Scaramouche

Rafael Sabatini

Fragmento

 Scaramouche. Parte 1. Capítulo 1

1 EL REPUBLICANO

NACIÓ CON EL DON DE LA RISA Y LA CERTEZA DE QUE EL MUNDO ESTABA LOCO. Y este era todo su patrimonio. No se sabía quién era su padre, aunque los habitantes del pueblo de Gavrillac no tenían demasiadas dudas al respecto. Esos campesinos de la Bretaña eran gente humilde, pero no se dejaban engañar: cuando un noble, sin una razón clara que lo justificase, se presentaba como el padrino de un niño recogido quién sabe dónde y se preocupaba por su bienestar y educación, era fácil entender que él, en realidad, era el padre.

Y eso es lo que ocurría entre André-Louis Moreau, que es como se llamaba el chico, y Quintin de Kercadiou, señor de Gavrillac, quien residía en una gran casa gris situada en un monte desde donde se veía todo el pueblo.

André había aprendido a leer y a escribir en la escuela del pueblo. Cuando tenía quince años se fue a París para estudiar derecho en el Liceo Louis Le Grand. Durante su etapa de estudiante, leyó muchos libros, tanto antiguos como modernos, y creía haber confirmado que la especie humana está loca sin remedio. Al terminar sus estudios, quedó bajo la tutela de Rabouillet, abogado del señor Kercadiou, para comenzar a ejercer su carrera. En todo momento el señor de Kercadiou pagó los gastos.

Era delgado, más alto que la media, tenía una nariz y unos pómulos prominentes, y abundante pelo negro y liso que le llegaba casi a los hombros. Unos ojos oscuros y muy brillantes iluminaban su rostro. Era ingenioso y gozaba de gran facilidad de palabra.

Frecuentaba el Casino Literario de Rennes, uno de aquellos clubs políticos que estaban apareciendo por toda Francia donde los jóvenes se reunían para hablar de las nuevas ideas y de sus deseos de cambiar la sociedad. André solía ir al Casino para ridiculizar las teorías que sostenían sus miembros. Su ánimo burlón no sentaba bien a todo el mundo, y seguramente ya lo habrían echado de no haber sido por su buen amigo Philippe de Vilmorin, estudiante de teología, que era uno de los miembros más populares de ese club.

Poco tiempo atrás, el señor de Kercadiou había nombrado a André su representante en los Estados Generales de Bretaña, y en el Casino de Rennes todos fueron del parecer de que quien representaba de manera oficial a un noble, persona manifiestamente contraria a las nuevas ideas, no podía ser uno de los suyos.

Los Estados Generales no se habían reunido desde hacía doscientos años. El primer ministro Necker había convencido al rey para que los convocara con el fin de hacer nuevas leyes y resolver la situación de bancarrota en la que se encontraba el país. En los Estados Generales debían estar representados el clero, la nobleza y… el resto (el llamado «tercer estado»), al que pertenecía la mayoría de la población y que era el único que pagaba impuestos. Pero la nobleza y el clero iban a hacer todo lo posible para que los Estados Generales se constituyeran de forma que sus privilegios quedasen asegurados.

En este contexto, en la próspera ciudad portuaria de Nantes se publicó un manifiesto en el que se exigía que el tercer estado tuviera tantos diputados como la nobleza y el clero juntos. Así, la nobleza y el clero no podrían bloquear las reformas. El rey remitió el asunto a los Estados de Bretaña para que se ocuparan de ello y prometió que, si no eran capaces de resolverlo, intervendría la corona. Clero y nobleza se negaron a obedecer al rey, y se disponían a celebrar las elecciones a su modo para asegurarse su posición privilegiada.

Una mañana de noviembre del año 1788, Philippe de Vilmorin llegó a Gavrillac con estas noticias. En aquel pueblo, que llevaba mucho tiempo adormilado, descubrió enseguida motivos para la indignación. Un campesino de la localidad, un tal Mabey, había muerto. Estaba recogiendo un faisán de una trampa que había puesto en los terrenos del marqués de La Tour d’Azyr cuando uno de los guardas del noble, cumpliendo órdenes explícitas de su señor, le había pegado un tiro.

Philippe se propuso exponer el asunto al señor de Kercadiou, porque Mabey era vasallo de Gavrillac; esperaba conmoverlo para conseguir, por lo menos, alguna indemnización para la viuda y los tres huérfanos.

No obstante, antes de actuar, el joven seminarista fue a ver a André, puesto que era su mejor amigo. Lo encontró desayunando solo. Y, después de abrazarlo, se puso a hablarle de su denuncia contra el marqués de La Tour d’Azyr.

—Ya he oído hablar de eso —dijo André.

—No parece que te sorprenda.

—No me sorprende ninguna bestialidad hecha por una bestia. Y La Tour d’Azyr lo es, todo el mundo lo sabe. Mabey fue un insensato al robarle los faisanes a él. ¡Haber robado a otro!

—¿Es todo lo que tienes que decir?

—¿Qué más quieres?

—Le voy a pedir justicia a tu padrino.

—¿Contra La Tour d’Azyr? —preguntó André arqueando las cejas.

—¿Por qué no?

—No hará nada.

—¡Tu padrino es una persona humanitaria!

—Tan humanitario como quieras. Pero aquí no se trata de humanitarismo, sino de las leyes de la caza.

Philippe levantó los brazos al cielo.

—¡Hablas como un abogado!

—Es lo que soy. Pero no te enfades conmigo y dime qué quieres que haga.

—Acompáñame a ver al señor de Kercadiou y usa tu influencia para conseguir que se haga justicia. ¿Es mucho pedir?

—No va a servir de nada. No obstante, una vez haya terminado de desayunar, vamos donde quieras.

Philippe se dejó caer en un sillón al lado de la chimenea encendida. Puso al día a su amigo de la actitud rebelde de los privilegiados, a lo que André respondió casi con indiferencia.

—Pero ¿no lo entienden? —exclamó Philippe—. Los nobles, al desobedecer al rey, están minando las bases mismas de la monarquía. Si la monarquía se hunde, ellos serán los primeros en quedar aplastados. ¿Es que no lo ven?

—Son la clase gobernante y, por lo tanto, solo tienen ojos para su propio beneficio.

—Eso es lo que queremos cambiar.

—¿Queréis que no haya gobernantes?

—¡Lo que queremos es cambiar de gobernantes!

—¿Y crees que va a servir de algo?

—Seguro que sí.

—Tendrías que cambiar la humanidad y no solo los gobiernos. Y las personas van a seguir siendo avaras, codiciosas y despreciables.

—Así que, según tú, ¿no se puede mejorar la suerte del pueblo? —preguntó Vilmorin.

—Cuando dices pueblo, te refieres al populacho, claro. ¿Vas a abolirlo? Porque es la única forma de mejorar su suerte.

—Bueno, tú defiendes a los que te pagan. Es comprensible…

—Al contrario, intento ser imparcial. Vamos a discutir tus ideas. ¿A qué forma de gobierno aspiras? A una república, supongo. Bien, pues ya la tienes. Francia ya es una república.

Philippe lo miró fijamente.

—Hay un rey.

—¿Qué rey? En Ver

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