Tensión y sentido

Mariano Peyrou Tubert

Fragmento

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¿QUÉ ES LA POESÍA?

¿Qué es la poesía? Contamos con muchas definiciones muy interesantes, pero ninguna es totalmente satisfactoria. Gaston Bachelard, por ejemplo, dice que «la poesía pone al lenguaje en estado de excepción». Pero esto sólo sirve para afinar un poco si uno ya tiene un concepto previo, más o menos complejo y sutil, de lo que es la poesía. Para un niño de diez años, la caracterización de Bachelard resulta inútil.

No tengo el mismo concepto de lo que es la poesía que un niño de diez años, pero puedo imaginarme lo que piensa él, y eso forma parte de mi idea de la poesía. Lo mismo pasa con el concepto de poesía de los antiguos griegos, o del Renacimiento, o del Siglo de Oro o de las vanguardias. Y, por supuesto, de otras tradiciones culturales. El concepto actual de arte no es igual que el que inferimos que había en Altamira, pero en nuestra definición de «arte», Altamira nos influye y nos limita. Tal vez no nos interese tanto hallar una definición de la poesía, porque eso limitará nuestra forma de escribir y de leer. Tal vez, por el contrario, para los poetas sea interesante tratar de escribir de manera que de cada texto se pueda inferir un concepto distinto de lo que es la poesía. Evidentemente, éste es un planteamiento utópico. Por eso me parece adecuado.

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«Oh, castaño, florecedor de profundas raíces, / ¿eres la hoja, la flor o el tronco? / Oh, cuerpo mecido por la música, oh, centelleante visión, / ¿cómo podemos distinguir el bailarín del baile?» En estos versos, W. B. Yeats parece afirmar que la unidad de las cosas no se rompe aunque podamos concebirlas o percibirlas como una suma de partes, pero también que no podemos responder ciertas preguntas, que debemos aprender a aceptar la incertidumbre. Creo que ésta es una de las grandes enseñanzas de la poesía. Las palabras son así: se mueven, cambian de significado, y no sólo a través de la historia o en el contexto de otra cultura, sino también a lo largo de la vida, a lo largo del día e incluso al repetirlas varias veces seguidas.

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En un poema, el lenguaje puede llamar la atención por ser «raro», por funcionar de un modo distinto al de la vida cotidiana. Esto sucede tradicionalmente gracias a la métrica, a la rima, a la aliteración y otros recursos sonoros, a la disposición en estrofas, a la abundancia de figuras retóricas, al hecho de que la sintaxis se retuerza, todo lo cual sirve para advertirnos que tenemos que leer de otro modo, que el papel del receptor ha de ser distinto del habitual. Pero también puede llamar la atención porque no se entiende. No funciona, tampoco en este plano, como el lenguaje de la vida cotidiana: parece que no dice nada o que dice más de lo que dice. Esto genera tensión en el lector, y esta tensión es parte del sentido de la obra: el texto se abre para que entremos a vivir nuestra experiencia, a poner en movimiento esas palabras, cada uno a su manera.

Siempre que leemos un buen poema, por muy acostumbrados que estemos a leer poesía, sentimos esa tensión; con el tiempo, aprendemos a vivir con ella, a disfrutarla. Ese descoloque es la experiencia estética: sin asideros intelectuales (sin la captación de un sentido) ni formales (sin la percepción de un uso familiar del lenguaje), estamos en una especie de cuerda floja, entre el viento y el vértigo, entre el miedo y el deseo de caer.

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Nada de esto es característico de la poesía contemporánea, aunque sin duda, en cada momento, lo contemporáneo, lo que todavía no ha sido asimilado por la tradición, es lo que resulta más raro y difícil de entender. Pero la falta de inteligibilidad inmediata de los poemas es una de las características tradicionales de la poesía. J. W. Goethe, por ejemplo, afirma en 1819 que la épica es un modo de escritura que «se entiende claramente», mientras que la poesía lírica está «inflamada por el entusiasmo», lo cual, evidentemente, dificulta su comprensión. George Chapman, en 1595, escribe que «la poesía, a diferencia de la oratoria, no debería aspirar a la claridad».

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Si el lenguaje es raro, tal vez nos esté indicando que también es raro lo que dice, o que es raro el empleo que se hace de él: en muchos poemas parece que no se habla para otro, sino para uno mismo; no para afuera, sino para adentro, creando un espacio íntimo y al margen del espacio social. En un texto titulado «Hablarle al vacío», Vasko Popa sugiere que su motivo para emplear un lenguaje distinto al que se emplea cotidianamente tiene que ver con su posición vital, que determina su posición en el acto comunicativo y el interlocutor al que le habla, que a veces no es elegido sino que viene impuesto; en este caso, el poema no va dirigido a otra persona ni a sí mismo, sino «a los esperpentos de tus pesadillas». Es evidente que semejante interlocutor exige un lenguaje que no resulta del todo comprensible para los demás. «Que intente hablar con la oscuridad el que no te entiende», añade.[1] «Cuando se toca fondo, aparece la forma», escribe, por su parte, Lorenzo García Vega. Cuando se trata de llegar hasta el fondo de uno mismo, de nombrar algo que no tiene nombre, de decir lo que no se sabe decir; en ciertos estados extremos, de angustia existencial o de enamoramiento, de extrañeza ante el mundo o ante la propia identidad, el lenguaje cotidiano, con su orden y su aparente claridad, no sirve para nada. Así concluye Popa: «Estás bajo el agua. Le preguntas al agua. Estás en el fuego. Le preguntas al fuego. Estás ante la muerte. Le preguntas a la muerte».

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Algunas ideas y emociones se dan en el campo del lenguaje, están codificadas y nos remiten automáticamente a las palabras. Pero otras, como acabamos de ver y como todos sabemos, no se dan en el campo del lenguaje y es complicado —o imposible— nombrarlas: tal vez ahí surja la poesía, para decir lo que es imposible decir. En un conocido intento por distinguir los géneros literarios, Victor Hugo asocia la escritura dramática con la exposición de pensamientos, la escritura narrativa con el relato de hechos y la escritura poética con el relato de sueños. Como todos sabemos, los sueños no se dejan relatar.

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También podemos pensar que un poema es un espacio creado para escuchar al otro que hay en uno: para llegar a las zonas de uno mismo que no conocemos del todo bien, que no solemos transitar en la vida cotidiana. «Yo es otro», dice Arthur Rimbaud, y eso es algo que puede notar quien escribe el poema, pero también quien lee un poema ajeno. En este sentido, el texto funciona igual para el autor y para el lector: el poema es, para ambos, un lugar en el que uno deja de ser quien pensaba ser. «¿Que me contradigo? / Pues muy bien, me contradigo. / (Soy enorme, contengo multitudes.)», dice Walt Whitman, una formulación que queda bastante cerca de «Mi nombre es Legión»: en ambas se expresa una sensación de multiplicidad, de extrañeza, de estar poseído. La palabra «entusiasmo» significaba originalmente «posesión divina», cosa que en la antigua Grecia se vinculaba a la creación artística. Del mismo modo, el mito de las musas dice implícitamente que la creatividad viene de un lugar misterioso, desconocido para uno mismo, incontrolable.[2]

Orpingalik, un poeta esquimal que conoció Knud Rasmussen en una de sus expediciones en los años veinte, habla de «ideas que se cantan con el aliento cuando grandes fuerzas conmueven a la gente y el lenguaje ordinario ya no basta». Entonces «da miedo usar las palabras, pero las palabras que necesitamos vienen solas». Llama la atención que el aliento —la respiración— participe en el canto en lugar de la voz; es un elemento más impersonal, y por ello encaja muy bien con la afirmación de que las ideas vienen solas. El poema, insisto, surge en un lugar más o menos ajeno y al margen de la voluntad. Tal vez por esto puede llegar más lejos que el pensamiento racional. El pensamiento tiene unos límites (que pueden venir impuestos por la lógica, las emociones, la inteligencia, la ética), límites que un poema puede trascender. El pensamiento es nuestro, es nosotros, es un espacio en el que nos reconocemos. Pero el autor de un poema no siempre se identifica con lo que ha producido. Lo mismo, como ya he dicho, le puede suceder al lector: la lectura, a veces, lo lleva a lugares de sí mismo que no conoce o donde no se reconoce.

«Yo soy una mentira que dice la verdad», declara Jean Cocteau, enfatizando esa extrañeza y todo lo paradójico de la identidad. «Somos un diálogo», dice Friedrich Hölderlin, tras haber afirmado que el ser humano ha recibido el lenguaje, «el más peligroso de los bienes», para que pueda «atestiguar lo que es».

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«Poesía eres tú», dice Gustavo Adolfo Bécquer. Con cierta benevolencia, podemos entender esa frase como un anticipo, cien años antes, de una teoría literaria que surgirá en la década de 1960: la estética de la recepción. Esta teoría se centra en lo que el lector pone para «completar» el texto, teniendo en cuenta que su interpretación está condicionada por cuestiones subjetivas y de contexto. Otra frase que funciona como un ilustre antecedente de esta idea es de Oscar Wilde: «El arte no apela a la inteligencia ni a la emoción. Apela al temperamento artístico».[3] ¿Qué es el temperamento artístico? Parece algo tan difícil de definir como la poesía, pero si confiamos en Wilde (aunque sea durante unos instantes), veremos que hemos avanzado en nuestro intento de acotar: nos hemos librado de la idea de que la poesía ha de interpretarse o descifrarse intelectualmente, y también de la creencia de que se trata de expresar, transmitir o suscitar emociones. Más bien al contrario: la experiencia estética nos vacía de ideas y emociones, dejando un espacio para que entren o aparezcan ideas y emociones nuevas, que muchas veces apenas duran unos instantes y desaparecen sin que podamos aprehenderlas ni asimilarlas. A partir de un uso del lenguaje que no es del todo racional, se puede movilizar algo irracional en el lector. Irracional pero —o por ello— importante, constitutivo. A veces, la experiencia de leer poesía es una experiencia muy intensa. «Una película nunca me ha cambiado la vida como un libro», dice John Barth. En ese sentido, la poesía reúne la capacidad de cambiar la vida que tienen las novelas con la capacidad de emocionar y de adherirse a emociones, una capacidad que ninguna disciplina artística tiene en tan alto grado como la música.

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Un concepto que me parece muy útil para aproximarnos a una definición es el de función poética de Roman Jakobson. Este lingüista parte de un modelo de comunicación en el que hay seis funciones del lenguaje, dependiendo de qué se enfatice en cada acto comunicativo. Cuando el mensaje se orienta hacia el emisor, predomina la función emotiva o expresiva («Tengo miedo»). Cuando se orienta hacia el receptor, la función apelativa («Ven»). Cuando se orienta hacia el canal —el medio por el cual se transmite el mensaje—, la función fática («¿Me oyes?»). Cuando se orienta hacia el código —el lenguaje—, la función metalingüística («La palabra “esdrújula” es esdrújula»). Cuando se orienta hacia el contexto —el tema de la conversación, por ejemplo—, la función referencial («Jakobson fue un lingüista ruso»). Y cuando el mensaje se orienta hacia sí mismo, hacia sus aspectos formales, predomina la función poética o estética («Aroman ese deseo o ése desenamora»).

Lo que me interesa de este concepto es que desde el ámbito de la lingüística no se emplee la palabra «poesía» para la expresión de emociones ni para la exposición de determinados temas o ideas, sino que se reserve para el trabajo o el juego con el lenguaje, para la forma en que éste aparece.[4] Por supuesto, cuando predomina la función poética, el lenguaje siempre se distingue del lenguaje cotidiano, en el que predomina la función referencial.[5] A veces nos encontramos con algo más o menos objetivo que nos permite distinguir un poema: un lenguaje funcionando de una manera extraña, no centrado en un referente y por lo tanto excepcional.

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John Keats hablaba de la «capacidad negativa»: la capacidad de asumir las incertidumbres, los misterios y las dudas, sin irritarse ni tener que recurrir a los hechos y a la razón. Un escritor dotado de esta capacidad —que él atribuía en grado máximo a Shakespeare— es el que no se centra en la función referencial ni en la función expresiva. Otro poeta romántico, Novalis, hablaba en términos muy similares cuando proponía «tomar conciencia de lo mágico, misterioso y asombroso del mundo; educar los sentidos para percibir lo ordinario como extraordinario, lo familiar como extraño, lo mundano como sagrado, lo finito como infinito». Esto le permite afirmar que «la poesía cura las heridas infligidas por la razón», lo cual no es una definición de la poesía pero nos indica por dónde debemos buscarla. Paralelamente, Keats dice: «Un poeta no es un soñador, sino alguien que ha despertado».

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Uno de los elementos comunes a las muy distintas concepciones de la poesía es el interés por la metáfora, la ironía y los símbolos: recursos que hacen que el lenguaje vaya más allá de sí mismo, se desborde, pueda aspirar a comunicar lo incomunicable. Es un territorio en el que la denotación (el significado «objetivo» de una palabra, el que comparten todos los hablantes) pierde la primacía y se la cede a la connotación (el significado que queda fuera del diccionario, lo que no entiende un traductor automático). La poesía suele emplear otros medios, además de la denotación, para sugerir significados o para generar experiencias de lectura: el ritmo, el sonido, las imágenes, las figuras retóricas.

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Según Friedrich Schlegel, la función de la poesía consiste en «detener el rumbo y abolir las leyes del pensamiento racional y transportarnos de nuevo a la bella confusión de la fantasía, al caos original de la naturaleza humana». Así se funda el Romanticismo: proponiendo una actividad que se sitúa al margen de la razón y supone un regreso a cierto origen fantástico y una valoración positiva de lo caótico o confuso, que se considera bello.

Por su parte, el musicólogo Eduard Hanslick sostiene —en una obra de 1854— que la música no es la expresión de sentimientos o ideas. La música es sólo «formas sonoras en movimiento», y estas formas son su único contenido.

Hanslick habla de ideas; Wilde habla de la inteligencia; Keats y Novalis y Schlegel hablan de la razón. La poesía se aparta de todo eso, pero al hacerlo no cancela el sentido, no suprime la posibilidad de que los poemas tengan un significado. Ésta es una idea que me parece muy importante: hay niveles no racionales, no intelectuales, de sentido y significación.

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«La poesía no es una liberación de emociones, sino una huida de las emociones; no es una expresión de la personalidad, sino una huida de la personalidad. Pero, por supuesto, sólo quienes tienen personalidad y emociones saben lo que es el deseo de huir de estas cosas», dice el poeta y crítico T. S. Eliot.

Hay otros puntos de vista. También hay quien intenta definir la poesía a partir de los sentimientos que la suscitan, de la manera de trabajar con ellos. William Wordsworth, por ejemplo, dice que es una «emoción recordada desde la tranquilidad». En cualquier caso, no se trata de una emoción desbordada; la tranquilidad es como un filtro. Paul Valéry afirma que «el poema es el desarrollo de una exclamación».

Parece que se trata de sintetizar lo emocional y lo mental, lo espontáneo y lo artificial o artístico. Del mismo modo, un buen poema implica un uso del lenguaje en el que deja de funcionar la distinción entre forma y contenido. No es que esta distinción no exista. En otros usos del lenguaje, su existencia es evidente. Ferdinand de Saussure distingue entre significante y significado: el primero es el elemento material del signo lingüístico, el aspecto visual y el sonido de una palabra; el segundo es la representación mental que genera la palabra, el concepto al que se refiere.

Pero aunque podamos hacer esta distinción, hay que aclarar cuanto antes que el significante y el significado no están en planos aislados. Se contaminan mutuamente: el significante se carga de los significados asociados a los significantes cercanos. Es decir, hay un trasvase de significado entre los significantes que se parecen o suelen acompañarse.

Dicho de otro modo, la función poética predomina cuando el significante se pone en primer plano; cuando lo que interesa ante todo es el trabajo con el significante; cuando el texto desconfía de la relación «oficial» entre el significante y el significado y explora los distintos significados que puede haber tras el significante; o cuando la distinción entre ambos se vuelve borrosa. Pensemos, por ejemplo, en el famoso verso de Federico García Lorca «Verde que te quiero verde». ¿Se puede decir eso con otras palabras? ¿Hay ahí un contenido independiente de la forma?

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Desde que los antiguos griegos comenzaron a teorizar sobre el arte y la escritura, ha habido numerosos intentos de clarificar estas cuestiones. Para lo que a mí me interesa aquí, hay dos momentos en que se producen grandes avances: el Romanticismo y el comienzo del siglo XX con las aportaciones de los formalistas rusos. Uno de ellos, Víktor Shklovski, afirma que el objetivo del arte es revelar y combatir los automatismos de la percepción. La inercia y la costumbre nos hacen percibir el mundo de una manera no sólo pobre, sino también falsa. La obra de arte nos muestra las cosas despojadas de toda esa costumbre, como si las viéramos por primera vez; nos limpia la mirada, por decirlo así. Para referirse a esto, Shklovski emplea un término que suele traducirse como «extrañamiento» o «desfamiliarización». Entre los numerosos antecesores de esta idea hay que mencionar a Novalis, que, como ya vimos, proponía intentar percibir «lo ordinario como extraordinario, lo familiar como extraño».[6]

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Ezra Pound aporta otra idea muy extendida que puede ser útil para tratar de aproximarnos a una definición, o al menos para dejar fuera algunos conceptos que no nos interesan o que nos confunden: señala que la etimología de la palabra alemana Dichtung (poesía) muestra su asociación con el verbo Dichten (condensar). La poesía, desde este punto de vista, es una especie de condensación verbal, e implica una estética, al margen de las tradiciones o escuelas, para la que todo lo que no resulte imprescindible sobra.

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Dice Valéry que un poema es la «vacilación prolongada entre el sonido y el sentido», enfatizando el elemento material con que está hecha la obra —lo sonoro—, pero poniendo también en primer plano un elemento de duda: hay algo esencialmente indecidible en la lectura. Valéry también dice que el poeta encuentra y emplea el lenguaje «en estado naciente». Es una metáfora muy interesante porque alude a una salida, a un movimiento desde dentro hacia afuera, al hecho de sacar algo íntimo, al esfuerzo del parto, al riesgo; pero alude también a un comienzo, a la novedad: las palabras están ahí como si estuvieran entrando en contacto con el mundo, como si se dijeran por primera vez. Ya veremos cómo la poesía siempre está en tensión con los clichés y con la sensación de estar en terreno conocido. Por otro lado, dan ganas de decir que las palabras tienen una historia, a veces una larga historia, y que lo que encuentra el poeta es una manera de que resuene todo ese pasado.

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Nos entendemos hablando, pero la comunicación, como casi todo, tiene un precio: una cuota variable de incomprensión. Distinguimos, por ejemplo, entre la mente, el corazón y los sentidos, y nos entendemos así y podemos ponernos de acuerdo y comprender ciertas cosas gracias a esta distinción, pero corremos el riesgo de acabar creyendo que esas categorías son reales, que se refieren a elementos diferenciados en la realidad.[7] La poesía, en una de sus dimensiones, es un intento por desmontar esto: es una toma de conciencia de que el lenguaje no funciona del todo bien cuando se lo emplea referencialmente, de que genera esa cuota de incomprensión, de que no capta del todo la realidad o la capta añadiendo algo que antes no estaba.

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En un artículo publicado en 1949, Theodor Adorno escribe: «La crítica cultural se encuentra ante la última fase de la dialéctica entre la cultura y la barbarie: después de Auschwitz, escribir un poema es un acto de barbarie, y esto corroe incluso el conocimiento que explica por qué hoy se ha vuelto imposible escribir poesía». Luego revisó y matizó esta idea,[8] pero está bastante claro qué concepto tiene en ese momento de la poesía. Por si hubiera alguna duda, añade que «el espíritu crítico» no puede quedarse «en sí mismo, en autosatisfecha contemplación». Hay quien defiende que Adorno ha sido malinterpretado, pero aquí no me interesa juzgar a Adorno por lo que pensara de la poesía, sino traer esa idea tan extendida de que la poesía es un adorno: la «poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales» que maldice Gabriel Celaya apenas unos años más tarde. Esa imagen de lo poético está muy bien contenida en una frase de Edith Sitwell: «La poesía es una deificación de la realidad». Es una idea bastante generalizada, según la cual los poetas viven al margen del mundo, aislados de la realidad, en su torre de marfil.

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En relación con esta imagen del poeta aislado del mundo y escribiendo obras que no despiertan ningún interés en el público general, creo que es oportuno escuchar lo que opinan los propios poetas. La expresión más radical que conozco de rechazo hacia el público mayoritario es de Stéphane Mallarmé,[9] que en «Herejías artísticas. El arte para todos», un ensayo extraordinariamente elitista publicado en 1862, afirmaba que la poesía «vive bajo la mirada y la mueca del ignorante y del enemigo», pues trabaja con palabras, de modo que todo el mundo cree poder juzgarla, a diferencia de otras disciplinas artísticas, que se rodean de misterio. Aunque recuerda que Charles Baudelaire había dicho que «injuriar a la muchedumbre también nos envilece a nosotros mismos», Mallarmé añade que la admiración que suscita la poesía es «estúpida: proviene de la muchedumbre», y califica de «ridícula» la idea de enseñarla en las escuelas, pues «de manera inevitable, igual que todo lo que se enseña a varios, rebajaremos la poesía a la altura de una ciencia». Para él, habría que mantener a «la multitud» apartada de la poesía, y así la gente «saldría ganando, pues ya no tendría que dormitar sobr

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