Las flores del mal | El Spleen de París | Los paraísos artificiales

Charles Baudelaire

Fragmento

cap-1

Introducción

Hay pocos poetas cuya lectura esté tan determinada por su influencia como Baudelaire, que ha encarnado, a lo largo del último siglo, una idea de la modernidad tan reiterada y socorrida que ha terminado por vaciarse y afectar a la posteridad de su obra. Para decirlo con la metáfora de Jean Cocteau que tanta gracia le hacía a Jaime Gil de Biedma, el Génesis según Francia tendría a Baudelaire como Dios padre, a Mallarmé y Rimbaud de Adán y Eva y a Cézanne como manzana. Se trata de un tópico que hizo fortuna muy rápidamente, sobre todo en España, donde fue adoptado sin discusión por casi todos los escritores de la primera mitad del siglo XX. Y no hay duda de que la radicalidad de Baudelaire, a la hora de registrar las transformaciones provocadas por la vida urbana, apuntala, hasta cierto punto, ese lugar común, aunque para hacerse una idea de su verdadero alcance —de la originalidad y el giro que supone su poesía—, haya que mirar un poco más allá.

Hoy en día, por otra parte, la lectura de Baudelaire está más que nunca distorsionada por sus influencias, tan extendidas y generalizadas que a veces cuesta incluso detectarlas. Su influjo no es sólo evidente en el simbolismo, sino que se percibe en toda la literatura francesa posterior. En Proust, por ejemplo, cuya descripción de la ciudad —o mejor dicho de la nueva forma de habitar el mundo que supone vivir en una ciudad— fue posible sólo gracias al camino abierto por Baudelaire, lo mismo que la expresión de ciertos matices de la degradación amorosa. Se aprecia también en Céline, por mucho que él dijera. Y en Michel Houellebecq, que lo ha reivindicado como uno de sus referentes, algo por otra parte sospechosamente obvio. En Inglaterra, la influencia fue inmediata aunque un tanto distorsionada, debido a la temprana apropiación de Swinburne. Fue T. S. Eliot quien mejor supo metabolizar los aspectos fundamentales de Baudelaire y del simbolismo, infectando con ello a buena parte de la poesía anglosajona del siglo XX. A través de Eliot —a través, sobre todo, de Prufrock y otras observaciones (1917) y de La tierra baldía (1922)—, Baudelaire se oye en inglés desde W. H. Auden y Christopher Isherwood hasta Philip Larkin, John Ashbery o A. R. Ammons. Ya muy al final de su vida, Eliot resumió así su deuda con él:

Creo que en Baudelaire, antes que en ningún otro, encontré el precedente de ciertas posibilidades poéticas nunca antes desarrolladas por alguien que escribiera en mi propio idioma: las posibilidades de los aspectos más sórdidos de las metrópolis modernas, la posibilidad de una fusión entre lo sórdidamente realista y fantasmagórico, la posibilidad de yuxtaponer lo real y lo fantástico. De él, lo mismo que de Laforgue, aprendí que la clase de material que yo mismo poseía, la clase de experiencia que un adolescente podía haber tenido en una ciudad industrial de Estados Unidos, estaba en condiciones de convertirse en material poético y que la fuente de una poesía nueva podía encontrarse en lo que hasta ese momento se había entendido como lo imposible, lo estéril, lo prácticamente inabordable. Que, de hecho, la tarea del poeta era hacer poesía con los inexplorados recursos de lo no poético; que la profesión del poeta, de hecho, lo comprometía a convertir en poesía lo no poético. Todo aquello que un gran poeta puede ofrecer a un poeta más joven puede transmitirse en unos cuantos versos. Es probable que mi deuda con Baudelaire se deba fundamentalmente a media docena de versos de Las flores del mal y que lo que Baudelaire significa para mí se resuma en estos versos: «fourmillante cité, cité pleine de rêves— / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant...».[1]

Toda poesía urbana ha sido por tanto inevitablemente baudeleriana. En España y en América latina, la influencia de Baudelaire, a través de Rubén Darío y el modernismo, fue muy poderosa pero algo superficial, quedándose en una mera imitación de tonos e imágenes a la francesa, como se observa en la obra temprana de Juan Ramón Jiménez o en la generación del 27, cuya experiencia urbana era todavía muy pobre. Los postulados, formas y maneras que todos esos poetas asumieron, más que de Baudelaire, son en realidad de sus epígonos —fundamentalmente de Rimbaud, Verlaine y Mallarmé e incluso de Paul Valéry en el caso de Jorge Guillén y Pedro Salinas. La estupefacción de Lorca en Poeta en Nueva York (1940) es la experiencia de alguien que nunca ha visto una gran ciudad y que por tanto difícilmente podría haber entendido a Baudelaire. Ni siquiera Luis Cernuda, el más inteligente de ese grupo, pudo de verdad aprovechar los matices de experiencia de Las flores del mal, escindida su obra entre esa endeble versión de la vanguardia —una especie de vago surrealismo— que hizo fortuna en el 27 —y de qué manera en Aleixandre o Emilio Prados— y la emancipación, ya en su poesía madura, de los presupuestos estéticos de su generación gracias a la lectura seria del romanticismo europeo. En la primera mitad del siglo XX quizá la única gran excepción sea, en lengua española, la de César Vallejo, cuyo milagroso vuelo lírico se alza precisamente cuando logra desprenderse de los vicios del modernismo para alumbrar una voz genuina e irreductible en la que las influencias suenan verdaderas. Por lo demás, en la poesía española tuvimos que esperar a algunos de los poetas de la generación del 50, como José Ángel Valente, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater, para tener una lectura honda y seria de Baudelaire. Y eso fue posible porque todos esos poetas, cuando escribieron su obra madura, habían superado las limitaciones de sus mayores —el Génesis según Francia— y habían acudido al romanticismo como verdadera fuente de la modernidad.

Baudelaire no es el primer poeta moderno, sino el primer poeta que se atrevió a invertir la subjetividad romántica en esa nueva naturaleza que es la metrópolis. Aunque es un movimiento muy complejo y difícil de sintetizar, el romanticismo literario se caracteriza por el extrañamiento del hombre frente a la naturaleza —la divinidad, para entendernos—, de tal manera que la experiencia del mundo ya no es universal y teocéntrica sino individual, antropocéntrica y problemática. En literatura eso quiere decir que un poema deja de ser la expresión privilegiada de una idea común —el amor, Dios, la guerra o la muerte— para convertirse en una exploración imaginada de unos hechos —un paseo por el campo, un enamoramiento, una pérdida— de los que se derivan interpretaciones secundarias e imprevistas. Los románticos ingleses, por ejemplo —sobre todo Wordsworth y Coleridge y sus homólogos en pintura, que son Turner y Constable—, se obsesionan con la naturaleza porque están a punto de perderla y la contemplan con el mismo fervor y el mismo dolor que Swann —por poner una metáfora tomada de En busca del tiempo perdido— cuando va a besar a Odette por primera vez y se dice que ya nunca más la podrá ver del mismo modo, intocada e inalcanzable. Hölderlin, a caballo entre el clasicismo y el romanticismo, ve la naturaleza como un espacio donde los dioses han desaparecido y el hombre debe acostumbrarse al abandono, rastreando las huellas de lo sagrado. Para Leopardi, en cambio, la naturaleza es una madrastra que desprecia el dolor de sus hijos. Baudelaire tuvo la suerte, por decirlo de alguna manera, de que los románticos franceses —Lamartine, Alfred de Vigny o Alfred de Musset— trataron la naturaleza de un modo tan pesado y monótono que no le costó nada aborrecerla y desprenderse de ella. Sólo el genio oscuro de Gérard de Nerval, la pericia técnica de Victor Hugo y el magisterio de Théophile Gautier, el miglior fabbro de aquella generación, constituyeron un precedente respetable para Baudelaire, que heredó un instrumento muy afinado —el verso clásico francés, forjado en la gran literatura del XVI, el XVII y el XVIII— pero que apenas había captado los cambios que se habían producido en el mundo a partir de 1789. Para Baudelaire, la naturaleza ya no es más que «un conjunto de hortalizas sacralizadas», como sentenció en una célebre carta a un tal Desnoyers que le pedía que participara en una obra colectiva sobre el bosque de Fontainebleau:

Querido Desnoyers, me pides unos versos sobre la Naturaleza, ¿verdad? Bosques, castaños gigantescos, prados, insectos, incluso el sol, ¿no? Lo siento, pero ya sabes que soy incapaz de enternecerme ante los vegetales y mi alma se rebela ante esa nueva religión que siempre tendrá algo de shocking para alguien realmente espiritual, me temo. Nunca creeré que el alma de los Dioses habite en las plantas y, aunque allí habitara, me importaría más bien poco, pasando a considerar la mía mucho más preciosa que la de esas hortalizas sacralizadas.[2]

El desahucio de los románticos lo va a experimentar Baudelaire en la gran ciudad, una nueva naturaleza para una nueva forma de ser humano.

Muchos de los poemas de Baudelaire nos suenan hoy en día a imitaciones de sí mismo, en virtud de ese fenómeno, tantas veces comentado por Borges, según el cual la posteridad fértil de un autor termina por oscurecer y aun invertir su originalidad. Los aspectos más aparentes y escandalosos de su obra —su pasión por lo sórdido, las putas, las drogas, las lesbianas y las viejas, su satánico malditismo, en fin— se ven hoy como un maquillaje inofensivo, a ratos incluso cómico, de tan imitado. Su lenguaje —esa mezcla de estilo noble y periodismo de arrabal— ya no sorprende por su valentía y su descaro, puesto que nuestro oído está desde hace mucho tiempo acostumbrado a la literatura mestiza y corrupta, aunque hay que recordar que fue él quien primero se atrevió a incluir en poesía palabras de la experiencia más común y ordinaria, violando, de algún modo, la sagrada sonoridad del alejandrino francés. Además de la enorme influencia que ha ejercido y que ya hemos comentado, su obra viene precedida por una inabarcable literatura interpretativa, en la que destacan los ensayos de Walter Benjamin, el crítico que en las primeras décadas del siglo XX sacó al poeta del mausoleo de los clásicos y lo puso a trabajar para ofrecer las claves de la vanguardia y de la vida en el mundo moderno. Parece imposible, por tanto, que seamos capaces de disfrutar de su obra con cierta libertad, restaurando hasta cierto punto el impacto previo a su influjo, pero lo cierto es que una lectura atenta de su obra —sobre todo de Las flores del mal, El spleen de París y Los paraísos artificiales— nos descubre que todavía tiene mucho que decir, que aún nos queda, precisamente ahora, mucho por averiguar.

Como todos los escritores franceses hasta Proust, Baudelaire tuvo una educación muy ceñida a los clásicos latinos —sobre todo a Ovidio y Virgilio— y al gran patrimonio literario francés. En el bachillerato obtuvo un premio en versificación latina y, antes de ponerse a escribir, ya había leído a todos los grandes poetas benditos de su lengua, desde Ronsard y du Bellay hasta Racine, Corneille o los románticos. A ese acervo hay que añadirle en su caso una especie de incomodidad con su lengua que terminaría por ser uno de sus rasgos distintivos y que se encendió cuando descubrió, a los veinticinco años, a Edgar Allan Poe, cuyos cuentos y ensayos leyó y tradujo obsesivamente. Con Poe, Baudelaire sufrió lo que los ingleses llaman the shock of recognition, un golpe de reconocimiento hacia una forma de abordar un asunto —la experiencia de la gran ciudad— que ya le interesaba mucho pero que no sabía que podía formularse de ese modo. A través de sus traducciones, Baudelaire transformó a Poe en un escritor francés, mejorando su prosa y dotándole de un prestigio y una calidad que nunca ha tenido en la tradición anglosajona, donde siempre ha sido considerado un poeta mediocre y un narrador a lo sumo ingenioso. En este sentido, cuando Eliot descubrió en Baudelaire la capacidad de poetizar una experiencia que en principio no era poética —la alienación urbana— estaba en realidad recibiendo un influjo de Poe que en su propia lengua nunca hubiera reconocido. Pero más allá de Poe —de la invención de la figura del detective como nuevo explorador de la jungla metropolitana y del tratamiento de la multitud—, la intimidad con el inglés, que llegó a conocer de un modo muy particularizado, le sirvió a Baudelaire para limpiar su lengua y prepararla para una mayor concreción, para el cultivo de una poesía más prosaica.

Además de poeta, Baudelaire fue desde el principio un aplicado prosista, habitual colaborador de revistas y periódicos. En 1847 publicó La Fanfarlo, una nouvelle balzaquiana. Y desde 1845 ejercía la crítica de estética en sus Salons, las crónicas en las que pasaba revista a la pintura del momento, enfrentándose al gusto burgués de la época y ensayando muchas de las ideas que terminarían por conformar el credo de la modernidad. A partir del «Salon de 1846», Baudelaire reconoció a Delacroix como a uno de los suyos —tal y como había hecho con Poe y como también haría con Wagner—, oponiéndolo al sentimentalismo burgués, comparándolo con Victor Hugo y concluyendo que era un verdadero «poète en peinture», un poeta en pintura. Sin ser del todo consciente de ello, Baudelaire estaba describiendo la transformación de la obra de arte en algo que exteriorizaba la interioridad, en la exposición del sujeto. Félix de Azúa lo ha explicado mejor que nadie:

Delacroix-Baudelaire exponen al exterior su interioridad; manipulan como objeto la subjetividad. El alma del artista (alma también se utiliza durante esos años por primera vez en un sentido pagano que corresponde, más o menos, a lo que nosotros llamamos psique) agota el contenido de la obra y se confunde con ella. Los románticos habían mostrado su subjetividad (ellos la llamaban sus sentimientos) como un objeto entre otros y contrastado con el mundo; pero ahora no hay nada en la obra de arte que escape a la subjetividad del intérprete. [...] El mundo creado por el artista es su propia alma.[3]

En «El pintor de la vida moderna», seguramente su ensayo estético más importante, Baudelaire ensalzó en cambio a Constantin Guys, un pintor y dibujante menor, del que se sirvió para ensayar sus ideas sobre la vanguardia, que en realidad estaban siendo puestas en práctica por Manet, en cuya obra se adivina la destrucción de una tradición pictórica que Cézanne reinventaría ya con otro lenguaje. Esa extraña, equivocada y tan discutida fijación por Guys ha sido explicada así por Roberto Calasso:

A través de Guys, Baudelaire evocaba el cine, con poderoso sortilegio. Guys es un producto de Max Ophüls, más que de Manet. El sabor sutil del presente —su «cualidad esencial de presente»— comenzaba a exigir una superficie fantasmagórica, opalescente, atravesada por figuras en movimiento. Incluso antes de ser inventada, la cámara de cine era el rôdeur que batía las calles de París.[4]

Baudelaire vio en Guys el intento de captar el nuevo movimiento de la ciudad, la expresión de lo fugitivo y efímero, una nueva experiencia del tiempo que él también trataba de reflejar en sus poemas, unos artefactos construidos con la mecánica frialdad prescita por Poe en The Philosophy of Composition —que Baudelaire tradujo— y tensados por la inteligencia crítica que había desplegado en sus ensayos.

Baudelaire fue el primer poeta que despertó del sueño romántico y abrió los ojos a la metamorfosis que el mundo venía sufriendo desde la Revolución francesa, cuando se liquidó el orden aristocrático, se acabó con el poder de la Iglesia, se destruyó para siempre una idea de la autoridad y se crearon los nuevos mitos de la democracia, el progreso y la igualdad, inaugurando la era secular en la que todavía vivimos. Se trata de la misma transición brutal que vemos en Goya —cuyos grabados y litografías comentó Baudelaire en un ensayo muy lúcido—, el primer pintor que se atrevió a utilizar las formas clásicas para representar cadáveres mutilados, fusilamientos, la máquina de la guerra y, en definitiva, el horror de un mundo nuevo.[5] Baudelaire se mezcló con algo que también pintó Goya y que describió Poe: la multitud, la primera aparición de lo que acabarían siendo las masas del siglo XX y de nuestros días. La vida en la gran ciudad —Londres y París fueron las dos primeras capitales en las que se pudo experimentar— suponía una nueva forma de relación humana, caracterizada por el anonimato, el desarraigo, la sordidez y la insolidaridad. La vida en el campo se basaba en el trato continuo y en el reconocimiento mutuo. Incluso el odio tenía rostro. Lo religioso pertenecía al reino de lo acústico, que era un ámbito compartido. Ahora, los ciudadanos se acostumbraban a caminar sobre basura pétrea, sobre un pavimento estéril, mirándose por primera vez en silencio, condenados a no oír nada más que ruidos. Benjamin recuerda una cita de Georg Simmel al respecto:

El que ve sin oír está sin duda mucho más inquieto que quien oye sin ver. He aquí algo que es característico de la sociología de las grandes ciudades. Las relaciones entre las personas se distinguen de ellas por la patente y cabal preponderancia de la actividad del ojo sobre la del oído. Y las principales causas de ello son los medios de transporte públicos. Antes del desarrollo de los ómnibus y los ferrocarriles y los tranvías a lo largo del siglo XIX, la gente no se había visto en la situación de tener que mirarse mutuamente durante largos minutos, y hasta horas, pero sin dirigirse la palabra.[6]

Parte de la discordancia que se oye en Las flores del mal, una obra dominada por la tiranía de la métrica francesa pero sacudida por la urgencia de lo que el poeta ve, se debe a que Baudelaire trasplanta un arte —la poesía— que había nacido en el reino del oído a un nuevo ecosistema donde ya no se oye nada y en el que todo son imágenes disgregadas. Como él mismo dice en una estrofa de «Sueño parisiense», poema dedicado precisamente a Constantin Guys:

Y sobre tantas maravillas

se cernía (¡atroz novedad;

nada a los oídos, todo para la vista!)

un silencio de eternidad.

Baudelaire fue testigo además de la transformación de París durante el Segundo Imperio, llevada a cabo por Napoleón III y el baron Haussmann, que derribó buena parte del entramado medieval para levantar la ciudad de amplias avenidas y bulevares que conocemos hoy en día. Es el París de los pasajes cubiertos —precedentes de los grandes almacenes—, lleno de luces y mercancías, el paisaje que descubre el flâneur, esa figura tan estudiada por Benjamin, el paseante, que Baudelaire describe en «El pintor de la vida moderna»:

La multitud es su dominio, como lo es el aire para el pájaro o el agua para el pez. Su pasión y su profesión es la de casarse con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es un inmenso placer establecer su domicilio entre muchos, en lo tumultuoso, en el movimiento, en lo fugitivo e infinito. Estar lejos de su casa y sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, estar en el centro del mundo y pasar desapercibido al mundo, tales son los pequeños placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua no puede sino definir con torpeza. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su anonimato. El amante del mundo hace de su mundo su familia, del mismo modo que el amante del bello sexo forma su familia con todas las bellezas que se encuentra, alcanzables e inalcanzables y de la misma manera que el amante de pinturas vive en una sociedad encantada por sueños pintados sobre tela. Así, el amante de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad. También se le podría comparar a un espejo tan grande como la multitud, a un caleidoscopio dotado de conciencia que, con cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple y la gracia cambiante de todos los elementos de la vida. Es un yo sediento de no-yo que, a cada instante, se expone y se expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre volátil y fugitivo.[7]

París se constituyó así en una especie de embrión de lo que acabaría siendo la inmensa metrópolis que es hoy el planeta entero. Frente a ese espectáculo, la sensación de inutilidad que le embarga al poeta es cada vez más creciente y corre pareja a la profesionalización del artista, siervo al final del mercado, de lo útil. Es entonces cuando Baudelaire adopta la figura del dandy —vistiéndose estrafalariamente, rodeándose de objetos lujosos en medio de la miseria, maquillándose— como manera de convertir al artista en una mercancía más, distinguido y a la vez completamente insustancial. El dandy es un flâneur disfrazado que se expone a sí mismo en el escaparate, como huida y como forma de matar el tiempo y disimular el aburrimiento, un sentimiento nuevo y dominante en la sociedad urbana, contrapunto de la estupidez, la nueva bestia negra del escritor que se aparta de la convicción común, como Flaubert, que terminará dedicando los últimos años de su vida a intentar catalogar la imbecilidad universal. El aburrimiento es el célebre «spleen», que puede traducirse por tedio, asco, angustia, náusea o vacío, la sensación que deja comprobar que ya no se puede ir a ningún sitio —mucho menos al campo o a países exóticos— sin encontrarse a uno mismo, sin dejar de ver que nada cambia y todo es idéntico a sí mismo. Baudelaire es el primero que se da cuenta de la inutilidad de todo viaje —el castigo que le impuso su padrastro, el general Aupick, para intentar corregir sus primeras extravagancias, embarcándole rumbo a Calculta, terminó en fracaso y ya prácticamente no volvió a salir nunca de París—, así como de toda revolución o intento de cambio. Es verdad que vivió con cierta exaltación la revolución de 1848, participando en las barricadas, pero su concepto de la acción quedó resumido en un apunte de su diario: «En todo cambio hay algo infame y agradable a la vez, algo que participa de la infidelidad y de la mudanza. Esto basta para explicar la Revolución francesa.» Y en uno de sus poemas en prosa, se refiere así a los nuevos mitos surgidos en su época:

Un hombre espantoso entra y se mira en el espejo.

«¿Por qué se contempla usted en el espejo si sólo puede verse en él con desagrado?»

El hombre espantoso me responde: «Señor, según los principios inmortales del 89, todos los hombres son iguales en derechos; así pues, tengo el derecho de mirarme con agrado o con desagrado, eso no le importa a nadie más que a mi conciencia».

En nombre del buen sentido, yo tenía razón sin ninguna duda; pero desde el punto de vista de la ley, él estaba en lo cierto.

Ese divorcio entre ley y buen sentido es el ámbito en el que se ha dirimido toda expresión de la diferencia en el mundo moderno, hasta llegar a la actual tiranía de lo políticamente correcto. Baudelaire se da cuenta de que ha nacido un monstruo incontenible y que de pronto todo el mundo es un exilio en el que ya no hay refugio posible ni hogar sagrado:

Y el tiempo me devora, poco a poco, la vida,

como la nieve inmensa a un cuerpo entumecido;

desde lo alto contemplo todo el mundo extendido,

sin poder encontrar para mí una guarida.

El desahucio que los románticos expresaban con lamentos y nostalgias es ahora una nueva forma de habitar el mundo que se acepta sin esperar vanamente el retorno de los dioses o desplazando la idea de salvación ultraterrena a la construcción de la propia subjetividad. Baudelaire liquida la idea de autor tal y como se había entendido a partir sobre todo del siglo XVIII. Recordemos su definición del flâneur como un «yo sediento de no-yo». La suya ya no es una experiencia excepcional, como la de Goethe o la de lord Byron, sino que es común y vulgar, salvada sólo por la imaginación y sus correspondencias. La poesía ya no se dirige a unos cuantos privilegiados, a los mecenas y a Dios, sino a un nuevo lector anónimo y masivo, el lector de periódicos, anuncios y folletines al que Baudelaire, en un primer momento de ingenuidad, estuvo convencido de que podía seducir:

La estulticia, el error, la codicia, el pecado,

moran en el alma y nos roen el cuerpo,

y nutrimos los remordimientos amables

como alimentan los mendigos los piojos.

Nuestras culpas son tercas, la contrición cobarde;

nos hacemos pagar cuanto hemos confesado,

y volvemos alegres al camino fangoso,

creyendo que con lágrimas lavamos los pecados.

En la almohada del mal es Satán Trimegisto

quien hace adormecer nuestro encantado espíritu,

y ese metal precioso de nuestra voluntad

él lo hace evaporar con astucia de químico.

¡El Diablo es quien maneja los hilos que nos mueven!

Encanto hallamos en lo más repugnante;

cada día avanzamos un paso hacia el infierno,

sin horror, a través de tinieblas pestilentes.

Y como el pobre degenerado que besa y muerde

el pecho lacerado de una vieja ramera,

robamos, al pasar, un placer clandestino

que exprimimos con furia como naranja seca.

Denso y hormigueante, como un millón de helmintos,

salta en nuestro cerebro un pueblo de demonios,

y, cuando respiramos, la Muerte a los pulmones

desciende, como un río de quejas y sollozos.

Si el estupro, el veneno, el incendio, el puñal,

no han bordado hasta ahora sus dibujos siniestros

en este cañamazo que llamamos destino,

es porque, ¡ay! nuestras almas a ello no se atrevieron.

Mas entre los chacales, las panteras, los linces,

los monos y escorpiones, los buitres y serpientes,

los monstruos que aúllan y gruñen rampantes,

de esa fauna de vicio, uno solo aparece,

todavía más feo, más malo, ¡más inmundo!

Sin gesticulaciones ni desgarrados gritos

va haciendo de la tierra un inmenso despojo

y se traga el mundo de un bostezo infinito.

¡Es el Tedio! —Es el ojo que, involuntario, llora

mientras fuma su pipa, soñando en el cadalso.

¡Tú conoces, lector, ese terrible monstruo,

—hipócrita lector— tú que eres mi hermano!

Al hermanarse con el lector, en este poema inaugural de Las flores del mal, Baudelaire anula cualquier posibilidad de juicio superior, fiando el veredicto de la obra a sus colegas —los poetas modernos— y al público, cuyo único elemento de unión es el lenguaje, que es el ámbito al que se repliega la poesía, de la misma manera que el arte pictórico se replegará en la pintura. Como dice, otra vez, Félix de Azúa:

El juez del poema es el Lenguaje o, en terminología de Baudelaire, «la poesía no tiene más finalidad que ella misma», ya que el Alma que habitará el nuevo mundo poético sólo tiene como característica la de ser una voz común. Y lo que esa voz común diga, si es realmente nueva, no tendrá otra ley que la inventada para poder hablar como lo hace.[8]

El resultado de ese experimento se encuentra en dos libros que son en realidad indisociables. Las flores del mal y El spleen de París funcionan cada uno como pendant del otro y en ambos ensayó Baudelaire todas las posibilidades expresivas del género, tanto en verso como en prosa.

Las flores del mal se compuso entre 1845 y 1857, con todas las dificultades familiares, económicas, sentimentales y políticas que conocemos en la biografía del poeta. La primera edición de 1857 fue secuestrada por las autoridades y expurgada de seis poemas por un delito de ofensa a la moral y las buenas costumbres. Y en 1861 se publicó la segunda edición, sin los seis poemas censurados, con treinta y cinco poemas añadidos y un nuevo índice. Baudelaire sostuvo siempre que Las flores del mal tenía una coherencia interna y que debía leerse como una unidad que seguía un relato, inaugurando la aspiración que Mallarmé consagraría en su proyecto de concebir Le Livre, la obra única y total, pero lo cierto es que sólo con mucha fe puede uno reconstruir el hilo, más allá de la independencia de los poemas.

Según el plan convencional, tras la invocación al lector, el primer apartado, «Spleen e ideal», ensayaría un intento de salvación a través del arte y el amor para acabar derrotado por el spleen. Vendría luego, en los «Cuadros parisienses», la inmersión alienante en la multitud urbana. En «El vino» se empezaría a experimentar con los paraísos artificiales, otra de las formas recurrentes que Baudelaire tuvo de escapar al tedio. Los poemas de «Las flores del mal» buscarían una redención invertida a través del mal y la perversión, cuyo fracaso abocaría, en «Rebelión», a abrazar la caída y la desobediencia para terminar descubriendo una nueva forma de muerte en la última sección.

Más allá de las intenciones de Baudelaire, la verdad es que no hace ninguna falta tener presente esa guía para disfrutar de los poemas de Las flores del mal. Lo primero que llama la atención es que el poeta se propone subvertir todos los grandes asuntos que tradicionalmente había abordado la poesía: Dios, la belleza, el arte, el amor, el pecado y la muerte. En este sentido, Baudelaire es un poeta romántico, pues asume hasta las últimas consecuencias la destrucción de cualquier idea universal. No hay, para empezar, posibilidad de elevación satisfactoria, más allá de la imaginación, una impotencia concretada en la célebre metáfora del poeta moderno como un albatros cazado y escarnecido en la cubierta de un barco, incapaz ya de alcanzar las alturas, una de las pocas imágenes, por cierto, que Baudelaire pudo aprovechar de su fracasado viaje a Calcuta:

El Poeta es igual a este rey de las nubes

que se ríe de las flechas y vence el temporal;

desterrado en la tierra y en medio de las gentes,

sus alas de gigante le impiden caminar.

En «Himno a la Belleza» es donde Baudelaire acierta a definir, conceptualmente, la aniquilación de lo que desde Grecia había sido uno de los pilares estéticos de Occidente, el amor a lo bello, que ahora, en el mundo surgido tras la Revolución francesa, muestra otra cara que será, a partir de entonces, nuestra belleza:

Marchas sobre los muertos y de ellos te burlas;

el Horror, de tus joyas es la más atrayente,

y el Crimen, cual si fuera tu mejor amuleto,

sobre tu vientre altivo danza amorosamente.

La efímera candela hacia ti va atraída,

crepita, arde y dice: «Bendigamos la antorcha».

El amante, jadeando, sobre su bella amada

es como un moribundo que acaricia su fosa.

¿Qué importa que del cielo o del infierno vengas,

Belleza? Monstruo enorme, ingenuo y atrevido,

si tu mirar, tu cuerpo y el pie que te soporta

son lo infinito que amo y nunca he conocido.

Satánica o divina, da igual. Sirena o Ángel,

¿qué importa, si me dan tus ojos cambiantes,

ritmo, perfume y luz, oh, mi única reina,

menos horrible el mundo, más leves los instantes?

La imagen del amante jadeando sobre su bella amada como un moribundo en una fosa inaugura otra manera de abordar la idea del amor y la figura de la mujer. En «Una carroña», por ejemplo, Baudelaire liquida el culto virginal a la donna angelicata que se venía practicando desde el Renacimiento y sustituye la sublimación sin cuerpo propia de esa tradición por la comparación de la amada con el cadáver pútrido de un animal:

—¡Y pensar que tú eres igual que esa carroña,

      que esa horrible infección

estrella de mis ojos, sol de mi noche oscura,

      tú, mi ángel, mi pasión!

Sí, tal habrás de ser, ¡oh reina de mis gracias!

      tras mis últimos besos,

cuando bajo la hierba florida y lujuriante

      se deshagan tus huesos.

¡Entonces, oh mi hermosa, diles a los gusanos

      que devoran tus restos,

que yo guardé la forma y la esencia divina

      de mis amores descompuestos!

Y en la serie de poemas eróticos dedicados a Jeanne Duval —su amante mulata, con quien mantuvo una relación tempestuosa y sórdida—, Baudelaire acierta a formular una nueva expresión del deseo que ya no tiene que ver con la adoración casta y extasiada sino con el complicado juego de egoísmo, lujuria, atracción, repulsión y odio que puede despertar una intensa relación amorosa. En poesía, probablemente sólo Shakespeare se le había adelantado, en la serie de sonetos dedicados a la «dama oscura», otra célebre amante morena, en este caso anónima. En Baudelaire, el deseo es una forma de entrar en comunicación con uno mismo, descubriendo en la amada un reflejo de la propia ruindad:

Te adoro como adoro la bóveda nocturna,

¡oh vaso de tristeza, oh mi gran taciturna!

y te amo tanto más porque me huyes, mi bella,

y así tú me pareces de mi noche la estrella;

cuando irónicamente agrandas la distancia

que separa mi abrazo de la azul inmensidad.

Y renuevo el ataque, en mis asaltos vanos

como contra un cadáver un coro de gusanos,

y así te adoro ¡oh bestia implacable y odiosa

en esa crueldad que te hace más hermosa!

La mujer es para Baudelarie «natural, es decir, abominable». Su animalidad se manifiesta en sus poemas como algo irresistible y a la vez imposible de poseer y de entender. «¿Qué es el amor? —se pregunta en Mi corazón al desnudo— la necesidad de salir de sí mismo. El hombre es un animal adorador. Adorar es sacrificarse y prostituirse. Todo amor es también prostitución.» En el nuevo ecosistema de la gran ciudad, las mujeres pasan a ser una mercancía más gracias a los burdeles, los templos del sexo estéril, de la infecundidad, lejos del agua. Los ojos de la amada se comparan con los reflejos luminosos de los escaparates. La mujer es otra vía de descenso y humillación, de imposibilidad de comunión y ascenso. En la tradición occidental, desde el Cantar de los cantares, el amor entre hombre y mujer se había utilizado como metáfora de comunicación con lo divino —pensemos en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz— y, a partir de los trovadores, un culto privado de gestos, tonos y actitudes se fue convirtiendo en una experiencia social generalizada. Baudelaire invierte esa secuencia y es el primero que se atreve a hablar incluso de homosexualidad femenina, algo que le obsesionó hasta el punto de querer titular su libro Las lesbianas. El amor, para él, es la forma más rápida de conocer el mal:

Una vez preguntaron delante de mí en qué consistía el placer más grande del amor. Alguien respondió naturalmente: en recibir; y otro, en darse. Aquel dijo: placer de orgullo; y este: voluptuosidad de humillación. Todos estos indecentes hablaban como la Imitación de Cristo. Al fin se encontró un impúdico utopista que afirmó que el placer más grande del amor era el de formar ciudadanos para la patria. Pero yo digo: la voluptuosidad única y suprema del amor estriba en la certidumbre de hacer el mal. El hombre y la mujer saben que en el mal se halla toda la voluptuosidad.[9]

Agotadas todas las vías de salvación y huida, al poeta sólo le queda dejarse caer en brazos del spleen:

—Y grandes coches fúnebres, sin temblores ni músicas,

desfilan lentamente por mi alma, en procesión;

la Esperanza agoniza, y la Angustia despótica

en mi cráneo abatido planta el negro pendón.

En los «Cuadros parisienses» es donde mejor se aprecia la destreza técnica de Baudelaire, el movimiento de su ojo que piensa y la acomodación de su oído a la nueva naturaleza. Hay que volver a notar que Baudelaire somete una tradición prosódica muy vigorosa y secularmente probada a un material poético completamente distinto. Y quizá por ello se le haya acusado muchas veces de no ser un buen versificador —o al menos de no ser tan hábil en su arte como lo son Hugo o Gautier. La apreciación es algo esquinada y tramposa, pues obvia las características esenciales del modo de composición baudelariano, conscientemente impuro, fruto de una nueva manera de pensar en poesía. Tengamos en cuenta que la tradición francesa consideraba entonces «la fille de Minos et de Pasiphaé» —verso de la Fedra de Racine— un alejandrino modélico y ejemplar, por su bella sonoridad y su escansión perfecta, aunque hoy en día nos cueste de creer. Baudelaire había educado su oído en esa tradición y dominaba el manejo de la métrica clásica de su lengua —básicamente el alejandrino, el decasílabo y el octosílabo—, pero también había adquirido su método de composición a través de la lectura y el estudio de varios autores anglosajones —y no sólo de Poe, pues leyó también a Byron, a Thomas Gray, a Longfellow— y vivía y escribía en un mundo donde la prosa era el vehículo principal de expresión y comunicación, en la época de la novela y el periodismo. Eso hace que la melodía a la que estaba acostumbrado el oído francés —la «buena» versificación, de acuerdo con el criterio de algunos— sufra una brusca distorsión debido a las tensiones producidas por la sintaxis de la observación y el discurso que, como un preso en una jaula, sacude los barrotes de la métrica para tratar de hacer oír su pensamiento por encima de la música. En la tradición inglesa, por ejemplo, a nadie se le ocurriría decir que Pope es mejor versificador que Wordsworth, por mucho que la dicción de Pope sea insuperable, pues la ductilidad inherente al verso inglés hace impensable esa idea y porque todo el mundo entiende que la problemática a la que se enfrenta Wordsworth genera inmediatamente otra habla poética. Como decía W. H. Auden, un poeta inglés nunca hubiera salido indemne de un verso como «j’aime la majesté des suffrances humaines», una estupidez que en Francia se le toleró a de Vigny por su mera sonoridad. Con las limitaciones que le impuso la preceptiva, Baudelaire trató de zafarse de esas constricciones e intentó dar cabida a un nuevo pensamiento gracias, precisamente, al forcejeo entre metro y sintaxis. Jaime Gil de Biedma, en un ensayo imprescindible, lo explicó con claridad:

El poema baudeleriano parece obedecer en su despliegue a un continuo vaivén de atracción y repulsión entre metro y sintaxis, entre ritmo y melodía, que, al organizarse en zonas de convergencia y divergencia, se convierte en factor determinante de la estructura del conjunto. [...] Una vez considerado el estilo baudeleriano a la luz de ese conflicto siempre latente, apenas puede sorprendernos si Baudelaire, aunque posee fino oído y un extremado talento versificador, sólo es en raras ocasiones un poeta musical. Porque la musicalidad se origina del metro, y este —ya lo dije antes— viene determinado y sostenido por lo que de irracional y afectivo hay en la emoción. Al metro acecha siempre el peligro de convertirse en simple tam-tam enardecedor y de convertir al poeta en un poseso, con el consiguiente relajamiento de las formas sintácticas, forzadas a moldearse demasiado dócilmente sobre las exigencias métricas y estróficas. Las más altas cumbres —y las peores simas— de la afectividad poética suelen alcanzarse con una sintaxis pobre y borrosa.[10]

Si uno toma por ejemplo el poema «El cisne», verá cómo trabaja Baudelaire:

¡Andrómaca, en ti pienso! Este pequeño río,

espejo triste y pobre que entonces reflejó

la inmensa majestad de tu dolor de viuda,

este Simois falaz que por ti sollozó,

ha fecundado ahora mi ubérrima memoria

cuando yo cruzo el nuevo Carrusel. No es igual

aquel París de antaño (la forma de una villa

cambia más pronto, ay, que el corazón mortal.)

Veo, sólo en espíritu, el campo de barracas,

un montón de esbozados capiteles y arcos,

brillando en los cristales, una mezcla confusa

de escombros que refleja el verdor de los charcos.

Allí hubo otro tiempo una casa de fieras;

allí vi una mañana, bajo de un cielo frío,

cuando el trabajo empieza y del muladar sube

el aire emponzoñado como huracán sombrío,

un cisne que se había de su jaula escapado,

y con sus pies palmípedos frotando el pavimento,

por el áspero suelo arrastraba el plumaje,

junto a un reguero seco su pico alzar sediento,

y, ensuciando sus alas en la gris polvareda,

dijo, el corazón lleno de su lago natal:

«¿Cuándo lloverás, agua? ¿Cuándo tronarás, rayo?».

¡Yo vi a ese desdichado, mito extraño y fatal!

A veces hacia el cielo, como el hombre de Ovidio,

hacia ese cielo irónico, cruelmente azulado,

alza, convulso el cuello y ávida la cabeza,

su reproche hacia Dios, largo y desesperado.

Baudelaire pasea por una plaza situada cerca del Louvre que está sufriendo las transformaciones de la nueva planificación de Haussmann. La vieja ciudad está empezando a ser demolida y el viejo París ya no existe, un cambio rápido que Baudelaire contrapone a la lentitud con que cambia el corazón de los mortales, condenados a sobrevivir a la ciudad de su juventud. Las obras disparan el recuerdo de Andrómaca —la viuda de Héctor, tal y como la representa Virgilio en la Eneida, cuyo estilo va a imitar en la tercera estrofa de la segunda parte del poema—, símbolo de quien lo ha perdido todo, desterrada y condenada. Baudelaire visualiza luego en esprit —en su interior— el barrio que ha desaparecido, un campo de barracas en el que había una choza con animales de la que un día se había escapado un cisne que, sediento, abrió el pico hacia el cielo, como reprochándole a Dios la sequía, un gesto que le trae a la Metamorfosis memoria una imagen de Ovidio que parece haberle impresionado mucho, cuando en lasdice que los dioses hicieron el rostro del hombre de tal manera que pudiera mirar a los cielos, pero aquí Andrómaca y el cisne ya no representan nada y son simples ruinas que se confunden con los recuerdos de una ciudad que ya no existe. En la segunda parte del poema, la mirada melancólica de Baudelaire —la mirada del hombre de la ciudad— se encara con los andamios y los nuevos edificios para convertir el recuerdo de lo desaparecido —y las imágenes de Andrómaca y el cisne— en la constatación de un desahucio general que termina con una referencia a los deportados tras el golpe de Estado que dio Napoleón III en diciembre de 1851:

¡París cambia! Mas nada en mi melancolía

ha cambiado. Andamiajes, palacios, horizontes,

barriadas viejas, todo para mí es alegórico,

mis recuerdos queridos me pesan como montes.

Y por eso, ante el Louvre, una imagen me angustia

y pienso en aquel cisne enloquecido, inmenso,

como los desterrados, ridículo y sublime,

roído de un deseo sin tregua. Y en ti pienso,

Andrómaca, caída del brazo de un esposo,

sojuzgada por Pirro en sus brazos terrenos,

llorando ante una tumba vacía, doblegada;

¡pobre viuda de Héctor y, ay, esposa de Helenos!

Y recuerdo la negra tísica, enflaquecida,

buscando, en una charca de barro que le abruma,

los altos cocoteros de su África ardiente,

detrás de la pared inmensa de la bruma;

Pienso en quienes perdieron lo que no se recobra,

¡nunca!, ¡nunca! En aquellos que se abrevan de llantos,

y maman el dolor como una buena loba;

¡En los huérfanos, flores marchitas de quebrantos!

Y así, en la selva donde mi alma se destierra

de un antiguo recuerdo oigo la melodía...

pienso en los marineros en islas olvidadas,

el cautivo, el vencido... y ¡en otros todavía!

Y en uno de sus poemas más conocidos, «A una que pasa», Baudelaire dramatiza esa nueva forma de relación urbana que comentábamos antes y donde los ciudadanos se ven sin hablarse:

La calle aturdidora en torno a mí aullaba.

Alta, esbelta, con un dolor majestuoso,

una mujer pasó, y con gesto fastuoso,

recogía su falda que su andar agitaba;

ágil y noble era su pierna de escultura.

Yo bebí en un momento y quedé embriagado

por su pupila, cielo de tormenta preñado,

placer mortal y a un tiempo fascinante dulzura.

Un relámpago... ¡ y noche! —Fugitiva beldad

cuya mirada me hizo al punto renacer,

¿no volveré ya a verte hasta la eternidad?

¡Lejos de aquí! ¡O muy tarde! ¡O jamás ha de ser!

Adónde voy no sabes ni sé yo adónde fuiste,

¡tú, a quien hubiera amado, tú, que bien lo supiste!

El ojo del viandante registra con rapidez todo lo que puede. Advierte la belleza de la mujer, nota que está de luto, pero no puede identificar ni descifrar su dolor, tan sólo captarlo, contemplar fugazmente su rostro —un relámpago— y despedirse para siempre de ella. La nueva función dominante de la vista se pone de manifiesto también en «Los ciegos», donde la oscuridad interior ya no sirve de nada:

¡Míralos, alma mía, son realmente horrorosos!

Parecen maniquíes, vagamente grotescos;

terribles, singularmente sonambulescos;

lanzando no se sabe dónde sus globos tenebrosos.

Sus ojos, desprovistos de resplandor divino,

cual mirando a lo lejos, los levantan al cielo;

nadie los vio jamás inclinarse en el suelo,

con cansada cabeza, para ver el camino.

Y atraviesan así la negra inmensidad,

hermana del silencio eterno, ¡Oh, ciudad,

mientras cantas y ruges, y ríes con tus juegos,

de placer embriagada hasta la saciedad!

Mira, también me arrastro, pero más desdichado,

me pregunto: ¿qué buscan en lo alto los ciegos?

Durante la Edad Media, los ciegos eran depositarios de la sabiduría porque se consideraba que veían a Dios. Ahora, en el fragor de la ciudad llena de luces y ruidos, son sólo una comparsa de ridículos maniquíes que levantan los ojos a un cielo vacío. Walter Benjamin observó que el cielo de Baudelaire ya no tiene estrellas, cegado por las luces de la ciudad. Hay un poema, perteneciente a la primera sección, que ayuda a entender esta cuestión. No es uno de los más conocidos, pero es fundamental a este respecto. Se titula «La campana rajada»:

Es dulce y es amargo en las noches de invierno

escuchar, junto al fuego que palpita y ahúma,

evocar los recuerdos que tienen son eterno

oyendo el carillón que canta entre la bruma.

Bendita la campana de bronce vigoroso

que, a pesar de los años, va con quietud lanzando

fielmente sobre todo su grito religioso

como un buen centinela, en su puesto velando.

Mas mi alma está rajada, y cuando en sus hastíos

quiere lanzar sus cantos hacia los aires fríos

de la noche, sucede que sus ecos inciertos

son como el estertor de un herido olvidado

junto a un charco de sangre, bajo un montón de muertos,

que muere, revolviéndose, en su sangre ahogado.

Las dos primeras estrofas describen una experiencia del tiempo en el campo, donde las notas de la campana acompañan el paso de las horas y el declinar del día y suenan, dice el poeta, como un cri religieux, un grito religioso. Pero en las dos últimas estrofas, Baudelaire constata que su alma no está ya acompasada con el tiempo de las campanas y advierte que es su alma la que está rajada y no puede por tanto dar las horas. Es entonces cuando el poema se oscurece y lo acústico se apaga para alumbrar la imagen del montón de cadáveres, como si de pronto se describiera un grabado de Goya de la serie Los desastres de la guerra. La discordancia entre las dos primeras y las dos últimas estrofas denuncia la imposibilidad del canto, convertido ahora en el estertor de un herido ahogado en un charco de sangre. Baudelaire anuncia con ello la poesía —el arte, en un sentido lato— más radical del siglo XX.

Acorralado frente a sí mismo, el poeta busca nuevas vías de salvación. Y la primera que encuentra es el vino, primer vislumbre de lo que acabarán siendo los paraísos artificiales de las drogas. Es una de las primeras consecuencias del vacío dejado por la desintegración de lo sagrado. El alcohol se convierte en un espejismo de la fuerza, del amor, de la belleza y de la gracia:

Encenderé los ojos de tu mujer amada;

devolveré a tu hijo la fuerza y los colores;

y seré para el débil atleta de la vida,

como el aceite para los viejos luchadores.

¡Y he de caer en ti, vegetal ambrosía,

precioso grano que echa el sumo Sembrador,

para que de este amor la poesía nazca

que hacia Dios se dirija como una rara flor!

A lo largo de la serie de poemas dedicados al vino, Baudelaire lo relaciona con la pobreza, la soledad, el matrimonio y el enamoramiento, estados amparados antes por la divinidad y que ahora tan sólo encuentran sentido en la embriaguez. Y en el caso del matrimonio el vino conduce incluso al asesinato, al uxoricidio. De todos modos, a Baudelaire el alcohol le pareció insuficiente y pronto empezó a experimentar con las drogas duras de entonces, sobre todo con el hachís —introducido en Francia a principios del siglo XIX por los soldados napoleónicos que regresaron de la campaña de Egipto—, el opio y el láudano, una mezcla de opio, miel, alcohol y agua caliente. Al principio Baudelaire utilizó las drogas como analgésico para los dolores de su sífilis, así como para aliviar el hambre, al igual que había hecho Thomas de Quincey, cuyas Confesiones de un opiómano inglés comenta en la segunda parte de Los paraísos artificiales. Además de un severo adicto al opio, cuyos estragos aceleraron el deterioro de su salud, Baudelaire fue también un observador muy lúcido de esa nueva forma de evasión. Las drogas producen efectos muy similares a los que antes se obtenían de experiencias místicas extremas:

Creo que he hablado suficientemente del crecimiento monstruoso del tiempo y del espacio, dos ideas siempre conexas, pero que el espíritu afronta entonces sin tristeza y sin miedo. Mira con una cierta delicia melancólica a través de la profundidad los años y se hunde audazmente en infinitas perspectivas. Supongo que se habrá adivinado que este crecimiento anormal y tiránico se aplica igualmente a todos los sentimientos y a todas las ideas, lo mismo a la benevolencia, de la que creo haber dado un bello ejemplo, como al amor. La idea de la belleza debe ocupar naturalmente un vasto lugar en un temperamento espiritual, tal como lo he supuesto. La armonía, el balanceo de las líneas, la euritmia en los movimientos, se aparecen al soñador como necesidades, como deberes, no solamente para todos los seres de la creación, sino para él mismo, el que se encuentra en este periodo de la crisis dotado de una maravillosa aptitud para comprender el ritmo inmortal y universal.

El consumidor llega incluso a creer que puede suplantar a Dios:

A nadie le sorprenderá que un pensamiento final, supremo, surja del cerebro del soñador: «¡Ya he llegado a ser Dios!», y que un grito salvaje, ardiente, salga de su pecho con una energía tal, una tal fuerza de proyección, que si las voluntades y las creencias de un hombre ebrio tuviesen una virtud eficaz, ese grito derribaría a los ángeles diseminados en los caminos del ciclo: «¡Soy un Dios!». Pero pronto ese huracán de orgullo se transforma en una beatitud calma, muda, reposada, y la universalidad de los seres se presenta coloreada y como iluminada por una aurora sulfurosa. Si por casualidad un vago recuerdo se desliza en el alma de ese deplorable bienaventurado: ¿No habrá otro Dios?, creed que se levantará ante aquel, que discutirá sus voluntades y le afrontará sin terror. ¿Qué filósofo francés, para ridiculizar las doctrinas alemanas modernas, decía: «Yo soy un Dios que ha comido mal»? Esta ironía no picaría a un espíritu raptado por el hachís; respondería tranquilamente: «Es posible que haya comido mal, pero soy un Dios».

Pero al mismo tiempo, Baudelaire sabe que esos estados son una ilusión y que el precio que hay que pagar por el viaje es el regreso a una vaciedad más honda, a la más terrible de las resacas, la recompensa moderna del visionario:

¡Pero al día siguiente!, ¡ese terrible día siguiente!, todos los órganos relajados, fatigados, los nervios aflojados, las titilantes ganas de llorar, la imposibilidad de aplicarse a un trabajo continuo os demuestran cruelmente que habéis jugado a un juego prohibido. La horrible naturaleza, despojada de su iluminación de la víspera, se parece a los restos melancólicos de una fiesta. Sobre todo la voluntad, la más preciada de todas las facultades, está atacada.

Baudelaire describe la experiencia del adicto como un vaivén entre la visión del infinito y la brusca caída en la finitud de la propia condición, que es una forma de infierno sin redención posible. A partir de ahí se entiende mejor la cuestión del amor al mal que vertebra toda su obra. Baudelaire mantuvo con su catolicismo natal una relación profunda y muy seria, comparable en algunos aspectos a la que tuvo Kafka con su judaísmo, mucho más honda desde luego que la de todos aquellos que a su alrededor le censuraban. Desde pequeño le acompañó un sentimiento incurable de condena, como si se supiera predestinado a la destrucción y el castigo. Su sensibilidad para la degradación era por supuesto extrema y se agravó con la constatación de que ninguna de las vías alternativas de salvación —las mujeres, el alcohol o las drogas— era de verdad efectiva. Un poeta como Hölderlin se había podido situar todavía en un punto intermedio:

El dios es cercano

y difícil de abarcar.

Pero donde hay peligro

también aumenta lo salvador.[11]

A la vez que sentía su presencia, Hölderlin sabía que el dios ya no estaba al alcance de la mano, aunque pudiese aún experimentar el espasmo de lo sagrado en toda su intensidad. El peligro que puede destruir e infunde pavor al hombre es también la manifestación de lo que en última instancia puede salvarle. Se trata, antes que nada, de un reconocimiento. En Baudelaire, en cambio, la imposibilidad de salvación hace que el peligro sea el único ámbito en el que aletea el espíritu. El signo bajo el que vivió fue por tanto el de la caída y el satanismo su última forma de santidad:

La Teología.

¿Qué es la caída?

Si es la unidad vuelta dualidad, quien ha caído es Dios.

En otros términos: ¿no sería la creación la caída de Dios?[12]

A efectos prácticos, eso motivó que tuviera toda su vida una acusada conciencia del pecado original como marca indeleble, segregada de toda escatología:

Teoría de la verdadera civilización. No está en el gas, ni en el vapor, ni en las mesas giratorias. Está en la disminución de las huellas del pecado original.[13]

Y por ello su poesía ya puede cantar tan sólo la floración y los frutos del mal, como la destrucción:

El Demonio, a mi lado, me asedia con tentaciones;

flota a mi alrededor como un aire impalpable;

lo respiro y lo siento abrasar mis pulmones

que llena de un deseo infinito y culpable.

Toma, a veces, la forma, sabiendo que amo el Arte,

de la más seductora de todas las mujeres,

y con bajos pretextos que adopta por su parte,

acostumbra mis labios a nefandos placeres.

Lejos de la mirada de Dios me ha conducido,

jadeante y destrozado, de fatiga rendido,

a las tierras del tedio, profundas y desiertas,

y ante mi vista arroja, llenas de confusión,

vestiduras manchadas y heridas entreabiertas,

¡el sangriento aparato de toda destrucción!

Y en «Un viaje a Citera», la idílica imaginería que despierta el avistamiento de la isla consagrada a Venus —y que ocupa la primera parte del poema— se trueca inesperadamente en la visión de un ahorcado que está siendo devorado por aves carroñeras:

Aquello no era templo de selváticas sombras,

cuya sacerdotisa, en floridas riberas,

iba, el cuerpo abrasado por secretos amores,

entreabriendo su peplo a las brisas ligeras;

mas, he aquí que, al rozar la costa de muy cerca,

se asustaron los pájaros puestos en el bauprés,

y vimos que era aquello una horca de tres zancas,

destacada en el cielo, negra como un ciprés.

Las aves de rapiña, posadas en su cumbre,

con furor destrozaban un ahorcado maduro;

como un clavo, cada una le iba hundiendo su pico

en los sangrientos ángulos del cadáver oscuro.

Sus ojos eran dos agujeros, el vientre

dejaba por los muslos caer los intestinos;

y para coronar su macabra delicia,

castrado le dejaron aquellos asesinos.

A sus pies, una tropa de celosos cuadrúpedos,

levantando el hocico, lo habían rodeado;

y la bestia más grande en medio se agitaba

como el verdugo, de los otros auxiliado.

¡Oh, hijo de Citera, de un cielo tan hermoso

sufrirás, silencioso, tan crueles insultos

como una expiación de unos tiempos pasados

por el pecado de tus infamantes cultos!

¡Ridículo ahorcado, tu dolor es el mío!

Al ver del ahorcado el aspecto horroroso,

yo sentía la náusea de un vómito a mis dientes,

mis antiguos dolores en un río bilioso.

Ante ti, pobre diablo, de tan caro recuerdo,

sentí los picotazos y mord

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