el viator (‘viajero’, ‘peregrino’).
Ante un planteamiento así, lo mejor que puede hacer el lector es creer en todo lo que Dante le dice. La Comedia es una obra que no admite resistencia y a la que hay que dar fe. De lo contrario es imposible leerla. Esto es así tanto por la distancia cultural como por las características de la visión dantesca, intransigente. A quien se sitúa a sí mismo en el vértice de la verdad extrema, es mejor dejarle hablar, tal vez tenga algo que decir. Imponer nuestras expectativas, resistencias y reluctancias no conduce a nada. El libro que cuenta la historia de la apertura de una mente debe leerse con una mente, en la medida de lo posible, abierta.
Es difícil encontrar un lector que se atreva, una vez identificadas, a dudar de las coordenadas poemáticas de la Comedia: de la selva oscura a la presencia divina. Desde el comienzo del libro, la poética de la veracidad extrema se impone, casi sin elaboración; basta la primera terzina:
Mediado ya el camino de la vida,
me vi de pronto en una selva oscura,
ya del todo perdido el rumbo cierto.
If I 1-3
El arranque está tan bien definido que no hay contraverdad posible: el que se sabe perdido está en lo cierto. Un personaje que lo ha vivido todo (las pasiones, las filosofías) y que ha fracasado, está a punto de dar un paso nuevo, diferente, de salvación espiritual pero también política, en la medida en que el viaje le refrendará en sus ideas ciudadanas y le anunciará la restauración de la politicidad perdida, pues el orden temporal, reservado al emperador, ha caído en las manos indebidas del papado. Pero el Dante de las primeras estrofas aún no sabe que le aguarda lo máximo, porque él no decide su salvación: va a ser la instancia misma salvadora (la totalidad) quien decida por él, tan extraviado está; se salvará porque el fantolin (‘el chiquillo’) no desmerece, al fin y al cabo, de la Madre (la cadena María-Lucía-Beatriz, la trinidad matria salvadora). Aquí surge ya, larvariamente, un personaje distinto al altivo e hipercapacitado Dante codificado por la tradición (que queda más cerca del autor): un Dante tontuso, corto en sus alcances frente a Virgilio (que ya ha estado en el infierno) y Beatriz (ella le reñirá, lo cual es parte de la poliédrica veracidad que Dante se construye) y las otras luminarias con que se encuentra, un Dante que se dispone a un aprendizaje oneroso, pagado con una paulatina pérdida de yoes: «Cada etapa y parada de su viaje ultraterreno es una modalidad de su “yo” antiguo victoriosamente superada» (Gianfranco Contini). Y ello hasta la disolución del yo, en Dios o en el todo. No es tanto a la fábrica de un yo nuevo —¡uno más, qué peste!— a lo que asistimos leyendo el poema, sino a la quiebra del yo en favor del conocimiento total. El magullado ego del hombre que se cree total, total por sus saberes, que como buen escolástico Dante se esfuerza en integrar, se pliega al final del viaje a la pequeñez sabia del hombre desnudo, san Francisco, evocado en el cielo del Sol con un ardor inigualado en el poema:
advino al mundo un sol, igual que sale
este que ahora hollamos por el Ganges.
Por ello al mencionar ese lugar,
que nadie diga Asís, que sabe a poco,
Oriente es en verdad más apropiado.
Pd XI 50-54
De todos los yoes que se le van apareciendo al viator, es este, el del poverello, el más cercano a su destino final, si bien técnicamente será un místico del claustro, no del camino, san Bernardo —su tercer y último guía tras Virgilio y Beatriz— quien le lleve de la mano a la presencia divina.
La veracidad del que testimonia no nace en Dante con la Comedia, es una actitud congénita, viene ya de la Vita Nova:
otra cosa no digo, no se dijo.
VN 14 25
Otra cosa no ocurre, antes o después, podría extrapolarse. Si ha ocurrido o puede ocurrir, yo lo cuento, dice Dante, que continuamente se reivindica en sus funciones, tanto a través de sus guías o protectores, como Virgilio y Brunetto Latini, o bien directamente:
Mas no puedo callarme. Por los versos
de esta comedia, lector, yo te juro,
y sean largo tiempo respetados,
que vi que por el aire grueso y negro
nadaba una figura hacia lo alto,
que hubiera estremecido al más pintado (...)
If XVI 127-132
Dante no deja de susurrarle al lector: conmigo estás seguro, yo te llevo al conocimiento que no falla, he tenido los mejores guías y ahora yo soy tu guía; léeme y no abandones el poema, que te lo dará todo: la belleza de la poesía y la grandeza del conocimiento, indisociados.
Tan verídico es para Dante lo que cuenta, que testimoniar la verdad es la actitud básica del viator: él es un mediador de la realidad verdadera, venuta o ventura (‘conocida’ o ‘por conocer’), hasta el punto de carecer, pese a su arrolladora personalidad, de importancia en sí mismo. Es imposible que en Dante algo no sea exacto, un traslado cabal de lo real, aunque su idea de realidad es más amplia que la nuestra, es un conjunto de vida terrena y vida eterna.
Dante, como único personaje vivo de todo el poema, está sujeto a evolución, los demás no, aparecen en su ser esencial ultramundano: el de condenado, penitente o beato, sin que ello suponga la pérdida, en cuanto representación literaria, de los atributos específicos de su historicidad. Como ya explicó Erich Auerbach, los personajes de la Comedia tienen un doble estatuto, terrenal y eterno; conservan su carácter histórico y gozan de una realidad última, vista a la luz de Dios. O dicho de otro modo: son a un tiempo su ser esencial y su ser histórico, en una representación que les permite «actuar» y ser juzgados, ya sin trampas ni cartón, no como en la tierra. Por eso, entre otras cosas, Dante resulta tan moderno, porque varios planos se entrelazan y actúan a la vez, sus seres son poliédricos, actúan en varias dimensiones: un papa es un papa y es un pecador condenado con el que Dante charla (Nicolás III, por ejemplo). Esta modernidad es un efecto «involuntario» de la representación medieval, que alberga un procedimiento «dramático» que al Dante autor le da mucho juego, y que es más rico que la mera alegoría, aunque contiene valores alegóricos.
Es precisamente la entrada de un vivo, Dante, en los reinos de los muertos lo que abre las puertas del sentido total: por medio del viaje, Dante conoce el ser esencial, eterno, de los que vivieron en el mundo, y así completa su comprensión —y la del lector— de la historia humana, a la vez que se perfecciona espiritualmente (obtiene una «esperienza piena», If XXVIII 48). Con el viaje Dante se salva y se hace profeta. Se salva porque tras la experiencia mística, cuando regrese a la tierra, ya no volverá a las andadas de la selva oscura, podrá morir arrepentido de sus pecados (la soberbia, sobre todo) y volver al purgatorio a limpiarse de ellos, de camino al paraíso final. Se hace profeta porque al conocer el sentido total ha de restituirlo, se ve intimado a ello (por su antepasado Cacciaguida, por Beatriz), y ha de hacerlo a través del poema, que es su profecía (como Virgilio fue profeta, para Dante, de todas las Romas con su Eneida). Es pues el conocimiento último de la historia humana el que restaura el Sentido y faculta la profecía.
Toda la Comedia es una minuciosa indagación del sentido del mundo, del cosmos y de la divinidad. Y una reflexión sobre la creación de sentido y los creadores de sentido, político o espiritual, de ahí los amplios repasos de figuras del pasado y el presente. No se trata tanto de juzgar, la Comedia no es ante todo el tribunal dantesco de la historia, sino de saber quién aportó sentido (Catón, por ejemplo, no solo Aristóteles o Tomás de Aquino) o quién lo destruyó (Bruto, Caifás). Y a Dante no se le oculta que el mayor transmisor de sentido del poema es él mismo, y por ello la figura ejemplar por excelencia, capaz de rivalizar con Eneas, que bajó a los infiernos, y con san Pablo, que subió a los cielos. Ejemplar en su caída (su pecado, la selva oscura) y ejemplar en su intento de salvación, mediante la conquista del sentido total y su formulación profética. Mientras que en figuras como Brunetto Latini la aportación de sentido (político y literario, en su caso) se ve menoscabada por su pecado (aportación de sentido negativo), el Dante personaje logra el equilibro mediante su perfeccionamiento espiritual y el carisma terreno de su figura intelectual, perseguida por los corruptores de la historia, que le han condenado a muerte y forzado al exilio. Si no hubiera logrado ser profeta en el poema, alzarse al sentido total, el Dante autor no habría sido nada: un vanidoso intelectual errabundo de corte en corte, de gran señor en gran señor, cada vez más pasado de rosca. Pero ya en una etapa avanzada del viaje, a punto de consumar su purificación en el edén terrenal, sito en lo alto del purgatorio, Beatriz le dice, y es la segunda vez que le conmina a ser profeta:
Tú apunta. Y como yo te las aporto,
anuncia estas palabras a los vivos
que viven un correr hacia la muerte.
Pg XXXIII 52-54
Para lo alto y para lo bajo, Dante es la raíz de toda la poesía testimonial posterior, sabe que su obra será «vital nodrimento» de poetas y «políticos» futuros, de aquellos que quieran cambiar el mundo o cambiar su vida al menos. Más adelante, ya en el paraíso, su pariente Cacciaguida le dirá, ante las dudas de Dante acerca de su vida, su exilio y su poesía:
apartando la mentira,
tú expresa sin tapujos tu visión,
y deja que se rasquen los sarnosos.
Pues si tu voz, de nuevas, será áspera,
ha de ser alimento y vida pura
después, cuando haya sido digerida.
Tu grito hará lo mismo que hace el viento,
que bate con más fuerza la alta cima,
lo cual no es poco título de gloria.
Pd XVII 127-135
La dimensión profética es doble: en lo temporal, Dante profetiza la restitución del orden político gracias a la llegada de una figura providencial, enviada (el Lebrel, enigmática); en lo espiritual, Dante sabe, y lo dice, que la razón tiene sus límites y que el hombre no puede hacer por sí solo el camino hacia el conocimiento total, precisa de figuras de trascendencia que le ayuden, en su caso: María, Lucía, Beatriz, Matelda; san Francisco, san Bernardo; Virgilio (por su dimensión de profeta «cristiano», pues según interpretaba la cultura medieval anunció en la cuarta égloga la venida de Cristo al mundo). Estas figuras también son ejemplares, como las demás, pero en una dimensión superior y más personal. Son las que le sirven a Dante para llegar donde no se llega en vida: a la presencia divina misma (al cospetto di Dio), punto final del viaje.
Hay dos palabras que articulan la visión integral de la realidad dantesca: Imperio y trashumanar. La primera es común, la segunda es un neologismo. La primera es la expresión máxima, según Dante, del orden temporal, su sostén y garantía: solo el Imperio universal, que obedece a designios providenciales (dar al César lo que es del César), realiza adecuadamente el poder político en la tierra, en un continuum sagrado que va de la fundación de Roma a Carlomagno y al desdichado presente italiano, marcado por las discordias civiles y la figura del emperador ausente. La segunda es el fundamento del orden espiritual: el hombre ha de trashumanarse, lo cual quiere decir ir más allá de lo humano, hacia lo divino, lo que, paradójicamente, es un humanarse más, hacerse más humano, totalmente humano, recuperar las dimensiones perdidas de la propia humanidad:
Trashumanar no es cosa que se pueda
expresar con palabras. Sirva el símil
a quien la gracia otorgue la experiencia.
Pd I 70-72
Trashumanar es, a buen seguro, la palabra cardinal del poema, la única que no se puede sustituir. Todo el libro gira en torno a ella. En la Comedia lo indecible fuerza a menudo el neologismo, sobre todo en la tercera cántica, donde abundan. Trashumanar, lo que no se puede expresar con palabras, es el camino que el viator inicia en el paraíso hacia la realidad última del ser humano, que para Dante es Dios, pero que desde una perspectiva atea puede ser el yo deconstruido, incondicionado. El hombre que no emprende un viaje para trashumanarse, esto es, para humanarse más, está incompleto, es juguete de lo disociado, nunca se alzará a las estrellas (las estrellas con que acaba cada cántica, para que el lector no se despiste). Ya al final de su migración celeste, el propio Dante se admira de haber peregrinado de lo peor (Florencia) a lo mejor (el Empíreo):
yo, que fui a lo divino siendo humano,
a lo eterno partiendo de este tiempo,
y de Florencia a un pueblo justo y sano (...)
Pd XXXI 37-39
Sin viaje no hay integración. La visión dantesca de la realidad es holística. Lo que pide representación es sagrado. Y todo pide representación, incluso el mal, que es la ganga de la cosmogénesis divina. El poema apunta al bien último (Dios, las estrellas) por un solo y grandioso motivo: porque Lucifer ha sido rebasado por Dante, que ha bajado con Virgilio por el embudo infernal hasta su gigantesca figura, hasta su ombligo mismo, sito en el centro de la tierra y del universo, y allí, tras girar 180 grados hacia las alturas y soltarse de sus cerdas, lo ha dejado atrás para siempre, recluido, atado a su corporalidad pilosa. Ya desasido del mal —porque el hombre se ase a él, es la lección—, el viator avanza hacia la luz de Dios, incorpórea, de un blanco sin blanco.
Se inicia así un segundo viaje, camino de las estrellas. Ya no se baja, ya solo se sube. Tras la representación del mal, el territorio se ensancha pero se estrecha. Dante sabe que el infierno es el lugar de todos (en términos poemáticos, que son al fin y al cabo los que importan) y que el purgatorio y el paraíso lo son de muchos menos, solo de aquellos que quieren salvarse (también poemáticamente). Con el infierno acaba el espectáculo, el mundo falso de quienes no han sabido vivir; con el purgatorio y el paraíso comienza la realidad verdadera, la de aquellos que han admitido lo que no se ve, lo que no se sabe (como Pablo de Tarso, que subió a los cielos; si con su cuerpo, no lo supo): la realidad indisociada que es fruto del trabajo personal y (en términos cristianos) de la gracia, a la que podríamos llamar, de una manera más amplia, la iluminación. El purgatorio es un lugar de trabajo, de meditación iluminada; el paraíso (el Empíreo) es un lugar de iluminación, es el no lugar y el no tiempo que abarcan todo tiempo y todo lugar. El purgatorio aún es obra humana; el paraíso es el fin de toda obra, es Presencia: la presencia absoluta de lo real. Por ello el viaje (y la profecía: el viaje es la profecía) es un avanzar que no es progreso, es regreso: el regreso a la realidad primera, a lo Incondicionado. No es una conquista, aunque es cómodo llamarlo así, es una renuncia: al ego que garantiza un remedo de realidad.
La representación del trashumanarse siempre ha dado problemas, en todas las épocas. Sin embargo, llegar al muro de lo inefable es el sueño de toda poesía. Es un problema de difícil resolución, pero un indicio de que se está donde se debe. O no tan difícil, porque la solución, rebasado cierto punto, viene sola. Al nivel de lo inefable, el artificio literario, siempre necesario, es un mecanismo que trabaja casi por sí mismo. Solo hay que echarlo a andar.
De los años juveniles de las rimas d’Amore a la Comedia, Dante no parece haber cambiado mucho en su idea de cómo surge la voz poética. Ha cambiado su mundo, su visión, no eso. Dante escucha un dictado. Él ha pasado de la amada a la filosofía y de la filosofía a Dios, al menos en el relato mítico que forja de sí mismo. Pero la poesía sigue respondiendo a una realidad interior de carácter superador del individuo, del mero individuo civil, siempre valioso aunque cosa ordinaria a su lado. Dante concibe la poesía como dictado que una realidad superior (el Amor, Dios, la totalidad) dicta en el interior del poeta, que solo ha de saber escucharla:
«Yo soy uno», le dije, «que inspirado
por Amor, tomo nota, y a la letra
traslado lo que dicta en mis adentros».
Pg XXIV 52-54
En este pasaje Dante se refiere a sus años juveniles, pero habla en presente, porque nada ha cambiado, porque aún ama a Beatriz, transustanciada. Dante habla siempre en tiempos verbales intemporales, míticos: el tiempo de la visión poética, en el que él es siempre un poeta inspirado. Si en su juventud seguía a Amor, que le dictaba las dulces rimas nuevas (el dolce stil novo), en la madurez de la Comedia il dittatore no ha desaparecido, solamente se ha transformado, es otro: o Dios o la totalidad. Por eso el antaño poeta del Amor es ahora el profeta de lo Último, en la constante integración sin demasiadas fronteras con que Dante ve la realidad y se ve a sí mismo. Hay un resultado, pero persisten los primeros principios.
Para Dante importa más escuchar, conectar con lo decible, que querer decir algo, lo cual viene por sí solo. Es la experiencia lo que va primero, conforme al principio de veracidad que le rige. Importa vivir la experiencia del Sentido para no tener que buscarlo con las palabras, en las que él era un experto, por lo que conocía su doble filo. La retórica existe, y la fictio (la ficción poética, el engaño verdadero) no menos, pero han de quedar ocultas por la fuerza de la visión. El arte de la palabra Dante sabe que lo tiene desde sus tiempos juveniles, pues ha sido un refinado intelectual que conoce su Biblia, sus poetas latinos, a los padres de la Iglesia, los trovadores, la escolástica. Pero su camino ha sido otro: el del arte de la visión y la laboriosa conquista de la realidad verdadera. Y lo que ahora le dicta il dittatore es la nueva profecía, la profecía dantesca, suma de la experiencia humana vista a la luz del viaje. Para Dante, toda realidad verdadera es dictado, es imposición del carácter inevitable de la existencia. Dicta Dios, dictan los astros, dicta Beatriz, dictan Virgilio, Ovidio, Lucano (en términos poéticos), y la suma —Dante es summa— de dictados conforma la entidad última: la revelación dantesca, entendida como summa político-teológica, esto es, poética, menos buscada que impuesta. Lo que interesa de la plétora de referentes summáticos en que la revelación se articula es cómo Dante se llena de totalidad, de toda la totalidad: de la totalidad política y de la totalidad mística.
Hay que volver a la vieja tesis de Michele Barbi evocada por Edoardo Sanguineti para entenderlo; dice Barbi: «La Comedia no fue concebida, como se afirma a menudo, como un poema alegórico, sino más bien como una revelación; el viaje que describe no fue imaginado para que Dante tejiera una telaraña de ideas sutiles, sino para anunciar lo que Dios quiso que él viera y oyera en su “fatal viaje”, con la finalidad de salvar a la humanidad descarriada».
Tocando cautelosamente el explosivo tema de lo alegórico, hay que decir que la alegoría expone un límite, mientras que la visión o revelación lo conculca; la primera es un término, la segunda es un inicio. La revelación no pide permiso, la alegoría llama a la puerta. Aunque existen valores alegóricos en la Comedia (entre otros muchos), la alegoría no explica la apoteosis fenomenológica que toda revelación comporta, y que el poema expone. El problema es tan arduo, que a menudo cuesta distinguir entre la alegoría entendida como técnica compositiva y la alegoría practicada como exégesis, asunto tan viejo que atañe al propio Dante, quien en líneas generales puede decirse que compone en un nivel abierto pero se interpreta a sí mismo, como hace en el Convivio o en la carta a Cangrande (si es que es obra suya), en otro cerrado. Lo que sí es cierto es que Dante escribía en un contexto en que la lectura alegórica era usual, como consecuencia de la exégesis alegórica del Antiguo Testamento practicada desde los padres de la Iglesia, que veían en la vieja escritura una prefiguración de la Nueva. La Comedia presenta capas de alegorismo, pero ni son dominantes ni nos fuerzan a hacer una lectura concreta y solo una. Por más que tengan tintes de ello, Virgilio no representa a la razón y Beatriz a la teología, pues el Dante personaje (y el lector), cuando los ve, ve al Virgilio y a la Beatriz tout court: a Virgilio quiere emularlo como poeta-profeta, siendo el cantor de una nueva Florencia, justa y pacífica, incardinada en el Imperio; en Beatriz ve a la dama de la que fue rendido caballero, que aún le abrasa:
«No hay gota de mi sangre que no tiemble,
conozco el signo de la antigua llama».
Pg XXX 47-48
No son iguales en su grado de alegorismo Virgilio y Beatriz que el leopardo (la lujuria), el león (la soberbia) y la loba (la codicia) que le salen al paso a Dante al inicio del poema, en la selva oscura (los extravíos del sujeto), o el carro tirado por un grifo (la Iglesia guiada por Cristo; Pg XXIX) o el Viejo de Creta (las edades de la humanidad; If XIV 103 ss.) o la Pobreza con la que se desposó san Francisco (Pd XI 74): todos ellos admiten una lectura cerrada, unívoca, mientras que Virgilio y Beatriz son personajes sujetos a las modulaciones que sobre ellos proyecta su dimensión histórica, e interactúan en términos psicológicos con Dante y lo que sucede.
A partir de esto podemos sacar algunas conclusiones que ayuden a leer el texto sin imponerle realidades gravosas: la Comedia es antes un texto revelado que un texto alegórico; un texto visionario que un texto cultural; un texto descodificado que un texto codificado; un texto político-performativo, y no un texto-comentario, informativo; un texto místico, y no un texto dogmático. Y todo ello pese a la alegoría, la cultura, la codificación, el comentario y el dogma, que desde luego están presentes, pero en sostenidas condiciones de reversión y trascendencia: hacia más allá del símbolo, hacia más allá de la cultura, del código, de la glosa y la doctrina:
Ya bien sé que la mente no se sacia
a no ser que la alumbre esa verdad
que no deja lugar a otras verdades.
Pd IV 124-126
El título del poema, Comedia (Commedia), desconcertó desde el principio. Dante murió en 1321. Unos treinta años después, Boccaccio, uno de sus primeros y más entusiastas admiradores, que escribió una biografía de tintes hagiográficos, no lo entendía, y Petrarca tampoco, de lo que hay que deducir que no era transparente e inmediato, sino un título cauto tras el que Dante se resguardaba, el título más prudente, conciliador y feo de la historia de la literatura. Todo el carácter torrencial que la obra tiene, pues el libro no solo es apasionado sino veloz, queda fuera del título, que se refiere solamente, aunque de una manera ambigua, al modelo retórico seguido. Lo cómico sería el estilo medio-bajo, opuesto al alto de la tragedia (el de la Eneida, por ejemplo), pero que en las manos de Dante no impide la subida a las alturas. Ese es el planteamiento. En realidad lo cómico dantesco funciona como una mezcla de estilos, muy apropiada para una obra que abarca el universo, o dicho de otro modo, que abraza las dos escatologías: la de la mierda y la del cielo. Si la retórica medieval propugnaba la adaptación del estilo al asunto (el principio de convenientia), una obra como la Comedia, que trata enciclopédicamente de todos los asuntos y saberes posibles, solo podía escribirse, habida cuenta de su nivel de dramatización y su espectro analógico, desde la variedad estilística, hasta el punto de que la contigüidad de estilos se manifiesta en una misma página (hay antecedentes ya en san Agustín). A varia materia, vario estilo. Con Dante no cabe acomodo. Cuando el registro parece estabilizarse, viene el cambio: de las esferas celestes, por ejemplo, con sus correspondientes esplendores lumínicos, se pasa a la violenta execración de los males terrenales; la Beatriz que habitualmente imparte doctrina divina, desciende a un encendido moralismo:
Antes bien, piensa, sin llamarte a asombro,
que no habiendo en la tierra quien gobierne,
se pudre la familia de los hombres.
Pd XXVII 139-141
Fue más tarde, dos siglos después, en 1555, cuando un editor veneciano añadió al título el epíteto de «divina», en el que resuenan los elogios de Boccaccio, y con el que la obra conquistó un principio de inteligibilidad, pues le cuadra: no en vano, ya avanzado el argumento, en el Paraíso, Dante llama a su poema «poema sacro», al que por un momento fía sus esperanzas de regreso a Florencia:
Si llega el día en que el poema sacro
en el que han puesto mano cielo y tierra,
y me tiene en los huesos hace tiempo,
derrota la crueldad que me echó fuera
del bello aprisco en que dormí cordero,
enemigo de lobos que hacen guerra,
con otra voz entonces, otro pelo,
regresaré poeta, y en la pila
de mi bautismo ceñiré corona,
pues allí conocí la fe que amista
a las almas con Dios, que me ha valido
que Pedro me nimbara la cabeza.
Pd XXV 1-12
Un par de cantos antes ya lo había llamado «sagrado» (Pd XXIII 62). Son dos denominaciones relativas al contenido, a la materia del poema, que trata de cosas sagradas, y a la composición, pues ha sido escrito con ayuda divina, es decir, de manera revelada («en el que han puesto mano cielo y tierra»), un poco, salvando las distancias, como los salmos de David, el cual cantó por imposición divina, además de, secundariamente, «por gusto suyo» (Pd XX 42). David es la contraparte divina del paradigma poético que Virgilio encarna. Dante se mira en ambos, dos modelos elevados, y pese a toda la baja materia que el poema contiene, en su parte final la nomenclatura interna, que también ha usado el término «comedia» (If XVI 128; If XXI 2), se decanta hacia lo sagrado. En cualquier caso, habría que entender que no se trata tanto de niveles de realidad, pues la realidad es una, sino de niveles de visión, y que las cosas no sagradas están vistas, en último término, desde la perspectiva sagrada, esencial, del viaje ultramundano, y que por ello todo el poema admite estos calificativos de «sacro» o «sagrado». Que el añadido de «divina» sea espurio, no le quita la adecuación que tiene y el equilibro que aporta. Por otra parte, y aunque esto sea secundario, es evidente que Dante habría convenido. Él no podía calificar su obra de «divina», tenían que ser las generaciones futuras quienes lo hicieran, los lectores comunes a los que había decidido dirigirse escribiendo en su lengua florentina, «la lengua de la gente no letrada» (De vulgari eloquentia I 1), no en latín; él, podría decirse, solo se ocupó de crear las condiciones objetivas para que surgiera la adjetivación.
La cuestión queda bien resumida en estas palabras de Anna Maria Chiavacci: «Si Comedia es el título que le puso el autor, y como tal el único filológicamente correcto, Divina Comedia es el título que le puso el lector, e históricamente constituido, y por ello legítimamente usado todavía para designar el poema dantesco».
El sujeto que al comienzo de la Comedia se declara, no sin falsa modestia, indigno del viaje que Virgilio le propone,
Mas ¿para qué yo, a mí quién me autoriza?
Si yo no soy Eneas, no soy Pablo.
Ni yo ni nadie me creerá a la altura.
If II 31-33
en el último canto, el centésimo, llega a la presencia divina y se sume en ella, literalmente se adentra (voz activa) en Dios, en su luz. El Dante personaje gana todas sus batallas. En verso Dante triunfa. Profetiza la restauración del orden político imperial (que queda abierta, fiada a la providencia y al Lebrel venidero) y consigue llevar la experiencia mística hasta el final, hasta donde ya no hay más allá porque cesa lo condicionado. El Dante personaje es un triunfador tardío de la pequeñez franciscana y del aniquilamiento del yo en la Unidad. Por el contrario, el Dante sujeto civil, del que poco sabemos, es un individuo que acaba sus días en Rávena tras vagar por media Italia, sin otra victoria que la Comedia, que no siendo poca cosa, no enmienda las humillaciones del exilio, el dolor de no haber sido profeta en su tierra. Al Dante personaje le nimba tres veces la cabeza san Pedro, en pleno paraíso (Pd XXIV 152-154), a falta de la corona de laurel que no ceñirá el Dante de carne y hueso en el baptisterio de Florencia, como era su deseo, en signo de victoria poética y de restitución de lo perdido.
J. G.
Junio de 2013-septiembre de 2020
SOBRE LA TRADUCCIÓN
Esta traducción de la Divina Comedia solo pretende una cosa, además de hacer realidad la entelequia a la que llamamos «restituir el original»: que el lector la oiga. Eso quiere decir, por una parte, que los endecasílabos en que está escrita se dejen oír, cosa que el mero uso del endecasílabo no garantiza, y por otra, que la lengua misma sea audible, en cuanto lengua actual y reconocible pero no ajena a las resonancias diacrónicas que toda gran poesía tiene. Eso significa, en términos históricos, romper con la retórica decimonónica que ha presidido, en mayor o menor medida, las versiones hechas desde las de Cheste y Mitre, sobre todo las realizadas en verso y en España. El patrón Cheste-Mitre, más o menos permeado, ha sido la perfecta red que ha secuestrado a la Comedia en español durante más de un siglo.
Restituir el poema desde una retórica y una poética contemporáneas, supone muchas cosas: escuchar la oralidad del texto, mayor de la que se presume; reproducir los decires, bajos y altos, poéticos y técnicos; percibir la ironía, el sarcasmo y hasta el humor del texto, muy sutil; que el habla de los personajes sea habla entre personas: por ejemplo, la manera materno maltratadora en que Beatriz se dirige a Dante, muy poco explorada; que el verso rebase la musicalidad horizontal y conquiste la vertical, en Dante como en Góngora o Darío definitoria, en la que la cápsula versual se atenúa en favor de la cadencia, constituida de manera más rizomática que el mero verso (aliteraciones puntuales y secuenciales, «actos» de rima, encabalgamientos, balbuceos prosódicos, monosilabismo, anáfora material y anáfora del intelecto, suciedad fónica, cultivo del no verso en el verso, oído lejano y lengua próxima, tensión legato/staccato, con sitio para este último); que la velocidad sea la justa para que el poema avance y no aburra, una vez reequilibrada respecto al original (sin rima hay que aumentar la velocidad del verso); respetar tanto el pulido como la frescura de la repentización; proteger lo sintético y alejarlo de conceptualizaciones espurias; y, en líneas generales, no alterar la naturaleza del fraseo, que es la esencia misma del arte de Dante.
Una traducción de la Comedia nunca puede dejar de ser, aunque modesta, una propuesta de estudio. De poco sirve creer que se puede leer a Dante por placer y buscando en Dante el placer. Lo hay, pero no es el placer corriente de la lectura «egoísta», de refrendo de lo constituido (para eso habría que tener una cultura y una sensibilidad inmensas), sino el de la lectura entendida como formación, esto es, como constitución de artefactos mentales nuevos, poderosos. La Divina Comedia es un libro muy peligroso.
Dante es, y cuesta decirlo, el mayor poeta de Occidente. Mientras Homero y Shakespeare a veces sestean, él no. Traducir a Dante es traducir toda la historia de la poesía occidental, la previa a él y la posterior, ya que milagrosamente la contiene (si se mira con calma, se ve a Mallarmé). El siglo inmediato a su muerte y el siglo XX fueron los que mejor le entendieron. El futuro no podrá no leerlo, pues el hombre total que Dante encarna es la única salida para el hombre.
NOTA TEXTUAL
El texto original seguido es la antica vulgata fijada por Giorgio Petrocchi. Se ha corregido en no más de treinta lugares siguiendo propuestas de Anna Maria Chiavacci y de Giorgio Inglese.
Infierno
PRÓLOGO
EL EMBUDO DEL MAL
Un hombre sabio, Virgilio, y un hombre que quiere serlo, Dante, bajan por un embudo rocoso: el infierno. En el ápice inferior les aguarda Lucifer. Virgilio guía a Dante. Los dos son poetas, los dos creen en la razón, en la instrumental y en la poética, pero les diferencian algunas cosas: Virgilio es el alma de un muerto, Dante está vivo, baja con su cuerpo sorprendentemente carnal; Virgilio fue pagano, Dante ha conocido la fe en Cristo; Virgilio sufre condena en el limbo, en la boca del infierno, la sección más benigna de este reino de castigo, Dante ha de volver a la tierra cuando concluya su viaje por los tres órdenes de ultratumba; Virgilio padece el eterno desear del bien que no ha conocido (Dios),
un bien
allende el cual no existe ningún otro,
Pg XXXI 23-24
mientras que a Dante le aguarda el conocimiento total de ese bien: llegará a la presencia divina y se adentrará en ella, aunque aún no lo sabe, ha de ganárselo; Virgilio, en cuanto gran poeta, profetizó en su cuarta égloga la venida de Cristo al mundo, Dante (aún no lo sabe) ha de profetizar en su poema lo que le enseñe el viaje (el reequilibrio del compuesto temporal/espiritual, podrido por la intromisión de la Iglesia en los asuntos del Imperio). Juntos van y juntos padecerán los estragos infernales y las pruebas del purgatorio, una montaña cuya subida limpia de los pecados del mundo. Virgilio guía a Dante porque Beatriz se lo ha pedido: ella ha bajado al limbo desde el Empíreo (el término del viaje dantesco, si Dante resiste los dos primeros reinos) y le ha rogado al mantuano que ayude a su devoto amador, que se ha extraviado en la selva oscura de la vida mundanal. Dante, remiso al principio, se aviene, dado el alto patronazgo, al viaje y al discipulado:
Virgilio, el padre bueno,
Virgilio, a quien me di para salvarme,
Pg XXX 50-51
dirá como despedida cuando se separen. Estos son los presupuestos de la primera etapa del viaje dantesco, y en buena medida de la segunda, de la subida a la cumbre del purgatorio, donde se halla el edén terrenal y se completa la purificación, y el lugar en que Virgilio dejará el sitio a Beatriz, la nueva y definitiva guía. Porque Virgilio es un sabio, pero Beatriz está iluminada: solo un ser que ha conocido la gracia y la salvación puede ocuparse de llevar a Dante hasta el Empíreo mismo (en el último «tramo», justo antes de llegar a la presencia divina, Beatriz dejará su sitio a un místico, san Bernardo).
La Comedia es una suma de encuentros. El primero, instantáneo casi, es el de Dante con Virgilio: sesenta versos tarda Virgilio en aparecer. El poema es velocísimo y sitúa al lector enseguida. Es un comienzo in medias res (precisamente «mediado ya el camino de la vida», la de Dante y la de todos, viene a decirse) y sin presentaciones. Es como si el lector tuviera que saber ya quiénes son los protagonistas, y así será siempre: Dante da por descontada la realidad trascendental, intemporal de sus personajes, de los mayores a los menores. No admiten pedagogía —la pedagogía se reserva para las ideas—, sino objetivismo poético y la oblicua referencialidad de que goza lo intemporal. De hecho es común que se postergue su identificación; casi nunca nadie es él por anticipado. Son todo o nada. Y Dante sabe que la fuerza de su poesía hace que sean todo.
La poética de Dante queda al margen de lo heurístico: no busca, ni siquiera encuentra, es el verdadero Tal Cual, la cosa misma sin resquicio de no ser, de no estar, de no formar parte de su todo. Vistos a la luz divina del viaje, esto es, de la revelación dantesca, cada ser está en su lugar: los condenados en el infierno, los penitentes en el purgatorio y los justos en el paraíso. Y en su ser: ninguno podría haber sido otra cosa, de otra manera. Es un mundo arrancado de cuajo de la no existencia inartística, temporal, no divina, a la que llamamos historia, y que desde la perspectiva de Dante es el mundo sin conocer, sin juzgar, pues solo el juicio y el amor divinos, escenificados en el poema, culminan lo real.
El primer encuentro es de desvalido con dueño de sí. Virgilio es protector, Dante es humano y a menudo teme y se resguarda tras él. Virgilio es paternal como luego Beatriz será maternal, aunque Virgilio le trata mejor que Beatriz: es todo protección y cuidados; Beatriz le da los de la mente, los de la sabiduría divina, los más altos, pero costosamente dispensados, a cambio de la entrega total del ego de su pupilo, que cada vez sabe más porque sabe menos. Con todo, entre Virgilio y Dante hay lugar para cierta ironía y cierto pique, muy sutil, y se entrevé el principio de algo más que la relación maestro-discípulo: una amistad. Pero no hay tiempo para tanto: en el viaje a Dios no hay amigos, al menos entre los mentores, hay figuras paterno-maternales de conocimiento, todo lo más. Este juego de lo que es y no puede ser (Virgilio un amigo, Beatriz una amante real) enriquece mucho la psicología de los tres principales personajes, y da pie a los matices de su habla, al atisbo de la intimidad, que el lector desea pero no obtiene.
Lo más importante de cuanto le ocurre a Dante en su viaje es que nunca está solo. Solo lo estará al final, ante Dios mismo, cuando dé un paso adelante y Bernardo se quede quieto y ya Dante se valga por sí mismo, sin necesidad, como en las etapas precedentes, de que le digan lo que tiene que hacer o cómo ha de interpretar lo que ve. Mientras, necesitará ayuda.
Es innegable en la Comedia, como en toda la cultura antigua, sin distinción geográfica, la importancia del magisterio, que comporta siempre dos hechos: que alguien esté dispuesto a guiar porque ha hecho el camino, y que alguien acepte el discipulado, esto es, la propia ignorancia. Aquí Dante, un prestigioso intelectual, es un chiquillo que todo lo tiene que aprender de sus guías, lo que significa que cuando el hombre mundano se asoma a lo eterno, de poco le sirven sus saberes.
La magia del libro consiste precisamente en que casi desde el principio este Dante pupilo, que nunca es del todo el que parece, es nuestro maestro: él hace el camino por él y por nosotros; él sigue a Virgilio, nosotros le seguimos a él. Porque el viator, el peregrino escatológico, no tiene más vida que el viaje: si la tuvo, no la tiene ya, por más que la evoque; si ha de tenerla, poco sabremos de ella, por lo cual no importa. Estar en el camino es la realidad total del Dante personaje, que es un pequeño saltamontes de la eternidad, aunque su ser histórico previo se transparente en sus actos, sobre todo para los que se encuentran con él y ya le conocían de la vida terrena (Brunetto Latini, por ejemplo, otra figura tutelar, que evoca la relación que tuvieron y le pronostica grandes cosas). A Dante solo le queda el viaje, y otra cosa no le va a quedar por los siglos de los siglos: Florencia ya no existe, Beatriz es una idea, el Imperio es incierto. Le queda el momento que vive, el suelo que pisa camino de lo Último. Es este el lado espiritual, menos político, de la revelación dantesca, que si en lo social es un canto negativo de Florencia, en lo espiritual es un canto del camino y de la gloria de Dios. Cada paso de la Comedia, que lleva a Dios (el eterno presente), es eterno presente del viator y del lector.
En la fenomenología del poema hay un aspecto esencial, que se esboza ya en el Infierno y que dará un juego enorme en el Purgatorio: Dante es el único vivo de todo el poema, lo que se traduce plásticamente en que es el único personaje con un cuerpo de carne y hueso. A lo largo de la obra se alude a gente que aún está viva en la tierra y a su destino post mortem (por ejemplo el emperador Enrique VII, al que Dante fiaba sus esperanzas de restauración imperial, que ya tiene escaño reservado en el Empíreo), pero vivo in situ solo está Dante. Los demás son almas. Las del infierno, de condenados, que gozan —también las de los penitentes del purgatorio— de un cuerpo especular, diáfano, remedo y reminiscencia del mortal: visible y sensible (Pg XXV 37-108). Es el cuerpo en el que sufren castigo y del que se duelen, pero no es el que tuvieron en la tierra, que solo recuperarán el día del juicio, y en el que aún sufrirán más, pues las penas del infierno son eternas y el cuerpo original más sensible que el cuerpo etéreo, virtual (If VI 97-114). Son tantas, y tan variadas, las menciones a la corporalidad de Dante, que este rasgo se convierte en uno de los que van creando un vínculo con el lector, que desde el principio busca cosas que comprender y a las que agarrarse, elementos reales en los que apoyarse, pues el mundo de ultratumba es demasiado extraño:
«Nací y crecí», repuse, «en la gran villa
sita en los márgenes del Arno bello,
y tengo el mismo cuerpo que en la tierra (...)»
If XXIII 94-96
Pero el motivo evoluciona en consonancia con la fenomenología de cada reino. En el infierno el cuerpo de Dante es peso, no otra característica lo define:
Saltó sin más mi guía a la falúa,
e hizo que yo saltara a su costado:
solo conmigo pareció cargada.
If VIII 25-27
Así seguimos adelante hollando
las lastras, que a menudo se movían
bajo mis pies, con mi pesada carga.
If XII 28-30
«Gerión», dijo, «adelante, descendamos.
Baja en círculos grandes, poco a poco.
Hoy llevas una carga que sí pesa».
If XVII 97-99
Si como carga y gravedad se lo define, es porque en el infierno no penetra la luz solar, es un reino de tinieblas que se va sumiendo poco a poco en las entrañas de la tierra. La entrada está en el hemisferio boreal, cerca de Jerusalén; su final en el centro mismo de la tierra, desde donde Virgilio y Dante han de subir de nuevo a la superficie terrestre, con salida al hemisferio austral, al pie de la montaña del purgatorio. En el reino purgatorial, a la luz del sol de nuevo recobrada, ya no importará tanto el peso del cuerpo del viator, sino que es un sólido opaco que arroja sombra, mientras que el de las almas es diáfano. Esto deja pasmados a los penitentes, lo suficiente para que Virgilio, siempre protector, salte y lo explique:
Como ovejas que salen del aprisco
primero una, dos, tres, mientras las otras
vacilan temerosas, cabizbajas,
y a la primera imitan las siguientes,
y se arriman a ella si se para,
mansas y quietas, sin saber por qué,
así vi yo venir la cabecera
de aquel rebaño que era afortunado,
de rostro púdico y andar honesto.
Y al ver la luz en tierra refrenada
a la parte derecha de mi cuerpo,
pues mi sombra llegaba hasta la roca,
se detuvieron, echándose atrás,
y aquellos que venían a su espalda,
sin saber por qué, hicieron otro tanto.
«Sin que medie pregunta yo confieso
que este cuerpo que veis, aún está vivo:
si pone freno al sol, se debe a eso.
No os sorprendáis, creed más bien que obra,
en su afán de subir estas paredes,
no sin poder venido de los cielos»,
dijo el maestro.
Pg III 79-100
Esta evolución de lo único que tiene el viator que no tengan los demás seres que se encuentra es un ejemplo, entre otros muchos, del arte dantesco de la variatio figurativa: en un libro en que las estructuras básicas son repetitivas (los nueve círculos infernales, las nueve plataformas purgatoriales, los nueve cielos paradisíacos; los tres maestros), todo cambia. La Comedia se repite cambiando, en una iteración que manifiesta la inacabable diversidad y unidad de lo existente. Así, el cuerpo humano que es visto como carga en el infierno o como freno a la luz solar en el purgatorio, sirve también, por ejemplo, para indicar el ancho del camino, que a Dante le importa precisar, porque como poeta de la veracidad extrema le apasiona lo mensurable:
De la orilla asomada a los abismos
al muro que allí puja y se retrepa,
tres veces se contaba el cuerpo humano.
Y a juzgar por el vuelo de mi ojo,
lo mismo daba a izquierda que a derecha,
eso justo medía la cornisa.
Pg X 22-27
O vale para recordar la condición que el humano siempre tiene de hijo de Adán, pues cargar con el propio cuerpo es, en todo momento, llevar a cuestas a Adán, en otra sublime imagen dantesca:
cuando yo, que cargaba a Adán conmigo,
muerto de sueño, me acosté en la hierba (...)
Pg IX 10-11
No hay cuerpo sin tiempo y no hay tiempo en la Comedia, mientras la acción está en los pies de Virgilio, sin prisa. El cuerpo de Dante que avanza y el tiempo que corre angustiosamente son las coordenadas del viaje hasta la aparición de Beatriz, que significa entre otras cosas el fin de la prisa. El tiempo en la Comedia está contado. No solo porque se da la hora cuando procede, sino porque Virgilio tiene una eterna prisa, prisa por que Dante aprenda cuanto pueda en el limitado tiempo de su viaje. Los días del viaje (poco más de seis) no pueden alargarse, no hay prórroga ni suspensión temporal: las horas corren y Dante ha de aprovecharlas al máximo. Porque el viaje, hay que recordar, se hace por el conocimiento de Dante, para que aprehenda el sentido total (de la historia humana y de la espiritualidad personal) y lo formule proféticamente, en beneficio de la humanidad extraviada:
«¡Venga, sigamos, que el camino apremia!».
Y fue decirlo y ya los dos pisábamos
el círculo primero del abismo.
If IV 22-24
Y yo, que si tardaba más temía
enfadar al que prisa siempre mete,
di la espalda a las almas desdichadas.
If XVII 76-78
Y yo: «Maestro mío, aguarda un poco,
que primero me aclare yo con este.
Ya más tarde podrás meterme prisa».
If XXXII 82-84
La prisa de Virgilio es una prisa providencial (lo Alto es quien ha dispuesto el viaje), de la que el propio Dante acaba contagiándose:
«Piensa en algo»,
dije yo, «que haga que no corra el tiempo
en balde». Y él a mí: «Eso mismo hago».
If XI 13-15
Dante, que a veces parece un turista de la totalidad o un groupie de las celebridades de la historia, sabe por qué está haciendo el viaje, no abjura nunca de su misión: aprender para testimoniar. El conocimiento lo es todo en la Comedia, de otra cosa no trata el poema. Primero, en el infierno, el racional e histórico, y poco a poco, en el purgatorio y el paraíso, el espiritual, el místico, aunque nunca dejan de estar imbricados, pues los dos van fabricando el sentido total que ha de ser revelado.
Y la manera en que el conocimiento se articula en el viaje dantesco es mediante los encuentros con quienes en vida encarnaron el pecado o la virtud, esto es, con la historia humana: la pretérita, vista a la luz de su no acontecer, de su resolución final, y la venidera, vista por anticipado, pues en los tres reinos la historia por venir no es ningún secreto, particularidad que le permite al Dante autor formular vaticinios, la mayoría post eventum, esto es, de hechos ocurridos entre 1300, año de la acción del poema, y la fecha de composición, nunca anterior a 1306.
Los encuentros del poema son numerosísimos, más con personajes contemporáneos que con figuras del pasado, y trasladan al lector el infinito acontecer humano, su repercusión en términos de creación de sentido. Quizá los más destacados del Infierno sean los de Brunetto Latini (un mentor político y literario de Dante, más que un amigo); el de Ulises, todo un acontecimiento metamítico, y el del conde Ugolino, gibelino pisano que cuenta su trágica historia. En el encuentro con Brunetto, Dante se dota de legitimidad intelectual y acrece su leyenda con los triunfos que su maestro le vaticina. Con Ulises, Dante desafía a Homero y a toda la tribu poética, que no cantó la muerte del héroe, como él va a hacer, y encausa la soberbia intelectual de quienes no han conocido la fe y se atreven a violentar —como Ulises en su última e inédita aventura, trasunto, según Maria Corti, del aristotelismo radical, averroísta— las puertas de lo incognoscible, que