Los cinco detectives 1 - Misterio en la villa incendiada

Enid Blyton

Fragmento

Capítulo 1. La villa en llamas

CAPÍTULO 1

La villa en llamas

LA AGITACIÓN EMPEZÓ A ESO DE LAS NUEVE Y MEDIA DE una oscura noche del mes de abril.

Hasta entonces en el pueblo de Peterswood reinaba una profunda quietud, solo quebrada por los ladridos de un perro. Luego, de pronto, hacia el oeste del pueblo, se elevó una intensa luz.

Larry Daykin la vislumbró en el momento en que se disponía a acostarse. Al descorrer las cortinas de su habitación para que lo despertase la luz del alba, vio el resplandor a occidente.

—¡Caramba! ¿Qué es eso? —exclamó. Y llamando a su hermana, añadió—: ¡Oye, Daisy! Ven aquí a echar una ojeada. Hay un resplandor muy raro en el extremo del pueblo.

Daisy acudió al dormitorio en camisón y, mirando por la ventana, dijo:

—¡Es un incendio! Parece muy grande, ¿verdad? ¿Dónde será? ¿Crees que se habrá prendido fuego en alguna casa?

—Lo mejor será que vayamos a ver qué sucede —propuso Larry, con entusiasmo—.Volvamos a vestirnos. Papá y mamá han salido y no se enterarán de nada. Venga, date prisa.

Larry y Daisy se vistieron rápidamente, bajaron la escalera y salieron al oscuro jardín. Mientras recorrían la calle, justo al pasar por delante de otra casa, oyeron un precipitado rumor de pasos procedentes de la calzada.

—¡Apuesto cualquier cosa a que es Pip! —exclamó Larry, encarando su linterna en dirección a la calzada.

La luz dio de lleno en un chico más o menos de su edad, acompañado por una niña de unos ocho años.

—¡Hola, Bets! —gritó Daisy, sorprendida—. ¿Tú también vienes? ¡Creí que estarías en el mejor de los sueños!

—¡Oye, Larry! —dijo Pip—. Es un incendio, ¿verdad? ¿En qué casa será? ¿Habrán avisado a los bomberos?

—¡Antes de que lleguen los camiones desde el pueblo vecino, la casa se habrá convertido en un montón de ruinas humeantes! —contestó Larry—. ¡Vamos, en marcha! Parece que el incendio es en Haycock Lane.

Los cuatro chicos echaron a correr. Otros vecinos del pueblo habían visto también el resplandor y acudían, presurosos, al lugar. Resultaba todo muy emocionante.

—Es la casa del señor Hick —dijo un hombre—. Estoy seguro de que es allí.

Cuando la comitiva llegó al final de la calle el resplandor se intensificó, cobrando rápidamente más altura y brillantez.

—¡No es la casa! —exclamó Larry—. Es la villa donde trabaja, la que está en el jardín y ha convertido en estudio. ¡Vaya! ¡A este paso, no quedará nada!

Efectivamente, era un edificio viejo, casi todo de madera, y la seca paja del tejado ardía sin control.

El señor Goon, el policía del pueblo, se hallaba allí, dirigiendo las operaciones de los hombres que habían acudido a apagar el fuego. Al ver a los niños, les gritó:

—¡Eh, vosotros! ¡Fuera de aquí!

—Es una eterna canción —refunfuñó Bets—. Jamás le he oído decir otra cosa a los niños.

De nada servía echar cubos de agua a las llamas. El policía reclamó a gritos la presencia del chófer.

—¿Dónde está el señor Tomas? Díganle que saque la manguera que utiliza para limpiar el coche.

—El señor Tomas ha ido a buscar al señor Hick —respondió una voz femenina—. Ha ido a la estación a esperar el tren de Londres.

La que había hablado era la señora Minns, la cocinera. Se trataba de una mujer gruesa, de aspecto agradable, en aquel momento muy alarmada, que se disponía a llenar cubos de agua en un grifo, con manos temblorosas.

—Es inútil —comentó un vecino—. Este fuego no se apagará. Se ha apoderado demasiado del lugar.

—Alguien ha llamado a los bomberos —dijo otro hombre—, pero cuando lleguen aquí, será demasiado tarde, ya habrá ardido todo.

—De todos modos, no hay peligro de que se incendie la casa —murmuró el policía—. Afortunadamente, el viento sopla en dirección contraria. ¡Menudo susto va a llevarse el señor Hick cuando regrese!

Los cuatro chicos lo contemplaban todo estupefactos.

—Es una pena ver esa casa tan bonita en llamas —suspiró Larry—. Ojalá nos dejasen hacer algo: echar agua, por ejemplo.

Un chico de estatura similar a la de Larry llegó corriendo con un cubo de agua, pero, al intentar arrojarlo hacia las llamas, erró la puntería y vertió parte del contenido sobre Larry. Este le gritó:

—¡Eh, tú! ¡No me mojes! ¡Mira lo que haces!

—Lo siento, amigo —se disculpó el chico, con una rara y pausada voz.

Las llamas saltarinas iluminaban perfectamente todo el jardín. Bajo su resplandor, Larry observó que su interlocutor era un chico gordinflón, muy bien vestido y, al parecer, sumamente satisfecho de sí mismo.

—Es el chico que se aloja con sus padres en el hotel de enfrente —cuchicheó Pip a Larry—. Es un chico muy antipático. Es un sabiondo, y tiene tanto dinero para sus gastos que no sabe qué hacer con él.

Al verlo con el cubo, el policía vociferó:

—¡Eh, tú! ¡Lárgate de aquí! No queremos niños por en medio.

—Yo no soy ningún niño —protestó el chico, indignado—. ¿No ve usted que intento ayudarles?

—¡He dicho que te largues! —repitió el señor Goon.

De repente apareció un perro que se puso a ladrar desenfrenadamente en torno a los tobillos del policía. El señor Goon le propinó un puntapié, con expresión airada.

—¿Es tuyo este perro? —le preguntó al chico—. ¡Llévatelo de aquí!

Pero el chico fue a por otro cubo de agua, sin hacer caso. Mientras tanto, el perro se divertía de lo lindo correteando alrededor de los tobillos del señor Goon.

—¡Lárgate! —rugió el policía, dándole otra patada.

Larry y sus compañeros se rieron por lo bajo. El perrito era precioso, un scottie negro, muy ágil a pesar de sus cortas patas.

—Es de ese chico —informó Pip—. Un perro fantástico, siempre tiene muchas ganas de jugar. Ojalá fuese mío.

Una lluvia de chispas flotó en el aire, al mismo tiempo que se derrumbaba parte del tejado. El aire se llenó de un espantoso olor a humo y a quemado. Los niños retrocedieron unos pasos.

Entonces se oyó el rumor de un coche procedente del extremo de la calle.

—¡Ahí está el señor Hick! —gritó alguien.

El coche se detuvo en la calzada junto a la casa. De inmediato se apeó un hombre, que se precipitó hacia la villa en llamas, a través del jardín.

—Siento comunicarle, señor Hick, que su estudio está casi destruido

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