Poesía completa

Vicente Aleixandre

Fragmento

cap-2

VICENTE ALEIXANDRE, EL GRAN POETA DEL AMOR

Vicente Aleixandre es uno de los más extraordinarios e innovadores poetas en lengua española del siglo XX, y uno de los que más han influido en las generaciones que le sucedieron, desde la del 36 hasta la de los novísimos, no solo por la originalidad y grandeza cosmovisionaria de su obra, sino por su irradiante magisterio. Recordemos lo que nuestro poeta significó, por ejemplo, en la vida de Miguel Hernández, deslumbrado tras la lectura en 1935 de uno de los poemarios más emblemáticos de toda la lírica de la generación del 27: La destrucción o el amor, libro sobre el que el poeta de Orihuela llegó a confesarle en carta el 25 de junio de 1941: «leyendo tu libro me siento un primitivo, Vicente, tan aplicada está tu sensibilidad poética y tan trabajado tu sentimiento en lo universal. He dicho a un amigo que tu libro es para una juventud venidera más que para la presente, sobre la que pesan y a la que enturbian un tradicionalismo lírico trasnochado y una existencia social totalmente fuera de los cauces naturales en que tú discurres». O lo importante que fue para algunos jóvenes poetas, que con fervorosa admiración iban a visitarle en busca de estímulo, consejo o cálida conversación a su siempre abierta residencia madrileña en la antigua calle de Velintonia 3: la casa de la poesía.

Vicente Aleixandre fue, en esencia, el gran poeta del amor, no del amor ensoñado, sino del intensamente vivido, gozado y padecido. Toda su lírica es, haciendo uso de una expresión suya muy conocida, una aspiración a la luz, pero una aspiración, habría que matizar, desde el amor, a la naturaleza y al hombre, en sus dimensiones cósmica y humana, y una exaltación plena de la libertad y la dignidad. Todo lo que cantó es fruto de su más profunda experiencia vital. «A lo único a que no se puede obligar a la poesía es a mentir», afirmaba en uno de sus aforísticos «apuntes para una poética». Amó con fiebre y necesidad durante toda su vida, y toda su obra lo refleja incuestionablemente, desde su más temprana poesía, ligada a cierta tradición esencialista, pero en la que ya se alumbran tímidamente sus rompedoras e inconfundibles señas de identidad poéticas, su voz, personalísima e inconfundible, hasta sus cartas más íntimas y confesionales —que afortunadamente van publicándose con el paso de los años—, donde queda el testimonio sincero y conmovedor de sus anhelos, de su felicidad, de su soledad y de su dolor y la explicación directa o implícita del porqué mismo de su poesía y su forma de sentir y respirar el amor. Por eso, nada más acertado quizá que aplicar a su vida uno de los versos de su poema «El moribundo»: «Amor. Sí, amé. He amado. Amé, amé mucho». En el discurso de recepción en la Real Academia Española (1950) Aleixandre hace profundas reflexiones sobre la poesía y el amor, y una fundamental sobre su unidad, tan característica en su obra:

No importa que sea el fino cabello lo que se cante, o los celos devoradores, o el delicado signo de una mano en el aire, cuando no las ansias centrales de un corazón poderoso. Es lo mismo. No importa desde qué posición espiritual o temporal descendida y transmitida: un neoplatonismo, una tradición petrarquesca, una delineación provenzal o una sede romántica. Sigue siendo lo mismo. Por sobre lo mudable, por sobre el color, por sobre la línea, por sobre el espacio y el tiempo, más allá de la variante perspectiva, la fiel poesía, hija de la constante naturaleza humana, nos estará rindiendo el tronco que no se muda: la unidad del amor, en la unidad del hombre.

En toda vida hay momentos, en apariencia intrascendentes, que pueden marcan el curso de nuestra existencia. Probablemente Vicente Aleixandre no hubiera sido poeta de no haber conocido en el verano de 1917, en un pueblo de Ávila, Las Navas del Marqués, a quien luego formaría parte de su misma generación, a Dámaso Alonso, ese «amigo de todas las horas, seguro en toda la vicisitud» que le presta una antología de Rubén Darío, la que editó el novelista, poeta y crítico Andrés González-Blanco en 1910. ¡Qué huérfana se hubiera quedado tal vez la poesía sin ese crucial encuentro! Aleixandre ha recordado ese momento en varios textos. En la segunda edición de La destrucción o el amor escribe:

aquella verdaderamente virginal lectura fue una revolución en mi espíritu. Descubrí la poesía: me fue revelada, y en mí se instauró la gran pasión de mi vida que nunca más habría de ser desarraigada.

Hasta ese instante, nuestro poeta había leído con avidez a casi todos los novelistas españoles del XIX y principios del XX: Benito Pérez Galdós, Pío Baroja, Azorín, Valera, Alarcón, Pardo Bazán, Valle-Inclán…, y a muchos dramaturgos del teatro clásico y romántico: Calderón, Espronceda, Lope… También a muchos autores de la biblioteca de su querido abuelo paterno —que incluso llegó a conocer a Gustavo Adolfo Bécquer, tan admirado por Aleixandre—: desde Homero a Conan Doyle. La asignatura de Preceptiva Literaria y Composición, implantada en aquellos años en el bachillerato, le hizo apartarse de la poesía hasta su casi aborrecimiento. Pero Rubén Darío, sus versos vivos, mágicos e incendiados de modernismo, de aromas embriagadores y música, cambiaron su opinión de la poesía. Ese mismo año de 1917, al regresar a Madrid de sus vacaciones estivales, descubriría también a Antonio Machado, en la antología realizada por el propio poeta, Páginas escogidas, editada por Calleja. Y ese mismo año empezó a escribir, en un cuaderno compartido con su amigo Dámaso y otros dos jóvenes del grupo de Las Navas, los hermanos Enrique y Ramón Álvarez Serrano, sus primeros versos, alumbrado primero por el poeta nicaragüense, y después por la lectura del autor de las Soledades y de Juan Ramón Jiménez, como él mismo confiesa. Estas composiciones se prolongarían hasta 1924, y algunas, las últimas, bien podrían haberse integrado en su primer poemario, Ámbito, que escribe entre este año y 1927.

En abril de 1925 a Vicente Aleixandre se le diagnostica una grave enfermedad renal que le impide continuar con su incipiente actividad laboral como abogado e intendente mercantil en la dirección de la Compañía de Caminos de Hierro del Norte. Esta adversa circunstancia, que le obliga a una larga convalecencia con reposo casi absoluto y un delicado régimen alimentario, favorece o acrecienta en cambio el desarrollo de su verdadera vocación, la poesía, y propicia el clima para su inspiración. Podemos por ello afirmar que la enfermedad, de alguna forma, le conduce a la poesía, o prepara el camino para su total desarrollo. En una entrevista de 1964, publicada en Vía Libre: La Revista del Ferrocarril, confesaba: «Cuando ya recuperado pude haber retornado al servicio se había operado en mí la metamorfosis de la poesía, y entonces me dediqué a ella plenamente».

Tres han sido, a mi modo de ver, los ciclos creativos de Vicente Aleixandre desde su primer poemario, Ámbito (1928), hasta el último, Diálogos del conocimiento (1974). Algunos críticos y estudiosos de su obra los fijan en dos, no incluyen el primero de sus libros, y el segundo ciclo lo subdividen, de alguna forma, en otro que abarca sus dos últimos poemarios. Respetando cualquiera de estas ordenaciones, lo cierto es que estos ciclos, estas épocas, estos periodos han sido ampliamente estudiados y existe una nutrida e interesante bibliografía, integrada por valiosos ensayos monográficos —algunos de referencia histórica obligada por haber sido publicados en vida del poeta y con su asenso, como la tesis doctoral de Carlos Bousoño—, por ediciones críticas, por artículos de investigación y por reseñas literarias que satisfarán con seguridad a todo tipo de lectores. En este sentido, el profesor Miguel Ángel García, en su libro Vicente Aleixandre. La poesía y la historia (2001), realiza un loable trabajo sobre la construcción de la crítica aleixandrina a través de los años.

En pocos poetas de la generación del 27 como en Vicente Aleixandre se percibe una evolución tan sólida y ejemplar, tan consecuente y fértil, tan alumbradora. Una generación a la que, en sus palabras, «les unió una exigencia máxima en la visión de la poesía», de la «expresión moderna de la poesía». Su obra, con los años, se renueva y enriquece, avanza y se eleva en un anhelo de conocimiento y comunicación, que le singularizan inconfundiblemente. La poesía para Aleixandre es, en su verdad comunicada, «una forma de conocimiento amoroso» y el amor que la nutre «un espíritu vivificador y difuso que penetra y exalta las formas todas de la común vida general, con la que se identifica, y que queda toda ella armoniosamente afectada».

El 20 de febrero de 1920 aparece publicado el primer poema de Vicente Aleixandre, «Noche», en la revista sevillana ultraísta Grecia, bajo el seudónimo de Alejandro G. de Pruneda, poema que en Álbum. Versos de juventud (1993) tiene el título de «Al morir». En agosto de 1926 publica cinco poemas en la Revista de Occidente, agrupándolos bajo el título de Número; y en 1928 aparece su primer poemario, Ámbito, que podríamos enmarcar dentro de la corriente de poesía pura que había desarrollado Juan Ramón Jiménez. Ámbito se edita en la colección que dirigen los también poetas y compañeros de generación Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, con los que mantendrá una estrechísima amistad. Una de las experiencias más imborrables y emocionantes que conservaba el poeta fue la de haber recibido en su casa de Velintonia y desde Málaga —la ciudad del paraíso, en la que transcurrió su feliz infancia— un paquete con los primeros ejemplares del libro.

La primera y más larga de estas etapas creadoras, en las que tal vez habría que orillar un poco Ámbito por no participar plenamente del irracionalismo surrealista que básicamente la define y conforma, comprende Espadas como labios (1932), Pasión de la Tierra (1935), La destrucción o el amor (1935), Sombra del Paraíso (1944), Mundo a solas (1950) y Nacimiento último (1953). Vicente Aleixandre canta al amor como fuente telúrica, a la naturaleza como centro de todo y al hombre como parte de ella, a la «unidad amorosa del mundo». En el amor tendemos a vernos y reconocernos en lo amado, o lo amado nos hace tomar consciencia de nosotros. El hombre, absolutamente elementalizado y desnudo de toda artificiosidad, se ve integrado en la naturaleza, unificado con ella, fundido irresistiblemente hasta la muerte, la expresión más elevada de esa amorosa integración con el universo, la muerte no como término, sino como glorificación, como un triunfo vital:

Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo,

quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente

que regando encerrada bellos miembros extremos

siente así los hermosos límites de la vida.

Toda la obra inicial de nuestro poeta tiene una raíz romántica, como tan acertadamente ya advirtieron Dámaso Alonso y Pedro Salinas tras la publicación de La destrucción o el amor, pero es en este primer ciclo donde la percibimos con más rotundidad y erotismo, con más pasión. Aquí el amor, desde una visión panteísta, es «un intento de comunión con lo absoluto». Y en ese intento de comunión con lo absoluto quiere Aleixandre alcanzar el conocimiento.

Historia del corazón (1954) —uno de los libros más apreciados por el poeta por su popular propagación— inaugura su segundo ciclo, que se completa y complementa con En un vasto dominio (1962) y Retratos con nombre (1965). Vicente ya no ve al hombre sumido en un universo natural, de fuerzas inconmensurables, sino que lo individualiza en su historia y en su tiempo, en su amor y en su solidaridad, en su humana existencia. Historia del corazón, en realidad, podría haberlo titulado nuestro poeta Historia de mi corazón, como él mismo confiesa y anticipa a su gran amigo José Luis Cano en una carta fechada el 5 de julio de 1945, es decir, dos meses después de que escribiera el poema «Mano entregada», el que sabemos compuso primero. Historia de su corazón desde el amor a una joven, inspiradora inicial del libro por la que Aleixandre siente una verdadera pasión, como se desprende de la hermosa e intensa misiva citada:

esclavo de nuevo este corazón mío «nacido para amar», he venido [se refiere a Vistalegre, su casa de Miraflores de la Sierra] con la esperanza de hallar un alivio a mi obsesión amorosa, a mi verdadera locura. […] No recibí carta de mi amor (sabía que no podía esperarla, pero absurdamente la esperaba, y como no podía llegar y no llegó, me entristecí). El día creció en mi soledad, subió hasta su última hora. Estuve solo, con una sensación de pena y destierro obsesionante; solo, solísimo y el corazón me gemía. No por no tener la imposible carta, sino porque sé que todos los días me pasará igual, que no descansaré, que no puedo tener remedio, que solo con mi niña al lado, día a día, y hora a hora, yo descansaría. En el fondo, yo sé que la pasión tiende a matarse a sí misma, a consumirse. Este deseo solo se vaciaría gozándola a ella ininterrumpidamente días y días hasta hallar la paz, la saciedad, la muerte de la pasión misma. Hasta despertar, liberado, sobre el cadáver de la pasión agotada.

El amor humano es ahora el manantial de esta nueva etapa. En este libro del corazón humano habitan el vivir del hombre y el amor en todas sus edades, no con la exaltación ardorosa, consumadora de Espadas como labios o La destrucción o el amor, sino con la lúcida serenidad y realismo de quien observa solidariamente lo que le rodea, o con la resignación frente al dolor o el abandono, como se ejemplifica magistralmente en el poema «El último amor»:

Porque era el último amor. ¿No lo sabes?

Era el último. Duérmete. Calla.

Era el último amor…

Y es de noche.

En esta nueva etapa lo cósmico ya no prima sobre lo humano. Lo aparentemente insignificante, el detalle, el mínimo gesto, es ahora lo que se impone en el verso. Incluso el cuerpo humano se observa En un vasto dominio en las partes que lo definen: «El vientre», «El brazo», «El sexo», «El pelo»… La vida, en su ascensión, es larga, difícil y finita y Aleixandre quiere dejar constancia de ello hablando a los demás, de sí, pero también de un niño, de una madre o de un anciano, o de todos los hombres —él entre ellos— convocados en la plaza del mundo, donde puede uno mirarse, alegrarse y reconocerse.

La tercera fase de su ciclo creador comprende Poemas de la consumación y Diálogos del conocimiento. Desde la terrible consciencia crepuscular de la vejez Aleixandre canta a la juventud, tan ligada para él a la vida y al amor pleno, a ese amor luminoso y solar que parece abrazarla. Los Poemas de la consumación no son poemas concebidos desde la nostalgia, sino desde la más conmovedora serenidad y lucidez, la de quien ha amado mucho y ha llenado su memoria de besos. En estos dos últimos poemarios hay una nueva visión de la existencia, una visión desde la alta edad. El poeta observa y reflexiona, pero no lo hace hacia la realidad exterior, hacia los otros, como En un vasto dominio, sino hacia sí mismo. Por eso el recuerdo está tan presente en sus últimas páginas; leamos «Horas sesgas» o «El poeta se acuerda de su vida»:

Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.

¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.

Bellas son al sonar, mas nunca duran.

Recuerdo y desolación ante la presencia de la muerte, ante la cercana consumación final. Ya sabemos lo importante que es la juventud, la hermosura visible, para Aleixandre, como equivalente de la única vida: «Vida es ser joven y no más». No resulta por lo tanto extraño que escriba también, observándose en un espejo imaginario: «entre hierros vemos la mentira final. La ya no vida». La muerte no es aquí el anhelado camino para la integración amorosa que encontramos en La destrucción o el amor o en Sombra del Paraíso, sino una inexorable verdad biológica, impúdica y obscena, alejada de toda gloria, una verdad sin esperanza, trágica, no elegíaca. Como muy bien señalaba el crítico José Olivio Jiménez en su excelente ensayo sobre Aleixandre (1982): «Poemas de la consumación y Diálogos del conocimiento han de ser contemplados como los dos tiempos sucesivos de un mismo movimiento poético-intelectivo que, por debajo de sus particulares y variadísimas concreciones temáticas, puede por definición calificarse rigurosamente de epistemológico y metafísico».

En marzo de 1974, seis años después de la aparición de Poemas de la consumación, publica Aleixandre el que habría de ser su último libro: Diálogos del conocimiento. Un poemario en el que indaga sobre la verdadera realidad del mundo y de la vida, a través de una serie de personajes concebidos desde el autor, en una visión contrastada, perspectivista y plural, utilizando una técnica nueva en su obra, la del poema dialogado o, mejor, la del soliloquio o monólogo cruzado. Quiere el poeta destacar que toda realidad es inconmensurable y por lo tanto tiene su opuesta visión, tan verdadera una como otra. Ambos libros, por su estilo y por su pensamiento aspiran, en opinión del propio Aleixandre, «a cumplir —intentar cumplir— un ciclo vital».

La poesía de Vicente Aleixandre no solo ha cumplido con grandeza un ciclo, el de su propia vida, sino que abre otros en sus lectores. Cuando el 6 de octubre de 1977 se le concedió el Premio Nobel de Literatura, un periodista le preguntó qué significaba para él tal distinción. Y respondió: «Una respuesta. Considero el Premio Nobel como una respuesta. El poeta formula con su obra una pregunta. A veces, no la contesta nadie; a veces, solo un hombre: cada lector puede ser una respuesta al poeta. Pero la poesía es siempre multitudinaria en potencia. Yo he pretendido dirigirme a todos, incluso a los que no me leen. Y este premio es para mí como una gran respuesta colectiva».

Espero que la edición de esta Poesía completa descubra muchos nuevos lectores y propague con dignidad y justicia su voz, en correspondencia al amor que tan generosamente nos fue entregando a través de sus versos, que viven y vibran ahora, de nuevo, en estas páginas que aunque no pretendan encerrar un destello de sol, a nuestros ojos son la luz y la vida misma, de un hombre que amó.

ALEJANDRO SANZ

cap-3

CRITERIOS DE LA EDICIÓN

Vicente Aleixandre supervisó con especial esmero la edición de sus Poesías completas, publicadas por primera vez por la editorial Aguilar en 1960, como se desprende principalmente de las cartas del poeta a su editor, Arturo del Hoyo, recogidas en el monográfico aleixandrino de la revista El Ateneo que coordiné en 2008. Y cuidó también de las ediciones posteriores en la misma prestigiosa editorial de sus Obras completas, la que apareció en 1968 en un solo volumen en la Biblioteca de Autores Modernos, que no contenía aún ni Poemas de la consumación (1968) ni Diálogos del conocimiento (1974); y la que se publicó en dos volúmenes dentro de la colección Biblioteca Premios Nobel en 1977 y 1978, que ya contenía los dos últimos poemarios citados, y que es idéntica en el primer tomo, hasta en la paginación, a la de 1968, salvo en los 14 nuevos Poemas varios que incorpora.

Para esta nueva Poesía completa se han cotejado todas las ediciones de sus libros, especialmente las que fueron revisadas por el poeta, aunque casi siempre se ha impuesto la última por considerarla como definitiva, agregando también algunos pequeños cambios que introdujo con posterioridad en las que considero definitivas, como fue, por ejemplo, devolver al poema «Elegía» de Nacimiento último su título original: «En la muerte de Miguel Hernández». Asimismo, se han revisado la mayoría de los poemas aparecidos en distintas publicaciones periódicas y todos los que guardo, manuscritos o mecanografiados, en mi archivo. También se ha tenido muy presente la edición de las Poesías completas que preparó Alejandro Duque Amusco en 2001 para la editorial Visor y que se complementó con nuevos poemas en el volumen de sus Prosas completas aparecido en 2002. Estas ediciones han sido útiles a la hora de fijar, aunque con otra ordenación, no temática, sino cronológica —fecha de escritura o publicación—, algunos de sus nuevos Poemas varios II —los que no seleccionó Aleixandre para sus completas— y, sobre todo, los poemas que componen la antología que preparó junto a Carlos Bousoño con el título En gran noche. Últimos poemas (1991) y los que se incluyen bajo el título Álbum. Versos de juventud, edición que preparó también Duque Amusco junto a María-Jesús Velo (1993).

Incorporo a esta Poesía completa una singular y destacada selección de poemas inéditos, que hay que situar como pertenecientes a la época de Mundo a solas, y ello no solo por razones estilísticas y temáticas, sino porque aparecen agrupados en la carpeta que conservo bajo la inscripción de Violento destino, uno de los títulos en los que pensó inicialmente el propio poeta, junto al de Destino del hombre, para el poemario anteriormente citado, que acabaría siendo publicado en Madrid, en 1950, por la editorial Clan, aunque se compusiera entre 1934 y 1936. Cuatro de los poemas que componen en esta edición Violento destino no son inéditos. Uno de ellos, «La vida», lo incluí en el libro en recuerdo de Vicente Aleixandre, Entre dos oscuridades, un relámpago (2014); otro, «No todo es mar», se lo facilité a José Manuel Caballero Bonald, a petición suya, para que lo publicara en la primavera-verano de 2014 en la revista de literatura Campo de Agramante; y «La tristeza» y «El mar negro» aparecieron en 1935 y 1936 respectivamente, el primero en Madrid en Caballo verde para la poesía y el segundo en México en Universidad. Estos dos últimos poemas fueron también incorporados en la edición de Duque Amusco de Mundo a solas (1998).

A pesar del cuidado y rigor que puso el poeta a lo largo de su vida en la corrección de los textos de toda su obra, los errores y erratas parecen siempre inevitables, por razones diversas que no corresponde aquí conjeturar. Es honrosa labor de los nuevos editores descubrirlos y subsanarlos, siempre con la máxima humildad y respeto. En el caso de Vicente Aleixandre, afortunadamente, no son muchos, y disponemos, además, de precisos elementos de análisis para dar con la forma correcta. Lo que sí puede ocasionar cierta controversia es la aplicación de algunas de las nuevas normas y recomendaciones ortográficas de la Real Academia Española, en este caso las que se recogen en la última edición de 2010, y ello quizá porque ni siquiera todos los académicos las cumplen y avalan con rigor y fidelidad.

En esta edición he optado por aplicar en la mayoría de los casos las últimas normas o sugerencias académicas sobre el uso de los signos ortográficos, siempre y cuando esas normas o sugerencias no sean razonadamente cuestionables o den un margen de libertad que permita, indistintamente, utilizar unas u otras, sean o no las habituales o sean o no las sugeridas. Por ello, he tenido también muy presentes las recomendaciones, plasmadas en su extensa bibliografía, de quien considero que es uno de los mayores especialistas en cuestiones ortográficas, ortotipográficas y de estilo, José Martínez de Sousa.

A partir de 1968 Vicente Aleixandre suprimió la tilde en el adverbio «solo» de sus Obras completas, existiera o no posible riesgo de anfibología, quizá porque pensó que el contexto clarificaba siempre el significado de la palabra, utilizada como adverbio o como adjetivo. Hoy en día el debate sobre esta particular cuestión permanece vivo y no se acaba de imponer todavía entre los escritores la supresión total, como recomienda encarecidamente la RAE, quizá por razones más nostálgicas y de uso en un tiempo que por las puramente lingüísticas o extralingüísticas. En esta edición he optado no solo por suprimir la tilde diacrítica en este adverbio —supresión que creo debidamente razonada por numerosos académicos y ortógrafos—, sino también la de los pronombres demostrativos, por razones similares e igualmente justificadas.

Ha sido también necesario en esta edición intentar unificar ciertos criterios ortotipográficos que tienen que ver con los signos de puntuación en concurrencia con otros signos dobles, como las comillas, los paréntesis o las rayas. En este sentido la Academia, en su reciente Ortografía (2010), impone que «nunca debe escribirse un punto de cierre de enunciado delante de un signo de cierre de comillas, paréntesis, corchetes o rayas». Tal norma, sin embargo, ha sido razonadamente cuestionada, en un sentido amplio, por muchos profesionales de la lengua y, muy a mi pesar, no encuentro apropiado asumirla en su totalidad en esta edición, máxime, además, cuando nuestro ilustre poeta no lo hizo en la mayoría de los casos. José Martínez de Sousa en su libro Ortografía y ortotipografía del español actual (2014) dice que «cuando el texto entrecomillado o colocado entre paréntesis es independiente o autónomo (empieza y termina dentro de las comillas, los paréntesis o los corchetes), el punto va dentro de los respectivos signos de cierre». Aleixandre suele colocar, por ejemplo, los puntos dentro de los signos de cierre cuando la frase o verso es independiente, es decir, cuando goza, de alguna forma, como apunta Sousa, de total autonomía:

Viniera yo como el silencio cauto.

(No sé quién era aquel que lo decía.)

Y sitúa, aunque no siempre, el punto fuera de los signos de cierre (comillas, paréntesis o rayas) cuando la frase o el verso tiene su origen oracional antes de los signos de apertura:

Pero los labios del mar pueden todavía besar

(piel sumisa de la luna, negra como la sangre).

Un error ortotipográfico que se repite en algunos pocos poemas de Aleixandre y que he subsanado es el de no cerrar con punto un verso o frase no independiente o autónomo que acaba con puntos suspensivos, o signo de cierre de admiración o interrogación, más comillas, paréntesis o rayas. En este sentido, encuentro acertados los argumentos que se vierten en la Ortografía académica y, por lo tanto, la inclusión del punto de cierre, nada reiterativa, ya que las comillas, paréntesis o rayas han neutralizado de alguna forma los puntos suspensivos, o el punto de la exclamación o interrogación:

Los amantes no tienen vocación de morir. «¿Moriremos?»

Tú me lo dices, mirándome absorta con ojos grandes: «¡Por siempre!»[.]

Sobre la presentación tipográfica empleada en esta Poesía completa hay que destacar el uso de la llamada sangría francesa y de la doble separación entre párrafos en el único poemario en prosa del autor, Pasión de la tierra, y ello no por ningún capricho personal o decisión editorial, sino porque esa fue la declarada voluntad del autor, precisamente para distinguir los textos poéticos que conforman este libro del resto de su obra en prosa.

Como apéndice de esta edición se reproducen las notas previas de presentación que el propio Vicente Aleixandre escribió de cada uno de sus libros para su antología personal Mis poemas mejores, publicada por la editorial Gredos en mayo de 1956 y aumentada en varias ediciones a lo largo de los años, la última en 1984. Considero interesante incorporar estas notas, a modo de guía, porque el poeta hace historia en primera persona —de ahí su principal valor— de la génesis cosmovisionaria de sus poemarios en el contexto en el que fueron concebidos. También se incluye una bibliografía seleccionada, donde el lector encontrará la referencia de todas las ediciones críticas de su poesía publicadas hasta el momento, junto a algunos de los títulos esenciales sobre su obra y una relación de los epistolarios que han visto la luz y que aportan importante información en algunos casos no solo sobre su vida, sino sobre su poesía.

A. S.

cap-4

POESÍA COMPLETA

cap-5

ÁMBITO

(1924-1927)
1928

A MANUEL ALTOLAGUIRRE

cap-6

NOCHE INICIAL

cap-7

CERRADA

Campo desnudo. Sola

la noche inerme. El viento

insinúa latidos

sordos contra sus lienzos.

La sombra a plomo ciñe,

fría, sobre tu seno

su seda grave, negra,

cerrada. Queda opreso

el bulto así en materia

de noche, insigne, quieto

sobre el límpido plano

retrasado del cielo.

Hay estrellas fallidas.

Pulidos goznes. Hielos

flotan a la deriva

en lo alto. Fríos lentos.

Una sombra que pasa,

sobre el contorno serio

y mudo bate, adusta,

su látigo secreto.

Flagelación. Corales

de sangre o luz o fuego

bajo el cendal se auguran,

vetean, ceden luego.

O carne o luz de carne,

profunda. Vive el viento

porque anticipa ráfagas,

cruces, pausas, silencios.

cap-8

I

cap-9

IDEA

Hay un temblor de aguas en la frente.

Y va emergiendo, exacta,

la limpia imagen, pensamiento,

marino casco, barca.

Arriba ideas en bandada,

albeantes. Pero abajo la intacta

nave secreta surge,

de un fondo submarino

botado invento, gracia.

Un momento detiene

su firmeza balanceada

en la suave plenitud de la onda.

Polariza los hilos de los vientos

en su mástil agudo,

y los rasga

de un tirón violento, mar afuera,

inflamada de marcha,

de ciencia, de victoria.

Hasta el confín externo —lengua—,

cuchilla que la exime

de su marina entraña,

y del total paisaje, profundo y retrasado,

la desgarra.

cap-10

EL VIENTO

Se ha de ver en tus manos el viento,

anclado en tus dedos,

alzarse y prenderte.

De llama en tu pelo

—crepúsculo—,

se enrosca a mi cuerpo

y se yergue

hecho cinta y reflejo,

de cobre en tus ojos,

de carne en mis dedos.

Si te das al viento,

date toda hecha

viento contra viento,

y tómame en él

y viérteme el cuerpo,

antes que mi frente,

tú y el viento lejos,

sea solo roce,

memoria de viento.

cap-11

LA FUENTE (INGRES)

Sobre la fuente había piedra limpia.

Limpia el agua pasaba.

Había sol y campo. Tu serena

carne se ofrecía

caliente al viento hecho gracia.

Pasé yo por tu lado. Enhiesta estabas,

cántaro a la cadera, a regresar.

Pasé yo por tu lado. Fresco niño,

a detenerme iba. Tú alargaste

tu gesto permanente y me dijiste:

Pero, pasa…

Y pasaba, pasaba largamente, prolongando

bajo tu sombra mi estancia.

Cuando ya mi cuerpo estaba lejos

y junto a tu sombra el agua.

cap-12

NOCHE

cap-13

CINEMÁTICA

Venías cerrada, hermética,

a ramalazos de viento

crudo, por calles tajadas

a golpe de rachas, seco.

Planos simultáneos —sombras:

abierta, cerrada—. Suelos.

De bocas de frío, el frío.

Se arremolinaba el viento

en torno tuyo, ya a pique

de cercenarte fiel. Cuerpo

diestro. De negro. Ceñida

de cuchillas. Solo, escueto,

el perfil se defendía

rasado por los aceros.

Tubo. Calle cuesta arriba.

Gris de plomo. La hora, el tiempo.

Ojos metidos, profundos,

bajo el arco firme, negro.

Veladores del camino

—ángulos, sombras— siniestros.

Te pasan ángulos —calle,

calle, calle, calle—. Tiemblos.

Asechanzas rasan filos

por ti. Dibujan tu cuerpo

sobre el fondo azul profundo

de ti misma, ya postrero.

Meteoro de negrura.

Tu bulto. Cometa. Lienzos

de pared limitan cauces

hacia noche solo abiertos.

Cortas luces, cortas agrios

paredones de misterio,

haces camino escapada

de la tarde, frío el gesto,

contra cruces, contra luces,

amenazada de aceros

de viento. Pasión de noche

enciende, farol del pecho,

el corazón, y derribas

sed de negror y silencios.

cap-14

II

cap-15

NIÑEZ

Giro redondo, gayo,

vertiginoso, suelto,

sobre la arena. Excusas

entre los tiernos fresnos.

Sombras. La piel, despierta.

Ojos —sin mar— risueños.

Verdes sobre la risa.

Frente a la noche, negros.

Iris de voluntades.

Palpitación. Bosquejo.

Por entre lomas falsas

una verdad y un sueño.

Fuga por galería,

sin esperar. Diverso

todo el paisaje. Sumo,

claro techando, el cielo.

cap-16

RETRATO

A R. S.

 

 

 

Este muchacho ha visto

la esencia de las cosas,

una tarde, entre sus manos

concretarse.

Presión de aquellos dedos

enrojecidos, de diamante,

al apretar la blanda

ilusión de materia.

Hay en su yema sangre

y linfa de un camino

secreto que se abre

arriba, en la alta torre,

abierto a libre aire.

Sus ojos copian tierra

y viento y agua, que devuelven,

precisos, campo al reflejarse.

Su lengua —sal y carne—

dice y calla.

La frase se dilata,

en ámbito se expande

y cierra ya el sentido, allá en lo alto

—terraza de su frente—,

sobre el vivaz paisaje.

cap-17

FORMA

Menudo imprime el pie

la huella de los dedos

sobre la arena fina,

que besa largo el viento.

Levántala, la lleva

a dar contra mi pecho,

y, aún calientes, cinco

yemas de carne siento.

El gesto blando que

mi mano opone al viento

es molde que yo al breve,

huidizo pie le ofrezco.

Mas ya el pasaje, esquivo,

se alza y quiebra el céfiro,

y el pie con lluvia fina

de arena, cae disperso.

cap-18

NOCHE

cap-19

RIÑA

La luna. Cómo se yergue

la sombra. Cómo se baten.

Déjame que entre las ramas

presencie todo el combate.

Podrá la luz, vigorosa

de plata, herir triunfante

a la noche, cuyo escudo

salta, de acero inconstante,

mas no podrá rematarla

sino a traición, sin combate,

cuando en sigilo la luna

sobre su espalda se alce.

¡Cuchillos blancos! ¡Qué armas

de listo filo brillante

entierran sus lenguas vivas

en la torpe sombra mate!

La herida se ensancha. Abierta,

la noche pierde su sangre.

¡Qué borbotones de brillos

sobre la tierra se expanden!

Flagrante crimen. La luna

alza sus armas, las blande

cruel con lujo y azota

la sorda quietud del aire.

La noche es suya. ¡Qué cuerpo

tendrá ya la noche exangüe!

Ahí queda sin que el tenue

y fiel claror la delate.

Los cielos ruedan serenos.

Rueda la luna brillante.

¡Que el alba venga de prisa

y por sorpresa la mate!

cap-20

III

cap-21

ADOLESCENCIA

Vinieras y te fueras dulcemente,

de otro camino

a otro camino. Verte,

y ya otra vez no verte.

Pasar por un puente a otro puente.

—El pie breve,

la luz vencida alegre—.

Muchacho que sería yo mirando

aguas abajo la corriente,

y en el espejo tu pasaje

fluir, desvanecerse.

cap-22

RETRATO

(José Luis, patina)

 

 

 

Sobre la pista

te deslizas

haciendo un 8 elegante,

con una sonrisa.

¡La muerte!: profunda

palabra, y, más elegante, giras

en una curva graciosa

y dulce, y platicas

desde la baranda, un momento,

con una amiga.

Y piensas: ¡la muerte!

y, a solas, ¡la vida!,

y te entristeces y tu 8

se amplía,

y en la curva dudas

para resolverte en una

pirueta nueva y atrevida.

Y los demás contemplan

con sus ojos atónitos

nuevas gracias

y nuevas pensadoras sonrisas

con que entreabres los labios

sobre todas las cosas de la

pista

y de la vida.

cap-23

AMANTE

Lo que yo no quiero

es darte palabras de ensueño,

ni propagar imagen con mis labios

en tu frente, ni con mi beso.

La punta de tu dedo,

con tu uña rosa, para mi gesto

tomo, y, en el aire hecho,

te la devuelvo.

De tu almohada, la gracia y el hueco.

Y el calor de tus ojos, ajenos.

Y la luz de tus pechos

secretos.

Como la luna en primavera,

una ventana

nos da amarilla lumbre. Y un estrecho

latir

parece que refluye a ti de mí.

No es eso. No será. Tu sentido verdadero

me lo ha dado ya el resto,

el bonito secreto,

el graciosillo hoyuelo,

la linda comisura

y el mañanero

desperezo.

cap-24

NOCHE

cap-25

AGOSTO

Plantada, la noche existe.

Vientos de mar sin esfuerzo.

Cuajante, estrellas resulta

—signos de amor— y luceros.

Luceros, noche, centellas

se ven partirte del cuerpo.

La noche tiene sentidos.

¿Qué buscas? Se te ven bellos

desplantes a solas; alzas

tu forma, cristales negros,

que chocan de fe y de luces

contra las brisas, enteros.

Rotunda afirmas la vida

tuya, noche, aquí en secreto:

secreto que está callado

porque el mundo entero es ciego:

que tú lo gritas, la noche,

te vendes, ¡te das!, en sueltos

ademanes sin frontera

para los ojos abiertos.

Todo el espacio partido

está para mí. Te encuentro

feliz y cierta, carente

ya de flojos, torpes lienzos,

liberales los sentidos,

los pulsos altos, enteros,

cuajante la forma impura

sin compasión, bajo el cielo,

y en la abierta sombra mate

tu sangre, erguida, latiendo.

cap-26

IV

cap-27

JUVENTUD

Estancia soleada.

¿Adónde vas, mirada?

A estas paredes blancas,

clausura de esperanza.

Paredes, techo, suelo:

gajo prieto de tiempo.

Cerrado en él, mi cuerpo.

Mi cuerpo, vida, esbelto.

Se le caerán un día

límites. ¡Qué divina

desnudez! Peregrina

luz. ¡Alegría, alegría!

Pero estarán cerrados

los ojos. Derribados

paredones. Al raso,

luceros clausurados.

cap-28

VOCES

El valle su cuenca

abre entre las lomas

verdes con el alba.

Sin las frescas sombras

el livor del río

se rehace. Aurora.

Valle resonante

donde están aún todas

las voces del día,

graves y redondas.

Donde entre la linfa

fresca de las horas

las agudas voces

calan y se mojan.

Son las matinales

unas, claras, prontas,

que el alba despierta

y cuando el sol dora

mira que se marchan

sueltas por las blondas

espaldas del agua,

limpias, bullidoras.

Son las de la noche

pesada las otras,

las oscuras, frías

voces que la aurora

sorprende cansadas,

a partir morosas;

que del paño opaco

de la noche, sordas,

sobre el blando césped

caídas rebotan

y el caudal rehúsan

fresco de las horas.

Valle resonante

centrado en las ondas

intactas del día.

Fontanar de la honda

vida, entre la oscura

noche a voces romas

y la insinuante

mañana sonora,

en sutiles lenguas

claras brotadora.

Tersa maravilla

de sus aguas. Sonda

del sol cristalina

que se abate y moja

en la pura fuente

huidiza de aljófar.

cap-29

CABEZA, EN EL RECUERDO

En óvalo tu rostro, de asechanzas

de sombras huye, sabe, y se proyecta

—faz en la luz en curso— recordado

—ondas sutiles de memoria—, y ama

ser y no ser, en cauce subterráneo.

Surte y se esconde. Rosas. Guadiana.

Finas pestañas tallan, rayan a hilo

paños de luz tendidos casi azules.

Párpados lentos cruzan y permiten

blancas —contactos— sedas deslizadas.

Obra de amor tejida sin ensueño:

sombra fresca, no verde, que hace a gusto

siesta a los ojos, blancos más los dientes.

Paréntesis oprimen las palabras.

Rojos de vida en carne suavemente

meta, carmín, jugosos les oponen:

palabras que se tocan con los labios,

desfallecen y mueren, besos lisos

dando al pasar cayendo sin sonido.

Las mejillas arriba. Siempre ausentes

púrpuras las coronan. No: las aguas

de la tarde las mojan: flores húmedas,

casi de carne, son, y así, calientes,

pronto decaen y pasan. De memoria

doble montón de pétalos derramo.

Hondos, los dos, tus ojos nuevamente

a una futura sequedad previenen.

Toda la noche, ya jugosa y fresca,

pompa y fragancia a su velar les toma.

Tallos te crecen de tus ojos, yergue

alta la noche su ramaje, y savia

pura compartes, vegetal y humana.

Más alta, más, venciendo, la terraza

de tu frente paisajes mil —si turbio

tu rostro abajo— inventa transparentes.

Hiere a la luz el mármol: piel helada.

Piso, azotea. Abajo el río negro:

flojo el cabello pasa en ondas anchas.

Soberbio cauce lento que se lleva

ideas sumergidas, olvidadas.

Un acero de luz, plancha, las cubre.

El cabello hermosísimo navega.

Tu cuerpo al fondo tierra me parece:

un paisaje de sur abierto en aspa.

Riberas matinales. Quizá luces

en torso, mediodía, fulgen, queman.

Quizá, crepusculares, soles cumplen

—carne: horizonte— y tiñen las dos márgenes

—brazos de cobre, rojos, viajeros—.

Quizás el cielo sin azul vacila.

Vence tu rostro —el fondo sometido—,

duro compone su escultura y, plástico,

ámbito ensancha en mi memoria, y queda.

cap-30

NOCHE

cap-31

PÁJARO DE LA NOCHE

Fronda. Noche cerrada. Ausente el cuerpo,

se captarían

imágenes borrosas, a su contacto nítidas.

Volúmenes de sombra desalojan

el aire claro de la luna.

Es inútil pensarlo. De luz y seda, nada.

Pero presencia de presencia

de frío y tacto, de planos repetidos.

Si surges tú, pájaro de la noche,

trasvaso a ti la comprobación de la noche.

Tu cola larga y plumada

resbala sobre el hielo del aire sólido.

La pesantez estática del viento

supone más tu densidad, oh pájaro,

que tu ligereza.

Y si quisieras lanzar de tu garganta luces,

las veríamos caer en arco grave,

gotas heladas para los suelos nocturnos,

inhallables sin onda y sin destello.

Te miro así, casi en vacío,

nudo de sombra, ruiseñor,

mudo bloque de ébano.

Preciso molde, la noche

se cerró sobre ti, te apretó en ella

y te retuvo inmóvil, hecho tú vena líquida,

cuajándote en silencio.

Y al apuntar el alba se quebrantó la cárcel

en dos, y tú emergiste,

estático y opaco, de entre las negras valvas,

con volumen y forma, helado y cierto.

cap-32

EL MAR

A José Bergamín

cap-33

MAR Y AURORA

Descubiertas las ondas velan

todavía sin sol, prematinales.

Afilados asoman por oriente

sonrosados atrevimientos del día.

Las largas lenguas palpan

las pesadas aguas, la tensa

lámina de metal,

aún fría y bronca al roce insinuante.

Todavía emergiendo de la noche

la lisa plancha asume

adusta las comprobaciones iluminadas.

Penetran, de carne, de día,

los lentos palpos, que adoptan

ondas tímidas, pasivas espumas

bajo sus cóncavos avances.

Todo el ámbito se recorre, se llena

de crecientes tentáculos,

alba clara, alba fina, que se adentra

a volúmenes largos, en estratos de luz,

desalojando la estéril sombra,

fácil presa a esta hora.

Comienzan a alzarse bultos

de espuma voluntaria,

inminentes.

No permitáis que emerja.

Hinche el agua la redonda

sospecha, y se adivine

el día abajo, pujante bajo el manto

líquido, poderoso a alzarse

con el mar, abismo cancelable.

La luz venga del hondo,

rota en cristales de agua,

destellos de clamores

disueltos —no: resueltos—

sin torpe algarabía.

Surta en abiertas miras

con orden y se adueñe

del esqueleto oscuro

del aire y lo desarme,

y limpio espacio brille

—sometido a su dueño—,

lento, diario, culto

bebedor de las ondas.

cap-34

MAR Y NOCHE

El mar bituminoso aplasta sombras

contra sí mismo. Oquedades de azules

profundos quedan quietas al arco de las ondas.

Voluta ancha de acero quedaría

de súbito forjada si el instante

siguiente no derribase la alta fábrica.

Tumultos, cataclismos de volúmenes

irrumpen de lo alto a la ancha base,

que se deshace ronca,

tragadora de sí y del tiempo, contra el aire

mural, torpe al empuje.

Bajo cielos altísimos y negros

muge —clamor— la honda

boca, y pide noche.

Boca —mar— toda ella, pide noche;

noche extensa, bien prieta y grande,

para sus fauces hórridas, y enseña

todos sus blancos dientes de espuma.

Una pirámide linguada

de masa torva y fría

se alza, pide,

se hunde luego en la cóncava garganta

y tiembla abajo, presta otra

vez a levantarse, voraz de la alta noche,

que rueda por los cielos

—redonda, pura, oscura, ajena—

dulce en la serenidad del espacio.

Se debaten las fuerzas inútiles abajo.

Torso y miembros. Las duras

contracciones enseñan

músculos emergidos, redondos bultos,

álgidos despidos.

Parece atado al hondo

abismo el mar, en cruz, mirando

al cielo alto, por desasirse,

violento, rugiente, clavado al lecho negro.

Mientras la noche rueda

en paz, graciosa, bella,

en ligado desliz, sin rayar nada

el espacio, capaz de órbita y comba

firmes, hasta hundirse en la dulce

claridad ya lechosa,

mullida grama donde

cesar, reluciente de roces secretos,

pulida, brilladora,

maestra en superficie.

cap-35

V

cap-36

LAZO

Sobre parajes limpios

la luz se apoya apenas

—¡oh tarde!— y escurrida

resbala a las praderas,

si hay crepúsculo, en ondas

esquivas, firmes piezas

de vuelo, que en el aire

generosas penetran,

cristales delatando

vibrantes, plumas ciertas.

Redes de brisa oculta

que las salidas cierran

arman celadas listas

para la vista presa,

cazadora cautiva

un punto en la belleza

de la trampa, radiante

de brillos, y que entera

su angustia al evadirse

en la mirada lleva.

¡Oh malicias del campo!

¡Oh ardid burlón! ¡Oh sierra!

¡Oh cielos despedidos

al alto! ¡Oh luces tensas!

cap-37

CAMPO

Mañana vieja. Filosofía. Nueva

mirada hacia el cielo

viejo.

Con mi mano los hilos recogidos

a un punto nuevo,

exacto, verdadero.

Campo, ¿qué espero?

Definición que aguardo

de todo lo disperso.

Suprema vibración de los hilos

finos, en el viento,

atados a mi frente,

sonora en el silencio.

cap-38

LUZ

Te vi una noche templada,

la madrugada vacía,

sin viento, de valles anchos

salir, viva de ti misma.

Paisaje, fondo. Naciendo,

uniendo, el aire. Hialina,

de la luz, risa creciente,

en abanico, sin prisas,

desde los montes tardíos

desparramada, blanquísima.

De ti misma. Solo tú

pudieras ser ella misma.

Todos tus dedos alzados

tomaban luces de arriba

al paso, tu carne blanca

erguida, nueva, prístina.

Gentil, gentil, por los valles

la misma luz conducías

que de tus ojos silentes

delante blanca fluía.

Aprisco de luz. ¿Adónde?

A la madrugada tinta

en verdes —campo, miradas—

iniciales, sin malicia.

Tus brazos largos se alargan,

más lejos, más, se partían

sumos en el aire aviando

ondas recientes perdidas.

Se van todos los halagos,

todos, todos, mas no el día.

¡Halago justo que centra

una tu fisonomía!

Llegas con él, llegas siempre

de ti misma y en ti misma.

Llegas tú, y el marco acaba,

cierra, y queda firme el día.

cap-39

NOCHE

cap-40

ÍNTEGRA

¿Qué hora? La de sentirse

aislado, roto el recinto

—límites—, sobre la frente

suelta los celajes lívidos.

Se han desterrado ropajes

caducos. Queda el sucinto

poder del poniente, a fuerza

de pujanza, fiel, tranquilo.

Se arrasan todos los aires

sin disculpa. Se echa el frío

de espalda sobre los valles.

Pasean los ojos tímidos

sobre los verdes silencios.

Estoy solo. Ya el precinto

guarda esta hora. Centellas,

sin perturbar el sigilo

de la tarde. Amor del cielo.

Siento en mi cuerpo, ceñido,

un tacto duro: la noche.

Me envuelve justo en su tino.

¿Mi alma sola? Aquí estoy,

cuerpo, pasión. ¡Vivo, vivo!

¿Me sientes? La noche. Cuerpo

mío, basta; si yo mismo

ya no soy tú. Mas ¿qué pides,

si eres contorno? ¿Eres mío?

(Firmes siento los perfiles.)

¿Tu amor? Es la noche. Mío

es ya. (Me pasa el silencio:

le soy presente.) ¡En ti vivo!

(Y se derrumban cristales

mudos, verticales. Signo.

Y se levantan fulgentes

cielos, del hondo, firmísimos.)

cap-41

VI

cap-42

FINAL

En el postrer paseo,

sentados,

a cielo abierto y solos,

con pensamiento y mano.

Luz difusa en la hora

última,

de cosas que, si han sido,

se tornan paso

a paso.

Aldea ya disuelta.

Ausencia de miradas

que vuelan de la torre

por el cielo

en una ida sin fin.

Palabra sola que pende

del alambre,

en el camino, suelta.

Dulce fiesta de paz en el crepúsculo,

dulce fiesta que afuera

se mira entre la vida,

entre el céfiro blando,

cara a la primavera.

cap-42

EN EL ALBA

Hallazgo en las sombras:

luz de la mañana

entre las riberas

de la noche. Baja

y la encontrarás

entre guijas francas,

dando luz al sesgo

sobre la montaña

de perfil. ¡Si vieras

qué nube mandaba

cernidos envíos

de locura clara

sobre mi cabeza!

Prolongada capa

de iris matinal

en arco colgaba

de una cima; lluvia

fina la calaba.

El día, esa concha

impura de nácar,

tras de ti se abría

y de ella saltabas.

¿Oriental, difusa?

Evidente, exacta.

Equilibrio firme

de presencia. Tácita

rueda de la aurora

que rinde y acaba

su giro. Previsto

término del alba.

cap-43

VIAJE

¡Qué clara luz en la mañana dura!

Diligencias de tiempo impulsan lisas

mi cuerpo. El suelo plano

patina blanco despidiendo el bulto

mío, que sobrenada inmóvil hacia

nortes abiertos en redondo, azules.

El rodaje no impide ni ocurrentes

partidas brisas, enfoscada espuma

de aire. Esquirlas. Luz. ¡Oh mediodía

tirante! El bulto se alza a muelle comba

¿de agua?, de campo verde, alcores curvos

—sumo un momento, coronante, alegre,

casi azules las manos altas—, para

pasar en pausa honda entre las lomas

opresas —cielo lento, contenido—,

lomas que se atirantan y de súbito

despiden tensas la secreta perla

—cuerpo mío— fugaz, inerte, a luces

navegantes. ¡Qué oriente! Sin espasmo,

maestra, asume brillos en certamen

y se domina a sí, segura siempre

en el friso que estila su pasaje

de belleza. ¡Belleza que es el día!

Impasible insinúa hacia su norte

inqueridas espiras. Elementos

de aire, de sol, de cielo, rompedores

del orden pretendido, vierten fuera

accidentes, miradas, torpes lazos

(pero no, no hay cuidado), que levantan

peligrosa su gracia crespa.

                                       Voy

en bulto cierto, a firme lejanía,

disparado de líneas, bajo palmas

de cielo abierto empujadoras, agrias.

Si te acogen, ¡oh bulto!, con destino

evidencia de luces últimas, estática

plenitud de ondas altas, abrigante

voluta de la noche, rinde viaje

—¡calma!— sobre ti mismo y da tu giro

perfecto, entero, de la estela dura

eximido, difícil, que has vencido

flotadora y que resta inerme, sólida.

cap-44

NOCHE

cap-45

CRUZADA

Haces camino. —¡Qué gusto

verme así en el entrecielo!—

(La mirada.) —¡Mira cómo

se adivinan los desvelos

de la noche!— (Se ha cerrado

la comba fría.) —¿Está lejos?—

(Y palpita…) —¡Qué tristeza

tan oscura!— (… de silencio.)

—¿Vendrá ya la luna?— (Liso

ciñe y reverbera.) —¿Es tiempo?

¡Oh si ya lo fuera!— (Venas

de noche.) —¡Qué frío!— (Y siento

casi quieta la fluida

verdad.) —Algo; lo primero

quisiera…— (Avanza la noche

muda.) —O si no, aquel lucero

tan puro; algo…— (Menea

la brisa nocturna tiemblos

de luz.) —¡Dámelo! ¿No oyes?—

(Se turba el aire.) —¡Lo quiero!—

(Apunta la verdad.) —¡Mío!—

(Temblorosos puntos negros…)

—¡Pero vamos, vamos siempre!—

(… constatan blancos luceros.)

—Ya hemos llegado: ¡oh qué campo

tan hermoso!— (Avanza diestro

el filo del alba.) —¡Y se

aprenden luces!— (Someros

restos de noche.) —¡Mañana

dulce, querida hora!— (Enteros

los barre el viento.) —¡Te adoro,

luz del día!— (Rotos, negros.)

cap-46

RELOJ

A Gregorio Prieto

cap-47

LA UNA

La una. Se pretenden

presagios de campanas

libres, Pero ya están

—haz de filos, de lanzas—

apretadas de tarde

las flechas, solidarias.

Una venda de tiempo

transparente las ata.

No se siente ni ruido

ni pasaje. Luz cálida.

De la ceñida forma

y peso se desgaja

una espiga. La una

se escucha fresca, clara,

universal. Un ángulo

de sombra abre su pausa.

cap-48

LAS SEIS

Sería como si hermanas

así, corriendo locas

—que llego yo, que tú—

se dieran solo sombra

y se la hurtaran luego,

una delante, la otra

pisándole su huida,

para alcanzar la comba

altura de la tarde

y allí dejaran, todas,

caer sus cuerpos frescos

en la vibrante alfombra

crepuscular, gemelas

de tino, gracia y onda,

bajo los tiernos grises

finales y los rosas.

cap-49

LAS OCHO

Las ocho. Se querrían

nuevos tañidos claros

a poniente, ¡Sonad,

campanas, sin desmayo!

Y la noche —poder,

virtud, tesón, estrago—

hace memoria el día

exangüe, sin trabajo

lo descuaja redondo

del aire y, cancelándolo,

en molde de pretérito

lo hace caer metálico.

¿Historia? ¿Vida? Lento

fluir —reloj— cerrado.

Continuo, frío, azul,

parado, crece el ámbito.

cap-50

LAS TRES

Solo te veo a ti,

campo claro, solemne,

desnudo, con un vuelo

de aves que se pierde

lejano en ese valle

cerrado que contiene

—fronterizo— la tarde

segunda, ya impaciente

de otras luces, otra hora

más otoñal, más muelle,

más dulce, mas que el tiempo

en tránsito retiene

hasta que fine el paso

de las aves, tres, fuertes,

finas, desbridadoras

de la hora y trasponientes.

cap-51

VII

cap-52

ALBA

Los montes, limpios del azul dormido,

amanecen. El viento rayan, frescos,

con su cristal agudo y quedan altos,

su corte renovado, filo al cielo.

Livideces inquietas en el aire

se arredran de la luz. Pierden su cuerpo

en la huida. Jirones naturales

señas de fugas dan y desaliento.

Entra la luz a pausas. Se dilata

el cauce en ondas poderosas, tenso,

ancho, pleno, invasor. Derrota diáfana

de las sombras: tumulto equino ciego.

¡Qué llanuras! Galopes de lo oscuro,

desbridados. Seguro paso lento,

con mando, de la aurora, joven, terca,

pastora de la luz —pero sin cuerpo—.

¡Vellones primerizos! Blancos, rosas,

pastan las sombras frescas, y dan, bellos,

copia de bultos claros por las lomas.

Silencio es el cristal tranquilo, quieto.

Esquilas de la luz titilan límpidas,

iniciales, hiriendo el brillo terso.

Azules ecos dan las sumas breves,

instantáneas. Espejan los reflejos.

Los verdes de la tierra calma y planta

son a bullicios de los copos nuevos,

en tropel, baladores, por oriente,

lana de luz, vellón de sol y cielo.

Aurora vigilante entre matices

sucesivos, no pierdes el secreto

orden que rige tu virtud creciente,

implacable y sutil guardián de céfiros.

Normas despliegas en el fausto trance

—¡cuidado!— y lo apacientas con perfecto

amor, si bella, si armoniosa, firme,

plantada sobre el haz, luciente el gesto.

Crepúsculos acaban. Vive el día.

Los llanos cenizosos, dulces, tiernos

a blancos dientes luminosos tallos

ofrécenles, crujientes los destellos.

¡Consumidas las sombras! Ya las luces

reposan en lo sumo del otero.

El fresco corre contenidamente

y reflejos y azul buscan el sueño.

cap-53

MATERIA

Cadencia y ritmo,

y augur

de cosas que tú aventas

con tus dedos abiertos,

hacia mis ojos, recargados

de tu sospecha.

Comezón dolorosa

de tu ausencia,

y lento repasar entre las cosas

nuevas

y entre las viejas.

Y cegadora nota última

—confirmación de la sospecha

que gravitaba en mis ojos—

cuando sucede la experiencia.

He buceado en la noche,

hundido mis brazos

—materia de la noche—,

y te he tropezado entre mis dedos,

concreta.

cap-54

MEMORIA

Valle de ausencias claro,

frescor de nube presto

presencia dan a un vivo

paisaje descubierto.

La soledad en él

húmeda, me hace, quieto,

quedarme suspendido

sobre el caudal del tiempo.

La tarde ha ido sesgando

de luces el espejo,

en que verán mis ojos

jugarse en el silencio

la tenue y dulce farsa

de masas: tu reflejo.

Asir así el pasaje

precario de tu cuerpo

sobre la base grata,

fluida del espejo.

Y mirar en la margen

tus manos, con el gesto

brumoso de la huida,

hurtarse a mí, sediento.

cap-55

NOCHE FINAL

cap-56

POSESIÓN

Negros de sombra. Caudales

de lentitud. Impaciente

se esfuerza en armar la luna

sobre la sombra sus puentes.

(¿De plata? Son levadizos

cuando, bizarro, de frente,

de sus puertos despegado

cruzar el día se siente.)

Ahora los rayos desgarran

la sombra espesa. Reciente,

todo el paisaje se muestra

abierto y mudo, evidente.

Húmedos pinceles tocan

las superficies, se mueven

ágiles, brillantes, tersos

brotan a flor los relieves.

Extendido ya el paisaje

está. Su mantel no breve

flores y frutos de noche

en dulce peso sostiene.

La noche madura toda

gravita sobre la nieve

hilada. ¿Qué zumos densos

dará en mi mano caliente?

Su pompa rompe la cárcel

precisa, y la pulpa ardiente,

constelada de pepitas

iluminadas, se vierte.

Mis rojos labios la sorben.

Hundo en su yema mis dientes.

Toda mi boca se llena

de amor, de fuegos presentes.

Ebrio de luces, de noche,

de brillos, mi cuerpo extiende

sus miembros, ¿pisando estrellas?,

temblor pisando celeste.

La noche en mí. Yo la noche.

Mis ojos ardiendo. Tenue,

sobre mi lengua naciendo

un sabor a alba creciente.

cap-57

PASIÓN DE LA TIERRA

(1928-1929)
1935

cap-58

I

cap-59

VIDA

Esa sombra o tristeza masticada que pasa doliendo no oculta las palabras, por más que los ojos no miren lastimados.

Doledme.

No puedo perdonarte, no, por más que un lento vals levante esas olas de polvo fino, esos puntos dorados que son propiamente una invitación al sueño de la cabellera, a ese abandono largo que flamea luego débilmente ante el aliento de las lenguas cansadas.

Pero el mar está lejos.

Me acuerdo que un día una sirena verde del color de la Luna sacó su pecho herido, partido en dos como la boca, y me quiso besar sobre la sombra muerta, sobre las aguas quietas seguidoras. Le faltaba otro seno. No volaban abismos. No. Una rosa sentida, un pétalo de carne, colgaba de su cuello y se ahogaba en el agua morada, mientras la frente arriba, ensombrecida de alas palpitantes, se cargaba de sueño, de muerte joven, de esperanza sin hierba, bajo el aire sin aire. Los ojos no morían. Yo podría haberlos tenido en esta mano, acaso para besarlos, acaso para sorberlos, mientras reía precisamente por el hombro, contemplando una esquina de duelo, un pez brutal que derribaba el cantil contra su lomo.

Esos ojos de frío no me mojan la espera de tu llama, de las escamas pálidas de ansia. Aguárdame. Eres la virgen ola de ti misma, la materia sin tino que alienta entre lo negro, buscando el hormigueo que no grite cuando le hayan hurtado su secreto, sus sangrientas entrañas que salpiquen. (Ah, la voz: «Te quedarás ciego».) Esa carne en lingotes flagela la castidad valiente y secciona la frente despejando la idea, permitiendo a tres pájaros su aparición o su forma, su desencanto ante el cielo rendido.

¿Nada más?

Yo no soy ese tibio decapitado que pregunta la hora, en el segundo entre dos oleadas. No soy el desnivel suavísimo por el que rueda el aire encerrado, esperando su pozo, donde morir sobre una rosa sepultada. No soy el color rojo, ni el rosa, ni el amarillo que nace lentamente, hasta gritar de pronto notando la falta de destino, la meta de clamores confusos.

Más bien soy el columpio redivivo que matasteis anteayer.

Soy lo que soy. Mi nombre escondido.

cap-60

EL AMOR NO ES RELIEVE

Hoy te quiero declarar mi amor.

Un río de sangre, un mar de sangre es este beso estrellado sobre tus labios. Tus dos pechos son muy pequeños para resumir una historia. Encántame. Cuéntame el relato de ese lunar sin paisaje. Talado bosque por el que yo me padecería, llanura clara.

Tu compañía es un abecedario. Me acabaré sin oírte. Las nubes no salen de tu cabeza, pero hay peces que no respiran. No lloran tus pelos caídos porque yo los recojo sobre tu nuca. Te estremeces de tristeza porque las alegrías van en volandas. Un niño sobre mi brazo cabalga secretamente. En tu cintura no hay nada más que mi tacto quieto. Se te saldrá el corazón por la boca mientras la tormenta se hace morada. Este paisaje está muerto. Una piedra caída indica que la desnudez se va haciendo. Reclínate clandestinamente. En tu frente hay dibujos ya muy gastados. Las pulseras de oro ciñen el agua y tus brazos son limpios, limpios de referencia. No me ciñas el cuello, que creeré que se va a hacer de noche. Los truenos están bajo tierra. El plomo no puede verse. Hay una asfixia que me sale a la boca. Tus dientes blancos están en el centro de la tierra. Pájaros amarillos bordean tus pestañas. No llores. Si yo te amo. Tu pecho no es de albahaca; pero esa flor, caliente. Me ahogo. El mundo se está derrumbando cuesta abajo. Cuando yo me muera.

Crecerán los magnolios. Mujer, tus axilas son frías. Las rosas serán tan grandes que ahogarán todos los ruidos. Bajo los brazos se puede escuchar el latido del corazón de gamuza. ¡Qué beso! Sobre la espalda una catarata de agua helada te recordará tu destino. Hijo mío. —La voz casi muda—. Pero tu voz muy suave, pero la tos muy ronca escupirá las flores oscuras. Las luces se hincarán en tierra, arraigándose a mediodía. Te amo, te amo, no te amo. Tierra y fuego en tus labios saben a muerte perdida. Una lluvia de pétalos me aplasta la columna vertebral. Me arrastraré como una serpiente. Un pozo de lengua seca cavado en el vacío alza su furia y golpea mi frente. Me descrismo y derribo, abro los ojos contra el cielo mojado. El mundo llueve sus cañas huecas. Yo te he amado, yo. ¿Dónde estás, que mi soledad no es morada? Seccióname con perfección y mis mitades vivíparas se arrastrarán por la tierra cárdena.

cap-61

LA MUERTE O ANTESALA DE CONSULTA

Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las avispas los ignoraban. Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de lejanía salvaba todas las cosas. Los dedos de la mano del más viejo tenían tanta tristeza que el pasillo se acercaba lentamente, a la deriva, recargado de historias. Todos pasaban íntegramente a sí mismos y un telón de humo se hacía sangre todo. Sin remediarlo, las camisas temblaban bajo las chaquetas y las marcas de ropa estaban bordadas sobre la carne. «¿Me amas, di?» La más joven sonreía llena de anuncios. Brisas, brisas de abajo resolvían toda la niebla, y ella quedaba desnuda, irisada de acentos, hecha pura prosodia. «Te amo, sí» —y las paredes delicuescentes casi se deshacían en vaho. «Te amo, sí, temblorosa, aunque te deshagas como un helado.» La abrazó como a música. Le silbaban los oídos. Ecos, sueños de melodía se detenían, vacilaban en las gargantas como un agua muy triste. «Tienes los ojos tan claros que se te transparentan los sesos.» Una lágrima. Moscas blancas bordoneaban sin entusiasmo. La luz de percal barato se amontonaba por los rincones. Todos los señores sentados sobre sus inocencias bostezaban sin desconfianza. El amor es una razón de Estado. Nos hacemos cargo de que los besos no son de biscuit glacé. Pero si ahora se abriese esa puerta todos nos besaríamos en la boca. ¡Qué asco que el mundo no gire sobre sus goznes! Voy a dar media vuelta a mis penas para que los canarios flautas puedan amarme. Ellos, los amantes, faltaban a su deber y se fatigaban como los pájaros. Sobre las sillas las formas no son de metal. Te beso, pero tus pestañas… Las agujas del aire estaban sobre las frentes: qué oscura misión la mía de amarte. Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo devolvían herido. Los amantes volaban masticando la luz. Permíteme que te diga. Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus encajes. Las barbas de los demás crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin dolor. Abanicos de tela paraban, acariciaban escrúpulos. Ternura de presentirse horizontal. Fronteras.

La hora grande se acercaba en la bruma. La sala cabeceaba sobre el mar de cáscaras de naranja. Remaríamos sin entrañas si los pulsos no estuvieran en las muñecas. El mar es amargo. Tu beso me ha sentado mal al estómago. Se acerca la hora.

La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo lóbrego lamentándose de su torpeza. Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres. Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete y diez. La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María. Puede pasar el primero.

cap-62

FULGURACIÓN DEL AS

Esta misma canción que vuela, esta que estás tú cantando, hermosísimo as de oros, es el romance antiguo de la legión de condenados que aspiraban el perfume de las espinas dolorosas entre los dedos. Cuando tú eras magnífico, cuando tú tenías los ojos brillantes, dando la luz sin cambio, del todo, albergando bajo los párpados el secreto de todos los triunfos más mezquinos, no era difícil encontrarte en la mano, saludando, besando los dedos con reverencia de paje del quinientos. Servicial como un espejo que conservase en el rostro que se mira las mejillas de nácar. Pero si embriagado alguien del intensísimo vino vibrátil, de la cargazón de braveza y de sueño que despedía el fulgor de la baraja de lunas, se atrevía a levantarse y, mirando a la noche, notaba cómo sus pupilas se iban poniendo moradas y cómo la flor redonda del pecho enseñaba unos dientes de lobo bajo un tímido bisbiseo doliente, entonces estaba perdido. Entonces había caído bajo tu magia cárdena de la segunda hora. Se encerraban las luces del cuarto en negativas furibundas, rojas de la tensión de sus ensueños de brasa, de su desesperado deseo. Uno sentía bullir en los hombros una anticipación de las alas, de la abanicada perseverancia que promete su premio para un mañana de cópula. Pero un pie muy ligero primero, una pluma suave empezaba a pesar precisamente sobre el hombro derecho; una forma que insistía mostrando cuán grave es la realidad que se tiene, cuánto sobre la espalda se sienten los besos que no se han dado. Un pie de yeso o de cera, quizá de carne, rosa, blanco, insistiendo, sonriendo dichosamente sobre la feliz planta viva. Así el camino es breve, así pronto el Occidente será una riqueza de oros que podrá batirse con las manos, que podrá multiplicarse en mil espumas sin labios. Así la preciada amarillez no será la tragedia de perder toda la sangre, sino la riqueza brava, despertada, de sentir en la piel los mil besos de todas las campanas. Moriremos si es preciso. Pero moriremos sabiendo que el latido repercute en la inquietud de las venas como vaticinio indescifrable, como una promesa que no se nombra.

Pero el oro de la baraja, pero todo ese oro clásico que en la mano mira a los ojos sin duda y que se ríe de nuestras chaquetas, sabiendo cuán breve es la resistencia de la sangre, sigue empuñado como un vaso de condenación ciego que no se acaba nunca. Aquí erguido estoy amenazando con mi as, que brilla con un fulgor opalino, enturbiando mis más íntimas sensaciones. Aquí estoy intentando quedarme conmigo mismo, ganarme a la partida ruidosa que se disputan los bosques de fuera, esas largas avenidas de viento que enredan las almas desordenadas bajo la luna. No me entiendo. Juego a ciegas. Llamaría a la luz, aquella plateada y distinta apariencia que puso en mis manos la noche del sueño un agua transparente de sentires, de dulces promesas de niño, de ingenuos caracoles de tierra, de lágrimas de mañana que amanecían con todo silencio, con todo el respeto de las madres dormidas.

Pero no sé si podré. Tú, la que viene arrastrando una cola que da siete vueltas a la tierra; tú, la más clara y justa denominación del amor, que pasas y repasas ya como una cadena articulada de huesos sin límite, como una reanudada noria de mi desdicha, estás ahí, muy atareada. Cazas alondras con la misma frialdad con que se yergue el monte en el fondo del océano. Y yo te miro con la misma yerta esperanza.

Por eso escucho aquí el sombrío rumor de los naipes barajándose, y comprendo que su cabalístico centelleo es el horóscopo que me invento, ese dedo largo que se bifurca y, como unas tenazas, oprime el nervio que da coletazos. Todas las escamas se reparten en la luz, y mis ojos de capas y capas van dejando caer sus hojas, para mostrar la impura desnudez de su pozo, la aguerrida carcajada que ejercita su músculo embarcándose en las aguas del légamo, en el palpitante corazón que no sabe que la pleamar es un sueño horizontal bajo una luna de hierba.

cap-63

SER DE ESPERANZA Y LLUVIA

La primavera insiste en despedidas, arrastrando sus cadenas de cuerdas, su lino sordo, su desnudez de ocaso, el lienzo flameado como una sábana de lluvia. Alentar sobre un seno, alargar la mano a tres mil kilómetros de distancia, hasta tocar la frente de cristal en que están impresos los azules marinos, los peces sorprendidos; sentir en el oído la mirada de las cimas de tierra que llegan en volandas, prescindiendo de sus gimientes roces aterciopelados, no basta para alcanzar el sueño mientras se aspira el aroma de pincho que el tallo de la flor está ocultando en embriaguez. Dejadme entonces soñar con el silencio estéril. Acaso todo un ejército de hormigas, camino de la lengua, no podrá impedir diez mil puntos dorados en las pupilas abiertas. Acaso la sequedad del corazón proviene de ese dulce pozo escondido donde mi mejilla de carne cayó con sus dos alas, en busca de los dos brazos entreabiertos. ¡Qué espejo cóncavo recogió el corazón como dos labios y dejó su sonrisa en la esquina difícil, allí donde la flor dejada anteanoche era del color de la espera, del morado que se oscurecía entre los dientes! Dos rizos de humo caían por la frente sin guirnalda, delicadamente indiferentes al lamentar del pecho descendido. Y una abeja de hielo, parada sobre el seno, no palidecía, por más que la flor pisada hubiese olvidado sus dos formas, su número y su sino, y ese brutal vaivén del viento entre los dedos.

Horizontalmente metido estoy vestido de hojalata para impedir el arroyo clandestino que va a surtir de mi silencio. Para no ver las hojas verdes que flotarán bajo las nubes condensadas, arrastradas por los llamamientos sedientos. Soy un plano perfecto donde las pisadas no se notan, con tal que las pongáis en mis ojos. Con tal que, cuando señaléis al horizonte en redondo, no sintáis el latido de la tierra que os va subiendo a vuestra frente. Quiero dormir cansado. Quiero encontrar aquí, en el hueco apercibido, ese caparazón liso donde cantar apoyando mis dos labios.

Ser de esperanza y lluvia que desciende del fondo del relámpago como un pecho partido. Piedra de cal y sangre que rompe sus vagidos contra la frente loca de luces aspeadas, de cruces fulgurantes hasta el hueso. Muero porque no sé si la forma percibe la claridad del sol, o si el fondo del mar puede encontrarse en un anillo. Porque tengo en la mano un pulmón que respira y una cabeza rota ha dado a luz a dos serpientes vivas.

cap-64

II

cap-65

VÍSPERA DE MÍ

Una dulce pasión de agua de muerte no me engaña. No me jures que el mar está lejos, que todas las «cabrillas» de estaño y los boquetes de tierra que se abren entre los dedos servirán para ocultar tu sonrisa. No puedo admitir el engaño. Ocultándome de las formas y aves, de la blancura de un futuro premioso, puedo extender mi brazo hasta tocar la delicia. Pero si te ríes, si te incautas de la brevedad que no falla, no me sentiré bastante fuerte. Fracasaré como una cintura que se dobla. Mis ojos saben que la insistencia no da luz, pero que puede ser una solución indolora. Despojándome las sienes de unas paredes de nieve, de un reguero de sangre que me hiciera la tarde más caída, lograré explicarte mi inocencia. Si yo quiero la vida no es para repartirla. Ni para malgastarla. Es solo para tener en orden los labios. Para no mirarme las manos de cera, aunque irrumpa su caudal descifrable. Para dormirme a mi hora sobre una conciencia sin funda. Sabré percibir los colores. Y los olores. Y la pura anatomía de los sonidos. Y si me llamas no buscaré un agua muy tibia para enjuagarme los dientes. No, no; afrontaré la limpieza del brillo, el tornasol y la estéril herida de los crepúsculos. No me ahorraré ni una sola palabra. Sabré vestirme rindiendo tributo a la materia fingida. A la carnosa bóveda de la espera. A todo lo que amenace mi libertad sin historia. Desnudo irrumpiré en los azules caídos para parecer de nieve, o de cobre, o de río enturbiado sin lágrimas. Todo menos no nacer. Menos tener que sonreír ocultándome. Menos saber que las cejas existen como ramas de sueño bien alerta.

Por eso estoy aquí ya formándome. Cuento uno a uno los centímetros de mi lucha. Por eso me nace una risa del talón que no es humo. Por ti, que no explicas la geografía más profunda.

Si me vuelvo loco, que no me encierren. Que me permitan soñar con las nubes. Con la firmeza de mi voluntad yo levantaré vagos techos y luego los alzaré como tapas. Mis ojos os traerán los columpios. Os gobernaré con polvillo de santos. Sabréis adorar otros paños, y la elegancia de su caída hará que acerquéis vuestras bocas.

Dejadme que nazca a la pura insumisa creación de mi nombre.

cap-66

EL SILENCIO

Esa luz amarilla que la luna me envía es una historia larga que me acongoja más que un brazo desnudo. ¿Por qué me tocas, si sabes que no puedo responderte? ¿Por qué insistes nuevamente, si sabes que contra tu azul profundo, casi líquido, no puedo más que cerrar los ojos, ignorar las aguas muertas, no oír las músicas sordas de los peces de arriba, olvidar la forma de su cuadrado estanque? ¿Por qué abres tu boca reciente, para que yo sienta sobre mi cabeza que la noche no ama más que mi esperanza, porque espera verla convertida en deseo? ¿Por qué el negror de los brazos quiere tocarme el pecho y me pregunta por la nota de mi bella caja escondida, por esa cristalina palidez que se sucede siempre cuando un piano se ahoga, o cuando se escucha la extinguida nota del beso? Algo que es como un arpa que se hunde.

Pero tú, hermosísima, no quieres conocer este azul frío de que estoy revestido y besas la helada contracción de mi esfuerzo. Estoy quieto como el arco tirante, y todo para ignorarte, oh noche de los espacios cardinales, de los torrentes de silencio y de lava. ¡Si tú vieras qué esfuerzo me cuesta guardar el equilibrio contra la opresión de tu seno, contra ese martillo de hierro que me está golpeando aquí, en el séptimo espacio intercostal, preguntándome por el contacto de dos epidermis! Lo ignoro todo. No quiero saber si el color rojo es antes o es después, si Dios lo sacó de su frente o si nació del pecho del primer hombre herido. No quiero saber si los labios son una larga línea blanca.

De nada me servirá ignorar la hora que es, no tener noción de la lucha cruel, de la aurora que me está naciendo entre mi sangre. Acabaré pronunciando unas palabras relucientes. Acabaré destellando entre los dientes tu muerte prometida, tu marmórea memoria, tu torso derribado, mientras me elevo con mi sueño hasta el amanecer radiante, hasta la certidumbre germinante que me cosquillea en los ojos, entre los párpados, prometiéndoos a todos un mundo iluminado en cuanto yo me despierte.

Te beso, oh, pretérita, mientras miro el río en que te vas copiando, por último, el color azul de mi frente.

cap-67

ROPA Y SERPIENTE

… Ni a mí que me llamo Súbito, Repentino, o acaso Retrasado, o acaso Inexistente. Que me llamo con el más bello nombre que yo encuentro, para responderme: «¿Quéeeeeee?…». Un qué muy largo, que acaba en una punta tan fina que cuando a todos nos está atravesando estamos todos sonriendo. Preguntando si llueve. Preguntando si el rizo rubio es leve, si un tirabuzón basta para que una cabeza femenina se tuerza dulcemente, emergiendo de nieblas indecisas.

Pero no me preguntes más. Una pompa de jabón, dos, tres, diez, veinte, rompen azules, suben, vuelan, qué lentas, qué crecientes. Estallan las preguntas, y bengalas muy frías resbalan sin respuesta. Un caballo, una cebra, una hermosa inutilidad que yo me he sacado de la manga, corre, trota, quiere distraer vuestros ojos, mientras la lágrima más grande, la que no podemos entre todos sostener con nuestros brazos, nos pesa de tal modo que nuestros cuerpos vacilan bajo el mundo tristísimo. ¡Esfera, recientísima esfera que no podemos besar aunque queramos, perla de amor inmensa caída de nosotros, de un astro, del vacío, del diminuto espacio del corazón más niño y escondido; del infinito universal que está en una garganta palpitando! ¡Oh muerte! ¡Oh amor del mal, del bien, del lobo y del cordero; de ti, rojo callado que creces monstruoso hasta venir a un primer plano, darme en la frente, destruirme! Soy largo, largo. Yazgo en la tierra, y sobro. Podría rodearla, atarla, ceñirla, ocultarla. Podría ser yo su superficie. Cubriéndola, ¡qué infame ropa rueda en el espacio! ¡Qué chaqueta callada, qué arrugas entre risas de vacío va girando o mintiendo bajo el yeso polar de la Luna, bajo la máscara más pálida de un payaso agorero que no tiene su gorro de franela! Que está mintiendo todos sus largos muertos ya de tela. Oh amor, ¿por qué no existes más que en forma de trapecio? ¿Por qué toda la vacilación se convierte en dos rodillas columpiadas (de carne, voy a besarlas), mondas, desguarnecidas de calor, calvas para mis dientes que rechinan? ¿Por qué dos huesos largos hacen de cuerdas y sostienen a un ángel niño, redondo, mecido, que espera saltar luego a los brazos o deshacerse en siete mariposas que sean siete miradas en unos grandes ojos femeninos?

Pero no importa, ¡qué importa! Tengo aquí un pájaro en mis manos. Lo aprieto contra mi seno, y sus plumas rebullen, son, están, ¡las tengo! Una a una voy a quitarme todas mis espinas. Una a una, todas las fundas de mi vida caerán. ¡Serpiente larga! Sal. Rodea el mundo. ¡Surte! Pitón horrible, seme, que yo me sea en ti. Que pueda yo, envolviéndome, crujirme, ahogarme, deshacerme. Surtiré de mi cadáver alzando mis anillos, largo como todos los propósitos articulados, deslizándome sobre la historia mía abandonada, y todos los pájaros que salieron de mis deseos, todas las azules, rosas, blancas, tiernas palpitaciones que cantaban en los oídos, volverán a mis fauces y destellarán con líquido fulgor a través de mis miradas verdes. ¡Oh noche única! ¡Oh robusto cuerpo que te levantas como un látigo gigante y con tu agudo diente de perfidia hiendes la carne de la luna temprana!

cap-68

LA FORMA Y NO EL INFINITO

Las rosas blancas, las de metal pasado, las que oscurecen los ojos azules sin las marismas, encantan tardíamente la llegada de la noche. Están entre los labios, pero no se notan. Oscurecen las yemas más remotas, sin que se sospeche. Tienen un perfume de frente, de grato escorzo de memoria, de aquello que pasó, que ya está ido, que era lo mismo exacto pero no se mide.

Cuando está cayendo la tarde no se nota en los ojos la misma rama curva que llega de tan lejos, que esgrime su insistencia como una dolorida sordera, como un gesto de ayer que no se ha retirado en la resaca. Se besarían pálidas fuentes, bordes de piedra sin el agua, para sentir nacer el cristalino fulgor, la paciencia premiada, los bellos ojos del fondo que oscurecen un cielo retrasado. Una juntura de noche resbalada frente a la caída locuacidad sellada, frente a todo lo que dice despedida sin brillo, encaja su serenidad fugitiva. Llego y me estoy marchando. Soy la noche, pero me esperan esos brazos largos, sueño de grama en que germina la aurora: un rumor en sí misma. Soy la quietud sin talón, ese tendón precioso; no me cortéis; soy la forma y no el infinito. Esta limitación de la noche cuando habla, cuando aduce esperanzas o sonrisas de dientes, es una alegría. Acaso una pena. Una cabeza inclinada. Una sospecha de piel interina. Extendiendo nosotros nuestras manos, un dolor sin defensa, una aducida no resistencia a lo otro se encontraría con términos. De aquí a aquí. Más allá, nada. Más allá, sí, esto y aquello. Y, en medio, cerrando los ojos, aovillada, la verdad del instante, la preciosa certeza de la sombra que no tiene labios, de lo que va a decirse resbalando, expirando en espiras, deshaciéndose como un saludo incomprendido.

Besos, labios, cadencias, soledades que aguardan, sienten la última realidad transitoria. Un humo feliz serviría para dormir los recuerdos. No, no. Se sabe que el hielo no es piel, que la frontera de todo no cede ni hiere, que la seguridad es patente. Se sabe que el amor no es posible. Pulidamente se mira, se ve, se presencia. Adiós. La sombra resbala su previa elegancia, sobre su helada cortesía sin pena. Adiós. Adiós. Si existieran corazones, llorarían. Si la sangre tuviera ojos, las pestañas más lentas abanicarían la ida. Adiós. No flojea el horizonte, porque puede quedarse. Alardea la húmeda transición de sus rectas, de su constancia aplomada, de su traslación íntegra. Se besarían imposibles. «¡Conmuévete! Vacila como una columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio.» Pero los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que dimite.

cap-69

LA IRA CUANDO NO EXISTE

No busquéis esa historia que compendia la sinrazón de la Luna, el color de su brillo cuando ha ganado su descanso. La consistencia del espíritu consiste solo en olvidarse de los límites y buscar a destiempo la forma de las núbiles, el nacimiento de la luz cuando anochece. Porque yo me soporto. Habéis oído el cerrar de una puerta, ese latido súbito que ha quedado sobrecogido en vuestros cabellos. No pretendáis verlo convertido en madera, no pretendáis siquiera verlo separado de vuestro cuerpo en forma de mariposa negra; ni aspiréis tan siquiera al relámpago cárdeno que como ensalmo venga a despejar la atmósfera, a poner claros vuestros ojos. Vuestra frente es de nieve. La he paseado muchas veces cuando murmurabais mi nombre, pero siempre a traición, porque nunca he conseguido ver la forma de vuestros labios. Pero en vano me han dicho que pájaros y peces se entrecruzaban en silencio, y que su comprobación era fácil. Una mano de goma, tan ligera que el viento no la sentía entre sus venas, he deslizado cautamente. Pero no lo he conseguido. En vano un poco de yesca hacía presumir, con su brillo de fósforo, un poco de sensibilidad en las uñas. Su redondez nativa, la ceguedad ronquísima, se arrastraba entre lana en busca del frío, o acaso de la pluma, o acaso de esa catarata de estertores que, envueltos en materia, me habían de anegar hasta el codo. No lo he sentido. Mil bocas de heno fresco, mil palabras de mañana he tropezado en mi camino. Mi brazo es una expedición en silencio. Mi brazo es un corazón estirado que arrastra su lamentación como un vicio. Porque no posee el cuchillo, el ala afiladísima que después de partirme la frente se hundió bajo la tierra. Por eso me arrastraré como nardo, como flor que crece en busca de las entrañas del suelo, porque ha olvidado que el día está en lo alto.

No me olvidéis cuando os llamo. Sois vosotros los silencios de humo que se anillan entre los dedos. La difícil quietud en cruz de vientos. Ese equilibrio misterioso que consiste en olvidarse del sueño, mientras los anhelos brillan como gargantas.

cap-70

III

cap-71

SUPERFICIE DEL CANSANCIO

El que un hombre esté triste como yo no es razón para que me eches en cara la forma de mi sombrero. Te lo brindaría al sol, tendido, si te gustase. Pero me gustan tus ojos, me gustas tú y no es porque me engañes sino porque la campiña ha perdido todos sus accesorios. ¡Esencial! Aquí en la capital es donde mejor se adivina. Tú eres hermosa como la hoja del almanaque. Día a día lo vengo comprobando. Y no esperes que yo te mienta, porque me duele la caja del pecho de tanto almacenar ilusiones. Toda mi sangre viene cantando la misma canción acompañada, reíos, reíos, de una pandereta. Tan, tan. Tan, tan, tan, tan. Las rodajas de lata os las serviría yo a todos para que comulgaseis con mis sentimientos. Pero vosotros tenéis el pelo rizado, convulso, y parecéis eléctricos. Me resultáis admirables. Inservibles. Desmontados. Solo tú, la de siempre, sacas la lengua porque has comprendido que le va muy bien al crepúsculo. Con la punta tocas la pura miel que él te sirve y encuentras muy endebles todas mis objeciones. No, si no te discuto. ¿Pero no comprendes que empequeñeces la Naturaleza así, con tu servilleta prendida? Luego pretenderás degustar el café y exigirás en él unos inéditos puntos, luceros, que no interrumpan su silencio. ¡Ah, qué doméstica! No me mientes el común, el resobado, el ya desleído aguardiente y agua. ¡Ah, qué harto estoy de amaneceres! Cada hora un manjar, un espíritu. ¡Materialista! Y todo porque te has comprado un sombrero de paja, pamela italiana, y has sentido crecer todos tus dedos para prolongar la languidez de tus gestos. El aire está poblado de cintas que se enredan cada vez más a cada ondeamiento de tus manos en desmayo. A ver, ¿no hay por ahí un jazz? Por de pronto arráncate ese sombrero. Pero tienes las caderas tan finas que si te estrecho te daré dos vueltas con mi brazo. Me desenredo de tu cintura rápidamente, y qué bonito trompo luminoso, vertical, con música. Te amo, perinola: canta. Todo el paisaje, monocorde, lírico. Tendida, abres los ojos y todos giramos a tu alrededor. Te lo figuras. Hasta la falda de tu vestido conserva no sé qué forma centrífuga, impaciente, y tus muslos parecen de plata. Papirotazo y: ¡clin! Cómo suenas, inhumana. Pero no me beses que tus labios tan rojos me saben a minio. Ese broche —no te enfades— que llevas sobre el pecho me parece una gota de estaño. Sí, sí, tienes razón: es la hora de volver a casa y de colarnos mientras la puerta se desquijara de aburrimiento. Pero si tú pretendes servirme la cena se callarán todos los ruiseñores. Porque su plumaje es de música y se quedarán hechos calderón de silencio. Tú te columpias sobre mis dudas enseñándome bien las piernas. Si te descuidas me serviré un helado con tu tobillo, porque amo sobre todo la redondez en los párrafos. Aunque sean de cera. ¡No! Nauseabunda hay una bujía encendida no sé por dónde. Vámonos al cuarto de baño. Su decoración aséptica me equilibra. Bruñido, matinal, te entrego unos buenos días de níquel y me zambullo en la cama. Porque estoy triste.

Sí, porque estoy triste. Pero no insistas. El día hoy tiene forma de perol. Irresistiblemente abrumador. Me hastío. Y no saldré hasta mañana. Que me llamen a la hora de las espumas. Al filo de ellas. Y entra tú aquí en mi cuarto, frutal y tersa, porque yo amo sobre todo la pulpa y la mañana sin alcohol es una delicia.

cap-72

RECONOCIMIENTO

Cada vez me canso más porque tus mejillas se van poniendo más pálidas. No esperes que yo te ame por el solo valor de tus actos: amor mío, amparo, socorro o piedad. Nombres en do sobreagudo. Con voz de falsete, no puedo. La garganta gargariza gargarizando gárgaramente, y no son clavos. Quisiera yo que tu nombre fuera de pluma pero no me hagas cosquillas. Inútil que nos riamos los dos, porque no conseguiremos que llueva. Lágrimas en los ojos, la luz se irisa pura mentira y me das un beso redondo. Bah, cariño, permíteme que me distraiga con el vuelo de una mosca: tú siempre tienes razón, aunque el aire esté emparedado. Tu pecho sube, tu pecho baja y hay un excedente de ácido carbónico. La pesantez de los cuerpos es tan torpe que cabecean los pensamientos. Si tuvieras un guante de Suecia quedaría todo arreglado con tacto. Pero la boca se te arruga y el poniente es de lija usada. No puedo. Un pincel de miradas, un golpe de pecho; y: permíteme, Dios mío, que eleve yo a ti mis súplicas. Nos ahogamos de redundancias y el cuarto se hunde de popa. El desacuerdo no siempre es intemperancia. Pero yo te amaba. He amado siempre los veladores de mármol frío. Con las manos calientes he estrujado tu corazón. Y palpitaba sin plumas, recién nacido, infuso de ciencia y lastre. Si yo me hubiera comido todo el plomo del ala hubiera sido pura retórica. Me has querido. Y a fuerza de concupiscencia comprendemos que el rezar no es un vicio. Yo amo a Dios sobre todas las cosas. Sobre ti palpitante, también lo amo. Pero en este cuarto tan chico el aire se cansa pronto. Rompe el cristal, que los cuchillos del Occidente se están mellando. Desnuda de medio cuerpo, a la ventana, no le temes a las heridas. Filos te pasan sin agonía, pero te has hecho pura pantalla. A través tuyo alcanzan mi frente e iluminan mi desconfianza. Porque te espero, vuelo de ave, porque eres pura ficción y quisiera esconder mi pensamiento bajo el ala. Dios no me acusa. Truenos, rayos, dominaciones se resuelven en notas largas, en sola nota, y el caudal no se sale de madre. Tu palabra es excelsa, Dios santo, y te lo digo completamente sordo. La tarde, pura gesticulación, me golpea sobre los omoplatos, y en cambio los antípodas van a amanecer: acude. Un amor no me falta. El amor es lento como el abanico de los trópicos y me despeina ordenadamente. Esta brisa calentona es un beso de tu boca redonda que me das en la mejilla. Chocarrera. ¡Qué dirán las palmeras! ¡Qué dirán aquellas paredes blancas que se han desplomado súbitamente para que de su flor abierta surtamos tú y yo dormidos en su corola! ¡Qué dirán los músculos que nos hemos arrancado a manotazos tirándolos sobre las sillas! Ven, Dios mío, y envíanos tu nuevo olvido. Bautizados sobre la frente nos miramos con indulgencia. Prístina mañana. No sabemos si existe el aire. Pero la desnudez de los pechos enseña su gesto incalificable. Presiento, Dios mío, que el fin del mundo no tiene nombre.

cap-73

LINO EN EL SOPLO

Aquí tú y yo sentados, alma, vamos a jugarnos la existencia sin prisa. Tú tienes un pelo muy largo, probablemente ni es tuyo, porque la raíz de la tierra te está contando su secreto. ¡No vale! Tendré que pedirte una mano, besar el ángulo brusco que irrumpe de sombra por las mañanas y reírme mirando la frente más atenta. Tendré que aprender a abrazarte. Una carcajada. Una risa de números, de bestias o de soles lamina la curiosidad que se inicia. No esperemos la aparición de ninguna sorpresa. Contentémonos con saber que la luz no es evidencia de tus labios, ni caricia de tu pecho, ni siquiera llanto caído de otros planetas. Sepamos, duros, fuertes, sabios, seguros, contener nuestro resultado. Aquí en la frente de otra materia, en ese beso largo que tú me estás pidiendo para subir al cielo, no está el secreto de tus sentidos. Ni de los míos. Tú, alma, eres el lino claro, el fervor sin pespunte, la clara alegría de una baranda. Un paisaje de brazos despedidos. En cambio, yo. ¿Qué soy yo? Después de todo, yo no soy más que una evidencia. Pero con un compás muy lento. Con una resonancia que bordea las copas de los árboles con miedo de florecer por la noche. Yo no soy una luz en la cima, ni una senda a deshora, ni siquiera esa sonata que se escucha en las raíces más tiernas. Soy, simplemente, una vacilación en la trama. Un segundo de estupor sin arcilla, sin quebrantamiento del instante, sin dolor de los ojos desnudos. Soy lo que soy: tu nombre extendido. Un perfume de tela no prevista. La triste historia de otra muerte. Un bostezo que aspira a la nariz divina. Una piel inquebrantable. Un acero que urge. Un aviso a la gente: Alta tensión, los voltios no se saben.

¡Qué burla! ¡Qué burla, porque podéis tocar y no moriréis! Podré sacudir los brazos, sacudir la cabeza, atraer la nube con mis ojos cargados, y no pasará nada. Sacudiré eléctricamente mi pie cargado de razón, y un roce opaco, despacioso, rumoreará en mi oído: «El vals embellece los perfiles correctos». Por Oriente asomará una sonrisa tan blanca que sentiré mis dientes de harina. ¡Qué bella sangre, qué enloquecida elocuencia brotaría de mis ojos si todos los nudos de los árboles estuvieran crispados! Pero esta amorfa tranquilidad de todas las laderas, esta derramada conformidad con el presente, esta infame máscara de la electricidad fundida ya no asusta a los niños. A nadie. Ni siquiera a mí mismo. A mí que vengo auscultando mi corazón, esperando su vagido de terror, su emergencia repentina en un suicido a lo alto, en un atrevido vuelo de despedida convulsa. Para entonces sentir la descarga verdadera, total, la instantánea comunicación con el centro, el polo de altiveza concentrando las respuestas ensordecedoras. La muerte por fulminación de Dios entero.

Pero como es inútil. Como sé que no puede ser. Como sé que el acordeón es un instrumento secundario que vierte un agua lechosa y oblicua, golpeándome tercamente las pantorrillas. Como sé que la grandeza es una farsa que acabó anteayer tras de un telón expectorante, por eso no juego. Y juego. Juego a los naipes, a las cartas, a las figuras y a los bastos. A ti, alma, que alzas tus manos cartománticas y con un gesto de baile jondo me enseñas tu triunfo: la sota. La sota jaranera que muestra su copa enturbiada por un crepúsculo de bayeta. A ti, alma, que humeas agonizando los naipes bajo la grasa ciega que envuelve los colores del pecho. A ti que suspiras ladeando tu busto, enarcando tu cintura, mostrando la falsa argolla de tu maniquí de mimbre que vuela luego bajo los cielos con un gesto canalla de reservas calientes.

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IV

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DEL COLOR DE LA NADA

Se han entrado ahora mismo una a una las luces del verano, sin que nadie sospeche el color de sus manos. Cuando las almas quietas olvidaban la música callada, cuando la severidad de las cosas consistía en un frío color de otro día. No se reconocían los ojos equidistantes, ni los pechos se henchían con ansia de saberlo. Todo estaba en el fondo del aire con la misma serenidad con que las muchachas vestidas andan tendidas por el suelo imitando graciosamente al arroyo. Pero nadie moja su piel, porque todos saben que el sol da notas altas, tan altas que los corazones se hacen cárdenos y los labios de oro, y los bordes de los vestidos florecen todos de florecillas moradas. En las coyunturas de los brazos duelen unos niños pequeños como yemas. Y hay quien llora lágrimas del color de la ira. Pero solo por equivocación, porque lo que hay que llorar son todas esas soñolientas caricias que al borde de los lagrimales esperan solo que la tarde caiga para rodar al estanque, al cielo de otro plomo que no nota las puntas de las manos por fina que la piel se haga al tacto, al amor que está invadiendo con la noche.

Pero todos callaban. Sentados como siempre en el límite de las sillas, húmedas las paredes y prontas a secarse tan pronto como sonase la voz del zapato más antiguo, las cabezas todas vacilaban entre las ondas de azúca

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